martes, 23 de febrero de 2016

Luis Cernuda, 1942. OCNOS. (Fragmento).


 Luis Cernuda, 1942. OCNOS. (Fragmento).

 Er flicht eben von Natur, wie sie von Natur frisst; er könnte lieber aufhören zu flechten; aber was alsdann sonst beginnen? Er flicht lieber um zu flechten, und das Schilf, das sich anch ungeflochten hätte verzehren lassen, wird nun geflochten gespeist. Vielleicht schrneckt es so, vielleicht nährt es besser? Dieser Oknos, könnte man sagen, hat auf diese Weise doch eine Art von Unterhaltung mit seiner Eselin!
GOETHE
Polygnots Gemälde in der Lesche zu Delphi

(Cosa tan natural era para Ocnos trenzar sus juncos como para el asno comérselos. Podía dejar de trenzarlos, pero entonces ¿a qué se dedicaría? Prefiere por eso trenzar los juncos, para ocuparse en algo; y por eso se come el asno los juncos trenzados, aunque si no lo estuviesen habría de comérselos igualmente. Es posible que así sepan mejor, o sean más sustanciosos. Y pudiera decirse, hasta cierto punto, que de ese modo Ocnos halla en su asno una manera de pasatiempo).

  La poesía


En ocasiones, raramente, solía encenderse el salón al atardecer, y el sonido del piano llenaba la casa, acogiéndome cuando yo llegaba y al pie de la escalera de mármol hueca y resonante, mientras el resplandor vago de la luz que se deslizaba allá arriba en la galería, me aparecía como un cuerpo impalpable, cálido y dorado, cuya alma fuese la música.
¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.
Así, en el sueño inconsciente del alma infantil, apareció ya el poder mágico que consuela de la vida, y desde entonces así lo veo flotar ante mis ojos: tal aquel resplandor vago que yo veía dibujarse en la oscuridad, sacudiendo con su ala palpitante las notas cristalinas y puras de la melodía.

  La naturaleza


Le gustaba al niño ir siguiendo paciente, día tras día, el brotar oscuro de las plantas y de sus flores. La aparición de una hoja plegada aún y apenas visible su verde traslúcido junto al tallo donde ayer no estaba, le llenaba de asombro, y con ojos atentos, durante largo rato, quería sorprender su movimiento, su crecimiento invisible, tal otros quieren sorprender, en el vuelo, cómo mueve las alas el pájaro.
Tomar un renuevo tierno de la planta adulta y sembrarlo aparte, con mano que él deseaba de aire blando y suave, los cuidados que entonces requería, mantenerlo a la sombra los primeros días, regar su sed inexperta a la mañana y al atardecer en tiempo caluroso, le embebecían de esperanza desinteresada.
Qué alegría cuando veía las hojas romper al fin, y su color tierno, que a fuerza de trasparencia casi parecía luminoso, acusando en relieve las venas, oscurecerse poco a poco con la savia más fuerte. Sentía como si él mismo hubiese obrado el milagro de dar vida, de despertar sobre la tierra fundamental, tal un dios, la forma antes dormida en el sueño de lo inexistente.

  El otoño


Encanto de tus otoños infantiles, seducción de una época del año que es la tuya, porque en ella has nacido.
La atmósfera del verano, densa hasta entonces, se aligeraba y adquiría una acuidad a través de la cual los sonidos eran casi dolorosos, punzando la carne como la espina de una flor. Caían las primeras lluvias a mediados de septiembre, anunciándolas el trueno y el súbito nublarse del cielo, con un chocar acerado de aguas libres contra prisiones de cristal. La voz de la madre decía: «Que descorran la vela», y tras aquel quejido agudo (semejante al de las golondrinas cuando revolaban por el cielo azul sobre el patio), que levantaba el toldo al plegarse en los alambres de donde colgaba, la lluvia entraba dentro de la casa, moviendo ligera sus pies de plata con rumor rítmico sobre las losas de mármol.
De las hojas mojadas, de la tierra húmeda, brotaba entonces un aroma delicioso, y el agua de la lluvia recogida en el hueco de tu mano tenía el sabor de aquel aroma, siendo tal la sustancia de donde aquel emanaba, oscuro y penetrante, como el de un pétalo ajado de magnolia. Te parecía volver a una dulce costumbre desde lo extraño y distante. Y por la noche, ya en la cama, encogías tu cuerpo, sintiéndolo joven, ligero y puro, en torno de tu alma, fundido con ella, hecho alma también él mismo.

  El piano


Pared frontera de tu casa vivía la familia de aquel pianista, quien siempre ausente por tierras lejanas, en ciudades a cuyos nombres tu imaginación ponía un halo mágico, alguna vez regresaba por unas semanas a su país y a los suyos. Aunque no aprendieras su vuelta por haberle visto cruzar la calle, con su aire vagamente extranjero y demasiado artista, el piano al anochecer te lo decía.
Por los corredores ibas hacia la habitación a través de cuya pared él estudiaba, y allí solo y a oscuras, profundamente atraído mas sin saber por qué, escuchabas aquellas frases lánguidas, de tan penetrante melancolía, que llamaban y hablaban a tu alma infantil, evocándole un pasado y un futuro igualmente desconocidos.
Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos, bajo el renombre de su autor, la vastedad, la expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz.
El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en éstos al poder que los determina. Lo que en la sombra solitaria de una habitación te llamaba desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era la música fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan, como la fuente de quien el rio y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas.

  La eternidad


Poseía cuando niño una ciega fe religiosa. Quería obrar bien, mas no porque esperase un premio o temiese un castigo, sino por instinto de seguir un orden bello establecido por Dios, en el cual la irrupción del mal era tanto un pecado como una disonancia. Mas a su idea infantil de Dios se mezclaba insidiosa la de la eternidad. Y algunas veces en la cama, despierto más temprano de lo que solía, en el silencio matinal de la casa, le asaltaba el miedo de la eternidad, del tiempo ilimitado.
La palabra siempre, aplicada a la conciencia del ser espiritual que en él había, le llenaba de terror, el cual luego se perdía en vago desvanecimiento, como un cuerpo tras la asfixia de las olas se abandona al mar que lo anega. Sentía su vida atacada por dos enemigos, uno frente a él y otro a sus espaldas, sin querer seguir adelante y sin poder volver atrás. Esto, de haber sido posible, es lo que hubiera preferido: volver atrás, regresar a aquella región vaga y sin memoria de donde había venido al mundo.
¿Desde qué oscuro fondo brotaban en él aquellos pensamientos? Intentaba forzar sus recuerdos, para recuperar conocimiento de donde, tranquilo e inconsciente, entre nubes de limbo, le había tomado la mano de Dios, arrojándole al tiempo y a la vida. El sueño era otra vez lo único que respondía a sus preguntas. Y esa tácita respuesta desconsoladora él no podía comprenderla entonces.

FUENTE:
Luis Cernuda, 1942Editor digital: TitivillusePub base r1.2

lunes, 22 de febrero de 2016

FLAUBERT Y SU DESTINO EJEMPLAR. Discusión. Jorge Luis Borges.


(Discusión. Jorge Luis Borges. Obras completas. Emecé editores, 1972).

FLAUBERT Y SU DESTINO EJEMPLAR
En un artículo destinado a abolir o a desanimar el culto de
Flaubert en Inglaterra, John Middleton Murry observa que hay
dos Flaubert: uno, un hombrón huesudo, querible, más bien
sencillo, con el aire y la risa de un paisano, que vivió agonizando
sobre la cultura intensiva de media docena de volúmenes
desparejos; otro, un gigante incorpóreo, un símbolo, un grito de
guerra, una bandera. Declaro no entender esta oposición; el Flaubert
que agonizó para producir una obra avara y preciosa es,
exactamente, el de la leyenda y (si los cuatro volúmenes de su
correspondencia no nos engañan) también el de la historia. Más
importante que la importante literatura premeditada y realizada
por él es este Flaubert, que fue el primer Adán de una especie
nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y
casi como mártir.
La antigüedad, por razones que ya veremos, no pudo producir
este tipo. En el Ion se lee que el poeta "es una cosa liviana,
alada y sagrada, que nada puede componer hasta estar inspirado,
que es como si dijéramos loco". Semejante doctrina del espíritu
que sopla donde quiere (Juan, 3: 8) era hostil a una valoración
personal del poeta, rebajado a instrumento momentáneo de la
divinidad. En las ciudades griegas o en Roma es inconcebible
un Flaubert; quizá el hombre que más se le aproximó fue Píndaro,
el poeta sacerdotal, que comparó sus odas a caminos pavimentados,
a una marea, a tallas de oro y de marfil y a edificios,
y que sentía y encarnaba la dignidad de la profesión de las letras.
A la doctrina "romántica" de la inspiración que los clásicos
profesaroní, cabe agregar un hecho: el sentimiento general de
que Homero ya había agotado la poesía o, en todo caso, había
descubierto la forma cabal de la poesía, el poema heroico. Alejandro
de Macedonia ponía todas las noches bajo la almohada
su puñal y su Ilíada, y Thomas de Quincey refiere que un pastor
inglés juró desde el pulpito "por la grandeza de los padecimientos
humanos, por la grandeza de las aspiraciones humanas, por
la inmortalidad de las creaciones humanas, ¡por la Ilíada, por
la Odisea!". El enojo de Aquiles y los rigores de la vuelta de
Ulises no son temas universales; en esa limitación, la posteridad
fundó una esperanza. Imponer a otras fábulas, invocación por
1 Su reverso es la doctrina "clásica" del romántico Poe, que hace de la
labor del poeta un ejercicio intelectual.
264 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
invocación,, batalla por batalla, máquina sobrenatural por máquina
sobrenatural, el curso y la configuración de la Ilíada, fue
el máximo propósito de los poetas, durante veinte siglos. Burlarse
de él es muy fácil, pero no de la Eneida, que fue su consecuencia
dichosa. (Lempriére discretamente incluye a Virgilio
entre los beneficios de Homero.) En el siglo xiv, Petrarca, devoto
de la gloria romana, creyó haber descubierto en las guerras púnicas
la durable materia de la epopeya; Tasso, en el xvi, optó por la
primera cruzada. Dos obras, o dos versiones de una obra, le
dedicó; una es famosa, la Geriisalemme liberata; otra, la Conquistata,
que quiere ajustarse más a la Ilíada, es apenas una
curiosidad literaria. En ella se atenúan los énfasis del texto original,
operación que, ejecutada sobre una obra esencialmente
enfática, puede equivaler a su destrucción. Así, en la Liberata
(VIII, 23), leemos de un hombre malherido y valiente que no se
acaba de morir:
La vita no, ma la virtú sostenía quel cadavere indómito e feroce
En la revisión, hipérbole y eficacia desaparecen:
La vita no, ma la virtú sostenta
il cavaliere indómito e feroce.
Milton, después, vive para construir un poema heroico. Desde
la niñez, acaso antes de haber escrito una línea, se sabe dedicado
a las letras, Teme haber nacido demasiado tarde para la épica
(demasiado lejos de Homero, demasiado lejos de Adán) y en una
latitud demasiado fría, pero se ejercita en el arte de versificar,
durante muchos años. Estudia el hebreo, el arameo, el italiano, el
francés, el griego y, naturalmente, el latín. Compone hexámetros
latinos y griegos y endecasílabos toscanos. Es continente, porque
siente que la incontinencia puede gastar su facultad poética.
Escribe, a los treinta y tres años, que el poeta debe ser un poema,
"es decir, una composición y arquetipo de las cosas mejores" y
que nadie indigno de alabanza debe atreverse a celebrar "hombres
heroicos o ciudades famosas". Sabe que un libro que los
hombres no dejarán morir saldrá de su pluma, pero el sujeto
no le ha sido aún revelado y lo busca en la Matiére de Bretagne
y en los dos Testamentos. En un papel casual (que hoy es el
Manuscrito de Cambridge) anota un centenar de temas posibles.
Elige, al fin, la caída de los ángeles y del hombre, tema histórico
en aquel siglo, aunque ahora lo juzguemos simbólico o mitológico.

 Sigamos las variaciones de un rasgo homérico, a lo largo del tiempo.
DISCUSIÓN 265
Milton, Tasso y Virgilio se consagraron a la ejecución de poemas;
Flaubert fue el primero en consagrarse (doy su rigor etimológica
a esta palabra) a la creación de una obra puramente estética
en prosa. En l a historia de las literaturas, la prosa es posterior al
verso; esta paradoja incitó la ambición de Flaubert. "La prosa
ha nacido ayer", escribió. "El verso es por excelencia la forma
de las literaturas antiguas. Las combinaciones de la métrica se
han agotado; no así las de la prosa." Y en otro lugar: "La novela
espera a su Homero."
El poema de Milton abarca el cielo, el infierno, el mundo y
el caos, pero es todavía una Ilíada, una Ilíada del tamaño del
universo; Flaubert, en cambio, no quiso repetir o superar un
modelo anterior. Pensó que cada cosa sólo puede decirse de un
modo y que es obligación del escritor dar con ese modo. Clásicos
y románticos discutían atronadoramente y Flaubert dijo que sus
fracasos podían diferir, pero que sus aciertos eran iguales, porque
lo bello siempre es lo preciso, lo justo, y un buen verso de
Boileau es un buen verso de Hugo. Creyó en una armonía preestablecida
de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de la
"relación necesaria entre la palabra justa y la palabra musical".
Esta superstición del lenguaje habría hecho tramar a otro escritor
un pequeño dialecto de malas costumbres sintácticas y prosódicas;
no así a Flaubert, cuya decencia fundamental lo salvó de
los riesgos de su doctrina. Con larga probidad persiguió el mot
juste, que por cierto no excluye el lugar común y que degeneraría,
después, en el vanidoso mot rare de los cenáculos simbolistas.
La historia cuenta que el famoso Laotsé quiso vivir secretamente
y no tener nombre; pareja voluntad de ser ignorado y
pareja celebridad marcan el destino de Flaubert. Éste quería no
estar en sus libros, o apenas quería estar de un modo invisible,
como Dios en sus obras; el hecho es que si no supiéramos previamente
que una misma pluma escribió Salammbó y Madame
fíovary no lo adivinaríamos. No menos innegable es que pensar
en la obra de Flaubert es pensar en Flaubert, en el ansioso y laboriosos
trabajador de las muchas consultas y de los borradores
inextricables. Quijote y Sancho son más reales que el soldado
Helena de Troya, en la Ilíada, teje un tapiz, y lo que teje son batallas')' desventuras
de la guerra de Troya. En la Eneida, el héroe, prófugo de la guerra
de Troya,.arriba a Cartago y ve figuradas en un templo escenas de esa guerra
y, entre tantas imágenes de guerreros, también la suya. En la segunda "Jeru-
Mllén", Godofredo recibe a los embajadores egipcios en un pabellón historiado
cuyas pinturas representan sus propias guerras. De las tres versiones, la
ultima es la menos feliz.
JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
español que los inventó, pero ninguna criatura de Flaubert es
real como Flaubert. Quienes dicen que su obra capital es la
Correspondencia pueden argüir que en esos varoniles volúmenes
está el rostro de su destino.
Ese destino sigue siendo ejemplar, como lo fue para los románticos
el de Byron. A la imitación de la técnica de Flaubert
debemos The Oíd Wives' Tale y O primo Basilio; su destino se
ha repetido, con misteriosas magnificaciones y variaciones, en el
Mallarmé (cuyo epigrama El propósito del mundo es un libro
fija una convicción de Flaubert), en el de Moore, en el de Henry
James y en el del intrincado y casi infinito irlandés que tejió
el Ulises.

domingo, 21 de febrero de 2016

VINDICACIÓN DE "BOUVARD ET PÉCUCHET" Jorge Luis Borges.


Obras Completas. Jorge Luis Borges.
EMECÉ Editores. 1972.

VINDICACIÓN DE "BOUVARD ET PÉCUCHET"
La historia de Bouvard y de Pécuchet es engañosamente simple.
Dos copistas (cuya edad, como la de Alonso Quijano, frisa con
los cincuenta años) traban una estrecha amistad una herencia
les permite dejar su empleo y fijarse en el campo, ahí ensayan
la agronomía, la jardinería, la fabricación de conservas, la anatomía,
la arqueología, la historia, la mnemónica, la literatura,
la hidroterapia, el espiritismo, la gimnasia, la pedagogía, la veterinaria,
la filosofía y la religión; cada una de esas disciplinas
heterogéneas les depara un fracaso al cabo de veinte o treinta
años. Desencantados (ya veremos que la "acción" no ocurre en
el tiempo sino en la eternidad), encargan al carpintero un doble
pupitre, y se ponen a copiar, como antes.1
Seis años de su vida, los últimos, dedicó Flaubert a la consideración
y- a la ejecución de ese libro, que al fin quedó inconcluso,
y que Gosse, tan devoto de Madame Bovary, juzgaría una
aberración, y Rémy de Gourmont, la obra capital de la literatura
francesa, y casi de la literatura.
Emile Faguet ("el grisáceo Faguet" lo llamó alguna vez Gerchunoff)
publicó en 1899 una monografía, que tiene la virtud
de agotar los argumentos contra Bouvard et Pécuchet, lo cual
es una comodidad para el examen crítico de la obra. Flaubert,
según Faguet, soñó una epopeya de la idiotez humana y superfluaménte
le dio (movido por recuerdos de Pangloss y Candide
y, tal vez de Sancho y Quijote) dos protagonistas que no se com-
• plementan y no se oponen y cuya dualidad no pasa de ser un artificio
verbal. Creados o postulados esos fantoches, Flaubert les
hace leer una biblioteca, parra que no la entiendan. Faguet denuncia
lo pueril de este juego, y lo peligroso, ya que Flaubert,
para idear las reacciones de sus dos imbéciles, leyó mil quinientos
tratados de agronomía, pedagogía, medicina, física, metafísica,
etc., con el propósito de no comprenderlos: Observa Faguet: "Si
uno se obstina en leer desde el punto de vista de un hombre que
lee sin entender, en muy poco tiempo se logra no entender absolutamente
nada y ser obtuso por cuenta propia." El hecho es
que cinco años de convivencia fueron transformando a Flaubert
en Pécuchet y Bouvard o (más precisamente) a Pécuchet y Bouvard
en Flaubert. Aquéllos, al principio, son dos idiotas, menos-
1 Creo percibir una referencia irónica al propio destino de Flaubert.
2(Í0 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
preciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo ocurren
las famosas palabras: "Entonces una facultad lamentable
surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla."
Y después: '-Los entristecían cosas insignificantes: los
avisos de los periódicos, el perfil de un burgués, una tontería
oída al azar." Flaubert, en este punto, se reconcilia con Bouvard
y con Pécuchet, Diqs con sus criaturas. Ello sucede acaso en toda
obra extensa, o simplemente viva (Sócrates llega a ser Platón;
Peer Gynt a ser Ibsen), pero aquí sorprendemos el instante en
que el soñador, para decirlo con una metáfora afín, nota que
está soñándose y que las formas de su sueño son él.
La primera edición de Bouvard et Pécuchet es de marzo de
1881. En abril, Henry £éard ensayó esta definición: "una especie
de Fausto en dos personas". En la edición de la Pléiade, Dumesnil
confirma: "Las primeras palabras del monólogo de Fausto,
al comienzo de la primera parte, son todo el plan de Bouvard
el Pécuchet." Esas palabras en que Fausto deplora haber estudiado
en vano filosofía, jurisprudencia, medicina y ¡ay! teología.
Faguet, por lo demás, ya había escrito: "Bouvard et Pécuchet
es la historia de un Fausto que fuera también un idiota." Retengamos
este epigrama, en el que de algún modo se cifra toda la
intrincada polémica.
Flaubert declaró que uno de sus propósitos era la revisión
de todas las ideas modernas; sus detractores argumentan que el
hecho de que la revisión esté a cargo de dos imbéciles basta,
en buena ley, para invalidarla. Inferir de los percances de estos
payasos la vanidad de las religiones, de las ciencias y de las artes,
no es otra cosa que un sofisma insolente o que una falacia grosera.
Los fracasos de Pécuchet "no comportan un fracaso de
Newton.
Para rechazar esta conclusión, lo habitual es negar la premisa.
Digeon y Dumesnil invocan, así, un pasaje de Maupassant, confidente
y discípulo de Flaubert, en el que se lee que Bouvard
y Pécuchet son "dos espíritus bastante lúcidos, mediocres y sencillos".
Dumesnil subraya el epíteto "lúcidos", pero el testimonio
de Maupassant —o del propio Flaubert, si se consiguiera— nunca
será tan convincente como el texto mismo de la obra, que parece
imponer la palabra "imbéciles".
La justificación de Bouvard et Pécuchet, me atrevo a sugerir,
es de orden estético y poco o nada tiene que ver con las cuatro
figuras y los diecinueve modos del silogismo. Una cosa es el
rigor lógico y otra la tradición ya casi instintiva de poner las
palabras fundamentales en boca de los simples y de los locos.
Recordemos la reverencia que el Islam tributa a los idiotas,
porque se entiende que sus almas han sido arrebatadas al cielo;
DISCUSIÓN 261
recordemos aquellos lugares de la Escritura en que se lee que
Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios.
O, si los ejemplos concretos son preferibles, pensemos en Manalive
de Chesterton, que es una visible montaña de simplicidad y un
abismo de divina sabiduría, o en aquel Juan Escoto, que razonó
que el mejor nombre de Dios es Nihilum (Nada) y que "él mismo
no sabe qué es, porque no es un qué. . .". El emperador Moctezuma
dijo que los bufones enseñan más que los sabios, porque
se atreven a decir la verdad; Flaubert (que, al fin y al cabo, no
elaboraba una demostración rigurosa, una Destructio Philosophorum,
sino una sátira) pudo muy bien haber tomado la precaución
de confiar sus últimas dudas y sus más secretos temores
a dos irresponsables.
Una justificación más profunda cabe entrever. Flaubert era
devoto de Spencer; en los First Principies del maestro se lee
que el universo es inconocible, por la suficiente y clara razón
de que explicar un hecho es referirlo a otro más general y de
que ese proceso no tiene fin 1 nos conduce a una verdad ya tan
general que no podemos referirla a otra alguna; es decir, explicarla.
La ciencia es una esfera finita que crece en el espacio
infinito; cada nueva expansión le hace comprender una zona
mayor de lo desconocido, pero lo desconocido es inagotable.
Escribe Flaubert: "Aún no sabemos casi nada y queríamos adivinar
esa última palabra que no nos será revelada nunca. El
frenesí de llegar a una conclusión- es la más funesta y estéril de
las manías." El arte opera necesariamente con símbolos; la mayor
esfera es un punto en el infinito; dos absurdos copistas pueden
representar a Flaubert y también a Schopenhauer o a Newton.
Taine repitió a Flaubert que el sujeto de su novela exigía
una pluma del siglo xvm, la concisión y la mordacidad (le mordantyác
un Jonathan Swift. Acaso habló de Swift, porque sintió
de algún modo la afinidad de los dos grandes y tristes escritores.
Ambos odiaron con ferocidad minuciosa la estupidez •humana;
ambos documentaron ese odio, compilando a lo largo de los
años frases triviales y opiniones idiotas; ambos quisieron abatir
las ambiciones de la ciencia. En la tercera parte de Gulliver,
Swift describe una venerada y vasta academia, cuyos individuos
proponen que la humanidad prescinda del lenguaje oral para
no gastar los pulmones. Otros ablandan el mármol para la fabricación
de almohadas y de almohadillas; otros aspiran a propagar
una variedad de ovejas sin lana; otro creen resolver los enigmas
del universo mediante una armazón de madera con manijas de
1 Agripa el Escéptico argumentó que toda prueba exige a su ve? una prueba,
y así hasta lo infinito.
262 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
hierro, que combina palabras al azar. Esta invención va contra
el Arte magna de Lulio. . .
Rene Descharmes ha examinado, y reprobado, la cronología
de Bouvard et Pécachet. La acción requiere unos cuarenta años;
los protagonistas tienen sesenta y ocho cuando se entregan a la
gimnasia, el mismo año en que Pécuchet descubre el amor. En
un libro tan poblado de circunstancias, el tiempo, sin embargo,
está inmóvil; fuera de los ensayos y fracasos de los dos Faustos
(o del Fausto bicéfalo) nada ocurre; faltan las vicisitudes comunes
y la fatalidad y el azar. "Las comparsas del desenlace son
las del preámbulo; nadie viaja, nadie se muere", observa Claude
Digeon. En otra página concluye: "La honestidad intelectual
de Flaubert le hizo una terrible jugada: lo llevó a recargar su
cuento filosófico, a conservar su pluma de novelista para escribirlo."
; Las negligencias o desdenes o libertades del último Flaubert
han desconcertado a los críticos; yo creo ver en ellas un símbolo.
El hombre que con Madame- Bovary forjó la novela realista fue
también el primero en romperla. Chesterton, apenas ayer, escribía:
"La novela bien puede morir con nosotros." El instinto de Flaubert
presintió esa muerte, que ya está aconteciendo —¿no es el
Ulises, con sus planos y horarios y precisiones, la espléndida agonía
de un género?—, y en el quinto capítulo de la obra condenó
las novelas "estadísticas o etnográficas" de Balzac y, por extensión,
las de Zola. Por eso, el tiempo de Bouvard et Pécuchet se inclina
a la eternidad; por eso, los protagonistas no mueren y seguirán
copiando, cerca de Caen, su anacrónico Sottisier, tan ignorantes
de 1914 corrió de 1870; por eso, la obra mira, hacia atrás, a las
parábolas de Voltaire y de Swift y de los orientales y, hacia adelante,
a las de Kafka.
Hay, tal vez, otra clave. Para escarnecer los anhelos de la
humanidad, Swift los atribuyó a pigmeos o a simios; Flaubert,
a dos sujetos grotescos. Evidentemente, si la historia universal es
la historia de Bouvard y de Pécuchet, todo lo que la integra es
ridículo y deleznable.

sábado, 20 de febrero de 2016

DIÁLOGO CON ERNESTO SABATO (14 de diciembre de 1974, primera parte). (Segunda entrega. Fragmento).


 DIÁLOGO CON ERNESTO SABATO
(14 de diciembre de 1974, primera parte).

(Segunda entrega. Fragmento).

Sábato: En tiempos de la revolución francesa había libros que se llamaban cosas como Virgen y republicana, con moraleja desde el título. Ya podemos imaginar lo que valdrían. Pero todas las revoluciones son moralistas y puritanas. En Rusia se han escrito obras de teatro con títulos como La tractorista ejemplar... Las revoluciones son conservadoras en el arte. La revolución francesa no tomó como paradigma a Delacroix, el de la pintura pasional y rebelde, sino el académico David, el de los pompiers.

Borges: Cuando Bernard Shaw estuvo en Rusia les aconsejó que cerraran el museo de la Revolución. Claro, no había que influir con el mal ejemplo...

Sábato: Es que el artista es por excelencia un rebelde. Por eso en las revoluciones nunca les va bien.

Borges: Recuerdo que en Rusia hicieron dos films sobre Iván el Terrible: uno, al comienzo (el bueno) contra el zarismo; el otro, cuando Stalin se había convertido en un nuevo zar, en favor del zarismo...

Sábato: Sabemos que sólo puede hacerse arte grande en absoluta libertad. Lo otro es sometimiento, arte convencional y por lo tanto falso. Y por lo tanto no sirve al hombre. Los sueños son útiles porque son libres

Barone: A propósito de esa libertad... ¿Es un obstáculo la fama? ¿La entorpece? Me refiero al caso de un escritor reconocido por sus contemporáneos. . . Pienso que Van Gogh y Kafka, que no fueron famosos, pudieron hacer su obra en total libertad... Ustedes son famosos.

Borges: Lugones y Darío fueron famosos...

Sábato: Si un artista tiene algo importante que decir, lo dirá igual. No lo va a atrapar nada. Ni la fama, ni la policía secreta, ni el Estado. Además la historia lo prueba: Dostoievsky era muy famoso cuando escribió Los Karamazov y nadie se atrevería a decir que con ese libro está coartado. Y también fueron famosos Tolstoi, Chejov, Hemingway, Faulkner..

Borges: Y Mark Twain, y Bernard Shaw.

Sábato: Y el caso inverso: gente que jamás logró trascendencia sin que por eso su obra necesariamente deba ser importante.

Borges: Conozco a alguien que se consuela pensando que también fueron ignorados los artistas A, B y C, que ahora son famosos. No piensa que también fueron ignorado escritores pésimos.

Sábato: Kafka no fue conocido por la simple razón de que no quiso publicar. Tomemos el caso de Borges que es un escritor bastante hermético, y sin embargo es famoso.

Borges: (Tímidamente) ¿Yo?.

Sábato: (Irónico) Vamos, Borges. Piense también en la fama que tuvieron artistas tan herméticos como Mallarmé y Rimbaud. Para no hablar de Joyce.

Borges: Y Víctor Hugo y Byron...

Sábato: Byron quizá debió su fama a la vida que hizo.

Borges: Sí, Byron dejó un personaje vivido por él... ¡Ah! y famosos también fueron los filósofos franceses: Voltaire y Rousseau.

Sábato: A propósito, ¿conoce la traducción alemana del Neveu de Rameau? Borges niega con la cabeza.

Sábato: Usted sabe que lo tradujo Goethe, ¿no?

Borges: Sí, sí, claro.

Sábato: Pero, ¿sabía que la versión francesa es traducción de esa traducción alemana?

Borges: (Con profunda sorpresa) ¿Cómo? No, no lo sabía realmente. . .

Sábato: Sí, creo que la versión original se perdió y no sé si luego se recuperó. Pero durante mucho tiempo, al menos, la versión francesa que circuló fue la retraducida desde el alemán. Dicho sea de paso, esa obra de Diderot es otro ejemplo de lo que decíamos antes, sobre la pluralidad de las interpretaciones. Lo admiraron a la vez Goethe y Marx, aunque no por los mismos motivos.

Borges: El siglo XVIII francés tuvo la mejor prosa de la historia de la literatura de Francia. Voltaire es admirable.

Sábato: Tenían una gran precisión.

Borges: Y también una gran pasión. Es un siglo estupendo. Yo ahora estoy leyendo bastante literatura francesa de esa época: los cuentos de Voltaire por ejemplo. Leí con entusiasmo Carlos XII, un libro épico.

Sábato: Es curioso lo que pasa con esos enciclopedistas. De nuevo la duplicidad del escritor, entre lo que se proponen y lo que les sale. Diderot, nada menos. Sus obras de ficción son terribles. Es decir, que los demonios, esos demonios que la ilustración proscribe o ridiculiza aparecen en las novelas como una especie de venganza inconsciente de las furias. Cuando más racional se volvía el pensamiento, más se cobraban venganza.

Borges: Ahí está, sin ir más lejos, la Revolución Francesa.

Sábato: Sí. Decapitan a media Francia en nombre de la Razón. Cada vez que los teóricos invocan al hombre con H mayúscula hay que ponerse a temblar: o guillotinan a miles de hombres con minúscula o los torturan en campos de concentración.

Borges: No sé qué escritor dijo: Les idées naissent douces et vieillisent féroces. "Las ideas nacen dulces y envejecen feroces."

Sábato: Hermosa frase! Además son siempre los pensadores los que mueven la historia.

Borges: Pienso que toda la historia de la Humanidad puede haber comenzado en forma intranscendente, en charlas de café, en cosas así ¿no?

Sábato: Perdone pero me quedé tocado por esa frase que usted citó. Recordemos las cosas feroces que se hicieron en nombre del Evangelio. Y las atrocidades que hizo Stalin en nombre del Manifiesto Comunista.

Borges: ¡Qué extraño! Nada de eso ha ocurrido con el Budismo.

Sábato: (Con tono escéptico) Pero dígame, Borges, ¿a usted le interesa el budismo en serio? Quiero decir como religión. ¿0 sólo le importa como fenómeno literario?

Borges: Me parece ligeramente menos imposible que el cristianismo (ríen). Bueno, quizá crea en el Karma. Ahora, que haya cielo e infierno, eso no.

Sábato: En todo caso, si existen, deben ser dos establecimientos con una población muy inesperada. Por un instante las risas se confunden con las palabras. Los dos se divierten.

Barone: ¿Y que opina de Dios, Borges?

Borges: (Solemnemente irónico) ¿Es la máxima creación de la literatura fantástica! Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología. La idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso es realmente fantástica.

Sábato: Sí, pero podría ser un Dios imperfecto. Un Dios que no pueda manejar bien el asunto, que no haya podido impedir los terremotos. O un Dios que se duerme y tiene pesadillas o accesos de locura: serían las pestes, las catástrofes..

Borges: O nosotros. (Se ríen.) No sé si fue Bernard Shaw que dijo: God is in the making, es decir: "Dios está haciéndose".

Sábato: Es un poco la idea de Strindberg, la idea de un Dios histórico. De todas maneras las cosas malas no prueban la inexistencia de Dios, ni siquiera la de un Dios perfecto. Usted acaba de insinuar que cree más bien en los budistas. Si un niño muere, de modo aparentemente injusto, puede ser que esté pagando la culpa de una vida anterior. También es posible que no entendamos los designios divinos, (que pertenecen a un mundo transfinito), mediante nuestra mentalidad hecha para un universo finito.

Borges: Eso coincide con los últimos capítulos del libro de Job.

Sábato: Pero dígame, Borges, si no cree en Dios ¿por qué escribe tantas historias teológicas?

Borges: Es que creo en la teología como literatura fantástica. Es la perfección del género.

Sábato: Entonces, suponiendo que fuera el Gran Bibliotecario Universal, ese bibliotecario que toda la vida soñó ser, Borges pondría en el primer lugar la Biblia ¿no?

Borges: Y sobre todo un libro como la Summa Teologica. Es una obra fantástica muy superior a las de Wells. (Sonríe.)

Sábato: Claro, Wells es demasiado mecanizado. Un poco la literatura fantástica de la Revolución Industrial.

Borges: Sí, tengo discusiones con Bioy Casares sobre eso. Yo le digo que es más fácil creer en talismanes que en máquinas.

Sábato: Tiene razón. La invención de Morel es una obra magnífica Pero personalmente la habría preferido sin maquinarias ni explicaciones.

Borges: Habría sido mejor que eso ocurriera. Uno acepta un talismán, digamos un anillo que hace invisibles a los hombres; en cambio Wells tiene que recurrir a experimentos químicos, y eso es menos creíble. El anillo sólo exige un acto de fe, lo otro, todo un proceso.

Sábato: Por otra parte la ciencia progresa. Einstein es superior a Newton, de algún modo refuta a Newton. Un talismán siempre es el mismo, siempre sigue valiendo. Wells era en el fondo un positivista de la literatura fantástica. Suena el teléfono. Alguien pregunta por Sábato. Hay una breve pausa y retomamos la charla.

Barone: Les voy a proponer saltar a otro tema, si el salto no les molesta.

Borges: He venido saltando desde hace setenta y cinco años.

Sábato: Todos. ¿Qué le parece como salto eso del despertar cada mañana? "Recuérdenme a las nueve". Así se decía antes, en el campo, cuando yo era chico. "Recordarlo", como quien se ha olvidado de la existencia. Cuando dormimos el alma viaja fuera del espacio y del tiempo. Borges se ha quedado pensativo. Inmóvil, parece evocar algo. Hay un silencio en Sábato, esperando.

Borges: Todas las mañanas cuando me despierto, pienso: "Soy Borges, estoy viviendo en la calle Maipú, mi madre está en la pieza contigua, muy enferma, y vuelvo... "

Sábato: De los dos Borges, seguramente el que sueña es el más auténtico. Porque lo que escribe debe representar más ese mundo de la noche. Además, recuerdo que usted comenzó a escribir los cuentos fantásticos después de ese golpe en la cabeza... La mano de Borges señala en la cabeza un rastro. Me hace que lo toque para que compruebe que existe. Explica que fue contra una persiana de "fierro".

Borges: Recuerdo que en el sanatorio no podía dormir, porque si lo hacía tenía alucinaciones. Cuando estuve mejor y me dijeron que había estado a punto de morir, me puse a llorar. Todo esto fue allá por 1945 creo. O antes. Estaba empleado en la Biblioteca de Almagro.

Sábato: Sí, antes de que lo ascendieran a inspector de gallinas.

Borges: Fíjese que me dieron ese puesto para humillarme y renuncié el mismo día. Recuerdo que a un amigo mío le pregunté, por qué habiendo cuarenta empleados en la Biblioteca me echaban a mí, que era escritor. Me preguntó si yo no había estado con los aliados durante la guerra. Le respondí que sí. Y entonces ¿qué quiere?, me dijo. Me di cuenta de que esa lógica era irrefutable.

Barone: Creo que hay un tema que les interesa a los dos. El del lenguaje. Usted, Sábato, dijo en una oportunidad que uno de los grandes peligros que corremos nosotros, los escritores de lengua castellana, es el verbalismo. Y citó a Borges en favor de su tesis.

Sábato: Sí, dije que cierta pompa estilística, que fue combatida por hombres como Borges, parecía entrar ahora en algunas formas de la vanguardia. Siempre recuerdo aquella parte tan graciosa de Machado. Juan de Mairena hace pasar al pizarrón al mejor alumno y le hace escribir: "Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa". Luego le pide que ponga eso en forma poética, el chico piensa un momento y luego escribe: "Las cosas que pasan en la calle." Mairena lo felicitó. Claro, se podrá decir que una frase como "Las cosas que pasan en la calle" no es poesía. Pero la otra variante tampoco es poética: sólo es abominable.

Borges: La otra es vanidad. El error de Lugones.

Sábato: ¿No le parece que La guerra gaucha es absolutamente ilegible?

Borges: Desde luego. Pienso que lo hizo un poco para probar que él también podía jugar a ese juego.

Sábato: Yo pienso que lo hizo de veras, quizá movido por un oscuro sentimiento de inferioridad. El deseo de probar que el podía escribir como ciertos clásicos. Y aun peor. Pero claro, Lugones tiene también versos hermosos y austeros.

Borges: Aunque a veces le ocurren cosas espantosas, como aquel soneto que termina así: Poblóse de murciélagos el combo cielo, a manera de chinescos biombos... Su voz parece deleitarse en la repetición irónica grandilocuente de estos versos. Poblóse de murciélagos el combo cielo, a manera de chinescos biombos...

Sábato: Parece una letra de tango de la época modernista. Pero Lugones tiene poemas muy lindos. ¿tPor qué no recita alguno, usted que tiene tanta memoria?

Borges: (No titubea, se abstrae un momento y luego recita) Nuestra tierra quiera salvarnos del olvido por estos cuatro siglos que en ella hemos servido Y este otro: Yo que soy montañés sé lo que vale la amistad de la piedra para el alma Y también éste: Al promediar la tarde de aquel día, cuando iba mi habitual adiós a darte, fue una vaga congoja de dejarte... lo que me hizo saber que te quería. La voz de Borges, la mirada vaga, los poemas, me han emocionado. Veo que Sábato quiere acompañar ese silencio con un poco de whisky Borges se ha quedado callado.

Barone: Sábato, usted acaba de decir que los vanguardistas entraban por la ventana con su verbalismo. ¿Por qué no lo explica?

Sábato: Dije "ciertas" formas de vanguardismo. Por el momento sólo quiero recordar que en aquellas reuniones de que hablábamos al comienzo, uno de los temas que nos apasionaban era ese del lenguaje. La necesidad de un lenguaje preciso. Bioy Casares era partidario de un idioma desnudo, que él maneja admirablemente bien.

Borges: Adolfo decía que yo soy propenso a lo sentencioso. Lo cual es cierto.

Sábato: No sé qué alcance le quiere dar a esa calificación. Quizá se refiera más bien a frases pretenciosas. Porque los aforismos son sentenciosos y tienen una enorme fuerza, reúnen eficacia y belleza. Creo, no confío demasiado en mi memoria, que Wilde dijo algo como: "Todos los hombres nacen reyes y mueren en el destierro". Extraordinaria frase.

Borges: Es que Wilde era ciertamente ingenioso, pero no todos nacen reyes.

Sábato: O esa frase de La Rochefoucauld: "Todos tenemos bastante fuerza para soportar los males ajenos". Ese assez de force es lo más perversamente exacto de todo ¿no? Por eso no se puede rechazar lo sentencioso en si: hay que negarlo cuando es malo. Y porque es malo, no porque sea sentencioso.

Borges: (Asintiendo) Una vez le pregunté a Henríquez Ureña si le gustaban las fábulas. Y me contestó: "No soy enemigo de los géneros". Fue una respuesta muy sabia. Algo marcha mal en el grabador. Nunca confié en el mecanismo. En este momento reniego. Sábato y Borges siguen conversando indiferentes a mis denodados esfuerzos por reparar lo que no entiendo. Al fin un golpe seco lo hace andar. Han pasado tres o cuatro minutos. Retomo la charla sobre la voz de Borges, quien parece haber percibido mi combate mecánico.

Borges: Enrique Amorim, que era oriental, cuando algo andaba mal decía: "Uruguayo y basta". Y aquí cuando chico se solía decir: "Más criollo que el olor feo". Ahora no se diría eso ¿no? En aquel tiempo parece que el país era más sensato... Había un negocio en la Avenida de Mayo con un cartelito que aseguraba: "Argentino, pero bueno". (Sonríe)

Barone: Cuando estaba preocupado por el grabador alcancé a oír algo sobre el lenguaje francés y las traducciones. Escuché un nombre: Federico el Grande.

Sábato: Le estuve diciendo a Borges que el prestigio de Francia en los siglos XVII y XVIII fue tan grande que Federico II leyó la metafísica de Christian Wolff en francés, no en alemán, su lengua de origen.

Borges: Es que Federico II tenía un conocimiento rudimentario del alemán. Lo consideraba una lengua bárbara.

Sábato: Sí, el alemán no tenía aún suficiente prestigio como lengua culta. Pero hubo algo más impresionante todavía. El romanticismo alemán se impuso gracias al impulso desde Francia y sin embargo es un movimiento esencialmente germánico. Es la dialéctica de ciertos procesos espirituales: nos conocemos a través de otros. Aquí Echeverría introdujo los románticos europeos y así Alberdi pudo darse cuenta de la belleza del ceibo. Nada menos.

Barone: Disculpen, me perdí esa parte cuando hablaban de Baudelaire y Poe.

Borges: Decía que si Baudelaire no traduce a Poe, quizá mucha gente en América no habría leído sus poesías.

Sábato: Hay que reconocer que lo mejoró.

Borges: Sí, es cierto, El cuervo es sencillamente espantoso.

Borges: Parece extraño, Borges, pero ¿por qué, entonces, ese poema pasó a ser tan conocido?

Borges: Poe dice que quiso hacer un poema que fuera popular. Explica que se propuso cierto número de líneas... también debe haber influido el hecho de que el cuervo es un animal prestigioso... Con un loro no habría podido, ¿no? De todas maneras sé que en Estados Unidos lo consideran un mal poeta. Los cuentos en cambio son muy buenos. Tampoco Omar Kahyyam es considerado buen poeta en Persia, pero su traductor inglés lo hizo famoso.

Barone: Siempre me pregunté como será eso de traducir a otros idiomas como el chino por ejemplo.

Sábato: Eso nunca se podrá comprobar (risas). Si ya con lenguas indoeuropeas es imposible la traducción, podemos suponer lo que será el pasar a lenguas como el chino. En rigor, cualquier traducción es falsa, no hay equivalentes exactos.

DIÁLOGO CON ERNESTO SABATO (14 de diciembre de 1974, primera parte).


DIÁLOGO CON ERNESTO SABATO
(14 de diciembre de 1974, primera parte).

(Primera entrega. Fragmento).

Borges: ¿Cuándo nos conocimos? A ver... Yo he perdido la cuenta de los años. Pero creo que fue en casa de Bioy Casares, en la época de Uno y el Universo.

Sábato: No, Borges. Ese libro salió en 1945. Nos conocimos en lo de Bioy, pero unos años antes, creo que hacia 1940.

Borges: (Pensativo) Sí, aquellas reuniones... Podíamos estar toda la noche hablando sobre literatura o filosofía... Era un mundo diferente... Ahora me dicen, sé, que se habla mucho de política. En mi opinión les interesan los políticos. La política abstracta, no. A nosotros nos preocupaban otras cosas.

Sábato: Yo diría, más bien, que en aquellas reuniones hablábamos de lo que nos apasionaba en común a usted, a Bioy, a Silvina, a mí. Es decir, de la literatura, de la música. No porque no nos preocupara la política. A mí, al menos.

Borges: Quiero decir, Sábato, que no se hacía ninguna referencia a las noticias cotidianas, fugaces.

Sábato: Sí, eso es verdad. Tocábamos temas permanentes. La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.

Borges: Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.

Sábato: Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: "El señor Cristóbal Colon acaba de descubrir América". Título a ocho columnas.

Borges: (Sonriendo) Sí... creo que sí.

Sábato: ¿Cómo puede haber hechos transcendentes cada día?

Borges: Además, no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.

Sábato: ¿Quién?

Borges: Emerson, que recomendaba leer libros, no diarios.

Barone: Si me permiten... aquel tiempo en que se encontraban en lo de Bioy...

Borges: Caramba, usted se refiere a aquel tiempo como si fueran épocas muy lejanas. (Pareciera evocarlas). Sí, claro, cronológicamente son lejanas. Sin embargo siento, pienso en aquello como si fuera contemporáneo. Además, nos reuníamos pocas veces.

Sábato: El tiempo no existe, ¿no?

Borges: Quiero decir... Como yo sigo mentalmente en esa época... y además la ceguera me ayuda.

Se produce una larga pausa.

Borges: Recuerdo la polémica Boedo-Florida, por ejemplo, tan célebre hoy. Y sin embargo fue una broma tramada por Roberto Mariani y Ernesto Palacio.

Sábato: Bueno, Borges, pero aquel tiempo no fue el mío.

Lo dice con sarcasmo.

Borges: Sí, lo sé, pero recordaba esa broma de Florida y Boedo. A mí me situaron en Florida, aunque yo habría preferido estar en Boedo. Pero me dijeron que ya estaba hecha la distribución (Sábato se divierte) y yo, desde luego, no pude hacer nada, me resigné. Hubo otros, como Roberto Arlt o Nicolás Olivari, que pertenecieron a ambos grupos. Todos sabíamos que era una broma. Ahora hay profesores universitarios que estudian eso en serio. Si todo fue un invento para justificar la polémica. Ernesto Palacio argumentaba que en Francia había grupos literarios y entonces, para no ser menos, acá había que hacer lo mismo.  Una  broma  que  se  convirtió  en  programa  de  la  literatura  argentina.

Sábato: ¿Recuerda, Borges, que, aparte de la literatura y la filosofía, usted y Bioy sentían una gran curiosidad por las matemáticas? La cuarta dimensión, el tiempo... aquellas discusiones sobre Dunne y el Universo Serial...

Borges: (Aprieta el bastón con las dos manos, se yergue un tanto, casi con entusiasmo) ¡Caramba! Claro... los números transfinitos, Kantor...

Sábato: El Eterno Retorno, Nietzsche, Blanqui...

Borges: Y, siglos antes, ¡los pitagóricos, o los estoicos!

Sábato: Las aporías, Aquiles y la tortuga... Nos divertíamos mucho, sí. Recuerdo cuando Bioy leía los cuentos de Bustos Domecq recién salidos del horno. Pero a Silvina no le gustaban, permanecía muy seria.

Borges: Bueno, Silvina solía leer esos textos con indulgencia y gesto maternal. A mí, sin embargo, los cuentos de Bustos Domecq me causaban gracia.

Sábato: Recuerdo que también hablábamos mucho de Stevenson, de sus silencios. Lo que calla, a veces más significativo que lo que expresa.

Borges: Claro, los silencios de Stevenson... y también Chesterton, Henry James... no, creo que de James se hablaba menos.

Sábato: Al que le interesaba mucho era a Pepe Bianco.

Borges: Sí, él había traducido The Turn of the Screw. Mejoró el título, es cierto. Otra vuelta de tuerca es superior a La vuelta de tuerca ¿no?

Sábato: Representa con más claridad la idea de la obra. Al revés que con ese libro de Saint-Exupéry llamado Terre des Homme que aparece traducido como Tierra de hombres. Como quien dice "Tierra de machos". Si hasta parece un título para Quiroga o Jack London. Cuando lo que en realidad quiere significar (además lo dice literalmente) es Tierra de los Hombres, la tierra de estos pobres diablos que viven en este planeta. No sólo ese traductor no sabe francés sino que no entendió nada de Saint-Exupéry ni de su obra entera. Pero a propósito, Borges, recuerdo algo que me llamó la atención hace un tiempo en su traducción del Orlando, de Virginia Woolf...

Borges: (Melancólico) Bueno, la hizo mi madre... yo la ayudé.

Sábato: Pero está su nombre. Además, lo que quiero decirle es que encontré dos frases que me hicieron gracia porque eran borgeanas, o así me parecieron. Una cuando dice, más o menos, que el padre de Orlando había cercenado la cabeza de los hombres de "un vasto infiel". Y la otra, cuando aquel escritor que volvió hacia Orlando y "le infirió un borrador". Me sonaba tanto a Borges que busqué el original y vi que decía, si no recuerdo mal, algo así como presented her a rough draft.

Borges: (Riéndose) Bueno, sí, caramba...

Sábato: No tiene nada de malo. Sólo muestra que casi es preferible que un autor sea traducido por un escritor medio borroso e impersonal ¿no? Recuerdo que hace mucho tiempo vi una representación de Macbeth. La traducción era tan mala como los actores y la pintarrajeada escenografía. Pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare había logrado vencer a su traductor.

Borges: Es que hay ciertas traducciones espantosas... Hay un film inglés cuyo título original The Imperfect Lady lo tradujeron aquí como La cortesana o La ramera. Perdió toda la gracia. Precisamente alterar de esa forma el título, que es donde más ha trabajado el autor. Cuando eligió uno es porque lo ha pensado mucho. Nadie, ni el traductor, debe creerse con derecho a cambiarlo.

Sábato: ¿Y acaso el título no es la metáfora esencial del libro? Del título podría decirse lo que se ha afirmado de los sistemas filosóficos, que casi siempre son desarrollo de una metáfora central: El Río de Heráclito, La Esfera de Parménides...

Borges: Claro, suponiendo que los títulos no sean casuales. Bueno, y que los libros tampoco ¿no?

Borges parece buscar algo en el pasado. Sábato debe intuir esa búsqueda de la evocación y también el inminente monólogo. Quedan muchas horas, mucho tiempo delante.

Borges: Hablando de libros, los primeros que se ocuparon aquí de "promover" sus libros fueron José Hernández y Enrique Larreta. Después, Girondo. De él todos recuerdan cuando se publicó El espantapájaros y desfiló en un coche con uno de esos muñecos por la calle Florida... En cambio, en un tiempo anterior, el de Lugones y de Groussac, cuando editaban sus libros sólo trascendían en el ámbito de las librerías. Mi propia experiencia no fue distinta. Con trescientos pesos que me dio mi padre hice imprimir trescientos ejemplares de mi primer libro. ¿Qué otra cosa pude hacer que repartirlos y regalarlos a los amigos? ¿A quién le importaba alguien que escribía poemas y se llamaba Borges?

Sábato: El editor le publica al escritor que todos se disputan. Eso hace difícil cualquier comienzo. Sin embargo, es extraño, uno ve ahora los estantes de las librerías y es como una invasión de títulos. Debe haber más autores que lectores. Y otro fenómeno: el de los kioscos. Antes, por el año 35, solamente Arlt se vendía en la calle.

Borges: (Lleno de asombro) ¿Libros en los kioscos?

Sábato: (Sonriendo) Sí, también los suyos: El Aleph, Ficciones y los clásicos.

Borges alza aún más la cabeza como para asombrarse de cerca, inquiere más con un gesto.

Sábato: Sí, y me parece bien que sus libros estén allí en la calle, al paso de cada lector.

Borges: Pero... es que antes no era así, claro...

Sábato: Sin embargo, hubo un tiempo en que en los almacenes de campo, cuando hacían sus pedidos a Buenos Aires, junto a las bolsas de yerba y aperos, pedían ejemplares del Martín Fierro.

Borges: Esa noticia ha sido divulgada o imaginada por el propio Hernández. La población rural era analfabeta.

Hay un silencio apenas fastidiado por el ruido de los vasos. Hace calor, pero creo que todos lo hemos olvidado. Queda flotando la última palabra.

Borges: Martín Fierro... Un personaje que no es un ejemplo. Es admirable el poema como arte, pero no el personaje.

Los ojos de Sábato, ahora escudriñan el rostro de Borges. Se le nota la ansiedad por hablar, pero espera.

Borges: Fierro es un desertor que paradójicamente deleita a los militares. Pero si usted le dice eso a un hombre de armas, se indigna. Hasta Ricardo Rojas en la Historia de la Literatura Argentina lo defiende con argumentos inexistentes. Alega que en el libro se ve la conquista del desierto, la fundación de ciudades. Francamente nadie ha leído una sola palabra de eso.

Sábato: Creo que Fierro es un iracundo, un rebelde ante el tratamiento de frontera, y ante muchas de las injusticias de su tiempo.

Borges cierra y abre los ojos, se mueve un poco sin perder esa posición arrogante, pero no agresiva.

Borges: No, no pienso así, Martín Fierro no fue un rebelde. Desertó porque no le pagaban sus haberes y se pasó al enemigo, no sin esperanza de participar fructuosamente en algún malón. Pero tampoco el autor fue rebelde. José Hernández Pueyrredón pertenecía a la alta clase de los estancieros, era pariente de los Lynch y los Udaondo. Si le hubieran dicho "gaucho" se habría indignado. Un gaucho era algo común, pero Martín Fierro es una excepción en la llanura. Porque un matrero lo es y por eso recordamos a unos pocos: Hormiga Negra, que murió por 1905 tal vez. Es que el gaucho matrero es una excepción como lo es el guapo entre los compadritos. Mi abuela en el 72 ó 73 vio a los soldados en el cepo. Hernández no conoció nada de eso. Se documentó, se basó mucho en el libro de su amigo Mansilla. Y por eso no acepto que Martín Fierro sea un mensaje de protesta social; es más bien un alegato contra el Ministerio de la Guerra como le llamaban entonces. No creo que Hernández ansiara un nuevo orden social, Sábato.

Sábato: Que Hernández perteneciera a la clase alta, no es un argumento. También fueron aristócratas o burgueses Saint-Simon, Marx, Owen, Kropotkin. No sabía que Hernández era pariente de los Lynch. Lo mismo que Guevara. En cuanto al Martín Fierro, pienso que describe el exilio de los gauchos en su propia patria. Es un canto para los pobres. No sé cual habrá sido el propósito deliberado de Hernández al escribirlo y eso no importa. Usted sabe que los propósitos siempre son superados por la obra, cuando se trata del arte. Quién recuerda en qué acceso de patriotismo Dostoievsky se propuso escribir un librito titulado Los borrachos, contra el abuso del alcohol en Rusia: le salió Crimen y castigo.

Borges: Claro, si el Quijote fuera simplemente una sátira contra los libros de caballería no sería el Quijote. Si al final, cuando termina la obra, el autor piensa que hizo lo que se propuso, la obra no vale nada.

Sábato: Tal vez los propósitos sirvan como trampolín para lanzarse después a aguas más profundas. Allí empiezan a trabajar otras fuerzas inconscientes, poderosas y más sabias que las conscientes. Las que en definitiva revelan las grandes verdades. Pero volviendo al Martín Fierro, lo que usted dijo antes lo comparto en algo: no se lo debe valorar como testimonio de protesta. O diría, mejor, por el solo hecho de ser un libro de protesta. Porque en este caso, cualesquiera fueran sus valores morales, no alcanzaría a ser una obra de arte. Pienso que si Martín Fierro vale es porque a partir de esa rebeldía accede a esos altos niveles y expresa los grandes problemas espirituales del hombre, de cualquier hombre y en cualquier época: la soledad y la muerte, la injusticia, la esperanza y el tiempo.

Borges: (Que ha escuchado con atención. La cara orientada hacia el exacto lugar donde está Sábato.) Reconozco que Fierro es un personaje viviente, que como pasa con las personas reales puede ser juzgado muy diversamente, según se lo mire.

Sábato: De allí las muchas interpretaciones que permite: sociológicas, políticas, metafísicas.

Borges: (Como disculpándose) Pero yo no he dicho una sola palabra en contra de la obra...

Sábato: Es que ha habido reportajes donde usted aparece diciendo ciertas cosas... Me parece útil que se aclare.

Borges: He dicho, sí, que proponer a Martín Fierro como personaje ejemplar es un error. Es como si se propusiera a Macbeth como buen modelo de ciudadano británico ¿no? Como tragedia me parece admirable, como personaje de valores morales, no lo es.

Sábato: Lo que prueba que un gran escritor no tiene por qué crear buenas personas. Ni Raskolnikov ni Julien Sorel, por citar algunos, pueden juzgarse como buenas personas. Casi nadie en la gran literatura.

Borges: Qué extraño. Ahora recuerdo que Macedonio Fernández tenía una teoría que yo creo errónea. él decía que todo personaje de novela tenía que ser moralmente perfecto. Desde esa perspectiva, sin conflictos, resultaría difícil escribir algo... él se basaba en el concepto: "El arquetipo ideal de la épica".

Sábato: Parecería un chiste.

Borges: No. Era en serio. Bueno, sería como anular la novela ¿no?

Sábato: Basta considerar los grandes protagonistas de novelas. Siempre marginados, tipos casi siempre fuera de la ley outsiders.

Borges: Hay una frase de Kipling que escribió al final de su vida: "A un escritor puede estarle permitido inventar una fábula pero no la moraleja". El ejemplo que eligió para sostener su teoría fue el de Swift, que intentó un alegato contra el género humano y ahora ha quedado Gulliver, un libro para chicos. Es decir: el libro vivió, pero no con el propósito del autor.

Sábato: Es lo bastante complejo para ser un espantoso alegato y a la vez un libro de aventuras para chicos. Esa ambig edad es frecuente en la novela.

Borges: Se me ocurre algo. Supongamos que Esopo existió y que escribió sus fábulas. Pero posiblemente le divertía más la idea de animales que hablan como hombrecitos que las moralejas. Esas moralejas se agregaron después.

Sábato: Es que ninguna obra de arte es moralizadora en el sentido edificante de la palabra. Si sirven al hombre es en un sentido más profundo, como sirven los sueños, que casi siempre son terribles. O las tragedias. Usted habló de Macbeth: es espantoso, pero sirve. Y no sé si lo justo no sería suprimir ese "pero", o en su lugar poner "y por eso mismo.

Borges: Sin duda. Uno de los libros que leí es Le Feu, de Barbusse. Lo escribió contra la guerra y el resultado es casi una exaltación de la guerra.

Sábato: Sarmiento se propuso escribir un libro contra la barbarie y la conclusión fue un libro bárbaro. Porque Facundo expresa lo que hay en el fondo del corazón de Sarmiento: un bárbaro. El álter ego del Sarmiento de jacket.

Borges: Sí, es... el libro más montonero de nuestra literatura, según Groussac.

Sábato: Lo admirable del Facundo es la fuerza de sus pasiones. Está lleno de defectos sociológicos e históricos, es un libro mentiroso, pero es una gran novela. Borges: Solamente cuando una obra no vale es cuando cumple los propósitos del autor...

jueves, 18 de febrero de 2016

NOTA SOBRE WALT WHITMAN. Jorge Luis Borges. Obras Completas.


NOTA SOBRE WALT WHITMAN. Jorge Luis Borges. (Obras Completas. Páginas 249-253).
El ejercicio de las letras puede promover la ambición de construir
un libro absoluto, un libro de los libros que incluya a
todos como un arquetipo platónico, un objeto cuya virtud no
aminoren los años. Quienes alimentaron esa ambición eligieron
elevados asuntos: Apolonio de Rodas, la primer nave que atravesó
los riesgos del mar; Lucano, la contienda de César y de
Pompeyo, cuando las águilas guerrearon contra las águilas; Camoens,
las armas lusitanas en el Oriente; Donne, el círculo de
las transmigraciones de un alma, según el dogma pitagórico;
Mil ton, la más antigua de las culpas y el Paraíso; Firdusí, los
tronos de los sasánidas. Góngora, creo, fue el primero en juzgar
que un libro importante puede prescindir de Un tema importante;
la vaga historia que refieren las Soledades es deliberadamente
baladí, según lo señalaron y reprobaron Cáscales y Gracián (Cartas
filológicas, VIII; El Criticón, II, 4). A Mallarmé no le bastaron
temas triviales; los buscó negativos: la ausencia de una
flor o de una mujer, la blancura de la hoja de papel antes del
poema. Como Pater, sintió que todas las artes propenden a la
música, el arte en que la forma es el fondo; su decorosa profesión
de fe Tout aboutit a un livre parece compendiar la sentencia
homérica de que los dioses tejen desdichas para que a las
futuras generaciones no les falte algo que cantar (Odisea, VIII,
in fine). Yeats, hacia el año mil novecientos, buscó lo absoluto
en el manejo dé símbolos que despertaran la memoria genérica,
o gran Memoria, que late bajo las mentes individuales; cabría
comparar esos símbolos con los ulteriores arquetipos de Jüng.
Barbusse, en L'enfer, libro olvidado con injusticia, evitó (trató
de evitar) las limitaciones del tiempo mediante el relato poético
de los actos fundamentales del hombre; Joyce, en Finnegans Wflke,
mediante la simultánea presentación de rasgos de épocas distintas.
El deliberado manejo de anacronismos, para forjar una apariencia
de eternidad, también ha sido practicado por Pound y por
T;'S. Eliot.
He recordado algunos procedimientos; ninguno más curioso
que el ejercido, en 1855, por Whitman. Antes de considerarlo,
quiero transcribir unas opiniones que más o menos prefiguran
lo que diré- La primera es la del poeta inglés Lascelles Abercrombie..
"Whitman —leemos— extrajo de su noble experiencia esa
figura vivida y personal que es una de las pocas cosas grandes
250 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLEJAS
de la literatura moderna: la figura de él misrño." La segunda
es de Sir Edmund» Gosse: "No hay un Walt Whitman verdader
o . . . Whitman es la literatura en estado de protoplasma: un
organismo intelectual tan sencillo que se limita a reflejar a cuantos
se aproximan a él." La tercera es mía.1 "Casi todo lo escrito
sobre Whitman está falseado por dos interminables errores. Uno
es la sumaria identificación de Whitman, hombre de letras, con
Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass como don Quijote
lo es del Quijote; otro, la insensata adopción del estilo y vocabulario
de sus poemas, vale decir, del mismo sorprendente fenómeno
que se quiere explicar."
Imaginemos que una biografía de Ulises (basada en testimonios
de Agamenón, de Laertes, de Polifemo, de Calipso, de Penélope;
de Telémaco, del porquero, de Escila y Caribdis) indicara que
éste nunca salió de Itaca. La decepción que nos causaría ese libro,
felizmente hipotético, es la que causan todas las biografías
dé Whitman. Pasar del orbe paradisíaco de sus versos a la insípida
crónica de sus días es una transición melancólica. Paradójicamente,
esa melancolía inevitable se agrava cuando el biógrafo quiere
disimular que hay dos Whitman: el "amistoso y elocuente salvaje"
de Leaves of Grass y el pobre literato que lo inventó. 2 Éste jamás
estuvo en California o en Platte Cañón; aquél improvisa un apostrofe
en el segundo de esos lugares (Spirit that formed this sceyie)
y ha sido minero en el otro (Starting from Paumanok, 1). Éste,
en 1859, estaba en Nueva York; aquél, el dos de diciembre de ese
año, asistió en Virginia a la ejecución del viejo abolicionista
John Brown (Year of meteors). Éste nació en Long Island; aquél
también (Starting from Paumanok), pero asimismo en uno de los
estados del Sur (Longings for honre). Éste fue casto, reservado, y
más bien taciturno; aquél efusivo y orgiástico. Multiplicar esas
discordias es fácil; más importante es comprender que el mero
vagabundo feliz que proponen los versos de 'Leaves of Grass hubiera
sido incapaz de escribirlos.
Byron y Baudelaire dramatizaron, en ilustres'' volúmenes, sus
desdichas; Whitman, su felicidad. (Treinta años después, en Sils-
Maria, Nietzsche descubriría a Zarathustra; ese pedagogo es feliz,
o, en todo caso, recomienda la felicidad, pero tiene el defecto
de no existir.) Otros héroes románticos —Vathek es el primero de
la serie, Edmond Teste no es el último— prolijamente acentúan
sus diferencias; Whitman, con impetuosa humildad, quiere parecerse
a todos los hombres. Leaves of Grass advierte, "es el canto
1 En esta edición, pág. 206.
2 Reconocen muy bien esa diferencia Henry Seidel Canby (Walt Whitman,
1943) y Mark Van Doren en la antología de la Viking Press (1945) . Nadie
más. que yo sepa.
DISCUSIÓN 251
de un gran individuo colectivo, popular, varón o mujer" (Complete
Writings, V, 192). O, inmortalmente (Song of Myself, 17) :
Éstos son en verdad los pensamientos de todos los
Hombres en todos los lugares y épocas; no son originales míos.
Si son menos tuyos que míos, spn nada o casi nada.
Si no son el enigma y la solución del enigma, son nada.
Si no están cerca y lejos, son nada.
Éste es el pasto que crece donde hay tierra y hay agua,
Éste es el aire común que baña el planeta.
El panteísmo ha divulgado un tipo de-frases en las que se
declara que Dios es diversas cosas contradictorias o (mejor aún)
misceláneas. Su prototipo es éste: "El rito soy, la ofrenda soy,
la libación de manteca soy, el fuego soy" (Bhagayadgita, IX, 16).
Anterior, pero ambiguo, es el fragmento 67 de Heráclito: "Dios
es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre."
Plotino describe a sus alumnos un cielo inconcebible, en el
que "todo está en todas partes, cualquier cosa es todas las cosas,
el sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y
el sol" (Enneadas, V, 8,4) . Attar, persa del siglos xn, canta la dura
peregrinación de los pájaros en busca de su rey, el Simurg; muchos
perecen en los mares, pero los sobrevivientes descubren que
ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos.
Las posibilidades retóricas de esa extensión del principio de
identidad parecen infinitas. Emerson, lector de los hindúes y de
Attar, deja el poema Bráhma; de los dieciséis versos que lo componen,
quizá el más memorable es éste: When me they fly, I arn
the wings (Si huyen de mí yo soy las alas). Análogo, pero de voz
más elemental, es Ich bin der Eine und bin Beide, de Stefan George
(Der Stern des Blindes). Walt Whitman renovó ese procedimiento.
No lo ejerció, como otros, para definir la divinidad o
para jugar con las "simpatías y diferencias" de las palabras; quiso
identificarse, en una suerte de ternura feroz, con todos los
hombres. Dijo (Crossing Brookling Ferry, 7) :
He sido terco, vanidoso, ávido, superficial, astuto, cobarde, maligno;
El lobo, la serpiente y el cerdo no faltaban en m í . . .
También (Song of Myself, 33) :
Yo soy el hombre. Yo sufrí. Ahí estaba.
El desdén y la tranquilidad de los mártires;
La madre, sentenciada por bruja, quemada ante los hijos, con leña seca;
El esclavo acosado que vacila, se apoya contra el cerco, jadeante, cubierto
de sudor;
252 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
Las puntadas que le atraviesan las piernas y el pescuezo, las crueles municiones
y balas; •
Todo eso lo siento, lo soy.
Todo eso lo sintió y lo fue Whitman, pero fundamentalmente
fue —no en la mera historia, en el mito— lo que denotan estos
dos versos (Song of Myself, 24) :
Walt Whitman, un cosmos, hijo de Manhattan,
Turbulento,' carnal, sensual, comiendo, bebiendo, engendrando.
También fue el que sería en el porvenir, en nuestra venidera
nostalgia, creada por estas profecías que la anunciaron (Full of
Ufe, now):
Lleno de vida, hoy, compacto, visible,
Yo, de cuarenta años de edad el año ochenta y tres de los Estados,
A ti, dentro de un siglo o de muchos siglos,
A ti, que no has nacido, te busco.
Estás leyéndome. Ahora el invisible soy yo,
Ahora eres tú, compacto, visible, el que intuye los versos y el que me busca,
Pensando lo feliz que sería si yo pudiera ser tu compañero.
Sé feliz como si yo estuviera contigo. (No tengas demasiada seguridad de
que no estoy contigo.)
O {Songs of Parting, 4,5):
¡Camarada! Éste no es un libro;
El que me toca, toca a un hombre.
(¿Es de noche? ¿Estamos solos a q u í ? . . . ).
Te quiero, me despojo de esta envoltura.
Soy como algo incorpóreo, triunfante, muerto.1
Walt Whitman, hombre, fue director del Brooklyn Eagle, y leyó
sus ideas fundamentales en las páginas de Emerson, de Hegel y
de Volney; Walt Whitman, personaje poético, las edujo del contacto
de América, ilustrado por experiencias imaginarias en las
alcobas de New Orleans y en los campos de batalla de Georgia!
Un hecho falso puede ser esencialmente cierto. Es fama que Enrique
I de Inglaterra no volvió a sonreír después de la muerte
1 Es intrincado el mecanismo de estos apostrofes. Nos emociona que al
poeta le emocionara prever nuestra emoción. Cf. estas líneas de Fiecker, dirigidas
al poeta que lo leerá, después de mil años:
0 friend unseen, unborn, unknown,
Student of^ our sweet English tongue
Read out my words at night, alone:
1 was a poet, 1 was young.
DISCUSIÓN 2.r)3
de su hijo; el hecho, quizá falso, puede ser verdadero como símbolo
del abatimiento del rey. Se dijo, en 1914, que los alemanes
habían torturado y mutilado a unos rehenes belgas; la especie,
a no dudarlo, era falsa, pero compendiaba útilmente los infinitos
y confusos horrores de la invasión. Aun más perdonable es el
caso de quienes atribuyen una doctrina a experiencias vitales y
no a tal biblioteca o a tal epítome. Nietzsche, en 1874, se burló
de la tesis pitagórica de que la historia se repite cíclicamente
(Vom Nutzen und Nachtheil der Historie, 2); en 1881, en un sen*
dero de los bosques de Silvaplana, concibió de pronto esa tesis
(Ecce homo, 9). Lo tosco, lo bajamente policial, es hablar de plagio;
Nietzsche, interrogado, replicaría que lo importante es la
transformación que una idea puede obrar en nosotros, no el
mero hecho de razonarla.x Una cosa es la abstracta proposición
de la unidad divina; otra, la ráfaga que arrancó del desierto a
unos pastores árabes y los impulsó a una batalla que no ha cesado
y cuyos límites fueron la Aquitania y el Ganges. Whitman se
propuso exhibir un demócrata ideal, no formular una teoría.
Desde que Horacio, con imagen platónica o pitagórica, predijo
su celeste metamorfosis, es clásico en las letras el tema de la
inmortalidad del poeta. Quienes lo frecuentaron, lo hicieron en
función de la vanagloria (Not rnarble, not the gilded monuments),
cuando no del soborno y de la venganza; Whitman deriva de su
manejo una relación personal con cada futuro lector. Se confunde
con él y dialoga con el otro, con Whitman (Salut au monde, 3):
¿Qué oyes, Walt Whitman?
Así se desdobló en el Whitman eterno, en ese amigo que es un
viejo poeta americano de mil ochocientos y tantos y también
su leyenda y también cada uno de nosotros y también la felicidad.
Vasta y casi inhumana fue la tarea, pero no fue menor la victoria.
1 Tanto difieren la razón y la convicción que las más graves objeciones a
cualquier doctrina filosófica suelen preexistir en la obra que la proclama.
Platón, en el Parménidés, anticipa el argumento del tercer hombre que le
opondrá Aristóteles, Berkeley (Dialogues, 3), las refutaciones de Hume.

Fuente:
Fuente:
JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
EMECÉ EDITORES. AÑO: 1974.
BUENOS AIRES ARGENTINA.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg.


(Octava y última entrega. Estudio Crítico. Lugones. Jorge Luis Borges. Betina Edelberg).

Lugones
Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra república decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es decir la verdad y es decir muy poco. Muerto Groussac, la primera de esas dos primacías le corresponde; muerto Unamuno, la segunda. Am-bas proceden de una eliminación; nos dicen de Lugones y de otros hombres, no de Lugones íntimo; ambas lo dejan solo. Las dos en fin (aunque no incapaces de prueba) son vagas como todo super-lativo.
Nadie habla de Lugones sin hablar de sus múltiples incons-tancias. Hacia 1897 –época de Las montañas del oro– era socia-lista; hacia 1916 –época de Mi beligerancia–, demócrata; desde 1923 –época de las conferencias del Coliseo–, profeta pertinaz y dominical de la Hora de la Espada. También parece que en Las fuerzas extrañas (1906) incurrió en la culpa de no prever las dos teorías de Einstein, que sin embargo contribuyó a divulgar el año veinticuatro. Tampoco le perdonan el paso del ateísmo irreverente a la fe cristiana, como si ambas no fueran evidencias de una misma pasión. El hombre que es sincero y meditativo no puede no cam-biar: sólo no cambian los políticos. Para ellos el fraude electoral y la prédica democrática no son incompatibles.
He aquí lo indudable. Esos “cambios múltiples”, que son es-cándalo o admiración de los argentinos, son de carácter ideológico y nadie ignora que las ideas de Lugones –mejor, las opiniones de Lugones–, son menos importantes que la convicción y que la retó-rica espléndida que les dedicó. Retórica espléndida he dicho, no re-tórica útil, ya que Lugones prefería la intimidación a la persuasión. Chesterton o Shaw enriquecieron de problemas y de razones las doctrinas que profesaban; Lugones no aportaba a sus empresas otra cosa que su adhesión, acompañada por algunas metáforas. Habitualmente, simplificaba hasta lo monstruoso las discusiones. Por ejem-plo: recuerdo que postulaba una diferencia moral entre el recurso métrico de repetir determinadas sílabas (rimar) y el de no repe-tirlas.
Sus razones casi nunca tenían razón; sus epítetos, casi siempre. Conviene, pues, buscarlo en aquellos lugares de su obra no maculados de polémica: verbigracia, en las páginas descriptivas de El payador.
“Era el monstruoso banquete de carne, para hombres, pe-rros y aves de presa... Junto a los fogones inmensos, hombres sentenciosos, enguantados de sangre, comentaban las peripecias del día, dibujando marcas en el suelo, o limpiando los engrasados dedos con lentitud en el empeine de la bota...”
O en algún admirable cuento fantástico –La lluvia de juego, Los caballos de Abdera, Yzur– o en aquel Lunario sentimental que es el inconfesado arque-tipo de toda la poesía profesionalmente “nueva” del continente, desde El cencerro de cristal de Güiraldes hasta El retorno maléfico o La suave patria, de López Velarde, acaso superiores al modelo. (¿A qué aludir a remedos incompetentes, como La pipa de Kif?)
Se deplora –no sin justicia– el mal gusto de Lugones, Yo también lo deploro, pero me incomoda menos que el de otros: diga-mos el de Ortega y Gasset. El uno –“Y cumbres siempre, cumbres, en torno, cumbres en el horizonte, como si al bienvenirlo, todo aquel suelo, de un solo bloque, se erigiera en montañas” –está mitigado por la pasión; el otro –“Me hizo meditar mucho cierta damita en flor, toda juventud y actualidad, estrella de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia madrileña”– es mera y fríamente feo.
En vida, Lugones era juzgado por el último artículo ocasional que su indiferencia había consentido. Muerto, tiene el derecho pós-tumo de que lo juzguen por su obra más alta.
En cuanto a lo demás, a lo que sabemos... En el tercero de los cuatro Estudios helénicos están estas palabras:
“Dueño de su vida el hombre, lo es también de su muerte.”
(El contexto merece recordación. Ulises rehúsa la inmortalidad que Calipso le ofrece; Lugones arguye que rehusar la inmortalidad equivale a un suicidio, a plazo remeto.)

 Lugones, Herrera, Cartago


Los hechos, como se verá, son muy simples. En 1904, Herrera y Reissig publicó Los éxtasis de la montaña (Eglogánimas); al año siguiente aparecieron Los crepúsculos del jardín, de Lugones. Los hábitos sintácticos y prosódicos, el vocabulario y las metáforas de am-bos libros son fundamentalmente iguales; en 1912, Rufino Blanco-Fombona acusó al “poeta de Buenos Aires” de haber saqueado el “poeta de Montevideo”. Éste había muerto. Lugones no se dignó responder a la acusación, pero otros lo hicieron por él desde el Uru-guay, muy honrosamente. José Pereira Rodríguez, Emilio Frugoni, Horacio Quiroga, y Víctor Pérez Petit dieron su testimonio y refu-taron de manera definitiva el argumento cronológico de Blanco-Fombona, que parecía irrefutable. Recordaron que Lugones, que estuvo en la ciudad de Montevideo a principios de 1901, recitó al-gunas de sus composiciones a los poetas que integraban El Consis-torio del Gay Saber y, a sus instancias, las grabó en un cilindro fonográfico. Estas composiciones (precisamente las que incrimina-ría Blanco-Fombona) ya habían aparecido, por lo demás, en revistas argentinas de 1898. Herrera, por aquellos años elaboraba cantos a España, a Castelar, a Guido Spano, y a Lamartine... Max Henríquez Ureña (Breve historia del modernismo, México, 1954) cierra de ese modo su exposición:
“En cuanto a la vieja disputa, provo-cada por un error de información de Blanco-Fombona, el fallo no lo han emitido los pareceres individuales, sino las fechas, que son las que han hablado de manera concluyente.”
Quienes requieran más pormenores, pueden interrogar el número extraordinario que Nosotros dedicó a Leopoldo Lugones en el año 1938.
Reducida a sus elementos, la causa célebre que agitó a los ce-náculos no es mucho más que un quid pro quo. Su futilidad se agrava si recordamos, con Víctor Pérez Petit, que el tipo de poema cuya prioridad se discute procede, notoriamente, de Albert Samain. No sólo de una imitación, sino de una vulgarización puede hablarse; el desconcertado lector comprueba que el instrumento forjado por Samain para la expresión de estados sentimentales (Et le ciel, où la fin du jour se subtilise) sirve a Lugones para la jactanciosa conmemoración de hazañas eróticas (“...y el viejo banco/ sintió gemir sobre su activo flanco/ el vigor de mi torva aristocracia”) y a Herrera para construir el caos:

Un estremecimiento de Sibilas
epilepsiaba a ratos la ventana,
cuando de pronto un mito tarambana
rodó en la obscuridad de mis pupilas.

Lo singular es que este debate, ya sin misterio, siga preocu-pando a la gente.
“La polémica no ha terminado –comprueba Guillermo de To-rre (La aventura y el orden, Buenos Aires, 1943)– y resucita a cada nueva sazón conmemorativa de uno u otro poeta.”
Aun más interesante es observar, en las dos márgenes del Atlántico, una in-clinación general y casi instintiva a favor de Herrera. Indagar las razones de esa tendencia es el propósito de esta nota.
La primera es de índole novelesca. Imaginar que un gran es-critor famoso alevosamente saqueó a un poeta casi ignorado es más poético que imaginar la humilde verdad: Herrera, discípulo de Lu-gones. El doctor Johnson ha observado que nadie se resigna a ser deudor de sus contemporáneos; Herrera, muerto, no era otra cosa que los versos dejados por él y admirarlo en 1912 era más fácil que admirar a Lugones, hombre polémico, asertivo e incómodo. Sus desagradables y enfáticas opiniones políticas dañaron su reputación literaria.
Otra razón podemos conjeturar, que Blanco-Fombona no de-claró, y acaso no supo, pero que militó a su favor, y sigue militando. Las íntimas razones que hacen que un hombre se decida a profesar una tesis o a rechazarla suelen no figurar en las polémicas; adivi-narlas es tarea de la crítica. La acusación de Blanco-Fombona, redactada en estilo comercial, habla de novedades creadas por el poeta de Montevideo y puestas en circulación por el poeta de Buenos Aires; tales epítetos o apodos responden a la superstición aca-démica de variar las palabras, de eludir la enojosa repetición de los nombres Herrera y Lugones, pero en ellos está el nervio del ar-gumento. Buenos Aires en 1912 era ya, o todavía, una gran ciudad; su nombre, opuesto a la apacible Montevideo, era inmediatamente traducible en Babel o en Cartago.
Hay ciudades que el tiempo ha desbaratado, otras que ha ido olvidando; Cartago, al cabo de la tercera y última guerra púnica, fue borrada por los romanos, que arrasaron las casas, prohibieron toda habitación humana en su territorio, y lo dedicaron con solemnes imprecaciones a los dioses del Tártaro. Diecisiete días duró el in-cendio de la vasta ciudad. Escipión el Africano, general de los ejér-citos de Roma, repitió tristemente, al verlo, aquel pasaje de la llíada que dice.
“El día vendrá, bien lo sé, en que la sagrada Troya será destruida.”
Porque en ese fuego vio el fuego en que ardería Roma. Así se lo dijo a Polibio, que lo escribiría en su Historia. Los roma-nos pasaron el arado sobre el terreno y sembraron sal. Borrada Cartago, que bien pudo producir ilustres poetas, nada nos queda de sus letras y de sus artes salvo unas pocas inscripciones, unas palabras conservadas en una comedia romana, la famosa tarifa de Marsella –tantas monedas de plata a los sacerdotes por el sacrificio de un buey, tantas por el de un carnero, tantas por el de una cabra, tantas por el de un ave– y una versión griega del Periplo del navegante Hannon * . Cartago, ahora, significa, ciudad de mercaderes, que ignora la poesía.
* _ También se conjetura que es púnico el vasto nombre de África, que originariamente se aplicó al territorio cartaginés.
Tal idea corresponde a un prejuicio romántico o demagógico. El hecho es que toda ciudad, toda gran ciudad propaga civilización; no en vano esta palabra contiene la palabra civil, que quiere decir ciudadano.
La poesía nace de la ciudad y también la poesía que celebra los motivos del campo; hombres de Buenos Aires y de Montevideo inventaron el estilo gauchesco, y Teócrito, padre de la poesía pas-toril, la engendró en la corte de Siracusa o en la Biblioteca de Ale-jandría.
La ciudad (que esencialmente es el calor y el diálogo de los hombres) ha creado un número infinito de cosas, y una de ellas es la vasta labor que Lugones, hombre de Córdoba, ejecutó bajo su estímulo, y otra es la fatiga que inspiró a Horacio el Beatus ille y a Swift el elogio de la barbarie y que nos mueve a exagerar, para-dójicamente, las virtudes de la soledad y de la provincia.
Porque la gente no quiere admitir que Cartago tiene, tam-bién, poetas, prosperó y persiste la acusación de Blanco-Fombona.

 Página final


Ya escrito el libro, ya entregadas las páginas a la imprenta, los editores tal vez abrumados por tantos nombres propios y fechas, por tal acopio bibliográfico o estadístico, me indican la conveniencia de un juicio personal sobre Lugones, de un poco de esa intimidad cuya falta deploramos en el maestro.
Como Kipling (con el que tiene tantas afinidades, pero de quien los años hicieron un hombre más complejo y más desdi-chado) Lugones es de los primeros autores que me fue dado leer; juzgarlo es juzgar a mi generación y acaso a toda la literatura argentina.
Lugones es un hecho histórico; antes de investigarlo tenemos que investigar sus causas. Mi punto de partida será Flaubert, cuya doctrina y cuyo destino, más que su obra, son ejemplares en la lite-ratura de nuestro tiempo. Flaubert pensaba que hay un modo de decir cada cosa y que es deber del escritor descubrir ese modo único. Postuló, además, una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de que la palabra justa fuera, invariable-mente la musical.
Al exponer esta doctrina, escribió: Je parle en platonicien, y el hecho es que tal imaginación tiene mucho de mística. Podemos oponerle este párrafo de Alfred North Whitehead:
“Existe la común certidumbre de que la Humanidad ya posee todas las ideas fundamentales que son aplicables a su experiencia. Se pretende asimismo que esas ideas han encontrado explícita expre-sión en el lenguaje humano, en palabras sueltas o en frases. A esa postulación yo la nombro Falacia del Diccionario Perfecto.”
Ya Chesterton, en 1904, había escrito:
“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal... Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un corredor de bolsa salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las ago-nías del anhelo.”
La imprecisión que Chesterton denuncia y que la precisión y belleza de su alegato parecen contradecir tiene una confirmación en el hecho, fácilmente observable, de que ciertas cosas pueden decirse en determinados idiomas y en otros, no. Así, en inglés, o en alemán o en francés actual no hay manera de decir estaba solita, y en español no cabe decir: to laugh it off o to explain away... pero volvamos a Flaubert:
El mot juste de Flaubert, la palabra justa, no es necesaria-mente la palabra anómala o asombrosa; el lenguaje de Madame Bovary o de Bouvard et Pécuchet es normal y no excluye (la com-probación es fácil) los lugares comunes y las metáforas imprecisas aunque nunca enigmáticas o violentas, Suele definir lo mental o sentimental con imágenes físicas; esta mala costumbre no corresponde a lo más perdurable de su labor. Así en L'education sentimentale, compara el recuerdo de unas palabras con el tañer de una campana que trae el viento...
En otro escritor, el culto de la palabra, la ansiedad de la pala-bra, hubiera parado fatalmente en la formación de un pequeño dia-lecto; tendríamos, en el peor de los casos, a Rene Ghil; en el mejor, a Stefan George, Swinburne, o Mallarmé. Un persa o un polaco, di-gamos que estudiara francés en la prosa y el verso de Mallarmé, correría el albur de descubrir, al cabo de arduos años de aprendi-zaje, que Boileau y Voltaire manejaron un dialecto nocturno.
Bajo la pluma de Leopoldo Lugones, el mot juste, degeneró en el mot surprenant, y la página proba en la mera página de anto-logía hecha de triunfos técnicos, menos aptos para conmover o para persuadir que para deslumbrar. Su literatura, por exceso de aplica-ción o por una aplicación perversa, quedó así maculada de vanidad; detrás de los epítetos inauditos y de las metáforas alarmantes, el lector percibe, o cree percibir, ese grave defecto moral.
Escéptico de tantas cosas, Lugones no lo fue jamás del lenguaje y, a juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que, sólo atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su connotación es distinta. Azu-lado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco pecan de énfasis.
Moore observó que, desde Shakespeare, sólo Kipling escribió con todo el idioma; también Lugones abrigó alguna vez este des-aforado propósito. El bien educado siglo XVIII buscó la máxima economía de vocabulario y la máxima precisión, el siglo XIX, especialmente el siglo XIX español, quiso aplicar a los idiomas un cri-terio estadístico y multiplicó las palabras. Lugones, que en Las montañas del oro usó un lenguaje austero, se propuso en La guerra gaucha superar en su propio campo a los españoles, y prodigó todas las palabras posibles.
Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les fal-taba inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la literatura de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros argentinos adolecen del pecado original de no ser necesarios. Los leemos con respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo haber redactado con pareja felicidad libros del todo opuestos.
Leopoldo Lugones fue y sigue siendo el máximo escritor ar-gentino. Recabar ese título para Sarmiento es olvidar que su obra escrita debe ser juzgada a la luz de su obra total, quiero decir de su vida; recabarlo para Groussac es olvidar que éste fue un crítico europeo que se produjo en español accidental-mente, si bien con maestría singular. El Facundo y el Martín Fie-rro significan más para los argentinos que cualquier libro de Lu-gones o que su heterogéneo conjunto, pero Lugones por su Historia de Sarmiento y El payador comprende de algún modo y supera aque-llos libros fundamentales. Además, una cosa es el máximo escritor y otra el libro máximo; no hay libro de Quevedo que pueda equi-pararse al Quijote, pero Cervantes, juzgado como hombre de letras, es inferior a Quevedo, sin menoscabo de su gloria... Inversamente, hay composiciones poéticas de Ezequiel Martínez Estrada que igualan o sobrepasan a las mejores de Leopoldo Lugones, pero Martínez Estrada, poeta, no es más que una extensión de Lugones, y lo mismo podría acaso decirse del memorable y dulce López Velarde.
Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra literatura, buenas y malas. Por un lado, el goce verbal, la música instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio; por el otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la burla. Así, Góngora pudo sonoramente saludar la Armada Inven-cible y denunciar en un soneto burlesco la cobardía de los defen-sores de Cádiz... Lugones está, por decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino un objeto elaborado por él. En lugar de la inocente expresión tenemos un sistema de habilidades, un juego de destrezas retóricas. Raras veces un sentimiento fue el punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse a temas ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos. Un poema suyo famoso enumera y celebra todas las variedades de la ganadería, de la agricultura, y de la industria; cuatro sonetos describen los paisajes del sur, del norte, del este, y del oeste. Cíclicamente surgen poetas que parecen agotar la literatura, ya que se cifra en ellos toda la ciencia retórica de su tiempo; tales artífices, cuyo fin es el estupor (qui non sa far stupire, vada alla striglia, decretó uno de ellos, Marino), acaban por cansar.
Ya Samuel Johnson observó que el asombro es un placer tra-bajoso. La obra que maravilla a una generación suele parecer fría, inexplicable y hasta poco ingeniosa a las venideras, interesadas en otras novedades o novelerías.
Acaso es lícito ir más lejos. Acaso cabe adivinar o entrever, o simplemente imaginar, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue callado y solo a buscar, en el cre-púsculo de una isla, la muerte.


martes, 16 de febrero de 2016

(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg). Lugones.


(Sétima entrega. Estudio Crítico: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg).
 Lugones.
Las “nuevas generaciones” literarias.


Leo en las respetuosas páginas de una revista joven (los jóve-nes ahora, son respetuosos y optan por la urbanidad, no por el martirio):
“...la nueva generación o heroica, como también se la lla-ma, cumplió plenamente su cometido: arrasó con la Bastilla de los prejuicios literarios, imponiendo a la consideración de achacosos simbolistas nuevas ideas estéticas...”
Esa generación impositiva, arrasadora y cumplidora es la mía: he sido, pues, calificado, siquie-ra colectivamente, de héroe. No sé qué opinarán de ese ascenso mis compañeros de apoteosis; de mí puedo jurar que la gratitud no excluye el estupor, la zozobra, el leve remordimiento, y la suma incomodidad.
Generación heroica... El texto de Cambours Ocampo, del que acabo de distraer, ese párrafo laudatorio, se refiere a la de Prisma, Proa, Inicial, Martín Fierro y Valoraciones. Es decir, a los años comprendidos entre 1921 y 1928. En el recuerdo, el sabor de esos años es muy variado; yo juraría, sin embargo, que predo-mina el agridulce sabor de la falsedad. De la insinceridad, si una palabra más cortés se requiere. De una insinceridad peculiar, donde colaboran la pereza, la lealtad, la diablura, la resignación, el amor propio, el compañerismo, y tal vez el rencor. No culpo a nadie, ni siquiera a mi yo de entonces; ensayo meramente –a través del “grande espacio de tiempo” a que alude Tácito– un ejercicio cris-talino de introspección. No me arredra el temor (nada inverosímil, por lo demás) de revelar a un Mundo distraído le secret de Polichinelle. Estoy seguro de decir la verdad: una verdad superflua y anacrónica, bien lo sé, pero que debe ser manifestada por alguien. Por alguien de la “generación heroica”, precisamente.
Nadie ignora (mejor dicho: todos han olvidado) que el rasgo diferencial de esa generación literaria fue el empleo abusivo de cierto tipo de metáfora cósmica y ciudadana. Ya irreverentes (bajo la plu-ma de Sergio Pinero, de Soler Darás, de Oliverio Girondo, de Leo-poldo Marechal, o de Antonio Vallejo); ya piadosas (bajo las de Norah Lange, Brandan Caraffa, Eduardo González Lanuza, Carlos Mastronardi, Francisco Pinero, Francisco Luis Bernárdez, Guillermo Juan o J.L.B.), esas alarmantes imágenes combinaban hechos actuales, cosas del cielo intemporal o siquiera cíclico, y de la inestable ciudad. Recuerdo que asimismo recomendamos, como todas las nue-vas generaciones, el retorno a la Naturaleza y a la Verdad y la muerte de la vana retórica. También tuvimos el arrojo de ser hom-bres de nuestro tiempo –como si la contemporaneidad fuera un acto difícil y voluntario y no un rasgo fatal–. En el primer impulso abolimos –¡oh definitiva palabra!– los signos de puntuación: abo-lición del todo inservible, porque uno de los nuestros los substituyó con la “pausas”, que a despecho de constituir (en la venturosa teoría) “un valor nuevo ya incorporado para siempre a las letras”, no pasaron (en la práctica lamentable) de grandes espacios en blan-co, que remedaban toscamente a los signos. He pensado, después, que hubiera sido más encantador el ensayo de nuevos signos: signos de indecisión, de conmiseración, de ternura, signos de valor psico-lógico o musical... Opinamos también –entiendo que con toda razón y con el beneplácito secular de los rapsodas homéricos, de los salmistas de la Sagrada Escritura, de Shakespeare, de William Bla-ke, de Heine y de Whitman– que la rima es menos imprescindible de lo que cree Leopoldo Lugones. La importancia de esa opinión fue considerable. Nos permitió no parecer lo que éramos: involuntarios y fatales alumnos –sin duda la palabra “continuadores” queda me-jor– del abjurado Lunario sentimental.
Lugones publicó ese volumen el año 1909. Yo afirmo que la obra de los poetas de Martin Fierro y Proa –toda la obra anterior a la dispersión que nos dejó ensayar o ejecutar obra personal– está prefigurada, absolutamente, en algunas páginas del Lunario. En Los fuegos artificiales, en Luna ciudadana, en Un trozo de selenologia, en las vertiginosas definiciones del Himno a la Luna... Lugones exigía, en el prólogo, riqueza de metáforas y de ri-mas. Nosotros, doce y catorce años después, acumulamos con fer-vor las primeras y rechazamos ostentosamente las últimas. Fuimos los herederos tardíos de un solo perfil de Lugones. Nadie lo señaló, parece mentira. La falta de asonantes y consonantes perturbó para siempre a nuestros lectores, que prefirieron –escasos, distraídos y coléricos– juzgar que nuestra poesía era un mero caos, obra casual y deplorable de la locura o de la incompetencia. Otros, muy jóvenes, contrapusieron a ese injusto desdén una veneración no menos in-justa. La reacción de Lugones fue razonable. Que nuestros ejercicios metafóricos no acabaran de interesarle, me parece muy natural: él mismo ya los había agotado hace tiempo. Que nuestra omisión de los consonantes mereciera y consiguiera su desaprobación, tampoco es ilógico. Lo inverosímil, lo increíble, es que ahora, en 1937 * , siga persistiendo en ese debate, que ya se parece tanto al monólogo.
* _ Las “Nuevas Generaciones” Literarias. El Hogar, Febrero de 1937.
¿Y nosotros? No demorábamos los ojos en la Luna del patio o de la ventana sin el insoportable y dulce recuerdo de alguna de las imágenes de Lugones; no contemplábamos un ocaso vehemente sin repetir el verso “Y muera como un tigre el Sol eterno”. Yo sé que nos defendíamos de esa belleza y de su inventor. Con la injusticia, con la denigración, con la burla. Hacíamos bien: teníamos el deber de ser otros.
Examine el incrédulo lector el Lunario sentimental, examine después los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía o mi Fervor de Buenos Aires o Alcándara, y no percibirá la transición de un clima a otro clima. No me refiero a repeticiones lineales, aunque las hay. Tampoco a los intrínsecos valores de cada libro, por cierto incomparables. Tampoco a sus propósitos desiguales, tampoco a su feliz o adversa fortuna. Me refiero a la plena identidad de sus há-bitos literarios, de los procedimientos utilizados, de la sintaxis. Más de quince años dista el primero de los libros del último; este orden cronológico no impide que sean contemporáneos los cuatro. Esencial y realmente contemporáneos, aunque una mera diferencia de tiempo lo quiere desmentir.
Es muy sabido que no hay generación literaria que no elija dos o tres precursores: varones venerados y anacrónicos que por motivos singulares se salvan de la demolición general. La nuestra eligió a dos. Uno fue el indiscutiblemente genial Macedonio Fer-nández, que no sufrió de otros imitadores que yo; otro, el inma-duro Güiraldes del Cencerro de cristal, libro donde la influencia de Lugones –del Lugones humorístico del Lunario–, es un poco más que evidente. Por cierto, el hecho no es desfavorable a mi tesis.


Fuente: Editorial Pleamar. Buenos Aires, Argentina.

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