jueves, 10 de diciembre de 2015

Edna Ferber. Novela: Así de grande. Premio Pulitzer 1924.


Edna Ferber (Kalamazoo, 1887 - Nueva York, 1968) fue una escritora y dramaturga estadounidense. Independiente y enérgica figura feminista «avant la lettre», fue autora de novelas y obras teatrales de tono sentimental y romántico muy apreciadas por el gran público.
Después de una breve experiencia periodística, de la que extrajo valiosos motivos de inspiración para sus historias sobre la pequeña y media burguesía estadounidense, debutó en 1908 con la publicación de una serie de relatos centrados en Mrs. McChesney, una ambiciosa mujer de negocios, que le valió una gran popularidad.
Sus raíces profundas en el Medio Oeste y el amor por su gente y por su tierra, son algunos de los elementos inspiradores de su narrativa, caracterizada por un lúcido análisis de las tensiones sociales.
Cabe destacar obras como Dawn O`Hara (1911), Emma McChesney y Co. (1915), Gigolo (1922), ¡Así de grande! (So big, 1924) -que le mereció el Premio Pulitzer-, Teatro flotante (Show boat, 1926) -la obra por la que es más recordada, que inspiró el musical del mismo nombre-, Cimarron (1929), Saratoga Trunk (1941), Giant (1952), Ice palace (1958).
A partir de sus obras se realizaron célebres versiones cinematográficas.

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Segunda nota biográfica.
Edna Ferber
(Kalamazoo, 1887 - Nueva York, 1968)

Escritora y dramaturga estadounidense. Independiente y enérgica figura feminista «avant la lettre», es autora de novelas y obras teatrales de tono sentimental y romántico muy apreciadas por el gran público. Después de una breve experiencia periodística, de la que extrajo valiosos motivos de inspiración para sus historias sobre la pequeña y media burguesía estadounidense, debutó en 1908 con la publicación de una serie de relatos centrados en Mrs. McChesney, una ambiciosa mujer de negocios, que le valió una gran popularidad. Sus raíces profundas en el Medio Oeste y el amor por su gente y por su tierra, son algunos de los elementos inspiradores de su narrativa, caracterizada por un lúcido análisis de las tensiones sociales y dominada por un aliento épico. Es autora de obras tan conocidas como Cimarron (1930), Gigante (1950) o ¡Así de grande!, con la que obtuvo el Pulitzer.

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So Big, ¡Así de grande!, es el apodo cariñoso que Selina Peake DeJong le puso a su hijo, Dirk, al que, como toda madre orgullosa, preguntaba: «¿Cómo de grande es mi niño?».
Esta mujer tenaz y luchadora es la verdadera protagonista de la novela. Siendo muy joven, tras la muerte de su padre, se instalará en una comunidad agrícola de origen holandés, cercana a Chicago, en la que el papel de las mujeres estaba alejado del trabajo del campo, al que sin embargo ella dedicará su vida al quedarse viuda. Selina sacrificará sus sueños para que su hijo pueda tener la vida que ella anhelaba, una vida plena dedicada a la creación.
Selina DeJong encaja perfectamente en el perfil feminista de las obras de Edna Ferber, que se manifiesta en el deseo de afirmación y autonomía de los personajes femeninos que creó, y refleja los ideales que compartió la propia autora durante toda su vida.

Fuente:

Título original: So Big
Edición en ebook: marzo de 2015
Corrección ortotipográfica: Toni Montesinos y Ana Patrón
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Edith Wharton (1862-1937). Novela: La edad de la inocencia.


Edith Wharton (1862-1937) fue una escritora estadounidense galardonada con el Premio Pulitzer, en cuyas novelas describe las numerosas contradicciones de una sociedad atrapada en el desapasionamiento de la época victoriana.

Edith Newbold Jones nació en Nueva York y recibió una educación privada. En 1885, se casó con el banquero Edward Wharton, de quien se divorció en 1913. Durante la década de 1890 escribió relatos para `Scribner`s Magazine`, y en 1902 publicó una novela histórica titulada `El valle de la decisión`. Su fama literaria se consolidó finalmente con `La casa de la dicha` (1905), una obra que, como muchas de sus novelas posteriores, está poblada de personajes pertenecientes al cerrado y artificioso mundo social en el que ella misma había nacido. En 1907, se estableció definitivamente en Francia.

Su novela corta `Ethan Frome`, una trágica historia de amor entre personas corrientes ambientada en Nueva Inglaterra, se publicó en 1911. En opinión de muchos críticos, este libro alcanza, por su sencillez, una universalidad que no tienen sus novelas de sociedad. Posteriormente, Wharton produjo un gran número de novelas, libros de viajes, relatos (entre los que destacan algunos cuentos de fantasmas memorables) y poemas. Otras novelas dignas de mención son `Las costumbres del país` (1913), `La edad de la inocencia` (1920, Premio Pulitzer en 1921), y cuatro novelas cortas agrupadas en `Vieja Nueva York` (1924).

Cuatro de sus novelas fueron llevadas con éxito al teatro. En 1993, Martin Scorsese estrenó una versión cinematográfica de `La edad de la inocencia` que vino a despertar de nuevo el interés por la obra de Wharton. La novela se convirtió en un bestseller y otras alcanzaron también gran popularidad, lo que animó a los editores a publicar dos novelas inéditas hasta la fecha: `Atado y suelto`, su primera novela, y `Los bucaneros`, su última e inacabada historia.

Wharton, que en 1924 se convirtió en la primera mujer merecedora de un título honorario de la Universidad de Yale, ofreció una visión irónica y desapegada de la sociedad victoriana. Al igual que su amigo Henry James, que ejerció una importante influencia en su obra, Wharton demostró su preocupación por el sutil juego de las emociones en una sociedad que censuraba la libre expresión de sentimientos. Su conocimiento del conflicto de valores en este medio artificial confiere a sus historias una intensidad casi trágica.
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Una viva descripción de los usos, costumbres y moralidad de la sociedad norteamericana de los años 1870. Una novela social. Pero más allá de ello, La edad de la inocencia es también una novela psicológica. En efecto, por una parte conocemos ese mundo, su manera de vivir, su sentido de solidaridad, sus casas, sus salones, sus fiestas, sus comidas y, por sobre todo, sus convenciones sociales. Pero, por otra parte, nos adentramos también en los caracteres de los protagonistas, personas de carne y hueso que aman, ríen y sufren, y conocemos sus sentimientos, su modo de ser, la intimidad de su alma.
A ese mundo se incorpora Ellen. Es una joven inquietante que regresa de Europa después de separarse de su marido. La larga ausencia de su país natal la ha convertido en una persona diferente y no le será fácil -con toda su independencia y su osadía- incorporarse en la sociedad neoyorquina, donde se encontrará con su joven prima May y su prometido Archer. Un mundo amable, donde aparentemente no existen problemas ni contratiempos, una sociedad que vive sin darse cuenta de que su fin está cerca, pero, aun con sus muchos defectos y prejuicios, una sociedad que valora el sentimiento del honor y del deber.

Fuente:
Editorial Archer, 1950.  Buenos Aires, Argentina.

martes, 8 de diciembre de 2015

Harper Lee (EEUU, 1926) - Novela: Matar a un ruiseñor.


Harper Lee
(EEUU, 1926)
Novelista estadounidense galardonada con el Premio Pulitzer. Nació en Monroeville (Alabama), y estudió en las universidades de Alabama y Oxford. Tras un periodo como empleada en las oficinas de una compañía aérea en Nueva York, decidió dedicarse a la literatura. Su primera y única novela fue Matar un ruiseñor (1960), por la que en 1961 obtuvo el Premio Pulitzer.

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Matar a un ruiseñor.

Ambientada en los años 30, con elementos autobiográficos de la autora, y en una población sureña ficticia de Alabama, Maycomb, “Matar a un ruiseñor” (1960) narra, desde el punto de vista de una niña de nueve años llamada Scout, la historia de su padre, el respetado abogado Atticus Finch, encargado de defender a un hombre negro llamado Tom Robinson acusado de violar a una muchacha blanca de nombre Mayela Ewell.
Narrado en primera persona y en flashback la novela es un libro antiracista que, juntos a la
dramatización de sus asuntos sociales, con un miramiento a un sistema de justicia en una época llena de desigualdades y prejuicios, en especial en una pequeña comunidad que termina por arrinconar y juzgar a los diferentes, los buenos e inocentes (simbolizados con la imagen alegre y sencilla del ruiseñor), como así son Tom Robinson o el misterioso Boo Radley, también aborda el asunto del aprendizaje moral, el crecimiento personal y la confrontación clásica entre el bien y el mal, expresando los hechos de una forma afectiva, humorística, nostálgica y crítica.

En 1962 la novela fue llevada al cine. Horton Foote obtuvo un Oscar por el guión y Gregory Peck por su interpretación de Atticus.

Original title: To kill a Mockingbird
Traducción de Baldomero Porta
Plaza & Janes Editores S.A.
Junio de 1994


lunes, 7 de diciembre de 2015

John Dickson Carr. Novela: El que susurra (He Who Whispers).


John Dickson Carr (30 de noviembre de 1906 – 27 de Febrero de 1997) fue un escritor norteamericano de novelas policíacas. Además de firmar mucho de sus libros, también los seudónimos Carter Dickson, Carr Dickson y Roger Fairbairn. Pese a su nacionalidad, Carr vivió durante muchos años en Inglaterra y a menudo se le incluye en el grupo de los escritores británicos de la edad dorada del género. De hecho la mayoría, pero no todas, de sus obras tienen lugar en Inglaterra. De hecho sus dos más famosos detectives son ingleses: Dr. Fell y Sir Henry Merrivale. Se le considera el rey del problema del cuarto cerrado (parece que debido a la influencia de Gaxton Leroux, otro especialista en ese subgénero). De entre sus obras, The Hollow man (1935) fue elegida en 1981 como la mejor novela de cuarto cerrado de todos los tiempos. Durante su carrera obtuvo dos premios Edgar, uno en 1950 por su biografía de Sir Arthur Conan Doyle y otro en 1970 por su cuarenta años como escritor de novela policíaca.


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El que susurra (He Who Whispers) es una novela de vampiros del escritor norteamericano John Dickson Carr, publicada en 1946. El que susurra mezcla dos géneros en apariencia irreconciliables: el cuento de vampiros y el relato de detectives. John Dickson Carr inicia su novela narrando un crimen aberrante, que indica un origen sobrenatural, quizás un vampiro que recorre la ciudad al amparo de la noche, para luego desentrañar el misterio y echar una luz racional sobre los móviles del crimen, menos relacionados con el vampirismo que con los ejemplos habituales de una psiquis perturbada.

 

  John Dickson Carr

 El que susurra
Título original: He Who Whispers
John Dickson Carr, 1946
Traducción: Clara de la Rosa

 Retoque de portada: alnoah y Piolin

 
CAPÍTULO PRIMERO
UNA cena en el Murder Club[1] —nuestra primera reunión en más de cinco años— tendrá lugar en el Restaurante de Beltring el viernes 19 de junio a las 8.30 p, m. El orador será el profesor Rigaud. Hasta ahora no se han admitido invitados, pero si usted, mi querido Hammond, quisiera venir como mi convidado…

  Eso, pensó él, era un signo de los tiempos.
  Cuando Miles Hammond, que venía por la avenida Shaftesbury, dobló en Dean Street, caía una ligera lluvia, mejor dicho una llovizna pegajosa. Aunque mal se podía calcular, dada la oscuridad del cielo, serían aproximadamente las nueve y media, Estar invitado a una cena del Murder Club y llegar allí casi con una hora de retraso, era algo más que una simple descortesía, por buenas que fuesen sus razones; su tardanza era de un infernal e imperdonable descaro.
  Sin embargo, Miles Hammond se detuvo al llegar al primer recodo en donde Romilly Street se prolonga hasta los arrabales de Soho. Era un signo de los tiempos aquella carta que tenía en su bolsillo. Un signo de este año de mil novecientos cuarenta y cinco en que la paz se insinuaba sobre Europa, y para la cual él no estaba preparado.
  Miles miró a su alrededor en la esquina de Romilly Street: tenía a su izquierda la pared del costado este de la iglesia de Santa Ana. El muro gris, con su gran ventana redonda, se elevaba casi intacto; pero no había vidrios en la ventana, y nada había detrás, excepto una torre grisácea que se divisaba a través de aquélla. En el sitio donde los fuertes explosivos habían hecho grandes destrozos a lo largo de Dean Street, formando un caos con los entarimados de las casas, las ristras de ajo arrojadas a la calle, los vidrios rotos y el polvo de las bombas, se había construido ahora un limpio depósito de agua, rodeado de alambre de púas para que los niños no se cayeran y se ahogaran. Pero bajo la lluvia murmurante quedaban las cicatrices. En la pared este de Santa Ana, exactamente debajo del vano de aquella ventana, había una placa conmemorativa del sacrificio de los que murieron durante la última guerra.
¡Irreal!
No, se dijo a sí mismo Miles Hammond, de nada servía calificar este sentimiento de morboso, imaginario o producido por el estado nervioso de la guerra. Su vida entera, ahora, tanto en la buena como en la mala fortuna, era irreal.
Hacía largo tiempo que había ingresado en el ejército, con la sensación de que se desmoronaban sólidas paredes y de que, de cualquier forma, había que hacer algo. Sin heroísmo, se envenenó con los gases tóxicos desprendidos de los tanques, que son tan mortales como todo cuanto arroja el enemigo. Durante dieciocho meses estuvo postrado en una cama de hospital, entre ásperas sábanas blancas, mientras las horas pasaban con tanta lentitud que se perdía la noción del tiempo. Cuando los árboles recuperaron una vez más sus hojas, le comunicaron que el tío Charles había muerto, tan cómodamente como había vivido, en un seguro hotel de Devon, y que él y su hermana habían heredado todo.
¿Le había molestado siempre no tener dinero? Ahora tenía cuanto podía desear.
¿Le había agradado siempre aquella casa de la New Forest, con la biblioteca del tío Charles incluso? ¡Era suya!
Aun más que por estas cosas, ¿lo había anhelado para verse libre de la sofocación de la muchedumbre, de la fuerte opresión de los seres humanos tal como la presión física de los viajeros atestados dentro de un ómnibus? ¿Podía ahora verse libre de reglamentaciones, con espacio para moverse y volver a respirar? ¿Para tener libertad de leer y soñar, sin la sensación del deber para con alguien o para con todos? Todo esto también sería posible si de una vez terminara la guerra.
Entonces, boqueando hasta los últimos momentos como un Gauleiter que traga veneno, la guerra había terminado. Miles salió del hospital, un poco débil, con su licencia militar en el bolsillo, encontrándose con un Londres todavía oprimido por las privaciones; un Londres con largas colas, con ómnibus desorganizados, con fondas vacías; un Londres en el que se encendían las luces de las calles e inmediatamente se las apagaba para economizar combustible, pero un Londres al fin libre del peso intolerable de las amenazas.
La gente no celebró aquella victoria histéricamente como a los periódicos, por una razón u otra, les agrada decirlo. Los noticieros presentaron sólo una migaja de la inmensa superficie de la ciudad. Miles Hammond pensaba que, como él, la mayor parte de la gente se sentía un poco apática porque aún no podía creer que fuera cierto.
Pero algo se despertó en lo más hondo de los corazones de los seres humanos cuando los resultados del cricket reaparecieron en los periódicos y las cuchetas desaparecieron del subterráneo. Hasta las instituciones de tiempos de paz como el Murder Club…
—¡Así no se va a ninguna parte! —dijo Miles Hammond, al encajarse sobre los ojos el sombrero que chorreaba, y dobló a la derecha por Romilly Street en dirección al restaurante de Beltring. Ahí estaba, a la izquierda, con sus cuatro pisos otrora pintados de blanco y aún ligeramente blanquecinos en la penumbra. A lo lejos, un ómnibus tardío retumbaba en Cambrigde Circus haciendo trepidar la calle. Las ventanas iluminadas hacían frente a la llovizna que parecía golpear allí más ruidosamente. Como en los mejores tiempos, estaba el botones uniformado a la entrada del restaurante de Beltring.
Pero no se entraba por la puerta del frente para asistir a una cena del Murder Club. Había que dar vuelta en la esquina hasta la entrada lateral de Greek Street. Pasando una puerta baja, y subiendo un tramo de escalera cubierto por gruesa alfombra (según la leyenda popular, ésta fue antaño la discreta vía de entrada de la realeza) , se llegaba a un corredor del piso alto que tenía a su largo las puertas de las habitaciones privadas.
A mitad de camino, mientras subía la escalera, Miles Hammond tuvo un momento de verdadero pánico al oír apenas aquel murmullo amortiguado, característico de un restaurante alegre.
Esa noche estaba invitado por el doctor Gideon Fell, pero a pesar de ser un invitado, no dejaba de ser un extraño.
La leyenda de este Murder Club se hizo tan famosa como las hazañas de aquel vástago de la realeza cuya escalera privada Miles ascendía ahora. El número de miembros del Club se limitaba a trece: nueve hombres y cuatro mujeres. Los nombres de sus socios eran famosos en leyes, en literatura, en ciencias y en arte. Algunos tanto más célebres cuanto que lo eran sin pretensiones. El juez Coleman era socio, también lo eran el toxicólogo doctor Banford, el novelista Merridew y la actriz Ellen Nye.
Antes de la guerra acostumbraban a reunirse cuatro veces al año, en dos habitaciones privadas del Restaurante Beltring, siempre reservadas para ellos por el mayordomo Federico; había una exterior, con un bar improvisado, y otra interior para la cena. En la última, en la que Federico, en esas ocasiones, colgaba siempre en la pared el grabado de una calavera, estos hombres y mujeres, tan solemnes como criaturas, permanecían hasta altas horas de la noche discutiendo casos criminales que habían llegado a ser clásicos.
Con todo, aquí estaba él, Miles Hammond…
¡Calma!
Ahí estaba él, un extraño, casi un impostor, con su sombrero e impermeable empapados, que goteaban al subir la escalera de un restaurante en el que antes rara vez había podido permitirse el lujo de comer. Llegaba escandalosamente tarde y se sentía muy desaliñado y mísero, dándose ánimos a sí mismo para enfrentar los estirados cuellos e inquisitivas cejas que…
¡Cálmate, condenado!
Debió recordar que una vez, en los lejanos y confusos días anteriores a la guerra, hubo un estudioso llamado Miles Hammond, último de una larga línea de antepasados académicos, entre ellos su tío, Sir Charles Hammond, que acababa de morir. Un estudioso llamado Miles Hammond había ganado el premio Nobel de Historia en mil novecientos treinta y ocho. Y esta persona, cosa sorprendente, era él. No debía permitir que la enfermedad carcomiera sus nervios. ¡Tenía todo el derecho de estar ahí! Pero el mundo siempre varía, cambiando de forma, y la gente olvida con suma facilidad.
Con esta cínica disposición de ánimo Miles llegó al vestíbulo del piso alto en el que luces discretas, bajo cristales opacos brillaban sobre las puertas de caoba lustrada; todo estaba desierto y sosegado, sólo se oía un lejano murmullo de conversación. Podría haber sido el restaurante de Beltring de antes de la guerra. Sobre una puerta había una señal luminosa que decía «Guardarropa de Caballeros»; ahí dentro colgó su sombrero y su abrigo. De allí, a través del vestíbulo, miró hacia una puerta de caoba con la placa «Murder Club».
Miles abrió la puerta y se detuvo bruscamente.
—Quién… —Una voz femenina, en la que se notaba cierta alarma, le interpeló de pronto antes de recuperar su tono suave y habitual.
—Discúlpeme —agregó insegura—, ¿quién es usted?
—Busco el Murder Club —respondió Miles.
—Sí, por supuesto. Solamente…
Algo ocurría allí; algo muy raro.
Una joven, de vestido blanco de baile, estaba parada en medio de la habitación exterior. Su traje se destacaba sobre la gruesa alfombra oscura. El cuarto se iluminaba poco a través de las pantallas amarillentas; los pesados cortinajes con adornos dorados, estaban corridos sobre las ventanas que miran a Romilly Street; una mesa larga cubierta de blanco mantel había sido arrimada delante de estas ventanas para utilizarla como bar; una botella de jerez, una de ginebra y otra de bítter habían sido colocadas junto a una docena de pulidos vasos sin usar. A excepción de la joven, nadie había en la habitación.
Miles observó a su derecha, en la pared, una puerta doble, parcialmente abierta, que comunicaba con la habitación interior. Alcanzaba a ver una gran mesa redonda dispuesta para la cena, con algunas sillas colocadas inflexiblemente a su alrededor. La fulgurante platería estaba arreglada con la misma tiesura; la decoración de la mesa eran unas rosas, que formaban un dibujo escarlata junto a los helechos verdes sobre el blanco mantel; las cuatro velas estaban apagadas. Más allá, sobre la chimenea, pendía grotescamente el grabado con la calavera, indicador de que el Murder Club estaba en sesión.
Pero el Murder Club no sesionaba. Por otra parte, no había nadie ahí.
Miles notó entonces que la joven se había adelantado.
—Lo siento mucho —dijo ella con voz baja y vacilante, infinitamente encantadora, que templó su corazón, habituado a oír los placenteros tonos profesionales de las enfermeras—. Fue muy descortés de mi parte gritar así.
—¡Absolutamente! ¡Absolutamente!
—Yo…, yo creo que deberíamos presentarnos. —Alzó la vista—. Soy Bárbara Morell.
¿Bárbara Morell? ¿Bárbara Morell? ¿Cuál de las celebridades podía ser ésta?
Era joven y tenía ojos grises; se observaba, sobre todo, su extraordinaria vivacidad, su vitalidad, en un mundo medio desangrado por la guerra; lo demostraba en el brillo de sus ojos grises, en el porte de la cabeza, en la movilidad de los labios y en el ligero tono sonrosado de la piel de su rostro, de su cuello y de sus hombros, sobre el vestido blanco. ¿Cuánto tiempo hacía —pensó él— que no veía una joven en traje de baile?
Y frente a ello, ¡qué adefesio debía de parecer él! En la pared, entre las dos ventanas que miraban hacia Romilly Street, colgaba un espejo largo. Miles podía ver oscuramente reflejada la espalda del vestido de Bárbara Morell, interrumpida en la cintura por la mesa del bar, y el blando rodete que había formado con su suave cabello rubio ceniciento. Por sobre el hombro de ella se reflejaba su propio semblante enfermizo, amargado e irónico, con los pómulos prominentes bajo sus alargados ojos castaños rojizos; los hilos grises de su cabello le hacían aparentar más de cuarenta años en lugar de sus treinta y cinco, tal como un Carlos II intelectual y, ¡por Dios!, no más atrayente.
—Yo soy Miles Hammond —le dijo, y buscó desesperadamente a su alrededor a alguien con quien disculparse por su demora.
—¿Hammond? —Ella hizo una ligera pausa y sus ojos grises bien abiertos se fijaron en él—. ¿Entonces no es usted socio del club?
—No. Soy un invitado del doctor Gideon Fell.
—¿Del doctor Fell? ¡Yo también! Tampoco soy socia. Pero esto es justamente el inconveniente. —Bárbara Morell extendió sus manos—. Ni un solo socio ha aparecido esta noche. Todo el club ha… desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí.
Miles miró fijamente alrededor de la habitación.
—No hay nadie aquí —explicó la joven—, excepto usted, yo y el profesor Rigaud. Federico, el mayordomo, está casi frenético, y en cuanto al profesor Rigaud… ¡Bueno! —Se interrumpió—. ¿De qué se ríe?
Miles no había pensado en reír; en ningún caso, se dijo, esto podía llamarse risa.
—Le pido que me disculpe —se apuró a decir—. Solamente estaba pensando…
—¿Pensando en qué?
—Bueno, durante años los miembros de este club se han reunido con un orador diferente en cada sesión para que les refiera la historia íntima de algún horror célebre. Discuten el crimen, gozan con él y hasta, como símbolo, cuelgan el cuadro de una calavera en la pared.
—¿Y?
Miles observaba el arranque del cabello de la joven, de un rubio tan ceniciento que parecía casi blanco, partido en el medio de una manera que a él le parecía anticuada. Se encontró con los ojos grises que se alzaban con sus oscuras pestañas y los puntos negros del iris. Bárbara Morell juntó sus manos, tenía una manera vehemente, muy halagadora para los nervios cicatrizados de un hombre convaleciente, de prestar toda su atención, de aparentar que tomaba en cuenta cada palabra que se pronunciaba.
Él sonrió burlonamente.
—Sólo pensaba —respondió—, que sería un éxito de sensacionalismo si, en la noche de esta reunión, cada miembro del club desapareciera misteriosamente de su casa, o si cada uno fuese encontrado, al sonar el reloj, sentado tranquilamente en su casa con un cuchillo clavado en la espalda.
La tentativa de broma tuvo poco éxito. Bárbara Morell cambió ligeramente de color.
—¡Qué idea horrible!
—¿Le parece? Lo siento. Sólo quise…
—¿Por casualidad escribe usted cuentos policiales?
—No, pero leo muchos. Bueno, es decir…
—Esto es serio —le aseguró ella con ingenuidad infantil y hasta un subido color en el rostro—. Después de todo, el profesor Rigaud ha venido de muy lejos para narrarles este caso, este crimen de la torre, y ¡lo tratan así! ¿Por qué?
Suponiendo que hubiese sucedido algo… Sería increíble, fantástico; sin embargo, cualquier cosa parecería posible cuando toda la noche era irreal. Miles volvió a la realidad.
—¿No podemos hacer algo para saber qué ha pasado? —preguntó—. ¿No podemos telefonear?
—¡Han telefoneado!
—¿A quién?
—Al doctor Fell, el secretario honorario; pero no hubo contestación. El profesor Rigaud está tratando ahora de comunicarse con el presidente, ese juez Coleman…
Fue evidente, no obstante, que no pudo comunicarse con el presidente del Murder Club. La puerta del vestíbulo se abrió con una amortiguada explosión y el profesor Rigaud entró.
Georges Antoine Rigaud, profesor de literatura francesa en la Universidad de Edimburgo, tenía un salvaje balanceo felino en su porte; era bajo y grueso; estaba inquieto y desarreglado desde el lazo de la corbata y su brilloso traje oscuro hasta sus zapatos de puntas cuadradas. Su cabello aparecía muy negro sobre las orejas, en contraste con la amplia cabeza calva y la tez ligeramente purpurina. Por lo general, el profesor Rigaud variaba entre una portentosa vehemencia de maneras y una risita expansiva que mostraba el brillo de un diente de oro.
Pero ahora no demostraba ninguna expansión. La delgada armazón de sus lentes y el parche de su bigote negro parecían temblar de rígida indignación. Su voz era áspera y ronca, su inglés casi sin acento. Tendió una mano con la palma para afuera.
—Por favor no me hable —dijo.
Sobre el asiento de una silla de brocado rosado, junto a la pared, había un sombrero oscuro, blando, de ala caída, y un grueso bastón de puño curvo. El profesor Rigaud se inclinó lanzándose sobre ellos. Su aspecto denotaba ahora una gran tragedia.
—Durante años —dijo antes de enderezarse—, me han pedido que viniera a este club. Les decía: ¡no, no y no!, porque no me agradan los periodistas. «No habrá periodistas», me dicen, «para repetir lo que usted diga». «¿Me lo prometen?», pregunto. «¡Sí!», me dicen. Ahora me he venido desde Edimburgo. Y tampoco pude conseguir coche-dormitorio en el ferrocarril a causa de las «prioridades». —Se irguió y sacudió en el aire un voluminoso brazo—. ¡Esta palabra prioridad es una palabra que apesta en las narices de los hombres honestos!
—Eso, eso, eso —dijo Miles con fervor.
El profesor Rigaud dominó su indignación mirando fijamente a Miles con severos ojitos relucientes, detrás de la delgada armazón de sus lentes.
—¿Está de acuerdo, amigo?
—¡Sí!
—Es muy amable. ¿Usted es…?
—No. —Miles contestó a su muda interrogación—. No soy un socio ausente del club. Soy, también, un invitado. Me llamo Hammond.
—¿Hammond? —repitió el otro, animada su mirada por el interés y la sospecha—. ¿No es usted Sir Charles Hammond?
—No. Sir Charles Hammond era mi tío. Él…
—¡Oh, es cierto! —El profesor Rigaud castañeteó sus dedos—. Sir Charles Hammond ha muerto. ¡Sí, sí, sí! Lo leí en los periódicos. Usted tiene una hermana. Usted y su hermana han heredado la biblioteca.
Miles observó que Bárbara Morel los miraba algo más que perpleja.
—Mi tío —le dijo a ella— era historiador. Durante años vivió en una casita en la New Forest, acumulando miles de libros, apilados en el desorden más descabellado y extravagante. En realidad, mi principal motivo para venir a Londres ha sido ver si podía conseguir un bibliotecario preparado para ordenar los libros. El doctor Fell me invitó al Murder Club…
—¡La biblioteca! —suspiró el profesor Rigaud—. ¡La biblioteca!
Una fuerte agitación interna parecía encenderse y extenderse dentro de él como si fuera vapor, haciendo que su pecho se inflara y su tez se pusiera más purpúrea.
—Este Hammond —declaró con entusiasmo— ¡era un gran hombre! ¡Era curioso! ¡Era activo! —El profesor Rigaud dobló la muñeca como quien hace girar una llave—. ¡Escudriñaba las cosas! Por examinar su biblioteca daría yo mucho, por examinar su biblioteca daría yo… Pero me olvidaba que estoy furioso. —Golpeó su sombrero—. Ahora me voy.
—Profesor Rigaud —llamó suavemente la joven. Miles Hammond, siempre sensible al ambiente, notó una pequeña conmoción. Por alguna razón había habido un sutil cambio en la actitud de sus dos acompañantes, por lo menos así le pareció, desde que él mencionó la casa de su tío en la New Forest. No podía analizarlo, quizá se lo había imaginado.
Pero cuando Bárbara Morell de pronto apretó sus manos y clamó, no podía haber duda sobre la desesperada urgencia de su tono.
—¡Profesor Rigaud! ¡Por favor! ¿No podríamos… no podríamos, después de todo, celebrar la reunión del Murder Club?
Rigaud se dio vuelta.
—¡Mademoiselle!

—Le han tratado mal. Lo sé —se apresuró a decir. La semisonrisa de sus labios contrastaba con la súplica de sus ojos—. ¡He esperado tanto para venir aquí! El caso del que iba a hablar —en pocas palabras, apelaba a Miles—, es muy especial y sensacional. Sucedió en Francia justamente antes de la guerra, y el profesor Rigaud es una de las pocas personas, de las que aún viven, que lo conocen. Es sobre…
—Es sobre la influencia —dijo el profesor Rigaud— de cierta mujer sobre las vidas de otros.
—El señor Hammond y yo podemos ser un excelente auditorio y no soplaríamos ni una palabra a la prensa, ¡ninguno de nosotros! Además, usted sabrá que debemos cenar en alguna parte; dudo que consigamos algo para comer si nos vamos de aquí… ¿No podríamos hacerla, profesor Rigaud? ¿No podríamos? ¿No podríamos?
Federico, el mayordomo, desalentado, enojado y triste, se deslizó silenciosamente por la puerta medio abierta, hacia el vestíbulo, haciendo una ligera señal con los dedos a alguien que rondaba afuera.
—La cena está servida —dijo.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Carlos Fuentes. Los cinco Soles de México.


Prefacio
LOS CINCO SOLES DE MÉXICO
Recientemente, un periodista nos preguntó a un grupo de mexicanos: «¿Cuándo empezó México?»
Un tanto perplejo, consulté mi respuesta con un amigo argentino, toda vez que la Argentina es, en América Latina, el polo opuesto de México, tanto geográfica como culturalmente.
Mi amigo, el novelista Martín Caparrós, me contestó primero con un famoso chiste:
«Los mexicanos descienden de los aztecas. Los argentinos descendimos de los barcos.»
Y es cierto: el carácter migratorio reciente de la Argentina contrasta con el perfil antiquísimo de México.
Pero Caparrós me dijo algo más:
«La verdadera diferencia es que la Argentina tiene un comienzo, pero México tiene un origen.»
Se puede decir con cierta facilidad cuándo comenzó algo. Es mucho más difícil entender cuándo se originó algo.
Yo quisiera poseer la convicción, o la clarividencia, necesarias para definir el origen de México, para ponerle fecha precisa a mi país, pero siempre me encuentro con numerosas dudas que se me vuelven preguntas:
¿Empezó «México» cuando creció en su suelo la primera planta de maíz?
¿O aquella noche en que los dioses se reunieron en Teotihuacán y decidieron crear al mundo?
¿Comenzamos con la agricultura, o con el mito?
¿Con el hambre de la palabra, o con la palabra del hombre?
¿Quién dijo, en México, la primera palabra?
¿Hubo siquiera una primera palabra, o bastó escuchar el rumor desarticulado, el ladrido del perro, el trino del ave, la oración del sufriente, para convocar un mundo?
Y algo más: ¿Nació México aislado singularmente, o somos, desde un principio, origen y destino de vastas migraciones, hermanados con el resto del mundo por los pies de muchos caminantes?
Hay diversos orígenes posibles para una tierra tan vasta, tan antigua, y tan misteriosa como la nuestra, y todavía tan poco explorada hacia el pasado y hacia el porvenir: mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el acertijo del crepúsculo y, en verdad, no se cuál es cuál, pues, ¿no contiene cada noche el día que la precedió, y cada mañana la memoria de la noche que le dio origen?
Permítanme entonces imaginar que, al principio, no había nada.
Entonces, de noche, en la oscuridad, los dioses se reunieron en Teotihuacán y crearon a la humanidad.
Que haya luz —exclama el Popol Vuh—, que ilumine la aurora los cielos y la tierra. No habrá gloria para los dioses hasta que la criatura humana exista.
Cuentan las memorias vivas de Yucatán que el mundo fue creado por dos dioses, el uno llamado Corazón de los Cielos y el otro Corazón de la Tierra.
Al encontrarse, la Tierra y el Cielo fertilizaron todas las cosas al nombrarlas.
Nombraron la tierra, y la tierra fue hecha.
La creación, a medida que fue nombrada, se disolvió y multiplicó.
Nombradas, las montañas se disiparon desde el fondo del mar. Nombrados, se formaron mágicos valles, nubes y árboles. Los dioses se llenaron de alegría cuando dividieron las aguas y dieron nacimiento a los animales.
Pero nada de esto poseía lo mismo que lo había creado, es decir, la palabra.
Bruma, tierra, pino y agua, mudos.
Entonces los dioses decidieron crear los únicos seres capaces de hablar y nombrar a todas las cosas creadas por las palabras de los dioses.
Y así nacieron los hombres, con el propósito de mantener día con día la creación divina mediante lo mismo que dio origen a la tierra, el cielo y cuanto en ellos se halla: la palabra.
El ser humano y la palabra se convirtieron en la gloria de los dioses.
Sin embargo, no hay mito de la creación que no contenga la advertencia de la destrucción.
Esto es así porque la creación ocurre en el tiempo: paga su existencia con cuotas de tiempo. Los antiguos mexicanos inscribieron el tiempo del hombre y su palabra en una sucesión de soles: cinco soles.
El primero fue el Sol de Agua y pereció ahogado.
El segundo se llamó Sol de Tierra, y lo devoró, como una bestia feroz, una larga noche sin luz.
El tercero se llamó Sol de Fuego, y fue destruido por una lluvia de llamas.
El cuarto fue el Sol de Viento y se lo llevó un huracán.
El Quinto Sol es el nuestro, bajo él vivimos, pero también él desaparecerá un día, devorado, como por el agua, como por la tierra, como por el fuego, como por el viento, por otro temible elemento: el movimiento.
El Quinto Sol, el sol final, contenía esta terrible advertencia: El movimiento nos matará.
¿Cómo no ver en estas profecías de la antigua creación mexicana un espejo para nuestro propio tiempo, para nuestra empecinada divergencia entre la promesa de la vida y la certeza de la muerte, entre la adelantada conciencia humanista, científica, verbalizable, ética, y la fatal inconciencia política de la destrucción, el silencio y la muerte? La creación, gozo de la vida, nace así acompañada siempre de la destrucción, anuncio de la muerte. Nosotros los seres llamados «modernos» —¿y cómo nos llamará a nosotros el porvenir?— disimulamos y nos hacemos sordos ante esta advertencia. Pero los pueblos del origen saben que creación y catástrofe van siempre juntas.
Saben, como el Edipo de Hölderlin, que en el origen de la historia está el temor de ser devorado por la naturaleza y el tiempo, pero también el temor de ser expulsado de la naturaleza y el tiempo.
Sofocados por el abrazo de los padres.
O exiliados del propio hogar, declarados huérfanos, sin techo.
Veo en este sentimiento el origen de la vida mexicana, común a todas las culturas, pero singularmente vigente en la nuestra. Pero desde el origen, surge la pregunta política: ¿quién ejerce el poder en nombre de los hombres?
Esta proximidad de la creación y la muerte, del tiempo original y del apocalipsis histórico, otorga un inmenso poder a quienes, como dice un poema maya, «poseen el poder de contar los días». Pues sólo ellos, añade el poema, «tienen el derecho de hablarle a los dioses». Los hombres que asumen el poder —príncipes, sacerdotes, guerreros, escribas— lo usan para asegurarle al pueblo que el tiempo durará, que el caos natural —fuego, tierra, agua, viento— no nos aniquilará otra vez...
La población rural del México antiguo, para conciliar la creación y el tiempo, trató de explotar poco y bien la riqueza de la selva y la fragilidad del llano.
Pero cuando las castas gobernantes pusieron la grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la tierra no bastó para sostener, tanto y tan rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y funcionarios.
Vinieron, en el antiguo imperio maya, las guerras, el abandono de las tierras, la fuga a las ciudades primero, y de las ciudades después. La tierra ya no pudo mantener el poder. Cayó el poder. Permaneció la tierra.
Permanecieron los hombres y las mujeres sin más poder que el de la tierra.
Mirémonos en estos espejos de la antigüedad mexicana.
Estemos atentos, ayer y hoy, al momento en que el cristal se empaña y deja de reflejar la vida; el momento en que el espejo se rompe y anuncia los años de la mala suerte que al cabo cayó sobre el mundo indígena de México.
El dios más celebrado de las antiguas cosmogonías mexicanas fue Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, dios creador de la agricultura, la educación, la poesía, las artes y los oficios.
Envidiosos de él, los demonios menores, encabezados por el dios de la noche Tezcatlipoca, cuyo nombre significa «espejo de humo», se dirigieron al palacio de Quetzalcóatl para ofrecerle un regalo envuelto en algodones.
¿Qué es?, se preguntó el dios bienhechor.
Era un espejo.
Cuando Quetzalcóatl lo desenvolvió, vio su rostro reflejado por primera vez.
Siendo un dios, creía que no tenía rostro. Era eterno.
Ahora, al descubrir sus facciones humanas en el reflejo del cristal, temió tener, también, un destino humano; es decir, histórico; es decir, pasajero, mortal. Esa noche, se emborrachó y cometió incesto con su hermana.
Al día siguiente, abandonó México en una balsa de serpientes y partió rumbo al levante, prometiendo regresar un día a ver si los hombres y las mujeres habían cumplido la obligación de cuidar la tierra.
Prometió regresar en una fecha precisa durante el período del Quinto Sol: el año Ce Acatl, que significa Uno Caña y que, en los calendarios europeos, correspondía al año 1519 de la Era Cristiana.
Es el año preciso —el día de pascua de 1519— en que el capitán español Hernán Cortés, al frente de 508 hombres, 16 caballos y 11 navíos, desembarcó en la costa de Veracruz y emprendió la conquista del mayor reino indígena de la América del Norte: el imperio azteca gobernado por Moctezuma desde la ciudad más poblada —ayer y hoy— del hemisferio occidental, México-Tenochtitlán.
Fundada por un pueblo de inmigrantes en un lago donde encontraron un águila devorando una serpiente, la ciudad de los aztecas se apropió la promesa cultural de Quetzalcóatl —la vida como creación y paz— pero la alió a la exigencia del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y ésta era una demanda de expansión territorial, sumisión de los pueblos más débiles, exacciones, tributos y el terror del sacrificio humano.
Toda nación, advierte Isaiah Berlin, nace como respuesta a una herida infligida a la sociedad.
Es una respuesta en busca de una adhesión, de una identidad: Familia, tribu, casta, clan, nación.
Si nacer es posiblemente una herida para el ser que abandona el seno materno, pronto la cicatriza el hecho mismo de estar vivo, en el mundo.
Morir tan terriblemente como murió el universo de los aztecas, es una herida que difícilmente cicatriza pero que nos obligó a los mexicanos a construir algo nuevo, algo distinto y sin embargo algo fiel a nosotros mismos, con la sangre que mana de la gran lanzada española contra el cuerpo de la nación mexicana.
Moctezuma, el Gran Tlatoani de México, es decir el Señor de la Gran Voz, el Dueño Absoluto de la Palabra, es despojado de sus atributos por la alianza de un europeo renacentista, un Maquiavelo avant la lettre, Hernán Cortés, y una mujer que le da la lengua indígena a los conquistadores y la lengua española a los conquistados: Marina, La Malinche, princesa esclava, traductora, amante de Cortés y madre, simbólicamente, del primer mestizo mexicano, el primer niño de sangre india y europea.
Moctezuma duda entre someterse a la fatalidad de lo que ocurre —el regreso de Quetzalcóatl, en el día previsto por las profecías— o combatir a estos seres blancos y barbados, montados sobre monstruos de cuatro patas y armados de fuego y trueno. La duda de Moctezuma le cuesta la vida: ya no es dueño ni del tiempo ni de las palabras. Su propio pueblo lo lapida.
Cuauhtémoc, el último emperador, combate por la supervivencia de la nación azteca como centro de identificación y de adhesión de los pueblos mexicanos.
Es demasiado tarde.
Cortés, el político maquiavélico, ha descubierto la debilidad secreta del imperio azteca: los pueblos sometidos a Moctezuma lo detestan y se unen a los españoles contra el déspota centralista. Pierden la tiranía azteca, pero ganan la tiranía española.
Ganan, sin embargo, algo más. La sangre de la Conquista mana hacia un país nuevo, indio y europeo, pero no sólo español, sino, a través de España, mediterráneo, griego y romano, árabe y judío. La profecía se cumplió: el Quinto Sol fue matado por el movimiento, el mito por la épica, el aislamiento por el trasiego de culturas.
El primer México, aislado entre sus montañas, separado por el océano, fiel a los mitos de sus antepasados, se abrirá al movimiento épico de un universo en expansión, mundo de descubrimientos y migraciones, de mercantilismo y colonización.
Súbitamente, las tradiciones que conforman a México se multiplican y diversifican. Dejamos de ser centro de exclusiones para convertirnos en centro de inclusiones.
El Quinto Sol se apagó en medio de la pólvora y el fuego.
Cayó la nación azteca.
Pero el nuevo sol, naciente, inacabado, aparece inmediatamente en el horizonte por donde regresó Quetzalcóatl.
Viejos centros de adhesión e identificación desaparecen, nuevas alianzas e identidades se establecen para construir eso que llamamos «México».
Entre el 27 de agosto y el 2 de septiembre de 1520, en el palacio real de Bruselas, Alberto Durero fue el primer artista europeo en ver los objetos del arte azteca enviados por el conquistador Cortés al emperador Carlos V. «He visto las cosas enviadas al rey desde la nueva tierra del sol —escribe Durero—. En todos los días de mi vida, no he visto nada que regocije mi corazón tanto como estas cosas, pues en ellas vi obras de arte, que me hicieron asombrarme ante el sutil ingenio de los pueblos de esas tierras extrañas.»
De un golpe, Durero universaliza el arte de los antiguos mexicanos, lo hace fraternal del suyo en Europa.
Pero va más allá. Ve su significado profundo, no sólo su belleza formal. Lo ve como signos creadores del tiempo: Durero copia los símbolos de la luna y el sol para encabezar el capítulo de un libro titulado «Cómo se demuestra el tiempo».
Sin saberlo anecdóticamente, pero entendiéndolo mediante la simpatía artística, Flandes le devolvió a México el regalo de un tiempo humano compartido.
La mirada privilegiada de Durero explica inmediatamente una de las consecuencias fundamentales de la Conquista: México sale del aislamiento, descubre y es descubierto por el mundo.
Y aunque, repetidamente, nuestra nostalgia materna nos lleve a darle la espalda al mundo, nuestra maldición paterna —si lo es— nos fuerza a mirar el mundo, estar en él, ver al otro y saber que nosotros mismos somos el otro del otro.
El Quinto Sol, tal fue la profecía, fue destruido por el movimiento.
El Sexto Sol —sol sexual, plexo solar— es el sol que se mueve y nos acompaña para crear esa movilidad de lo eterno que es el tiempo humano, la historia.
La mirada de Durero en Flandes nos anuncia, también, que ha empezado un nuevo tiempo para México.
No sólo el tiempo de la Conquista, sino el de la Contraconquista. Pues por cada pica española puesta en suelo de México, hay una pica mexicana puesta en suelo de España.
Quiero decir Conquista, sí, pero también Contraconquista.
Los antiguos dioses son desterrados, sus templos aniquilados, sus sacrificios prohibidos.
Pero el cristianismo se impone doblemente, con fuerza genética, paterna y materna.
Por vía del Padre, porque la figura de Cristo crucificado asombra y subyuga a los indios: el nuevo dios no pide que nos sacrifiquemos por él, él se sacrifica por nosotros.
Por vía de la Madre, porque la sensación de orfandad y abandono que sigue a la Conquista es pronto superada por una operación política y racial asombrosa: la Virgen María, la Madre de Dios, se aparece ante el más humilde campesino indígena y le ofrece rosas en invierno. Es una virgen morena, tiene un nombre árabe, se convierte en la madre pura del mexicano nuevo: Santa María de Guadalupe.
El arte del barroco, que en la Europa de la Reforma y la Contrarreforma sirve de refugio a las sensualidades prohibidas, en México salva un abismo aún mayor.
El barroco mexicano colma el vacío entre la promesa utópica del Nuevo Mundo imaginado por Europa —la política de Tomás Moro— y la realidad terrible de la colonización impuesta por Europa —la política de Nicolás Maquiavelo—. Entre Moro y Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam abre el campo del humanismo, la serena locura donde todo es relativo, tanto la fe como la razón. No hay influencia intelectual moderna más grande en el mundo hispánico que la del sabio de Rotterdam.
El barroco, asimismo, abre un espacio donde el pueblo conquistado puede enmascarar su antigua fe y manifestarla en la forma y el color, ambos abundantes, de un altar de ángeles morenos y diablos blancos.
Pero hay un nuevo pueblo, mestizo y criollo, descendiente de México y de España, que se pregunta:
¿Cuál es nuestro sitio en el mundo?
¿A quién le debemos lealtad?
¿A nuestros padres españoles?
¿A nuestras madres aztecas y mayas?
¿A quién debemos rezarle ahora: a los antiguos dioses, o a los nuevos?
¿Qué lengua debemos hablar ahora, la de los conquistados o la de los conquistadores?
El barroco mexicano abre un espacio para todas estas preguntas. Pues nada expresa estas ambigüedades mejor que un arte de la paradoja, el barroco, nombre de una perla —es decir, de una irritación exasperada—, arte de la abundancia pero nacido de la necesidad; arte de la proliferación basada en la inseguridad; arte opulento pero nacido de la miseria: Tonantzintla, Santo Domingo en Oaxaca, el Rosario en Puebla, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz.
El barroco llena rápidamente los vacíos de nuestra historia colectiva e individual después de la Conquista con cuanto encuentra a la mano, plata y polvo, oro y excremento.
Un arte en movimiento perpetuo, semejante a un espejo acelerado en el que vemos el rostro de nuestra identidad en constante transformación.
Un arte que concilia el esplendor del origen mítico, inmutable, y los accidentes del devenir épico.
Es el arte un nuevo sol, Sol sexual del mestizaje, plexo solar de la emoción.
Una nueva genealogía americana creció bajo las cúpulas del barroco. En ella ganaron su voz los silenciosos, y adquirieron un nombre los anónimos: indios, mestizos y negros.
Todos estos hechos nos convierten a los mexicanos en testigos del acto terrible de nuestra propia muerte y resurrección inmediatas.
Tenemos todos ante la mirada del presente el acto que nos gestó.
Testigos eternos de nuestra propia creación, los descendientes de españoles e indígenas en México sabemos que la Conquista fue un hecho cruel, sangriento, criminal. Fue un hecho catastrófico. Pero no fue un hecho estéril.
María Zambrano, la gran pensadora andaluza, solía decir que una catástrofe sólo es verdaderamente catastrófica si de ella no se desprende algo que la rescata, algo que la sobrepasa.
Para ello se necesita tiempo. El tiempo necesario para transformar la experiencia en conocimiento y el conocimiento, con suerte, en destino.
No permanecimos en el desastre porque nacimos de él.
De la catástrofe de la Conquista nacimos todos nosotros, los mexicanos.
Fuimos, inmediatamente, mestizos. Hablamos, mayoritariamente, español.
Y creyentes o no, nos creamos en la cultura del catolicismo —pero de un catolicismo sincrético incomprensible sin sus máscaras indias.
Somos el rostro de un occidente rayado, como dijo el poeta mexicano Ramón López Velarde, de moro y de azteca —y, añadiría yo, de judío y de africano, de romano y de griego.
No permanecimos en el desastre porque nacimos de él.
Y desde el primer momento nos hicimos las preguntas de la identidad.
¿Quiénes somos?
¿Cómo se llama ahora este río?
¿Cómo se llamó antes esa montaña?
¿Quiénes fueron nuestros padres y nuestras madres?
¿Reconocemos a nuestros hermanos?
¿Qué recordamos?
¿Qué deseamos?
Y nos hicimos también las preguntas de la justicia:
¿A quiénes pertenecen legítimamente estas tierras y sus frutos?
¿Por qué tienen tan pocos, tanto, y tantos, tan poco?
Haber formulado estas preguntas desde el siglo XVI, nos convierte a los mexicanos en los más antiguos ciudadanos del siglo XXI.
Porque las preguntas de la fundación del México mestizo son las preguntas de la sociedad contradictoria y migrante de nuestro tiempo, capturada entre la identidad tradicional y la alteridad moderna, entre la aldea local y la aldea global, entre la interdependencia económica y la balcanización política.
México ha vivido con esta, nuestra radical modernidad presente, desde hace quinientos años.
Vean ustedes en lo que digo una aproximación urgida, un deseo de aprovechar lecciones, pero sobre todo un esfuerzo de relación vital entre las culturas del Viejo y el Nuevo Mundos, hoy que ambos, europeos y americanos, compartimos la enorme crisis de nuestra vida urbana y nos debatimos entre la mezquindad de excluir o la generosidad de incluir.
Las respuestas a estas preguntas fueron hechas desde la ciudad barroca como centro político, cultural y comercial de las nuevas naciones —México, Perú, Venezuela, Argentina, Chile— que se fueron gestando bajo la protección tutelar del imperio español y sus tradiciones trasplantadas a América:
El pensamiento de origen griego, árabe y judío. El derecho, la lengua y la religión derivados de Roma. Una cultura política medieval, escolástica: San Agustín y Santo Tomás de Aquino son los padres fundadores del pensamiento político en México e Iberoamérica.
Pero bajo esta cúpula tutelar española, un mundo nuevo, mestizo, indígena, criollo, se gestó con características culturales propias, con ritmos, voces, colores nuevos: ni europeo ni indígena, rara vez buen salvaje, más a menudo trabajador de la hacienda y de la mina, rígidamente situado dentro de clases sociales y mal que bien protegido por instituciones que querían lograr un equilibrio entre la autoridad y la justicia, entre las expectativas y las desilusiones, entre los viejos y los nuevos dioses, entre la aldea aislada y la lejana metrópolis imperial, entre las promesas y las injusticias, el latinoamericano de la Colonia convirtió a la ciudad barroca en el centro del Nuevo Mundo mexicano e hispanoamericano, como lo es, con conflictos similares, la ciudad moderna en este final de nuestro brevísimo siglo XX, que empezó en Sarajevo en 1914 y terminó en Sarajevo en 1994.
Con brazos indígenas y negros, España fundó en las Américas un rosario incomparable de ciudades, verdaderas urbes del Nuevo Mundo, de San Francisco en California a Santiago del Nuevo Extremo en Chile, de San Agustín en la Florida a Buenos Aires en el Plata, ciudades fortaleza de las costas y las islas: La Habana, San Juan de Puerto Rico, Cartagena de Indias; serpentinas ciudades mineras de las montañas: Guanajuato, Taxco, Potosí; grandes capitales: Lima, México, Quito, Santa Fe de Bogotá.
Nadie, nunca, sobre territorio tan vasto, ha construido tanto, con tanta energía y en tan poco tiempo, como España en América. Ciudades con imprentas, universidades, pintores y poetas, un siglo antes de que nada de esto apareciese en Angloamérica —ciudades con injusticia también: ciudades nacidas bajo los signos de la energía, el contraste y la imaginación omni-inclusivas del barroco.
Culturas inclusivas: La fachada de la iglesia de la Soledad, en Oaxaca, exhibe ejemplarmente los tres órdenes clásicos, Corintio, Jónico y Dórico, instantánea y simultáneamente, sin hiato temporal o concesión a las etapas del desarrollo. El barroco tiene prisa, es impaciente:
La iglesia de Jolalpan en Puebla, de un solo golpe, cuenta en su portada tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento en una sola visión barroca, instantánea, sin aliento.
A imagen y semejanza de su arte, una sociedad enérgica, impaciente, injusta, ambiciosa, imaginativa, mestiza, criolla, empieza a tener sueños y a reclamar derechos.
Más allá del mundo del imperio, el oro y el poder, más acá de las guerras entre religiones y dinastías en Europa, un mundo nuevo acabó por formarse en las Américas, con voces y manos americanas.
Las revoluciones de independencia contra España a partir de 1810 fueron una afirmación de la identidad nacional alcanzada por países como México, Chile, Argentina y Venezuela.
Pero también fueron combates contra las fuerzas centrífugas —las republiquetas, los caudillos— que intentaban balcanizar la ruptura del imperio español ayer, como la ruptura del imperio soviético hoy; la nación fue el compromiso entre el imperialismo y el separatismo. Establecer bases de unidad en las antiguas colonias: sólo la identificación de la nación y su cultura podía lograrlo.
La dinámica modernizante de las revoluciones de independencia en cambio, y por desgracia, terminó por excluir el pasado indígena y el pasado negro, considerados bárbaros, así como el pasado español, considerado oscurantista.
México y la América Latina crearon una fachada legal modernizadora, que ocultó un arrière pays pobre, retrasado, injusto.
La libertad fue proclamada. La igualdad fue olvidada.
Por un acto de voluntarismo político quisimos convertirnos en democracias instantáneas: Bastaba copiar las leyes de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, para ser, como ellos, naciones viables, sociedades progresistas... Repúblicas Nescafé.
La nación legal ocultó a la nación real.
Y una nueva herida se abrió en nuestro cuerpo:
Perdimos el paternalismo imperial de España, autoritario y lejano con los Habsburgo, intervencionista y demasiado cercano con los Borbones.
Fuimos huérfanos de vuelta. Caímos en la anarquía o la dictadura.
México, en las palabras del historiador Enrique González Pedrero, se convirtió en el país de un solo hombre: el general Antonio López de Santa Anna. —Como Paraguay en el país del Doctor Francia, o Argentina en el país de Juan Manuel de Rosas.
Pero la paradoja del dictador es que, para salvarnos de la anarquía, crea otro caos, éste despótico, autoritario.
México, desorganizado, sin rumbo, se volvió campo de invasiones extranjeras.
Perdimos la mitad del territorio nacional en una guerra injusta iniciada por los Estados Unidos de América para cumplir su destino manifiesto.
Pero rechazamos un imperio impuesto desde Francia por Napoleón III con dos figuras desventuradas, el archiduque austríaco Maximiliano y la princesa belga Carlota Amalia.
Estuvimos a punto de perder la nación independiente.
El presidente liberal Benito Juárez, al derrotar al partido conservador, al imperio de Maximiliano y a la intervención francesa, le devuelve el sentido a la Nación y sienta las bases del Estado. Juárez era un indio zapoteca que sólo aprendió el español a los doce años de edad. Para derrotar a los franceses, se convirtió en un abogado más francés que los franceses.
Pero el Estado liberal, progresista de la República restaurada, no recogió la pluralidad cultural de México, las culturas indígenas, míticas, españolas, católicas, sincréticas, barrocas...
El liberalismo del siglo XIX colocó a la ley, y al desarrollo económico, por encima de la cultura.
La experiencia no nos es privativa.
En toda la América Latina, la civilización europea, progresista, legalista y romántica, se debía imponer a la barbarie agraria, indígena, negra, ibérica. Era el mandato de la civilización.
La larga dictadura de Porfirio Díaz, entre 1876 y 1910, quiso darnos progreso sin libertad. Díaz convirtió la república liberal de Juárez en un Estado autoritario, desarrollista, despótico.
A los indios y a los campesinos (pero también a la naciente clase obrera) les dio más barbarie: represión y esclavitud.
En cambio, el factor económico de la ecuación liberal fue protegido y desarrollado: progreso sin libertad, sin democracia, sin ley. El país terminó por rechazar esta fórmula, así como la discriminación cultural que identificaba civilización con Europa, raza blanca, positivismo.
La Revolución Mexicana fue un intento —el mayor de nuestra historia— de reconocer la totalidad cultural de México, ninguna de cuyas partes era sacrificable.
Las grandes cabalgatas de los hombres de Pancho Villa desde el Norte y de los guerrilleros de Emiliano Zapata desde el Sur, son una revancha contra la muerte del Quinto Sol que mató con su movimiento al universo indígena.
Ahora, el movimiento revolucionario de todos los mexicanos, a lo largo y ancho del país, funda un nuevo sol, el Sol del reconocimiento mutuo, la aceptación de todo lo que hemos sido, el valor otorgado a todas y cada una de las aportaciones que hacen, de México, una nación multicultural en un mundo, a su vez, cada vez más variado y pluralista.
No nos engañemos: la Revolución Mexicana fue una revolución verdadera, tan profunda y decisiva para los destinos de nuestro país como lo fueron las revoluciones francesa, soviética y china, o la norteamericana en sus dos etapas (Washington en el siglo XVIII, Lincoln en el siglo XIX) para los suyos.
La Revolución Mexicana, en las palabras del historiador Enrique Florescano, «no es una ilusión ideológica, es un cambio real que revoluciona al Estado, desplaza violentamente a la antigua oligarquía dominante, promueve el ascenso de nuevos actores políticos, e instaura un nuevo tiempo, el tiempo de la revolución...».
Este tiempo revolucionario nace de una nueva herida: un millón de muertos en diez años de encarnizados combates; una incalculable destrucción de riqueza...
Muchas de estas heridas cicatrizan gracias al logro mayor de la revolución: el proceso de autoconocimiento nacional, el descubrimiento de una continuidad cultural que ha sobrevivido a todos los avatares de la historia, pero que aún no se refleja plenamente en la historia política y económica del país.
Es en la cultura donde la revolución encarna: pensamiento, pintura, literatura, música, cine... pues revolución que acalla las voces de la creación y de la crítica, es revolución muerta.
La Revolución Mexicana, con todos sus defectos, no silenció a sus artistas: México entendió que la crítica es un acto de amor, y el silencio una condena de muerte.
Somos lo que somos gracias al autodescubrimiento de los años de la revolución.
Somos lo que somos gracias a la filosofía de José Vasconcelos, a la prosa de Alfonso Reyes, a las novelas de Mariano Azuela, a la poesía de Ramón López Velarde, a la música de Carlos Chávez, a la pintura de Orozco, Siqueiros, Diego Rivera y Frida Kahlo...
Nunca más podremos ocultar nuestros rostros indígenas, mestizos, europeos: son todos nuestros.
El espejo de Quetzalcóatl se llenó de caras: las nuestras.
El tiempo de la revolución estableció, sin embargo, un compromiso indiscutible, un contrato nacional.
En esencia, es éste: Organicemos al país devastado por la anarquía y la guerra. Creemos instituciones, creemos riqueza, creemos progreso, educación, salud, y un mínimo de justicia social.
Pero, a fuer de buenos escolásticos, mantengamos la unidad, contra la reacción interna, contra las presiones norteamericanas, para alcanzar las metas de la revolución: alcancemos el bien común tomista, gracias a la intercesión de la jerarquía agustiniana. La gracia divina —es decir, la democracia— no la alcanzan los fieles —es decir, los ciudadanos— por sí solos.
Evitemos las dictaduras militares, las permanencias prolongadas en el poder, los factores del desequilibrio latinoamericano. El Ejército se vuelve institucional, la presidencia también: todo el poder para César, pero sólo por seis años, nunca más; no reelección, como pidió Madero al iniciar la revolución en 1910.
Pero Madero también pidió sufragio efectivo. Y éste, pleno, transparente, creíble, luchamos por alcanzarlo. Estamos luchando por alcanzarlo. No nos rendiremos hasta alcanzarlo.
La revolución, mediante sus políticas de salud, educación y desarrollo material, creó nuevas clases medias, trabajadoras, juveniles.
Varias generaciones de mexicanos fueron educadas en los ideales de justicia, libertad, progreso, democracia. Ahora, los hijos de la revolución piden los frutos finales de la revolución: Desarrollo económico con democracia política y con justicia social.
No están solos. Toda la América Latina pide la unión de esos tres factores, democracia, desarrollo y justicia, sin aplazamientos bizantinos, sin sofismas intolerables: democracia, desarrollo y justicia.
Sólo así nuestra gran cultura ininterrumpida alimentará, y le dará vigor y estabilidad, a nuestros sistemas políticos, a nuestras aún débiles instituciones.
Una revolución, dice también María Zambrano, es como una anunciación. Es tan importante por lo que logra como por lo que promete. Su vigor puede medirse por sus caídas pero también por su capacidad para levantarse y reanudar su marcha.
La ruptura del compacto autosatisfecho de la política mexicana comenzó en 1968. El movimiento estudiantil creyó en las promesas de la Revolución Mexicana, las aprendió en la escuela y las exigió en la calle. El gobierno no tuvo respuestas políticas para demandas políticas; empleó, en cambio, la fuerza, culminando con la matanza de Tlatelolco.
Los acontecimientos a partir de enero de 1994 en el estado de Chiapas son un poderoso recordatorio de todo lo que la Revolución Mexicana no hizo: Pancho Villa nunca cabalgó hasta Chiapas, y a Emiliano Zapata le tomó ochenta años llegar allí.
Chiapas nos ha obligado a todos a recordar que somos todo lo que hemos sido, pero también todo lo que nos falta ser y hacer.
Chiapas nos recordó todo lo que habíamos olvidado, cuánto habíamos olvidado, y qué incompletos y mutilados seremos si no incorporamos Chiapas a México o si permitimos que México sufra su propia balcanización, una fractura entre un norte relativamente próspero y un sur fatalmente abandonado.
Pero el desarrollo económico no puede llegar a Chiapas sin la democracia tanto en Chiapas como en México.
Ésta es la gran lección del movimiento zapatista: la reforma económica no basta. Es necesaria la reforma democrática. De lo contrario, los frutos de la economía jamás llegarán a las manos y a las bocas de la mayoría.
México no tiene sólo una cultura política autoritaria; tiene una cultura democrática íntimamente aliada a la libertad de su cultura pero sobre todo a la lucha social ininterrumpida de su pueblo.
Tenemos dos continuidades asombrosas: la cultura y la lucha social, y dos fracturas superables: el autoritarismo político y la desigualdad económica. La democracia es el puente entre cultura y política, entre sociedad y equidad.
Lo que hemos ganado es porque lo hemos exigido, todos; no es una concesión graciosa.
Lo que falta por obtener también será fruto de la demanda social y cultural.
Tenemos una urgente agenda en México, a partir del año 2000, una agenda de reformas políticas y sociales, que requieren el concurso activo y actualizado de los partidos y la sociedad civil.
Un nuevo sol parece nacer, después de la Guerra Fría, en el horizonte de México y del Mundo.
El movimiento de la Conquista, que destruyó el Quinto Sol de los aztecas, renació como movimiento revolucionario en 1910 y hoy, cargado de promesas y de peligros, aparece como movimiento de pueblos, de culturas, de economías.
El Tratado de Libre Comercio entre México, los Estados Unidos y Canadá, más allá de sus virtudes y de sus defectos —ambos abundantes— representa una apertura inevitable aunque paradójica.
México, el país tradicionalmente aislado, se abre y busca un sitio en los nuevos sistemas de relación internacional que seguirán al rígido mundo bipolar de los pasados 50 años.
Los Estados Unidos, la nación abierta, se cierra, fatigada, acaso, después de medio siglo de liderazgo internacional: incierta, acaso, ante problemas internos largo tiempo aplazados y escondidos en nombre de la lucha contra el comunismo.
Pero el sol se mueve y nos recuerda a todos los habitantes del continente americano, que todos somos inmigrantes en las Américas, que todos llegamos de otra parte, desde el primer hombre que cruzó el estrecho de Bering desde Asia hace treinta o sesenta mil años, hasta el último trabajador que anoche cruzó la frontera entre Tijuana y San Diego, sin olvidar a esos ilustres inmigrantes sin visas ni permisos de trabajo, los puritanos ingleses que desembarcaron en Plymouth Rock en 1620.
Durante quinientos años, el Occidente se paseó por lo que hoy llamamos «el Tercer Mundo», imponiendo sus valores políticos, económicos y culturales sin pedirle permiso a nadie.
Hoy, el Tercer Mundo regresa al Primer Mundo y pone a prueba la capacidad occidental, europea, y norteamericana, de recibir al otro, de reconocerse en el otro y de evitar los holocaustos que han denigrado la humanidad de nuestra civilización común en el siglo XX.
México es parte de la América Latina y con nuestros hermanos del Sur estamos viviendo una profunda transformación:
Económica, en busca de modelos adecuados para un desarrollo con justicia.
Política, en busca de una identificación de la cultura con las instituciones públicas.
Social, mediante una dolorosa voluntad de superar las terribles desigualdades e injusticias de nuestra creciente población: somos 450 millones de latinoamericanos, la mitad menores de dieciocho años, la mitad viviendo en la pobreza.
En el año 2000, la población de Latinoamérica duplicará la de los Estados Unidos.
Después de la Guerra Fría, los latinoamericanos queremos relacionarnos cada vez más con el mundo.
Pero el movimiento del mundo nos habla bien alto a todos.
Aprendamos a vivir con él o ella que no son como tú y yo.
Éste será, quizás, el desafío más serio del siglo venidero.
Cada uno de nosotros —individuos, naciones— seremos cada vez más importantes los unos para los otros.
Ya no por consideraciones estratégicas derivadas de la Guerra Fría, sino por consideraciones concretas, jurídicas, económicas, culturales, humanas, propias de un mundo que, de repente, se encuentra con muchos centros, no sólo dos; muchas culturas, no sólo una.
Vivimos en el tiempo, el tiempo es historia y en la historia nunca estamos solos.
Jean-Paul Sartre dijo, famosamente, que el infierno son los demás. Pero ¿hay otro paraíso que el que podamos construir con nuestros hermanos?
Necesitamos al otro. Nadie puede ver una realidad completa por sí solo. Necesitamos al otro para completarnos a nosotros mismos. Si rehúso al otro —distante de mí, detrás de mí, o muy por delante de mí— minimizo mi propia integridad: Cada uno de nosotros sólo es único porque hay otro, distinto de nosotros, ocupando otro tiempo y otro espacio en el mundo. Entender la relatividad del mundo es entender el carácter inacabado del mundo. El mundo no está terminado, el mundo se está haciendo, nosotros estamos haciéndonos constantemente, pero portando nuestro pasado, la cultura que nosotros mismos hemos hecho.
Preservemos nuestra identidad nacional y regional, pero también pongámosla a prueba, aceptemos el desafío del otro. El otro define nuestro yo. Una identidad aislada pronto fenece. Sólo las culturas que se comunican viven y florecen.
Estamos en el mundo, vivimos con los otros, vivimos en la historia y debemos responder a la historia en nombre de la continuidad de la vida.
Pero sólo seremos efectivos globalmente si somos responsables nacionalmente.
A todos nos corresponde poner nuestras casas en orden.
México es un país fluido, no enajenado a ideologías rígidas, consciente de su patrimonio cultural, rico en recursos naturales pero rico, sobre todo, en su capital humano.
Somos cien millones de mexicanos.
Estamos pasando rápidamente del concepto de población al concepto de ciudadanía.
Estamos trasladando nuestra cultura, nuestra pasión, nuestra historia, nuestro amor —todo lo que he evocado aquí— a las organizaciones de la sociedad civil, a los grupos ecológicos y de derechos humanos, a los sindicatos obreros y a las cooperativas agrarias, a las universidades y a la prensa, a los grupos empresariales y a las asociaciones de barrio.
Pero al trabajar por nosotros, trabajamos por el mundo.
Cada vez más, las cosas que nos unen a los demás superan a las que nos separan.
Cada vez más, Norte y Sur, Este y Oeste, compartimos los inmensos problemas de la crisis de la civilización urbana: Crimen, violencia, droga, falta de techo, falta de escuela, discriminación racial, xenofobia, epidemias incontrolables, los derechos de la mujer, del anciano, de las minorías... Hay mendigos en Boston, Birmingham y Bogotá. Hay niños asesinados en las calles de Río, Los Ángeles y Chicago.
El Tercer Mundo tiene su Primer Mundo de privilegio.
Pero el Primer Mundo tiene su Tercer Mundo de injusticia y miseria.
Con razón nos pregunta el estadista sueco Pierre Schori: ¿Cuánta pobreza soporta la democracia, cuánto subdesarrollo tolera la seguridad global?
La gran cultura de México, la inmensa energía de mi país, contesta con las voces de la imaginación, de la diversidad racial, del pluralismo cultural, de la vocación internacional y de la voluntad de creación.
Completamos así el círculo y regresamos a los orígenes de México: Basta sentir el pulso de nuestra gente, mirar el cráter de un volcán, hacer camino al andar y subir a una pirámide, bañarse en una cañada serpentina, o hincarse frente a un altar barroco, para descubrir que México tiene el rostro de la creación inacabada.
Y que esto es así porque en México la creación del país coincide con la creación del mundo, del ser humano, y de la palabra.
Ahora, vivimos todos en el hogar común de la humanidad.
Sepamos todos afirmar el valor supremo de la historia, para asegurar la continuidad de la vida.
El propósito de este libro es recordar, al inicio de un nuevo milenio, la extraordinaria vivencia del pasado milenio mexicano. Narrativa, ensayo, teatro: las voces que aquí se escuchan tienen diversas modulaciones, pero obedecen todas a una preocupación central de mi obra. Cuándo, dónde, cómo ocurre el encuentro del individuo y la historia. Cuándo, dónde, cómo se cruzan los caminos del ser personal y del ser colectivo.
Ojalá que esta antología sirva para animar nuestras memorias, nuestras imaginaciones y nuestras interrogantes acerca de nosotros mismos. La divisa de este Memorial mexicano bien podría ser: Imagina el pasado. Recuerda el futuro.
La grandeza de México es que el pasado siempre está vivo. No como una carga, no como una losa, salvo para el más crudo ánimo modernizador. La memoria salva, escoge, filtra, pero no mata. La memoria y el deseo saben que no hay presente vivo con pasado muerto, ni habrá futuro sin ambos. Recordamos hoy, aquí. Deseamos aquí, hoy. México existe en el presente, su ahora es ahora porque no olvida la riqueza de un pasado vivo, una memoria insepulta. Su horizonte también es hoy, porque no disminuye la fuerza de su vivo deseo.
Sí, somos más que los calendarios. No cabemos en ellos. Sabemos que nada tiene principio ni fin absoluto. A veces pienso que México posee una visión renacentista permanente que no acepta la tiranía de la Razón ni la tiranía de la Fe —nuestros extremos— sino que celebra incansablemente la continuidad de la vida, múltiple, portadora del pasado que nosotros creamos, inventora del porvenir que nosotros imaginamos.
No nos atemos nunca a un dogma, a una esencia, a una meta excluyente. Ayudemos al mundo a recrear una modernidad INcluyente, capaz de abrazar razas, culturas, aspiraciones diversas.
Abracemos la emancipación de los signos, la escala humana de las cosas, la inclusión, el sueño del otro.
Carlos Fuentes
México, D.F., febrero 2000

sábado, 5 de diciembre de 2015

EL BUEN CRÍTICO EN 10 PUNTOS. J. Méndez-Limbrick.




EL BUEN CRÍTICO EN 10 PUNTOS.
J. Méndez-Limbrick.
1. El crítico que no dice el por qué una novela es buena o mala y por el contrario se queda en frases ambiguas, marginales, elogios abstractos e indefinidos nunca será un crítico.
2. El crítico literario no hace de su trabajo un laudatorio, un panegírico - o algo por el estilo - de la obra en estudio para complacer al autor.
3. El buen crítico señala el por qué la obra es buena o mala, señala los errores y contradicciones en las páginas de la obra comentada.
4. Un buen crítico analiza los personajes de la novela, comenta de sus características psicológicas, señala los ejes narrativos que conforman la obra en estudio. E Igual habla de la capacidad o incapacidad narrativa del escritor, habla de su estilo y de su riqueza de lenguaje, de su imaginación o por el contrario de su torpeza al escribir la novela o el panfleto.
5. El buen crítico realiza una tarea de disección literaria: todo lo descompone y lo vuelve a armar con el buen ojo de su labor de erudito. El buen crítico realiza su trabajo con referentes claros y notas del texto analizado. Si no se hace de esa manera, lo producido y escrito es un panfletillo redactado con urgencia para salir del paso, un remedo de crítica.
6. El buen crítico no desmerece una buena obra para enaltecer la obra del mediocre.
7. El buen crítico no ignora la obra valiosa por capricho o mala fe. Por el contrario, su obligación moral es señalar las virtudes de la buena obra literaria.
8. El buen crítico no se deja llevar por las adulaciones de los demás.
9. El buen crítico no es inmoral que leyendo una décima parte de la obra literaria engaña al lector con verborrea afirmando con frases machoteras lo buena o mala que es la obra a sabiendas que no posee los elementos necesarios para afirmar positiva o negativamente el valor de la misma.
10. El buen crítico, es aquel que no se deja llevar por la moda, ni teme que la mayoría adverse su opinión. Por el contrario, sabe que su sentencia es sostenible, fundamentada, lógica, estructurada y armónica.

Patricia Highsmith. Crímenes imaginarios.


Patricia Highsmith (19 de enero de 1921 en Forth Worth, Texas, U.S. - 4 de febrero de 1995 en Lucarno, Suiza) fue una estadounidense.

Nació en Forth Worth (Texas) pero luego se traslado al Greenwich Village de Nueva York, donde pasó su juventud. Sus padres se habían divorciado nueve días antes de su nacimiento y pasó los primeros años de su vida con su abuela. A su padre no lo conoció hasta que tenía 12 años. A pesar de sus aptitudes para la pintura y la escultura, durante su época en el instituto ya supo que quería ser escritora y escribió que los asuntos que más le interesaban eran la culpa, la mentira y el crimen. Poe, Conrad y Dostoievski encabezaban la lista de sus autores preferidos en esa época. A los nueve años leía a Dickens y releía `Crimen y castigo` de Dostoievski. Siendo muy joven leyó `The human mind` de Karl Menninger, libro que incluye estudios científicos sobre conductas anormales. `Me di cuenta de que el hombre o la mujer de la casa de al lado podía tener una extraña psicosis sin que yo pudiera apreciarlo`, escribió años más tarde en uno de sus diarios.

Empezó a escribir gruesos volúmenes de apuntes a los 16 años y continuó hasta su muerte. Apuntaba minuciosamente sus ideas sobre relatos y novelas, a las que llamaba `gérmenes`, borradores y esquemas, observaciones y reflexiones. También escribió durante muchos años diarios. Son 8.000 folios que, tras su muerte, quedaron depositados en los Archivos Literarios Suizos, en Berna.

Cursó estudios de periodismo en la Universidad de Columbia. Era guapa, inteligente, perseverante y muy seria y tímida. No se entendía bien con sus padres y tenía sentimientos de culpabilidad por sus tendencias homosexuales.

Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar y, cinco años más tarde, saltó a la fama de la mano de Alfred Hitchcock, quien adaptó su primera novela, `Extraños en un tren` (1951). Tanto el libro como el film son considerados clásicos del suspense. Graham Greene la apodó `la poetisa del miedo` y escribió que `había creado un mundo propio, un mundo claustrofóbico e irracional, en el cual entramos cada vez con un sentimiento de peligro personal, con la cabeza inclinada para mirar por encima del hombro, incluso con cierta renuencia, pues vamos a experimentar placeres crueles, hasta que, en algún punto, allá por el capítulo tercero, se cierra la frontera detrás de nosotros, y ya no podemos retirarnos.` The New Yorker consideró el libro de Highsmith `incomparablemente perturbador.` Desde muy joven escribía relatos con personajes sobre los que pendía la amenaza, personajes que no podían conciliar el sueño, como ella, que odiaba la noche porque sentía que no podía respirar.

En 1953, debido a una prohibición de su editora, decidió lanzar el libro `The price of salt` bajo el seudónimo Claire Morgan. La novela que trataba de un amor homosexual llegó al millón de copias y fue reeditada en 1991 bajo el título de `Carol`.

Pero fue la creación del personaje de Tom Ripley, ex convicto y asesino bisexual, la que más satisfacciones le dió en su carrera. Su primera aparición fue en 1955 en `El talento de Mr.Ripley`, y en 1960 se rodó la primera película basada en esta popular novela bajo el el título `A pleno sol`, dirigida por el francés René Clément y protagonizada por Alain Delon. A partir de allí, se sucederían las secuelas: `La máscara de Ripley` (1970), `El juego de Ripley` (`El amigo americano`, 1974) y `El muchacho que siguió a Ripley` (1980), entre otras. El asesino Ripley, un poco patoso pero adorable, también inspiró a Win Wenders para dirigir `El amigo americano` en 1977. Recientemente, Anthony Minghella ha dirigido una nueva versión del ya clásico texto de `El talento de Mr.Ripley` (1999).

Patricia Highsmith fué una exploradora del sentimiento de culpabilidad y de los efectos psicológicos del crimen sobre los personajes asesinos de sus obras. Siempre se interesó por las minorías y, de hecho, su última novela `Small G: un idilio de verano` (1995), mostraba un bar en Zurich, en la que sus personajes homosexuales, bisexuales y heterosexuales se enamoran de la gente incorrecta.

Era una trabajadora infatigable que no publicaba nada hasta que no lo había revisado numerosas veces. No se plegó a las modas del mercado, aunque durante algunos años tuvo que publicar `falsas` historias, como ella decía, más comerciales, para poder sobrevivir.

Sintió el rechazo por sus historias pesimistas y despiadadas, su conducta personal y por sus ideas políticas contrarias al ideal del `sueño americano` (se había vincluado en las juventudes comunistas en la universidad, aunque las dejó porque le robaban tiempo para la literatura). Dejó Estados Unidos y se trasladó permanentemente a Europa en 1963 donde residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia. Sus últimos años los pasó en una casa aislada en Locarno (Suiza), cerca de la frontera con Italia. Allí falleció el 4 de febrero de 1995.

A pesar de la popularidad de sus novelas, Highsmith prefirió pasar la mayor parte de su vida en solitario. Los únicos seres queridos que dejó en este mundo fue su gata Charlotte y sus caracoles, a los que criaba, dibujaba y hasta llegó a situar como protagonistas de algunas de sus historias, llevándolos consigo cada vez que se mudaba de casa.

Tenía un semblante agrio, lo que no le impedía expresarse en público con singular cortesía. Se dedicó íntegramente a la literatura los 74 años que le tocó vivir. Su extensa obra así lo atestigua: más de 30 libros entre novelas, colecciones de cuentos, ensayos y otros textos. A los 17 años publicó su primera novela, `El grito del amor`, y en forma póstuma la última, `Carol` y `Small G: un idilio de verano`.

Para los amantes de la novela negra Highsmith es tan importante como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, James Cain, James Ellroy, Chester Himes o Elmore Leonard. Sus libros narran las historias de hombres y mujeres en situaciones comunes que se tornan peligrosas y los obligan a defenderse con una moral egoísta, tramposa.

Su nombre también es referencia de algunas películas de Michel Deville y Claude Autant-Lara, la citada `Extraños en un tren` de Hitchchcok, `A pleno sol` de René Clement, `El amigo americano` de Wim Wenders, `El cuchillo` de Claude Chabrol y otras basadas en sus novelas.

Ripley es su personaje más perverso, cruel, amoral, peligroso, cínico y dañino, un don nadie capaz de mentir, engañar y destruir para conseguir la buena vida a través de lo más tortuoso que alguien puede perpetrar: matar a otro y suplantarlo. Aparenta ser una persona culta que lee Shakespeare, toca Bach al piano, sabe comportarse en la mesa, resiste al vino y las comidas pesadas, intentando provocar la aprobación entre los demás, especialmente los hombres apuestos y ricos, hacia quienes se dirige como un tiburón. Este joven solitario fue creado por Highsmith en 1955 como un reflejo de sus propias aprensiones y dudas, sin ser inmoral, ni psicótico, ni siquiera un enfermo mental porque sus acciones son racionales: `Lo considero un hombre tan civilizado que mata cuando tiene necesariamente que hacerlo. No tienen que admirarlo pero tampoco hay que censurarlo. Vive su vida, a su manera, no es un criminal, es un arribista obligado a matar`.

Una de las últimas obras publicadas en español es `Pájaros a punto de volar` (2002), en la que se reúnen 14 relatos cuyos temas fundamentales son la soledad y el odio como variante del amor. Se trata de escritos de juventud de una narradora ya madura.


***


Sydney y Alicia Bartleby, un joven matrimonio, residen en un pequeño cottage en la campiña inglesa, él escribiendo, ella pitando. Están casados desde hace varios años y llevan una vida muy aislada. Sydney está redactando e intentando vender unos guiones para una serie televisiva, lo que les permitiría paliar sus estrecheces económicas, mientras sigue esperando la respuesta de un editor norteamericano sobre la publicación de una novela, que han rechazado ya varias editoriales. La relación entre ambos se va deteriorando y Alicia decide, como ya ha hecho en otras ocasiones, para descargar la tensión, ir a pasar una temporada a Brighton. Aunque en esta ocasión convienen que la separación será indefinida, hasta que ella sienta deseos de volver…
Sydney, cuya imaginación trabaja sin descanso, fabula sobre qué pasaría si él hubiera asesinado a Alicia, en vez de tratarse simplemente de una separación provisional, y empieza a comportarse de forma extraña… Y a fuerza de imaginar cosas horribles, acaban por suceder cosas horribles.

Patricia Highsmith
Crímenes imaginarios
Título original: A Suspension of Mercy
Patricia Highsmith, 1965
Traducción: Jordi Beltrán

(Fragmento).
 1
El terreno que rodeaba la casita de dos pisos de Sydney y Alicia Bartleby era llano, al igual que la mayor parte del condado de Suffolk. Una carretera asfaltada, de dos carriles, pasaba a unos veinte metros de la casa. A un lado del paseo frontal, construido con losas ligeramente torcidas, cinco olmos jóvenes proporcionaban cierta intimidad, mientras que al otro lado un seto alto y espeso formaba una pantalla todavía mejor a lo largo de treinta metros. Por esta razón Sydney nunca lo había recortado. El césped del jardín estaba tan descuidado como el seto. La hierba crecía en manojos y en algunos puntos dejaba al descubierto retazos de tierra entre marrón y verde. Los Bartleby se ocupaban más del jardín situado detrás de la casa y, además de un pequeño huerto y varios macizos de flores, tenían un estanque ornamental, de alrededor de metro y medio de ancho, construido por el propio Sydney, en cuyo centro había una columna de piedras unidas por medio de argamasa. Pero nunca habían logrado conservar vivos en el estanque peces de colores; incluso las dos ranas que habían metido en él habían decidido trasladarse a otra parte.
La carretera llevaba a Ipswich y Londres en una dirección y a Framlingham en otra. Detrás de la casa se extendían los terrenos de su propiedad, sin ningún límite visible, y más allá había un campo que pertenecía a un agricultor cuya casa no se veía desde la de los Bartleby. Estos vivían en Blycom Heath, aunque Blycom Heath propiamente dicho se encontraba a unos tres kilómetros en dirección a Framlingham. Vivían en la casa desde hacía año y medio, casi tanto tiempo como el que llevaban casados. La casa, en buena parte, era el regalo de bodas de los padres de Alicia, aunque ésta y Sydney habían pagado mil libras de las tres mil quinientas que costaba. Era un paraje solitario, en lo que respecta a gente y vecinos, pero Sydney y Alicia tenían sus propias ocupaciones —escribir y pintar—, se hacían compañía el uno al otro durante todo el día y habían hecho algunos amigos que vivían desparramados por los alrededores hasta puntos tan lejanos como Lowestoft. Pero tenían que conducir varios kilómetros para llegar a Framlingham aunque sólo fuese para llevar un par de zapatos a remendar o comprar un frasquito de tinta china. Los dos suponían que si la casa de al lado estaba vacía, era por lo solitario de aquel paraje. A simple vista, la casa de al lado, que era sólida, tenía dos pisos, fachada de piedra y una ventana puntiaguda, parecía hallarse en mejor estado que la suya, pero les habían dicho que era necesario hacer muchas, obras, ya que llevaba cinco años desocupada, aparte de que sus últimos habitantes, un matrimonio de edad avanzada, no habían podido hacer mejoras por falta de medios. La casa se alzaba a doscientos metros de la de los Bartleby; y a Alicia le gustaba asomarse a la ventana de vez en cuando a contemplarla, aunque estuviese vacía. A veces se sentía geográficamente muy sola, como si ella y Sydney vivieran aislados en el fin del mundo.
A través de Elspeth Cragge, que vivía en Woodbridge y conocía al señor Spark, un corredor de fincas, Alicia se enteró de que una tal señora Lilybanks acababa de comprar la casa de al lado. Elspeth le había dicho que la señora Lilybanks era una anciana de Londres, añadiendo que hubiera resultado más divertido que la casa la ocupara una pareja joven.
—La señora Lilybanks se ha instalado en la casa —dijo alegre mente Alicia una noche, cuando se encontraban la cocina.
—¿De veras? ¿La has visto?
—Muy fugazmente. Es bastante mayor.
Eso ya lo sabía Sydney. Los dos habían visto a la señora Lilybanks un mes antes, cuando había visitado la casa en compañía del corredor de fincas. Durante más de un mes varios trabajadores habían merodeado por la casa y el jardín dando martillazos aquí y allá, y ahora la señora Lilybanks ya estaba instalada en ella. Aparentaba unos setenta años y probablemente escribiría una breve nota de queja si los Bartleby celebraban alguna fiesta ruidosa en el jardín de atrás aprovechando el verano. Sydney preparó cuidadosamente dos martinis en un jarro de cristal y los sirvió en sendas, copas.
—Hubiese ido a verla, pero había un par de personas con ella y me dije que tal vez pasarían la noche allí.
—¡Hum! —dijo Sydney.
Estaba preparando la ensalada, como solía hacer para la cena. Con gesto automático sujetó con una mano el armarito de metal antes de abrir la puerta pegajosa y sacar la mostaza. Luego, sin darse cuenta, levantó súbitamente la cabeza, se dio un golpe en la frente y soltó una maldición.
—Oh, cariño —dijo distraídamente Alicia, atenta al pastel de carne y riñones que se cocía en el horno. Llevaba pantalones ceñidos color azul celeste; parecían tejanos, pero tenían una abertura en forma de uve en el extremo inferior de las perneras. Su camisa era de algodón, también azul, regalo de una amiga americana. El pelo, rubio y descuidado, le caía sobre los hombros. Su rostro era delgado, bien formado y bonito; grandes y de un gris azulado los ojos. Sobre el muslo izquierdo aparecía una mancha de pintura azul que seguía allí a pesar de numerosos lavados. Alicia pintaba en una habitación situada en la parte posterior del piso de arriba.
—Pero es probable que mañana le haga una visita —dijo Alicia, refiriéndose de nuevo a la señora Lilybanks.
El pensamiento de Sydney estaba a muchos kilómetros de allí, en la tarde que había pasado con Alex en Londres. Le molestó la tercera intrusión de la señora Lilybanks. ¿Por qué Alicia no le preguntaba sobre cómo había pasado la tarde, sobre su trabajo, como hubiera hecho cualquier esposa? A veces se empeñaba en hablar y hablar de lo mismo, a sabiendas de que él se aburría. De modo que Sydney no se molestó en contestar.
—¿Qué tal Londres? —preguntó finalmente Alicia, cuando ya se encontraban sentados a la mesa del comedor.
—Oh, igual. Sigue en el mismo sitio —dijo Sydney con una sonrisa forzada—. También Alex sigue siendo el mismo. Quiero decir que no tiene ideas nuevas.
—Ah. Creía que hoy ibais a preparar otra cosa.
Sydney suspiró, vagamente irritado, pero era el único tema del que quería hablar.
—Esa era nuestra intención. Yo tenía una idea. Pero no dio resultado —se encogió de hombros. La tercera serie que él y Alex habían escrito (en realidad la había escrito él, y Alex se había limitado a convertirla en un guión televisivo) había sido rechazada la semana anterior por el tercero y último de los posibles compradores de Londres. Tres o cuatro semanas de trabajo, por lo menos cuatro sesiones con Alex en Londres, una sinopsis completa y detallada, y el capítulo primero, de una hora de duración, todo ello cuidadosamente empaquetado y enviado a uno, dos, tres posibles compradores. Y todo para nada, sin contar la sesión de aquel mismo día. Diecisiete chelines para el billete de Ipswich a Londres, más ocho horas y cierta cantidad de energía física, más la frustración que producía ver cómo la cara ancha y sombría de Alex se ensombrecía aún más, y luego el silencio denso, roto finalmente por un «No, no. Esto no sirve». Era como para arrancarse los cabellos, tirar la máquina de escribir al arroyo más cercano y luego saltar tras ella.
—¿Cómo está Hittie?
Hittie era la esposa de Alex, una chica rubia y silenciosa, absorbida totalmente por el cuidado de sus tres hijos de corta edad.
—Como siempre —dijo Sydney.
—¿Hablasteis de tu nueva idea, la del hombre del petrolero? —preguntó Alicia.
—No, querida. Esa es la que me acaban de rechazar —Sydney se preguntó cómo Alicia era capaz de olvidarlo, teniendo en cuenta que había leído el primer capítulo y la sinopsis—. Mi nueva idea, no sé si te he hablado de ella, es una historia de tatuajes. El hombre que se hace un tatuaje falso para parecerse a otro hombre al que se da por muerto.
No se sentía con fuerzas para contarle la complicada historia. El y Alex habían creado un detective llamado Nicky Campbell, un joven que tenía un empleo corriente y una novia, y siempre se tropezaba con crímenes y resolvía misterios y capturaba delincuentes y siempre salía vencedor de las peleas a puñetazos y tiros. Pero nunca les compraban las historias. Alex, no obstante, estaba seguro de que algún día alcanzarían el éxito. A Alex le habían aceptado un guión para la televisión dos años antes y desde entonces había escrito cinco o seis que no le habían aceptado, pero se trataba de espacios normales, de una hora de duración, y Alex estaba convencido que lo que necesitaban ahora los de la televisión era una buena serie. Por suerte para él, Alex tenía un empleo fijo en una editorial. Sydney no tenía ningún empleo y no había conseguido colocar su última novela, aunque años antes le habían publicado en los Estados Unidos las dos primeras. Sus ingresos fijos consistían en un cien dólares mensuales que recibía cuatro veces al año y eran el fruto de unas acciones que un tío suyo de América le dejara en herencia. Vivían de ellos y de la renta de cincuenta libras mensuales que cobraba Alicia; con aquel dinero compraban tubos de pintura, lienzos, papel, cintas para la máquina de escribir y papel carbón, herramientas de sus respectivos oficios, aquellos oficios que tan pocos beneficios les proporcionaban. El dinero que Alicia había ganado hasta la fecha con sus cuadros se reducía a cinco libras, aunque ella no se tomaba la pintura tan en serio, como actividad lucrativa como Sydney se tomaba su profesión de escritor. No compraban nada que pudiera considerarse como artículo de lujo, salvo licor y cigarrillos, aunque, dado que ello resultaba tan caro en Inglaterra, el simple hecho de comprarlos parecía un lujo, una verdadera locura. Fumar cigarrillos era como enrollar billetes de diez chelines y encenderlos, mientras que el licor daba la impresión de ser oro derretido. Llevaban meses sin comprar un disco. El televisor lo habían alquilado en una tienda de Framlingham. La mayoría de los ingleses tenían un televisor alquilado, ya que constantemente aparecían modelos nuevos y el televisor que comprabas, en seguida quedaba anticuado. Sydney justificaba el alquiler del televisor diciendo que lo necesitaba para el trabajo que hacía con Alex.
—¿Piensas seguir trabajando con Alex? —preguntó Alicia a punto de comerse el último bocado.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Detesto desperdiciar días en Londres como hoy, pero a lo mejor algún día tendremos suerte.
De pronto una sensación de rabia se apoderó de él, sintió odio hacia Alicia y la casa, y ganas de cambiar de tema; deseó borrar de su mente todas las palabras y pensamientos de aquel día, olvidarse de Alex y de sus malditos guiones. Encendió un cigarrillo, justo en el momento en que Alicia le pasaba la ensalada, y con gesto maquinal se sirvió un poco. Al día siguiente volvería a trabajar en la sinopsis, intentado incluir o mejorar las endebles ideas que se le habían ocurrido a Alex. Después de todo, se suponía que las historias las inventaba él, que él era la fuente de las mismas.
—Querido, esta noche toca la basura. No te olvides —dijo Alicia, con tal dulzura que Sydney se habría reído de haber estado de mejor humor o de haber estado presentes otras personas.
Probablemente Alicia quería hacerle reír, o sonreír, pero Sydney se limitó a mover distraídamente la cabeza, con expresión seria, y luego su mente se concentró en la palabra basura, como si se tratase de un problema vital, importantísimo. Los basureros sólo pasaban una vez cada quince días, de manera que la cosa era seria si se olvidaban de dejar toda la basura al borde del camino. Tenían un solo cubo de basura, de tamaño inadecuado, que se hallaba siempre al borde del camino y en el que únicamente tiraban botellas y latas. Los papeles los quemaban y los restos de verduras y frutas los utilizaban como abono compuesto; pero, dado que el zumo de naranja, los tomates y otras muchas cosas se vendían en latas y botellas, siempre tenían mucha basura y en el cobertizo del jardín había ya varias cajas de cartón llenas a rebosar cuando llegaban los basureros. Normalmente llovía la víspera de la recogida, por lo que Sydney se veía obligado a arrastrar las cajas de cartón por el terreno embarrado, dejarlas al lado del cubo y esperar que no se deshicieran durante la noche.
—Es una lata que tengas que sentirte avergonzado de tener basura en la campiña inglesa —dijo Sydney—. ¿Qué hay de anormal en tener basura? Me gustaría saberlo. ¿Acaso creen que la gente no come?
Alicia se dispuso serenamente a defender a su país.
—No es vergonzoso tener basura. ¿Quién dijo que lo fuera?
—Puede que no lo sea, pero hacen que lo parezca —dijo Sydney con igual serenidad—. Al ser tan espaciadas las recogidas, hacen que la gente se fije en ello… es como si les restregasen la cara en la basura. Justamente igual que ocurre con el horario de los «pubs»… Te dan con la puerta en las narices cuando tienes ganas de beber, de modo que luego, a la primera ocasión, bebes todavía más.
Alicia defendió el horario de cierre de los «pubs» alegando que así se evitaban los excesos, y defendió la infrecuente recogida de la basura diciendo que, de recogerse más a menudo, subirían los impuestos municipales, y de esta manera la discusión, que no era la primera que tenían, se prolongó otros dos o tres minutos y al final los dos quedaron un tanto irritados, ya que ninguno de ellos consiguió convencer al otro.
Alicia no estaba tan irritada como Sydney, en realidad fingía estarlo. Era su país, a ella le gustaba y a menudo tenía ganas de decirle a Sydney que se marchara si no se sentía a gusto allí, pero nunca había llegado a decírselo. Le encantaba tomarle el pelo a su marido, incluso en un tema tan delicado como era su trabajo, porque a ella la respuesta a su problema le parecía muy fácil: Sydney debía relajarse, ser más natural, más feliz, y escribir lo que le apeteciese; entonces lo que escribiera seria bueno y se vendería. Así se lo había dicho muchas veces y él le daba alguna respuesta compleja y masculina, defendiendo las virtudes de pensar mucho y dirigir la producción a unos mercados concretos.
—Pero si decidimos vivir en el campo para relajarnos… —le había dicho varias veces.
Pero era como arrojar gasolina al fuego, y entonces Sydney se inflamaba de veras, le preguntaba si creía que vivir en el campo con un millón de tareas bucólicas era más relajante que vivir en un piso de Londres, por pequeño que fuese. Bueno, los alquileres eran altos en Londres y cada vez subían más y, si quería saber la verdad, en realidad Sydney no deseaba vivir en Londres, porque prefería el paisaje del campo y prefería vestir despreocupadamente y, en realidad, hasta le gustaba reparar la valla de vez en cuando y trabajar en el jardín. Lo que necesitaba Sydney, desde luego, era vender una de las series que escribía con Alex o su novela Los estrategas, a la que seguía dando los últimos toques y que, si era preciso, debía mostrársela a todos los editores de Londres. Se la había enseñado a seis de ellos, incluyendo la Nerge Press, que era la editorial donde trabajaba Alex, y a tres de los Estados Unidos, y todos la habían rechazado, pero había muchas más editoriales y Alicia sabía de libros rechazados hasta treinta o más veces antes de que un editor los aceptan finalmente.
Mientras lavaba los platos, alzaba de vez en cuando la vista para mirar a Sydney, que iba de un lado a otro calzado con sus zapatillas con suela de goma; se las había puesto tan pronto como llegó a casa. Ya había sacado las cajas de cartón llenas de basura y ahora contemplaba el jardín a la luz del crepúsculo, agachándose de vez en cuando para arrancar algún hierbajo. Las lechugas acababan de brotar, pero eran lo único que había hecho.
Cada dos por tres Sydney miraba la luz solitaria que brillaba en una de las ventanas de la casa de la señora Lilybanks. Supuso quo sería una mujer a la que le gustaba retirarse temprano o que quería ahorrar electricidad. Probablemente ambas cosas. Resultaba extraño tener otra persona viviendo tan cerca de ellos, una persona que pudiera asomarse a la ventana en aquel preciso momento, por ejemplo, y verle, al menos vagamente, dando vueltas por el jardín posterior. A Sydney no le gustaba. Entonces se dio cuenta de que no miraba la ventana iluminada para ver a la señora Lilybanks, por la que no sentía ni pizca de curiosidad, sino para ver si ella le estaba, observando. Pero no vio absolutamente nada en la ventana salvo dos cortinas verticales y amarillentas, prácticamente ocultando lo que estuviera ocurriendo detrás de ellas.

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