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martes, 21 de febrero de 2023

GENET JEAN. POEMAS. FRAGMENTO.

 



«La Vida de Genet es un fracaso y, bajo la apariencia de un éxito, ocurre lo mismo con sus obras. No son serviles y supera a la de la mayoría de los escritores llamados Literarios. La obra de Genet es la agitación de un hombre desconfiado del que ha podido decir Sartre: “Si se le acorrala, estallará en carcajadas y confesará sin dificultad que se ha divertido a costa nuestra, que sólo intentaba escandalizamos aún más: si se le ha ocurrido bautizar con el nombre de Santidad a esta perversión demoníaca y sofisticada…”. Jean Genet se ha propuesto la búsqueda del Mal como otros la del Bien». Bataille

Jean Genet

Poemas

PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

El hospiciano, ladrón, homosexual y suntuoso histrión Jean Genet nació en París en 1910. Fascinado por la simetría, cosa que no deja de ser bastante francesa, su regla áurea, a la que ni en su dorada vejez habrá renunciado, tuvo esta temprana formulación: «He decidido seguir mi destino en sentido contrario a vosotros (se refiere, claro, a los bienpensantes) y explotar el reverso de vuestra belleza». De este modo, con una sistematicidad de archivero, compatible con correrías de vario signo, y siempre al margen de la ley, lo que le valió largas estancias en prisión, acumuló el sólido material de experiencia que elaboraría en su obra novelística, dramática y poética. El escándalo Genet tuvo su cenit en la inmediata posguerra mundial, y hoy nuestro escritor es un viejo pulcro, de jeta maliciosa y tallada a hachazos, que ha sufrido el destino de casi todos los malditos: ser pasto de academias más o menos simbólicas. No obstante, en las últimas correrías suyas de que tengo noticia, hay una anécdota deliciosa según la cual, al ser conminado a levantar el campo en una manifestación de apoyo a los «panteras negras», con el usual: «Disuélvase, señor», contestó dignísimo al polizonte de turno: «¿Cómo señor? ¿No tiene ojos en la cara, agente? Sin duda habrá querido usted decir señora». Lo que hace diez o doce años no era moco de pavo. Sigamos.

Poniendo la carreta delante de los bueyes, método clásico en nuestra asendereada lengua, la obra de Genet, al menos la narrativa, no ha empezado a ser traducida sino a finales de los años setenta. Se tenía conocimiento de él, salvado su teatro, por el clásico y voluminoso San Genet, comediante y mártir, de Sartre, y por el capítulo que le dedicó Bataille en La literatura y el mal, donde este maldito sedentario arremete no tanto contra el nómada lumpen como contra su principal exégeta, con el cual sostuvo un largo contencioso al ser calificado por Sartre de «místico en estado salvaje».

Por el ritmo acelerado de traducciones al castellano en estos momentos, pareciera que entramos en una moda Genet. De modo que, pensando en los legos, digamos telegráficamente que nuestro personaje es una suerte de Papillon, «El Lute» u Ortuño, mucho más refinado, ceremonial, blasfematorio y metafísico.

Sus novelas, que celebran a los héroes del «mundo delicado de la reprobación» y exaltan los «fastos de la abyección», no dejan de estar en onda en época tan navajera y asocial como la que padecemos. De todos modos, sospecho que no será el jovenzuelo marginal el que tenga acceso a ellas, sino, como en el caso del público destinatario de su lectura escénica por el mimo Lindsay Kemp, el cultivado alopécico de mediana edad que podrá gozar del «frisson delicat» sin que sus nalgas abandonen la butaca, postura ésta que Nieztsche reputaba pecado mayor contra el espíritu. Allá él.

La poesía de Genet es de índole bastante especial. En principio aparece muy ligada a su obra narrativa. Dos, al menos, de los personajes que aparecen con sus nombres propios, Pilorge y Harcamone, en los extensos poemas «El condenado a muerte», «Marcha fúnebre» y «La Galera»,

provienen de sus novelas Nuestra Señora de las Flores (1942) y El milagro de la rosa (1943). Fueron compadres muertos trágicamente en su juventud, amados por los dioses (y por el autor), a cuyo recuerdo dedica sus tiradas de versos trabajosamente rimados, en que se mezclan la ternura, la liturgia erótica, la alucinación y la requisitoria, más o menos explicita a jueces y sociedad, que troncharon tan exquisitas flores de albañal.

Las fuentes literarias de Genet, en lo que a sus poemas concierne, a mí me parecen muy claras. Su débito es más que notable con Villon y, sobre todo, con Rimbaud, del cual adopta ese estilo oblicuo, simbólico y yuxtapuesto, en asociaciones semiautomáticas y exclamatorias de muy difícil interpretación en ocasiones. Si a ello se le añade el empleo abundante del argot carcelario y delincuente y el recurso frecuente a un violento hipérbaton de novel, que dista mucho de las Untas difíciles, más cuidadosas de no incurrir en anacolutos, de un Góngora o un Mallarmé, se podrá entender que la tarea del traductor no ha sido precisamente un paseo primaveral. Pero de esta cuestión trataremos más adelante.

Otra influencia patente es la del Coleridge de la Balada del viejo marinero. Adapta a su estilo el escritor francés ese clima, fantasmagórico de inminente catástrofe y desorden, a lo largo de una travesía, que es más introspectiva que descriptiva, más viaje a las profundidades del ego que mimesis de los pasos de un Humboldt o un Darwin.

En tal clima encantado se mueve Genet, agregándose ese toque especial de la casa, consistente en transformar lo más sórdido y obsceno en litúrgico y ceremonial, por lo que sus personajes, en vez de extraídos de la crónica de sucesos de un papelucho, semejan leves figurines salidos de un lienzo de Gustave Moreau o de un dibujo de Aubrey Beardsley. Misterios de la imaginación homoerótica, que pareciera sustentarse en paradigmas intemporales u obedecer a arquetipos Junguianos.

De la serie de largos poemas que el lector podrá encontrar en esta edición, prefiero con mucho el primero, «El condenado a muerte», que me parece el más controlado de los suyos. No quiere esto decir que en los otros no se encuentren momentos poéticos excelentes dentro del característico descuido formal de Genet, que le lleva a amalgamar, sin demasiada atención a la coherencia lógica, métrica, sintáctica y aun ortográfica, sus deliquios (y delirios) líricos. A este respecto no estará de más, pienso, aportar el testimonio de un estudioso del Genet poeta, que califica su obra en verso de «mariposeo frecuentemente confuso de imágenes que se entrechocan y destruyen una a otra». Agregando con notable acuidad crítica: «Mientras establece con la sombra un contacto intolerable, teje, anuda entre ellos, dos poemas distintos, entrelaza versos de origen diferente, desenmaraña y mezcla un ovillo cuya necesidad se le escapa, no imponiéndole ninguna fatalidad: una tapicería, en fin, sobrecargada de arabescos y de figuras complicadas e indecisas»[1]. De más está señalar que he respetado al máximo el frecuente recurso al «collage»

que aparece en los poemas, el cual no los hace precisamente transparentes y, asimismo, la peculiar puntuación del autor.

En el capítulo de agradecimientos no puedo dejar de mencionar la inestimable ayuda que me proporcionaron con sus observaciones mis queridos amigos Julia Escobar y Jenaro Talens.

A. M. S.

Otoño 1980

EL CONDENADO A MUERTE

El viento que en los patios arrastra un corazón; Un ángel que solloza suspendido de un árbol,

La columna de azul a la que envuelve el mármol Alumbran en mi noche salidas de emergencia.

Un pájaro que muere y el sabor a ceniza, El recuerdo de un ojo dormido sobre el muro

Y el dolorido puño que amenaza el azul

Al cuenco de mis manos hacen bajar tu rostro.

Ese rostro más duro y grácil que una máscara, Más grávido en mi palma que en los dedos del caco La joya que se embolsa, anegado está en llanto.

Es feroz y es sombrío y el laurel lo corona.

Es severo tu rostro como el de un monje griego.

Trémulo permanece en mis manos cerradas.

De una muerta es tu boca y allí rosas tus ojos, Y tu nariz, quizás, el pico de un arcángel.

La refulgente helada de un perverso pudor Que empolvó tus cabellos de astros de limpio acero, Que coronó tu frente de espinas de rosal,

¿Qué revés la fundió cuando tu rostro canta?

¿Qué fatalidad, di, centellea en tu mirada Con despecho tan alto, que el más cruel dolor, Visible y descompuesto orna tu bella boca

Pese a tu llanto helado, de una sonrisa fúnebre?

No cantes esta noche «Les costauds de la lune».

Sé más bien, chaval de oro, princesa de una torre Que sueña melancólica en nuestro pobre amor;

O pálido grumete que vigila en la cofa

Y a la tarde desciende y canta sobre el puente Entre los marineros, destocados y humildes,

El «Ave María Stella». Cada marino blande

su verga palpitante en la picara mano.

Y para atravesarte, grumete del azar, Bajo el calzón se empalman los fuertes marineros.

Amor mío, amor mío, ¿Podrás robar las llaves

Que me abrirán el cielo donde tiemblan los mástiles?

Desde allí siembras, regio, blancos encantamientos, Copos sobre mis páginas, en mi muda prisión:

Lo espantoso, los muertos en sus flores violetas, La parca con sus gallos, sus espectros de amantes.

Con sofocados pasos cruza en ronda la guardia.

En mis ojos vacíos tu recuerdo reposa.

Puede ser que se evada atravesando el techo.

Se habla de la Guyana como una tierra cálida.

¡Oh el dulzor de la cárcel lejana e imposible!

¡Oh el indolente cielo, el mar y las palmeras, Las límpidas mañanas, los crepúsculos calmos, Las cabezas rapadas, las pieles de satén!

Evoquemos, Amor, a cierto duro amante, Enorme como el mundo y de cuerpo sombrío.

Nos fundirá desnudos en sus oscuros antros,

Entre sus muslos de oro, en su cálido vientre.

Un macho deslumbrante tallado en un arcángel Se excita al ver los ramos de clavel y jazmín Que llevarán temblando tus manos luminosas,

Sobre su augusto flanco que tu abrazo estremece.

¡Oh tristeza en mi boca! ¡Amargura inflamando mi pobre corazón! ¡Mis fragantes amores,

Ya os alejáis de mí! ¡Adiós, huevos amados!

Sobre mi voz quebrada, ¡adiós minga insolente!

¡No cantes más, chaval, depón ese aire apache!

Intenta ser la joven de luminoso cuello,

O, si el miedo te deja, el melodioso niño,

Muerto en mí mucho antes que el hacha me cercene.

¡Mi bellísimo paje coronado de lilas!

Inclínate en mi lecho, deja a mi pija dura

Golpear tu mejilla. Tu amante el asesino

Te relata su gesta entre mil explosiones.

Canta que un día tuvo tu cuerpo y tu semblante, Tu corazón que nunca herirán las espuelas

De un tosco caballero. ¡Poseer tus rodillas,

Tus manos, tu garganta, tener tu edad, pequeño!

Robar, robar tu cielo salpicado de sangre, Lograr una obra maestra con muertos cosechados Por doquier en los prados, los asombrados muertos De preparar su muerte, su cielo adolescente…

Las solemnes mañanas, el ron, el cigarrillo…

Las sombras de tabaco, de prisión, de marinos Acuden a mi celda, y me tumba y me abraza

Con grávida bragueta un espectro asesino.

La canción que atraviesa un mundo tenebroso Es el grito de un chulo traído por tu música, El canto de un ahorcado tieso como una estaca, La mágica llamada de un randa enamorado.

Un muchacho dormido solicita las boyas Que no lanza el marino al dormido lunático.

Un niño contra el muro erguido permanece,

Otro duerme encogido con las piernas cruzadas.

Yo maté por los ojos de un bello indiferente Que nunca comprendió mi contenido amor,

En su góndola negra una ignorada amante,

Bella como un navío y adorándome muerta.

Cuando ya estés dispuesto, alistado en el crimen, De crueldad embozado, con tus rubios cabellos, En la cadencia loca y breve de las violas,

Degüella a una heredera tan sólo por placer.

Súbito aparecer de un férreo caballero Impasible y cruel; pese a la hora, visible

En el gesto impreciso de una vieja que gime.

No tiembles, sobre todo ante sus claros ojos.

Del tan temido cielo de los crímenes De amor viene este espectro. Niño de las honduras Nacerán de su cuerpo extraños esplendores

y perfumado semen de su verga adorable.

Pétreo, negro granito sobre alfombra de lana La mano sobre el flanco, óyelo caminar.

Hacia el sol se dirige su cuerpo sin pecado

Y tranquilo te tiende a orillas de su fuente.

Cada rito de sangre delega en un muchacho Para que inicie al niño en su primera prueba.

Sosiega tu temor y tu reciente angustia.

Chupa mi duro miembro cual si fuese un helado.

Mordisquea con ternura su roce en tu mejilla, Besa mi pija tiesa, entierra en tu garganta

El bulto de mi polla tragado de una vez,

¡Ahógate de amor, vomita y haz tu mueca!

Adora de rodillas como un tótem sagrado mi tatuado torso, adora hasta las lágrimas

mi sexo que se rompe, te azota como un arma,

adora mi bastón que te va a penetrar.

Brinca sobre tus ojos; y tu espíritu enhebra.

Inclina la cabeza y lo verás erguirse.

Notándolo tan noble y tan limpio a los besos

Te postrarás rendido, diciéndole: «¡Madame!»

¡Escúchame, madame! ¡Madame, voy a morir!

¡La casa está embreada! ¡La prisión vuela y tiembla!

¡Socorro, nos movemos! ¡Unidos llévanos

A tu blanca capilla, Dama de la Merced!

Manda venir al sol; que llegue y me consuele.

¡Estrangula a esos gallos! ¡Adormece al verdugo!

Sonríe maligno el día detrás de mi ventana.

Para morir la cárcel es una pobre escuela.

En mi garganta inerme y pura, mi garganta Que mi mano más suave y formal que una viuda

Roza bajo el tejido sin que tú me conmuevas

imprime la sonrisa de lobo de tus dientes.

¡Oh ven, sol hermosísimo, ven mi noche, de España, Acércate a mis ojos que mañana habrán muerto!

Llégate, abre la puerta, aproxima tus manos

Y llévame de aquí rumbo a nuestra aventura.

Despertar puede el cielo, florecer las estrellas, No suspirar las flores, y, en los prados, la hierba Recibir el rocío que bebe la mañana,

Sonará la campana: solo yo moriré.

¡Ven, mi cielo de rosa, mi rubio canastillo!

En su noche visita al condenado a muerte.

¡Arráncate la carne, trepa, muerde, asesina,

Pero ven! Tu mejilla apoya en mi cabeza.

Aún no hemos terminado de hablan de nuestro amor, Aún no hemos acabado de fumar los «gitanes»,

Debemos preguntar por qué razón condenan

A un criminal, tan bello, que empalidece al día.

¡Amor, ven a mi boca! ¡Amor, abre tus puertas!

Recorre los pasillos, baja, rápido cruza,

Vuela por la escalera más ágil que un pastor, Más suspenso en el aire que un vuelo de hojas muertas.

Atraviesa los muros, camina por el borde De azoteas, de océanos; recúbrete de luz,

Usa de la amenaza, de la plegaria usa,

Pero ven, mi fragata, a una hora del fin.

Se arropan con la aurora los pétreos asesinos En mi prisión abierta a un rumor de pinares

Que la mecen, sujeta a delgadas maromas

Trenzadas por marinos que dora la mañana.

¿Quién dibuja en el techo la Rosa de los Vientos?

¿Quién en mi casa sueña, al fondo de su Hungría?

¿Qué chaval ha robado en mi podrida paja

pensando en sus amigos al mismo despertar?

Divaga, ¡oh mi locura!, Para mi gozo alumbra Un lenitivo infierno repleto de soldados

Con el torso desnudo y gualdos pantalones;

Lanza esas densas flores cuyo olor me fulmina.

De cualquier parte arranca las hazañas más locas.

Desnuda a los chiquillos, invéntate torturas, Mutila a la Belleza, desfigura los rostros

Y ofrece la Guyana como lugar de encuentro.

¡Oh mi viejo Maroni![1] ¡Oh Cayena la dulce!

Veo los volcados cuerpos de quince a veinte tacos En torno al crío rubio que apura las colillas Que escupen los guardianes entre el musgo y las flores.

Una toba mojada basta para afligirnos.

Solitario y erguido entre yertos helechos

El más joven se apoya en sus lisas cañeras

Inmóvil y esperando ser consagrado esposo.

Los viejos asesinos se apiñan para el rito.

En la tarde agachados prenden de un leño seco Una llama, que roba, rápido, el jovencito

Más emotivo y puro que un emotivo pene.

El más duro bandido, de charolados músculos, Con respeto se inclina ante el frágil mancebo.

Sube la luna al cielo. Una disputa amaina

Tiemblan los enlutados pliegues de una bandera.

¡Te arropan con tal gracia tus mohínes de encaje!

Con un hombro apoyado en la palmera cárdena

Fumas y la humareda desciende a tu garganta

Mientras los galeotes, en danza, ritual,

Silenciosos y graves, por riguroso turno Aspiran de tu boca una pizca fragante,

Una pizca y no dos, del anillo de humo

Que empicas con la lengua. ¡Oh compadre triunfal!

Divinidad terrible, invisible y malvada, Tú quedas impasible, tenso, de metal claro,

Sólo a ti mismo atento, dispensador fatal

Recogido en las cuerdas de tu crujiente hamaca.

Tu alma delicada los montes atraviesa Acompañando siempre la milagrosa huida

De aquel que se ha fugado, muerto al fondo del valle De una bala en el pecho, sin reparar en ti.

Elévate en el aire de la luna, mi vida.

En mi boca derrama el consistente semen

Que pasa de tus labios a mis dientes, mi Amor, A fin de fecundar nuestras nupcias dichosas.

Junta tu hermoso cuerpo contra el mío que muere Por darle por el culo a la golfa más tierna.

Sopesando extasiado tus rotundas pelotas

Mi pija de obsidiana te enfila el corazón.

¡Mírala, perfilada en su poniente que arde Y me va a consumir! Me queda poco tiempo,

Llégate si te atreves, surge de tus estanques, Tus marismas, tu fango donde lanzas burbujas.

¡Oh, quemadme, matadme, almas que yo maté!

Miguel Ángel exhausto, en la vida esculpí,

Mas la belleza siempre, Señor, yo la he servido: Mi vientre, mis rodillas, mis anhelantes manos.

Los gallos del cercado, la alondra mañanera, Las botellas de leche, una campana al viento, pasos sobre la grava, mi celda clara y blanca.

Es alegre el cocuyo en la negra prisión.

¡No tiemblo ya, Señores! Si rueda mi cabeza En el fondo del cesto con los cabellos blancos, Mi pija para gozo en tu grácil cadera

O, para más belleza, mi pichón, en tu cuello.

¡Atento! Rey aciago de labios entreabiertos Accedo a tus jardines de desolada arena

En que inmóvil y erecto, con dos alzados dedos, un velo de azul lino recubre tu cabeza.

¡Por un delirio idiota veo tu doble puro!

¡Amor! ¡Canción! ¡Mi reina! ¿Es un espectro macho Visto durante el juego de tu pupila pálida

Quien me examina así sobre la cal del muro?

No seas inclemente, deja cantar maitines a tu alma bohemia; concédeme otro abrazo…

¡Dios mío, voy a palmar sin poder estrujarte

En mi pecho y mi polla otra vez en la vida!

¡Perdóname, Señor, porque fui pecador!

Los lloros de mi voz, mi fiebre, mi aflicción, El mal de abandonar mi muy amada Francia

¿No bastan, Señor mío, para ir a reposar

domingo, 18 de diciembre de 2022

Maurice Barres. RELATO. UN VOLUPTUOSO.

 



Maurice Barres


(Francia, 1862-1923)
Novelista y político francés, nacido en Charmes. Fue miembro de la Cámara de los Diputados a partir de 1889. Sus primeros escritos son principalmente introspectivos, pero su obra posterior refleja un nacionalismo creciente y el deseo de proteger los intereses de Francia frente al abuso de los países vecinos. Su obra influyó notablemente en escritores franceses como André Gide y André Malraux. Entre sus numerosas novelas destacan las trilogías Culto del yo (1888-1891), La novela de la energía nacional (1897-1902) y La colina inspirada (1913).

Contribución: Dr. Enrico Pugliatti.

 

  Algunas personas discutían a propósito del neocatolicismo. Unos decían: "Es una afectación mundana". Otros contestaban: "Sin duda ninguna entre los que han llevado a cabo ese movimiento literario hay varios profesores completamente ineptos, pero Mr. de Vogué, el verdadero maestro, es una figura muy distinguida". Un hombre de buen sentido hizo la siguiente observación: "Las religiones siempre son precisas. Si sois, en efecto, católicos, id los domingos a misa, confesad vuestros pecados cada ocho días, comulgad por pascua florida y no tratéis de hacer innovaciones. Acordaos de que en 1858, según dice un volteriano, ya les decían neo-tontos a los neo-católicos" Esta cita brutal, hizo decaer la conversación.

  Mi vecino me llamó a parte y me dijo:

  -Ese caballero tan pesado, tiene, en parte, razón, pues el neo-catolicismo es una escuela sentimental que ya existió, no sólo en 1848, sino en otras muchas épocas; mas se equivoca al decir que los neo-católicos interpretan los misterios de la vida de una manera miserable.

  Y algunos momentos después me refirió, para hacerme ver que sus palabras eran justas, la historia siguiente:

  -¿Ha vivido usted en Roma? Ahí es donde conseguimos, mejor que en ninguna otra ciudad del mundo, establecer el equilibrio entre nuestros pensamientos y las ideas católicas. Todas nuestras preocupaciones familiares se ennoblecen melancólicamente en la ciudad eterna; y los que son voluptuosos en Venecia, apasionados en Andalucía y politeístas en Grecia, se vuelven religiosos y hasta cristianos en Roma.

  Cuando yo vivía allí, tuve ocasión de hacer amistad con un sacerdote que había conocido personalmente a Montalembert, a Maurice de Guerin, a Ozanam y a todos los demás artistas católicos y románticos que florecieron a mediados del siglo actual.

  Su edad y su talento lo hacían aparecer como una figura muy distinguida ante mi imaginación de mozo, embriagado con la vida solitaria que hice durante largo tiempo en esa ciudad donde hasta las almas más soberbias llegan a vacilar.

  Sin duda ninguna el clima debilitante y la multitud de recuerdos de Roma y de la Iglesia, eran ya para mi alma, un fardo difícil de llevar; pero lo que más me enervaba eran ciertas relaciones, contrariadas por los infinitos inconvenientes del adulterio, que yo tenía con una romana joven.

  Una noche, después de haber vagado durante una semana sin esperanzas de poderla ver, por las pesadas calles de la gran ciudad, y después de haber querido ahogar entre el ruido de las orgías la voz de mis celos, comencé a pensar que sólo después de haber confiado las miserias de mi vida, me sería posible encontrar de nuevo la tranquilidad. Al mismo tiempo pensé que en ninguna parte me sería tan fácil como en el confesionario encontrar un buen confidente.

  Mi amigo el sacerdote oyó mi relato, como yo lo había previsto, con la más perfecta indulgencia. Lo único que le causaba admiración era que yo pudiese, teniendo ciertas ideas y profesando ciertos principios que en varias ocasiones le había expuesto, encontrar una voluptuosidad tan aguda en una aventura tan vulgar.

  Yo traté de explicarme más profunda y más sutilmente, diciéndole:

  -No la amo ni por su hermosura ni por los placeres que me ofrece; y hasta os aseguro que su confianza dichosa en la belleza de su rostro me causa cierto horror; lo que me encanta y lo que me enternece es la palidez seca y amarillenta que cubre a veces su semblante y la sonrisa llena de cansancio que pliega sus labios ciertas mañanas... Ella y yo no somos sino dos átomos que se encontraron por casualidad en el eterno carnaval de la vida. Dentro de algunos años, sólo yo, entre las veinte o treinta personas que la rodean, sentiré aún palpitar mi corazón al oír su nombre... Hasta hoy, nadie me ha hecho comprender mejor que ella la esencia perecedera de las cosas. Ella ha hecho nacer en mi alma el amor del sacrificio. Deseo ardientemente ver llegar el día en que, siendo ella una mujer vieja, yo seré aún un hombre joven (pues ambos cumpliremos al mismo tiempo los cuarenta años). Entonces las vulgaridades inseparables del adulterio desaparecerán por completo y podré seguir considerándola como un pretexto febril para desenvolver mis pensamientos melancólicos -que es lo que yo prefiero!.

  El sacerdote, que no desesperaba nunca de los corazones apasionados y que sólo detestaba las almas tibias, miró con pesar, pero sin desdén, mi extravío.

  Luego comenzamos a visitar juntos las obras artísticas; nuestra manera de comprender la belleza tenía muchos puntos de contacto; ambos admirábamos, sobre todo, las obras ardientes y graves.

  Un día, al pasar frente a la iglesia della Vittoria, mi buen amigo me hizo entrar en el templo para que contemplase, en compañía suya, la célebre santa Teresa de Bernín -gran señora y gran santa desvanecida de amor con tal languidez y con tal desfallecimiento, que todas las voluptuosidades de las alcobas palidecerían a su lado-.

  El sacerdote se arrodilló ante el lienzo y comenzó a rezar con verdadero fervor. Cuando él echó de ver que su devoción por tan divina persona me causaba alguna extrañeza, púsose de pie y me dijo lo siguiente:

  -Antes de ser sacerdote, tuve una querida deliciosa a quien adoré con toda el alma y lo que hace un momento le pedía a Dios era que la librase, bien de las tentaciones del mundo o bien de los suplicios del purgatorio (pues yo me he propuesto no saber nunca si vive aún). Cada vez que me encuentro frente a una santa que me permite, por su actitud, pensar en aquella mi encantadora cómplice sin pecar contra las preocupaciones de mi religión, ruego ardientemente por ella. La santa Teresa de Bernín se presta mejor que ninguna otra imagen a esta confusión, y su rostro lleno de amor, y su aspecto apasionado, convierten en éxtasis piadoso lo que aun queda en mí de ternura humana.

  Yo no pude menos, oyendo hablar al sacerdote, que comparar el artificio por medio del cual se tomaba la libertad de acariciar los recuerdos de su juventud, a mi propia manera de teñir con graves colores mis aventuras galantes, y hasta me convencí de que una sensibilidad análoga nos inclinaba hacia la religión. En el fondo no hay duda de que él pensaba como yo, pues nuestra amistad fue siendo cada día más estrecha. Seis meses después, cuando yo tuve necesidad de volver a Francia, él me dio (prueba patente de su confianza y del conocimiento de mi estado) una de sus oraciones familiares para que yo la pronunciase, en nombre suyo, ante la famosa santa Catalina en éxtasis de la iglesia de Siena, lugar donde yo pensaba detenerme durante algunos días.

  ¿Sería la aflicción que me causaba el alejamiento de mi bella romana, unida a la impresión que el talento de Sodoma produjo en mi alma de artista, y a la originalidad de mi acto, lo que me entristeció de tal manera?... Lo cierto es que la imagen de aquella religiosa desvanecida entre los brazos de los que la seguían, con la cabeza echada voluptuosamente hacia atrás y con los húmedos ojos extasiados, me hizo pensar en las breves dolencias con las cuales la mujer a quien más quise en mi juventud, me había apasionado más que con las gracias des sus veinticinco años... La hora que pasé bajo las naves de la iglesia de Siena, me hizo saborear los encantos de mi querida con una vivacidad penetrante cuyo recuerdo -que algunas mujeres españolas, divinas pero no bastante refinadas, han despertado después en mi memoria- aparecerá ante mis ojos, en mi lecho de muerte, como el instante de mi existencia en que me fue dado sentir con más intensidad la vida.

  Todavía ayer, visitando la pequeña catedral de Praga, tan pobre de riquezas como rica de perfumes y de figurillas coloreadas, mi fantasía sensual me hizo pensar en algunas iglesias de España y de Italia que son verdaderas alcobas ardientes.

  ¡Usted no puede figurarse cuántas veces, durante diez años, he hecho oración según el método de mi buen sacerdote romano! Para cumplir religiosamente mi promesa, quemé el papel después de haber recitado la oración ante el cuadro de Siena; pero a falta de palabras, mi espíritu formaba un paralelo entre las imágenes maravillosas pintadas por Bernín y Sodoma y la mujer por quien rogaba. Para que santa Catalina se interesase por la suerte de su antigua querida, el sacerdote le decía: "Era tan hermosa que habría podido servir de modelo a tu pintor". Luego describía, con un estilo tan casto que más bien parecía la obra de un retórico que la obra de un amante, sus senos redondos como las copas del altar, sus caderas deliciosas, su cabeza encantadora, su cuerpo suave y sus ojos húmedos, tiernos, adorables; en seguida hablaba de esos suspiros que suben desde el corazón hasta los labios... Y cada una de esas estrofas llenas de una piedad que sin duda sorprendería y que tal vez

ofendería fuera de Nápoles y de Roma, terminaba así: "Yo recogeré en tus labios ¡oh santa! el suspiro que agitaba el pecho de mi querida."

  En el fondo, concluyó diciendo mi amigo, ese es el verdadero neo-catolicismo cuya esencia consiste en la mezcla de la religión y del sensualismo. Su piedad no está conforme con el dogma. Es un refinamiento voluptuoso, pero no contiene ninguna bajeza.

  En cuanto a nuestros contemporáneos, seguramente no han sido ellos quienes lo inventaron; lo que han hecho, al contrario, es rebajar el exquisito equívoco que turbó las almas de Fenelón, de Lacordaire, de la dulce madame Guyon y de la vieja madame Schwetchine.

sábado, 8 de octubre de 2022

VENDETTA Guy de Maupassant



VENDETTA

Guy de Maupassant

La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una casucha de las afueras. La ciudad, construida en una saliente de la montaña que en algunos puntos cae a pico sobre el mar, domina, por la parte más rocosa y erizada de escollos, la costa de Cerdeña, de la cual está separada por una lengua de agua. A sus pies, rodeándola completamente como un gigantesco pasadizo, una hendidura de la escarpada costa le sirve de puerto, en el cual se recogen barquitos de pescadores italianos o sardos y, cada quince días, el viejo vapor desvencijado que lleva el correo a Ajaccio.

Sobre la montaña blancuzca destacan las viviendas blanquísimas, como nidos colgados en la roca. El viento azota sin descanso la costa virgen de toda vegetación, los penachos de espuma que sin cesar rompen sobre los picos de las rocas parecen lienzos flotantes.

La pobre casa de la viuda de Saverini, construida en el borde mismo de la costa escarpada, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte agreste y miserable.

La mujer vivía sola con su hijo Antonio y su perra «Ligera», grandota y flaca, de pelo áspero y crecido, cruzada de mastín. Con esa perra iba de caza el muchacho.

Una tarde, y después de una disputa, fue asesinado Antonio Saverini traidoramente con un cuchillo por Nicolás Ravolatti, el cual huyó aquella misma noche a Cerdeña.

Cuando la madre vio el cuerpo de su hijo que le llevaron unos hombres, lloró, pero estuvo largo rato mirándolo fijamente; después, tendiendo su mano derecha sobre el cadáver, juró vengarse. No consintió que nadie le hiciera compañía, y encerróse aquella noche con su hijo muerto y con su perra Ligera en la pobre casa.

Aullaba el animal sin descanso al pie del lecho, con la cabeza tendida hacia su amo y la cola escondida entre las patas. No se movía. Tampoco la madre se movía; inclinada sobre su hijo, lo miraba con los ojos muy abiertos, y lloraba silenciosamente. El cadáver, vestido con un traje de paño burdo rasgado en el pecho, parecía dormir; pero en todo su cuerpo había rastros de sangre: sobre la camisa, en el chaleco, en los pantalones, en la cara y en las manos. Cuajarones de sangre se hallaban prendidos en la barba y el pelo.

Entre sollozos, la pobre madre habló por fin. Al oírla cesó de aullar la perra.

—Yo te vengaré; te vengaré, hijo mío. Duerme, duerme; tu madre te vengará. ¿Oyes? Tu madre te lo promete y siempre te ha cumplido sus promesas. Ya lo sabes.

Y lentamente, inclinándose más, posaba sus labios fríos en los labios muertos.

Entonces Ligera gemía de nuevo, con un aullido monótono, desgarrador, terrible.

Así estuvieron la mujer y el animal junto al cadáver, hasta que se hizo de día.

Enterrado Antonio Saverini, se habló algo de su muerte, pero muy pronto a nadie preocupó aquel asunto, porque no tenía más familia que su madre; ni hermanos, ni siquiera primos.

Ningún hombre que pudiera vengarle; pero su madre se lo había propuesto.

La infeliz mujer, desde la puerta de su casa, veía un punto blanco al otro lado del mar, sobre la costa. Era el pueblo de Longosardo, donde se refugian los criminales corsos que forman el núcleo más importante de la población, frente a las costas de su patria, mientras llega el momento de volver. En ese pueblo se había refugiado también Ravolati, y la madre de Saverini lo sabía.

Sola desde que Dios amanece, con la mirada perdida a lo lejos, pensaba en vengarse. ¿Cómo? Enferma, casi moribunda, ¿qué hacer? Lo había prometido, lo había jurado en presencia del cadáver. No podía olvidarlo, pero tampoco podía esperar auxilio de nadie. ¿Qué hacer? No descansaba, obstinándose, buscando un médico. La perra dormía echada junto a la mujer, o aullaba con el cuello extendido.

Desde que su amo desapareció, ladraba con frecuencia como si quisiera llamarle, como si quisiera decirle que guardaba su recuerdo.

Una tarde, oyendo aullar a Ligera, la madre concibió una idea salvaje, feroz y vengativa. Meditó hasta la mañana siguiente; levantóse al amanecer y se lúe a la iglesia. Rezó arrodillada en el suelo; postrada para recibir las bendiciones de Dios, le rogó que la compadeciera y ayudara dando a su pobre cuerpo consumido energía bastante para resistir hasta que pudiera vengar a su Antonio.

Tenía en el patio un tonel viejo que servía para recoger el agua del canalón y, de regreso en su casa, lo vació, lo volcó, lo afirmó entre piedras. Después de atar la perra en aquel tabuco, se retiró al interior de la casa.

Recorría sin descanso las habitaciones y, al pasar junto a las ventanas miraba siempre hacia Cerdeña. En aquella costa vivía el asesino.

La perra ladró todo el día y toda la noche. La mujer le dio agua, pero agua solamente; ni un pedazo de pan. Ligera, extenuada, se durmió. Al otro día sus ojos brillaban, su pelo se erizaba, y furiosamente sacudía su cadena.

La mujer no dejó de darle agua, pero ni un pedazo de pan.

Al tercer día fue a casa de un vecino para pedirle por favor dos sacos de paja, con la que rellenó ropas viejas de su marido. Quedó hecho un muñeco, y lo ató a una estaca bien fijada en el suelo, después de ponerle, una cabeza de trapo.

La perra, sorprendida, miró al hombre de paja sin ladrar, dominada por el hambre.

La mujer compró una morcilla negra que, puesta sobre las brasas, con su olor excitó a la perra, que ladraba y saltaba para verse libre.

Después cosió fuertemente la morcilla entorno del cuello del muñeco, y cuando lo hubo asegurado soltó al hambriento animal.

De un salto formidable se abalanzó Ligera al cuello del muñeco, y con ferocidad mordisqueaba la morcilla. No pudiendo arrancarla, tomó un nuevo impulso y saltó por segunda vez, deshaciendo a dentelladas el corbatín del hombre.

La mujer, inmóvil y muda miraba muy atentamente. Luego, ató al animal en el tonel que le servía de caseta, y lo tuvo en ayunas otros dos días, al cabo de los cuales, repitió aquel extraño ejercicio.

Durante algunos meses Ligera se acostumbró a conquistar su escaso alimento en esa especie de lucha, tirando fieras dentelladas. Ya no la tenía sujeta y a un gesto de la mujer, el animal se lanzaba contra el muñeco.

Aprendió a desgarrarle, a devorarle sin que tuviese prendido al cuello ningún comestible. Y después de haber achuchado a Ligera contra el muñeco, la mujer premiaba con una golosina la rapidez y la violencia del ataque.

En cuanto veía a un hombre de lejos, Ligera, estremecida, miraba con inquietud, esperando la orden de su ama: un «¡a él!» pronunciado con aguda vocecilla y con el dedo alzado.

Creyendo llegada la ocasión oportuna, la mujer confesó y comulgó un domingo por la mañana, con un fervor extático. Después vistióse con un traje de hombre y trató con un pescador sardo para que, de regreso, la llevara, en su lancha.

En una bolsa puso un gran pedazo de morcilla. Ligera estaba en ayunas desde el día anterior, y la mujer, de cuando en cuando, la dejaba olfatear la bolsa, para exasperar el apetito.

Pasaron de Córcega a Cerdeña y entraron en Longosardo. La mujer cojeaba; en una panadería preguntó por la casa de Nicolás Ravolati. Este, que trabajaba en su oficio de carpintero, estaba solo en su taller.

Ella le llamó desde la puerta:

—¡Eh! ¡Nicolás!

El carpintero volvió la cabeza, y entonces la mujer, soltando a Ligera, gritó:

—¡A él! ¡A él! ¡Destrózale!

Hambriento, exasperado, el animal arrojóse a la garganta del hombre que no pudo huir ni defenderse. Cayó al suelo y alzó las manos; durante unos momentos intentó defenderse, luchar; pero muy pronto quedóse inmóvil, mientras Ligera le destrozaba el cuello arrancándole a mordiscos la garganta.

Dos vecinos, que se hallaban sentados a la puerta de su casa, recordaron al día siguiente haber visto salir de la carpintería a un viejecillo caduco y a un perro, el cual recibía de su amo unos trozos de morcilla negra.

La mujer, de regreso a su casa, durmió aquella noche muy tranquila.

viernes, 7 de octubre de 2022

Annie Ernaux El acontecimiento (Fragmento. Novela).

 

En octubre de 1963, cuando Annie Ernaux se halla en Ruán estudiando filología, descubre que está embarazada. Desde el primer momento no le cabe la menor duda de que no quiere tener esa criatura no deseada. En una sociedad en la que se penaliza el aborto con prisión y multa, se encuentra sola; hasta su pareja se desentiende del asunto. Además del desamparo y la discriminación por parte de una sociedad que le vuelve la espalda, queda la lucha frente al profundo horror y dolor de un aborto clandestino.

 



 Annie Ernaux

 

 El acontecimiento

 

 

 

 


 

Este es mi doble deseo: que el acontecimiento pase a ser escritura y que la escritura sea un acontecimiento.

MICHEL LEIRIS

Quizá la memoria solo consista en mirar las cosas hasta el final…

YÜKO TSUSHIMA


Me bajé en Barbès. Como la última vez, un grupo de hombres esperaba en el andén del metro aéreo. La gente avanzaba por la estación con bolsas de color rosa de los grandes almacenes Tati. Salí al Boulevard Magenta. Reconocí los almacenes Billy, con los anoraks expuestos en la calle. Una mujer avanzaba hacia mí con sus robustas piernas cubiertas con unas medias negras de grandes dibujos. La Rue Ambroise-Paré estaba casi desierta hasta las inmediaciones del hospital. Recorrí el largo pasillo abovedado del pabellón Elisa. La primera vez no me había fijado en el quiosco de música que había en el patio que se extendía al otro lado del pasillo acristalado. Me pregunté cómo vería todo aquello después, al irme. Empujé la puerta quince y subí los dos pisos. Entregué mi número en la recepción del servicio de medicina preventiva. La mujer buscó en un fichero y sacó un sobre de papel Kraft que contenía unos papeles. Tendí la mano para alcanzarlo, pero no me lo dio. Lo puso encima de la mesa y me dijo que me sentara, que ya me llamarían.

La sala de espera consistía en dos compartimentos contiguos. Elegí el más cercano a la puerta de la consulta del médico, que era también donde más gente había. Empecé a corregir los exámenes que me había llevado conmigo. Justo después de mí, llegó una chica muy joven, rubia y con el pelo largo. Entregó su número. Comprobé que a ella tampoco le daban el sobre y que también le decían que ya la llamarían. Cuando entré en la sala, ya había tres personas esperando: un hombre de unos treinta años, vestido a la última moda y con una ligera calvicie; un joven negro con un walkman, y un hombre de unos cincuenta años con el rostro marcado, hundido en su asiento. Después de la chica rubia, llegó un cuarto hombre que se sentó con determinación y sacó un libro de su cartera. Después una pareja: ella con mallas y tripa de embarazada; y él, con traje y corbata.

Encima de la mesa no había una sola revista, solo prospectos sobre la necesidad de comer productos lácteos y sobre «cómo vivir siendo seropositivo». La mujer de la pareja hablaba con su compañero, se levantaba, le rodeaba con los brazos, le acariciaba. La chica rubia sostenía la cazadora de cuero doblada sobre las rodillas. Mantenía los ojos bajos, casi cerrados; parecía petrificada. A sus pies había dejado una gran bolsa de viaje y una mochila pequeña. Me pregunté si tendría más razones que los demás para estar asustada. Quizá viniera a buscar el resultado de la prueba antes de irse de fin de semana o de volver a casa de sus padres, fuera de la capital. La doctora salió de la consulta. Era una mujer joven y delgada, petulante, con una falda rosa y medias negras. Dijo un número. Nadie se movió. Correspondía a alguien del compartimento de al lado, un chico que pasó rápidamente. Solo vi sus gafas y su cola de caballo.

Llamaron al joven negro y después a otras personas del compartimento de al lado. Nadie hablaba ni se movía, salvo la mujer embarazada. Solo alzábamos los ojos cuando la doctora aparecía en la puerta de la consulta o cuando alguien salía de ella. Le seguíamos con la mirada.

El teléfono sonó varias veces: era gente que pedía hora o información sobre los horarios. En una ocasión, la recepcionista fue a buscar a un biólogo para que hablara con la persona que llamaba. El hombre se puso al teléfono y dijo: «No, la cantidad es normal, completamente normal». Las palabras resonaban en el silencio. La persona al otro lado del teléfono debía de ser seropositiva.

Había acabado de corregir los exámenes. Me venía una y otra vez a la cabeza la misma escena borrosa de aquel sábado y de aquel domingo de julio: los movimientos del amor, la eyaculación. Debido a esa escena, olvidada durante meses, me encontraba ahora ahí. El abrazo y los movimientos de los cuerpos desnudos me parecían una danza mortal. Era como si aquel hombre, a quien había aceptado volver a ver con desgana, hubiera vuelto de Italia solo para contagiarme el sida. Sin embargo, no conseguía establecer una relación entre aquello (los gestos, la tibieza de la piel y del esperma) y el hecho de encontrarme en ese lugar. Nunca pensé que el sexo pudiera tener relación con nada.

La doctora dijo mi número en voz alta. Antes incluso de que yo entrara en la consulta me dirigió una gran sonrisa. Lo interpreté como una buena señal. Al cerrar la puerta me dijo enseguida: «Ha dado negativo». Me eché a reír. Lo que dijo durante el resto de la entrevista ya no me interesó. Tenía una expresión feliz y cómplice.

Bajé la escalera a toda velocidad y rehíce el trayecto en sentido inverso sin fijarme en nada. Me dije que, una vez más, estaba a salvo. Me hubiera gustado saber si la chica rubia también lo estaba. En la estación de Barbès, la gente se amontonaba a ambos lados de la vía. Aquí y allá se veía el color rosa de las bolsas de Tati.

Me di cuenta de que había vivido ese momento en el hospital Lariboisière de la misma forma que en 1963 había esperado el veredicto del doctor N.: inmersa en el mismo horror y en la misma incredulidad. Mi vida, pues, ocurre entre el método Ogino y el preservativo a un franco de las máquinas expendedoras. Es una buena manera de medirla, más segura incluso que otras.

miércoles, 5 de octubre de 2022

UNA LINDA PELÍCULA Guillaume Apollinaire


 

UNA LINDA PELÍCULA

Guillaume Apollinaire

—¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? —preguntó el barón d’Ormesan—. En cuanto a mí, no me tomo ya la molestia de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más a mis apetitos que a mis escrúpulos.

En 1901, en unión de unos amigos fundé la Cinematographic Internacional Company, a la que para abreviar llamamos CIC. Nuestro propósito era producir un film de gran interés y pasarlo luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al presidente de la República en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir Malek-Pacha, quien después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió por orden de su amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.

Sólo nos faltaba la representación crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.

Al ver la imposibilidad de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizado por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría.

Mas esta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.

Una noche, decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que alquiláramos. Eramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció

a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas, vestido con traje de noche, apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa, a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.

Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los cautivos.

La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras; despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de smoking, le dije:

—Señor, ni mis amigos ni yo, deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte, que asesine con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda que, usted logrará su propósito.

—Señor —repuso cortésmente el futuro asesino—: no tengo más remedio que ceder ante la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, una sola: permítame cubrirme el rostro.

Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.

Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Esta se puso rápidamente de pie, saltando con una fuerza multiplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que cayó abatido con una herida en la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.

—¿Están ustedes conformes? —nos preguntó—. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?

Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje.

Inmediatamente, la cámara se detuvo.

El asesino esperó que termináramos de hacer desaparecer los rastros de nuestra presencia en el lugar, porque estábamos seguros que la policía iría por allí al día siguiente, y salimos todos juntos.

El asesino se despidió de nosotros como un perfecto hombre de mundo, y se dirigió rápidamente al club donde, con seguridad, no ganaría esa noche una suma fabulosa después de semejante aventura. Saludamos muy agradecidos a ese jugador y nos fuimos a acostar.

Ya teníamos nuestro crimen sensacional. Crimen que provocó un revuelo enorme, pues las víctimas eran: la mujer del ministro de un pequeño Estado de los Balcanes, y su amante, hijo del pretendiente a la corona de un principado de Alemania del norte.

La casa había sido alquilada con un nombre falso, y el administrador, para evitar complicaciones, declaró reconocer al locatario en el joven príncipe. La policía anduvo detrás de ese asunto durante dos meses; los diarios publicaron ediciones especiales y, como nosotros comenzamos por ese entonces la gira, es de imaginar el éxito. La policía no imaginó, ni remotamente, que ofrecíamos la realidad del asesinato del día; teníamos buen cuidado de no anunciarlo con todos los nombres pero el público no se engañó al respecto: nos acogió entusiastamente, y tanto en Europa como en América, ganamos al término de seis meses de exhibiciones, trescientos cuarenta y dos mil francos que repartimos entre los miembros de nuestra asociación.

Como el crimen había suscitado demasiado escándalo para permanecer impune, la policía terminó por detener a un levantino que no pudo presentar una coartada admisible que explicase su conducta durante la noche del crimen. A pesar de sus protestas de inocencia, fue condenado a muerte y ejecutado. Tuvimos todavía la gran suerte de que nuestro fotógrafo, por un feliz azar, pudiese asistir a la ejecución, enriqueciendo nuestro espectáculo con una nueva escena, de medida para atraer a las multitudes.

Cuando al término de diez años, por causas sobre las que no me extenderé, nuestra sociedad se disolvió, yo había totalizado como ganancias personales más de un millón, que perdí en las carreras al año siguiente.

domingo, 2 de octubre de 2022

SENTIMIENTOS FILIALES DE UN PARRICIDA Marcel Proust



SENTIMIENTOS FILIALES DE UN PARRICIDA

Marcel Proust

Cuando murió el padre del señor Van Blarenberghe, hace unos meses, recordé que mi madre había conocido mucho a su mujer. Tras la muerte de mis padres yo soy (en un sentido que estaría fuera de lugar precisar ahora y aquí) menos yo mismo, ante todo hijo de ellos. Sin alejarme de mis propios amigos, cada vez tengo más voluntad de acercarme a los amigos de ellos. Y las cartas que escribo ahora en su mayoría son las que, creo, hubieran escrito ellos, que ya no pueden escribir, y que yo escribo en el lugar de ellos, felicitaciones, pésames sobre todo a amigos de ellos que con frecuencia ni siquiera conozco. Así pues, cuando la señora Van Blarenberghe perdió al marido, quise testimoniarle la tristeza que mis padres hubieran sentido. Recordé que, hace ya bastantes años, en casa de amigos comunes, había comido con el hijo. Y a él le escribí, por así decirlo, en nombre de mis padres muertos, más que en el mío propio. Recibí en respuesta la hermosa carta que sigue, llena de un gran amor filial. He creído que semejante testimonio, con el significado que recibió del drama que tan cerca habría de seguirle, y con el significado que este le aporta, ha de ser hecho público. He aquí esa carta:

Timbrieux, Joselin (Morbihan).

24 de septiembre de 1906.

Siento mucho, estimado señor, no haber podido agradecerle antes la simpatía que, ante mi dolor, Ud. me expresara. Quiera Ud. excusarme por ello; la pena ha sido tal que, por consejo de mis médicos, no he hecho sino viajar sin pausa. Sólo ahora retomo, con gran tristeza, mi ordinaria vida. Aunque tardíamente, quiero expresarle cuán sensible he sido al fiel recuerdo que Ud. ha guardado de nuestras antiguas y excelentes relaciones; así como a los sentimientos que lo llevaron a comunicarse conmigo, y con mi madre, en nombre de sus mayores, tan prematuramente desaparecidos. No he tenido personalmente el honor de conocerlos más que mínimamente, pero sé cuánto apreciaba mi padre al suyo, y qué placer sentía mi madre cada vez que se encontraba con la señora de Proust. Encuentro extremadamente sensible y delicado que Ud. nos haya enviado, en nombre de ellos, un mensaje de ultratumba.

Próximamente regresaré a París y, si consigo superar la sed de aislamiento que me ha provocado la desaparición de la persona que hasta ahora acaparaba todo el interés de mi vida, y que era toda mi alegría, me agradaría mucho estrechar su mano y conversar con Ud. sobre tiempos idos.

Suyo con todo afecto,

H. van Blarenberghe

Esa carta me conmovió mucho, me apiadé de quien así sufría, me apiadé de él y también lo envidié: tenía aún a su madre para consolarse, consolándola. Y si no respondí a los intentos que él hacía para verme fue porque materialmente estaba impedido de hacerlo. Pero, sobre todo, esa carta cambió, en un sentido simpático, el recuerdo que yo conservaba de él. Las buenas relaciones a las que hacía alusión en la

carta eran en realidad relaciones banales, mundanas. Yo casi no había tenido ocasión de hablar con él en la mesa en la que comimos juntos, pero la extrema distinción espiritual de los dueños de casa era una garantía segura de que Henri van Blarenberghe, bajo la apariencia un poco convencional y quizás representativa de su medio, significativa de su propia personalidad, escondía una naturaleza original y viva. Por lo demás, entre esas extrañas instantáneas de la memoria que nuestro cerebro, tan pequeño y tan vasto, almacena en número prodigioso, si busco, entre aquellas en las que figura Henri van Blarenberghe, la instantánea que me parece más neta, aparece siempre un rostro sonriente, sonriente sobre todo la mirada, que él tenía singularmente fina, la boca aún entreabierta tras haber lanzado una fina réplica. Agradable y muy distinguido, es así como lo «vuelvo a ver» como se dice con razón. Nuestros ojos intervienen más de lo que se cree en esa exploración activa del pasado que llamamos recuerdo. Si usted, en el momento en que su pensamiento va en busca de algo pasado para fijarlo, devolverlo un momento a la vida, mira los ojos de aquel que hace un esfuerzo para recordar, verá que inmediatamente se han vaciado de las formas que los rodean y que hace sólo un instante reflejaban. «Tienes una mirada ausente, estás en otro lado», decimos, y sin embargo, no vemos el otro lado del fenómeno, que entonces, se consuma en el pensamiento. Los ojos más bellos del mundo ya no nos tocan por su belleza, ya no son más que, para retomar una expresión de H. G. Wells, «máquinas para explorar el Tiempo», telescopios de lo invisible, que alcanzan un objetivo cada vez más lejano a medida que se envejece. Sentimos entonces, ante la venda que el recuerdo nos pone a través de la fatiga, que la mirada nos introduce adaptaciones a tiempos tan diversos, con frecuencia muy lejanos; por la mirada avejentada de los viejos, sabemos que su trayectoria, atravesando «la sombra de los hornos» vividos, va a aterrizar, algunos pasos delante de ellos, en realidad, cincuenta o sesenta años antes. Yo recuerdo de qué modo los encantadores ojos de la princesa Matilde cambiaban su belleza, cuando ellos se fijaban sobre una u otra imagen que habían depositado ellos mismos sobre su retina y en su recuerdo tales grandes hombres, tales grandes espectáculos del comienzo del siglo, y era esta imagen la que emanaba de ellos, la que ella veía y la que nosotros no veremos nunca. Yo experimentaba entonces una sensación sobrenatural en esos momentos en los que mi mirada reencontraba la de ella que, a través de una línea corta y misteriosa, en una actividad de resurrección, unía el presente con el pasado.

Agradable y distinguido, decía, era así como yo volvía a ver a Henri de Blarenberghe en una de las mejores imágenes que mi memoria ha conservado de él. Pero, tras haber recibido esa carta, retomaba esa imagen del fondo de mi recuerdo, interpretando, en el sentido de una sensibilidad más profunda, de una mentalidad menos mundana, ciertos elementos de la mirada o de los rasgos que pudieran en efecto conllevar una acepción más interesante y generosa que aquella en la cual me había detenido. En fin, habiéndole pedido hacía poco informaciones sobre un empleado de los

Ferrocarriles del Estado (el señor van Blarenberghe era presidente del Concejo de Administración de los mismos) por quien un amigo mío se interesaba, recibí de él la siguiente respuesta que, escrita el 12 de enero último, no me llegó, debido a un cambio de domicilio, hasta el 17 de enero, no hace aún quince días, menos de ocho días antes del drama:

Calle Bienfaisance, 48.

12 de enero, 1907.

Estimado señor: me he informado en la Compañía Férrea del Este sobre la persona del Sr… y su eventual domicilio. No se ha encontrado nada. Si está Ud. seguro del nombre, quien lo llevaba ha desparecido de la Compañía sin dejar trazas; no ha de haber estado ligado a ella sino de una manera provisoria y accesoria.

Me apenan las noticias que Ud. me brinda sobre el estado de su salud tras la muerte tan prematura y cruel de sus padres. Si ello puede ser un consuelo para Ud., le diré que, yo también, estoy mal física y moralmente por el quebrantamiento que me ha causado la muerte de mi padre. Pero… hay que esperar siempre… No sé lo que me reservará el año 1907, pero esperemos que el mismo nos traiga a uno y a otro alguna mejora, y que dentro de algunos meses podamos vernos.

Reciba, le ruego, el sentimiento de mi simpatía.

H. van Blarenberghe.

Cinco o seis días después de haber recibido esa carta, recordé, al despertar, que debía contestarla. Hacía uno de esos fríos inesperados, que son como las «grandes mareas» del cielo, y que traspasaban todos los diques que las grandes ciudades erigen entre nosotros y la naturaleza que viene a golpear a nuestras ventanas cerradas, penetrando hasta nuestros dormitorios, haciendo sentir a nuestras temblorosas espaldas, con un contacto vivificante, el regreso ofensivo de las fuerzas elementales. Días turbados por bruscos cambios barométricos, por sacudimientos graves. Ninguna alegría en medio de tanta fuerza. Ya llovía en nosotros la nieve que iba a caer y las cosas mismas, como en el hermoso verso de André Rivoire, parecía que «esperaban la nieve». Mientras «una depresión avanza hacia las Baleares», como decían los diarios, Jamaica comienza a temblar y al mismo tiempo en París, los que sufren dolor de cabeza, los resfriados, los reumáticos, los asmáticos, los nerviosos, también sí, los locos, entran en crisis, a tal punto los nerviosos están unidos aun en los puntos más lejanos del universo por lazos de una solidaridad que ellos desearían fuese menos estrecha. Si la influencia de los astros, sobre algunos de ellos por lo menos, debe ser un día reconocida (Framery, Pelletean, citados por Brissaud) a quién mejor aplicada que a los nerviosos el verso del poeta:

«Largos hilos sedosos lo unen a las estrellas». Al despertar, me disponía a contestar a Henri van Blarenberghe. Pero antes de hacerlo, quise echar un vistazo a Le Figaro, proceder a ese acto abominable y voluptuoso que se llama «leer el diario» gracias al cual todas las desgracias y cataclismos del universo durante los últimas venticuatro horas, las batallas que le han costado la vida a cincuenta mil hombres, los crímenes, las huelgas, las bancarrotas, los incendios, los envenenamientos, los suicidios, los divorcios, las crueles emociones del hombre de Estado y del actor, nos son transmitidos, para nuestro uso personal, a nosotros, que no somos parte interesada, en un regalo matinal, asociándose excelentemente, de una manera particularmente excitante y tónica, a la recomendada ingestión de algunos sorbos de café con leche. Habiendo roto de una manera indolente la frágil faja de mi Le Figaro, lo único que me separaba de toda la miseria del globo y de las primeras noticias sensacionales en las cuales el dolor de tantos seres «entra como elemento», esas noticias sensacionales que tendremos el placer de comunicar de inmediato a quienes aún no han leído el diario, nos sentimos alegremente unidos a la existencia que, en el primer instante del despertar, nos parece inútil conocer. Y si por un momento alguna cosa como una lágrima moja nuestros ojos satisfechos, se debe a frases como esta: «Un silencio impresionante oprime los corazones, los tambores resuenan en los campos, las tropas presentan armas, un inmenso clamor resuena: ¡Viva Fallieres!».

He aquí lo que nos arranca un llanto, un llanto que negaríamos a una desgracia cercana a nosotros. ¡Viles comediantes a quienes sólo hace llorar el dolor de Hércules, y menos que eso, el viaje del Presidente de la República! Esa mañana, la lectura del Le Figaro no me fue grata. Acababa de recorrer con una agradable ojeada las erupciones volcánicas, las crisis ministeriales y los duelos de apaches, y había comenzado con calma la lectura de una noticia de policía cuyo título, «Un drama de la locura», podía vivificar las energías matinales cuando de golpe vi que la víctima era la señora de Blarenberghe, que el asesino, quien se había suicidado, era su hijo Henri van Blarenberghe, cuya carta yo aún tenía a mi lado, para contestar: «Esperemos siempre… no sé qué me reserva 1907, pero esperemos que nos traiga una paz…» etc. ¡Sí, había que esperar siempre! ¡No sé lo que me reserva 1907! La vida no había tardado en responderle. 1907 no había aún dejado caer su primer mes del porvenir en el pasado, cuando ya le había dado su presente, fusil, revolver y puñal, cubierto, su espíritu, con el velo que Atenea echaba sobre el espíritu de Ajax a fin de que él masacrara pastores y tropillas en el campo de los griegos, sin saber lo que hacía. «Soy yo quien ha echado imágenes mentirosas en sus ojos. Y él se ha arrojado, golpeando aquí y allí, pensando matar con sus propias manos a las Atridas, ya sobre una, ya sobre otra. Y yo, excité al hombre hacia su demencia furiosa y lo empujé hacia la emboscada; y él entró allí, la cabeza empapada de sudor y las manos ensangrentadas». Cuando los locos golpean, no saben lo que hacen, luego, pasada la crisis, qué dolor. Tekmessa, la mujer de Ajax, le

dijo: «Terminó su locura, su furor cayó como el aliento de Motos. Pero habiendo recobrado su espíritu, ahora lo atormenta un nuevo dolor, pues contemplar los propios males cuando nadie los ha causado sino uno mismo, multiplica amargamente los dolores. Cuando se entera de lo que ha pasado, se lamenta en lúgubres aullidos, él que decía cuán indigno de un hombre es llorar. Queda parado, inmóvil, gritando, y meditando algún negro destino contra sí mismo».

Pero cuando el acceso ha pasado para Henri van Blarenbergh no son las tropillas y los pastores a quienes tiene ante él. El dolor no mata en un instante, pues él no muere al ver a su madre asesinada ante él, él no muere al escuchar a su madre agonizante decirle, como la princesa Andrea de Tolstoi «¡Henri, qué has hecho de mí, qué has hecho de mí!». Luego, la desgraciada, cubierta de sangre, levantó sus brazos en el aire y se desplomó, la cara hacia delante…

Las domésticas horrorizadas bajaron pidiendo socorro. Poco después, cuatro agentes de policía forzaron las puertas de la habitación del asesino, cerradas con cerrojo. Además de las heridas que se había producido con el cuchillo, tenía la mitad de la cara destrozada por un balazo. Un ojo colgaba sobre la oreja.

Aquí ya no es en Ajax en quien pienso. En «ese ojo que cuelga sobre la oreja» reconozco, arrancado en el gesto más terrible que nos ha legado la historia del sufrimiento humano, ¡el ojo mismo del desgraciado Edipo! «Edipo se precipita con grandes gritos, va, viene, pide una espada… Profiriendo horribles gritos, se arroja contra los dobles portones, arranca los brazos de grandes cruces, se arroja en la habitación en la que ve a Jocasta colgada de la cuerda que la ha ahorcado.

Y al verla, el desgraciado se estremece de horror, corta la cuerda, el cuerpo de su madre cae a tierra. Entonces, él arranca los adornos de oro del vestido de Jocasta, se perfora los ojos abiertos diciendo que ellos ya no verán los males que él ha sufrido y las desgracias que él ha causado y lanza imprecaciones mientras golpea aun más sus ojos con los párpados alzados y la sangre de sus pupilas cae por sus mejillas, en una lluvia, una granizada de sangre negra. Clama que se muestre a todos los Cadmeos el parricidio. Quiere ser echado de esta tierra. ¡Ah! La antigua felicidad era así nombrada por su verdadero nombre. Pero a partir de ese día, nada le falta a todos los males que tienen un nombre. Los gemidos, el desastre, la muerte, el oprobio». Y al recordar el dolor de Henri van Blarenberghe cuando él vio a su madre muerta, pienso también en otro loco desgraciado, en Lear, quien estrecha contra sí el cadáver de su hija Cordelia. ¡Oh, ella ha partido para siempre! Lila está muerta como la tierra. ¡No, no, ya nada de vida! ¿Por qué un perro, un caballo, una rata tienen la vida, cuando tu has perdido tu

aliento? «¡No volverás nunca más! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Mira! ¡Mira sus labios! ¡Mírala! ¡Mírala!».

A pesar de sus horribles heridas, Henri van Blarenberghe no murió enseguida. Y yo no puedo impedir encontrar muy cruel (a pesar de que puede ser útil, ¿sabemos en realidad cómo fue el drama? Recordad a los hermanos Karamazov) el gesto del comisario de policía. «El desgraciado no ha muerto. El comisario lo toma por los hombros y le habla: “¿Me oye? Responda”. El asesino abre el ojo intacto, parpadea una vez y recae en el coma». A ese cruel comisario tengo ganas de repetirle las palabras con las que Kent, en la escena del Rey Lear que cité antes, ahora detiene a Edgar quien quería despertar a Lear ya desvanecido: «¡No! ¡No tortures su alma! ¡Oh, déjalo partir!. Sólo quien lo odie puede tratar de que se prolongue esa ruda vida».

El lector debe comprender por qué yo he repetido con insistencia esos grandes nombres trágicos, sobre todo los de Ajax y Edipo, y por qué he publicado esas cartas y escrito estas páginas. He querido mostrar en qué pura, en qué religiosa atmósfera de belleza moral tuvo lugar esa explosión de locura y sangre que lo empapa sin mancharlo. He querido airear la habitación del crimen con un soplo que viene del cielo, mostrar que la crónica de esos crímenes es también, exactamente, uno de esos dramas griegos cuya representación es casi una ceremonia religiosa y que el pobre parricida no es un criminal bruto, un ser fuera de la humanidad sino un noble ejemplar de la humanidad, un hombre de espíritu esclarecido, un hijo tierno y pío, que la ineluctable fatalidad —digamos la patología para hablar como lo hace todo el mundo— ha arrojado —el más desgraciado de los mortales— en un crimen y una expiación dignos de volverse ilustres.

«Creo difícilmente en la muerte» dice Michelet en una página admirable. Es cierto que lo dice a propósito de una medusa, de la que la muerte, tan poco distinta a la vida, no tiene nada de increíble, de suerte que uno puede preguntarse si Michelet no ha hecho sino usar en la frase esa «reserva de ingredientes» que todos los grandes escritores guardan en su despensa y que les permite servir a sus clientes, el plato que ellos, aun de manera imprevista, reclamen. Pero si yo puedo creer sin dificultad en la muerte de una medusa, no puedo creer fácilmente en la muerte de una persona, incluso en el simple eclipse, en la simple decadencia de su razón. Nuestro sentimiento de la continuidad del alma es el más fuerte. ¿Qué es lo verdadero?

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