Horacio
Sátiras, Epístolas, Arte poética
Biblioteca Clásica Gredos - 373
Título original: Satyrarum libri, Epistles, De Arte Poetica
liber
Horacio,
013 a. C.
Traducción,
introducción y notas: José Luis Moralejo
SÁTIRAS
INTRODUCCIÓN
El género y su tradición
En
la panorámica comparativa de las literaturas griega y latina de su Institutio Oratoria (X 1) afirma
Quintiliano: satura quidem tota nostra
est, lo que suele interpretarse como una reivindicación de la estirpe
netamente indígena de ese género poético (o al menos de la superioridad romana
en él). Sin embargo, no están claros ni sus orígenes[1] ni el
sentido que en los primeros tiempos tenía su propio nombre de satura; un término que, además, ha
llegado a nuestros días en una forma («sátira», «satire», etc.) alterada por
una ya antigua etimología popular que lo relacionaba con el gr. άτυρος, el
nombre de los chocarreros dioses menores que formaban parte del cortejo del
dios Dioniso y que comparecían en el género dramático griego del drama satírico, con el cual, al parecer,
se le vio cierto parentesco a la sátira romana[2].
Sí
parece generalmente admitido —aparte hipótesis menos verosímiles[3]—
que en el nombre de la satura tenemos
la forma femenina del adjetivo satur
(«colmado», «harto»), genuinamente latino. Su acepción literaria, siempre según
esa opinión predominante, derivaría de la elipsis de una metáfora culinaria: la
de la satura lanx, un plato abundoso
y variado, una especie de potpourri u
«olla podrida», en el que casi todo tenía cabida (aunque, según otros, más bien
sería un embutido de vario acarreo). En la literatura, la denominación satura designaría una obra de carácter
misceláneo[4].
Pero
los datos antiguos, como apuntábamos, nos hablan de la satura en términos discutidos. Así, parece haber habido una de
carácter dramático, a tenor de lo que Tito Livio cuenta sobre la prehistoria
del teatro romano[5]. Para la época bien documentada de la
literatura latina, tenemos noticias y fragmentos que apuntan al padre Ennio como cultivador e incluso
como primus inventor de la sátira[6].
Su sobrino el trágico Marco Pacuvio (220-c. 130 a. C.) también aparece en los
anales del género[7]. Pero no hay duda de que el primer autor de
sátiras latinas bien conocido —y debidamente reconocido por la posteridad— fue
el caballero romano Gayo Lucilio (c. 180-102 a. C.), modelo (y anti-modelo) declarado del propio
Horacio, autor, nada menos, que de 30 libros de ellas, de las que nos ha
llegado un importante contingente de fragmentos. No era, desde luego, el poeta enragé y contestatario cuya imagen pudieran sugerirnos ciertas noticias
posteriores, incluidas las de Horacio, sino un hombre de buena posición social
y aún mejores relaciones, que se podía permitir ciertas libertades al respecto
de sus conciudadanos.
Lucilio
escribió en los tiempos de la primera ola de helenismo directo, que afluyó a Roma a partir de mediados del s. II
a. C., al socaire de la conquista de Grecia y de los gustos literarios de los
círculos ilustrados como el de los Escipiones, al que él mismo pertenecía. Ello
no le impidió adoptar y llevar a más un género autóctono, del que llegaría a
ser considerado como el verdadero creador; pero lo hizo de manera que también
dejó ver la influencia de géneros griegos como la Comedia Antigua y el yambo
(el arcaico de Arquíloco y, sobre todo, el más literario del alejandrino Calímaco[8]). De las sátiras
de Lucilio tenemos, a través de sus fragmentos y de las documentación
indirecta, una idea bastante clara; y cabe afirmar que no diferían en lo
fundamental de la idea del género que nos dan sus manifestaciones posteriores
bien conservadas y conocidas, las debidas a Horacio, Persio y Juvenal[9].
Hay,
sin embargo, en la historia de la sátira latina un eslabón intermedio tan
importante como incierto: el que representaron las Sátiras Menipeas del polígrafo Marco Terencio Varrón (116-27 a.
C.). Como se ve, las apellidó con un brindis al filósofo griego Menipo de
Gádara, cuyo torpe aliño indumentario
retrataría Velázquez de manera admirable. Menipo era un cínico sirio del s. III
a. C., que, según la costumbre de su escuela, había fustigado de palabra y por
escrito, en prosa y en verso, los vicios y contradicciones en que incurrimos el
común de los mortales. Vemos, pues, también en este caso que el género
genuinamente romano de la sátira había ido cediendo a la seducción de las
letras griegas. Pero Horacio, y aunque cuando él escribió su Sátiras Varrón aún vivía y era toda una
autoridad intelectual, no lo menciona para nada: salta sobre él, como si no
hubiera existido, para conectarse y enfrentarse directamente con Lucilio[10].
Los
asuntos que la documentación histórica no nos permite conocer con el detalle
deseable son campo propicio para las especulaciones reconstructivas; pero
ateniéndonos a los datos que los testimonios conservados nos brindan, parece
claro, como hemos dicho, que la sátira, tal como Horacio la concibió y
practicó, era en sustancia del mismo género que la que Lucilio había concebido
y practicado, aunque la refinara según la estética propia del helenismo maduro
de un poeta de la época augústea. A Horacio habría que atribuir, además de las
aportaciones de ese ambiente plenamente clásico en el que escribió y de su
personal talento, la iniciativa de fijar el hexámetro dactílico —el metro
épico, pero, en cierto sentido, también el
metro no marcado[11]— como verso propio del género.
Dicho
esto, hay que insistir en lo mucho que la sátira latina, ya desde Lucilio,
debía a la literatura griega. En Grecia, ciertamente, no había un género
poético que por los rasgos concordantes de metro, dicción y contenido pudiera
considerarse como antecedente directo de la sátira latina (como lo eran los
modelos épicos, líricos o bucólicos); pero también parece claro que este género
latino se adscribió desde muy pronto a una tradición
híbrida, abriendo la puerta a temas, ideas y actitudes presentes en varios
de los ya consagrados por los cánones literarios griegos. El propio Horacio
afirma (Sát. I 4, 1 ss.) que la
esencia de la sátira de Lucilio venía de la libertad de palabra (la parrhesía) con que la Comedia Antigua
ateniense había prodigado su censura pública y nominal entre los ciudadanos que
se la merecían (según el hábito del onomastì
komodeîn, «sacar a uno en la escena por su nombre»); y al definir
retrospectivamente su propia sátira (Epíst.
II 2, 60), habla de ella como Bioneus
sermo, «charla» —o, si se prefiere, «sermón»— «al estilo de Bión». Con ello
confiesa su deuda y la de la sátira con el género más popular —y, en opinión de
muchos, el más socrático[12]—
de la filosofía griega de época helenística y romana, cultivado sobre todo por
los cínicos y lo estoicos: el de la διατριβή o diatriba, término que desde el sentido de «pasatiempo» había
llegado a significar «plática» o «charla», y de donde tal vez Horacio tomó el
nombre y título de Sermones que
seguramente dio a sus sátiras[13]. Cínico o muy afín al cinismo era,
en efecto, el antes nombrado Bión de Borístenes, un griego periférico y de
origen humilde que en el s. III a. C. había llevado una vida de
filósofopredicador, ambulante y contracultural,
poniendo en solfa los vicios de las gentes. Similar a la de Bión debió de ser
la personalidad de su contemporáneo el ya citado Menipo de Gádara, cuyos
escritos, satíricos en sentido amplio y en los que, al parecer, mezclaba prosa
y verso, había imitado Varrón. Como divisa de esa clase de diatribas —pues también
existió otra más seria, representada,
por ejemplo, por las que escribiría el estoico Epicteto (c. 50-c. 120 d. C.)—
se suele hablar de lo σπουδογελοιον[14], lo «serio-risible» o, más
castizamente, «bromas y veras[15]»; una divisa que Horacio recoge en
su ridentem dicere uerum de Sát. I 1, 24[16].
Horacio satírico: actitudes y temas
Lo
ya dicho en nuestra Introducción general al autor nos dispensará de demoramos
ahora en lo que se sabe sobre la fecha de composición de las Sátiras, que tampoco es mucho[17],
y sobre la de su publicación, que tuvo lugar, según parece, en los años 35/34
(libro I, con 10 sátiras) y 30 a. C. (libro II, con 8). En el primero de ellos
y en de los Epodos está sin duda la
que hemos llamado obra pre-mecenática
de Horacio: la que le valió la estima y protección de Mecenas, al cual fue
presentado en el a. 37 a. C. por Virgilio y Vario[18], y que
seguramente le permitió también dejar el puesto de scriba quaestorius con el que se venía ganando la vida. Cumple
recordar, con todo, que las Sátiras
aparecieron en forma de libros cuando Horacio ya había ingresado en ese selecto
círculo, pues la primera de ellas, y con ella toda la colección, ya está
dedicada al generoso protector.
El
Horacio de las Sátiras es un
observador crítico pero humano —no como el de los Epodos más yámbicos— de la sociedad de su tiempo; y eso aunque al
hablar de ellas las llamara, además de Bioneus
sermo, sal niger, «sal negra» (Epi.
II 2, 60)[19]. Se nos presenta como un maestro[20], como un ψυχαγωγός no muy severo, que,
conforme al ideal de eudemonismo
compartido por casi todas las filosofías de su tiempo, quiere ayudar a los
hombres a ser más felices[21]. W. S. ANDERSON llamó al Horacio
satírico «un sonriente maestro de cuestiones éticas importantes[22]».
Sin
embargo, en ciertas ocasiones, reflexionando sobre su propia tarea, Horacio
también teoriza y polemiza sobre el origen, el papel y los límites del género
satírico. Con esto quedan delimitados los dos campos temáticos capitales de la
obra: el de las sátiras de costumbres
y el de las sátiras literarias.
Al
segundo grupo se adscriben solamente tres (I 4, I 10 y II 1), y ya en la
segunda de ellas encontramos respuesta a las críticas que se habían hecho a la
primera[23], lo que prueba que el poeta las había dado a conocer
aisladamente antes de publicarlas en formato de libro. Los tópicos que aparecen
en las sátiras de costumbres son los que cabe suponer ya tradicionales en el
género y que desde luego lo eran en la diatriba griega, sin ser muchos de ellos
patrimonio exclusivo de una determinada escuela filosófica (por más que en
Horacio se observe el consabido predominio de las ideas epicúreas). Son los
tópicos del general descontento con la propia suerte y la envidia por la ajena,
del afán insaciable de riquezas y medro social (con el que se conectan el de
los cazadores de herencias, el de las relaciones con el amigo poderoso y el de
los recuerdos autobiográficos del propio poeta); el de la obsesión imperante
por los refinamientos culinarios, el de la pasión por los amoríos adúlteros, el
de la doble vara de medir que
aplicamos a los defectos ajenos y a los propios, el de la incoherencia entre
palabra y vida, de la cual no escapan ni los filósofos; el de la superstición,
el de la intransigencia extremada, y por ello estéril, de algunos moralistas[24];
el de nuestra incapacidad para llevar una existencia
auténtica dedicada a uno mismo y no al tráfago de las relaciones sociales
(de donde el poco aprecio de muchos por la paz de la vida campesina); el del
olvido del justo medio, evitando los
extremos, y otros varios emparentados con ellos.
El
repertorio de motivos de las sátiras literarias es, obviamente, más limitado.
En primer lugar, tenemos el de la ancestral libertad de palabra del género,
que, como decíamos, Horacio hace derivar de la parrhesía[25] de la Comedia Antigua de Aristófanes,
Éupolis y Cratino; además, y en enfrentamiento crítico con Lucilio, el de la
prioridad que en poesía debe darse a la calidad sobre la cantidad, aplicando
estrictamente los principios de la estética alejandrina de Calímaco[26];
y, en fin, su respuesta a quienes habían tomado a mal su censura al considerado
como maestro del género. Por lo demás, y dado que hemos antepuesto a la
traducción de cada sátira una nota sinóptica, nos excusamos de detallar aquí
sus respectivos contenidos.
Tanto
Lucilio como sus antecedentes griegos de la Comedia Antigua, habían fustigado
sin reparos y por su nombre a los ciudadanos a los que consideraban merecedores
de censura, por importantes que fueran. También Horacio saca a la escena en sus
Sátiras muchos nombres propios; pero
su caso era distinto, al igual que lo eran las circunstancias sociales y
legales en que escribió (lo mismo que los Epodos);
y además sus sermones ya eran en gran
medida poesía literaria, al modo
helenístico, en la cual la imitación de un género consagrado pesaba más que las
viejas funciones o licencias propias del mismo. A este respecto es ilustrativo
el capítulo «The Names» de la clásica monografía de N. RUDD (1966: 132 ss.),
que ofrece una especie de prosopografía de la sátira horaciana. Resulta ser una
prosopografía mixta en la que pasado
y presente, realidad y ficción se combinan y se interfieren. Rudd distingue en
los nombres propios que aparecen en las Sátiras
hasta seis categorías: a) personas vivas; b) personas muertas; c) personas que
aparecen en Lucilio; d) «nombres significativos»; e) nombres de otros
personajes típicos; f) seudónimos. En el primer apartado, y entre los que cabe
suponer personajes reales, no aparece ningún notable de la Ciudad; a no ser que
el Salustio de I 2, 48 —un apasionado por los amoríos con las libertas— sea al
famoso y moralizante historiador, que más bien dejó fama de su afición por las
casadas, o bien su homónimo sobrino-nieto e hijo adoptivo y confidente de
Augusto, algo menos probable por su cronología[27]. Tampoco se ve a
ninguna figura de primer orden en el grupo de las personas que Rudd da por
fallecidas, grupo con el cual, como es obvio, se solapa el de las ya nombradas
por Lucilio. Entre éstas estaba el pauper
Opimius de II 3, 142 ss. que, a su vez, reaparece entre los «nombres
significativos», que vienen a corresponderse más o menos con los que otros
llamarían «parlantes» o nomina ficta,
creados o escogidos para reflejar las características personales y morales de
un personaje o tipo humano; y Rudd nos recuerda que ése también ha sido un
recurso habitual en la literatura satírica moderna. Así, Opimio, opulento pero
miserable, sería algo así como «el pobre Sr. Rico»; por su parte, el Porcio de
II 8, 23, el gorrón que llega al
banquete acompañando a Mecenas y a sus amigos, haría honor al étimo de su
apellido, porcus; de manera similar,
el gracioso y ávido Pantólabo de I 8, 11 y II 1, 22 justificaría su nombre arramblando
con todo lo que se le pusiera delante. El apartado de los «nombres de otros
personajes típicos» presenta menos interés, por estar mayoritariamente formado
por personajes de la cantera mítica, como Orestes, Ulises, Agamenón y otros. Y,
en fin, el de los seudónimos, bajo los que se supone que Horacio camufla a
personas a las que no quería o no se atrevía a sacar nominatim a la escena —que Rudd compara acertadamente con los que
Catulo, Tibulo y Propercio habían dado a sus Lesbias, Delias y Cintias— también
presenta ejemplos interesantes: así, el de Alpino para el épico Furio en I 10,
36, y sobre todo el de la siniestra bruja Canidia (al parecer Gratidia) de I
8,24; 48; II 1,48 y 8, 95, también citada ampliamente en los Epodos 3 y 5[28] (aunque este
seudónimo también tiene algo de parlante
o, para ser más exactos, de latrante,
vista su clara relación con canis).
En
resumidas cuentas, aparte de que la prosopografía satírica de Horacio resulta
ser de notable complejidad, es claro que él estaba muy atento a no infringir la
legalidad que en su tiempo proscribía el libelo y la difamación; y también,
como decíamos, que su propia concepción
literaria del género había dejado en un segundo plano los tradicionales
instintos agresivos del mismo[29].
Forma, composición y estructura
En
uno y otro de los grupos temáticos de las Sátiras
(y especialmente en el de las de costumbres, como es lógico por su mayor número
y su mayor cercanía a lo cotidiano), nos encontramos con una variedad de
formas, que van desde la más tradicional del que cabe llamar sermo currens, la meditación en voz
alta, pasando por el diálogo —en algunos casos diálogo puro, sin marco
narrativo, como en II 1; 3; 4; 5; 7 y 8[30]—, hasta el mero relato
anecdótico, como en I 5, I 7 y I 9. Esas formas pueden aparecer variadas y
combinadas entre sí y con otros elementos, e incluso en una misma composición
(narración o discurso moral en boca de un tercero, con o sin diálogo, y con o
sin reminiscencias personales; aparte de la parodia, como I 7, II 4 y 5 etc[31].).
Ya
a propósito de la Sátira I 1 comenta
P. FEDELI (246) que avanza según «un procedere… desultorio[32]», un
discurso —digamos— irregular y quebrado, como parece propio de un auténtico sermo; de ahí que esa clase de discurso
sea perceptible en bastantes otras de las Sátiras.
Eso no ha disuadido a los estudiosos de intentar detectar principios
constructivos dentro de cada sátira y dentro del conjunto de los libros, y a
veces con resultados plausibles, que, como puede suponerse, no ha lugar a recoger
aquí con el detalle deseable.
Desde
luego, y en cuanto a la composición de los libros, es evidente, al menos, que
Horacio organizó a propósito el primero de manera que lo encabezara una sátira
dedicada a Mecenas, que no fue la primera que escribió. A él también va
dirigida la que abre la segunda mitad del libro, la 6.ª, lo que ha llevado a
concluir que el poeta le dio una organización bipartita como la que poco antes
Virgilio había dado a sus Bucólicas.
Sin embargo, HKINZE que suscribe esas ideas sostiene que con tal estructura se
entrecruza otra tripartita y más compleja que abarca a los contenidos: la
primera tríada de sátiras trata de cuestiones morales; la segunda, del propio
poeta (la 4.ª en cuanto escritor, la 5.ª en cuanto amigo de sus amigos, la 6.ª
en cuanto que persona que se había ganado un lugar prominente en la sociedad);
la tercera tríada cuenta «historias divertidas», y la Sátira 10, «para el autorretrato del poeta, la más importante»,
sería el epílogo del libro[33]. En cuanto al libro II, HEINZE
reitera la opinión de F. Boll de que se estructura en dos series simétricas: la
Sátira 1 (la consulta con Trebacio)
se correspondería con la 5 (consulta con Tiresias), la 2 (la del campesino
Ofelo) con la 6 (la del Horacio campesino, del que Ofelo sería un alter ego); la 3 y la 7, por su parte,
estarían unidas por su tratamiento de paradojas estoicas y, en fin, la 4 y la 8
conciernen a la vigente moda de los placeres de la mesa[34].
A
estas propuestas de estructuración les han surgido con el tiempo varias y
variadas alternativas. Así RUDD (1966: 160 s.) se muestra más escéptico: tras
admitir que, al igual que las Bucólicas,
las Sátiras dejan ver un cierto arrangement, y que I 1-3 están
estrechamente ligadas por forma y contenido, al igual que las literarias, la 4
y la 10, «aparte de ellas apenas hay un mode lo discernible». En cambio, la
situación parece cambiar en el libro II, en el que, no sin ciertas reservas,
Rudd da por bueno el antiguo esquema simétrico propuesto por Boll. Con todo,
concluye que: «El diseño en sí mismo… no tiene ningún significado simbólico; no
otorga ningún significado añadido a ningún poema individual; y en la medida que
yo puedo averiguar, no implica secreto matemático alguno».
Hay
que mencionar también la propuesta de K. BÜCHNER (1970)[35], que en
cuanto al libro I se pronuncia por la organización bipartita en la que los dos
bloques estarían temáticamente ligados. En cuanto al libro II, destaca ante
todo que en él predomina la forma dramática o dialógica, y admite, más o menos,
las simetrías temáticas propuestas por Boll y Heinze. Las conclusiones que
sobre la composición del libro I habían alcanzado esos los autores han sido
confirmadas y matizadas mediante un análisis propio y más elaborado por C.
RAMBAUX[36]. Para él, el libro tiene una «estructura piramidal» que
trata de hacer eco a las Bucólicas,
aunque en él no quepa observar correspondencias numéricas como las que Maury
detectó en aquéllas. Lo que parece que se puede observar una composition d’ensemble que, en resumen,
respondería a un orden simétrico o concéntrico en el que, por sus contenidos
(repudio de determinados vicios), las Sátiras
1, 2 y 3 se corresponderían, respectivamente, con las 7, 8 y 9. La 5 vendría a
hacer de «pointe de la piramyde», la «imagen de la vida feliz», escoltada por
la 4 y la 6, que comparten la actitud de rechazo a los detractores y la
evocación de la figura del padre. En un más
resumen todavía, 1, 2, 3 y 7, 8, 9 presentarían «los escollos a evitar»; 4
y 6 «el camino a seguir»; 5 el resultado, y 10 la «conclusión literaria del
libro».
Por
esos mismos años, el filólogo sudafricano C. A. VAN ROOY, en una amplia serie
de artículos[37] (en su conjunto una sólida monografía), estudió
minuciosamente los criterios de «arrangement and structure» que, a su entender,
Horacio aplicó en el libro 1 de sus Sátiras.
Para VAN ROOY (1971: 87). «el más fundamental principio en la estructura del
libro consiste en el agrupamiento de pares conjuntos»; es decir, formados por
1-2, 3-4, 5-6 (núcleo del libro), 7-8 y 9-10. Esas parejas, que ya habrían sido
«compuestas y editadas» como tales (1970b: 50), y pese a visibles diferencias
de contenido, estarían conectadas por semejanzas de sus estructuras internas,
que VAN ROOY analiza en cada caso en «secciones» y con criterios bastante
realistas. Por lo demás, suscribe la idea, ya antigua, de que Horacio haya
imitado en este libro, aunque a la debida distancia, el de las Bucólicas virgilianas, aparecido no
mucho antes; en primer lugar, en el número de los poemas, pero también en otros
mecanismos de organización (VAN ROOY, 1973).
Tampoco
han faltado en el análisis de las Sátiras
los ensayos «numerológicos» que con tanto afán se aplicaron al de otras obras
de la poesía clásica[38]. En este caso hay que citar, al menos, los
de W. HERING[39], «para [el que] la unidad de las sátiras horacianas
descansa sobre las proporciones de sus partes, sobre simetrías que sólo es
posible comprobar por su correlación, por la dialéctica de contenido y forma y
por medio de precisas relaciones numéricas[40]». Sólo hemos tenido
la oportunidad de examinar personalmente el análisis de la Sátira II I que Hering hace en el segundo de sus trabajos citados
(HERING, 1982: 206 ss.), y nos parece que es muy meritorio, cuando menos, por
la minuciosidad con que estudia la «Gedankenfürung» del poema, diseccionando
cuidadosamente los bloques de sentido en que se estructura. Tales bloques o
«secciones» tienen dimensiones variables, pero, a fin de cuentas, al menos
según Hering, parecen dar como resultado un esquema armónico y simétrico,
incluso con correspondencias muy alejadas entre sí dentro del texto; algo que
razonablemente sólo cabe suponer que se debe a un cierto esquema constructivo
que, por lo demás, el autor observa también en poetas como Virgilio y
Propercio. Concretamente, los 86 versos de la Sátira II 1 se estructurarían en dos grandes bloques de 43 versos.
En la primera mitad habría cuatro bloques temática y cuantitativamente
simétricos (de 9, 11, 11 y 9 versos) y tres en la segunda (de 16, 11 y 16). Una
observación interesante que hace Hering es la de que Horacio suele aprovechar
como punto de transición entre secciones la cesura del hexámetro, lo que,
aparte de ser un mecanismo de cohesión del texto, abona su idea de que hasta
los elementos formales más externos contribuyen al diseño trazado por el poeta.
Los
análisis como éste pueden provocar en el lector una doble impresión: por una
parte, la de que sus autores han examinado a fondo los textos a los que se
enfrentan; por otra, la de que el propio alto
grado de resolución con que lo hacen a veces produce —o contraproduce— la duda de que sus
deducciones respondan realmente a esquemas constructivos subyacentes en ellos y
susceptibles de una fructífera generalización.
En
fin, la estudiosa norteamericana H. DETTMER (1983)[41], cuyos
esfuerzos por identificar estructuras constructivas en los libros de las Odas[42] ya hemos ponderado
en su momento, se ha ocupado también de las de las Sátiras. Dettmer estima que «el anillo entrelazado» —es decir, la Ringkomposition cuyos términos se
entrecruzan con las de otras— es «el principal esquema unificador» que
encontramos en la disposición de uno y otro libro. Naturalmente, Dettmer valora
debidamente los precedentes que desde Boll en adelante había habido en ese
terreno, y los desarrolla y, en lo posible, los unifica, hasta concluir que las
Sátiras están construidas conforme a
un «principio de consistencia» en el que los temas se tratan de manera
simétrica y equilibrada. En el libro I —no, al parecer, en el II— ese principio
se correspondería además con unas ciertas proporciones en el número de versos
dedicados al tratamiento de cada uno, pormenores en los que no ha lugar a
entrar aquí. En fin, son bastantes otras las propuestas que a este respecto se
han hecho, entre ellas las de Port, Reincke, Ludwig y otros[43].
Lengua y estilo
ST.
HARRISON (1995: 14) escribió: «todavía no existe ningún estudio autorizado de
conjunto sobre la ‘dicción’ de Horacio, y las principales contribuciones han
sido sobre las Odas[44];
para las otras obras hay que consultar los comentarios». Y, en efecto, esa
circunstancia, por lo demás lógica, de que en el estudio de la lengua de
Horacio haya primado el interés por la de su lírica no ha propiciado el
deseable conocimiento de la de sus sermones[45].
En
una instantánea panorámica de la misma, CLASSEN (EO I: 277) afirma que se caracteriza por la claridad de sus
construcciones, la cuidada selección de su vocabulario, el moderado uso de
arcaísmos[46] y vulgarismos y el aún más moderado de helenismos.
Pero parece conveniente recordar aquí algo que a este respecto escribía el
propio autor:
Ante
todo, me excluiré del número de los que reconozco como poetas. Pues no me dirás
que cuadrar un verso es bastante; y si uno escribe, como yo hago, cosas que más
cerca están de una conversación, no pensarás que por ello es poeta (I 4, 39
ss.).
De
este pasaje, por lo demás un tanto hiperbólico, podría sacarse la presunción de
que Horacio no aplicó a sus Sermones,
inspirados por una Musa pedestris (II
6, 17), una dicción poética
específica, algo que en la tradición literaria griega, junto con el dialecto y
el metro consagrados[47], formaba la tríada de rasgos formales
característicos de cada género. A esta presunción cabría responder que el poeta
sí se valió de una cierta dicción de
género; pero que ésta consistía en gran medida en atenerse al latín
cotidiano del tiempo, al modo y manera en que ciertas corrientes literarias de
nuestros días —entre nosotros, las que, arrancan de Valle Inclán— han sabido
sacar a la lengua usual y castiza un notable rendimiento estético. Tal parece
haber sido el caso de la sátira y en particular[48] de la de
Horacio, prototipo de poesía impura,
como en nuestros tiempos estudiantiles nos enseñaba Agustín García Calvo.
Por
todo lo dicho, y no sin ciertas reservas, cabe considerar al Horacio satírico
como una fuente para el conocimiento del latín
vulgar de su tiempo; o, para ser más exactos, de la lengua cotidiana de la
gente educada («gebildete Umgangsprache», HEINZE, 1921: XXIV). Ese registro
lingüístico no era precisamente el utilizado por Lucilio, más popular, al tiempo que más enrevesado,
sino que se acercaba al sencillo pero elegante que cien años atrás había
cultivado Terencio en sus comedias[49] y al más llano, el humilis, de entre los tres estilos
oratorios clásicos. A este respecto afirma ANDERSON (1963: 14) que «simplemente
no es verdad que las sátiras horacianas se puedan convertir en prosa sin sufrir
daño», contra lo que el propio poeta parecía sugerir en I 4, 56 ss[50].
Al
tratar de la lengua del Horacio satírico y de su relación con la lengua hablada
no se pueden pasar por alto los estudios que publicó en España, en sus años
jóvenes, el longevo y siempre original lingüista italiano Giuliano Bonfante
(1904-2005), en los volúmenes casi fundacionales de la revista Emerita[51]. Sin embargo,
aquí nos atendremos a exposiciones más recientes[52].
Por
de pronto, y como decíamos, el latín de las Sátiras,
salvo algunas concesiones a la lengua abiertamente vulgar (merda, cunnus, futuo…), es un testimonio del latín coloquial que
cabe suponer que en su tiempo utilizaban las personas educadas como él; y, por
cierto, algunos rasgos coloquiales aparecen también eventualmente en su obra
lírica. En el plano fonético cabe señalar fenómenos como la diptongación precoz
del diptongo au (así colis por caulis y plostrum por plaustrum, forma que, en cambio, sí
aparece en Odas III 24, 10), o la
síncopa (caldior, soldum, lardo).
Claro tono coloquial tienen también expresiones de difusa cuanto innecesaria
sintaxis como nugas / hoc genus («insignificancias como
éstas», II 6, 43 s.), o que anuncian el éxito futuro de algunos sintagmas
preposicionales (cetera de genero hoc,
en I 1, 13; o garó de sucis piscis Hiberi,
en II 8, 48). Las fórmulas de cortesía y modestia también nos ofrecen ejemplos
tan gráficos como hunc hominem en
lugar de me (I 9, 47). En el campo de
la expresividad coloquial arraiga también, sin duda, la relativa frecuencia del
infinitivo exclamativo, al igual que el del llamado praesens pro futuro y el del futuro con valor yusivo. Otra parcela
de la lengua de las Sátiras que
RICOTILLI (EO II: 901) señala como
propicia a la aparición de rasgos populares es la de la afirmación y la
negación (ita / minime), las cuales pueden reforzarse por medio de expresiones como
hodie (en un uso casi equivalente al
de hercle), o de perífrasis
condicionales como moriar ni…, ne uiuam
si... Al mismo ámbito cabe atribuir la negación por medio de nullus, en lugar de non, o el empleo de male
con valor atenuante. Otros adverbios como belle,
pulchre o laute, del mismo
registro, sirven como intensificadores.
A
un nivel sintáctico superior se sitúan otros giros coloquiales, como el llamado
ut indignantis, por medio del cual se
repudia un consejo o exigencia que se considera intolerable: utne tegam spurco Damae latus? («¿Que le
cubra yo el flanco a un Dama asqueroso?», II 5, 18). Naturalmente, el consabido
empleo de la parataxis en lugar de la hipotaxis también está bien acreditado en
la lengua de las Sátiras, asunto
sobre el que luego volveremos. Y no carece de interés el apartado de la
«interrogación mecanizada» (RICOTILLI, EO
II: 903) del tipo quid agis? o quid faciam?, non uides? y otras de
clara función fática; tampoco el de las fórmulas de ruego y persuasión como inquam (un tajante «digo»).
Naturalmente, también la profusión y variedad de las interjecciones y
expresiones equiparadas (heu, heus, eheu,
ohe, eia, ecce, bone, maxime luppiter, etc.) son una ráfaga de aire popular
en la lengua de las Sátiras. Y lo
mismo las expresiones de menosprecio (uilior
alga, II 5, 8; cassa nuce pauperet,
ibid. 36) o de vituperio (cimex,
simius, nebulo) y sus contrarias.
En
el léxico de las Sátiras se observa
la tendencia a las «expresiones concretas, que se fundan en la experiencia de
la percepción sensorial y se imprimen fácilmente en la mente del oyente[53]».
Esa tendencia evoca con frecuencia «la exageración y la afectividad». Algunos
ejemplos de Horacio bastarán: ebibo
(no simplemente «beber», sino «beberse»), ingluuies
(«tragaderas») en lugar de uoracitas;
auerro («barrer») en lugar de aufero),
cubo («estar en cama») en lugar de aegroto
y, en fin, el gráfico defrico para
referirse al modo en que Lucilio había aplicado su «sal» a sus conciudadanos (I
10, 4). Anotemos también la frecuencia con que los verbos como facere, esse, habere y mittere aparecen como «Allerweltsverba»
(RICOTILLI, EO II: 906, citando a
Hofmann), algo parecido a lo que cierta lingüística moderna llama «proverbos»,
en lugar de otros más concretos. Otros elementos claramente populares a señalar
son los términos caballus, casa, comedo,
bellus, bucca, etc.
En
cuanto a características no vinculadas al sermo
cotidianus, la lengua del Horacio satírico no exige ni justifica un tratamiento
detallado en el marco de una simple introducción a una simple traducción. Por
ello remitimos al lector interesado a la bibliografía citada al inicio de este
apartado. Pero sí creemos que merecen reseña aparte, al menos, dos rasgos de la
misma. En primer lugar, el de que en ella se observa una cantidad de helenismos
sensiblemente inferior a la de las Odas[54],
algo lógico en un género carente de modelos griegos inmediatos. Luego, en el
plano sintáctico, los valores estadísticos de la relación entre coordinación y
subordinación, que nos ofrece y comenta G. CALBOLI[55]. Sentado que
la lengua poética tiene una menor inclinación por la hipotaxis, la cual
sobrepasa el 50% en prosistas como Cicerón y César y desciende por debajo del
25% en la Eneida, Calboli nos hace
ver que las Sátiras (con un 35,18%) y
las Epístolas (con un 33,11%) se
encuentran también en este aspecto a medio camino entre los datos distintivos
de la literatura prosaica y los de la poética, a los cuales, como es lógico, se
acercan bastante más los Epodos, con
el 28,44%, y las Odas, con el 25,88%.
Sin embargo, también hay casos, y en las propias Sátiras, en que el empleo de la parataxis en lugar de
construcciones normalmente hipotácticas (como las condicionales, concesivas y
temporales) no sólo no es un rasgo poético, sino «propio de la lengua vulgar o,
mejor, hablada[56]».
Varios
de los rasgos de lengua aludidos hasta aquí pueden verse también como rasgos de estilo. En el de las Sátiras Horacio combina con equilibrio
los propios de la prosa, de lo coloquial y de lo poético[57].
J.
MAROUZEAU, que convirtió los estudios de estilística latina, y en particular
los de fonoestilística[58],
en una disciplina seria, rescatándola
de la intuición subjetiva, llamó a Horacio «artista de los sonidos[59]».
Naturalmente, hablamos ahora de recursos y rasgos intraducibles, pero de los que sí cabe dar al lector una idea
mediata con algún que otro ejemplo.
En
la famosa sátira del pelmazo, la I 9 (31
ss.), el poeta, irritado, pero que aún conserva un resto de ironía, le cuenta a
su indeseado acompañante:
«una
vieja adivina sabelia me predijo de niño, después de que hubo agitado su urna:
‘A éste no lo ha de quitar de en medio una espada enemiga ni un dolor de
costado, ni una tos, ni la torpe podagra; será un charlatán el que acabe con él
cualquier día. Si tiene sentido común, que evite a los hombres locuaces tan
pronto como se haga un hombre maduro’».
Al
contar la anécdota —probablemente inventada—, Horacio sabe adoptar el aire
propio de un carmen —un vaticinio y
al tiempo un poema— tradicional romano:
Hunc neque dira uenena nec hosticus auferet
ensis
nec laterum dolor aut tussis nec tarda
podagra;
garrulus hunc quando consumet cumque; loquaces,
si sapiat, uitet, simul atque adoleuerit
aetas.
Marouzeau
nos hace notar que ahí nos encontramos con algunos recursos fónicos propios de
ese viejo género: homeoteleutos como los que forma la serie dira- tarda- podagra: y aliteraciones
como las evidentes de consonantes en quando
consumet cumque o si sapiat… simul,
o la más singular que consiste en combinar iniciales vocálicas, incluso de
diverso timbre: auferet ensis, adoleuerit
aetas. De la expresividad que
Horacio logra por medio de su diestro manejo de los sonidos tenemos otro
excelente ejemplo en I 6, 57, donde con una aliteración de la consonante p describe gráficamente su propio
balbuceo ante las primeras palabras que le había dirigido Mecenas:
lnfans namque pudor prohibebat plura profari[60]
Recordábamos
en nuestra Introducción general[61] que Horacio y Virgilio, a
diferencia de la mayoría de los poetas de la generación anterior, ya tenía una
sólida formación retórica, todo un signo de los tiempos. De ahí que a la hora
de analizar el estilo de las Sátiras,
y aunque su autor declare que es similar al del sermo merus de la comedia (I 4, 48), haya que pensar también en el
instrumental de recursos oratorios que ya eran de corriente uso en la prosa de
la época. Sin embargo, en cuanto al llamado estilo
periódico, el Horacio satírico no parece haberse atenido a las tendencias
que Virgilio consagró en su hexámetro, con períodos de hasta cuatro versos: al
parecer, la longitud media de los suyos no pasa de entre un hexámetro y medio y
dos; y cuando excede esa medida, lo hace según el antiguo y «pesado y
complicado» tipo lucreciano, todavía
inmune a las modernas técnicas oratorias y sin una clara organización, o bien
procede de una manera acumulativa, propia del discurso cotidiano[62].
Por lo demás, es habitual en las Sátiras
el empleo de los tropos y figuras principales[63], tanto de
raigambre poética como retórica: la anáfora, la hendíadis, el poliptoton, la
anástrofe, el hipérbato, el zeugma, la tmesis, el asíndeto, la lítotes, la
metáfora, la metonimia, la prosopopeya, la aliteración[64], etc. En
cuanto al orden de palabras, Horacio parece haber seguido el modelo discursivo de Lucilio, sin buscar «una
artificial simetría[65]».
Para
concluir este apartado, recordaremos los que, según M. J. MCGANN[66],
constituyen los «principios artísticos de acuerdo con los cuales Horacio
escribe sátiras», implícitamente enunciados en I 10, 5-17: 1) no basta con
hacer reír, aunque esto ya no es poca cosa; 2) es fundamental la brevedad, de
manera que el pensamiento no se enrede con las palabras; 3) hay que tener
capacidad para variar el lenguaje desde la severidad a la ligereza, haciendo al
tiempo de orador y de poeta; y en otras ocasiones, sabiendo controlar la fuerza
del propio ingenio.
Pervivencia de las Sátiras desde el Renacimiento
Ya
hemos visto la importancia del Orazio
satiro hasta los albores del Renacimiento, en nuestra panorámica de su
pervivencia en la Antigüedad y en el Medievo[67]. Ahora trataremos
de su fortuna en las modernas letras europeas, prescindiendo, naturalmente de
su Fortleben puramente filológico.
Enseguida veremos que esa pervivencia se encuentra estrechamente unida a la de
las Epístolas y a la de otras vetas
antiguas de la poesía epistolar, con lo que no siempre resulta fácil distinguir
entre las diversas estirpes[68].
G.
HIGHET (1985: 309) da a entender que la recuperación de la sátira latina es un
fenómeno, más que renacentista, barroco, incluyendo en esta época buena parte
del siglo XVIII; en efecto —afirma— la sátira no fue «plenamente comprendida
hasta que Isaac Casaubon, en 1605, publicó una ilustración de su historia y
significado aneja a su edición de Persio»; sin embargo, algunas líneas más
abajo también reconoce que mucho antes los italianos ya habían redescubierto el
género. En efecto, en la Italia renacentista «Más que desdibujarse, la imagen
prevalente del Horacio sátiro —la
cual reaparece como soporte, aunque sea fragmentario, de la ética humanística
(vd., por ej., G. Pontano), para luego convertirse en punto de referencia de un
cierto género satírico en el Renacimiento avanzado— se integra más y más con la
imagen del ‘vate’ y del maestro del arte entendido sobre todo como entrega
asidua, culto de la perfección, elegancia y sentido aristocrático de la forma
expresiva» (F. TATEO, EO III: 571).
El
humanista veneciano G. Correr (Corrarius,
1409-1464) fue autor, tal vez de los primeros en el Renacimiento, de un Liber Satyrarum[69] en el que
encontramos las que «pueden considerarse como las primeras sátiras de la época
moderna acreedoras plenamente al calificativo de ‘horacianas’»[70].
También el florentino F. Filelfo (1398-1481) fue pionero en la imitación de la
sátira antigua, que recreó en las suyas, también latinas y marcadamente
horacianas —aunque para algunos más bien epístolas—, y de manera copiosa[71].
También fueron satíricos latinos en el s. XV italiano G. Tríbraco, L. Lippi
(1442-1485) y T. V. Strozzi, que en sus Sermones,
aunque escritos como epístolas, «representa la vuelta a Horacio y el abandono
de Juvenal como modelo[72]». G. Pontano (1429-1503), cabeza del
Humanismo napolitano, nutrió sus diálogos latinos con ideas y palabras tomadas
de los Sermones[73] y lo
mismo hizo en sus obras en prosa G. Pico de la Mirandola (1463-1494). Ya en
italiano escribió el gran L. Ariosto (1474-1533) sus Satire, que en opinión de muchos más bien son epístolas[74],
dirigidas a su propio mecenas, el cardenal Ippolito d’Este[75]. Por
entonces también publicó las suyas el florentino Francesco Berni (c. 1497-1535,
poeta políticamente incorrecto, de
breve vida y siniestra muerte[76]; y en su misma línea, y en la del
propio Horacio escribió el venusino L. Tansillo (1510-1568), el amigo de
Garcilaso del que ya hicimos especial mención al tratar de la pervivencia de
las Odas[77]. Aunque
practique la contaminatio de metros y
temas en su imitación de Horacio, son claras las huellas de las Sátiras en los Carmina de Giovanni della Casa (1503-1556). También son dignos de
mención los Sermoni de G. Chiabrera
(1552-1638)[78]. Dicho esto, en el Renacimiento no le faltaron al
Horacio satírico detractores en su propia tierra: el humanista G. G. Escalígero
(1484-1558) lo consideraba inferior a Aristófanes en gracia, y a Juvenal
también en elegancia[79].
Aunque
no fue un creador poético, G. V. Gravina (1664-1718), figura puente entre el
tardo Humanismo y la Ilustración (al igual que su amigo y protegido el Deán
Manuel Martí), sí fue un crítico y teórico literario prestigioso, que en su Ragion poetica hizo una sýncrisis de las sátiras de Horacio y
las de Juvenal, mostrando una clara preferencia por las primeras (M.
CAMPANELLI, EO III: 270). Sí fue
poeta satírico y horaciano, aunque mediocre, B. Menzini (1646-1704), autor de
unas Sátiras y de un Arte Poética (cf. R. M. CAIRA LUMETTI, EO III: 352 ss). De bastante mayor
altura son los Sermoni de G. Gozzi
(1713-1786), confusamente horacianos (cf.
D. NARDO, EO III: 264). Pero el más
grande de los satíricos italianos no llegará hasta los tiempos del
neoclasicismo. Hablamos del abate milanés Giuseppe Parini (1729-1799), que
malvivió como profesor y preceptor privado, lo que no le impidió alcanzar un
notable prestigio literario. Se distinguió además por su integridad moral y por
el equilibrio con que supo mantenerse equidistante de los excesos
revolucionarios y absolutistas que le tocó vivir. La larga sátira, estructurada
en varios libros, que le valió a Paríni la fama se titula «Il giorno», y es
«una descripción completa de la rutina diaria de un joven dandy italiano» (HIGHET, 1985: 315). La relación del Parini
satírico con la sátira romana aún no ha sido debidamente analizada, según el
propio HIGHET (loc. cit.), que se
inclina a considerarla inspirada más bien por Juvenal y Persio que por Horacio.
Sin embargo, el amplio artículo que le ha dedicado M. CAMPANELLI (EO III: 377-388) ofrece una solución
intermedia, aunque paradójica, bien argumentada: no discute la estirpe persio-juvenaliana de «Il Giorno», pero
pone de relieve la importante cantidad de ecos del Horacio lírico —tan caro a
Parini— que en ella aparecen.
HIGHET
(1985: 309) exageraba un poco al hablar, con referencia a la «high
Renaissance», de «la ausencia de grandes escritores satíricos en países que
estuvieron en parte al margen del Renacimiento, como España o Alemania». Dicho
esto, el propio MENÉNDEZ PELAYO[80] reconoció que de los géneros
horacianos, incluido el de la epístola, el de la sátira fue el que más tardó en
encontrar eco en la literatura hispánica. Y lo hizo gracias a la que él llama
«la escuela aragonesa», encabezada por los hermanos Lupercio (1559-1613) y
Bartolomé (1561-1631) Leonardo de Argensola, que imitaron con gran dignidad las
Epístolas y las Sátiras[81]. Pero entretanto ya había escrito sus diez Satyrae latinas, de forma epistolar, el
humanista valenciano Jaime Juan Falcó (1522-1594)[82]. Al respecto
del escritor satírico español por excelencia, F. de Quevedo, don Marcelino
afirma: «he hallado algunos rasgos de Horacio, pero no una composición que
remotamente pueda llamarse horaciana[83]».
Aunque
sin contribuciones de primer orden, la sátira clasicista se perpetúa también en
la España dieciochesca. El imprescindible MENÉNDEZ PELAYO (1951. VI: 358 s.),
tras saludar la aparición, en 1737, de la Poética
de Luzán como el retorno de «la bandera del sentido
común» a las letras españolas, reseña el que denomina «primer modelo de la
sátira clásica en el siglo XVIII». Se debe a la que ya antes había llamado
«escuela salmantina» y fue escrita con el seudónimo de «Jorge Pitillas» por un
jurista de aquella Universidad, al parecer apellidado Hervás; sin embargo, como
el propio don Marcelino añade luego, se trata de una «sátira horaciana de segunda mano», dado que
procede en gran medida de las de Boileau. Don Nicolás Fernández de Moratín
(1737-1780) escribió «tres sátiras medianas» muy deudoras de los satíricos
españoles ya nombrados (cf. MENÉNDEZ
PELAYO, 1951, VI: 361). En una de ellas puso en verso los principios dramáticos
clasicistas ya expuestos en su discurso Desengaños
del teatro español, al parecer tan influyente que motivó que en 1765 los
autos sacramentales fueran expulsados de la escena. A la escuela de Moratín, al
que dedicó sus tres sátiras, «de sabor asaz volteriano» perteneció M. N. Pérez
del Camino (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 390). También los dos grandes fabulistas
del XVIII español pagaron su tributo al Horacio satírico. Tomás de Iriarte
(1750-1791) escribió unas Epístolas
que, siempre en opinión de MENÉNDEZ PELAYO (1951, VI: 362 s.), «son sermones a imitación del Venusino»; y F.
M. de Samaniego (1745-1801), al menos por su fábula del ratón del campo y el
ratón de la ciudad parece haber conocido las Sátiras de Horacio, aunque por entonces el famoso asunto ya hubiera
rodado de pluma en pluma (cf.
MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 364). Dentro de la escuela salmantina, ya reconstruida, del XVIII, don Marcelino
elogia sin reservas las dos sátiras escritas por G. M. de Jovellanos
(1744-1811), pero estima que «entrambas son de la cuerda de Juvenal, sin que
ser perciban allí rasgos horacianos» (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 372). Tampoco
la sátira del polémico J. P. Fomer (1756-1797) «es horaciana ni por asomos»
(MENÉNDEZ PELAYO,1951, VI: 374), sino que deriva de Polignac, Pope y Voltaire.
También reclama un lugar en esta reseña, al igual que lo logró en la EO (II: 465 s., artículo de G.
MAZZOCCHI), tan parca en nombres españoles, el modesto poeta y preceptista F.
Sánchez Barbero (1764-1819), que en el presidio de Melilla, en el que acabó sus
días, entretuvo sus forzados ocios, al parecer debidos a los azares políticos
del tiempo, componiendo unos Diálogos
satíricos que algo deben a Horacio (cf.
MENÉNDEZ PELAYO 1951, VI: 380 s.).
En
Portugal no tuvo la sátira horaciana la fortuna que, como veremos en su lugar,
alcanzó la epístola; pero no faltan algunas muestras de interés, que
reseñaremos siguiendo, naturalmente, al propio MENÉNDEZ PELAYO (1951, VI: 475
ss.). Entre las primeras, ya en el s. XVI, parecen estar las debidas a Andrés
Falcâo de Rezende, entre las que cabe destacar la sátira dirigida al gran
Camôes censurando a los poderosos que no gastan sus recursos en proteger a los
hombres de letras (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 488). Ya en el neoclasicismo del
XVIII escribió Correia Garçâo, poeta de depurado gusto, «dos hermosas sátiras
horacianas, entrambas de re litteraria»
(MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 500). En el mismo ambiente escribió Nicolás
Tolentino de Almeida, que al parecer disfrutó de un prestigio exagerado. Es
autor de algunas sátiras horacianas, con más gracia que profundidad (MENÉNDEZ
PELAYO, 1951, VI: 501).
Tampoco
en la Francia renacentista fue la sátira en verso un género precoz. Aparte de
innegables rasgos satíricos que cabe
observar en Rabelais[84] y en el gran Montaigne[85], el
primer poeta satírico propiamente dicho fue M. Régnier (1573-1613),
eclesiástico que en Roma había conocido las sátiras de Berni. Algunas de las
suyas muestran influencias claras de las de Horacio, y no menos de las de
Juvenal. HIGHET (1985: 312) lo considera «mucho mejor en la sátira que su
contemporáneo Donne[86]», y añade que «No hubo vacío alguno entre
Régnier y su formidable sucesor Boileau». Saltando sobre otros poetas deudores
de Horacio, como el fabulista Lafontaine[87] y el jesuita R. Rapin
(1621-1687)[88], a Nicolas Boileau-Despréaux (1636-1711) se lo puede
considerar como el gran restaurador moderno de la sátira horaciana, que recreó
de cerca en los 12 libros de las suyas, publicados entre 1657 y 1667, además de
reivindicar en los otros 12 de Epístolas,
y en su Art Poétique los ideales
clasicistas[89]. Como es sabido, fue Boileau quien hizo estallar la
famosa querelle des anciens et des
modernes; pero no parece que en las intervenciones en la misma haya alguna
que quepa considerar satírica en el sentido que aquí nos interesa, a no ser,
tal vez, la de Ch. Perrault (1628-1703), más conocido por sus colecciones de
cuentos infantiles, presididos por la inmarcesible figura de Caperucita Roja.
Perrault se mostró enconado enemigo de la poética clasicista e incluso de la
del propio Horacio (cf. G. GRASSO, EO III: 546). Tampoco de la época de la
Revolución parece haber recreaciones de las Sátiras
dignas de nota, por más que en ella no decayera el interés por ellas ni por
ninguna de las obras de Horacio (cf.
J. MARMIER, EO III: 550 s.).
En
la Inglaterra renacentista las primeras huellas del Horacio satírico parecen
hallarse en un poeta al que ya aludimos al tratar de la fortuna de las Odas: sir Thomas Wyatt (1503-1542), que
en Italia se había familiarizado con el horacianismo y con la sátiras, más bien
juvenalianas, de L. Alamanni (1495-1556), un poeta de la los tiempos de Berni[90].
Una mención especial merece el dramaturgo Ben Jonson (1572-1637), que en su
comedia Poetaster, ambientada en la
corte de Augusto, sacó a escena al propio Horacio como debelador del mal gusto
de sus competidores[91]. Pero también aquí el género se afirmó en la
época barroca con la obra del gran poeta y crítico J. Dryden (1631-1700), en el
que, sin embargo, parece predominar la influencia de Juvenal, al que había
traducido, sobre la de Horacio[92]. Contemporáneo y, por un tiempo,
protector suyo fue J. Wilmot, conde de Rochester, el mayor libertino de sus
tiempos (1647-1680), al que, al parecer, el cine ha relanzado recientemente a
la fama. Escribió sátiras, y entre ellas una titulada Allusion to Horace en la que imitaba la 1 10 de Horacio para atacar
a su antiguo protegido (cf. H. D.
JOCELYN, EO III: 455). Jonathan Swift
(1667-1680), el famoso autor de las utopías de Gulliver, también mostró en
varias otras obras suyas su espíritu satírico hasta el sarcasmo, que lo había
llevado a proponer como solución para resolver el problema del hambre en
Irlanda la institución del canibalismo. Hizo una imitación de la Sátira II 6 de Horacio (cf. E. BARISONE, EO III: 480). Pero la cumbre de la moderna sátira horaciana llega
con Alexander Pope (1688-1744), que, excluido de la vida académica por su
condición de católico, supo agenciarse por su cuenta una prodigiosa cultura
humanística; y pese a su escasa salud, fue un formidable polemista literario,
que se atrevió con el propio Bentley[93]. Pope recreó todos los
géneros cultivados por Horacio, pero con especial maestría el de los Sermones, en sus Satires y en sus Imitations
of Horace[94]. Dentro del mismo siglo, el polifacético Samuel
Johnson (1709-1784) perpetuó el género, aunque más según las huellas de Juvenal
que las de Horacio[95]. Además, también siguieron ocasionalmente la
estela de la sátira horaciana el gran H. Fielding (1707-1754), que con su Tom Jones revolucionó la novela inglesa
(cf. H. D. JOCELYN, EO III: 222), y el poeta W. Cowper
(1731-1800) (ibid., 180 s.).
En
cuanto a Alemania, en el más amplio de los sentidos, empecemos por recordar
que, junto con España, y precisamente a cuento de la sátira clasicista, HIGHET
(1985: 309) la situaba en la zona marginal del Renacimiento. Y, en efecto, no
es mucho lo que las tierras germánicas parecen aportar a nuestro asunto. Cierto
que las Sátiras figuran entre las
primeras obras de Horacio traducidas al alemán, ya en el s. XVI, por A. W. von
Themar y D. von Pleningen, miembros del «círculo humanístico de Heidelberg» (cf. E. SCHÄFER, EO III: 551); pero hay que llegar hasta el s. XVIII para encontrar
verdaderas huellas del Horacio satírico. Así, Fr. von Hagedorn (1708-1754),
poeta muy celebrado en su tiempo y horaciano de pro, en sus Moralische Gedichte, y en la pieza que
tituló «El Charlatán», recreó admirablemente la Sátira I 9 (cf. L.
QUATTROCCHI, EO III: 554; EO III: 277 s.). Ya en los tiempos de la
Aufklärung, G. J. Herder (1744-1804),
poco afín a la misma, y más bien precursor de la línea popularista del Romanticismo, aparte de traducir a Horacio
completo, dedicó a las Sátiras un
importante ensayo crítico (cf. L.
QUATTROCI, EO III: 282). Por su
parte, M. Wieland (1733-1813), cima del rococó alemán y uno de los grandes
horacianos de todos los tiempos, pagó su tributo a las Sátiras con su excelente traducción de 1786 (cf. G. CHIARINI, EO 111:
519).
Y
pasemos, ya para terminar, a la influencia de la sátira horaciana en la época
contemporánea, entendiendo por tal la que viene desde la Revolución Francesa
hasta nuestros días. Quizá sea extremado el aserto de M. R. LIDA (1975: 263) de
que «en el siglo XIX la influencia de Horacio perdura de veras sólo en las
literaturas de ritmo retrasado, como la húngara y la rumana, o por razones
políticas, en las literaturas de las naciones nuevas…». Parece, con todo, que
la de las Sátiras fue más bien
escasa, al menos en la forma de la sátira
poética, que no sobrevivió al destrozo del sistema de los géneros
literarios clásicos que trajo consigo el Romanticismo. Además, si esos tiempos
no fueron propicios para la obra lírica de Horacio en cuanto que clasicista por
excelencia, menos razón había aún para que lo fueran a la satírica, ejemplo, como
antes decíamos citando a García Calvo, de poesía
impura, una especie prácticamente inexistente en las letras modernas. De
hecho puede verse que el capítulo de HIGHET (1985: 303-321) dedicado al género
no pasa de la sátira de finales del XVIII; y que algunos de los capítulos que
la Enciclopedia Oraziana dedica a
panorámicas nacionales de su
recepción, a partir de esa fecha se limitan a la de la lírica o bien derivan
hacia la crónica filológica, en sí
digna del mayor interés, pero no del que en estos momentos nos mueve.
Recomenzando
por Italia, donde ya vimos en su lugar (MORALEJO, 2007: 220 s.) que siguió
siendo importante la huella del Horacio lírico hasta el umbral del s. XX,
citaremos, por citar algo, la obra de T. Salvadori (1776-1833), un aristócrata
ilustrado afín al bonapartismo, entre la que se cuenta una traducción completa
de Horacio en verso, al parecer especialmente feliz en las Sátiras, que fue importante en la historia de la lengua italiana y
apareció citada a menudo entre las autoridades
del diccionario de la famosa Accademia della Crusca (cf. A. DI PILLA, EO III: 462 ss.).
Tampoco
es mucho lo que al respecto de la recepción de las Sátiras logra rebañar MENÉNDEZ PELAYO (1951, VI: 417 ss.) en
nuestro siglo XIX, en el cual, y como arriba apuntábamos, a causa de la
revolución romántica «las ideas literarias se confundieron» para dar lugar a un
tiempo «poco propicio para Horacio». Pero algo halló el erudito patriotismo de
don Marcelino; así, las sátiras del que llama «el rey de nuestro moderno teatro
cómico», Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), autodidacto —y además
tardío— en cuanto a cultura clásica. Pero las encabezaba con una contraseña
horaciana inconfundible: la del ridentem
dicere uerum. Bretón supo combinar con cierta gracia el espíritu satírico
clásico con el de raíz popular; pero no pasa de ser «el último vástago» de la
tradición dieciochesca de Hervás y Moratín (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 421).
Poco más hay que reseñar en ese siglo: las sátiras políticas y literarias de
Eugenio Tapia, que parecen acusar la influencia de Parini (MENÉNDEZ PELAYO,
1951, VI: 416); el proverbial gracejo gaditano de algunas piezas de J. J. de
Mora, al parecer terciado de humorismo británico (cf. MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 424), y los versos políticos, aunque
más bien juvenalescos, de un tal
Cañete del que nada más hemos averiguado (cf.
MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 431).
También
en el Romanticismo francés vino a menos el interés por Horacio, y en especial
por el satírico, aunque cabría hablar a su respecto de una cierta inercia
residual (cf. G. GRASSO, EO III: 546 s.). Alguna huella de las Sátiras parece haber en Víctor Hugo
(1802-1885), pero no parece muy significativa la de la consabida fábula del
ratón del campo y el de la ciudad (cf.
J. MARMIER, EO III: 288). Tampoco el
gran crítico Sainte-Beuve (1804-1869), pese a su gran cultura clásica y
horaciana, dejó en su obra más que algunas reminiscencias de los Sermones (cf. J. MARMIER, EO III: 460 s.).
En
la crisis del horacianismo que también afectó a la Inglaterra del XIX, «las Sátiras perdieron su autoridad» (RUDD, EO III: 562); y realmente cuesta trabajo
imaginarse a Byron o a Shelley recurriendo a ellas para hacerse una norma de
conducta o de escritura. Por ello no es de extrañar que, como apuntábamos
antes, la panorámica general que sobre el horacianismo británico de esa época
traza el citado Rudd derive hacia la crónica filológica, llevando de paso —y
dicho sea cum mica salis— el agua a
su molino. Sin embargo, puestos a rastrear en los trabajos ajenos, algo podemos
encontrar. Así, el propio Byron (1788-1824), que había salido de la escuela con
una auténtica indigestión de Horacio,
no dejó de pagarle su tributo, y en particular a sus Sermones; e incluso parece que de ellos pudo tomar el recurso de dialogar
con su lector, al modo tradicional de la diatriba (cf. H. D. JOCELYN, EO
III: 148 s.). En cuanto a S. T. Coleridge (1772-1834), aunque dejó claro que
Horacio y Virgilio no eran sus clásicos preferidos —pues, como los arcaístas
del s. 11, prefería a Plauto, Terencio, Lucrecio y Catulo—, no deja de citar
las Sátiras (cf. H. D. JOCELYN, EO III: 170ss.). En fin, R. Browning
(1812-1889) acusa de su formación horaciana la huella especialmente visible de
las Sátiras y las Epístolas (cf. H.D. JOCELYN, EO III: 145). Y a falta de mayores
noticias, cerraremos este apartado británico con un número musical. Los lectores melómanos recordarán que las operetas
(musicals) del irlandés J. Sullivan
(1842-1900) animaron durante muchos años la aburrida vida del Londres Victoriano.
El libretista preferido de Sullivan fue el gran humorista sir William S.
Gilbert (1836-1911); y resulta que Menéndez Pelayo, en su Horacio en España (1951, VI: 501), cita, aunque de pasada, a
Gilbert, contemporáneo suyo, como modelo de poeta satírico, al lado de
Jovellanos y Parini. No cabe duda de que don Marcelino estaba al día, incluso
en las cosas menos serias.
Entretanto,
la cultura clásica, y el horacianismo, también habían arraigado en los jóvenes
Estados Unidos de Norteamérica. Ya hemos recordado en su lugar (MORALEJO, 2007:
232) las traducciones de su segundo presidente J. Adams (1735-1826). Por
entonces el texto de Horacio ya circulaba por los colegios y universidades
americanas, si bien sometido a unas purgas
puritanas que nada tenían que envidiar a las de las viejas ediciones ad usum Delphini; pero ello no fue
obstáculo para que pronto influyera de forma manifiesta en la naciente
literatura de aquellas tierras. Valga como testimonio de la huella de las Sátiras el caso del poeta romántico W.
C. Bryant (1794-1878) que recreó en sus versos, y transfiriéndolos a su propia
experiencia, los recuerdos que Horacio guardaba de su buen padre (cf. A. MARIANI, EO III: 605). El gran E. A. Poe (1804-1849) se había formado en
Escocia, en un colegio en el que el Horacio satírico era materia obligatoria (ibid.). En fin, O. W. Holmes (1809-1894)
escribió, al menos, una sátira en la que evoca las descripciones horacianas de
su finca en la Sabina (ibid.).
Y
volvamos, para concluir, a las tierras de Germania, en las cuales, como ya
vimos en su lugar (MORAIJEJO, 2007: 234), el Romanticismo no arrinconó al
Horacio lírico. No tuvieron la misma fortuna las Sátiras, de las que en esa época y en las posteriores no hay mucho
que decir en el plano estrictamente literario. Quizá el más explícito
reconocimiento es el que le tributó el gran lírico E. Mörike (1804-1875), en su
epístola An Longus, que, pese a su
título, recrea una vez más la sátira del
encontradizo (I 9; cf. L.
QUATTROCCHI, EO III: 361).
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