CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
sábado, 19 de noviembre de 2016
BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
Miércoles 16 de noviembre de 1966. Clase Nº 13
Vida de Samuel Taylor Coleridge. Un cuento de Henry James. Coleridge y Macedonio Fernàndez comparados. Coleridge y Shakespeare. In Cold Blood, de Truman Capote.
Una de las obras más importantes de un escritor —quizá la más importante de todas— es la imagen que deja de sí mismo a la me-moria de los hombres, más allá de las páginas escritas por él. Ahora bien, personalmente Wordsworth fue un poeta superior a Samuel Taylor Coleridge, de quien hoy hablaremos. Pero pensar en Wordsworth es pensar en un caballero inglés de la época vic-toriana, parecido a tantos otros. En cambio, pensar en Colerid-ge es pensar en un personaje de novela. Todo esto es interesante para el análisis crítico y para la imaginación, y así lo sintió el gran novelista americano Henry James. La vida de Coleridge fue un conjunto de fracasos, de frustraciones, de no cumplidas pro-mesas, de vacilaciones. Hay un cuento de Henry James titulado "La Fundación Coxon" que le fue inspirado por la lectura de una de las primeras biografías de Coleridge. El protagonista de ese cuento es un hombre de genio, un conversador de genio, me-jor dicho, que pasa la vida en casa de sus amigos. Éstos esperan de él una gran obra. Saben que para ejecutar esa obra necesita tiempo y descanso. Y la heroína es una chica a quien la suerte le pone en las manos la elección del candidato para esa fundación, Coxon, dejada por una tía suya, Lady Coxon. Y la muchacha sa-crifica la posibilidad de su casamiento, sacrifica toda su vida pa-ra que la persona que reciba esa fundación sea el hombre de ge-nio. Éste acepta esa anualidad, que es considerable, y luego el au-tor nos deja entender —o lo declara, no recuerdo— que el gran hombre no escribe nada, apenas deja algunos borradores. Y lo mismo podríamos decir de Samuel Taylor Coleridge: fue el cen-tro de un círculo brillante, el de los llamados "poetas laquistas", porque vivían en las inmediaciones de los lagos. Fue amigo de Wordsworth, maestro de De Quincey. Fue amigo del poeta Ro-ben Southey, que ha dejado entre sus muchas obras un poema llamado "A tale of Paraguay", "Un cuento del Paraguay" basa-do en los textos del jesuita Dobrizhoffer, que fue misionero en el Paraguay. En este grupo se consideraba a Coleridge como maestro, se juzgaban personalmente inferiores a él. Sin embargo, la obra de Coleridge, que abarca muchos volúmenes, consta en realidad de unos pocos poemas —poemas inolvidables, eso sí— y de algunas páginas en prosa. Algunas están en la Biographia Literaria, otras pertenecen a las conferencias que dictó sobre Shakespeare. Veamos en primer término la vida de Coleridge, y luego entraremos en el examen de su obra, no pocas veces inin-telegible, tediosa, plagiada también.
Coleridge nace en el año 1772, es decir dos años después del nacimiento de Wordsworth, que corresponde, según saben uste-des, al año 1770, muy fácilmente recordable. Digo esto ya que estamos en vísperas de examen. Y Coleridge muere el año 1834. Su padre es un pastor protestante del sur de Inglaterra. El reve-rendo Coleridge fue pastor de un pueblo de campo, e impresio-naba mucho a sus oyentes porque solía intercalar en sus sermo-nes lo que llamaba "the inmediate tongue to the Holy Ghost", la lengua inmediata al Espíritu Santo. Es decir, largos pasajes en he-breo que sus rústicos feligreses no comprendían, pero que vene-raban más por eso mismo. Cuando murió el padre de Coleridge, sus feligreses sintieron algún desprecio por su sucesor, porque éste no intercalaba pasajes inintelegibles en el idioma inmediato del Espíritu Santo.
Coleridge se educó en Christ Church, donde fue condiscípu-lo de Charles Lamb, que ha dejado una suerte de retrato escrito de él. Luego se educó en la Universidad de Cambridge, donde conoció a Southey, con quien planeó una colonia socialista en una región remota y peligrosa de los Estados Unidos. Y luego, por una razón que nunca se ha explicado del todo, pero que es uno de esos misterios que son parte de la vida de Coleridge, Co-leridge se alistó en un regimiento de dragones. "Yo —diría Cole-ridge después—, el menos ecuestre de los hombres." No apren-dió nunca a andar a caballo. Al cabo de dos meses, uno de los oficiales lo encontró escribiendo versos griegos en una de las pa-redes del cuartel, versos en los que él expresaba su desesperación ante ese imposible destino de jinete que él había inexplicable-mente elegido. El oficial conversó con él, consiguió que lo die-ran de baja, y Coleridge regresó a Cambridge y planeó poco des-pués la fundación de un periódico que aparecería todas las sema-nas. Coleridge recorrió Inglaterra buscando suscriptores para esa publicación. Él mismo nos cuenta que llegó a Bristol, que conversó con un caballero, que este caballero le preguntó si ha-bía leído el diario, y él le contestó que no creía que entre los de-beres de un cristiano estuviera el de leer diarios, lo que causó al-guna hilaridad, porque todos sabían que el propósito de su viaje a Bristol era el de conseguir suscriptores para su periódico. Co-leridge, luego que lo invitaron a una conversación y le ofrecie-ron trabajo, tomó la extraña precaución de llenar la pipa con sal hasta la mitad y la otra mitad con tabaco. Pero a pesar de eso no estaba acostumbrado a fumar y se enfermó. Aquí tenemos uno de los episodios inexplicables en la vida de Coleridge, la ejecu-ción de actos absurdos.
Finalmente el periódico se publicó. Se llamaba The Watch -man, algo así como "el sereno" o "el vigilante" y constó en rea-lidad de una serie de sermones, más que noticias, y murió al ca-bo de un año. Coleridge colaboró además con Southey en un drama, The Fall of Robespierre, "La caída de Robespierre" en otro sobre Juana de Arco, a la que hace hablar, por ejemplo, so-bre Leviatán, sobre magnetismo, temas que sin duda no figura-ron en las conversaciones de la santa, y mientras tanto puede de-cirse que no hizo otra cosa que conversar. Y escribió algunos poemas que ya examinaremos más adelante, que se titulan "El viejo marinero", "The Ancient Mariner"... Otro se titula "Christabel", y otro "Kubla Khan", el nombre de aquel empera-dor de la China que protegió a Marco Polo.
La conversación de Coleridge era una conversación muy cu-riosa. Dice De Quincey, que fue su discípulo y admirador, que cada vez que Coleridge conversaba era como si trazara en el ai-re un círculo. Es decir, iba apartándose del tema inicial y luego volvía a él, pero muy lentamente. La conversación de Coleridge podía durar dos o tres horas. Al cabo se descubría que, descri-biendo un círculo, había vuelto al punto de partida. Pero gene-ralmente los interlocutores habían durado menos en la conver-sación y se habían ido. De modo que la impresión que llevaban era la de una serie de digresiones inexplicables.
Sus amigos pensaron que una buena salida para el genio de Coleridge serían las conferencias. Efectivamente, se anunciaban las conferencias, había mucha gente que se suscribía para esa se-rie de conferencias. Generalmente cuando llegaba la fecha indi-cada Coleridge no aparecía, y cuando aparecía hablaba de cual-quier tema menos el tema prometido. Y hubo algunas veces en que habló de todo, y aun del tema de la conferencia. Pero estas ocasiones fueron raras.
Coleridge se casó bastante joven. Se cuenta que visitaba una casa en la que había tres hermanas. Él estaba enamorado de la se-gunda, pero pensó que si la segunda se casaba antes que la pri-mera, él pensó —según le dijo a De Quincey— que esto podía herir el orgullo sexual de la primera. Y entonces, por delicadeza, se casó con la primera, de la que no estaba enamorado. Y no es demasiado sorprendente saber que este matrimonio fracasó. Co-leridge se desentendió de su mujer y de sus hijos, y vivió después en casa de sus amigos. Sus amigos se consideraban honrados con estas visitas de Coleridge, honrados. Al principio se suponía que estas visitas durarían una semana, luego duraban un mes, y en al-gunos casos llegaron a durar años. Y Coleridge aceptaba esta hospitalidad con, no ingratitud, sino con una especie de distrac-ción, porque Coleridge fue el más distraído de los hombres.
Coleridge viajó a Alemania, y se dio cuenta de que no había visto nunca el mar, a pesar de que lo había descrito admirable-mente, inolvidablemente, en su poema "The Ancient Mariner". Pero el mar no lo impresionó. El mar de su imaginación era más vasto que el mar de la realidad. Luego, otro rasgo de Coleridge era el de anunciar obras ambiciosas; Historia de la filosofía, His-toria de la literatura inglesa, Historia de la literatura alemana. Y él escribía a sus amigos —que sabían que él mentía, y él sabía que ellos sabían también— que tal o cual obra estaba muy adelanta-da. Y sin embargo no había escrito una línea.
Entre las obras que ejecutó figura una traducción de la trilo-gía Wallenstein, de Schiller, que según algunos jueces, algunos alemanes entre ellos, es superior al original. Uno de los temas que más han preocupado a la crítica es el de los plagios de Cole-ridge. En su Biographia Literaria, éste anuncia, por ejemplo, que va a dedicar el próximo capítulo a explicar la diferencia que exis-te entre la razón y el entendimiento, o entre la fantasía y la ima-ginación. Y luego el capítulo en el cual él traza esa diferencia im-portante resulta ser una traducción de Schelling o de Kant, a quienes él admiraba. Se ha dicho que Coleridge se había com-prometido con la imprenta a entregar un capítulo, y que entregó un capítulo plagiado. Ahora, lo más posible es que Coleridge se hubiera olvidado de que lo había traducido. Coleridge vivió una vida, digamos, casi puramente intelectual. El pensamiento le in-teresaba más que la escritura del pensamiento. Yo tuve un ami-go más o menos famoso, Macedonio Fernández, a quien le pasa-ba lo mismo. Recuerdo que Macedonio Fernández vivía mudán-dose de una pensión a otra, y que cada vez que se mudaba deja-ba en el cajón una serie de manuscritos. Yo le dije que por qué perdía así lo que había escrito, y Macedonio Fernández me con-testaba: "Pero, ¿vos crees que somos lo bastante ricos como pa-ra perder algo? Lo que se me ocurrió una vez volverá a ocurrír-seme, de manera que no pierdo nada". Quizá Coleridge pensaba lo mismo. Hay un artículo de Walter Pater, uno de los prosis-tas más famosos de la literatura inglesa, que dice que Coleridge por lo que pensó, por lo que soñó, por lo que ejecutó y, más aún, por lo que dejó de ejecutar —"for what he failed to do"—, re-presenta el arquetipo, casi podríamos decir, del hombre román-tico. Más que Werther, más que Chateaubriand, más que ningún otro. Y la verdad es ésa, que hay algo en Coleridge que parece colmar la imaginación. Es la misma vida, que es de demoras, de promesas no cumplidas, de conversación brillante. Todo esto co-rresponde a un tipo humano.
Lo curioso es que la conversación de Coleridge ha sido reco-gida, como fue recogida la conversación de Johnson, pero cuan-do leemos las páginas de Boswell, esas páginas llenas de epigra-mas, de frases breves y agudas, comprendemos por qué Johnson fue tan admirado como conversador. En cambio, los volúmenes de Table Talk, de conversaciones de sobremesa de Coleridge, son raras veces admirables. Abundan en trivialidades también. Pero quizás en una conversación, más importante que lo que se dice es lo que el interlocutor siente como existiendo detrás de las palabras pronunciadas. Y sin duda había en la conversación de Coleridge una especie de magia que no estaba en las palabras si-no en lo que las palabras dejaban adivinar, en lo que se traslucía detrás de esas palabras.
Además, hay desde luego pasajes admirables en la prosa de Coleridge. Hay por ejemplo una teoría de los sueños. Decía Co-leridge que en los sueños estamos pensando, salvo que no pen-samos por medio de razonamientos, sino por medio de imáge-nes. Coleridge sufrió de pesadillas, y le llamó la atención el he-cho de que, aunque una pesadilla sea espantosa, a los pocos mi-nutos de haber despertado, el horror de la pesadilla ha desapare-cido. Y lo explicaba así: decía que en realidad —en la vigilia, quiero decir, porque las pesadillas para quien las sueña son rea-les—, en la vigilia un hombre ha podido enloquecerse por un fantasma falso, por el simulacro de un fantasma ejecutado por obra de una broma. En cambio, tenemos sueños horribles y cuando nos despertamos, aunque nos despertemos temblando, nos dejan tranquilos al cabo de unos cinco o diez minutos. Y Coleridge lo explicaba así: Coleridge decía que nuestros sueños, aún los más vividos, las pesadillas, corresponden a operaciones intelectuales. Es decir, un hombre está durmiendo, siente una opresión en el pecho y entonces, para explicarse esa opresión, sueña que se ha acostado un león sobre él. Luego, el horror de esa imagen lo despierta, pero todo esto ha correspondido a una operación intelectual. Así explicaba Coleridge las pesadillas, son razonamientos imperfectos, atroces, pero son obra de la imagi-nación, es decir, son operaciones intelectuales, y por eso no de-jan mayor huella en nosotros.
Y esto de los sueños es muy importante tratándose de Cole-ridge. En la clase pasada referí un sueño de Wordsworth. En la próxima hablaré del poema más famoso de Coleridge, "Kubla Khan", basado en un sueño. Y esto nos recordará el caso del pri-mer poeta de Inglaterra, Caedmon, que soñó un ángel que lo obliga a componer un poema sobre los primeros versículos del Génesis, sobre la fundación del mundo.
Luego, Coleridge es uno de los primeros que en Inglaterra respaldan el culto de Shakespeare. Dice George Moore, un escri-tor irlandés de principios de este siglo, que si en Inglaterra cesa-ra el culto de Jehová, sería reemplazado inmediatamente por el culto de Shakespeare. Y uno de quienes instauraron ese culto, junto con algunos pensadores alemanes, fue Coleridge. Y ha-blando de pensadores alemanes, el pensamiento de los filósofos alemanes era casi desconocido en Inglaterra. Inglaterra, a princi-pios del siglo XIX, había olvidado casi del todo su origen sajón. Y Coleridge estudió alemán, como lo estudiaría Carlyle, y re-cordó a los ingleses su vinculación con Alemania y con las na-ciones escandinavas. Esto había sido olvidado en Inglaterra. Pe-ro luego llegaron las Guerras Napoleónicas, los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas en la victoria de Waterloo contra Napoleón, y los ingleses sintieron esa antigua y olvidada fraternidad. Y los alemanes, por obra de Shakespeare, la sintie-ron también.
Entre las muchas páginas manuscritas que ha dejado Cole-ridge, hay muchas páginas escritas en alemán. Él vivió en Alema-nia también. En cambio, no logró nunca aprender el francés, a pesar de que más de la mitad del vocabulario inglés, casi las dos terceras partes, consta de palabras francesas. Y esas palabras son las que corresponden al intelecto, al pensamiento. Se cuenta que a Coleridge le pusieron en una mano un libro en francés y en la otra su traducción al inglés. Coleridge leyó la traducción inglesa y luego se volvió al texto francés y no pudo comprenderlo. Es decir, hubo una afinidad entre Coleridge y el pensamiento ale-mán, al tiempo que él se sentía muy lejos del pensamiento fran-cés. Coleridge dedicó parte de su vida a una reconciliación qui-zás imposible entre las doctrinas de la iglesia anglicana, "the Church of England", y la filosofía idealista de Kant, a quien ve-neraba. Es raro que a Coleridge le haya interesado más Kant que Berkeley, ya que en el idealismo de Berkeley hubiera podido encontrar más fácilmente eso que él buscaba.
Y ahora llegamos al pensamiento de Coleridge sobre Shakes-peare. Coleridge había estudiado la filosofía de Spinoza. Ustedes recordarán que esa filosofía está basada en el panteísmo, es decir, en la idea de que sólo existe un ser real en el Universo, y ese ser es Dios. Nosotros somos atributos de Dios, adjetivos de Dios, momentos de Dios, pero no existimos realmente. Sólo existe Dios. Hay un verso de Amado Nervo. En ese verso está expre-sada esta idea: "Dios sí existe. Nosotros somos los que no exis-timos". Y Coleridge hubiera estado plenamente de acuerdo con este verso de Amado Nervo. En la filosofía de Spinoza, como en la filosofía de Escoto Erígena, se habla de la naturaleza creadora y de la naturaleza ya creada, natura naturans y natura naturata. Y es sabido que Spinoza, para hablar de Dios, usa una palabra como sinónima de Dios: Deus sive natura, "Dios o la naturale-za", como si ambas palabras significaran la misma cosa. Salvo que Deus es la natura naturans, la fuerza, el ímpetu de la natu-raleza — the Life Force, diría Bernard Shaw. Y esto lo aplica Co-leridge a Shakespeare. Dice que Shakespeare fue como el Dios de Spinoza, una sustancia infinita capaz de asumir todas las formas. Y así, según Coleridge, Shakespeare se basó en la observación para la creación de su vasta obra. Shakespeare sacó todo de sí.
En estos últimos años hemos tenido el caso de un novelista americano, Truman Capote, que supo que se había cometido un horrible asesinato en un estado mediterráneo de Estados Uni-dos. Habían entrado dos ladrones en casa de un señor para ro-barlo —se trataba del hombre más rico del pueblo—. Estos dos ladrones entraron en su casa, mataron al padre, a la mujer y a una hija suya. El menor de los asesinos, de los ladrones, quiso ul-trajar a la hija del señor, pero el otro le hizo observar que ellos no podían dejar testigos con vida, y además que le parecía inmo-ral ultrajar a una mujer, y que tenían que atenerse a su plan pri-mitivo, que era el de matar a todos los testigos posibles. Luego, mataron a balazos a los tres, fueron detenidos. Truman Capo-te, que hasta entonces había escrito páginas de prosa muy cuida-das —a la manera de Virginia Woolf, digamos—, se trasladó a ese pueblo perdido, obtuvo permiso para visitar periódicamente a los procesados, y para que éstos se hicieran amigos de él les con-tó hechos bochornosos de su propia vida. El proceso, gracias a la habilidad de los abogados, duró un par de años. El escritor vi-sitaba continuamente a los asesinos, les llevaba cigarrillos, se hi-zo amigo de ellos. Estuvo con ellos cuando los ejecutaron, vol-vió en seguida a su hotel y estuvo toda la noche llorando. Antes él había ejercitado su memoria en tomar notas, porque sabía que cuando a una persona le preguntan algo tiende a contestar de manera brillante, y él no quería eso, quería saber la verdad. Y luego publicó un libro, In Cold Blood, "A Sangre Fría", que ha sido traducido a muchos idiomas. Ahora bien, todo esto le hu-biera parecido absurdo a Coleridge, y al Shakespeare de Cole-ridge. Coleridge se imaginaba a Shakespeare como una sustancia infinita semejante al Dios de Spinoza. Es decir, Coleridge pensó que Shakespeare no había observado a los hombres, que no ha-bía condescendido a esa baja tarea de espionaje, o de periodismo. Shakespeare había pensado qué es un asesino, cómo un hombre puede llegar a ser un asesino, y así se imaginó a Macbeth. Y así como se imaginó a Macbeth, se imaginó a Lady Macbeth, a Dun-can, a las tres brujas, a las tres Parcas. Se había imaginado a Ro-meo, a Julieta, a Julio César, al Rey Lear, a Desdémona, al espec-tro de Banquo, a Hamlet, al espectro del padre de Hamlet, a Ofelia, a Polonio, a Rosencrantz, a Guildenstern, a todos ellos. Es decir, Shakespeare había sido cada uno de los personajes de su obra, aun los más efímeros. Y entre tantas personas, había sido también el actor, empresario y prestamista William Shakespeare. Recuerdo que Frank Harris proyectó y completó una biografía de Bernard Shaw, y le escribió a Shaw una carta pidiéndole da-tos sobre su vida íntima. Y Shaw le contestó que casi no tenía vi-da íntima, que él, como Shakespeare, era todas las cosas y todos los hombres. Y al mismo tiempo agregó: "Soy nada y soy nadie", "I have been all things and all men, and at the same time I'm no-body, I'm nothing".
Tenemos pues a Shakespeare equiparado a Dios por Cole-ridge, y Coleridge en una carta a uno de sus amigos confiesa que hay escenas en la obra de Shakespeare que le parecen injustifica-bles. Por ejemplo, le parece injustificable que en la tragedia King Lear le arranquen los ojos en el escenario a uno de los persona-jes. Pero agrega piadosamente, quizá con más piedad que con-vicción: "Yo muchas veces he querido encontrar errores en Sha-kespeare, y después he visto que en Shakespeare no hay errores, he visto que siempre tenía razón". Es decir, Coleridge fue un teólogo de Shakespeare, como los teólogos lo son de Dios, y co-mo lo sería después Víctor Hugo. Víctor Hugo cita algunas gro-serías, cita errores de Shakespeare, cita distracciones de Shakes-peare, y luego las justifica diciendo majestuosamente: "Shakes-peare está sujeto a ausencias en lo infinito". Y agrega después: "Tratándose de Shakespeare, admito todo como un animal". Y dice Groussac que este mismo exceso prueba la insinceridad de Hugo. No sabemos si esta insinceridad existió algunas veces en Coleridge o si él se la impuso.
Hoy hemos visto algo de la prosa de Coleridge. En la próxi-ma clase examinaremos, no todos los poemas de Coleridge, pe-ro sí —examinarlos todos sería imposible— sí los tres más im-portantes, los que corresponden, según un reciente crítico suyo, al Infierno, al Purgatorio, al Paraíso.
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