jueves, 21 de enero de 2016

Wilkie Collins. Novela: La piedra lunar. Novela policíaca.


Prólogo
En 1841, un pobre hombre de genio, cuya obra escrita es tal vez inferior a la vasta influencia ejercida por ella en las diversas literaturas del mundo, Edgar Allan Poe, publicó en Philadelphia Los crímenes de la Rue Morgue, el primer cuento policial que registra la historia. Este relato fija las leyes esenciales del género: el crimen enigmático y, a primera vista, insoluble, el investigador sedentario que lo descifra por medio de la imaginación y de la lógica, el caso referido por un amigo impersonal y, un tanto borroso, del investigador. El investigador se llamaba Auguste Dupin; con el tiempo se llamaría Sherlock Holmes… Veintitantos anos después aparecen El caso Lerouge, del francés Emile Gaboriau, y La dama de blanco y La piedra lunar, del inglés Wilkie Collins. Estas dos últimas novelas merecen mucho más que una respetuosa mención histórica; Chesterton las ha juzgado superiores a los más afortunados ejemplos de la escuela contemporánea. Swinburne, que apasionadamente renovaría la música del idioma inglés, afirmó que La piedra lunar es una obra maestra; Fitzgerald, insigne traductor (y casi inventor) de Omar Khayyam, prefirió La dama de blanco a las obras de Fielding y de Jane Austen.
Wilkie Collins, maestro de la vicisitud de la trama, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles, pone en boca de los diversos protagonistas la sucesiva narración de la fábula. Este procedimiento, que permite el contraste dramático y no pocas veces satírico de los puntos de vista, deriva, quizá, de las novelas epistolares del siglo dieciocho y proyecta su influjo en el famoso poema de Browning El anillo y el libro, donde diez personajes narran uno tras otro la misma historia, cuyos hechos no cambian, pero sí la interpretación. Cabe recordar asimismo ciertos experimentos de Faulkner y del lejano Akutagawa, que tradujo, dicho sea de paso, a Browning.
La piedra lunar no sólo es inolvidable por su argumento también lo es por sus vívidos y humanos protagonistas. Betteredge, el respetuoso y repetidor lector de Robinson Crusoe; Ablewhite, el filántropo; Rosanna Spearman, deforme y enamorada; Miss Clack, "la bruja metodista"; Cuff, el primer detective de la literatura británica.
El poeta T. S. Eliot ha declarado: "No hay novelista de nuestro tiempo que no pueda aprender algo de Collins sobre el arte de interesar al lector; mientras perdure la novela, deberán explorarse de tiempo en tiempo las posibilidades del melodrama. La novela de aventuras contemporánea se repite peligrosamente: en el primer capítulo el consabido mayordomo descubre el consabido crimen; en el último, el criminal es descubierto por el consabido detective, después de haberlo ya descubierto el consabido lector. Los recursos de Wilkie Collins son, por contraste, inagotables". La verdad es que el género policial se presta menos a la novela que al cuento breve, Chesterton y Poe, su inventor. prefirieron siempre el segundo. Collins, para que sus personajes no fueran piezas de un mero juego o mecanismo, los mostró humanos y creíbles.
Hijo mayor del paisajista William Collins, el escritor nació en Londres, en 1824; murió en 1889. Su obra es múltiple; sus argumentos son a la vez complicados y claros, nunca morosos y confusos Fue abogado, opiómano, actor y amigo íntimo de Dickens, con el cual colaboró alguna vez.
El curioso lector puede consultar la biografía de Ellis (Wilkie Collins, 1931), los epistolarios de Dickens y los estudios de Eliot y de Swinburne.

Fuente:

Editorial: F. Verificable de bolsillo.
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En alguna de mis novelas anteriores me propuse establecer la influencia ejercida por las circunstancias sobre el carácter. En la presente historia he invertido el proceso. Mi meta ha sido señalar aquí la influencia ejercida por el carácter sobre las circunstancias. La conducta seguida por una muchacha ante una emergencia insospechada constituye el cimiento sobre el que he levantado esta obra.
Idéntico propósito es el que me ha guiado en el manejo de los otros personajes que aparecen en estas páginas. El curso seguido por su pensamiento y su acción en medio de las circunstancias que los rodean resulta, tal como habría ocurrido muy probablemente en la vida real, unas veces correcto, otras equivocado.
Acertada o falsa su conducta, no dejan en ningún instante de regir la acción de aquellas partes del relato que les incumben a cada uno, frente a cualquier evento.
En lo que atañe al experimento psicológico que ocupa un lugar destacado en las últimas escenas de La Piedra Lunar he puesto allí, una vez más, en juego tales principios. Previa documentación efectuada no sólo en los libros, sino también recogida de labios de vivientes autoridades en la materia respecto al probable desenlace que dicho experimento hubiera tenido en la realidad, he declinado echar mano del privilegio que todo novelista posee de imaginar lo que podría ocurrir, estructurando mi relato de manera de hacerlo surgir como una consecuencia de lo que en verdad hubiese ocurrido…, cosa que, me permito declarar ante el lector, acaece realmente en estas páginas.
En lo que concierne a la historia del Diamante, narrada aquí, debo reconocer que se halla basada, en sus detalles primordiales, en la historia de dos diamantes reales europeos. La magnífica piedra que adorna en su extremo el cetro imperial ruso fue anteriormente el ojo de un ídolo hindú. Del famoso Ko-i-Nur se sospecha que ha sido también una de las gemas sagradas de la India y, aun más, el origen de una predicción que amenazaba con segura desgracia a las personas que la desviaran de su uso ancestral.
Gloucester Place, Portman Square Junio 30, 1868.


Wilkie Collins.

Don José del Castillo y Ayensa. Anacreonte, Safo y Tirteo


Anacreonte, Safo y Tirteo, traducidos del Griego en prosa y verso por Don José del Castillo y Ayensa, de la Real Academia Española. Madrid en la Imprenta Real. 1832. 8.º, 2 h. sin foliar, XXXVIII de advertencias y 264 de texto. Lleva, además, cuatro odas de Anacreonte puestas en música, una de ellas por Mr. Mehul y las demás por el profesor D. Ramón Carnicer.
El discurso preliminar contiene noticias de Anacreonte, de Safo y de Tirteo, y breves, pero discretas, observaciones sobre su mérito poético. Respecto a las elegías de Tirteo advierte que aun deben considerarse como canciones de batalla, sino como alocuciones populares, compuestas para recitarse en el foro: son proclamas acomodadas a aquella época, escritas poéticamente, porque entonces aún no se conocían los escritos en prosa». En Safo desecha la calificación de sublime dada por Longino a la segunda oda, aunque, en mi juicio, Longino, ni en este ni en ningún otro pasaje de su tratado, entendió hablar de lo sublime, sino de lo grande, de lo elevado, en cuyo sentido es [p. 330] exacta su apreciación de la oda sáfica. En cuanto a la defensa moral de Anacreonte creo que se molestó en hacerla Castillo y Ayensa, pues ni las odas del viejo de Teos y de sus imitadores pasan de alegres y festivas, sin tendencia inmoral ni perniciosa, ni nadie ha de buscar un curso de ética, aunque sea epicúrea, como quiere Castillo y Ayensa, en poesías tan ligeras y sin trascendencia filosófica. En pos de estas advertencias viene el juicio de las traducciones de Anacreonte, anteriores a la de Castillo y Ayensa, muéstrase este grande admirador de Villegas, y anuncia su propósito de imitar en lo posible el tono y sabor de sus cantilenas.
Fuente: NN.
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Presento al público la traducción en prosa y en verso de los tres clásicos griegos A n acreonte. Safo y Tirteo; y antes de dar cuenta de mi trabajo, no será superflua para algunos lectores una breve noticia de la vida de estos poetas, ni parecerán inoportunas ciertas observaciones sobre el mérito y calidad de sus obras, considerándolas como los únicos monumentos literarios de una época de los griegos.

Fuente: Imprenta Real. Madrid.

martes, 19 de enero de 2016

Vargas Llosa. "Cartas a un joven novelista".


"La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas victimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: «Escribir es una manera de vivir.» En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir".
(Cartas a un joven novelista. Página 11. Editorial Planeta. Año: 1997).

lunes, 18 de enero de 2016

Paul Auster & J. M. Coetzee Aquí y ahora.


Paul Auster, escritor estadounidense nacido el 3 de febrero de 1947 en Newark, (Nueva Jersey, EE.UU.) es novelista, poeta y guionista. Tras completar sus estudios en la Universidad de Columbia, donde se licenció en Literatura Inglesa y Comparada, vivió tres años en Francia (1971-1974), donde ejerció los oficios más diversos, realizó traducciones de Mallarmé, Sartre, entre otros, y escribió poesía y obras teatrales de un acto. Ya de nuevo en Nueva York, Auster se dedicó a la traducción y empezó a publicar críticas, poesías y ensayos en revistas como New York Review of Booksy Harpers Saturday Review. Se dio a conocer como escritor con la publicación de La invención de la soledad (1982), obra autobiográfica, y, sobre todo, con la Trilogía de Nueva York (1985-1986), formada por tres cuentos: La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada. Se inició en la novela con El país de las últimas cosas (1987), a la que seguirían otros títulos como El palacio de la luna (1989) y La música del azar (1990), ésta última llevada al cine por el director Philip Haas. Paul Auster ha trabajado también como guionista en The music of chance (1993), Smoke (1995) y El centro del mundo (2001), como codirector en Blue in the face (1995) y como director en Lulu on the bridge (1998). Autor prolífico y de notable éxito, en su bibliografía, traducida a veinticinco idiomas, se cuentan asimismo Leviatán (1992), El cuaderno rojo (1993), Mr. Vértigo (1994), Tombuctú (1997), el ensayo autobiográfico A salto de mata (1998), El libro de las ilusiones (2003), La noche del Oráculo (2004), Brooklyn Follies (2005) y Viajes por el Scriptorium (2006). Además, es autor de varios libros de poemas, como Espacios blancos (1983), Fragmentos del frío (1988) y Cimientos (1990), así como de El arte del hambre (1992), una recopilación de artículos y ensayos sobre literatura francesa, inglesa y estadounidense. En mayo de 2006 rodó en Portugal su segundo largometraje en solitario, The inner life of Martin Frost, con guión basado en El libro de las ilusiones, estrenado a inicios de 2007.

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John Maxwell Coetzee, quien firma siempre sus libros como J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Crítico literario, traductor y lingüista, ha sido profesor de literatura en la universidad de su ciudad natal y, en la actualidad, es profesor en la Universidad de Chicago. En 1974 publicó su primera novela Dusklands, a la que siguieron In the Heart of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el premio literario más importante de Sudáfrica, Esperando a los bárbaros (1980, también premiada con el CNA), Vida y época de Michael K. (1983, su primer Booker Price y premio Femina a la mejor novela extranjera), Foe (1986), La edad de hierro (1990), El maestro de Petersburgo (1994), Giving Offense: Essays on Censorship (1996), La vida de los animales (1999), Infancia (1999), Desgracia (1999, por la cual fue galardonado de nuevo con el Booker Price), Stranger Shores: Essays, 1986–1999 (2001) y Juventud (2002). En el año 2003 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura y publicó Elizabeth Costello: Ocho Lecciones. Otros títulos: Hombre lento (2005)y Diario de un mal año (2007).

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Aunque llevaban años leyéndose mutuamente y estaban en contacto desde 2005, Paul Auster y J.M. Coetzee no se conocieron en persona hasta febrero de 2008, cuando Auster y su esposa, la novelista y ensayista Siri Hustvedt, asistieron al Adelaide Literary Festival, en Australia. Poco después Auster recibió una carta de Coetzee proponiéndole embarcarse en un proyecto común en el que «podamos sacarnos chispas el uno al otro».
Aquí y ahora es el resultado de esa propuesta: un diálogo epistolar entre dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos. El deporte, la paternidad, la crisis económica, el arte, el incesto, las malas críticas, la infancia, el matrimonio, el amor… son sólo algunos de los temas que tratan en los tres años que cubren estas cartas. Llena de citas, anécdotas personales y referencias cinematográficas, esta correspondencia ofrece un retrato íntimo de dos de los escritores contemporáneos más interesantes.
«Te considero un amigo, un amigo verdadero, y lo último que quiero en el mundo es que perdamos el contacto.» A lo cual Coetzee replicó: «Por supuesto que somos amigos de verdad. Y hasta podemos ser hermanos de sangre si quieres. La próxima vez que nos veamos podemos hacer una de esas ceremonias de mezclar la sangre.»

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(Fragmento epistolar).


Paul Auster & J. M. Coetzee
Aquí y ahora



Cartas 2008-2011

 14-15 de julio de 2008

Querido Paul:
He estado pensando en las amistades, en cómo surgen, en por qué duran —algunas— tanto tiempo, más tiempo que los compromisos pasionales de los que a veces se considera (erróneamente) que son tibias imitaciones. Estaba a punto de escribirte una carta sobre todo esto, empezando por la observación de que, teniendo en cuenta lo importantes que son las amistades en la vida social, y lo mucho que significan para nosotros, particularmente durante la infancia, resulta sorprendente lo poco que se ha escrito sobre el tema.
Pero luego me he preguntado a mí mismo si esto es realmente cierto. De manera que antes de sentarme a escribir he ido a la biblioteca a hacer una comprobación rápida. Y, oh maravilla, no me podría haber equivocado más. En el catálogo de la biblioteca había montones de libros sobre el tema, veintenas, muchos de ellos bastante recientes. Cuando fui un poco más allá y les eché un vistazo a aquellos libros, sin embargo, recuperé algo de autoestima. A fin de cuentas yo había tenido razón, o por lo menos la había tenido a medias: la mayor parte de lo que aquellos libros decían de la amistad no tenía demasiado interés. Parece ser que la amistad sigue siendo en cierto modo un enigma: sabemos que es importante, pero no tenemos nada claro por qué la gente traba amistad y la conserva.
(¿Qué quiero decir cuando digo que lo escrito presenta poco interés? Compara la amistad con el amor. Sobre el amor se pueden decir cientos de cosas interesantes. Por ejemplo: los hombres se enamoran de mujeres que les recuerdan a su madre, o mejor dicho, que al mismo tiempo les recuerdan y no les recuerdan a su madre, que al mismo tiempo son y no son su madre. ¿Es cierto? Puede que sí y puede que no. ¿Interesante? Ciertamente. Ahora miremos la amistad. ¿A quiénes eligen los hombres como amigos? A otros hombres más o menos de la misma edad, con intereses parecidos, por ejemplo los libros. ¿Es cierto? Tal vez. ¿Interesante? Para nada.)
Déjame que te haga una lista de las pocas observaciones sobre la amistad que recogí durante mis visitas a la biblioteca y que me parecieron realmente interesantes.
Una. Dice Aristóteles que no se puede ser amigo de un objeto inanimado (Ética, capítulo 8). ¡Pues claro que no! ¿Quién ha dicho alguna vez que sí? Pese a todo, es interesante: de repente uno ve de dónde sacó su inspiración la filosofía lingüística moderna. Hace dos mil cuatrocientos años Aristóteles ya estaba demostrando que algo que parecían postulados filosóficos no podían ser más que reglas de la gramática. En la frase «Soy amigo de X» nos dice, «X tiene que ser el nombre de algo animado».
Dos. Se puede tener amigos y no querer verlos, dice Charles Lamb. Cierto, y también interesante: es otro sentido en el que los sentimientos de amistad se distinguen de los apegos eróticos.
Tres. Los amigos, o por lo menos las amistades masculinas en Occidente, no hablan de lo que sienten entre ellos. Compárese este fenómeno con la verborrea de los amantes. De momento, no muy interesante. Pero cuando el amigo se muere, sale la pena a raudales: «¡Ay, demasiado tarde!» (dice Montaigne de La Boétie, dice Milton de Edward King). (Pregunta: ¿acaso el amor es locuaz porque el deseo es por naturaleza ambivalente —Shakespeare, Sonetos—, mientras que la amistad es taciturna porque es algo sencillo y sin ambivalencias?)
Por fin, un comentario que hace Christopher Tietjens en El final del desfile de Ford Madox Ford: uno se acuesta con una mujer para estar en condiciones de hablar con ella. En otras palabras, hacer de una mujer tu amante no es más que un primer paso; el segundo, hacer de ella tu amiga, es el que importa; sin embargo, en la práctica hacerse amigo de una mujer con la que no te has acostado es imposible porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir.
Si realmente cuesta tanto decir algo interesante sobre la amistad, entonces se materializa otra idea: que a diferencia del amor o de la política, que no son nunca lo que parecen, la amistad sí es lo que parece. La amistad es transparente.
Las reflexiones más interesantes sobre la amistad vienen del mundo antiguo. ¿Y por qué? Pues porque en la Antigüedad la gente no consideraba la actitud filosófica como una actitud inherentemente escéptica, y por consiguiente no daban por sentado que la amistad tenía que ser algo distinto a lo que parecía ser; o bien, al revés, llegaron a la conclusión de que si la amistad era lo que parecía y nada más, entonces no podía ser tema para la filosofía.
Cordialmente,

John.

Fuente:
Título original: Here and Now
Paul Auster & J. M. Coetzee, 2012
Traducción: Benito Gómez & Javier Calvo
Editor digital: SoporAeternus
ePub base r1.2

domingo, 17 de enero de 2016

Literomanía. Jorge Luis Borges. "La memoria de Shakespeare".


LITEROMANÍA: Jorge Luis Borges.

JORGE FRANCISCO ISIDORO LUIS BORGES. (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899–Ginebra, 14 de junio de 1986). Fue un escritor argentino y uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX.
Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Su antepasado, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Guillermo Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la uruguaya Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135.
En su casa se hablaba en español e inglés, así que desde su niñez Borges fue bilingüe, y aprendió a leer inglés antes que castellano, a los cuatro años y por influencia de su abuela materna. Estudió primaria en Palermo y tuvo una institutriz inglesa. En 1914 su padre se jubila por problemas de visión, trasladándose a Europa con el resto de su familia y, tras recorrer Londres y París, se ve obligada a instalarse en Ginebra (Suiza) al estallar la Primera Guerra Mundial, donde el joven Borges estudió francés y cursó el bachillerato en el Lycée Jean Clavin.
Es en este país donde entra en contacto con los expresionistas alemanes, y en 1918, a la conclusión de la Primera Guerra Mundial, se relacionó en España con los poetas ultraístas, que influyeron poderosamente en su primera obra lírica. Tres años más tarde, ya de regreso en Argentina, introdujo en este país el ultraísmo a través de la revista Proa, que fundó junto a Güiraldes, Bramón, Rojas y Macedonio Fernández. Por entonces inició también su colaboración en las revistas Sur, dirigida por Victoria Ocampo y vinculada a las vanguardias europeas, y Revista de Occidente, fundada y dirigida por el filósofo español José Ortega y Gasset. Más tarde escribió, entre otras publicaciones, en Martín Fierro, una de las revistas clave de la historia de la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX. No obstante su formación europeísta, siempre reivindicó temáticamente sus raíces argentinas, y en particular porteñas.
Ciego desde 1955 por la enfermedad congénita que había dejado también sin visión a su padre, desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de un escogido círculo de amistades que no dudan en realizar con él una solidaria labor amanuense, colaboración que resultará muy fructífera. Borges accedió a casarse en 1967 con una ex novia de juventud, Elsa Astete, por no contrariar a su madre, pero el matrimonio duró sólo tres años y fue «blanco». La noche de bodas la pasó cada uno en su casa. Sus amigos coinciden en que el día más triste de su vida fue el 8 de julio de 1975, cuando tras una larga agonía fallece su madre.
Fue profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires —donde obtiene la cátedra en 1956—, presidente de la Asociación de Escritores Argentinos y director de la Biblioteca Nacional, cargo del que fue destituido por el régimen peronista y en el que fue repuesto a la caída de éste, en 1955. Tradujo al castellano a importantes escritores estadounidenses, como William Faulkner, y publicó con Bioy Casares una Antología de la literatura fantástica (1940) y una Antología de la poesía gauchesca (1956), así como una serie de narraciones policíacas, entre ellas Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) y Crónicas de Bustos Domecq (1967), que firmaron con el seudónimo conjunto de H. Bustos Domecq.
Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo.
Es considerado uno de los eruditos más reconocidos del siglo XX. Ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje que las obras de Borges ofrecen tanto a los estudiosos como al lector casual. Y sobre todas las cosas, la filosofía, concebida como perplejidad, el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema de la racionalidad. Siendo un literato puro pero, paradójicamente, preferido por los semióticos, matemáticos, filólogos, filósofos y mitólogos, Borges ofrece —a través de la perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía— una obra que hace honor a la lengua española y la mente universal.
Doctor Honoris Causa por las universidades de Cuyo, los Andes, Oxford, Columbia, East Lansing, Cincinnati, Santiago, Tucumán y La Sorbona, Caballero de la Orden del Imperio Británico, miembro de la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos y de la The Hispanic Society of America, algunos de los más importantes premios que Borges recibió fueron el Nacional de Literatura, en 1957; el Internacional de Editores, en 1961; el Premio Internacional de Literatura otorgado por el Congreso Internacional de Editores en Formentor (Mallorca) compartido con Samuel Beckett, en 1969; el Cervantes, máximo galardón literario en lengua castellana, compartido con Gerardo Diego, en 1979; y el Balzan, en 1980. Tres años más tarde, el gobierno español le concedió la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio y el gobierno francés la Legión de Honor.
A pesar de su enorme prestigio intelectual y el reconocimiento universal que ha merecido su obra, sus posturas políticas le impidieron ganar el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años, posturas que evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico.
El 26 de abril de 1986 se casa por poderes en Colonia Rojas Silva, en el Chaco paraguayo, con María Kodama —secretaria y acompañante de sus viajes desde 1975—. El escritor nunca llegó a convivir con Kodama, con quien se casó 45 días antes de su muerte. La apresurada boda, que levantó la suspicacia de algunos conocidos del escritor y de los medios de comunicación, convirtió a Kodama en heredera de un gran patrimonio tanto económico como intelectual. «Borges y yo somos una misma cosa, pero la gente no puede entenderlo», sentenció. Kodama se convirtió en presidenta de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges.
El escritor falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986.

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Jorge Luis Borges

La memoria de Shakespeare.

Publicado por primera vez en edición de bolsillo, «La memoria de Shakespeare» reúne los cuatro últimos relatos dados a la imprenta en diversas publicaciones por Jorge Luis Borges. Además del cuento que da título al volumen −un apunte sobre la disociación entre el recuerdo y la existencia−, éste incluye los titulados «25 de agosto, 1983» −una nueva incidencia sobre el tema del doble, tan querido al maestro argentino−, «Tigres azules» −una enigmática incursión en la zona de sombra que separa locura y cordura− y, finalmente, «La rosa de Paracelso», narración que ilustra la vieja disputa entre fe e incredulidad.

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  LA MEMORIA DE SHAKESPEARE


Hay devotos de Goethe, de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo haber presentido, salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acaba de morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca.
Soy Hermann Soergel. El curioso lector ha hojeado quizá mi «Cronología de Shakespeare», que alguna vez creí necesaria para la buena inteligencia del texto y que fue traducida a varios idiomas, incluso el castellano. No es imposible que recuerde asimismo una prolongada polémica sobre cierta enmienda que Theobald intercaló en su edición crítica de 1734 y que desde esa fecha es parte indiscutida del canon. Hoy me sorprende el tono incivil de aquellas casi ajenas páginas. Hacia 1914 redacté, y no di a la imprenta, un estudio sobre las palabras compuestas que el helenista y dramaturgo George Chapman forjó para sus versiones homéricas y que retrotraen el inglés, sin que él pudiera sospecharlo, a su origen (Urprung) anglosajón. No pensé nunca que su voz, que he olvidado ahora, me sería familiar… Alguna separata firmada con iniciales completa, creo, mi biografía literaria. No sé si es lícito agregar una versión inédita de Macbeth, que emprendí para no seguir pensando en la muerte de mi hermano Otto Julius, que cayó en el frente occidental en 1917. No la concluí; comprendí que el inglés dispone, para su bien, de dos registros —el germánico y el latino— en tanto que nuestro alemán, pese a su mejor música, debe limitarse a uno solo.
He nombrado ya a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay, en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades.
Más importante que la cara de Daniel Thorpe, que mi ceguera parcial me ayuda a olvidar, era su notoria desdicha. Al cabo de los años, un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad. De un modo casi físico, Daniel Thorpe exhalaba melancolía.
Después de una larga sesión, la noche nos halló en una taberna cualquiera. Para sentirnos en Inglaterra (donde ya estábamos) apuramos en rituales jarros de peltre cerveza tibia y negra.
—En el Punjab —dijo el mayor— me indicaron un pordiosero. Una tradición del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita de Wazil Khan, en Lahore.
Pensé que Chaucer no desconocía la fábula del prodigioso anillo, pero decirlo hubiera sido estropear la anécdota de Barclay.
—¿Y la sortija? —pregunté.
—Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos. Quizás esté ahora en algún escondrijo de la mezquita o en la mano de un hombre que vive en un lugar donde faltan pájaros.
—O donde hay tantos —dije— que lo que dicen se confunde. Su historia, Barclay, tiene algo de parábola.
Fue entonces cuando habló Daniel Thorpe. Lo hizo de un modo impersonal, sin mirarnos. Pronunciaba el inglés de un modo peculiar, que atribuí a una larga estadía en el Oriente.
—No es una parábola —dijo—, y si lo es, es verdad. Hay cosas de valor tan inapreciable que no pueden venderse.
Las palabras que trato de reconstruir me impresionaron menos que la convicción con que las dijo Daniel Thorpe. Pensamos que diría algo más, pero de golpe se calló, como arrepentido. Barclay se despidió. Lo dos volvimos juntos al hotel. Era ya muy tarde, pero Daniel Thorpe me propuso que prosiguiéramos la charla en su habitación. Al cabo de algunas trivialidades, me dijo:
—Le ofrezco la sortija del rey. Claro está que se trata de una metáfora, pero lo que esa metáfora cubre no es menos prodigioso que la sortija. Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.
No acerté a pronunciar una palabra. Fue como si me ofrecieran el mar.
Thorpe continuó:
—No soy un impostor. No estoy loco. Le ruego que suspenda su juicio hasta haberme oído. El mayor le habrá dicho que soy, o era, médico militar. La historia cabe en pocas palabras. Empieza en el Oriente, en un hospital de sangre, en el alba. La precisa fecha no importa. Con su última voz, un soldado raso, Adam Clay, a quien habían alcanzado dos descargas de rifle, me ofreció, poco antes delfín, la preciosa memoria. La agonía y la fiebre son inventivas; acepté la oferta sin darle fe. Además, después de una acción de guerra, nada es muy raro. Apenas tuvo tiempo de explicarme las singulares condiciones del don. El poseedor tiene que ofrecerlo en voz alta y el otro que aceptarlo. El que lo da lo pierde para siempre.
El nombre del soldado y la escena patética de la entrega me parecieron literarios, en el mal sentido de la palabra.
Un poco intimidado, le pregunté:
—¿Usted, ahora, tiene la memoria de Shakespeare?
Thorpe contestó:
—Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir.
Yo le pregunté entonces:
—¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?
Hubo un silencio. Después dijo:
—He escrito una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias. Creo que es todo. Le he prevenido que mi don no es una sinecura. Sigo a la espera de su respuesta.
Me quedé pensando. ¿No había consagrado yo mi vida, no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare? ¿No era justo que al fin de la jornada diera con él?
Dije, articulando bien cada palabra:
—Acepto la memoria de Shakespeare.
Algo, sin duda, aconteció, pero no lo sentí.
Apenas un principio de fatiga, acaso imaginaria.
Recuerdo claramente que Thorpe me dijo:
—La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla. Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le prometo un plazo.
Lo que quedaba de la noche lo dedicamos a discutir el carácter de Shylock. Me abstuve de indagar si Shakespeare había tenido trato personal con judíos. No quise que Thorpe imaginara que yo lo sometía a una prueba. Comprobé, no sé si con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas y tan convencionales como las mías.
A pesar de la vigilia anterior, casi no dormí la noche siguiente. Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado, no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas:
 And shake the yoke of inauspicious stars
From this worldweary flesh.

Recordaría a Anne Hathaway como recuerdo a aquella mujer, ya madura, que me enseñó el amor en un departamento de Lübeck, hace ya tantos años. (Traté de recordarla y sólo pude recobrar el empapelado, que era amarillo, y la claridad que venía de la ventana. Este primer fracaso hubiera debido anticiparme los otros).
Yo había postulado que las imágenes de la prodigiosa memoria serían, ante todo, visuales. Tal no fue el hecho. Días después, al afeitarme, pronuncié ante el espejo unas palabras que me extrañaron y que pertenecían, como un colega me indicó, al A, B, C, de Chaucer. Una tarde, al salir del Museo Británico, silbé una melodía muy simple que no había oído nunca.
Ya habrá advertido el lector el rasgo común de esas primeras revelaciones de una memoria que era, pese al esplendor de algunas metáforas, harto más auditiva que visual.
De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente. A juzgar por su testamento, no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, en casa de Shakespeare, pero nadie ignora las obras que frecuentó. Chaucer, Gower, Spenser, Christopher Marlowe, la Crónica de Holinshed, el Montaigne de Florio, el Plutarco de North. Yo poseía de manera latente la memoria de Shakespeare; la lectura, es decir la relectura, de esos viejos volúmenes sería el estímulo que buscaba. Releí también los sonetos, que son su obra más inmediata. Di alguna vez con la explicación o con las muchas explicaciones. Los buenos versos imponen la lectura en voz alta; al cabo de unos días recobré sin esfuerzo las erres ásperas y las vocales abiertas del siglo dieciséis.
Escribí en la Zeitschrift für germanische Philologie que el soneto 127 se refería a la memorable derrota de la Armada Invencible. No recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había formulado esa tesis.
Una visita a Stratford-on-Avon fue, previsiblemente, estéril.
Después advino la transformación gradual de mis sueños. No me fueron deparadas, como a De Quincey, pesadillas espléndidas, ni piadosas visiones alegóricas, a la manera de su maestro, Jean Paul. Rostros y habitaciones desconocidas entraron en mis noches. El primer rostro que identifiqué fue el de Chapman; después, el de Ben Jonson y el de un vecino del poeta, que no figura en las biografías, pero que Shakespeare vería con frecuencia.
Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas. Si ello acontece con un ente concreto y relativamente sencillo, dado el orden alfabético de las partes, ¿qué no acontecerá con un ente abstracto y variable, ondoyant et divers, como la mágica memoria de un muerto?
A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín, si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.
Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas, grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. No sin algún escándalo recordé que Ben Jonson le hacía recitar hexámetros latinos y griegos y que el oído, el incomparable oído de Shakespeare, solía equivocar una cantidad, entre la risotada de los colegas.
Conocí estados de ventura y de sombra que trascienden la común experiencia humana. Sin que yo lo supiera, la larga y estudiosa soledad me había preparado para la dócil recepción del milagro.
Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté. Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l’infini de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado ala escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial (nicht allzu glatt und gekunstelt). Esa misma razón lo movió a mezclar sus metáforas:
 my way of life
Is fall’n into the sear, the yellow leaf.

Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria. No traté de definirla; Shakespeare lo ha hecho para siempre. Básteme declarar que esa culpa nada tenía en común con la perversión.
Comprendí que las tres facultades del alma humana, memoria, entendimiento y voluntad, no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.
Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía. No tardé en descubrir que ese género literario requiere condiciones de escritor que ciertamente no son mías. No sé narrar. No sé narrar mi propia historia, que es harto más ordinaria que la de Shakespeare. Además, ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?
Goethe constituye, según se sabe, el culto oficial de Alemania; más íntimo es el culto de Shakespeare, que profesamos no sin nostalgia. (En Inglaterra, Shakespeare, que tan lejano está de los ingleses, constituye el culto oficial; el libro de Inglaterra es la Biblia).
En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón.
Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno.
Empecé a no entender las cotidianas cosas que me rodeaban (die alltägliche Umwelt). Cierta mañana me perdí entre grandes formas de hierro, de madera y de cristal. Me aturdieron silbatos y clamores. Tardé un instante, que pudo parecerme infinito, en reconocer las máquinas y los vagones de la estación de Bremen.
A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable.
Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.
He olvidado la fecha en que decidí liberarme. Di con el método más fácil. En el teléfono marqué números al azar. Voces de niño o de mujer contestaban. Pensé que mi deber era respetarlas. Di al fin con una voz culta de hombre. Le dije:
—¿Quieres la memoria de Shakespeare? Sé que lo que te ofrezco es muy grave. Piénsalo bien.
Una voz incrédula replicó:
—Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.
Declaré las condiciones del don. Paradójicamente, sentía a la vez la nostalgia del libro que yo hubiera debido escribir y que me fue vedado escribir y el temor de que el huésped, el espectro, no me dejara nunca.
Colgué el tubo y repetí como una esperanza estas resignadas palabras:
 Simply the thing I am shall make me live.

Yo había imaginado disciplinas para despertar la antigua memoria; hube de buscar otras para borrarla. Una de tantas fue el estudio de la mitología de William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg. Comprobé que era menos compleja que complicada.
Ese y otros caminos fueron inútiles; todos me llevaban a Shakespeare.
Di al fin con la única solución para poblar la espera: la estricta y vasta música: Bach.
P.S. 1924 —Ya soy un hombre entre los hombres. En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es el otro. De tarde en tarde me sorprenden pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.

Fuente:
Título original: La memoria de Shakespeare
Jorge Luis Borges, 1983
Diseño de cubierta: Neslé Soulé
Editor digital: Titivilius
ePub base r1.2

sábado, 16 de enero de 2016

Ray Bradbury. Novela: El árbol de las brujas.


La Fiesta de las Brujas. Disimulo. Gatos caminando de puntillas. Sigilo y cautela. Pero, ¿por qué?¿Y para qué? ¡Cómo! ¿Quién? ¡Cuándo! ¿Dónde en verdad empezo todo? Fue...¿En egipto cuatro mil años atrás, en el aniversario de la gran muerte del sol? ¿O un millón de años antes, junto a las hogueras nocturnas de los hombres de las cavernas? ¿O en la Bretaña Druida al son de Sssss-bummm de la guadaña de Samhain? ¿O entre las brujas, en toda Europa..., multitudes de arpías, de hechiceras, magos, demonios, diablos? ¿O sobre los techos de París, cuando criaturas extrañas se convertían en piedra y alumbraban las gárgolas de Notre Dame? ¿O en Mexico, en los cementerios desbordantes de velas encendidas y de muñequitos de caramelo en el Día de los Muertos?¿O, dónde?


Fuente: Minotauro Editorial.
Ray Bradbury




EL ÁRBOL DE LAS BRUJAS

Título original: The Halloween Tree
Traducción de Matilde Horne
***
(Fragmento de novela).
 Con amor para
MADAME MAN'HA GARREAU-DOMBASLE
A quien conocí veintisiete años atrás a medianoche en el cementerio de la Isla de Janitzio en el Lago Patzcuaro, México, y recordada en todos los aniversarios del Día de los Muertos.
 1

Era un pueblo pequeño junto a un río pequeño y un lago pequeño en un rincón septentrional de un estado del Medio Oeste. No había alrededor tanta espesura como para que no se viera el pueblo. Pero por otro lado tampoco había tanto pueblo como para que no se viera y sintiera y palpara y oliera la espesura. El pueblo estaba lleno de árboles. Y pasto seco y flores muertas ahora que había llegado el otoño. Y muchas cercas para caminar por encima y aceras para patinar y una cañada donde echarse a rodar y llamar a gritos a los del otro lado. Y el pueblo estaba lleno de... Chicos.
Y era la tarde de la Noche de las Brujas.
Y todas las casas cerradas contra un viento frío.
Y el pueblo lleno de fríos rayos de sol. Pero de pronto el día se fue.
De abajo de todos los árboles salió la noche y tendió las alas. Detrás de las puertas de todas las casas hubo un correteo de patitas ratoniles, gritos ahogados parpadeos de luz.
Detrás de una puerta, Tom Skelton, de trece años, se detuvo y escuchó.
Afuera, el viento anidaba en los árboles, merodeaba por las aceras con pisadas invisibles de gatos invisibles.
Tom Skelton se estremeció. Cualquiera podía saber que el viento de esa noche era un viento especial, y que en las sombras había algo especial, pues era la Víspera del Día de Todos los Santos, la Noche de las Brujas. Todo parecía ser de suave terciopelo negro, o terciopelo anaranjado o dorado. El humo salía jadeando desde miles de chimeneas como penachos de cortejos fúnebres. De las ventanas de las cocinas llegaban flotando dos aromas de calabazas: el de las calabazas huecas y el de los pasteles en el horno.
Los gritos detrás de las puertas cerradas de las casas fueron más exasperados cuando sombras de muchachos volaron junto a las ventanas. Chicos a medio vestir, las mejillas empastadas de pintura; aquí un jorobado, allá un gigante de mediana estatura. Continuaba el saqueo de desvanes, el ataqué a viejas cerraduras, el despanzurramiento de vetustos baúles en busca de disfraces.
Tom Skelton se puso sus huesos.
Sonrió burlón al mirarse la columna vertebral, las costillas, las rótulas cosidas en blanco sobre lienzo negro. ¡Qué suerte! pensó. ¡Vaya nombre que te tocó! Tom Skelton. ¡Fantástico para el Día de las Brujas! ¡Todos te llaman Esqueleto! Y entonces ¿qué te pones?
Huesos.
Buuum. Ocho puertas de calle cerradas de golpe.
Ocho muchachitos ejecutaron una serie de hermosos saltos por encima de tiestos, barandillas, helechos muertos, arbustos, y aterrizaron sobre el césped seco y almidonado de los jardines. Galopando, atropellándose, se apoderaban de una última sábana, ajustaban una última máscara, tironeaban de extraños sombreros hongo o pelucas, gritando por cómo los llevaba el viento, cómo los ayudaba a correr; felices en el viento, o soltando maldiciones infantiles cuando las máscaras se les caían o se les torcían o se les metían en las narices con un olor a muselina, como el aliento caliente de un perro; o sencillamente dejando que la pura alegría de vivir y de estar fuera de noche les colmara los pulmones y les formase en las gargantas un grito y un grito y un... ¡griiitooo!
Ocho muchachos chocaron en una esquina.
—Aquí estoy yo: ¡Bruja!
—¡ Hombre-Mono!
—¡Esqueleto! —dijo Tom, muerto de risa dentro de sus huesos.
—¡Gárgola!
—¡Mendigo!
—¡El Señor La Muerte en Persona!
¡Pum! Se sacudieron quitándose de encima los golpes, confundidos en un alboroto de felicidad bajo el farol de la esquina. La oscilante lamparilla eléctrica se mecía al viento como la campana de una catedral. Los adoquines de la calle se transformaron en el entarimado de un barco ebrio escorado y hundido en la sombra y la luz.
Detrás de cada máscara había un chico.
—¿Quién es ése? —señaló Tom Skelton.
—No lo diré. ¡Secreto! —gritó la Bruja, disimulando la voz.
Todos se rieron.
—¿Quién es ése?
—¡La Momia! —gritó el niño envuelto en viejos lienzos amarillentos, como un inmenso cigarro que se paseaba por las calles anochecidas.
—¿Y quién es...?
—¡No hay tiempo! —dijo Alguien Oculto Detrás de Otro Misterio de Muselina y Pintura—. ¡Premio o prenda!
—¡Sí!
Chillando, gimoteando, desbordantes de una alegría macabra, correteaban en todas partes menos en las aceras, saltando por encima de los arbustos casi cayendo sobre perros que escapaban aullando.
Pero en mitad de las carreras, las risas, los ladridos, de pronto, como si una gran mano de noche, viento y olor de algo raro los detuviese, todos se detuvieron.
—Seis, siete, ocho.
—¡No puede ser! Cuenta otra vez.
—Cuatro, cinco, seis...
—¡Tendríamos que ser nueve. ¡Falta alguien!
Se husmearon unos a otros, como bestias asustadas.
—¡No está Pipkin!
¿Cómo lo supieron? Todos estaban escondidos detrás de las máscaras. Y sin embargo, y sin embargo...
Podían sentir la ausencia de Pipkin.
—¡Pipkin! En un zillión de años nunca ha faltado a la Noche de las Brujas. Qué horror. ¡Vamos!
En un amplio movimiento de abanico, un trotecito y un meneo perruno, dieron una vuelta entera y se alejaron por la calle empedrada, barridos como hojas en el principio de una tormenta.
—¡Aquí está la casa de Pipkin!
Se detuvieron frenando. Allí estaba la casa de Pipkin, pero no había bastantes calabazas en las ventanas, ni bastantes barbas de maíz en el porche, ni bastantes fantasmones espiando por el vidrio obscuro desde la alta buhardilla.
—Diantre —dijo uno—. ¿Y si Pipkin está enfermo?
—No sería Noche de Brujas sin Pipkin.
—No sería Noche de Brujas —gimieron a coro.
Y uno de ellos arrojó una manzanita ácida a la puerta de Pipkin. Se estrelló con un ruidito apagado, como si un conejo pateara la madera. Esperaron, entristecidos sin razón, perdidos sin razón. Pensaban en Pipkin y en una Noche de Brujas que podía convertirse en una calabaza podrida con una vela apagada si, si, si... faltaba Pipkin.
Vamos, Pipkin, ¡ven y salva la Noche!

viernes, 15 de enero de 2016

Sir Richard Burton. Vikram y el vampiro.


El capitán Sir Richard Francis Burton (1821-1890), escritor, militar, místico, científico, explorador, diplomático y agente secreto del gobierno británico, es el paradigma del erudito aventurero del siglo XIX, convertido en leyenda viva para sus propios contemporáneos. Aunque han proliferado los ensayos sobre su vida, hasta hoy no ha existido una biografía profunda y coherente, definitiva y amena como la de Edward Rice. Richard F. Burton hablaba veintinueve idiomas y tenía una gran habilidad para hacerse pasar por nativo, lo que facilitó su acceso a lugares donde ningún hombre blanco había penetrado con anterioridad, como La Meca, Medina o la ciudad sagrada de Harar. Tradujo diecisiete volúmenes de Las mil y una noches, descubrió para Occidente el Kama Sutra y el Ananga Ranga, y escribió estudios sobre erotismo, antropología o etnografía e inolvidables crónicas de sus viajes por Asia, África y América en cerca de cincuenta volúmenes. Burton fue, además, el primer europeo que dirigió una expedición en busca de las fuentes del Nilo, episodio recientemente llevado al cine.
En sus obras expresó su rechazo a algunos errores del colonialismo británico o a la mojigatería victoriana, así como a las costumbres bárbaras que conoció durante sus viajes. Por encima de todo trató de dar un sentido a su existencia a través de una constante búsqueda espiritual, a veces con ayuda de opio u otras drogas. Se interesó por la cábala, la alquimia, el cristianismo y diversas religiones orientales, para terminar convirtiéndose al sufismo, una disciplina mística que practicó hasta el fin de su vida.

***
Vikram y el vampiro (1870), es una traducción libre del sánscrito («la lengua de los dioses», el latín de la India) de los once mejores relatos de Baital-Pachisi (Veinticinco cuentos de un Baital), una leyenda antigua y genuinamente hindú, precursora de Las Mil y una Noches, que narra la historia de un murciélago, vampiro o espíritu maligno que habitaba y animaba cuerpos muertos.


Biografia muy completa y entusiasta:
http://www.taringa.net/posts/info/4569908/Burton:-aventurero-de-Las-Mil-y-Una-Noches.html

jueves, 14 de enero de 2016

Coral Bracho. Poema: En esta oscura mezquita tibia.


EN ESTA OSCURA MEZQUITA TIBIA.

Sé de tu cuerpo: los arrecifes,
las desbandadas,
la luz inquieta y deseable (en tus muslos candentes la lluvia incita),
de su oleaje:
Sé tus umbrales como dejarme al borde de esta holgada, murmurante
mezquita tibia; como urdirme (tu olor suavísimo, oscuro) al calor de sus naves.
(tus huertos agrios, impenetrables). Sé de tus fuentes,
de sus ecos maduros y turbios la amplitud luminosa, fecunda;
de tu sueño espejeante, de sus patios:

Basta dejar a su fuego nocturno, a sus hiedras lascivas, a su jaspe inicial:
las columnas, los arcos;
a sus frondas (con un gesto leve, incisivo).
Basta desligarse en la sombra – olorosa y profunda – de sus talles despiertos,
de sus basas vidriadas y suaves:

Distendida, la luz se adentra, se impregna (como un perfume se adhiere
a los limos del mármol) a este hervor habitable; en tus muslos su avidez se derrama:
Basta sostener esta sed. En sus nichos, en sus salas humeantes y resinosas;
deslizar. Vino, cardumen, manto, semillero: este olor, (en tu vientre la luz cava un follaje espeso
que difiere las costas, que revierte en sus aguas). Recorrer
(con las plantas ungidas: pasos tibios, untuosos: las faldas rozan en la bruma
los pasajes colmados y palpitantes; los recintos:
Basta retornar, imprimir:
De tu huella: los relentes umbrosos, el zumo denso, visceral;  de tus ingles. Basta concentrar.

(En tus ojos el mar es un destello abrupto que retiene su cauce
- su lengua induce entre estos muros, entre estas puertas) en los pliegues, en los brotes abordables;

Entregada al aroma,
a los vapores azulados, cobrizos; el roce opaco de la piedra en su piel.

Agua que se adhiere, circunda, que transpira – sus bordes mojan irisados – que anuda
su olisqueante y espesa limpidez animal. Médanos, selva, luces; el mar acendra.
Incisión de arabescos bajo las palmas. Vidrios. Basta deslindarse. La red
de los altos vitrales crípticos. Lampadarios espumosos. Toca con el índice
el canto, los relieves, el barro ( en la madera los licores se enroscan, se densifican,
reptan por los racimos alveolados, exhudan);
el metal succionante de los vasos, el yeso, en el granito;
con los labios (lapsos frescos, esmaltados, entre la tibia, voluptuosa ebriedad):
los mosaicos, la hiel
de las incrustaciones.

La mezquita se extiende entre el desierto y el mar.

En los patios:
El fulgor cadencioso (rumores agrios) de los naranjos;
el sopor de los musgos, los arrayanes.

Desde el crepúsculo el viento crece, tiñe, se revuelve, se expande en la arena ardiente, cierne
entre las ebrias galerías, su humedad. Aceites hierven y modulan las sombras
en los espejos imantados. Brillo metálico en las paredes, bajo los ígneos dovelajes.

(Agua: hiedra que se extiende y refleja desde su lenta contención; ansia tersa, diluyente).

- Entornada a las voces.
a los soplos que cohabitan inciertos por los quicios - . Hunde en esta calma mullida,
en esta blanda emulsión de esencias, de tierra lúbrica; enreda, pierde entre estas algas;
secreta, hasta la extema, minuciosa concavidad , hasta las hégiras entramadas,
bajo este tinte, la noción litoral de tu piel. Celdas,
ramajes blancos. Bajo la cúpula acerada. Quemar (cepas, helechos, cardos
en los tapices; toda la noche inserta bajo este nítido crepitar) los perfumes. Agua
que trasuda en los cortes de las extensas celosías. (Pasos breves, voluptuosos). Peldaños;
azul cobáltico; respirar entre la hierba delicuescente, bajo esta losa; rastros secos, engastados. Estaño.
en las comisuras; sobre tus flancos: liquen y salitre en las yemas.
De entre tus dedos resinosos.

***
Esbozo biográfico
Coral Bracho, MÉXICO (1951). Escritora mexicana. Nació en la ciudad de México. Profesora de Lengua y Literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México, ha trabajado en la elaboración de un diccionario del español hablado en su país y ha formado parte del consejo de redacción de la revista La Mesa Llena. Su poesía vincula el plano de la metáfora con la transfiguración erótica y para ello se sirve del tránsito y la mezcla de los reinos mineral, vegetal, animal y humano. El poeta Néstor Perlongher, en su antología Caribe transplatino, cita a Coral Bracho como uno de los ejemplos de poesía neobarroca latinoamericana. La escritora obtuvo en 1981 el premio de poesía de la Casa de la Cultura de Aguascalientes con el libro El ser que va a morir. Ha publicado también Peces de piel fugaz (1977), Tierra de entraña ardiente (1992, en colaboración con la pintora Irma Palacios) y Jardín del mar. Han sido editadas dos recopilaciones de sus poemas: Bajo el destello líquido y Huellas de luz. Ha traducido, entre otras obras, Rizoma, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, y Apuntes angloafricanos, de Doris Lessing. En el año 2000 fue becaria de la Fundación John Simon Guggenheim; por Ese espacio, ese jardín obtuvo en 2003 el Premio Xavier Villaurrutia. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte. (Fuente: Fundación Metáfora).

miércoles, 13 de enero de 2016

E.T.A. HOFFMANN. Novela. Los elixires del Diablo.


E.T.A. HOFFMANN
Los elixires
del Diablo
Título original: Die Elixiere des Teufels (1815)
Traducción: José Rafael Hernández Arias


 PRÓLOGO
Ernst Theodor Wilhelm Hoffmann (1776-1822), más conocido en el mundo literario como Ernst Theodor Amadeus (E.T.A), declinó el tan prusiano «Wilhelm» y lo sustituyó por el nombre de su idolatrado Mozart, como si quisiera conjurar con ese hocuspocus nominal a las escurridizas musas. Pero en vez de entrar en las páginas de oro de la música, como en un principio pretendía y toda la vida deseó con fervor, lo hizo en las de las letras, y como un extraño meteoro, pues su nombre se convirtió en sinónimo de fantasía, alucinación, pesadilla, en definitiva en el paradigma de lo siniestro y de lo numinoso. Sus obras analizan la cara oculta del ser humano, los aspectos más inquietantes de la existencia, y lo hacen con tal sutileza psicológica que desbordan cualquier explicación racional, aunque ésta exista, sea experimentable y apodíctica. La novela que aquí presentamos, Los elixires del diablo, constituye un ejemplo evidente de lo expuesto; al final siempre queda un desasosiego, una incertidumbre que pertenece necesariamente a la naturaleza humana, que, en cierto modo, la define. No en vano pertenece Hoffmann a una generación de escritores englobada en el término «romanticismo alemán», que supuso una reacción a las «luces» —que no sólo tienen la virtud de iluminar, sino también el defecto de deslumbrar—, una resistencia a la entronización de la Razón y al intento de aniquilar la excepción.
Pero antes de que presentemos la obra que nos ocupa sería conveniente que intentásemos brevemente dar respuesta a la pregunta de quién era Hoffmann, de quién era, como lo describe Rüdiger Safranski, aquel gnomo hipernervioso, hipersensible, hiperactivo y versátil hasta el asombro. Su nacimiento en Prusia oriental, en concreto en la ciudad comercial y portuaria de Königsberg, aporta poco para la configuración de un retrato psicológico, a no ser que profundicemos en el espíritu de aquella urbe burguesa, culta y de gran importancia histórica. Sólo mencionaremos a este respecto que otras dos figuras contemporáneas de Hoffmann nacieron y vivieron en Königsberg, una de ellas fue Immanuel Kant, cuya obra Hoffmann apreció y, en algunos aspectos, combatió, y la otra es la de Johann Georg Hamann, el Mago del Norte, el testigo del Cuerpo Místico, crítico de la Ilustración, escritor genial y críptico, desafío, como Kant, para todo traductor. El suelo, como vemos, era fértil, pero también la época. A la generación de Hoffmann pertenecen escritores como Schlegel, Novalis, Brentano o Tieck. En Alemania existía un sustrato, más espiritual que material, proclive a la vida literaria, probablemente como consecuencia del culto al genio, a la excepcionalidad. Hoffmann participaba de este espíritu, que le impulsaba a la obtención de fama y reconocimiento. Su sueño dorado fue dedicarse exclusivamente al arte, vivir del arte y para el arte, pero las circunstancias pesaron drásticamente e imposibilitaron su realización. No podemos olvidar, por consiguiente, que Hoffmann fue casi toda su vida un ser profundamente frustrado. A ello se añade una infancia problemática, con la ausencia del padre y el exceso de celo de una madre histérica. Perteneciente a una familia de juristas, logró concluir con escasa convicción, pero con aprovechamiento, la carrera de Derecho, y pudo ocupar puestos de jurista en varios tribunales de la Polonia prusiana, en concreto en Varsovia y Posen. Un golpe del destino, encarnado en las guerras napoleónicas, le privó de su plaza, e hizo que buscara fortuna en el mundo de la música, cubriendo una vacante de director musical en el teatro de la ciudad de Bamberg. Su vida, sin embargo, no lograba estabilizarse. El puesto que ocupaba le proporcionaba escasos ingresos, que tenía que complementar con clases particulares de piano. Además, no tardaron mucho tiempo en surgir dificultades, unas veces debido a las circunstancias, otras debido a su carácter y actitud, que terminaron por privarle del poco lucrativo salario. Hoffmann conoció la miseria, el hambre y la desesperación. Se movía en las fronteras de la demencia, plagado de pesadillas, visiones, fobias y extraños síntomas, quizá preludio de la cruel enfermedad que le llevó a la muerte. Su diario está lleno de referencias a sus apuros económicos, que le obligaron incluso, en alguna ocasión, a vender la ropa de abrigo. Las cartas en que pedía dinero a los amigos son legión. Tras ocupar un puesto como director musical de una compañía de teatro sita en Dresde y Leipzig, va a comenzar, sin embargo, una nueva etapa que le va a proporcionar la tan ansiada seguridad económica. Derrotado Napoleón, al que Hoffmann había negado el juramento de fidelidad, el Estado prusiano se recupera y admite de nuevo a Hoffmann en sus filas. El 1 de octubre de 1814 ingresa en el Tribunal de Berlín y el 1 de noviembre del mismo año forma parte de la Sala de lo criminal. Su carrera como juez fue extraordinaria. Hoffmann era un jurista excelente, y sus informes y dictámenes constituyen un modelo de argumentación jurídica. Su competencia profesional iba pareja, además, con la integridad de su conciencia, que se mostró diáfana en la decisión, inaudita en aquella época, de abrir un procedimiento judicial contra uno de los jefes de la policía real prusiana. Esta actitud fue admirada por Beethoven, que, haciendo un juego de palabras, irreproducible en español, con el apellido del juez poeta, exclamó: «Hoffmann — du bist kein Hof-mann», es decir, cambiando la entonación, «Hoffmann, no eres un cortesano». Junto a su actividad profesional, que le ocupaba las mañanas y llevaba a cabo con constancia y exactitud ejemplares, desplegaba una intensa actividad literaria. Podemos decir con Eugen Walter, autor de una tesis doctoral sobre el aspecto jurídico en la vida y en la obra de Hoffmann, que fue probablemente su retomada carrera de jurista la que le proporcionó una compensación correctora en su complicada y, en cierta manera, psicopática vida anímica. Pero Hoffmann necesitaba de otros elementos compensatorios que equilibrasen su compleja y alterada personalidad. Uno de ellos era el humor, que se manifestaba primordialmente en sus caricaturas, algunas realizadas incluso en el Tribunal, durante las vistas, pues Hoffmann era, por añadidura, un excelente dibujante. Esta faceta le creó serios problemas, sobre todo dentro de su gremio, pues a veces se dedicaba a poner en circulación dibujos y panfletos satíricos. El otro elemento compensatorio lo constituía, sin duda, el alcohol. Hoffmann era un bebedor empedernido, capaz de ingerir cantidades ingentes de vino sin que ello, para asombro de sus amigos, incidiera ni en su capacidad de trabajo ni en el ritmo vital de un burgués con responsabilidades profesionales de importancia. Lamentablemente, el final le alcanzó en un momento en el que empezaba a saborear el tan anhelado éxito literario. Hoffmann murió con tan sólo cuarenta y seis años de edad, víctima de una enfermedad cruel, que le dejó completamente paralizado. Su pasión por la literatura queda reflejada por los testigos que le visitaron en aquella época. A pesar del dolor, seguía escribiendo, y cuando no pudo escribir más, dictó hasta el último momento de su corta vida.
Ahora que poseemos una sucinta imagen de la personalidad de Hoffmann, nos será más fácil presentar su novela Los elixires del diablo y desentrañar los motivos que le indujeron a escribirla. Una anotación en su diario con fecha 4 de marzo de 1814, cuando Hoffmann contaba 38 años de edad, nos da la clave del origen. En ella podemos leer que la idea fundamental de la novela ya ha madurado en la mente de Hoffmann. En otras anotaciones de aquel periodo constatamos que, precisamente en aquellas fechas, Hoffmann pasaba por un mal momento: su miedo a un declive anímico y a volverse loco alcanza uno de los puntos más críticos. El 5 de marzo comienza a escribir la novela de un modo compulsivo y absorbente, finalizando el 23 de abril la primera parte, que aparecerá el 19 de septiembre de 1815 en Berlín. La segunda parte, que empezó a escribir en 1815, cuando ya estaba al servicio del Estado prusiano, se publicará con posterioridad, el 14 de mayo de 1816. Hoffmann encontró dificultades para escribir esta segunda parte, pues, según sus manifestaciones, había perdido la inspiración que facilitó el breve tiempo de gestación de la primera. ¿Por qué escribió Hoffmann esta novela? ¿Qué esperaba conseguir con ella? La razón que aduce es que Los elixires serían su «elixir vital», es decir, que le proporcionarían una remuneración que le sacaría de la miseria económica y cimentarían un prestigio literario que facilitaría la publicación de obras posteriores. La segunda razón hay que deducirla, y se puede resumir en que la novela, sobre todo la primera parte, sirvió a Hoffmann como terapia psicológica para salir de una crisis que amenazaba con hacerle sucumbir.
Los elixires del diablo pertenece al género folletinesco. La elección del género por Hoffmann no fue fruto de la improvisación, ya que su idea era escribir una novela que se vendiera, es decir, «popular». El folletín gozaba de espléndida salud, así que Hoffmann se esforzó por adaptar su narración al género. De este aspecto de su novela proviene una larga discusión en la que se enfrentan estudiosos que hacen valer sus prejuicios contra lo que se considera un «género inferior», negándole a la novela un lugar decente en la historia de la literatura, y aquellos especialistas que han elaborado complejas justificaciones para salvar la obra de Hoffmann de semejantes reproches. Si bien es cierto que la estructura, los motivos y el estilo pertenecen al folletín, no es menos cierto que la novela aglutina otros elementos, otros rasgos genéricos, que la dotan de una identidad propia, que hacen de ella una auténtica «rara avis» en el mundo de la literatura.
Los modelos literarios que influyeron en la novela han sido rastreados sin dificultad, algunos fueron mencionados por el propio Hoffmann. Entre ellos se encuentra la novela gótica, sobre todo la obra de M.G. Lewis El monje (1795), de gran éxito en Inglaterra; también las novelas cuyo tema principal es la conspiración y las sociedades secretas, que en aquel tiempo constituían un auténtico subgénero, y que Hoffmann había leído con pasión desde su niñez. Autores que representaban el espíritu romántico, como Schiller, en concreto su obra El visionario, Jean Paul Tieck, y representantes del género trágico como Adolf Müllner, Zacharias Werner o Franz Grillparzer, constituyen asimismo puntos de referencia de la novela. Pero, como hemos comentado, una de las virtudes y peculiaridades de la obra de Hoffmann es la diversidad de motivos y cómo éstos se van entrelazando hasta formar un todo complejo. Cada analista de Los Elixires ha creído descubrir su originalidad en un aspecto distinto, ya fuese en la vertiente psicológica y psiquiátrica, en el realismo de determinados pasajes, en la figura literaria del doble, en la teoría criminológica, en el papel del mal o en la importancia de la sexualidad. Sería, por consiguiente, conveniente que abordásemos brevemente los motivos principales que trenzan la novela.
LA TEORÍA CRIMINAL
Los elixires del diablo contiene muchos elementos del «Kriminalroman», de lo que hoy conocemos como novela policíaca. Su trama comprende, lógicamente, el crimen y la actividad necesaria para su esclarecimiento. Pero la obra de Hoffmann se basa en una teoría criminológica que actúa como telón de fondo y condiciona la acción de los personajes. Se trata de la estirpe criminal, de la transmisión hereditaria de la culpabilidad. Esta teoría, defendida todavía en el siglo XIX por penalistas, adaptaba el principio teológico del pecado hereditario al ámbito jurídico, como consecuencia de la identificación entre pecado y delito. El Derecho penal se subordinaba a la ley moral, y todo delito equivalía a una culpa en un sentido religioso y ético. Al adoptar esta teoría, Hoffmann inserta a su protagonista, el monje Medardo, en una existencia culpable simplemente por el hecho de haber nacido. Su destino queda determinado de antemano, aunque no sellado, ya que siempre queda un residuo de libertad que, con ayuda de la gracia divina, le permite luchar y alcanzar la salvación. Como Lombroso, que haciendo gala de un determinismo biológico radical creía poder prever la criminalidad interpretando determinados rasgos y peculiaridades físicas del ser humano, Hoffmann introduce en la trama un determinismo, pero esta vez metafísico, que obliga a Medardo a pecar y a delinquir. Pero al coincidir la culpa subjetiva y la culpa moral, el castigo no se puede reducir a cumplir una pena externa, por grave que ésta sea, sino que tiene que haber un componente personal de autocastigo que logre el restablecimiento del orden moral perturbado.
La novela nos muestra también los vastos conocimientos criminológicos de Hoffmann, adquiridos en el ejercicio de su profesión, y la sabia combinación con elementos psicológicos, que permite un amplio espectro de observaciones y deducciones sorprendentes, enriqueciendo, sin duda, el asunto de la obra. Un ejemplo de este hermanamiento entre literatura y criminología sería la relación entre la escisión de la conciencia y la problemática en torno a la existencia de la libertad volitiva, o la ardua cuestión de la culpabilidad y de la irresponsabilidad penal por «amentia». Esto nos permite hacer referencia a uno de los rasgos más alabados de la novela de Hoffmann, que ha sido los distintos niveles de lectura que admite, lo que también ha ayudado a mantenerla durante tantos años en el punto de mira de los especialistas.
LA PSICOPATÍA
Mucho se ha escrito acerca del interés romántico por la enfermedad, sobre todo por los desórdenes mentales. Novalis hablaba de la importancia de la enfermedad para el proceso de individualización. Hoffmann llevó su interés en este terreno hasta la obsesión. No sólo devoraba manuales psiquiátricos, sino que visitaba manicomios, como el célebre de Bamberg, para comprobar por sí mismo síntomas y terapias. Estaba al tanto de cualquier innovación científica, conocía perfectamente los trabajos y experimentos del médico Friedrich Albert Magnus, estudioso del magnetismo, así como las terapias mesmeristas e hipnóticas. De toda esta literatura utilizó para su novela el desdoblamiento de la personalidad, la experiencia de la pérdida del «yo», el sometimiento mental a una personalidad más fuerte, los fundamentos para una voluntad perturbada que coloca al poder como fin y no como medio. Uno de sus personajes, Eufemia, presa de esta demencia, emite juicios en los que se ha creído reconocer un cierto parentesco con el concepto posterior nietzscheano de la «voluntad de poder».
Los conocimientos psiquiátricos de Hoffmann se reflejan en su lenguaje, en el realismo con que describe las crisis psicopáticas. Hay que tener presente que el mismo Hoffmann padecía de ataques de angustia, de fobias diversas y de la idea obsesiva de que iba a perder la razón. Su interés por este tipo de conocimientos médicos brota, pues, esencialmente, de un desequilibrio anímico que queda conjurado a través de la escritura. Quizá su fobia con más trascendencia literaria fuese la del doble, a la que nos referiremos a continuación.
EL DOBLE
Hoffmann era asaltado frecuentemente por la obsesión de que un doble le perseguía. Esta experiencia fue convertida con éxito en un motivo literario que disfrutó de una amplia difusión. Dostoyevski fue uno de los clásicos que, inspirado por Hoffmann y consciente de la gran capacidad del motivo para desencadenar situaciones angustiosas y problemas existenciales, cultivarían con posterioridad el mismo tema. O. Rank explicaba esta neurosis como una defensa ante la dispersión del «yo», que, a través del doble, intenta desmentir radicalmente su declive. Constituiría, en cierta manera, un intento desesperado de autoafirmación de la personalidad. Freud, que dedicó un opúsculo a la obra de Hoffmann en el que lo calificaba de maestro sin parangón de lo inquietante, explicaba el fenómeno del doble como un regreso a fases anteriores en el desarrollo de la percepción del «yo», una regresión a épocas de la existencia en las que el «yo» todavía no había delimitado por completo su esfera particular respecto al mundo exterior y a los demás. Sea cual sea la explicación psicológica, el tema del doble es uno de los hilos que tejen el argumento de la novela, y la dotan de esa atmósfera tan especial que despierta indefectiblemente la conciencia de la fragilidad de la propia identidad.
Aunque el motivo del doble alcanzó su cénit en el siglo XIX, no podemos hablar, como ha destacado Aglaja Hildenbrock, de una invención contemporánea. La figura del doble aparece ya en las sagas germánicas. También encontramos versiones de la misma en la mitología griega, como el «agathos daimon», o en la romana, como el «genius». Incluso el concepto egipcio «Ka» engloba en cierta manera el motivo del doble. Pero en todos estos casos asistimos a una interpretación positiva de la idea, ya que la función del sosia era antiguamente protectora y no amenazante. Un extraño proceso tuvo que desarrollarse para que el doble se convirtiera a través de los siglos en una imagen espectral y dañina. Heinrich Heine explicaba este proceso con la teoría de que los dioses, después de la caída de la religión que los sustentaba y daba sentido, sólo podían sobrevivir convirtiéndose en demonios.
EL MAL
El esquema fundamental de Los elixires se puede reducir a la eterna lucha entre el bien y el mal. El mismo Hoffmann puso de manifiesto este aspecto toral al explicar el argumento de la novela a su editor Kunz: «Se trata, ni más ni menos, que de mostrar claramente, a través de la vida tortuosa y extraña de un hombre en el que ya desde su nacimiento rivalizan los poderes demoníacos y celestiales, los misteriosos lazos que unen al espíritu humano con todos los principios superiores ocultos en la naturaleza, y que se manifiestan como relámpagos en los momentos más inesperados...». Poderes demoníacos o espectros diabólicos constituyen fuerzas que pueden ejercer su perversa y corruptora influencia en el Hombre, sobre todo a través de los sueños. Hoffmann participaba de las creencias populares alemanas, ofreciendo a alguna de ellas un soberbio marco literario a través de sus cuentos. Pero estas fuerzas del mal, tenebrosas y astutas, obran con método, aparecen repentinamente en los instantes más luminosos de la vida y se apoderan del personaje, hacen de él un instrumento carente de voluntad propia, que, a partir del instante en que ha sido contactado, se ve condenado a formar parte de un plan siniestro. Una de las peculiaridades de la obra de Hoffmann es que el demonio no aparece en carne y hueso, sino que figuras humanas incorporan el principio del mal y se mueven y actúan abandonadas a la fatalidad. Este es el caso del monje Medardo, cuya alma se convierte en campo de batalla entre dos principios hostiles. En este sentido, la novela de Hoffmann contiene elementos analíticos, es decir el personaje principal analiza a lo largo de sus vicisitudes las fuerzas oscuras que influyen en su vida hasta que logra, primero reconocerlas, y luego dominarlas.
Entre las técnicas narrativas más efectivas de Hoffmann se encuentra asimismo su capacidad de situar al lector, que queda involucrado en la trama, en la perspectiva del personaje diabólico. Hoffmann permite mirar a través del prisma del mal, intensificando de este modo la atmósfera siniestra.
EL CATOLICISMO
El romanticismo alemán se va a caracterizar por un resurgir de la confesión católica. Muchos escritores románticos se convertirán al catolicismo considerando a la Iglesia católica como un refugio contra el espíritu racionalista. Este fenómeno recibirá posteriormente el nombre de «catolicismo romántico», que también tendrá una variante político-teológica, el denominado «romanticismo político». Hoffmann, sin llegar a la conversión, se vio influido poderosamente por el espíritu católico, sobre todo tras la visita a monasterios y conventos en Bamberg, ciudad bávara de fuerte raigambre católica. Basándose en estas experiencias, algunas de ellas de fuerte contenido emocional, Hoffmann escenifica Los elixires en un marco católico, recreándose en la descripción de ceremonias y ritos, extendiéndose a menudo acerca de los dogmas y doctrinas. Su aproximación, como la del romanticismo en general, se mantiene primordialmente, sin embargo, en un plano estético y no religioso. El mundo católico ofrecía una paleta más amplia de elementos y motivos literarios que el austero protestantismo, y otorgaba, en definitiva, un mayor margen de acción a una narrativa fantástica, amante de lo misterioso. En cierta manera se produce una secularización, ya que el escritor romántico busca motivos religiosos que correspondan a experiencias extraordinarias individuales, por ejemplo el culto al milagro es trasunto de la creencia en la excepción. Se produce el trasvase de un contenido profano a otro religioso y no viceversa.
EL SEXO
Rüdiger Safranski cree descubrir en el papel de la sexualidad lo más original en la novela de Hoffmann, que, sin este aspecto, se convertiría en una historia estereotipada. Según Safranski, el lema que preside la obra sería: «Cómo debe ser destruida la sexualidad, antes de que ella misma se torne destructiva» o «la sexualidad es el destino». En la novela de Hoffmann la sexualidad constituye efectivamente un elemento destructivo y perturbador del que se sirven los poderes oscuros para causar un desorden moral y, así, cumplir sus planes ocultos. El deseo físico aparece muchas veces, no obstante, subordinado a la voluntad de poder, es decir se torna en cauce, para determinados personajes, de su desmesurado y sacrílego afán de dominio. Aunque el motivo mantiene su importancia, siempre actúa más como complemento y vehículo que como entidad autónoma y autosuficiente. Freud creyó descubrir en la obra de Hoffmann, precisamente por este tratamiento negativo de la sexualidad, un «complejo de castración». Hoffmann se ha convertido, sin duda alguna, en una mina para psicoanalistas de toda condición.
La novela Los elixires del diablo gozó, poco después de su publicación, de una favorable acogida. Fue alabada por Heinrich Heine y, posteriormente, por Friedrich Hebbel. En Inglaterra alcanzó un gran éxito y recibió críticas muy positivas, algunas entusiastas. No obstante, Hoffmann pasó con rapidez al olvido en Alemania. Fue en Francia, paradójicamente, donde comenzó a crecer su fama, y se le llegó a considerar como el máximo representante de la literatura alemana de la época junto a Goethe. A principios del siglo XX, impulsada por el movimiento expresionista y la fascinación por los fenómenos ocultos y paranormales, su obra resurge con fuerza en toda Europa. Este impulso no se ha extinguido. Monografías y estudios especializados investigan en la actualidad los aspectos más variados de la obra y vida de Hoffmann, creando una amplia bibliografía secundaria. Hoffmann se ha consolidado como uno de los más grandes y complejos escritores de la época romántica.
NOTA EN TORNO AL ESTILO DE HOFFMANN
Aunque muchas de las características estilísticas de Hoffmann son compartidas por otros escritores del romanticismo alemán, nos encontramos ante ciertas peculiaridades que bien pudieran proceder, como el mismo Hoffmann aseguraba, de su lugar de origen, la Prusia oriental. La prosa de Hoffmann supone un continuo divagar, una lenta incursión en los acontecimientos, en claro contraste con las prosas románicas, que tienden hacia la claridad y la concisión. Hans Dahmen ha comparado acertadamente el estilo de Hoffmann con una luz crepuscular nórdica, propia de la fantasía germánica, en contraste con la luz meridional de las lenguas románicas. Las oraciones son desmesuradamente largas, hay construcciones reiterativas y las oraciones subordinadas —que no merecen tal nombre, pues continúan el proceso mental y aportan datos esenciales para la comprensión del texto— se van hilando hasta que prácticamente pierden su conexión con el origen. Esta técnica narrativa posee, sin embargo, una virtud: facilita la creación de una atmósfera determinada y envuelve al lector de tal manera en la trama que le cuesta abandonar la lectura. Aunque obliga a un esfuerzo de atención adicional, viene compensada por una experiencia literaria más intensa.
Otra de las características de la prosa de Hoffmann es su impresionismo. Su forma de escribir era más impulsiva que racional. Cuántas veces tuvo que preguntar a los editores acerca de argumentos anteriores para no caer en contradicciones y, sin embargo, sus obras, también Los elixires, muestran incoherencias y discordancias, fruto de la falta de sistema. Cuando Hoffmann enfermaba, algo bastante corriente, dictaba durante horas sin parar y, prácticamente, sin corregir. Este defecto quedaba compensado por el realismo de sus observaciones, que, en cierto modo, cubrían con un velo de la ignorancia los posibles errores de concordancia.
La traducción que aquí ofrecemos al público lector intenta conservar, tanto como lo permite el español, algo del estilo de Hoffmann. Sus oraciones largas y complejas, los párrafos extensos, cierto ritmo reiterativo —por otro lado tan propio del género folletinesco—, no representan un mero capricho, sino una táctica del autor que, a pesar de las dificultades que entraña, merece atención por parte del traductor, sin caer, por supuesto, en una despreocupación por la fluidez y comprensibilidad de la lectura en español.
José Rafael Hernández Arias.
***
LOS ELIXIRES DEL DIABLO
PAPELES POSTUMOS DEL HERMANO MEDARDO,
UN CAPUCHINO
PRÓLOGO DEL EDITOR
Gustoso te guiaría, benévolo lector, hasta aquel oscuro plátano bajo el que, por vez primera, leí la extraña historia del hermano Medardo. Entonces te sentarías a mi lado en el mismo banco de piedra, que queda medio oculto entre matas fragantes y flores multicolores; dirigirías, como yo, tu mirada nostálgica hacia las montañas azules, que se escalonan, formando maravillosas configuraciones, tras el soleado valle que se extiende ante nosotros, al final de la alameda. Al volverte descubrirías, a una distancia escasa de veinte pasos, un edificio gótico, cuyo portal se halla profusamente adornado con estatuas.
A través de las oscuras ramas de los plátanos te contemplan las imágenes de los santos con ojos claros y vívidos: son pinturas al fresco que resplandecen en los amplios muros. Un sol rojo incandescente permanece sobre las montañas, el viento del atardecer comienza a soplar, todo adquiere vida y movimiento. Voces extraordinarias surgen, susurrantes y rumorosas, entre los árboles y la maleza, dando la impresión, debido a sus tonos ascendentes, de tornarse en cánticos y música de órgano, así al menos resuena desde la lejanía. Hombres de semblante serio, ataviados con hábitos de pliegues holgados, pasean silenciosos por la arboleda del jardín con la mirada piadosa dirigida hacia lo alto. ¿Han cobrado vida las imágenes de santos y bajado de sus elevados pedestales? El misterioso escalofrío de las prodigiosas tradiciones y leyendas, que allí están representadas, te llena de estremecimiento. Todo parece como si ocurriera realmente ante tus ojos y creerías en ello de buen grado. En este estado de ánimo leerías la historia de Medardo y quizá estarías dispuesto a tomar las visiones del monje por algo más que el juego anárquico de una imaginación exaltada.
Acabas de ver, benévolo lector, imágenes de santos, un monasterio y monjes, sólo me queda añadir que te he guiado por el espléndido jardín del monasterio de los capuchinos de B .
Hace tiempo, cuando permanecí unos días en este monasterio, su venerable prior me mostró los papeles póstumos del hermano Medardo, que se conservaban en el archivo como una auténtica rareza. Sólo con esfuerzo pude superar los reparos del prior para que me hiciera partícipe del contenido de los mismos. En realidad, el anciano opinaba que estos papeles deberían haber sido quemados. No sin cierto temor, en el caso de que compartieras la opinión del prior, pongo en tus manos, benévolo lector, los papeles mencionados en forma de libro. Si te decides, sin embargo, a acompañar fielmente a Medardo a través de tenebrosos claustros y oscuras celdas, a través del más multiforme de los mundos y también a soportar a su lado lo horrible, pavoroso, extravagante y burlesco de su existencia, entonces quizá te deleites con las variadas imágenes que te ofrezca la cámara oscura. También puede ocurrir, que lo que aparece sin forma, en cuanto lo aprecies con mirada penetrante, se te muestre pronto nítido y rotundo. En este caso reconocerás el brote oculto que un destino oscuro concibió y que, transformado en planta exuberante, se multiplica sin cesar a través de miles de vástagos, hasta que una flor, trocada en fruto, absorbe toda la savia vital y termina matando al mismo brote que le dio la vida.
Después de haber leído atentamente hasta el final los papeles del capuchino Medardo —lo cual me resultó bastante difícil, ya que el bendito había escrito con una letra monacal pequeña y prácticamente ilegible—, me pareció como si aquello que llamamos comúnmente sueño e imaginación fuera el conocimiento simbólico del hilo secreto que se extiende a través de nuestra vida, trenzándola y otorgando cohesión a todas sus fases. Se debe considerar perdido, sin embargo, al poseedor de este conocimiento que cree haber cobrado la fuerza suficiente como para romper violentamente el hilo y habérselas, cara a cara, con el poder oscuro que nos domina.
Es posible, benévolo lector, que compartas mi opinión, y así lo desearía de todo corazón por motivos justificados.

Fuente:
E.T.A. HOFFMANN
Los elixires
del Diablo
Título original: Die Elixiere des Teufels (1815)
Traducción: José Rafael Hernández Arias

martes, 12 de enero de 2016

Paul Féval. Novela: La ciudad vampiro.


Paul Henri Corentin Féval, escritor francés, nacido en Rennes el 29 de septiembre de 1816 y fallecido en París el 8 de marzo de 1887, especialista en la novela de folletines en su tiempo, llegó a competir en popularidad con los grandes folletinistas de su época como Alejandro Dumas y Eugène Sue.
Paul Féval nace y se educa en la Región de Bretaña, lo cual influirá en su obra literaria posterior, si bien no es un recopilador de cuentos tradicionales, si es influido por los cuentos y leyendas tradicionales del folclore de su región natal, en donde, además, localizará muchas de sus narraciones. En su juventud estudio leyes, pero pronto dejó de interesarle el derecho y se marchó a París en 1836. Allí comienza a publicar sus folletines, y en 1841 aparece su primera novela `El club de las focas`, editada por entrega en la revista Revue de Paris. Al año siguiente, publicó `Rollan Pie de hierro` y, en 1843, otras dos novelas: `Los caballeros del firmamento` y `El Lobo Blanco`. `El Lobo Blanco`, cuyo nombre se refiere a la identidad secreta de un héroe albino, es uno de los primeros héroes que recurre al cambio de identidad para hacer justicia, convirtiéndose en un auténtico precursor de `El Zorro` de Johnston McCulley y de otros superhéroes venideros.
En 1844, publica los `Misterios de Londres`. Esta novela se convierte en el primer gran éxito de Féval, que lo sitúa para sus contemporáneos a la altura de Sue y de Alejandro Dumas padre. La novela, protagonizada por el irlandés Fergus O`Breane en busca de venganza, recuerda en ciertos aspectos al `Conde de Montecristo` que publicará Dumas al año siguiente.
Tras este éxito, Féval busca dejar la literatura popular para buscar el reconocimiento por parte de un público más culto. Así, en 1853 una obra satírica `Le tueur de Tigres`, pero que no consigue el reconocimiento que esperaba, por lo que vuelve al folletín con `La Loba`, una secuela de `El Lobo Blanco` antes mencionado, y en 1856 `Los hombres de hierro`.
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PRÓLOGO
DECONSTRUCTING UDOLFO

La Ciudad Vampiro podría haber sido escrita ayer. De hecho, me cuesta creer que no haya sido así. Cuando el cine y la literatura de terror han llegado ya a un grado tal de extenuación que la única manera de mantenerlos con vida es la metafísica pop de films como la saga de Scream, creada por Wes Graven, esta pequeña novela de Paul Féval parece haber sido escrita siguiendo la misma línea de acción: la deconstrucción cómplice del género, básicamente autoparódica pero a la vez perfectamente eficaz en cuanto a su capacidad para evocar lo fantástico, lo terrorífico y lo asustante, estableciendo un juego netamente postmoderno entre el lector y la obra, en el que la eficacia de todo depende de que el primero esté al tanto de todos los guiños de la segunda, perfectamente familiarizado con los tópicos y los arquetipos del género terrorífico. Resumiendo: La Ciudad Vampiro es una lúcida y delirante parodia de la novela gótica, irresistiblemente divertida, que hará las delicias de los lectores familiarizados con el universo de la literatura clásica de terror.
Pero, sobre todo y más que eso, La Ciudad Vampiro es un ejemplo de esa indomable modernidad que hace su aparición galopante sin que nadie pueda explicarse el cómo o el por qué. Hay modas, hay moderneces, hay modernismos y hay, también, una peculiar sensibilidad netamente moderna, que existía antes incluso del discurso de la modernidad, y que permanece desafiante fuera del tiempo, como riéndose de quienes, desde la invención de las vanguardias, juegan a las moderneces sin llegar nunca a ser modernos. Modernos son, por ejemplo, los dibujos de Aubrey Beardsley, mientras los lienzos más revolucionarios de un Tapies o un Gordillo, por ejemplo, envejecen a velocidad de vértigo. Moderno es el poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde, mientras las novelas de elfos, dragones y mazmorras de los últimos años se convierten en viejos amasijos de papel sin interés alguno. Modernos son Lewis Carroll y sus libros de Alicia, mientras Manolito Gafotas huele ya a coyuntura del momento (¡y qué momento!) por los cuatro costados. Y terriblemente moderna es La Ciudad Vampiro de Paul Féval, a pesar de haber sido publicada hacia 1873.
Sólo si percibimos la modernidad como un fenómeno sensible peculiar, capaz de aparecer como si de una nave espacial se tratara, atravesando agujeros de gusano en cualquier tiempo o lugar, sin importarle nada, podremos cerrar por un instante nuestra boca, abierta desde casi la primera página de la novela, y aceptar que La Ciudad Vampiro fue escrita en la segunda mitad del siglo XIX y no es, por tanto, ni la obra de un escritor de steampunk de los años 90, como James P. Blaylock o Tim Powers, ni la de un gamberro experimentador de la época de la Nueva Cosa, como Harían Ellison, Thomas M. Disch, Philip K. Dick o Michael Moorcock... Ni, por otro lado, una de esas locuras tan características de las primeras y auténticas vanguardias, uno de esos extravagantes y siempre frescos experimentos literarios de Alfred Jarry, Apollinaire o, ¿por qué no?, Ramón Gómez de la Serna. No. La Ciudad Vampiro fue escrita por Paul Féval, el creador del caballero de Lagardere, espadachín y justiciero tan famoso en Francia como el propio D'Artagnan, un escritor de folletines populares, en la línea de Eugenio Sue, Ponson du Terrail, Michel Zévaco o el propio Dumas. Aparentemente, pues, lo más alejado posible de la experimentación literaria, el riesgo formal o la búsqueda de nuevas posibilidades expresivas para la novela, gótica o no.
Paul Henri Corentin Féval nació en Rennes en 1817. Tras varios años dedicado al ejercicio de la banca y de la abogacía, decidió, cuando apenas contaba veinticuatro años, echarse a la bohemia y convertirse en escritor de folletines. Después de unos cuantos tanteos que correrían diversa suerte, en 1844 la publicación de Los misterios de Londres, firmada con el pintoresco seudónimo de Sir Francis Trollop, como para subrayar la verosimilitud de la británica intriga de la obra, alcanzó un éxito notorio, que le consagró ya decididamente al cultivo del género. En 1858 publicaría El jorobado de Lagardere, que varios años después, convertida en obra teatral por el propio Féval en colaboración con Victoriano Sardou, se convertiría en algo así como su fuente fija de ingresos, alcanzando una popularidad sólo superada por los mosqueteros surgidos de la pluma de Alejandro Dumas padre. Compitiendo duramente con sus contemporáneos, Féval, como buen folletinista, no dejó apenas género sin tratar, mezclando elementos propios de la novela de terror, la intriga criminal y política, la capa y espada y la novela histórica. Sustituyó a Ponson du Terrail durante una temporada al frente de las aventuras de Rocambole; algunos aventuran que fue también «negro» en el taller de Dumas, antes de llegar a tener, al calor del éxito, su propio taller y su propio ejército de «negros». Desafió a Eugenio Sue no sólo dando réplica anglófila a Los misterios de París de éste, sino también cuando en 1876, después de haberse convertido al catolicismo, dio réplica al anticlericalismo de su colega con la publicación de ¡Jesuitas!, una historia novelada de la Compañía de Jesús, en la que intentó —en vano, todo hay que decirlo— limpiar literariamente el nombre de la orden religiosa que hacía las veces de Spectra (la asociación criminal para el chantaje, el terrorismo, la extorsión y el crimen de las películas de James Bond) en la obra más famosa de Sue, además de en otras novelas de Dumas y de buena parte de los autores de folletín de la época. Muerto en París en 1887, para la mayor parte de los aficionados a la novela de aventuras Féval es, ante todo, el creador del caballero Enrique de Lagardere, maestro del disfraz, justiciero impenitente, experto espadachín poseedor de una estocada secreta y mortal. Para quienes nos deleitamos con la literatura de lo extraño, la novela de horror y el horror de la novela, es el autor de La Ciudad Vampiro, quizá la primera novela de terror postmoderna.
Ya es hora de que digamos por qué. No basta, ni mucho menos, que se trate de una parodia de la novela gótica. Ya desde la más tierna infancia del género, cuando El monje, Vathek, Melmoth el Errabundo y, sobre todo, las obras de Ann Radcliffe, estaban entre los primeros puestos de las más vendidas (pueden consultarse tanto las listas de las ferias del libro inglesas del siglo XVIII, como las listas alternativas de los libreros de la época), surgieron réplicas irónicas y salaces como La mansión de las pesadillas, de Thomas Love Peacock y, sobre todo, La abadía de Northanger, de miss antinovela gótica, Jane Austen. Pero, al menos en ambos casos, se trataba sobre todo de sátiras amables, que advertían, a la manera cervantina pero sin la exuberancia quijotesca, de los peligros que entrañaba para las jovencitas sin seso dejarse arrastrar por las fantasías románticas y tenebrosas de los novelones góticos. Nada más lejos del espíritu delirante y surrealista avant la lettre de La Ciudad Vampiro. De principio, tenemos una absolutamente sangrienta y afilada sátira del orgullo británico, con su inclinación al autobombo y al menosprecio imperial del resto de la humanidad. A lo largo de todas las páginas de su novela, Féval no deja de poner en evidencia el "chauvinismo" inglés exagerando (quizá no demasiado) su egocentrismo con frases del talante de «Lo cierto es que cuanto más se piensa, más se alegra uno de ser inglés», puestas en boca de la narradora (inglesa) o de sus personajes (también ingleses). Pero, sobre todo, tenemos a la protagonista, Ella, como se la llama a menudo en el texto, ni más ni menos que la mismísima... Ann Radcliffe. En efecto, es la autora de Los misterios de Udolfo y de tantos otros novelones góticos, el personaje central de una aventura en la que, con implacable ingenio y mala idea, se parodian todos los lugares comunes de su obra, todos los efectos y defectos de un estilo narrativo tan característico como el suyo. Y lo verdaderamente sorprendente es que la técnica empleada para ello es tan provocadora y moderna que resulta las más de las veces antes cinematográfica que literaria. En un momento antológico, cuando Ella abandona su hogar, en mitad de la noche y en vísperas de su boda, para arrostrar los peligros de un viaje a lo desconocido en compañía de su criado, exclama, en directa imitación de su estilo habitual: «—¡Adiós, mi querido hogar! ¡Dulce refugio de mi adolescencia, adiós! Campos verdes, montañas orgullosas, bosques misteriosos llenos de sombras, ¿volveré a veros alguna vez?» A lo que su acompañante replica escéptico: «—En lugar de hablar sola, señorita, podríais decirme qué es lo que vamos a hacer en Stafford tan pronto». Personalmente, no puedo dejar de pensar en esos momentos geniales en los que Woody Alien o los protagonistas de las mejores comedias de John Hughes se vuelven y hablan directamente a cámara, destruyendo, como hace aquí el criado, la continuidad estructural de la obra de ficción, para infiltrar al espectador de manera cómplice y oblicua. Una de las características que hacen de La Ciudad Vampiro una obra innegablemente moderna es que, parodiando un estilo incluso ya algo pasado de moda en su época, los referentes que surgen en la cabeza del aficionado al fantástico son cinematográficos y contemporáneos, tanto o más que históricos y literarios. Si es cierto que Féval se burla hasta la saciedad de los tópicos argumentales y estilísticos de la autora de El confesionario de los penitentes negros, que Angus Ross define así: «Sus personajes son de cartón, y el diálogo, artificial, pero al mantener tensas la curiosidad y el temor del lector, consigue articular sus tenebrosos paisajes, hasta que al final su racionalismo le obliga a una "explicación" desilusionante de los horrores», no menos cierto es que resulta imposible no recordar El jovencito Frankenstein de Mel Brooks ante un momento como aquél en el que, al pronunciar en voz alta el nombre del vampiro, el señor Goëtzi, «El caballo se encabritó y Grey–Jack se apresuró a santiguarse. (...)—Ya veis lo que ocurre sólo con pronunciar su nombre...»
El humor negro, el absurdo, hasta un grado tan exacerbado que hace pensar en los cuentos de Apollinaire pero también en los delirios de bande dessiné propios del cine de Fierre Jeunet y Marc Caro, destruye con premeditación y alevosía una trama gótica que va siendo deconstruida punto por punto, atomizada, puesta en evidencia en todas y cada una de sus partes componentes, desde la técnica epistolar tan querida por el género, de la Radcliffe al Dracula de Stoker, a las explicaciones racionalistas y pseudocientíficas aludidas en la crítica de Ross, que son llevadas aquí hasta el más ridículo de los extremos. Pero lo más sorprendente es que, aparte de la pura parodia, del humor cómplice y casi visionario en su uso de procedimientos que tienen, vistos hoy, más de cine o de teatro que de novela, lo más sorprendente, insisto, es que La Ciudad Vampiro funciona como alucinada narración fantástica, como novela de horrores grotescos y estrambóticos, como pesadilla surreal y gozosamente absurda. Ahí está, por ejemplo, el propio señor Goëtzi, un vampiro que pareciera más bien un pequeñoburgués materializado desde un lienzo de René Magritte, y cuyas víctimas no es que se transformen en vampiros a la manera clásica, sino que en un extraño tour de forcé imaginativo, se convierten en partes asimilables del propio Goëtzi, extensiones de su yo, que conservan algunas características de su ser original, ya muerto por el vampiro, pero que a la vez adquieren aspectos y cualidades imposibles, propios de una enloquecida troupe circense del más allá. Así, en cierto momento, el señor Goëtzi puede desdoblarse para, literalmente, hacerse compañía cuando se siente solo, y en otros hacer aparecer a varias de sus encarnaciones y/o víctimas, desgajándolas de su propio cuerpo, y adoptando los más variopintos aspectos: «El grupo lo formaba un hombre obeso que sólo tenía el reborde del rostro, es decir, cabello y barba. Un loro gigantesco se agarraba con las patas a su hombro; a su derecha había un niño de expresión diabólica, apoyado sobre un aro; y a su izquierda había un monstruoso perro de color carne, con una cara casi humana, y que permanecía completamente rígido sobre sus cuatro patas separadas (...) Finalmente, al lado del mostrador, se veía una mujer gorda y calva, que dormía con agudos ronquidos...» Y todos y cada uno de estos estrafalarios seres, incluyendo al perro y al loro, son vampiros, víctimas a su vez del vampiro Goëtzi, quien les transforma en partes de su ser, en criaturas diferentes, animalizadas o incluso transexualizadas, dirigidas por su voluntad implacable y sobrenatural. Particularmente escalofriante es la carpa circense, teatro ambulante de auténticos vampiros, plagiado sin duda por Anne Rice y por Neil Jordan para su granguiñolesco espectáculo teatral de Entrevista con el vampiro, en el que puede verse como «EL AUTÉNTICO VAMPIRO DE PETERWARDEIN DEVORARÁ A UNA JOVEN VIRGEN Y BEBERÁ VARIAS COPAS DE SANGRE COMO SIEMPRE, AL SON DE LA MÚSICA DE LOS GUARDIAS ECUESTRES». Estamos, qué duda cabe, en el universo del fantastique, que se ríe con sorna y malicia surrealista del fantasy y el gothic anglosajón, con sus pretensiones de lógica y coherencia argumental, que Féval, como si estuviera poseído por una singular furia dadaista, machaca con el martillo pilón de su ingenio y su fantasía más desbocada. La Ciudad Vampiro pertenece al mismo mundo que las aventuras de Harry Dickson, en las que Jean Ray enfrentaba al arquetipo del detective británico con horrores absurdos y crímenes imposibles de resolver por lógica o deducción, ya que los culpables resultaban ser siempre criaturas sobrenaturales, monstruos paganos y científicos locos, criaturas del bestiario de nuestro subconsciente, que hubieran indignado a Sherlock Holmes y hasta al propio Nick Carter. Tanto Féval como Jean Ray (y como en general la escuela francesa y francobelga del fantástico) se deleitan en deconstruir y, finalmente, pervertir, invertir con cierto placer sadiano, las rígidas leyes que, en la forma como en el fondo, dominan el campo de la literatura fantástica anglosajona. Como podría decir el Divino Marqués, en darles por el c...
Y finalmente, la propia Ciudad Vampiro. Culminación onírica del viaje no sólo de los protagonistas sino también del lector, el trazado y las calles de esta imposible ciudad están tan fuera del espacio y del tiempo como la propia modernidad de la novela de Féval. Tanto podrían pertenecer a un grabado o dibujo de Alfred Kubin como a un lienzo hierático y suntuoso de Delvaux o Clovis Trouille. Naturalmente, también alienta en su descripción el espíritu de artistas a los que Féval podía y debía conocer muy bien, como El Bosco, Bresdin o Gustave Doré. Pero la barahúnda de criaturas vampíricas multiformes que acosan a los protagonistas, en una escena digna de cualquier zombie movie moderna, está de hecho tan emparentada con las grotescas deformidades de los monstruos de Goya, Fuseli o Blake, como con las hordas de vampiros de Abierto hasta el amanecer. Ciudad de Oz, mundo perdido de reminiscencias lovecraftianas... por adelantado, la Ciudad Vampiro es una eclosión de la imaginación que, una vez más y definitivamente, eleva la novela de Féval muy por encima de sus aparentes límites espaciotemporales, para ofrecernos un paisaje ultraterreno que pertenece ya, por derecho propio, a lo mejor de la literatura y el arte fantástico de todos los tiempos.
Mientras los vampiros de última hornada prosiguen su aburrido decaer como tristes superhéroes existenciales. Mientras el género es a duras penas rescatado de su declive por un retorno gozoso al humor y el espíritu juvenil, propiciado, precisamente, por esa serie de Scream a la que aludía al principio de estas páginas, y que junto a joyas psicotrónicas y juguetonas para (espíritus) quinceañeros calientes, como Jóvenes y brujas o Un hombre lobo americano en París, está haciendo resurgir el cine de horror de sus propias cenizas, la lectura de La Ciudad Vampiro es más que una obligación para estudiosos, más que un compromiso para obsesos y completistas del vampirismo estético y literario (que también lo es)... Es, sobre todo, un ejercicio de humildad, que nos muestra que el espíritu moderno e irreverente es tan indomable, imprevisible e irreductible como los propios vampiros, y que un autor menor, un escritor de folletines olvidado, puede, vaya uno a saber cómo o por qué, convertirse en el catalizador de una verdadera obra maestra, visionaria, extrema y vanguardista, cuyo poder de seducción está por encima de cualquier consideración histórica o literaria, y que, para colmo, si tenemos en cuenta que el folletín es a su vez un derivado en cierta medida de la novela gótica, se convierte también en autoparodia y autocrítica de la obra del propio Féval, no exenta por lo tanto de un alegre y despiadado masoquismo literario.
La Ciudad Vampiro sigue en pie, y yo, como el doctor Magnus y el joven pintor esclavonio que aparecen en sus páginas, «personajes de poca importancia que se habían despistado y cuyo destino es fácil de imaginar», desaparezco entre sus avenidas y bulevares, de vuelta a mi tumba (de la que seguramente muchos piensan que jamás debería haber salido), para reunirme con el señor Goëtzi, mi verdadero dueño y señor, que me reclama ya para volver a entrar en su carne, haciéndome uno con él y penetrándome de los misterios de la transubstanciación vampírica. Mientras, el lector, mucho más dichoso, debe empezar, si no lo ha hecho ya harto de estas consideraciones fatuas y pedantes, la lectura de esta verdadera joya de la literatura fantástica, recuperada precisamente ahora, cuando probablemente más falta hacía.
Jesús Palacios.
***

Fuente:
UNA PERIPECIA GÓTICA DE ANN RADCLIFFE
Traducción:
JACOBO RODRÍGUEZ
Prólogo:
JESÚS PALACIOS
VALDEMAR
1998

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