martes, 7 de junio de 2016

Los caballos de abdera. Leopoldo Lugones. Juan Domingo Argüelles.

 
  Dijo Borges que la obra de Lugones es una de las máximas aventuras del castellano, y ello es verdad, aunque sería bueno ofrecer a los lectores algunas razones para tan concluyente afirmación. Leopoldo Lugones (1874-1938), poeta, narrador y ensayista argentino, llevó a cabo un ejercicio de renovación en la literatura no sólo de su país, sino del continente. Protagonista del modernismo, influyó de manera decisiva en el quehacer de nuevas generaciones, mismas que admiraron y trataron de emular sus audacias en el lenguaje, así como sus conceptos estéticos.
    Más conocido como poeta que como cuentista, Lugones introdujo en las letras hispanoamericanas nuevas formas expresivas que coincidieron con las osadías literarias de Rubén Darío, la máxima figura modernista. Precisamente, fue Darío quien, en 1897, saludó con júbilo el primer libro de versos de Lugones: Las montañas del oro, en el cual el escritor argentino despierta el asombro con sus retumbantes y fogosos versos, llenos de vigor inusitado, en los que se advierten las sombras tutelares de Victor Hugo y Walt Whitman.
    A partir de entonces, Lugones se convierte en un escritor fundamental para las letras de Hispanoamérica. En la poesía introdujo nuevos ritmos, adoptó novedosas métricas, inventó palabras y creó metáforas bizarras. En la prosa, propaló ideas políticas avanzadas, cultivó el ensayo y la polémica, la historia y la filosofía, y sorprendió con su fértil imaginación y con el dominio absoluto de la fantasía. Abrevó en la teosofía, el espiritismo, el ocultismo, la cosmogonía, las matemáticas y, en general, las ciencias. Se interesó por todo aquello que le ayudara a explorar los sentimientos y pasiones de los seres humanos. Y es esto lo que más destaca en su obra narrativa. Se le considera fundador, en nuestras tierras, del cuento fantástico que, años más tarde, sería explotado de manera intensiva por escritores de la talla de Borges, Cortázar y Bioy Casares.
    Dentro de su producción literaria destacan los siguientes libros de poesía: Los crepúsculos del jardín, Lunario sentimental, Odas seculares, El libro fiel, Las horas doradas, Romancero y Romances del Río Seco. Como ensayista es autor de un libro fundamental para las letras argentinas: El payador. En el terreno de lo histórico-literario emprendió El imperio jesuítico y La guerra gaucha. Publicó también una biografía: Historia de Sarmiento, así como otros estudios políticos, estéticos, polémicos o sencillamente técnicos, entre los que se pueden mencionar Piedras liminares, Prometeo, La reforma educacional, Mi beligerancia, El tamaño del espacio, La torre de Casandra y La grande Argentina. Todo ello sin contar sus muchas páginas dispersas en periódicos y revistas.
    En la prensa periódica vieron la luz algunos de sus mejores cuentos, que se suman a los dos volúmenes que en vida publicó Lugones: Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1924). Esta obra cuentística revela a uno de los narradores más imaginativos y amenos que haya producido nuestro continente.
    A las muchas aportaciones de su poesía, Lugones agregó las virtudes de varios relatos que pueden estar en las antologías más exigentes del cuento fantástico. Ninguna duda cabe, en este sentido, al ennumerar textos como "La lluvia de fuego", "Yzur", "Los caballos de Abdera", "La estatua de sal" y "El puñal".
    Borges califica estos cuentos como precisos y admirables, y Raimundo Lida asegura que Las fuerzas extrañas "dejó profunda huella en la cuentística posterior de carácter fantástico". Por su parte, Nicolás Cócaro, en su antología Cuentos fantásticos argentinos (1960), dice que "por primera vez y anticipándose a Horacio Quiroga, un escritor explora con obstinación las zonas de la imaginación y las constantes del más allá". Advierte que la influencia de Edgar Allan Poe en Lugones es notoria, y asegura que el autor de Cuentos fatales "buceó con ahínco inusitado en teorías ocultas y en ensayos científicos y cosmogónicos" para documentar sus textos.
    Añade que "abarcó todos los géneros —menos el teatro—, destacándose en forma poco frecuente en nuestros escritores —más allá de sus artículos de circunstancias y de sus ensayos— como cuentista, aspecto en el que es poco conocido". Ciertamente, no sólo Cócaro ha hecho notar esto. Guillermo Ara, biógrafo de Lugones, y el mismo Borges, aseguran que la obra cuentística del autor de Las fuerzas extrañas merece una atención mayor por parte de lectores y críticos, ya que la dimensión del poeta suele ocultar la importancia del cuentista.
    En la bibliografía disponible de Lugones son varios los tomos de poesía, ya sea antológicos o de reediciones de sus títulos más significativos. No sucede esto mismo con su prosa narrativa y, particularmente, con su obra cuentística, la cual a pesar de que es disfrutable en alto grado, sólo hasta ahora empieza a reeditarse en México, además de que se conocen dos o tres libros antológicos, entre ellos uno que preparó Borges para el editor italiano Franco Maria Ricci y que se reimprimió en Madrid en 1985: La estatua de sal.
    En 1949, el hijo de Leopoldo Lugones antologó la Obra en prosa de su padre, pero son escasas las páginas que destinó a la cuentística. Se inclinó más bien por la prosa ensayística e historiográfica, política y pedagógica. De cualquier modo, este valioso libro ya sólo es posible consultarlo en bibliotecas y, como hemos dicho, traiciona las expectativas de quien busca al Lugones cuentista.
    La presente selección incluye una decena de narraciones provenientes lo mismo de Las fuerzas extrañas que de los Cuentos fatales, añadiéndose otras de compilaciones generales de cuentos y de las pocas que, en especial, se han dedicado al cuento lugoniano.
    Los relatos de Lugones participan de la fantasía desaforada, de la especulación científica y de la exploración morbosa de las fuerzas del mal. Como ha hecho notar Leopoldo Lugones hijo, su padre era especialmente afecto a "investigar las simas del misterio". Escrutó los terrenos de lo desconocido y sembró en el lector la ansiedad y la duda sobre asuntos que evidentemente le obsesionaban. Al igual que en su poesía, en su prosa Lugones privilegia las atmósferas extrañas, la fatalidad de la existencia y lo impredecible del destino.
    Gran lector de la Biblia y de los clásicos, en general, muchos de sus cuentos presentan estas influencias y están situados en tiempos remotos; por ejemplo, "La lluvia de fuego", "La estatua de sal" y "Los caballos de Abdera". Otros textos reflejan lo misterioso o lo atroz en el carácter enfermizo o atormentado de los personajes, y en no pocas ocasiones en los excesos de la experimentación científica; en este sentido tenemos "Yzur", "Viola acherontia" y "Un fenómeno inexplicable". Hasta en los cuentos mexicanos tremendos hay una sombra de adversidad que enrarece las circunstancias y torna los afanes de la costumbre y aun del amor en algo destructivo o por lo menos maléfico; tales son los casos de "El puñal", "Águeda", "El milagro de san Wilfrido" y "Francesca".
    Leopoldo Lugones fue un creador de universos y de palabras. Renovó las estéticas hispanoamericanas, agotó las metáforas, practicó métricas y ritmos insólitos en su momento, se interesó por la ciencia y no le fueron ajenas las pasiones de la política y la discusión. Como punto final de todos sus arrojos, la tarde del 18 de febrero de 1938, en la isla del Tigre, en Argentina, puso fin a su vida con una fuerte dosis de cianuro. Años atrás había escrito: "Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte."
    Nos quedan su obra y su actitud audaces, ambas admirables, y sin disminución considerable de los rigores del tiempo. En su Breve historia del modernismo (1954), Max Henríquez Ureña escribió algo que podemos reiterar, con entera puntualidad: "Fue Lugones un espíritu superior y un trabajador infatigable. Dejó una obra tan variada y rica, que raro será encontrar en la América española quien la iguale o supere en abundancia y mérito."
   Juan Domingo Argüelles

(Fragmento).












LOS CABALLOS DE ABDERA
    Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos. 
    Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano. 
    Estas circunstancias habían contribuido también a intimar las relaciones entre el bruto y sus dueños, mucho más de lo que era y es habitual para el resto de las naciones; llegando a considerarse las caballerizas como un ensanche del hogar, y extremándose las naturales exageraciones de toda pasión, hasta admitir caballos en la mesa. Eran verdaderamente notables corceles, pero bestias al fin. Otros dormían en cobertores de biso; algunos pesebres tenían frescos sencillos, pues no pocos veterinarios sostenían el gusto artístico de la raza caballar, y el cementerio equino ostentaba entre pompas burguesas, ciertamente recargadas, dos o tres obras maestras. El templo más hermoso de la ciudad estaba consagrado a Anón, el caballo que Neptuno hizo salir de la tierra con un golpe de su tridente; y creo que la moda de rematar las proas en cabezas de caballo, tenga igual proveniencia: siendo seguro en todo caso que los bajos relieves hípicos fueron el ornamento más común de toda aquella arquitectura. El monarca era quien se mostraba más decidido por los corceles, llegando hasta tolerar a los suyos verdaderos crímenes que los volvieron singularmente bravíos; de tal modo que los nombres de Podargos y de Lampón figuraban en fábulas sombrías; pues es del caso decir que los caballos tenían nombres como personas. 
    Tan amaestrados estaban aquellos animales, que las bridas eran innecesarias, conservándolas únicamente como adornos, muy apreciados desde luego por los mismos caballos. La palabra era el medio usual de comunicación con ellos; y observándose que la libertad favorecía el desarrollo de sus buenas condiciones, dejábanlos todo el tiempo no requerido por la albarda o el arnés en libertad de cruzar a sus anchas las magníficas praderas formadas en el suburbio, a la orilla del Kossínites para su recreo y alimentación. 
    A son de trompa los convocaban cuando era menester, y así para el trabajo como para el pienso eran exactísimos. Rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos de circo y hasta de salón, su bravura en los combates, su discreción en las ceremonias solemnes. Así, el hipódromo de Abdera tanto como sus compañías de volatines; su caballería acorazada de bronce y sus sepelios, habían alcanzado tal renombre, que de todas partes acudía gente a admirarlos: mérito compartido por igual entre domadores y corceles. 
    Aquella educación persistente, aquel forzado despliegue de condiciones, y para decirlo todo en una palabra, aquella humanización de la raza equina iban engendrando un fenómeno que los bistones festejaban como otra gloria nacional. La inteligencia de los caballos comenzaba a desarrollarse pareja con su conciencia, produciendo casos anormales que daban pábulo al comentario general. 
    Una yegua había exigido espejos en su pesebre, arrancándolos con los dientes de la propia alcoba patronal y destruyendo a coces los de tres paneles cuando no le hicieron el gusto. Concedido el capricho daba muestras de coquetería perfectamente visible. Balios, el más bello potro de la comarca, un blanco elegante y sentimental que tenía dos campañas militares y manifestaba regocijo ante el recitado de hexámetros heroicos, acababa de morir de amor por una dama. Era la mujer de un general, dueño del enamorado bruto, y por cierto no ocultaba el suceso. Hasta se creía que halagaba su vanidad, siendo esto muy natural, por otra parte, en la ecuestre metrópoli. 
    Señalábase igualmente casos de infanticidio, que aumentando en forma alarmante, fue necesario corregir con la presencia de viejas mulas adoptivas; un gusto creciente por el pescado y por el cáñamo cuyas plantaciones saqueaban los animales; y varias rebeliones aisladas que hubo de corregirse, siendo insuficiente el látigo, por medio del hierro candente. Esto último fue en aumento, pues el instinto de rebelión progresaba a pesar de todo. 
    Los bistones, más encantados cada vez con sus caballos, no paraban mientes en eso. Otros hechos más significativos produjéronse de allí a poco. Dos o tres atalajes habían hecho causa común contra un carretero que azotaba su yegua rebelde. Los caballos resistíanse cada vez más al enganche y al yugo, de tal modo que empezó a preferirse el asno. Había animales que no aceptaban determinado apero; mas como pertenecían a los ricos, se defería a su rebelión comentándola mimosamente a título de capricho. 
    Un día los caballos no vinieron al son de la trompa, y fue menester constreñirlos por la fuerza; pero los subsiguientes no se reprodujo la rebelión. 
    Al fin ésta ocurrió cierta vez que la marea cubrió la playa de pescado muerto, como solía suceder. Los caballos se hartaron de eso, y se les vio regresar al campo suburbano con lentitud sombría. 
    Medianoche era cuando estalló el singular conflicto. 
    De pronto un trueno sordo y persistente conmovió el ámbito de la ciudad. Era que todos los caballos se habían puesto en movimiento a la vez para asaltarla, pero esto se supo luego, inadvertido al principio en la sombra de la noche y la sorpresa de lo inesperado. Como las praderas de pastoreo quedaban entre las murallas, nada pudo contener la agresión; y añadido a esto el conocimiento minucioso que los animales tenían de los domicilios, ambas cosas acrecentaron la catástrofe. Noche memorable entre todas, sus horrores sólo aparecieron cuando el día vino a ponerlos en evidencia, multiplicándolos aun. Las puertas reventadas a coces yacían por el suelo dando paso a feroces manadas que se sucedían casi sin interrupción. Había corrido sangre, pues no pocos vecinos cayeron aplastados bajo el casco y los dientes de la banda en cuyas filas causaron estragos también las armas humanas. 
    Conmovida de tropeles, la ciudad oscurecíase con la polvareda que engendraban; y un extraño tumulto formado por gritos de cólera o de dolor, relinchos variados como palabras a los cuales mezclábase uno que otro doloroso rebuzno, y estampidos de coces sobre las puertas atacadas, unía su espanto al pavor visible de la catástrofe. Una especie de terremoto incesante hacía vibrar el suelo con el trote de la masa rebelde, exaltado a ratos como en ráfaga huracanada por frenéticos tropeles sin dirección y sin objeto; pues habiendo saqueado todos los plantíos de cáñamo, y hasta algunas bodegas que codiciaban aquellos corceles pervertidos por los refinamientos de la mesa, grupos de animales ebrios aceleraban la obra de destrucción. Y por el lado del mar era imposible huir. Los caballos, conociendo la misión de las naves, cerraban el acceso del puerto. 
    Sólo la fortaleza permanecía incólume y empezábase a organizar en ella la resistencia. Por lo pronto cubríase de dardos a todo caballo que cruzaba por allí, y cuando caía cerca era arrastrado al interior como vitualla. 
    Entre los vecinos refugiados circulaban los más extraños rumores. El primer ataque no fue sino un saqueo. Derribadas las puertas, las manadas introducíanse en las habitaciones, atentas sólo a las colgaduras suntuosas con que intentaban revestirse, a las joyas y objetos brillantes. La oposición a sus designios fue lo que suscitó su furia. 
    Otros hablaban de monstruosos amores, de mujeres asaltadas y aplastadas en sus propios lechos con ímpetu bestial; y hasta se señalaba a una noble doncella que sollozando narraba entre dos crisis su percance: el despertar en la alcoba a la media luz de la lámpara, rozados sus labios por la innoble jeta de un potro negro que respingaba de placer el belfo enseñando su dentadura asquerosa; su grito de pavor ante aquella bestia convertida en fiera, con el resplandor humano y malévolo de sus ojos incendiados de lubricidad; el mar de sangre con que la inundara al caer atravesado por la espada de un servidor... 
    Mencionábase varios asesinatos en que las yeguas se habían divertido con saña femenil, despachurrando a mordiscos a las víctimas. Los asnos habían sido exterminados, y las mulas subleváronse también, pero con torpeza inconsciente, destruyendo por destruir, y particularmente encarnizadas contra los perros. 
    El tronar de las carreras locas seguía estremeciendo la ciudad, y el fragor de los derrumbes iba aumentando. Era urgente organizar una salida, por más que el número y la fuerza de los asaltantes la hiciera singularmente peligrosa, si no se quería abandonar la ciudad a la más insensata destrucción. 
    Los hombres empezaron a armarse; mas, pasado el primer momento de licencia, los caballos habíanse decidido a atacar también. 
    Un brusco silencio precedió al asalto. Desde la fortaleza distinguían el terrible ejército que se congregaba, no sin trabajo, en el hipódromo. Aquello tardó varias horas, pues cuando todo parecía dispuesto, súbitos corcovos y agudísimos relinchos cuya causa era imposible discernir, desordenaban profundamente las filas. 
    El sol declinaba ya, cuando se produjo la primera carga. No fue, si se permite la frase, más que una demostración, pues los animales se limitaron a pasar corriendo frente a la fortaleza. En cambio, quedaron acribillados por las saetas de los defensores. 
    Desde el más remoto extremo de la ciudad, lanzáronse otra vez, y su choque contra las defensas fue formidable. La fortaleza retumbó entera bajo aquella tempestad de cascos, y sus recias murallas dóricas quedaron, a decir vedad, profundamente trabajadas. 
    Sobrevino un rechazo, al cual sucedió muy luego un nuevo ataque. 
    Los que demolían eran caballos y mulos herrados que caían a docenas; pero sus filas cerrábanse con encarnizamiento furioso, sin que la masa pareciera disminuir. Lo peor era que algunos habían conseguido vestir sus bardas de combate en cuya malla de acero se embotaban los dardos. Otros llevaban jirones de tela vistosa, otros, collares, y pueriles en su mismo furor, ensayaban inesperados retozos. 
    De las murallas los conocían. ¡Dinos, Aethon, Ameteo, Xanthos! Y ellos saludaban, relinchaban gozosamente, enarcaban la cola, cargando en seguida con fogosos respingos. Uno, un jefe ciertamente, irguióse sobre sus corvejones, caminó así un trecho manoteando gallardamente al aire como si danzara un marcial balisteo, contorneando el cuello con serpentina elegancia, hasta que un dardo se le clavó en medio del pecho... 
    Entre tanto, el ataque iba triunfando. Las murallas empezaban a ceder. 
    Súbitamente una alarma paralizó a las bestias. Unas sobre otras, apoyándose en ancas y lomos, alargaron sus cuellos hacia la alameda que bordeaba la margen del Kossínites; y los defensores volviéndose hacia la misma dirección, contemplaron un tremendo espectáculo. Dominando la arboleda negra, espantosa sobre el cielo de la tarde, una colosal cabeza de león miraba hacia la ciudad. Era una de esas fieras antediluvianas cuyos ejemplares, cada vez más raros, devastaban de tiempo en tiempo los montes Ródopes. Mas nunca se había visto nada tan monstruoso, pues aquella cabeza dominaba los más altos árboles, mezclando a las hojas teñidas de crepúsculo las greñas de su melena. 
    Brillaban claramente sus enormes colmillos, percibíase sus ojos fruncidos ante la luz, llegaba en el hálito de la brisa su olor bravío, inmóvil entre la palpitación del follaje, herrumbrada por el sol casi hasta dorarse su gigantesca crin, alzábase ante el horizonte como uno de esos bloques en que el pelasgo, contemporáneo de las montañas, esculpió sus bárbaras divinidades. 
    Y de repente empezó a andar, lento como el océano. Oíase el rumor de la fronda que su pecho apartaba, su aliento de fragua que iba sin duda a estremecer la ciudad cambiándose en rugido. 
    A pesar de su fuerza prodigiosa y de su número, los caballos sublevados no resistieron semejante aproximación. Un solo ímpetu los arrastró por la playa, en dirección a la Macedonia, levantando un verdadero huracán de arena y de espuma, pues no pocos disparábanse a través de las olas. 
    En la fortaleza reinaba el pánico. ¿Qué podrían contra semejante enemigo? ¿Qué gozne de bronce resistiría a sus mandíbulas? ¿Qué muro a sus garras...? 
    Comenzaban ya a preferir el pasado riesgo (al fin en una lucha contra bestias civilizadas), sin aliento ni para enflechar sus arcos, cuando el monstruo salió de la alameda. No fue un rugido lo que brotó de sus fauces, sino un grito de guerra humano, el bélico "¡alalé!" de los combates, al que respondieron con regocijo triunfal los "hoyohei" y los "hoyotohó" de la fortaleza. 
    ¡Glorioso prodigio! 
    Bajo la cabeza del felino, irradiaba luz superior el rostro de un numen; y mezclados soberbiamente con la flava piel, resaltaban su pecho marmóreo, sus brazos de encina, sus muslos estupendos. 
    Y un grito, un solo grito de libertad, de reconocimiento, de orgullo, llenó la tarde: 
   —¡Hércules, es Hércules que llega!

Lecturas. Fragmentos. Thomas Mann. La Montaña Mágica.


Lecturas. Fragmentos. Thomas Mann. La Montaña Mágica.
Página: 355.
Había cesado de nevar. El cielo aparecía, en parte, descubierto. Nubes de un gris azul, desgarradas, dejaban filtrar los rayos del sol, que coloreaban el paisaje. Luego el tiempo se hizo completamente despejado. Reinó un frío sereno, un esplendor invernal puro y tenaz en pleno noviembre, y el panorama a través de los arcos de la galería: las selvas empolvadas, los barracones llenos de nieve blanda, el valle blanco soleado bajo el cielo azul y resplandeciente, era magnífico. El brillo cristalino, el resplandor diamantino reinaban por todas partes. Muy blancas y muy negras, las selvas estaban inmóviles. En la noche, los parajes del cielo alejados de la luna se hallaban bordados de estrellas. Sombras agudas, precisas e intensas, que parecían más reales e importantes que los objetos mismos, caían de las casas, los árboles y los postes telegráficos sobre la llanura resplandeciente. Unas horas después de la puesta del sol, la temperatura descendía a siete u ocho grados bajo cero. El mundo parecía envuelto en una pureza helada, su suciedad natural aparecía oculta y hundida en el ensueño de una fantasía casi macabra.

lunes, 6 de junio de 2016

Creatividad y enfermedad en Freud y Thomas Mann. Óscar Espinosa Restrepo. SEGUNDA PARTE.


Creatividad y enfermedad en Freud y Thomas Mann.
Óscar Espinosa Restrepo. SEGUNDA PARTE.

En Un recuerdo infantil de Leonardo
da Vinci Freud demostró que la libertad
de Leonardo tuvo que ver con la intensa
necesidad de saber que devoraba su mente
y hasta le impedía terminar sus obras
,puesconstantemente se veía impelido a
nuevas y nuevas búsquedas, no por ligero
o inconstante sino por el contrario por
una gran riqueza de posibilidades , todas
muy profundas , entre las que vacila la
elección del artista en una incoercible aspiración
de perfección ideal. Dicha aspiración
lo hacía indiferente al bien y al mal
e incluso a toda tentación carnal.
La clave de la que parte Freud en su
análisis para resolver el enigma de
Leonardo es un aforismo que aparece en
sus escritos : " nessune cosa si puó amare
ne odiare , se prima non si ha cognition
di quella " . Leonardo es pues una especie
de Doctor Fausto en contravía pues el
personaje de la leyenda que retoma
Goethe para su genial drama es el sabio
que anhela revertir diabólicamente el saber
en libido , mientras que Leonardo ,
al igual que el doctor Faustus de Mann ,
es el paradigma de la conversión de la
libido en ansia de saber, conversión que
de paso transforma la vida en obra.
Sabemos que tales transformaciones
de la potencia instintiva en actividades
creadoras no son realizables sin una pérdida
; el amor no se puede aplazar hasta
después del conocimiento sin que el conocimiento
sustituya al amor. Esto es lo
que plantea Th. Mann en la elaboración
de protagonistas que encarnan creadores
desde Tonio Kroger hasta el Doctor
Faustus e igualmente en sus estudios de
los grandes y amados escritores recogidos
en el volumen El artista y la sociedad
( Guadarrama 1975 ) .Es algo siempre actual
que se rescata del melodrama del
genio loco , de moda en las postrimerías
del romanticismo.
La lucidez de Freud nos revela el proceso
mismo mediante el cual una pasión
perturba otra, el proceso que en Leonardo
permite que la mente del investigador paralice
la mano del pintor; se trata de una
desviación dela libido , quel se concentra
en el acontecer físico del mundo con un
poder de observación y una curiosidad
frente a la naturaleza que inevitablemente
debemos considerar ligada a la investigación
sexual infantil, la cual en vez de
sucumbir ante el fracaso como en la mayoría
de los niños , escapa a la represión,
sublimándose desde un principio en necesidad
imperiosa de conocimiento. La
pulsión originalmente poderosa de por sí
, en vez de ser reprimida, sufre un incremento
. En el caso particular de Leonardo
la curiosidad sexual infantilpudo llegar a
convertirse en un verdadero sustitutivo
de la actividad sexual, mas por efecto de
la completa diferencia de los procesos
psíquicos desarrollados - sublimación en
lugar de retorno desde lo reprimido- el
instinto puede actuar libremente transformado
en pura actividad intelectual tanto
cognoscitiva como creadoraen el arte y en
la invención de posibles o fantásticas
máquinas para 1 paz y la guerra.
En la solución freudiana el genio es
portador de una lucidez y de una anticipación
que la sociedad no soporta en su
seno y califica de locura , esta locura no
es por lo tanto el origen de la creatividad
sino una categorización social, que puede
llegar a considerar como un crimen el
pensamiento . No en vano el psicoanálisis
surge cuando Freud encuentra el funcionamiento
normal del psiquismo
estudiando la psicopatología y borra la
frontera entre ésta y la psicología. A partir
de ahí las distinciones morales
entresalud y enfermedad no son pertinentes.
Y es Th. Mann quien se convierte en
el defensor de Freud cuando su visión es
calificada de irracionalista ; proclamó que
Freud era el enemigo número uno del
irracionalismo, puesto que su pensamiento
lo explica , no lo promueve, lo disuelve
, no lo extiende , y pretende reducir
suinfluencia en la conducta humana hasta
donde sea humanamente posible. Allí
donde ello estaba he de advenir yo , es la
consigna que hace estallar los mitos adorados
por Hitler . No sin razón dijo un
día Th. Mann que la furia con que Hitler
se apoderó de Viena tenía como blanco
principal a S. Freud , quien podía considerarse
como su enemigo personal.
El debate interior que exalta la prosa
de Th. Mann entre el irracionalismo del
' pathos post-romántico y la lucidez
freudiana, que también es fruto tardío del
romanticismo alemán, es un debate entre
la "genialidad demoníaca " y la "voluntad
de poder " , o poder sobre sí mismo
convertido en saber o pensamiento.
Aquícabe desstacar en Mann la crítica de
la pseudo neutralidad científica que pretende
definir la enfermedad sólo desde
el enfoque mezquinamente biológico y
médico. Por consiguiente también la salud
es algo que se sale de las manos del
poder médico contemporáneo y de la concepción
recreativa de la vida y se inscribe
como gravedad de la existencia, en lucha
ardua contra todo lo que la amenaza interiormente.
Antes del nazismo , durante su tiranía
y después de su derrumbe, Mann denunció
en sus escritos laglorificación de
la salud médica como una idea bárbara
de la cual no es raro que se desprendan
cultosracistas y sistemas totalitarios de
control de la individualidad .
El mejor aliado que tuvo Mann en su
esfuerzo por separar la paja del
irracionalismo del grano de la verdad psíquica
, de la verdad del inconsciente, fue
Freud. Después de Freud todo dilema entre
biología y trascendencia es falso puesto
que sus descubrimientos establecieron
firmemente la unidad de cuerpo yespíritu
y develaron la compleja integración que
involucra la enfermedad y la salud en lo
espiritual humano.
Thomas Mann con Freud aprendió a
sopesar diferencia cualitativas con diferencias
cuantitativas , al igualque Hans
Castorp , el protagonista de La Montaña Mágica ,
aprendió de su estada en el sanatorio
y de su observación personal que
los enfermos del Berghof no eran sólo tísicos
y que lo que sucedía en sus
pulmonestenía sentido y no sólo causas ,
porque hay transmutaciones perpetuas y
de doble vía entre organismo ymente .
Treinta años después en el Doctor Faustus
se afirma que " es necesario admitir una
cierta fuerzamilagrosa y naturalmente
emanada del alma, una facultad de acción
sobre lo orgánico y lo corporal apta a
condicionarlos y modificarlos ." Th.
Mann le da al inconsciente freudiano la
dimensión de un "daimón " que en el sentido
griego es el inspirador que abre las
compuertas detrás de las cuales el hombre
mantiene retenido el conocimiento
profundo en arte, literatura y filosofía .
Pero TH. Mann como todo gran
creador , como aquellos creadores de su
permanente referencia , se mueve en sus
invenciones en terrenos simbólicos y no
sólo en lo puramente imaginario . Así en
la trama del Doctor Faustus queda claramente
establecido que b hetaira
contagiante es un instrumento de la vocación
de Adrian Leverkhun , el músico
faústico , por lo más extremo de las posibilidades
espirituales de la carne ; la prostituta
no es la seductora, ella apenas había
insinuado una caricia , leve como el posarse
de una mariposa sobre lafrente del
músico, y tímida de admiración y de respeto;
el seductor es el artista que premedita
largamente un nuevo encuentro ,
desprecia la advertencia amorosa de la
joven sobre el peligro que ofrece su cuerpo
y haciendo gala del orgullo " más cerebral
" asume el contagio como un pacto
que le forzará a canalizar toda su libido
hacia la meta de un trabajo creador capaz
de dar cuenta del destino humano. Se trata
de unaespiritualidad orgullosa que solo
acepta un ascenso desde el infierno mediante
un sí nietzcheano al instinto .
Es una lucidez helada capaz de mirar
a la cara sus orígenes diabólicamente carnales
; con ella T. Mann denuncia a la cultura
alemana , por haber caído en
complicidad con la barbarie debido a las
mentiras quealimentaban su soberbia.
Adrian no es pues simplemente un per-
sonaje imaginado ,es un símbolo que relaciona
la crisis del arte con la crisis de la
civilización industrial que llega a su fin
engendrando infiernos solo aparentemente
contrapuestos entre el comunismo y el
neoliberalismo . El narrador de la obra no
deja duda de que la cultura alemana ,
Freud lo afirmó de toda cultura, ha ido
dejando espacios a la barbarie, que siempre
está lista para aprovecharlos, irguiéndose
entre los escombros de las utopías
y de las ilusiones humanistas. La única
defensa es enfrentar la verdad, aceptar la
libertad de reconocer los orígenes
irracionales de la razón, los sueños
goyescos de la razón. Es necesario el saber
freudiano que previene contra las reconciliaciones
absolutas de lo instintivo
con lo espiritual humano , o mejor , con
la espiritualidad potencial del pedazo
denaturaleza que es el hombre. Este reconocimiento
de Leverkhun está muy cerca
del Malestar en la Cultura de Freud .
Para concluir : jamás la obra creada
ha sido fruto de generación espontánea.
Está hecha de trabajo artístico en pos de
la apariencia y de la elaboración de la pregunta
por el estado actual de nuestra conciencia
, por nuestro sentido de la verdad
, por la legitimidad de su relación con
lo incierto y problemático. La obra
tambiénpregunta por el estado de desarmonía
de nuestras actuales condiciones
sociales y cuestiona si toda apariencia no
ha devenido hoy una mentira. El arte quiere
dejar de ser juego y apariencia y acceder
alconocimiento lúcido, aspira a un
sometimiento liberador, valga la paradoja,
a la escritura rigurosa que sería
la"expresión no disfrazada del dolor en
el instante mismo de su realidad " ; este
arte conocimiento quiere con Freud enfrentar
las pulsiones y no solamente los
humores, los afectos , es decir enfrentar
una realidad trágica.
T. Mann terminó por darle la razón
plena a Freud en su concepción seriamente
demistificadora de la cultura ; Freud
llegó a ser para él en su madurez lo que
Schopenhauer en su juventud : su educador
. El psicoanálisis ya no es la psicología
de la noche y de la muerte que nos
presenta en La Montaña Mágica , sino un
punto de amarre del saber que se afirmará
cada nuevo día en su trabajo de novelista
y ensayista , trabajo que sitúa a T.
Mann en la exigencia freudiana de " advenir
ahí donde ello estaba ". En síntesis
: al final de su vida Mann nos incita a escuchar
el reclamo exigente de Freud al final
de la suya : " sed sobrios y vigilad ".

THOMAS MANN. LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas 351-352.


THOMAS MANN. LECTURAS. FRAGMENTOS. LA MONTAÑA MÁGICA. Páginas 351-352.
"Era a principios de noviembre, en la proximidad de Todos los Santos. Y no ocurría nada nuevo. En agosto ya había pasado lo mismo y, desde hacía tiempo, uno ya estaba desacostumbrado a considerar la nieve como un privilegio del invierno. Sin cesar y en todas las estaciones, aunque a veces desde lejos, se tenía la nieve ante los ojos, pues siempre restos de ella brillaban en las hendiduras y los barrancos de la cadena rocosa del Raetikon, que parecía cerrar la entrada del valle, y siempre las majestades montañosas más lejanas del sur resplandecían nevadas.
Pero esta vez la caída de la nieve y el descenso de la temperatura se hicieron duraderos. El cielo pesaba, gris pálido y bajo, sobre el valle, se deshacía en copos que caían silenciosamente y sin descanso, con una abundancia exagerada y un poco inquietante, y de hora en hora aumentaba el frío".

domingo, 5 de junio de 2016

LA METAMÚSICA LEOPOLDO LUGONES.


LA METAMÚSICA
LEOPOLDO LUGONES
Las fuerzas extrañas reúnen doce relatos y una teoría del cosmos que constituyen los cuentos fantásticos más perfectos de la literatura castellana y aún de la literatura. Perfectos por la prosa excepcional que los narra, por los argumentos asombrosos que abordan y por los hallazgos narrativos que Leopoldo Lugones ensaya para dar verosimilitud a estas fantasías. La vasta sombra de Edgar Allan Poe planea sobre ellos. También la invención de Wells, Villiers de L’Isle Adam, Leonardo da Vinci, Goethe y Marcel Schow y sus fantasías históricas. La temática oscila entre la ficción científica (Yzur), la recreación de ambientes mitológicos (Los caballos de Abdera), bíblicos (La estatua de sal o La lluvia de fuego), el tema del doble (Un fenómeno inexplicable) o el desarrollo de motivos populares. En la narrativa fantástica de Lugones confluyen la tradición romántica y la fantasía, la irracionalidad y el misticismo.
Fuente:
http://www.quelibroleo.com/las-fuerzas-extranas


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***

Como hiciera varias semanas que no lo veía, al encontrarlo le pregunté:
-¿Estás enfermo?
-No; mejor que nunca y alegre como unas pascuas. ¡Si supie-ras lo que me ha tenido absorto durante estos dos meses de encie-rro!
Pues hacía efectivamente dos meses que se lo extrañaba en su círculo literario, en los cafés familiares y hasta en el paraíso de la ópera, su predilección.
El pobre Juan tenía una debilidad: la música. En sus buenos tiempos, cuando el padre opulento y respetado compraba palco, Juan podía entregarse a su pasión favorita con toda comodidad. Después acaeció el derrumbe; títulos bajos, hipotecas, remates... El viejo murió de disgusto y Juan se encontró solo en esa singular autonomía de la orfandad, que toca por un extremo al tugurio y por el otro a la fonda de dos platos, sin vino.
Por no ser huésped de cárcel, se hizo empleado que cuesta más y produce menos; pero hay seres timoratos en medio de su fuerza, que temen a la vida lo bastante para respetarla, acabando por acostarse con sus legítimas después de haber pensado veinte aventuras.
La existencia de Juan volvióse entonces acabadamente monó-tona. Su oficina, sus libros y su banqueta del paraíso fueron para él la obligación y el regalo. Estudió mucho, convirtiéndose en un teorizador formidable. Analogías de condición y de opiniones nos acercaron, nos amistaron y concluyeron por unirnos en sincera afección. Lo único que nos separaba era la música, pues jamás en-tendí una palabra de sus disertaciones, o mejor dicho nunca pude conmoverme con ellas, pareciéndome falso en la práctica lo que por raciocinio encontraba evidente; y como en arte la comprensión está íntimamente ligada a la emoción sentida, al no sentir yo nada con la música, claro está que no la entendía.
Esto desesperaba a mi amigo, cuya elocuencia crecía en pro-porción a mi incapacidad para gozar con lo que, siendo para él emoción superior, sólo me resultaba confusa algarabía.
Conservaba de su pasado bienestar un piano, magnífico ins-trumento cuyos acordes solían comentar sus ideas cuando mi re-belde emoción fracasaba en la prueba.
-Concedo que la palabra no alcance a expresarlo -decía-, pero escucha; abre bien las puertas de tu espíritu; es imposible que de-jes de entender.
Y sus dedos recorrían el teclado en una especie de mística exal-tación.
Así discutíamos los sábados por la noche, alternando las diser-taciones líricas con temas científicos en los que Juan era muy fuer-te, y recitando versos. Las tres de la mañana siguiente eran la hora habitual de despedirnos. Júzguese si nuestra conversación sería prolongada después de ocho semanas de separación.
-¿Y la música, Juan?
-Querido, he hecho descubrimientos importantes.
Su fisonomía tomó tal carácter de seriedad, que le creí acto continuo. Pero una idea me ocurrió de pronto.
-¿Compones?.
Los ojos le fulguraron.
-Mejor que eso, mucho mejor que eso. Tú eres un amigo del alma y puedes saberlo. El sábado por la noche, como siempre, ya sabes; en casa; pero no lo digas a nadie, ¿eh? ¡A nadie! -añadió casi terrible.
Calló un instante; luego me pellizcó confidencialmente la punta de la oreja, mientras una sonrisa maliciosa entreabría sus labios febriles.
-Allá comprenderás por fin, allá veras. Hasta el sábado, ¿eh?... Y como lo mirara interrogativo, añadió lanzándose a un tran-vía, pero de modo que sólo yo pudiese oírlo:
-... ¡Los colores de la música!...
Era un miércoles. Me era menester esperar tres días para co-nocer el sentido de aquella frase. ¡Los colores de la música!, me decía. ¿Será un fenómeno de audición coloreada? ¡Imposible! Juan es un muchacho muy equilibrado para caer en eso. Parece excita-do, pero nada revela una alucinación en sus facultades. Después de todo, ¿por qué no ha de ser verdad su descubrimiento?... Sabe mucho, es ingenioso, perseverante, inteligente... La música no le impide cultivar a fondo las matemáticas, y éstas son la sal del espí-ritu. En fin, aguardemos.
Pero, no obstante mi resignación, una intensa curiosidad me embargaba; y el pretexto ingenuamente hipócrita de este género de situaciones, no tardó en presentarse.
Juan está enfermo, a no dudarlo, me dije. Abandonarlo en tal situación, sería poco discreto. Lo mejor es verlo, hablarle, hacer cuanto pueda para impedir algo peor. Iré esta noche. Y esa misma noche fui, aunque reconociendo en mi intento más curiosidad de lo que hubiese querido.
Daban las nueve cuando llegué a la casa. La puerta estaba ce-rrada. Una sirvienta desconocida vino a abrirme. Pensé que sería mejor darme por amigo de confianza, y después de expresar las buenas noches con mi entonación más confidencial:
-¿Está Juan? -pregunté.
-No, señor; ha salido.
-¿Volverá pronto?
-No ha dicho nada.
-Porque si volviera pronto -añadí insistiendo- le pediría per-miso para esperarlo en su cuarto. Soy, su amigo íntimo y tengo algo urgente que comunicarle.
-A veces no vuelve en toda la noche.
Esta evasiva me reveló que se trataba de una consigna, y decidí retirarme sin insistir. Volví el jueves, el viernes, con igual resulta-do. Juan no quería recibirme; y esto, francamente, me exasperaba. El sábado me tendría fuerte, vencería mi curiosidad, no iría. El sábado a las nueve de la noche había dominado aquella puerilidad. Juan en persona me abrió.
-Perdona; sé que me has buscado; no estaba; tenía que salir todas las noches.
-Sí; te has convertido en personaje misterioso.
-Veo que mi descubrimiento te interesa de veras.
-No mucho, mira; pero, francamente, al oírte hablar de los colores de la música, temí lo que hay que temer, y ahí tienes la causa de mi insistencia.
-Gracias, quiero creerte, y me apresuro a asegurarte que no estoy loco. Tu duda lastima mi amor propio de inventor, pero so-mos demasiado amigos para no prometerte una venganza.
Mientras, habíamos atravesado un patio lleno de plantas. Pasa-mos un zaguán, doblamos a la derecha, y Juan abriendo una puer-ta dijo:
-Entra; voy a pedir el café.
Era el cuarto habitual, con su escritorio, su ropero, su armario de libros, su catre de hierro. Noté que faltaba el piano. Juan volvía en ese momento.
-¿Y el piano?
-Está en la pieza inmediata. Ahora soy rico; tengo dos "salo-nes".
-¡Qué opulencia!
Y esto nos endilgó en el asunto.
Juan, que paladeaba con deleite su café, empezó tranquilamente:
-Hablemos en serio. Vas a ver una cosa interesante. Vas a ver, óyelo bien. No se trata de teorías. Las notas poseen cada cual su color, no arbitrario, sino real. Alucinaciones y chifladuras nada tie-nen que ver con esto. Los aparatos no mienten, y mi aparato hace perceptibles los colores de la música. Tres años antes de conocer-te, emprendí las experiencias coronadas hoy por el éxito. Nadie lo sabía en casa, donde, por otra parte, la independencia era grande, como recordarás. Casa de viudo con hijos mayores... Dicho esto en forma de disculpa por mi reserva, que espero no atribuyas a desconfianza, quiero hacerte una descripción de mis procedimien-tos, antes de empezar mi pequeña fiesta científica.
Encendidos los cigarrillos y Juan continuó:
-Sabemos por la teoría de la unidad de la fuerza, que el movi-miento es, según los casos, luz, calor, sonido, etc; dependiendo estas diferencias -que esencialmente no existen, pues son única-mente modos de percepción de nuestro sistema nervioso- del mayor o menor número de vibraciones de la onda etérea.
"Así, pues, en todo sonido hay luz, calor, electricidad latentes, como en toda luz hay a su vez electricidad, calor y sonido. El ultra violeta del espectro, señala el límite de la luz y es ya calor, que cuando llegue a cierto grado se convertirá en luz... Y la electricidad igualmente. ¿Por qué no ocurriría lo mismo con el sonido? me dije; y desde aquel momento quedó planteada mi problema.
"La escala musical está representada por una serie de números cuya proporción, tomando al do como unidad, es bien conocida, pues la armonía se halla constituida por proporciones de número, o en otros términos se compone de la relación de las vibraciones aéreas por un acorde de movimientos desemejantes.
"En todas las músicas sucede lo mismo, cualquiera que sea su desarrollo. Los griegos que no conocían sino tres de las consonan-cias de la escala, llegaban a idénticas proporciones: 1 a 2, 3 a 2, 4 a 3. Es, como observas, matemático. Entre las ondulaciones de la luz tiene que haber una relación igual, y es ya vieja la compara-ción. El 1 del do, está representado por las vibraciones de 369 mi-llonésimas de milímetro que engendran el violáceo, y el 2 de la octava por el duplo; es decir, por las de 738 que producen el rojo. Las demás notas, corresponden cada una a un color.
"Ahora bien, mi raciocinio se efectuaba de este modo:
"Cuando oímos un sonido, no vemos la luz, no palpamos el calor, no sentimos la electricidad que produce, porque las ondas caloríficas, luminosas y eléctricas, son imperceptibles por su pro-pia amplitud. Por la misma razón no oímos cantar la luz, aunque la luz canta real y verdaderamente, cuando sus vibraciones que cons-tituyen lós colores, forman proporciones armónicas. Cada percep-ción tiene un límite de intensidad, pasado el cual se convierte en impercepción para nosotros. Estos límites no coinciden en la ma-yoría de los casos, lo cual obedece al progresivo trabajo de diferenciación efectuado por los sentidos en los organismos superiores; de tal modo que si al producirse una vibración, no percibimos más que uno de los movimientos engendrados, es porque los otros, o han pasado el límite máximo, o no han alcanzado el límite míni-mo de la percepción. A veces se consigue, sin embargo, la simulta-neidad. Así, vemos el color de una luz, palpamos su calor y medi-mos su electricidad...
Todo esto era lógico; pero en cuanto al sonido, tenía una obje-ción muy sencilla que hacer y la hice:
-Es claro; y si con el sonido no sucede así, es porque se trata de una vibración aérea, mientras que las otras son vibraciones eté-reas.
-Perfectamente; pero la onda aérea provoca vibraciones eté-reas, puesto que al propagarse conmueve el éter intermedio entre molécula y molécula de aire. ¿Qué es esta segunda vibración? Yo he llegado a demostrar que es luz. ¿Quién sabe si mañana un termó-metro ultrasensible no averiguará las temperaturas del sonido?
"Un sabio injustamente olvidado, Louis Lucas, dice lo que voy a leer, en su Chim¡e Nouvelle:
"Si se estudia con cuidado las propiedades del monocordio, se nota que en toda jerarquía sonora no existen, en realidad, más que tres puntos de primera importancia: la tónica, la quinta y la tercia, siendo la octava reproducción de ellas a diversa altura, y permane-ciendo en las tres resonancias la tónica como punto de apoyo; la quinta es su antagonista y la tercia un punto indiferente, pronto a seguir a aquel de los dos contrarios que adquiera superioridad.
"Esto es también lo que hallamos en tres cuerpos simples, cuya importancia relativa no hay necesidad de recordar: el hidrógeno, el ázoe y el oxígeno. El primero, por su negativismo absoluto en presencia de los otros metaloides, por sus propiedades esencial-mente básicas, toma el sitio de la tónica, o reposo relativo; el oxí-geno, por sus propiedades antagónicas, ocupa el lugar de la quinta; y por fin, la indiferencia bien conocida del ázoe, le asigna el puesto de la tercia.'
"\'a ves que no estoy solo en mis conjeturas, y que ni siquiera voy tan lejos; mas, lleguemos cuanto antes a la narración de la experiencia.
"Ante todo, tenía tres caminos: o colar el sonido a través de algún cuerpo que lo absorbiera, no dejando pasar sino las ondas luminosas: algo semejante al carbón animal para los colorantes químicos; o construir cuerdas tan poderosas, que sus vibracio-nes pudieran contarse, no por miles sino por millones de millo-nes en cada segundo, para transformar mi música en luz; o redu-cir la expansión de la onda luminosa, invisible en el sonido, con-tenerla en su marcha, reflejarla, reforzarla hasta hacerla alcanzar un límite de percepción y verla sobre una pantalla conveniente-mente dispuesta.
"De los tres métodos probables, excuso decirte que he adopta-do el último; pues los dos primeros requerirían un descubrimien-to previo cada uno, mientras que el tercero es una aplicación de aparatos conocidos.
-¡Age dum! -prosiguió evocando su latín, mientras abría la puer-ta del segundo aposento-. Aquí tienes mi aparato -añadió, al paso que me enseñaba sobre un caballete una caja como de dos metros de largo, enteramente parecida a un féretro. Por uno de sus extre-mos sobresalía el pabellón paraboloide de una especie de clarín. En la tapa, cerca de la otra extremidad, resaltaba un trozo de cristal que me pareció la faceta de un prisma. Una pantalla blanca coro-naba el misterioso cajón, sobre un soporte de metal colocado hacia la mitad de la tapa.
Juan se apoyó sobre el aparato y yo me senté en la banqueta del piano.
-Oye con atención.
-Ya te imaginas.
-El pabellón que aquí ves, recoge las ondas sonoras. Este pabe-llón toca al extremo de un tubo de vidrio negro, de dobles pare-des, en el cual se ha llevado el vacío a una millonésima de atmósfe-ra. La doble pared del tubo está destinada a contener una capa de agua. El sonido muere en él y en el denso almohadillado que lo rodea. Queda sólo la onda luminosa cuya expansión debo reducir para que no alcance la amplitud suprasensible. El vidrio negro lo consigue; y ayudado por la refracción del agua, se llega a una re-ducción casi completa. Además el agua tiene por objeto absorber el calor que resulta.
-¿Y por qué el vidrio negro?
-Porque la luz negra tiene una vibración superior a la de todas las otras; y como por consiguiente el espacio entre movimiento y movimiento se restringe, las demás no pueden pasar por los in-tersticios y se reflejan. Es exactamente análogo a una trinchera de trompos que bailan conservando distancias proporcionales a su tamaño. Un trompo mayor, aunque animado de menor velocidad, intenta pasar; pero se produce un choque que lo obliga a volver sobre sí mismo.
-Y los otros, ¿no retroceden también?
-Ese es el percance que el agua está encargada de prevenir. -Muy bien; continúa.
-Reducida la onda luminosa, se encuentra al extremo del tubo con un disco de mercurio engarzado a aquél; disco que la detiene en su marcha.
-Ah, el inevitable mercurio.
-Sí, el mercurio. Cuando el profesor Lippmann lo empleó para corregir las interferencias de la onda luminosa en su descubrimiento de la fotografía de los colores, aproveché el dato; y el éxito no tar-dó en coronar mis previsiones. Así, pues, mi disco de mercurio contiene la onda en marcha por el tubo, y la refleja hacia arriba por medio de otro, acodado. En este segundo tubo, hay dispuestos tres prismas infrang¡bles, que refuerzan la onda luminosa hasta el grado requerido para percibirla como sensación óptica. El número de prismas está determinado por tanteo, a ojo, y el último de ellos, cerrando el extremo del tubo, es el que ves sobresalir aquí. Tene-mos, pues, suprimida la vibración sonora, reducida la amplitud de la onda luminosa, contenida su marcha y reforzada su acción. No nos queda más que verla.
-¿Y se ve?
-Se ve, querido; se ve sobre esta pantalla; pero falta algo aún.
Este algo es mi piano cuyo teclado he debido transformar en series de siete blancas y siete negras, para conservar la relación verdadera de las transposiciones de una nota tónica a otra; relación que se esta-blece multiplicando la nota por el intervalo del semitono menor.
"Mi piano queda convertido, así, en un instrumento exacto, bien que de dominio mucho más difícil. Los pianos comunes, cons-truidos sobre el principio de la gama temperada que luego recor-daré, suprimen la diferencia entre los tonos y los semitonos mayo-res y menores, de suerte que todos los sones de la octava se redu-cen a doce, cuando son catorce en realidad.
"El mío es un instrumento exacto y completo.
"Ahora bien, esta reforma, equivale a -abolir la gama temperada de uso corriente, aunque sea, como dije, inexacta, y a la cual se debe en justicia el enorme progreso alcanzado por la música ins-trumental desde Sebastián Bach, quien le consagró cuarenta y ocho composiciones. Es claro, ¿no?
-¡Qué sé yo de todo eso! Lo que estoy viendo es que me has elegido como se elige una pared para rebotar la pelota.
-Creo inútil recordarte que uno no se apoya sino sobre lo que resiste.
Callamos sonriendo, hasta que Juan me dijo:
-¿Sigues creyendo, entonces, que la música no expresa nada? Ante esta insólita pregunta que desviaba a mil leguas el argu-mento de la conversación, k pregunté a mi vez:
-¿Has leído a Hanslick?
-Sí, ¿por qué?
-Porque Hanslick, cuya competencia crítica no me negarás, sostiene que la música no expresa nada, que sólo evoca senti-mientos.
-¿Eso dice Hanslick? Pues bien, yo sostengo, sin ser ningún crítico alemán, que la música es la expresión matemática del alma. -Palabras...
-No, hechos perfectamente demostrables. Si multiplicas el semidiámetro del mundo por 36, obtienes las cinco escalas musi-cales de Platón, correspondientes a los cinco sentidos.
-¿Y por qué 36?
-Hay dos razones: una matemática, la otra psíquica. Según la primera, se necesitan treinta y seis números para llenar los inter-valos de las octavas, las cuartas y las quintas hasta 27, con números armónicos.
-¿Y por qué 27?
-Porque 27 es la suma de los números cubos 1 y 8; de los li-neales 2 y 3; y de los planos 4 y 9; es decir, de las bases matemáticas del universo. La razón psíquica consiste en que ese número 36, total de los números armónicos, representa, además, el de las emo-ciones humanas.
-¡Cómo!
-El veneciano Gozzi, Goethe y Schiller, afirmaban que no de-ben existir sino treinta y seis emociones dramáticas. Un erudito, J. Polti, demostró el año 94, si no me equivoco, que la cantidad era exacta y que el número de emociones humanas no pasaba de treinta y seis.
-¡Es curioso!
-En efecto; y más curioso si se tiene en cuenta mis propias observaciones. La suma o valor absoluto de las cifras de 36, es 9, número irreductible; pues todos sus múltiplos lo repiten si se efec-túa con ellos la misma operación. El 1 y el 9 son los únicos núme-ros absolutos o permanentes; y de este modo, tanto 27 como 36, iguales a 9 por el valor absoluto de sus cifras, son números de la misma categoría. Esto da origen, además, a una proporción. 27, o sea el total de las bases geométricas, es a 36, total de las emociones humanas, como x, el alma, es al absoluto 9. Practicada la opera-ción, se averigua que el término desconocido es 6. Seis, fíjate bien: el doble ternario que en la simbología sagrada de los antiguos, sig-nificaba el equilibrio del universo. ¿Qué me dices?
Su mirada se había puesto luminosa y extraña.
-El universo es música -prosiguió animándose-. Pitágoras te-nía razón, y desde Timeo hasta Keplen, todos los pensadores han presentido esta armonía. Eratóstenes llegó a determinar la escala celeste, los tonos y semitonos entre astro y astro. ¡Yo creo tener algo mejor; pues habiendo dado con las notas fundamentales de la música de las esferas, reproduzco en colores geométricamente combinados, el esquema del Cosmos!...
¿Qué estaba diciendo aquel alucinado? ¿Qué torbellino de ex-travagancias se revolvía en su cerebro...? Casi no tuve tiempo de advertirlo, cuando el piano empezó a sonar.
Juan volvió a ser el inspirado de otro tiempo, en cuanto sus dedos acariciaron las teclas.
-Mi música -iba diciendo-, se halla formada por los acordes de tercia menor introducidos en el siglo XVII y que Mozart mismo consideraba imperfectos, a pesar de que es todo lo contrario; pero su recurso fundamental está constituido por aquellos acordes in-versos que hicieron calificar de melodía de los ángeles la música de Palestrina...
En verdad, hasta mi naturaleza refractaria se conmovía con aquellos sones. Nada tenían de común con las armonías habitua-les, y aun podía decirse que no eran música en realidad; pero lo cierto es que sumergían el espíritu en un éxtasis sereno, como quien dice formado de antigüedad y de distancia.
Juan continuaba:
-Observa en la pantalla la distribución de colores que acompa-ña a la emisión musical. Lo que estás escuchando es una armonía en la cual entran las notas específicas de cada planeta del sistema; y este sencillo conjunto termina con la sublime octava del sol, que nunca me he atrevido a tocar, pues temo producir influencias ex-cesivamente poderosas. ¿No sientes algo extraño?
Sentía, en efecto, como si la atmósfera de la habitación estu-viese conmovida por presencias invisibles. Ráfagas sordas cruza-ban su ámbito. Y entre la beatitud que me regalaba la grave dulzu-ra de aquella armonía, una especie de aura eléctrica iba helándome de pavor. Pero no distinguía sobre la pantalla otra cosa que una vaga fosforescencia y como esbozos de figuras...
De pronto comprendí. En la común exaltación, habíasenos ol-vidado apagar la lámpara.
Iba a hacerlo, cuando Juan gritó enteramente arrebatado, entre un son estupendo del instrumento:
-¡Mira ahora!
Yo también lancé un grito, pues acababa de suceder algo terri-ble.
Una llama deslumbradora brotó del foco de la pantalla. Juan, con el pelo erizado, se puso de pie, espantoso. Sus ojos acababan de evaporarse como dos gotas de agua bajo aquel haz de dardos flamígeros, y él, insensible al dolor, radiante de locura, exclamaba tendiéndome los brazos:
-¡La octava del sol, muchacho, la octava del sol!

sábado, 4 de junio de 2016

EL ORIGEN DEL DILUVIO, NARRACIÓN DE UN ESPÍRITU LEOPOLDO LUGONES.


EL ORIGEN DEL DILUVIO, NARRACIÓN DE UN ESPÍRITU
LEOPOLDO LUGONES


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...La tierra acababa de experimentar su primera incrustación sólida y hallábase todavía en una oscura incandescencia. Mares de ácido carbónico batían sus continentes de litio y de aluminio, pues éstos fueron los primeros sólidos que formaron la costra terrestre. El azufre y el boro figuraban también en débiles vetas.
Así, el globo entero brillaba como una monstruosa bola de plata. La atmósfera era de fósforo con vestigios de flúor y de cloro. Llamas de sodio, de silicio, de magnesio, constituían la luminosa progenie de los metales. Aquella atmósfera relumbraba tanto como una es-trella, presentando un espesor de muchos millares de kilómetros.
Sobre esos continentes y en semejantes mares, había ya vida organizada, bien que bajo formas inconcebibles ahora; pues no existiendo aún el fosfato de cal, dichos seres carecían de huesos. El oxígeno y el nitrógeno, que con algunos rastros de bario entraban en la composición de tales vidas, completaban los únicos catorce cuerpos constituyentes del planeta. Así, todo era en él extremada-mente sencillo.
La actividad de los seres que poseían inteligencia, no era me-nos intensa que ahora, sin embargo; si bien de mucho menor am-plitud; y no obstante su constitución de moluscos, vivían, obra-ban, sentían, de un modo análogo al de la humanidad presente. Habían llegado, por ejemplo, a construir enormes viviendas con rocas de litio; y el sudor de sus cuerpos oxidaba el aluminio en copos semejantes al amianto incandescente.
Su estructura blanda, era una consecuencia del medio poco sólido en que tomaron origen, así como de la ligereza específica de los continentes que habitaban. Poseían también la aptitud anfibia; pero como debían resistir aquellas temperaturas, y mantenerse en formas definidas bajo la presión de la profunda atmósfera, su es-tructura manteníase recia en su misma fluidez.
Esbozos de hombres, más bien que hombres propiamente di-cho, o especies de monos gigantescos y huecos, tenían la facilidad de reabsorberse en esferas de gelatina o la de expandirse como fantasmas hasta volverse casi una niebla. Esto último constituía su tacto, pues necesitaban incorporar los objetos a su ser, envolvién-dolos enteramente para sentirlos. En cambio, poseían la doble vis-ta de los sonámbulos actuales. Carecían de olfato, gusto y oído. Eran perversos y formidables, los peores monstruos de aquella primitiva creación. Sabían emanar de sus fluidos organismos, se-res cuya vida era breve pero dañina, semejantes a las carroñas con los gusanos. Fueron los gigantes de que hablan las leyendas.
Construían sus ciudades como los caracoles sus conchas, de modo que cada vivienda era una especie de caparazón exudado por su habitante. Así, las casas resultaban grupos de bóvedas, y las ciudades parecían cúmulos de nubes brillantes. Eran tan altas como éstas, pero no se destacaban en el cielo azul, pues el azul no existía entonces, porque faltaba el aire. La atmósfera sólo se coloreaba de anaranjado y de rojo.
Apenas dos o tres especies de aves cuyas alas no tenían plumas, sino escamas como las de las mariposas, y cuyo tornasol preludiaba el oro inexistente, remontaban su vuelo por la atmósfera fosfórica.
Era ella tan elevada, y el vuelo tan vasto, que las llevaba cerca de la luna. El arrebato magnético del astro solía embriagarlas; y corno éste poseía entonces una atmósfera en contacto con la te-rrestre, afrontábanla en ímpetu temerario yendo a caer exánimes sobre sus campos de hielo.
Una vegetación de hongos y de líquenes gigantes arraigaba en las aún mal seguras tierras; y no lejanos todavía del animal, en la primitiva confusión de los orígenes, algunos sabían trasladarse por medio de tentáculos; tenían otros, a guisa de espinas, picos de ave, que estaban abriéndose y cerrándose; otros fosforecían a cualquier roce; otros frutaban verdaderas arañas que se iban caminando y producían huevos de los cuales brotaba otra vez el vegetal proge-nitor. Eran singularmente peligrosos los cactus eléctricos que sa-bían proyectar sus espinas.
Los elementos terrestres se encontraban en perpetua inestabi-lidad. Surgían y fracasaban por momentos disparatadas alotropías. La presión enorme apenas dejaba solidificarse escasos cuerpos. Las rocas actuales dormían el sueño de la inexistencia. Las piedras pre-ciosas no eran sino colores en las fajas del espectro.
Así las cosas, sobrevino la catástrofe que los hombres llamaron después diluvio; pero ella no fue una inundación acuosa, si bien la causó una invasión del elemento líquido. El agua tuvo interven-ción de otro modo.
Ahora bien: es sabido que los cuerpos, bajo ciertas circunstan-cias, pueden variar sus caracteres específicos hasta perderlos casi todos con excepción del peso; y esto es lo que recibe el nombre de alotropía. El ejemplo clásico del fósforo rojo y del fósforo blanco debe ser recordado aquí: el blanco es ávido de oxígeno, tóxico y funde a los 44°; el rojo es casi indiferente al oxígeno, inofensivo e infusible, sin contar otros caracteres que acentúan la diferencia. Sin embargo, son el mismo cuerpo, para no hablar de las diversas especies de hierro, de plata, que constituyen también estados alotrópicos.
Nadie ignora, por otra parte, que el calor multiplica las afini-dades de la materia, haciendo posibles, por ejemplo, las combina-ciones del ázoe y del carbono con otros cuerpos, cosa que no suce-de a la temperatura ordinaria; y conviene recordar, además, que basta la presencia en un cuerpo de partículas pertenecientes a al-gunos otros, para cambiar sus propiedades o comunicar las nue-vas, siendo particularmente interesante a este respecto lo que su-cede al aluminio puesto en contacto, por choque, con el mercurio; pues basta eso para que se oxide en seco, descomponga el agua y sea atacado por los ácidos nítrico y sulfúrico, al revés exactamente de lo que le pasa cuando no existe el contacto.
A estas causas de variabilidad de los cuerpos, es menester aña-dir la presión, capaz por sí sola de disgregar los sólidos hasta licuarlos, cualquiera que sea su maleabilidad, y sin exceptuar al mismo acero; pues nada más que con la presión se ha llegado a convertirlo en una masa blanduzca, trabajándolo con entera comodidad.
Mencionaré, por último, una extraña propiedad que los químicos  llaman  acción catalítica, o en términos vulgares, acción de presencia, y por medio de la cual ciertos cuerpos provocan com-binaciones de otros, sin tomar parte en las mismas. Entre éstos, uno de los más activos, y el que interviene en mayor número de casos, es el vapor de agua. Los datos que anteceden, nos ponen ya en situación de explicar el fenómeno al cual están dedicadas estas líneas.
Sucedió por entonces que la atmósfera terrestre, condensán-dose en torno al globo, empezó a ejercer una atracción progresiva sobre la atmósfera de la luna. Al cabo de cierto tiempo, esta at-mósfera no pudo resistir aquella atracción, y empezó a incorporar con la nuestra sus elementos más ligeros. La falta de presión cau-sada por este fenómeno, vaporizó los mares de la luna que esta-ban helados hacía muchos siglos; y una niebla fría, a muchos gra-dos bajo nuestro cero termométrico, rodeó el astro muerto como un sudario.
Cierto día el vapor acuoso se precipitó en la atmósfera terrestre, y ésta vio aumentado su peso en varios miles de millones de tonela-das. A tal fenómeno, unióse la acción catalítica del vapor, y entonces fue cuando empezaron a disgregarse los sólidos terrestres.
Un ablandamiento progresivo dio a todos la consistencia del yeso; pero cuando el fenómeno siguió, deleznándose aquéllos en una especie de lodo, empezó la catástrofe. Las montañas fueron aplastándose por su propio peso, hasta degenerar en médanos que el viento arrasaba. Las mansiones de los gigantes volviéronse pol-vo a su vez, y pronto hubo de observarse con horror que el ele-mento líquido cambiaba de estado en la forma más extraordinaria; secábase sin desaparecer, volviéndose también polvo por la disgre-gación de sus moléculas, y se confundía con el otro en un solo cuerpo, seco y fluido a la vez sin olor, color ni temperatura.
Lo raro fue que el fenómeno no se efectuaba al mismo tiempo en la materia organizada. Esta resistía mejor, sin duda por su con-dición semilíquida; pero semejante diferencia comportaba la muerte violenta en aquella disgregación. Poco después no hubo en el glo-bo otra existencia que la flotante sobre esa especie de arenas cós-micas; mas ya la mayor parte de los seres animados había muerto de inanición; pues aunque no comían como nosotros, absorbían del aire sus principios vitales, y el aire estaba cambiado por los ele-mentos de la luna.
Apenas uno que otro gran molusco se revolvía sobre la uni-versal fluidez sin olas, bajo el horror de la atmósfera gigantesca, preñada de tósigos mortales, donde se operaba la futura organi-zación. Tampoco pudieron ellos resistir a esas combinaciones, ni adaptarse al estado de disgregación; y, por otra parte, éste los afec-taba a su vez. Ellos fueron también disolviéndose hasta desapare-cer; y entonces, sobre el ámbito del planeta, fue la soledad y la negra noche.
Millares de años después, los elementos empezaron a recom-ponerse.
Formidables tempestades químicas conmovieron el estado crí-tico de la masa, y los catorce cuerpos primitivos revivieron, en-gendrando nuevas combinaciones.
El litio se triplicó en potasio, rubidio y cesio; el fósforo en ar-sénico, antimonio y bismuto; el carbono engendró titano y zirconio; el azufre, selenio y teluro....
Los océanos fueron ya de agua, el agua de la luna periódica-mente exaltada hacia su origen por la armónica dilatación de las mareas. La atmósfera se había vuelto de aire semejante al nuestro, aunque saturado de ácido carbónico.
Ningún ser vivo quedaba de la anterior creación. Hasta sus huellas habían sido destruidas. Pero los vapores de la luna trajeron consigo gérmenes vivificantes, que el nuevo estado de la tierra fue llamando lentamente a la existencia.
El mar se cubrió de vidas rudimentarias. La costra sólida pulu-ló de hierbas, y el dominio de éstas duró una edad.
Pero yo no sabría repetir el enorme proceso. Réstame decir que los primeros seres humanos fueron organismos del agua: monstruos hermosos, mitad pez, mitad mujer, llamados después sirenas en las mitologías. Ellos dominaban el secreto de la armonía original y trajeron al planeta las melodías de la luna que encerra-ban el secreto de la muerte.
Fueron blancos de carne como el astro materno; y el sodio primitivo que saturaba su nuevo elemento de existencia, al engen-drar de sí los metales nobles, hizo vegetar en sus cabelleras el oro hasta entonces desconocido...
... He aquí lo que mi memoria, millonaria de años, evoca con un sentido humano, y he aquí lo que he venido a deciros descen-diendo de mi región, el cono de sombra de la tierra. Os añadiré que estoy condenado a permanecer en él durante toda la edad del planeta.
La médium calló, recostando fatigosamente su cabeza sobre el respaldo del sofá. Y Mr. Skinner, una de las ocho personas que asistían a la sesión, no pudo menos de exclamar en las tinieblas:
–¡El cono de sombra! ¡El diluvio!... ¡Disparatada superchería!
Nada pudimos replicarle, pues un estertor de la médium nos distrajo.
De su costado izquierdo desprendíase rápidamente una masa tenebrosa, asaz perceptible en la penumbra. Creció como un glo-bo, proyectó de su seno largos tentáculos, y acabó por desprender-se a modo de una araña gigantesca. Siguió dilatándose hasta llenar el aposento, envolviéndonos como un mucílago y jadeando con un rumor de queja. No tenía forma definida en la oscuridad espe-sada por su presencia; pero si el horror se objetiva de algún modo, aquello era el horror.
Nadie intentaba moverse, ante el espantoso hormigueo de ten-táculos de sombra que se sentía alrededor, y no sé cómo hubiera acabado eso, si la médium no implora con voz desfallecida:
–¡Luz, luz, Dios mío!
Tuve fuerzas para saltar hasta la llave de la luz eléctrica; y junto con su rayo, la masa de sombra estalló sin ruido, en una especie de suspiro enorme.
Mirámonos en silencio.
Algo como un lodo heladísimo nos cubría enteramente; y aque-llo habría bastado para prodigio, si al acudir a su lavabo, Skinner no realiza un hallazgo más asombroso.
En el fondo de la palangana, yacía no más grande que un ratón, pero acabada de formas y de hermosura, irradiando mortalmente su blancor, una pequeña sirena muerta.

Lecturas. Fragmentos. La Montaña Mágica. Thomas Mann.


FRAGMENTO. Páginas 338-339. La Montaña Mágica.
"Sin embargo, el elogio de Hans Castorp era justificado. El esplendor mate de los blancos de ese busto delicado, pero no delgado, que se perdía en la tela azulada de la blusa, tenía mucha naturalidad, visiblemente había sido pintado con sentimiento y, a pesar de su carácter un poco dulzón, el artista había sabido darle una especie de realidad científica y precisión viviente. Se había servido, en particular, de la superficie ligeramente rugosa de la tela, sacando partido a través del color al óleo, en particular en la región de la clavícula, bastante saliente, como de una aspereza natural de la superficie de la piel. Un lunar, en la parte izquierda, allí donde el pecho comenzaba a dividirse, no había sido olvidado, y entre las prominencias se creía ver cómo se transparentaban ligeramente las venas azuladas. Se hubiera dicho que, ante las miradas del espectador, un estremecimiento apenas perceptible de sensualidad recorría aquella desnudez. Se podía imaginar que se percibía la emanación invisible y viva, la evaporación de aquella carne, de tal manera que si se hubiesen apoyado en ella se habría respirado, no un olor de pintura y barniz, sino el olor de un cuerpo humano. Al decir esto, no hacemos más que revelar las impresiones de Hans Castorp. Pero aunque él estuviese particularmente dispuesto a recibir tales impresiones, hay que hacer constar objetivamente de que el escote de madame Chauchat era, en efecto, la parte mejor conseguida del cuadro".

viernes, 3 de junio de 2016

LECTURAS-FRAGMENTOS. NOVELA: "INSACIABILIDAD".


"... te voy a flagelar con tu propio deseo, flagelaré a muerte tu imaginación de cerdo. Puedes revolcarte en mí en pensamiento, rugir de rabia, pero jamás me tocarás. Es precisamente en ese “jamás” que anida el goce. Aúlla de dolor y suplícame para que roce con un solo cabello tus tripas irritadas hasta la locura...”
Stanisław Ignacy Witkiewicz.

Leopoldo Lugones La estatua de sal.


Si tuviéramos que cifrar en un hombre todo el proceso de la literatura argentina (y nada nos obliga, por cierto, a tan extravagante reducción), ese hombre sería indiscutiblemente Lugones. Fue poeta, narrador, crítico, historiador, lexicógrafo, orador y, sin mayor fortuna, helenista y traductor de Homero.
(…) Yzur es el primer cuento de nuestra serie, que inaugura en nuestro idioma el género de la ficción científica. La lluvia de fuego imagina de un modo vívido y preciso lo que pudo haber acontecido en las ciudades de la llanura; también La estatua de sal es de origen bíblico, pero Lugones enriquece la fábula que todos conocemos con un insólito misterio. Es evidente que el relato Los caballos de Abdera procede del soneto Fuite des Centaures de Heredia; pero no es menos evidente que supera a su modelo. Lugones en Un fenómeno inexplicable relata de un modo llano y pausado un hecho inaudito; en Francesca se atreve a competir con el canto V del Infierno y el hallazgo de esa aventura está en el tono íntimo. Abuela Julieta es uno de los más delicados cuentos de amor; una de las mejores páginas de Lugones.

Jorge Luis Borges

La estatua de sal
He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas diga que no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto por entre bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas, cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora confúndense en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes arrostran semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes, que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo, a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato, cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme Nuestra Señora del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud y la penitencia. Dios lo haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando. De aquellas grutas, surgían columnas de plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo.
El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y, sin embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Éstos fueron acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio, olía bien como un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan, con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues bien sabía que el Señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas, asustadas de pronto, echaron a volar abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarlo con santas palabras, lo invitó a reposar indicándole un cántaro de agua fresca. El desconocido bebió con ansia, como si estuviese anonadado de fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en compañía del monje.
Trascurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde Cesárea hasta las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
—He visto los cadáveres de las ciudades malditas —dijo una noche su huésped—; he mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma —dijo en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje —añadió el peregrino—. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su condena…
—Es la justicia de Dios —exclamó el solitario.
—¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero, que parecía docto en letras sagradas—. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio…?
Después de estas palabras, ambos entregáronse al sueño. Fue aquella la última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satanás en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha trascurrieron meses, hasta que por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerlo. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban alimentándolo como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíalo en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas era todo lo que restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado, que el tiempo había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo, ¡esa efigie estaba viva, puesto que sudaba! Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo…
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que, cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje, que había visto al demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz antigua.
Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvada. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… Todo aquello se desvanecía en una clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el monje quien la había salvado!
Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer… ¡esa mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
—Mujer, respóndeme una sola palabra.
—Habla… Pregunta…
—¿Responderás?
—Sí; habla. ¡Me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
—Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia le respondió:
—Oh, no… Por Elohim, ¡no quieras saberlo!
—¡Dime qué viste!
—No… no… ¡Sería el abismo!
—Yo quiero el abismo.
—Es la muerte…
—¡Dime qué viste!
—¡No puedo… no quiero!
—Yo te he salvado.
—No… no…
El sol acababa de ponerse.
—¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
—¡Por las cenizas de tus padres…!
—¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.

jueves, 2 de junio de 2016

Thomas Mann. La Montaña Mágica. Lecturas. Fragmentos.


"Hacía frío y Hans Castorp escribía con el abrigo puesto, envuelto en las mantas y con las manos enrojecidas. A veces separaba los ojos del papel, que se iba cubriendo de frases razonables y persuasivas, y miraba el paisaje familiar: aquel valle alargado, con las lejanas cumbres pálidas, su fondo sembrado de construcciones claras que el sol hacía brillar por instantes, las vertientes rugosas de los bosques, y las praderas de donde venían sonidos de clarines. A cada momento escribía con más facilidad y no comprendía cómo había podido retroceder ante aquella carta. Al escribir se convencía a sí mismo de que sus explicaciones eran absolutamente concluyentes y que encontrarían en casa de sus tíos una completa aprobación. Un joven de su clase y en su situación se cuidaba cuando parecía necesario, y usaba de las comodidades especialmente hechas para las gentes de su condición. Era de ese modo cómo había que obrar. Si hubiese descendido y dado cuenta de su viaje, no le hubieran dejado volver. Pidió que se le mandasen las cosas de que tenía necesidad. Rogó también que le enviasen regularmente el dinero necesario. Una mensualidad de 800 francos cubriría todas sus necesidades.
Firmó. Ya estaba hecho. Aquella carta era suficiente para los de allá abajo, aunque no lo era según los conceptos de tiempo que reinaban en el llano; pero sí según los que se hallaban en vigor aquí, en la montaña. Consolidaba la libertad de Hans Castorp. Tal era la palabra de que se sirvió, no pronunciándola, sino formando interiormente las sílabas, pero la empleó en su sentido más amplio, tal como lo había aprendido a hacer aquí, en un sentido que no tenía nada de común con el que Settembrini le daba. Y un vago espanto y emoción, que ya le eran conocidos, pasaron por su interior e hicieron estremecer su pecho, hinchado por un suspiro"
. Páginas 294-295.

miércoles, 1 de junio de 2016

J. Méndez-Limbrick. Novela. El laberinto del Verdugo. Fragmento.


!Pienso en los sorites, en la lógica proposicional y toda la realidad me la imagino en paralelas... Los silogismos son paralelas que van recorriendo el universo sin poderse juntar nunca, aunque se diga que los silogismos se unen por medio de una conclusión o que se mezclan... ¡Joder!
¿Quién es don Julián Casasola Brown? ¿Existe el hombre? ¿Invenciones? Los espacios circundantes me absorben: universos en paralelos y meridianos.
Primero: yo no maté a las prostitutas... Segundo: con las paralelas me concentro y floto en medio de la oscuridad, floto en el espacio exterior y comienzo a caminar por puentes que son infinitos y que no sé a dónde me conducirán, es probable que no me conduzcan a ningún lugar, nada me conduce a ningún lugar... Ossorio discute de filosofía, atonta a los demás con el discursito idiota...
Cierro los ojos y me anulo... necesito fijar imágenes, pienso que debo escapar.
Ossorio y los demás sí que están enfermos y bien jodidos; yo no.
¿Por qué yo no?...".

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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