jueves, 19 de noviembre de 2015

Baronesa Rendell de Babergh cc Ruth Rendell. Novela: Carne trémula.



Ruth Barbara Grasemann, Baronesa Rendell de Babergh, DBE (Londres, Inglaterra, 17 de febrero de 1930 - ibídem, 2 de mayo de 2015),1 2 fue una escritora británica.
Rendell escribió también bajo el pseudónimo de Barbara Vine. Fue una de las escritoras más prolíficas de la literatura de misterio británica. Además de la gran cantidad de novelas y cuentos publicados, su producción destaca por la gran calidad literaria de sus obras que hicieron merecedora de premios como la Daga de Plata de la Crime Writers Association en 1987, la Daga de Oro en cuatro ocasiones (1976, 1986, 1987 y 1991), la Daga de Diamantes por sus aportaciones al género, el National Book Award en 1980, tres premios Edgar Allan Poe y el premio literario del Sunday Times en 1990.
Su primera novela publicada fue From Doon with Death en 1967 en la que aparece por primera vez uno de sus personajes más populares, el inspector Wexford. Rendell tiene 20 novelas publicadas de lo que se conoce como las "Wexford novels", todas ellas ambientadas en la localidad inglesa de Kingsmarksham, la última de ellas End in Tears (2006). Aparte de la serie Wexford, escribió más de 30 novelas negras y numerosos cuentos de misterio.3
Es característico de su técnica literaria el uso del intertexto, utilizando clásicos incuestionables de la literatura inglesa y universal para crear, a partir de ellos, nuevos argumentos, por ejemplo, en Carne trémula (1986) utiliza elementos de Crimen y castigo de Dostoyevski; La casa de las escaleras (1988) tiene como una de sus principales líneas argumentales la intriga de Las alas de la paloma de Henry James y utiliza también fragmentos de El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, "Mariana in the South" de Tennyson y de Safo; otro ejemplo sería la novela No More Dying Then, del inspector Wexford, que se basa en el soneto 146 de Shakespeare.
Algunas de sus obras han sido llevadas a la pequeña pantalla por la BBC.
Fuente: Wikipedia.
(Fragmento de novela: Carne trémula).

Para Don

1
La pistola era de imitación. Spenser dijo a Fleetwood que estaba seguro de ello en un 99 por ciento. Fleetwood sabía que eso quería decir en un 49 por ciento, pero de todos modos no hacía mucho caso a lo que decía Spenser. Por su parte, no creía que la pistola fuera de verdad. Los violadores no llevaban pistolas de verdad. Para asustar vale un arma de imitación.
La ventana que había roto la muchacha era un agujero cuadrado y vacío. Desde que había llegado Fleetwood, el hombre de la pistola se había asomado sólo una vez. Había aparecido porque Fleetwood le llamó, pero no dijo nada, simplemente se le vio allí durante unos treinta segundos empuñando la pistola con las dos manos. Era joven, más o menos de la edad de Fleetwood, con una melena muy larga que caía sobre sus hombros, según la moda del momento. Llevaba gafas oscuras. Durante medio minuto permaneció allí, luego se dio la vuelta abruptamente y desapareció en las sombras de la habitación. Fleetwood no había visto a la muchacha, que por lo que él sabía podía estar muerta.
Estaba sentado en el murete de un jardín al otro lado de la calle, mirando la casa. Su coche y la furgoneta de la policía estaban estacionados junto a la acera. Dos agentes de uniforme habían conseguido despejar a la multitud que se congregó, manteniéndola a raya mediante una barrera improvisada. Aunque había comenzado a llover, dispersar a la multitud hubiera sido tarea imposible. Todas las puertas de la calle estaban abiertas y las mujeres en los escalones, a la espera de que ocurriera algo. Fue una de ellas, que oyó romper el cristal y los gritos de la muchacha, la que llamó a la policía.
El distrito no era ni Kensal Rise, ni West Kilburn, ni Brondesbury, sino una zona borrosa que no lindaba con ningún sitio en particular. Fleetwood no había estado nunca allí, sencillamente había pasado en su coche. La calle se llamaba Solent Gardens, era larga, recta y llana, con casas de dos pisos a cada lado: algunas de ellas victorianas; otras, de una época más tardía, de la década de los veinte o los treinta. La casa con la ventana de cristales rotos era el 62 de Solent Gardens, una de las más nuevas, al final de una fila de ocho, una mezcla de ladrillos rojos y piedrecitas, con tejas españolas en el techo, pintada de blanco y negro, la puerta principal azul celeste. Todas las casas tenían jardines detrás y delante con un seto de madreselva o aligustre y un poco de césped, la mayor parte con muretes de piedra o ladrillo delante del seto. Fleetwood, sentado en un murete bajo la lluvia, comenzó a preguntarse qué debía hacer.
Ninguna de las víctimas del violador habló de una pistola, por lo que parecía que la de imitación había sido adquirida hacía poco. Dos de ellas –fueron cinco, o al menos cinco lo denunciaron– pudieron describirle: alto, esbelto, veintisiete o veintiocho años, piel aceitunada, cabellos largos y oscuros, ojos oscuros y cejas muy negras. ¿Un extranjero? ¿Oriental? ¿Griego? Quizá, pero también podía ser un inglés con antepasados de piel oscura. Una de las muchachas había sido gravemente herida, porque se defendió, pero él no había empleado ningún arma, únicamente sus manos.
Fleetwood se levantó y se acercó a la puerta del número 63, que estaba enfrente, para hablar con la señora Stead, la que había llamado a la policía. La señora Stead había sacado una banqueta de la cocina para sentarse, poniéndose un abrigo. Ya había dicho que la muchacha se llamaba Rosemary Stanley y que vivía con sus padres, pero ellos estaban fuera. A las ocho menos cinco Rosemary había roto los cristales de la ventana y se había puesto a gritar.
Fleetwood preguntó a la señora Stead si la había visto.
–Él la arrastró hacia dentro antes de que yo pudiera verla.
–No podemos saberlo –dijo Fleetwood–. Supongo que ella sale a trabajar, ¿no?, quiero decir en un día normal.
–Sí, pero nunca se va antes de las nueve. Muchas veces a las nueve y diez. Le contaré lo que pasó, estoy segura de que fue así. Él llamó al timbre y ella bajó en camisón para abrirle, entonces él le dijo que quería ver el contador de la luz (les toca este trimestre, lo debía saber) y ella le llevó arriba; él intentó algo, ella pudo romper la ventana y dar un grito de desesperación pidiendo socorro. Tuvo que ser así.
Fleetwood no estaba de acuerdo. En primer lugar, el contador de la luz no estaría arriba. Todas las casas, en esa parte de la calle, eran iguales y el contador de la señora Stead estaba detrás de la puerta principal. Sola en una casa, en una oscura mañana de invierno, sería difícil que Rosemary Stanley abriera la puerta a alguien que llamara. Se hubiera asomado a la ventana para ver quién era. Las mujeres de ese distrito estaban tan asustadas por las historias que corrían acerca del violador, que ninguna salía después del anochecer, ni dormía sola en su casa si podía evitarlo, ni abría la puerta principal sin poner la cadenilla. El ferretero del barrio le contó a Fleetwood que se habían vendido muchísimas cadenillas para puertas en las últimas semanas. Fleetwood creía más probable que el hombre con la pistola hubiera forzado la entrada, dirigiéndose al dormitorio de Rosemary Stanley.
–¿Quiere un café, inspector? –dijo la señora Stead.
–Sargento –rectificó Fleetwood–. No, gracias. Quizá después. Pero esperemos que no haya un después.
Cruzó la calle. Detrás de la barrera la multitud esperaba pacientemente, bajo la llovizna, con los cuellos de los gabanes levantados y las manos en los bolsillos. Al final de la calle, donde se salía de la carretera principal, uno de los agentes discutía con un camionero, que parecía querer seguir adelante con el camión. Spenser había supuesto que el hombre de la pistola saldría para entregarse cuando viera a Fleetwood y a los otros; los violadores son unos cobardes notorios, como es sabido, ¿y qué iba a ganar resistiendo? Pero no ocurrió así. Fleetwood pensó que el violador creía que tenía una posibilidad de escaparse. Si es que era el violador. No estaban seguros de que lo fuera, y Fleetwood era un maniático de la exactitud y de la imparcialidad. Unos minutos después de la llamada a la policía, una muchacha llamada Heather Cole se presentó en la comisaría con un hombre llamado John Parr, y Heather Cole dijo que la habían asaltado en Queens Park media hora antes. Estaba paseando a su perro cuando un hombre la agarró por detrás, pero ella se había puesto a gritar, el señor Parr había acudido y el hombre se escapó. «Se escapó por aquí, pensó Fleetwood, y entró en el 62 de Solent Gardens para esconderse de sus perseguidores, no con la intención de violar a Rosemary Stanley, porque Heather Cole se había resistido.» Al menos eso suponía Fleetwood.
Fleetwood se acercó a la casa de los Stanley abriendo la pequeña puerta de hierro forjado del jardín, cruzando el cuadrado de césped mojado de color verde brillante y rodeándola. En el interior no se oía ningún ruido. La pared de un lado era lisa, sin desagües ni salientes, sólo con tres ventanas. Aunque en la parte trasera parecía como si hubieran ampliado la cocina y para llegar al techo de esa ampliación, que no tenía más de dos metros de altura, se podía trepar por la pared junto a la que crecía una fuerte trepadora sin espinas. Probablemente una glicina, pensó Fleetwood, que en sus ratos de ocio era aficionado a la jardinería.
Encima del techo se abría una ventana con bastidor. Así que Fleetwood tenía razón. Vio el acceso al jardín desde un paso en la parte de atrás, por un sendero de losas de hormigón que pasaba delante de un garaje hecho del mismo material. Si todo lo demás fallaba, él u otro cualquiera podía entrar en la casa subiendo por donde había subido el hombre de la pistola.
Al volver a la fachada de nuevo, sonó una voz llamándole. Era una voz llena de miedo, pero eso no quería decir que no pudiera, a su vez, provocarlo en otras. Fue inesperada, y Fleetwood tuvo un sobresalto. Se dio cuenta de que estaba nervioso, que tenía miedo, aunque no lo había pensado antes. Hizo un esfuerzo por seguir andando y no correr hasta el sendero de delante. El hombre con la pistola estaba en la ventana rota, que golpeó para que cayeran los últimos trozos de cristal sobre un macizo de flores, con el arma en la mano derecha y levantando la cortina con la izquierda.
–¿Es usted el que dirige esto? –le dijo a Fleetwood.
Como si aquello fuera una especie de espectáculo. Bueno, a lo mejor lo era, y de cierto éxito, a juzgar por la avidez del público, que desafiaba la lluvia y el frío. Al oír la voz se escapó un ruido, un susurro de la multitud, un murmullo colectivo, no muy distinto al viento que corre entre las copas de los árboles.
Fleetwood asintió con un movimiento de la cabeza.
–Así es.
–¿Es con usted con quien tengo que hacer el trato?
–No habrá trato.
El hombre de la pistola pareció pensar en ello.
–¿Cuál es su graduación? –preguntó.
–Sargento detective Fleetwood.
Se notó la decepción en su rostro enjuto, aunque no se le veían los ojos. El hombre parecía pensar que, por lo menos, se merecía un inspector jefe. «A lo mejor debo llamar a Spenser», pensó Fleetwood. La pistola le estaba apuntando. Fleetwood no iba a levantar las manos, desde luego que no. Eso era Kensal Rise, no Los Ángeles, aunque no sabía hasta qué punto la diferencia era real. Miró el negro agujero de la boca de la pistola.
–Quiero que me prometa que podré salir de aquí y que me darán media hora. Llevaré a la muchacha conmigo y cuando pase la media hora la enviaré de vuelta en un taxi. ¿De acuerdo?
–¿Bromea? –dijo Fleetwood.
–Para ella no va a ser ninguna broma si usted no me lo promete. Ve la pistola, ¿no? –Fleetwood no respondió–. Tiene una hora para decidirse. Luego dispararé contra ella.
–Eso sería asesinato. La sentencia es cadena perpetua.
La voz, profunda y grave aunque descolorida –una voz que a Fleetwood le dio la impresión de que no se usaba mucho o sólo cuando hacía falta–, se volvió fría. Habló con indiferencia de cosas terribles.
–No la mataré. Le dispararé a la espalda, al final de la columna vertebral.
Fleetwood no hizo ningún comentario. ¿Qué podía decir? Era una amenaza que únicamente podía provocar una condena moral o un reproche escandalizado. Se alejó porque vio con el rabillo del ojo que se acercaba un automóvil familiar, pero un resuello de la multitud, una especie de inhalación concertada, le hizo volver a mirar la ventana. La muchacha, Rosemary Stanley, había sido empujada hasta el cuadrado vacío, sin cristales, y el hombre la tenía sujeta; su posición recordaba la de una esclava maniatada en una plaza del mercado. Sus brazos estaban agarrados por otros brazos detrás de ella y su cabeza colgaba hacia adelante. Una mano agarraba sus largos cabellos y tiraba de ella, que sollozaba.
Fleetwood pensó que la multitud iba a hablarle a la mujer, o ésta a aquélla, pero no fue así. La mujer permaneció en silencio y con la mirada fija, el miedo la había inmovilizado como si fuera una estatua. Pensó que, posiblemente, la pistola presionaba sobre la parte baja de su columna vertebral. Sin duda había oído también la declaración de intenciones del hombre. Era tan intensa la indignación de la multitud que a Fleetwood le pareció percibir sus vibraciones. Sabía que debía tranquilizar a la mujer, pero no se le ocurría nada que no sonara a falso o hipócrita. La muchacha era delgada, con largos cabellos rubios, llevaba una prenda que podía ser un vestido o una bata. Un brazo rodeó su cintura, haciéndola retroceder y, simultáneamente, por primera vez, se corrieron las cortinas de la ventana. Eran cortinas espesas y dobles, que se cerraron del todo.
Spenser estaba aún sentado en el asiento de pasajero del Rover, leyendo una hoja. Pertenecía a ese tipo de personas que cuando no está ocupado se dedica a leer cualquier tipo de documento. A Fleetwood se le ocurrió pensar con cuánta discreción preparaba su futuro ascenso a comandante; su abundante y espeso cabello comenzaba a platearse; se afeitaba con más cuidado que nunca, la piel estaba curiosamente bronceada para ser invierno, vestía una camisa de textura cremosa transformada en popelina y un impermeable, seguramente Burberry. Fleetwood entró en la parte trasera del automóvil y Spenser le miró con ojos que tenían el azul de la llama del gas.
Para Fleetwood, Spenser se dedicaba siempre a leer cosas que no le informaban de nada útil, que no aportaban nada a la resolución de las crisis.
–Tiene dieciocho años, terminó el colegio el verano pasado y trabaja de mecanógrafa. Los padres se fueron al West Country a primera hora de la mañana, en taxi; a las siete y media, según un vecino. El padre de la señora Stanley ha tenido un infarto en Hereford. Les informaremos tan pronto como podamos localizarles. No queremos que se enteren por la televisión.
Fleetwood pensó inmediatamente en la muchacha con la que se iba a casar la semana siguiente. ¿Se enteraría Diana que estaba él allí y se sentiría preocupada? Pero, por lo que él sabía, no se había presentado ningún equipo de televisión ni ningún reportero. Le contó a Spenser las condiciones exigidas por el hombre de la pistola.
–Podemos estar seguros en un noventa y nueve por ciento de que es de imitación –dijo Spenser–. ¿Cómo entró? ¿Lo sabemos?
–Por un árbol que hay junto a la pared de atrás. –Fleetwood sabía que Spenser no tendría ni idea de qué hablaba si mencionaba la glicina.
Spenser murmuró algo y Fleetwood tuvo que pedirle que lo repitiera.
–He dicho que vamos a tener que entrar, sargento.
Spenser tenía treinta y siete años, casi diez más que él. También estaba echando carnes, a lo mejor era lo adecuado para un futuro comandante. Mayor que Fleetwood, menos ágil y con dos grados más, lo que Spenser quería decir al emplear el plural era que Fleetwood debía entrar, tal vez llevando consigo a uno de los agentes jóvenes.
–Posiblemente usando el árbol del que usted habla –dijo Spenser.
La ventana estaba abierta, esperándole. Dentro había un hombre con una pistola de verdad o de imitación –¿quién podía saberlo?– y una muchacha asustada. Él, Fleetwood, no tenía más armas que sus manos, sus pies y su inteligencia, y cuando le dijo algo a Spenser sobre la posibilidad de que le proporcionaran un arma, el superintendente le miró como si hubiera pedido una cabeza nuclear.
Eran las diez menos cuarto y el hombre de la pistola había dado su ultimátum alrededor de las nueve y veinte.
–¿No le va a decir nada usted, señor?
Spenser sonrió sin ganas.
–No le hace gracia, ¿eh, sargento?
Fleetwood no respondió. Spenser bajó del automóvil y cruzó la calle. Después de vacilar un instante, le siguió. La lluvia había dejado de caer y el cielo, antes de un gris uniforme y liso, estaba gris y blanco, con huecos de azul. Parecía hacer más frío. La multitud ya llegaba hasta la calle principal, Chamberlayne, que pasa por Kensal Rise para confluir al final en Landbroke Grove. Fleetwood vio que habían detenido el tráfico en Chamberlayne Road.
Allá arriba, en la ventana rota de la casa de los Stanley, el vientecillo movía las cortinas. Spenser pasó a la hierba enlodada, desde la relativa limpieza del camino de cemento, sin detenerse, sin echar ni siquiera un vistazo a sus brillantes y negros zapatos italianos. Se quedó de pie en medio del césped, las piernas separadas, los brazos cruzados, y se dirigió a la ventana con la auténtica voz del que ha ascendido en el escalafón de la policía, con un tono frío y claro, sin acento regional, una voz sin pretensiones de cultivada, casi sin inflexiones, la de un robot cuidadosamente programado:
–Habla el superintendente Ronald Spenser. Acérquese a la ventana. Quiero hablar con usted.
Pareció como si las cortinas se movieran con más violencia, pero posiblemente fue el viento.
–¿Puede oírme? Acérquese a la ventana, por favor.
Las cortinas continuaron moviéndose, pero no se abrieron. Fleetwood, que estaba en la acera con el agente Bridges, vio que un equipo de televisión trataba de abrirse paso entre la multitud –sin duda eran los chicos de las noticias, aunque no se podía ver la furgoneta estacionada en la esquina–. Uno de ellos estaba montando un trípode. Y luego ocurrió algo que hizo que todos se sobresaltaran. Rosemary Stanley gritó.
El grito fue espantoso, rasgó el aire. La multitud respondió con una especie de eco de ese grito lejano, mitad resuello, mitad murmullo de angustia. Spenser, que dio un respingo como los demás, se quedó en su sitio, clavando sus talones, hundiéndose literalmente en el barro, los hombros encogidos, como para demostrar la firmeza de su propósito, su determinación que de allí no le moverían. Pero no volvió a hablar. Fleetwood pensó lo mismo que todos, lo que tal vez pensó el propio Spenser: que habían sido sus palabras las que motivaron la acción que provocó el grito.
Si el hombre de la pistola hubiera obedecido, acercándose a la ventana, habrían llamado su atención, y Fleetwood y Bridges podrían haber trepado por la casa, entrando por la ventana. Sin duda el hombre también lo sabía. Pero Fleetwood se sintió extrañamente aliviado. No se había producido una detonación. El grito de Rosemary Stanley no se debía a que le hubieran disparado. Spenser, una vez demostrado su valor y su flema, se alejó de la casa lentamente por el césped mojado y el sendero. Abrió la puerta de la verja, salió a la acera y miró inexpresivamente a la multitud. Le dijo a Fleetwood:
–Tiene que ir pensando en entrar.
Fleetwood se dio cuenta de que le estaban sacando una foto de perfil. En realidad, lo que querían era una foto de Spenser. De repente, las cortinas se apartaron y apareció el hombre de la pistola. Era curioso cómo le recordaba a Fleetwood la representación teatral a la que él y Diana habían llevado a la sobrina de ella en Navidades: se abre el telón y un hombre aparece dramáticamente en el escenario. El malo del drama. El rey de los demonios. La multitud suspiró. Una mujer soltó una risa nerviosa y aguda, que se cortó como si se hubiera cubierto la boca con la mano.
–Tiene veinte minutos –dijo el hombre de la pistola.
–¿Dónde consiguió la pistola, John? –preguntó Spenser.
«¿John? –pensó Fleetwood–. ¿Por qué John?» Porque Lesley Allan, Sheila Manners o una de las muchachas lo había dicho, o simplemente para que Spenser sintiera la satisfacción de oírle decir:
–No me llamo John.
–Esas imitaciones no son muy buenas, ¿no le parece? –dijo Spenser con tono coloquial–. Hay que tener experiencia para ver la diferencia. No diría que hay que ser un experto, pero sí tener cierta experiencia.
Fleetwood formaba ya parte de la multitud, metido entre ella igual que Bridges. Se abrían paso hacia la calle principal. ¿Cuánto tiempo sería capaz Spenser de sostener una conversación con él? No mucho, si todo lo que se le ocurría era burlarse de él, diciendo estupideces como ésa de la pistola. Detrás de él oyó:
–Le quedan nada más que diecisiete minutos.
–Muy bien, Ted, vamos a hablar.
«Así está mejor», pensó Fleetwood, que quería que Spenser dejara de llamar al hombre con falsos nombres de pila. Ya no podía oír nada, estaba al otro lado de la multitud y en la calle principal, donde había un gran atasco de tráfico. Él y Bridges bajaron por el callejón, cerrado al tráfico por un bolardo de hierro, que se había convertido en el paso de la parte trasera de las casas. La casa de los Stanley era fácil de encontrar, llamaba la atención por su feo garaje de cemento.
Para entonces el hombre de la pistola podía haber cerrado fácilmente aquella ventana de bastidor, pero no lo hizo. Por supuesto, si la ventana estaba cerrada, sería prácticamente imposible entrar en la casa, al menos sin hacer ruido, así que debía de sentirse satisfecho de que John o Ted, o como se llamara, no la hubiera cerrado. Pero en vez de ello tuvo una sensación de vago y frío desánimo. Seguramente si la ventana estaba abierta no era por despiste. Estaba abierta para algo.
Ya estaban bastante cerca como para oír la voz de Spenser y la del hombre de la pistola. Spenser estaba diciendo algo acerca de que dejara que Rosemary Stanley saliera de la casa antes de hacer ningún trato. Que la dejara bajar las escaleras y salir por la puerta principal antes de comenzar a hablar de condiciones. Fleetwood no oyó la respuesta del hombre. Puso el pie derecho sobre la glicina, allí donde formaba un ángulo recto; el pie izquierdo un metro más alto, en la bifurcación, y luego se arrastró hasta ponerse sobre el tejado de la ampliación... Ya no tenía más que pasar la pierna sobre el alféizar. Deseaba oír voces, pero lo único que oyó fue el gemido de los frenos en la calle principal, el insensato ulular esporádico de las bocinas de los conductores impacientes. Bridges comenzó a trepar. Son extrañas las cosas en que piensas en momentos de tensión y prueba. Lo último que importaba era el color del alféizar. Pero Fleetwood se fijó en él, azul de Creta, del mismo tono que el de la puerta principal de la casa que él y Diana iban a comprar en Chigwell.
Fleetwood se encontró en el cuarto de baño. Los azulejos de las paredes eran verdes y los del suelo de un blanco cremoso. Lo cruzaban huellas de pisadas con barro líquido, ya secas, que se hacían menos visibles al acercarse a la puerta. El hombre de la pistola había entrado por allí. Bridges estaba ya fuera de la ventana, sosteniéndose en el alféizar.
Fleetwood tenía que abrir la puerta, aunque no podía pensar en nada que le apeteciera menos. No era valiente, pensó, tenía demasiada imaginación y a veces (aunque no fuera el momento de pensar en ello) le parecía que le hubiera ido mejor una vida más contemplativa, de estudioso, que la de policía.
Desde allí apenas se oía el ruido del tráfico. En algún lugar de la casa crujió una tabla del suelo. Fleetwood oyó también un latido regular, pero sabía que era su propio corazón. Tragó saliva y abrió la puerta.
El rellano no era como él esperaba. Había una gruesa alfombra de color crema pálido; en lo alto de las escaleras, un pasamanos de madera pulida, y, en las paredes, dibujos y grabados enmarcados en oro y plata de pájaros y animales, uno de ellos de las Manos orantes, de Durero. Ésa era una casa donde vivía gente feliz, que se esmeraba con los muebles y su conservación. Una oleada de cólera se apoderó de Fleetwood, porque lo que ocurría en ese momento en la casa era un asalto contra su serena felicidad, una profanación.
Permaneció en el rellano, agarrado al pasamanos. Las puertas de los tres dormitorios estaban cerradas. Miró el dibujo de una liebre y otro de un murciélago de rostro vagamente humano, vagamente verdoso, y se preguntó qué había en la violación que llevaba los hombres a cometerla. Por su parte, no podía disfrutar del sexo a menos que la mujer lo deseara tanto como él. Esas pobres chicas, pensó. La muchacha y el hombre de la pistola se encontraban detrás de la puerta, a la izquierda de donde estaba Fleetwood –a la derecha de los espectadores–. El hombre de la pistola sabía lo que hacía. No era tan tonto como para dejar sin vigilar la fachada de la casa mientras miraba lo que ocurría detrás.
Fleetwood razonó: «Si me dispara sólo puedo morir o no morir y recuperarme otra vez». Su imaginación tenía límites. Después recordaría lo que en su inocencia había pensado. Se quedó junto a la puerta cerrada, puso su mano sobre ella y dijo con voz clara y firme:
–Soy el sargento Fleetwood. Estamos en la casa. Haga el favor de abrir esa puerta.
Antes el silencio no era total. Fleetwood se dio cuenta porque ahora sí lo era. Esperó y volvió a hablar.
–Lo mejor que puede hacer es abrir la puerta. Sea sensato y entréguese. Abra la puerta y salga, o déjeme entrar.
No se le había ocurrido que tal vez la puerta no estaba cerrada con llave. Probó con la manecilla. Fleetwood se sintió un poco tonto, lo cual, curiosamente, le ayudó. Abrió la puerta sin empujarla; se abrió por sí sola, porque era de esas puertas que siempre chocan con un mueble colocado a la derecha de su recorrido.
La habitación apareció ante él como un escenario: una cama sencilla con ropa y colcha azules, abierta, una mesita de noche con lámpara, una taza, un libro, un jarrón con una pluma de pavo real, el viento que soplaba a través de la ventana rota, levantando con fuerza las cortinas de seda verde esmeralda. El hombre de la pistola permanecía de espaldas a un armario rinconero, apuntando con su arma a Fleetwood, la muchacha delante de él y con el brazo libre rodeándola por la cintura. Estaba al borde de un pánico peligroso. Fleetwood lo notó por el cambio que se produjo en su rostro. Casi no era la misma cara que había aparecido dos veces en la ventana, le había vencido un terror animal y una regresión al instinto. Lo que a ese hombre le importaba en ese momento era salvarse; era su pasión, pero en esa pasión no había sabiduría, ni prudencia, únicamente una necesidad de escapar matando a todo el que se le interpusiera. Sin embargo, no había matado a nadie, pensó Fleetwood, y tenía una pistola de imitación...
–Si suelta la pistola –le dijo– y deja que la señorita Stanley se marche conmigo... si lo hace, ha de saber que la acusación será menos grave que si hiere o amenaza a alguien más.
«¿Y las violaciones?», se preguntó. No había ninguna prueba aún de que fuera el mismo hombre.
–No tiene que tirar la pistola. Lo único que tiene que hacer es bajar la mano que la sujeta. Y levantar el otro brazo para liberar a la señorita Stanley.
El hombre no se movió. Sujetaba a la muchacha con tanta fuerza que se le marcaban las venas de la mano. A medida que fruncía el ceño, la expresión de su rostro era más intensa; aumentaron las arrugas en torno a sus ojos, que comenzaron a arder.
Fleetwood oyó ruidos frente a la casa. Un arrastrar y un golpe seco. El sonido quedó ahogado por el ruido de la lluvia cuando un repentino aguacero azotó la intacta parte superior de la ventana. Las cortinas entraron, movidas por el viento e hinchadas. El hombre de la pistola no se había movido. Fleetwood no esperaba realmente que hablara y le chocó cuando lo hizo. Era una voz estrangulada por el pánico, poco más que un murmullo.
–Esta pistola no es de imitación. Es de verdad. Créame.
–¿Dónde la consiguió? –dijo Fleetwood, cuyos nervios se reflejaban más en su estómago que en su garganta. Su voz era tranquila, pero comenzó a sentirse mal.
–Alguien se la quitó a un alemán muerto en 1945.
–Eso lo ha visto en la tele –dijo Fleetwood.
Detrás de él se encontraba Bridges, a cuya espalda quedaba el pasamanos y el hueco de la escalera. Sintió el aliento de Bridges, cálido en el aire frío. ¿Quién sería ese «alguien»?
–¿Por qué se lo tengo que decir a usted? –Sacó una lengua muy roja y sus labios mojados tenían el mismo tono cetrino de su piel–. Era de mi tío.
Fleetwood sintió un estremecimiento, porque su tío tendría unos cincuenta años, veinticinco o treinta años más que aquel hombre.
–Suelte a la señorita Stanley –dijo–. ¿Qué va a conseguir reteniéndola? Yo voy desarmado. Ella no le resguarda a usted.
La muchacha no se movió. Tenía demasiado miedo. Estaba un poco inclinada sobre el brazo que la sujetaba con fuerza, era una muchacha delgada y pequeña, que llevaba un camisón de algodón azul; y tenía los brazos desnudos en carne de gallina. Fleetwood sabía que no debía prometer lo que no pudiera cumplir.
–Suéltela y le garantizo que eso le favorecerá. No le voy a hacer promesas, entiéndalo, pero esto contará en su favor.
Hubo un golpe seco que Fleetwood supuso era el de una escalera de mano con los extremos acolchados contra la pared de la casa. El hombre de la pistola no pareció oírlo. Fleetwood tragó saliva y dio un par de pasos en la habitación. Bridges estaba detrás de él y el hombre de la pistola le vio. Levantó un poco la pistola y apuntó al rostro de Fleetwood. Al mismo tiempo fue soltando su otro brazo de la cintura de Rosemary Stanley como si dejara correr con fuerza las uñas sobre su piel. Y entonces la muchacha emitió un gemido sobrecogedor, encogiendo el cuerpo. Soltó bruscamente el brazo y luego la pellizcó en el brazo, de modo que se tambaleó y cayó sobre sus manos y rodillas.
–No la quiero –dijo–. No me sirve.
Fleetwood le dijo cortésmente:
–Es muy sensato por su parte.
–Pero tiene que prometerme una cosa.
–Venga aquí, señorita Stanley, por favor –dijo Fleetwood–. Aquí estará a salvo.
¿Lo estaría? Sólo Dios podía saberlo. La muchacha gateó, se incorporó y le cogió de la manga con las dos manos. Él repitió:
–Está usted a salvo.
El hombre de la pistola también volvió a hablar. Sus dientes habían empezado a castañetear y se comía las palabras.
–Tiene que prometerme una cosa.
–¿Qué cosa?
Fleetwood miró detrás del hombre y cuando el viento levantó las cortinas casi hasta el techo, vio la cabeza y los hombros del agente Irving, que aparecieron en la ventana. El cuerpo del policía obstruyó una gran parte de la luz, pero el hombre de la pistola no pareció darse cuenta. Le dijo:
–Prométame que podré salir por el cuarto de baño y déme cinco minutos. Nada más, cinco minutos.
Irving estaba a punto de pasar sobre el alféizar. Fleetwood pensó: «Todo ha terminado, le tenemos, va a caer como un cordero». Tomó a la muchacha en sus brazos, la abrazó simplemente porque era joven y estaba aterrada, y se la pasó a Bridges, dándole la espalda al hombre de la pistola, al que oyó decir con voz trémula:
–Es de verdad, se lo advertí.
–Llévala abajo.
Sobre el pasamanos, en la pared de la escalera, colgaba la reproducción de las manos que oraban, un grabado en acero. Bridges pasó por delante de éste para coger a la muchacha y llevarla abajo. Fue uno de esos momentos eternos, infinitos, pero que, sin embargo, son tan rápidos como un relámpago. Fleetwood vio las manos que rezaban por él, por todos ellos, mientras Bridges, cuyo cuerpo las ocultó, bajaba por las escaleras. Detrás de él un pie pesado golpeó en el suelo, un bastidor se abrió estrepitosamente, una voz temblorosa dio un grito y algo alcanzó a Fleetwood en la espalda. Todo ocurrió muy lenta y rápidamente. La explosión parecía venir de lejos, el escape de un automóvil en la calle principal, quizá. No hubo ni más ni menos dolor que una punzada en la parte inferior de la columna vertebral.
Al caer hacia adelante vio las manos delicadamente juntas que oraban, las manos grabadas, que subían en su campo de visión. Al caer contra el pasamanos se agarró, deslizándose, como un niño que se agarra a los barrotes de su cuna. Tenía plena conciencia y, curiosamente, no sentía más dolor de esa punzada en la columna, tan sólo un cansancio enorme.
Una voz que antes había oído suave y baja, chillaba.
–Lo estaba pidiendo, se lo dije, se lo advertí, pero no me creyó. ¿Por qué no me creyó? Me obligó a hacerlo.
¿A qué le obligó? No era mucho, pensó Fleetwood, y agarrándose a los barrotes intentó incorporarse. Pero su cuerpo era muy pesado y no se movía, pesado como el plomo, entumecido, sobrecargado, clavado, pegado con cola al suelo. El líquido rojo que corría por la alfombra le sorprendió, y le dijo a todo el mundo:
–¿De quién es esa sangre?

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Adolfo Bioy Casares & Silvina Ocampo Los que aman, odian.


El doctor Huberman llega al apartado hotel de Bosque de Mar «en busca de una deleitable y fecunda soledad». Poco imagina que pronto se verá envuelto en las complejas relaciones que los curiosos habitantes del hotel han ido tejiendo. Una mañana, uno de ellos aparece muerto y otro ha desaparecido. Bajo la amenaza de los cangrejales y del mar, aislados por una tormenta de viento y arena, las ya frágiles relaciones entre los personajes se tensan. Cualquier detalle es acusador, cualquier persona puede ser el asesino. Llegados a este punto, la novela se convierte en un fascinante viaje a través de las pasiones humanas, desde el amor hasta la envidia, la venganza, incluso el odio. Es aquí donde el carácter de los personajes cobra máxima importancia: los fantasmas y los deseos de cada uno, esos mundos imaginarios tan recónditos y secretos, forman parte del misterio que irá desvelándose a lo largo de la obra.

 Adolfo Bioy Casares & Silvina Ocampo
Los que aman, odian

Título original: Los que aman, odian
Adolfo Bioy Casares & Silvina Ocampo, 1946
Diseño de cubierta: José Bonomi
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

 (Fragmento).
  I


Se disuelven en mi boca, insípidamente, reconfortantemente, los últimos glóbulos de arsénico (arsenicum álbum). A mi izquierda, en la mesa de trabajo, tengo un ejemplar; en hermoso Bodoni, del Satyricón, de Cayo Petronio. A mi derecha, la fragante bandeja del té, con sus delicadas porcelanas y sus frascos nutritivos. Diríase que las páginas del libro están gastadas por lecturas innumerables; el té es de China; las tostadas son quebradizas y tenues; la miel es de abejas que han libado flores de acacias, de favoritas y de lilas. Así, en este limitado paraíso, empezaré a escribirla historia del asesinato de Bosque del Mar.
Desde mi punto de vista, el primer capítulo transcurre en un salón comedor, en el tren nocturno a Salinas. Compartían mi mesa un matrimonio amigo —diletantes en literatura y afortunados en ganadería— y una innominada señorita. Estimulado por et consommé, les detallé mis propósitos: en busca de una deleitable y fecunda soledad —es decir, en busca de mí mismo— yo me dirigía a ese nuevo balneario que habíamos descubierto los más refinados entusiastas de la vida junto a la naturaleza: Bosque del Mar. Desde hada tiempo acariciaba yo ese proyecto, pero las exigencias del consultorio —pertenezco, debo confesarlo, a la cofradía de Hipócrates— postergaban mis vacaciones. El matrimonio asimiló con interés mi franca declaración: aunque yo era un médico respetable —sigo invariablemente los pasos de Hahnemann— escribía con variada fortuna argumentos para el cinematógrafo. Ahora la Gaucho Film Inc., me encarga la adaptación, a la época actual y a la escena argentina, del tumultuoso libro de Petronio. Una reclusión en la playa era imprescindible.
Nos retiramos a nuestros compartimientos. Un rato después, envuelto en las espesas frazadas ferroviarias, todavía entonaba mi espíritu la grata sensación de haber sido comprendido. Una súbita inquietud atemperó esa dicha: ¿no había obrado temerariamente? ¿No había puesto yo mismo en manos de esa pareja inexperta los elementos necesarios para que me arrebataran mis ideas? Comprendí que era inútil cavilar. Mi espíritu, siempre dócil, buscó un asilo en la anticipada contemplación de los árboles junto al océano. Vano esfuerzo. Todavía estaba en la víspera de esos pinares… Como Betteredgecon Robinson Crusoe, recurrí a mi Petronio. Con renovada admiración leí el párrafo.
Creo que nuestros muchachos son tan tontos porque en las escuelas no les hablan de hechos reales, sino de piratas emboscados, con cadenas, en la ribera; de tiranos preparando edictos que condenan a los hijos a decapitar a sus propios padres, de oráculos, consultados en tiempos de epidemias, que ordenan la inmolación de tres o más vírgenes…

El consejo es, todavía hoy, oportuno. ¿Cuándo renunciaremos a la novela policial, a la novela fantástica y a todo ese fecundo, variado y ambicioso campo de la literatura que se alimenta de irrealidades? ¿Cuándo volveremos nuestros pasos a la picaresca saludable y al ameno cuadro de costumbres?
Ya el aire de mar penetraba por la ventanilla. La cerré. Me dormí.

martes, 17 de noviembre de 2015

Miguel de Cervantes. Comedia llamada TRATO DE ARGEL.


En el teatro de Cervantes, se distinguen dos épocas: la primera de imitación clásica, junto con elementos novelescos. A esta época pertenecen el “trato de Argel”, que es una impresionante y poderosa escena del cautiverio en el que el autor, el soldado cautivo Saavedra, aparece al igual que en el Renacimiento en un plano segundo, no en el centro de la obra.

(Fragmento).

Comedia llamada TRATO DE ARGEL
Hecha por Miguel de Cervantes, 
Qu’estuvo cautivo en él siete años

Jornada primera

Interlucutores:
AURELIO. 
FÁTIMA, criada de Zahara. 
ZAHARA, ama de Aurelio. 
YZUF, amo de Aurelio.
AURELIO ¡Triste y miserable estado! 
¡Triste esclavitud amarga, 
donde es la pena tan larga 
cuan corto el bien y abreviado! 
¡Oh purgatorio en la vida,
infierno puesto en el mundo, 
mal que no tiene segundo, 
estrecho do no hay salida! 
¡Cifra de cuanto dolor 
se reparte en los dolores, 10 
daño que entre los mayores 
se ha de tener por mayor! 
¡Necesidad increíble, 
muerte creíble y palpable, 
trato mísero intratable, 15 
mal visible e invisible! 
¡Toque que nuestra paciencia 
descubre si es valerosa; 
pobre vida trabajosa, 
retrato de penitencia! 20 
Cállese aquí este tormento, 
que, según me es enemigo, 
no llegará cuanto digo 
a un punto de lo que siento. 
Pondérase mi dolor 25 
con decir, bañado en lloros, 
que mi cuerpo está entre moros 
y el alma en poder de Amor. 
Del cuerpo y alma es mi pena: 
el cuerpo ya veis cual va, 30 
mi alma rendida está 
a la amorosa cadena. 
Pensé yo que no tenía 
Amor poder entre esclavos, 
pero en mí sus recios clavos 35 
muestran más su gallardía. 
¿Qué buscas en la miseria, 
Amor, de gente cautiva? 
Déjala que muera o viva 
con su pobreza y laceria. 40 
¿No ves que el hilo se corta 
desa tu amorosa estambre, 
aquí con sed o con hambre, 
a la larga o a la corta? 
Mas creo que no has querido 45 
olvidarme en este estrecho, 
que has visto sano mi pecho, 
aunque tan roto el vestido. 
Desde agora claro entiendo 
que el poder que en ti se encierra 50 
abraza el cielo y la tierra, 
y más que no comprehendo. 
Una cosa te pidiera, 
si en esa tu condición 
una sombra de razón 55 
por entre mil sombras viera; 
y es que, pues fuiste la causa 
de acabarme y destruirme, 
que en el contino herirme 
hagas un momento pausa. 60 
Yo no te pido que salgas 
de mi pecho, pues no puedes; 
antes, te pido que quedes, 
y en este trance me valgas. 
Mira que se me apareja 65 
una muy fiera batalla, 
y que no he de atropellalla 
si tu consejo me deja. 
Del lugar do me pusiste, 
me procuran derribar; 70 
pero, ¿quién podrá bajar 
lo que tú una vez subiste? 
Ya viene Zahara y su arenga; 
¡ay, enfadosa porfía; 
cómo que me falta el día 75 
antes que la noche venga! 
¡Valedme, Silvia, bien mío, 
que, si vos me dais ayuda, 
de guerra más ardua y cruda 
llevar la palma confío! 


Editorial: Sopena, 1911.

Miguel de Cervantes. Novela: La gitanilla.


Es la historia de una muchacha raptada en su niñez, que llega mas tarde a ser reconocida por sus padres (…) La Gitanilla, criada bajo la tutoría de una vieja gitana, cargada de malicia, vive entre gitanos con el nombre de preciosa hasta un poco mas de los 15 años. Cumplidos los quince años de edad, por preciosa, “un mancebo gallardo y ricamente aderezado”, cuyo apellido o completa identidad no se revelara hasta el epilogo, se presenta a los gitanos locamente enamorado de la supuesta jovenzuela gitana.

Este mancebo, en cumplimiento de la condición que preciosa impone para corresponder a su amor, abandona su alta alcurnia y viene a seguir la vida gitana bajo el nombre de Andrés caballero.

Pero – después de pasar varios incidentes y vivir algún tiempo con el supuesto nombre, adaptándose aciertas costumbres gitanas-, Andrés es acusado falsamente de robo por Carducha a causa de no haber sido correspondida en su amor y puesto después en un calabozo por haber matado al hijo del alcalde, porque le había injuriado.

Mientras Andrés estaba en la cárcel, la familia del corregidor Azebedo, de Murcia descubre que preciosa no era tan gitana, sino su hija Constanza, desaparecida siendo de muy poca edad. Averiguase también la fingida condición de don Juan de Cádamo, llevada a cabo para lograr la mano de preciosa y el amor que este alcanzo a tenerle, hasta el punto de llamarle esposo antes de efectuarse el connubio. Como es de suponer, el asunto termina en regocijos y con la boda de los dos amantes.

Fuente:
Editorial EMECÉ: 1950.

sábado, 14 de noviembre de 2015

William Shakespeare El mercader de Venecia & Como gustéis.


El mercader de Venecia y Como gustéis pertenecen al grupo de las llamadas «comedias románticas» de William Shakespeare. En ellas, con el amor como motor principal de la acción, los protagonistas alcanzan la solución feliz en un mundo alternativo de fantasía —Belmont, en El mercader de Venecia y el bosque de Arden en Como gustéis—, no sin antes haber tenido que enfrentarse a obstáculos materiales y humanos, estos últimos personificados en seres anticómicos o malvados —Shylock y Jaime—. Pero la variedad de tonos de estas comedias no permite encerrarlas en una sola fórmula dramática.
El traductor y preparador de esta edición, Ángel-Luis Pujante, nos previene en su Introducción contra cualquier lectura simplista de estas obras, desvelando las ironías, ambigüedades y sutilezas de El mercader de Venecia, así como el carácter anticonvencional de Como gustéis, en la que, a través de un excelente ejercicio literario, Shakespeare expresa con gran sabiduría la teatralidad de la vida.

 

William Shakespeare

 El mercader de Venecia & Como gustéis
Título original: The Merchant of Venice; As you Like It
William Shakespeare, 1600; 1623
Traducción: Ángel-Luis Pujante

viernes, 13 de noviembre de 2015

Miguel de Cervantes Saavedra. Novela. El celoso extremeño.



Considerada por la crítica como una de las Novelas ejemplares más logradas, El celoso extremeño es una historia de marido celoso hasta el punto de encerrar a Leonora, una muchacha con la que se casó, en su propia casa dejándole salir solamente de madrugada para asistir a misa. Finalmente, y pese a toda prevención, Leonora consigue hacer entrar a su amante y encontrarse con él. El asunto, por tanto, es el del marido excesivamente celoso, impotente para mantener encerrada a su joven esposa.
Para numerosos cervantistas, la novela es claramente de inspiración italiana (las obras de Boccaccio, Bandello y Straparola sobre todo), tanto desde el punto de vista genérico como temático.

(Fragmento).
Novela del celoso estremeño

Miguel de Cervantes Saavedra



     NO HA MUCHOS años que de un lugar de Estremadura salió un hidalgo, nacido de padres nobles, el cual, como un otro Pródigo, por diversas partes de España, Italia y Flandes anduvo gastando así los años como la hacienda; y, al fin de muchas peregrinaciones, muertos ya sus padres y gastado su patrimonio, vino a parar a la gran ciudad de Sevilla, donde halló ocasión muy bastante para acabar de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconduto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.

     En fin, llegado el tiempo en que una flota se partía para Tierrafirme, acomodándose con el almirante della, aderezó su matalotaje y su mortaja de esparto; y, embarcándose en Cádiz, echando la bendición a España, zarpó la flota, y con general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero soplaba, el cual en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.

     Iba nuestro pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los muchos y diversos peligros que en los años de su peregrinación había pasado, y el mal gobierno que en todo el discurso de su vida había tenido; y sacaba de la cuenta que a sí mismo se iba tomando una firme resolución de mudar manera de vida, y de tener otro estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, y de proceder con más recato que hasta allí con las mujeres.

     La flota estaba como en calma cuando pasaba consigo esta tormenta Felipo de Carrizales, que éste es el nombre del que ha dado materia a nuestra novela. Tornó a soplar el viento, impeliendo con tanta fuerza los navíos, que no dejó a nadie en sus asientos; y así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que, sin recebir algún revés ni contraste, llegaron al puerto de Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años; y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.

     Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos tienen de volver a su patria, pospuestos grandes intereses que se le ofrecían, dejando el Pirú, donde había granjeado tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar inconvenientes, se volvió a España. Desembarcó en Sanlúcar; llegó a Sevilla, tan lleno de años como de riquezas; sacó sus partidas sin zozobras; buscó sus amigos: hallólos todos muertos; quiso partirse a su tierra, aunque ya había tenido nuevas que ningún pariente le había dejado la muerte. Y si cuando iba a Indias, pobre y menesteroso, le iban combatiendo muchos pensamientos, sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no menos ahora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por diferente causa: que si entonces no dormía por pobre, ahora no podía sosegar de rico; que tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a tenerla ni sabe usar della, como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad, y los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.

     Contemplaba Carrizales en sus barras, no por miserable, porque en algunos años que fue soldado aprendió a ser liberal, sino en lo que había de hacer dellas, a causa que tenerlas en ser era cosa infrutuosa, y tenerlas en casa, cebo para los codiciosos y despertador para los ladrones.

     Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto trato de las mercancías, y parecíale que, conforme a los años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida, y quisiera pasarla en su tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando en ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios lo que podía, pues había dado al mundo más de lo que debía. Por otra parte, consideraba que la estrecheza de su patria era mucha y la gente muy pobre, y que el irse a vivir a ella era ponerse por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico que tienen por vecino, y más cuando no hay otro en el lugar a quien acudir con sus miserias. Quisiera tener a quien dejar sus bienes después de sus días, y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y parecíale que aún podía llevar la carga del matrimonio; y, en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo, que así se le desbarataba y deshacía como hace a la niebla el viento; porque de su natural condición era el más celoso hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse.


     Y, estando resuelto en esto, y no lo estando en lo que había de hacer de su vida, quiso su suerte que, pasando un día por una calle, alzase los ojos y viese a una ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa que, sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales rindió la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora, que así era el nombre de la hermosa doncella. Y luego, sin más detenerse, comenzó a hacer un gran montón de discursos; y, hablando consigo mismo, decía:

     -Esta muchacha es hermosa, y a lo que muestra la presencia desta casa, no debe de ser rica; ella es niña, sus pocos años pueden asegurar mis sospechas; casarme he con ella; encerraréla y haréla a mis mañas, y con esto no tendrá otra condición que aquella que yo le enseñare. Y no soy tan viejo que pueda perder la esperanza de tener hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no hay para qué hacer caso, pues el cielo me dio para todos; y los ricos no han de buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto: que el gusto alarga la vida, y los disgustos entre los casados la acortan. Alto, pues: echada está la suerte, y ésta es la que el cielo quiere que yo tenga.

     Y así hecho este soliloquio, no una vez, sino ciento, al cabo de algunos días habló con los padres de Leonora, y supo como, aunque pobres, eran nobles; y, dándoles cuenta de su intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó le diesen por mujer a su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse de lo que decía, y que él también le tendría para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habían dicho. Despidiéronse, informáronse las partes, y hallaron ser ansí lo que entrambos dijeron; y, finalmente, Leonora quedó por esposa de Carrizales, habiéndola dotado primero en veinte mil ducados: tal estaba de abrasado el pecho del celoso viejo. El cual, apenas dio el sí de esposo, cuando de golpe le embistió un tropel de rabiosos celos, y comenzó sin causa alguna a temblar y a tener mayores cuidados que jamás había tenido. Y la primera muestra que dio de su condición celosa fue no querer que sastre alguno tomase la medida a su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle; y así, anduvo mirando cuál otra mujer tendría, poco más a menos, el talle y cuerpo de Leonora, y halló una pobre, a cuya medida hizo hacer una ropa, y, probándosela su esposa, halló que le venía bien; y por aquella medida hizo los demás vestidos, que fueron tantos y tan ricos, que los padres de la desposada se tuvieron por más que dichosos en haber acertado con tan buen yerno, para remedio suyo y de su hija. La niña estaba asombrada de ver tantas galas, a causa que las que ella en su vida se había puesto no pasaban de una saya de raja y una ropilla de tafetán.

     La segunda señal que dio Filipo fue no querer juntarse con su esposa hasta tenerla puesta casa aparte, la cual aderezó en esta forma: compró una en doce mil ducados, en un barrio principal de la ciudad, que tenía agua de pie y jardín con muchos naranjos; cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa. En el portal de la calle, que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y encima della un pajar y apartamiento donde estuviese el que había de curar della, que fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes de las azuteas de tal manera, que el que entraba en la casa había de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiesen ver otra cosa; hizo torno que de la casapuerta respondía al patio.

     Compró un rico menaje para adornar la casa, de modo que por tapicerías, estrados y doseles ricos mostraba ser de un gran señor. Compró, asimismo, cuatro esclavas blancas, y herrólas en el rostro, y otras dos negras bozales. Concertóse con un despensero que le trujese y comprase de comer, con condición que no durmiese en casa ni entrase en ella sino hasta el torno, por el cual había de dar lo que trujese. Hecho esto, dio parte de su hacienda a censo, situada en diversas y buenas partes, otra puso en el banco, y quedóse con alguna, para lo que se le ofreciese. Hizo, asimismo, llave maestra para toda la casa, y encerró en ella todo lo que suele comprarse en junto y en sus sazones, para la provisión de todo el año; y, teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fue a casa de sus suegros y pidió a su mujer, que se la entregaron no con pocas lágrimas, porque les pareció que la llevaban a la sepultura.

     La tierna Leonora aún no sabía lo que la había acontecido; y así, llorando con sus padres, les pidió su bendición, y, despidiéndose dellos, rodeada de sus esclavas y criadas, asida de la mano de su marido, se vino a su casa; y, en entrando en ella, les hizo Carrizales un sermón a todas, encargándoles la guarda de Leonora y que por ninguna vía ni en ningún modo dejasen entrar a nadie de la segunda puerta adentro, aunque fuese al negro eunuco. Y a quien más encargó la guarda y regalo de Leonora fue a una dueña de mucha prudencia y gravedad, que recibió como para aya de Leonora, y para que fuese superintendente de todo lo que en la casa se hiciese, y para que mandase a las esclavas y a otras dos doncellas de la misma edad de Leonora, que para que se entretuviese con las de sus mismos años asimismo había recebido. Prometióles que las trataría y regalaría a todas de manera que no sintiesen su encerramiento, y que los días de fiesta, todos, sin faltar ninguno, irían a oír misa; pero tan de mañana, que apenas tuviese la luz lugar de verlas. Prometiéronle las criadas y esclavas de hacer todo aquello que les mandaba, sin pesadumbre, con prompta voluntad y buen ánimo. Y la nueva esposa, encogiendo los hombros, bajó la cabeza y dijo que ella no tenía otra voluntad que la de su esposo y señor, a quien estaba siempre obediente.

     Hecha esta prevención y recogido el buen estremeño en su casa, comenzó a gozar como pudo los frutos del matrimonio, los cuales a Leonora, como no tenía experiencia de otros, ni eran gustosos ni desabridos; y así, pasaba el tiempo con su dueña, doncellas y esclavas, y ellas, por pasarle mejor, dieron en ser golosas, y pocos días se pasaban sin hacer mil cosas a quien la miel y el azúcar hacen sabrosas. Sobrábales para esto en grande abundancia lo que habían menester, y no menos sobraba en su amo la voluntad de dárselo, pareciéndole que con ello las tenía entretenidas y ocupadas, sin tener lugar donde ponerse a pensar en su encerramiento.

Fuente:
Editorial Sopena, 1910.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Arthur Conan Doyle. EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES.


 Prefacio


Me temo que el señor Sherlock Holmes puede llegar a convertirse en uno de esos tenores famosos que, habiendo sobrevivido a su tiempo, se sienten tentados de repetir una y otra vez sus reverencias de despedida ante su indulgente público. Esto tiene que terminar, y debe seguir el camino de toda carne, real o imaginaria. A uno le gusta pensar que hay un limbo fantástico para las criaturas de la imaginación, donde los guapos de Fielding pueden aún cortejar a las bellas de Richardson, donde los héroes de Scott pueden aún pavonearse, el encantador cockney de Dickens suscitar una sonrisa, y los hombres mundanos de Thackeray seguir sus respetables carreras. Quizás en algún humilde rincón del Walhalla, Sherlock y su Watson puedan encontrar acomodo por un tiempo, mientras alguien más astuto, con algún incluso menos astuto camarada, ocupa la escena que ellos han dejado libre.
Su carrera ha sido larga, aunque es posible exagerarla. Los caballeros decrépitos que se me aproximan y declaran que sus aventuras formaron las lecturas de su infancia, no encuentran por mi parte la respuesta que ellos parecen esperar. Uno no se congratula de escuchar sus propias citas personales manejadas con tan poca amabilidad. De hecho Holmes hizo su aparición en Estudio en Escarlata y El Signo de los Cuatro, dos pequeños folletines que aparecieron en 1887 y 1889. Fue en 1891 cuando Escándalo en Bohemia, la primera de la larga serie de historias cortas, apareció en The Strand Magazine. El público parecía agradecido y deseoso de más, así que desde esa fecha, hace treinta y nueve años, se ha producido una serie ininterrumpida, que cuenta ahora con no menos de cincuenta y seis historias, reeditadas en Las Aventuras, Las Memorias,  El Regreso y El Último Saludo, y ahí quedan estas doce, publicadas durante los últimos años, y recogidas aquí bajo el título de El Archivo de Sherlock Holmes. Él comenzó sus aventuras en el corazón de la última era victoriana, atravesó el brevísimo reinado de Eduardo, y se las ha arreglado para sostener su pequeño nicho incluso en estos febriles días. De este modo sería exacto decir que quienes primero lo leyeron, cuando eran jóvenes, han vivido para ver a sus propios hijos, ya crecidos, seguir las mismas aventuras en la misma revista. Es un impresionante ejemplo de la paciencia y la lealtad del público británico.
Yo estaba completamente resuelto, al término de Las Memorias… a llevar a Holmes a su final, pues sentí que mis energías literarias no debían ser dirigidas exclusivamente en una dirección. Ese pálido rostro limpiamente rasurado y esa figura de miembros desgarbados se estaban llevando una cuota indebida de mi imaginación. Lo hice, pero afortunadamente, ningún juez de primera instancia se había pronunciado por los restos, y así, después de un largo intervalo, no me fue difícil responder a tan aduladora demanda y corregir mi precipitada actuación. Nunca lo he lamentado, ya que no he encontrado en la práctica actual que tales encendidas piezas cortas me hayan impedido explorar y encontrar mis limitaciones en ramas variadas de la literatura, tales como la historia, la poesía, las novelas históricas, la investigación psicológica y el drama. Si Holmes no hubiera existido, no podría haber hecho más, aunque él pueda haber resistido en el camino de exploración de mi obra literaria más seria.
Y así, lector: ¡Adiós, Sherlock Holmes! Y gracias por vuestra pasada constancia. Espero que tal regreso haya sido una distracción de las preocupaciones cotidianas, y que haya estimulado el cambio de pensamiento que solo puede encontrarse en el reino mágico de las novelas.
ARTHUR CONAN DOYLE.
Fuente:
Traducción: Dominio Público
Traducción del Prefacio: Teresa Medina
Ilustraciones de Alfred Gilbert y Howard K. Elcock, publicadas en The Strand Magazine


miércoles, 11 de noviembre de 2015

Shakespeare William - A Buen Fin No Hay Mal Principio.



All’s Well That Ends Well, 1602

Comedias de conflicto

Comedia basada en el cuento de Giletta de Narbona del Decamerón (1351) de Boccaccio, escritor medieval italiano. Shakespeare toma la trama de la traducción de William Painter en su El Palacio del Placer (1566). Su título en castellano también ha sido vertido como “Bien está lo que bien acaba” y “A buen fin no hay mal tiempo”. A efectos de clasificación, se considera “problem play” o comedia de conflicto, junto a Medida por medida y Troilo y Crésida.

Los hechos relatados no tienen un marco histórico definido, aunque el monarca francés que aparece sin identificar es el rey Carlos V (1364-1380), que reinó en Francia mientras en Inglaterra gobernaba Eduardo III.

La acción comienza en el palacio de la condesa del Rosellón, región histórica del sur francés, al norte de Cataluña. El hijo de la condesa viuda, Beltrán, tiene que marchar a la Corte del rey en París, que está enfermo. Elena, una dama protegida de la condesa, está enamorada secretamente de Beltrán.

Parolles, personaje humorístico, es uno de los siervos de Beltrán. Conversando con Elena, hace un encendido e ingenioso discurso contra la castidad femenina.

Florencia y Siena están en guerra. Se trata de dos ciudades-estado distantes 75 km., que forman parte de la región italiana de la Toscana. Los florentinos piden ayuda a Francia, pero el rey se la niega, aunque da libertad a sus soldados para guerrear en la Toscana en el bando que quieran. En París, Beltrán es recibido por el anciano rey, que le recuerda su gran amistad con su padre muerto.

La condesa conversa con un bufón en su palacio del Rosellón. Éste le pide permiso para casarse, y argumenta a favor de ser un cornudo. El mayordomo de la condesa le cuenta que Elena está enamorada de su hijo Beltrán, y la condesa hace confesar a Elena. Elena le desvela que tiene previsto ir a París con la excusa de curar al rey (el padre de Elena era un ilustre médico que le dejó escritas sus recetas), pero con la verdadera intención de encontrarse con Beltrán. La condesa le da permiso y dinero para marcharse.

El rey despide en París a sus soldados, advirtiéndoles contra las mujeres italianas. Beltrán se queda en la Corte, con Parolles. Elena llega ante el rey y le convence de que tome su medicina, pidiendo a cambio elegir para casarse a uno de los vasallos de la Corte.

De nuevo aparece la condesa con el bufón. Tras una conversación extravagante, ella le pide que vaya a París con una carta para Elena. En la Corte, mientras, Beltrán asiste a una conversación entre Parolles y el anciano Lafeu, en la que aprovechan que el rey se ha curado para divagar con humor acerca de la sustitución de la fe en los milagros por la ciencia empírica. Este argumento se repite en la obra de Shakespeare, confiriéndole un toque añadido de modernidad.

Elena, sanadora del rey, elige a su amado. Pero Beltrán rehúsa ante el rey, arguyendo que ella no es noble. El rey hace un discurso a favor de la condición humana por encima de los títulos. Beltrán rehúsa de nuevo, aun con la promesa del rey de conceder derechos nobiliarios a Elena. El rey insiste en que Beltrán le debe obediencia y en que le dará dinero, y a la tercera, Beltrán acepta. La boda se celebrará pues esa misma noche.

Parolles y Lafeu se enzarzan en una fuerte discusión, bastante absurda. Beltrán confiesa a Parolles que odia a Elena y no piensa acostarse nunca con ella. Deciden marcharse juntos a la guerra de la Toscana para huir de Elena tras casarse con ella. Beltrán ordena a Elena que vuelva al Rosellón. Allí, tanto la condesa como Elena reciben mensajes de Beltrán en los que les cuenta que no piensa cumplir con su matrimonio. En la carta a Elena, afirma que mientras no él le entregue su anillo y ella conciba un hijo suyo no la tendrá por esposa. Pretensiones que él considera imposibles.

Beltrán es elegido por el Duque de Florencia como general de su ejército. Ha optado por la guerra y despreciado el amor, Marte contra Venus, recurrencia clásica que Shakespeare recoge en numerosas ocasiones en su obra.

Elena escribe una carta a la condesa contándole que se va de peregrinación a Santiago (supuestamente Santiago de Compostela, lugar sagrado en el noroeste de España), porque se siente culpable de la desgracia de Beltrán.  Sin embargo, Elena no se dirige a Santiago de Compostela, sino que toma la Vía Francígena, camino de peregrinación hacia Roma desde Canterbury que pasa por Francia y por la Toscana.

En Florencia, varias damas conversan entre sí advirtiéndose mutuamente sobre Beltrán y Parolles, que van seduciendo mujeres. Aparece por allí Elena vestida de peregrina y ocultando su identidad. Las mujeres le cuentan que Beltrán requiere de amores a una de ellas, Diana.

Beltrán es avisado por dos de sus caballeros de que Parolles es un cobarde traidor, al que preparan una trampa consistente en dejarle marchar para recuperar su tambor, capturarlo, vendarlo y hacerle confesar ante el propio Beltrán. Mientras, Elena, en connivencia con la madre de Diana, a quien ha revelado su identidad, prepara una trampa para Beltrán. Diana fingirá aceptar sus amores y le pedirá su anillo. Luego Elena sustituirá a Diana en una cita a oscuras con Beltrán.

Parolles se encuentra solo pensando en voz alta. Supuestamente ha ido en busca de su tambor arrebatado por el enemigo, pero es un cobarde y no piensa más que en inventar excusas para cuando vuelva sin él. Los amigos de Beltrán se hacen pasar por soldados extranjeros hablando un idioma inventado, que incluye frases como “Throca movousus, cargo, cargo, cargo”, “Cargo, cargo, viliando par corbo, cargo” y “Boskos thromuldo boskos”. Parolles les dice: “Veo que sois del regimiento de Musko”. El que se hace pasar por intérprete le habla en su idioma, sin dejar de pronunciar también frases inexistentes, como “Boskos vauvado”, “Kerely bonto”, “Manka revania dulche”. Fingen perdonar su vida (“Oscorbidulchos volivorco”, “Acordo linta”) y le llevan vendado.

Llegan noticias falsas de la muerte de Elena en Santiago de Compostela, divulgadas por ella misma. El duque Beltrán ya ha entregado su preciado anillo de familia a Diana y antes de su cita de medianoche con ella (tras la cual tiene previsto volver al Rosellón, puesto que la guerra ha terminado), asiste al interrogatorio de Parolles.

“Portotartarosa”, “Bosko chimurcho”, “Boblibindo chicumurco”, inquieren los falsos extranjeros. Y Parolles confiesa, aún vendado, ante Beltrán. Creyéndose en campo enemigo, detalla la condición de piojosos y malvados de todos cuantos están presentes, hasta que le quitan la venda y se percata del complot. Aún así, le dejan marchar.

Elena pronuncia la frase que da título a la obra, refiriéndose a su treta. “A buen fin, no hay mal principio” hace alusión a que el fin justifica los medios y las obras son coronadas por su fin y no por los accidentes de su curso. Poco después, al saber que el rey se dirige al Rosellón y ya no está en Marsella (puerto del sur de Francia) a donde ella había acudido en su busca, vuelve a repetir la frase.

El rey llega al palacio del Rosellón. Se lamenta de la muerte de Elena y acepta que Beltrán se case con la hija de Lafeu, Magdalena. Pero cuando Beltrán es requerido por Lafeu para que le entregue un presente para su hija, tanto Lafeu como la Condesa y el rey se dan cuenta de que esa sortija es de Elena. Todos sospechan que Beltrán ha asesinado a Elena y lo detienen. Llega una carta de Diana Capuleto (apellido de Romeo en Romeo y Julieta) en la que cuenta que tras ser desvirgada por Beltrán, éste le abandonó. Luego se presenta Diana y tras un juego de equívocos donde también participa Parolles, se desenreda toda la madeja. Aparece Elena embarazada y queda claro que Beltrán yació con ella y no con Diana y que la sortija recibida lo fue de la propia Elena. Beltrán acepta por fin su destino, y el rey termina lanzando un discurso de alegría.

Obra sin mayor trascendencia, en la que destaca el testarudo personaje de Elena, cuyo irracional amor por Beltrán la lleva a convencer al rey y a urdir tejemanejes para conseguir sus fines. El equilibrio humorístico lo aporta el pobre Parolles, que es un truhán descubierto pero cuyo final también resulta feliz. El pasaje más abrumadoramente absurdo es el de los supuestos extranjeros que hablan en un idioma falso.

Más allá de las versiones de la época muda y de un par de adaptaciones en la televisión británica, esta pieza sin ninguna fama no ha sido llevada al cine en formato de largometraje.

Algunas de las sentencias que contiene la obra:

La virginidad es una suicida que debería enterrarse lejos de toda tierra sagrada, como culpable del delito de lesa Naturaleza.

Las empresas extraordinarias parecen imposibles a los que, midiendo la dificultad material de las cosas, imaginan que lo que no ha sucedido no puede suceder.

No es el nombre, sino el modo de ser de la cosa, lo que constituye su valor.

Una vez que se disipan las nubes, dejan pasar los más bellos rayos
Fuente:
Comentario a la obra completa de William Shakespeare en castellano, redactado por Antonio Tausiet.

martes, 10 de noviembre de 2015

Miguel de Cervantes Saavedra. Novelas ejemplares.



Las Novelas ejemplares son una serie de doce novelas cortas que Don Miguel de Cervantes escribió entre 1590 y 1612. Su denominación de ejemplares obedece a que son el primer ejemplo en castellano de este tipo de novelas y al carácter didáctico y moral que incluyen en alguna medida los relatos.
  Se suelen agrupar en dos series: las de carácter idealista y las de carácter realista.
  Las primeras se caracterizan por tratar argumentos de enredos amorosos con gran abundancia de acontecimientos, por la presencia de personajes idealizados y sin evolución psicológica y por el escaso reflejo de la realidad. Se agrupan aquí: El amante liberal, Las dos doncellas, La española inglesa, La señora Cornelia y La fuerza de la sangre.
  Las de carácter realista atienden más a la descripción de ambientes y personajes realistas, con intención crítica muchas veces. Son los relatos más conocidos: Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, La gitanilla, El coloquio de los perros o La ilustre fregona.
  No obstante, la separación entre los dos grupos no es tajante y, por ejemplo, en las novelas más realistas se pueden encontrar también elementos idealizantes.

Fuente:
Editorial Sopena 1919.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Las alegres comadres de Windsor. Comedia. William Shakespeare.


The Merry Wives of Windsor, 1599
Grandes comedias
También traducida como “Las alegres casadas de Windsor”. Reaparece como protagonista Sir John Falstaff, elemento cómico (y sabio) en Enrique IV. Por lo tanto, se puede considerar un spin-off o derivaje de su predecesora. Una leyenda atribuye a la reina Isabel el encargo de escribirla. Algunos de sus pasajes están basados en Il pecorone (El bobo), libro de relatos de finales del siglo XIV escrito por Giovanni Fiorentino, un imitador de Boccaccio y su Decamerón.
Comienza con la trama secundaria, cuando el juez Shallow (que ya figuraba, como algunos otros personajes, en Enrique IV) quiere concertar la boda de su sobrino Slender con una bella dama llamada Ana Page, cuyo padre está de acuerdo. Falstaff, por su parte, urde cortejar a dos señoras, la de Ford y la de Page (madre de Ana), para manejar sus fortunas. Las dos mujeres están casadas, y los lacayos insatisfechos de Falstaff avisan a sus respectivos maridos. Éste es el arranque de la trama principal, protagonizada por esas dos damas, que dan título a la obra.
Ana Page tiene, además de Slender, otros dos pretendientes: el médico Doctor Caius, favorito de la madre, y el joven caballero Fenton, al que Ana prefiere.
Las dos comadres reciben cartas idénticas de Falstaff, se las muestran entre sí, y planean vengarse fingiendo que aceptan su amor, y sin contárselo a sus maridos. Page se fía completamente de su mujer, pero Ford maquina interrogar a Falstaff con una identidad falsa. Mistress Quickly, la sirvienta del Doctor Caius y confidente de Ana, actúa de alcahueta para las esposas, y cita a Falstaff con la señora Ford, añadiendo que la señora Page también está enamorada de él.
Ford, bajo otro nombre, habla con Falstaff en su domicilio, la posada de la Jarretera. Le dice que pretende a la señora Ford y entrega dinero a Falstaff para que la corteje y así demostrar que no es fiel. Falstaff le confiesa que esa misma noche tiene cita con ella y él cree que su mujer lo engaña. Pero las dos señoras pueden llevar a efecto su plan antes de que el celoso Ford llegue a su casa con testigos, y sacan a Falstaff mediante dos criados en una cesta de ropa sucia, que tienen el encargo de arrojar al Támesis.
Las comadres preparan un nuevo escarmiento para Falstaff y la señora Ford concierta una cita con él de nuevo. Ford (en su peronalidad falsa) vuelve a entrevistarse con Falstaff a la mañana siguiente, y éste le cuenta todo lo ocurrido, añadiendo de su cosecha que estuvo besándose con la señora Ford. Se repite el enredo, ésta vez con la variante de la canasta sin Falstaff y su salida de la casa vestido de mujer y duramente apaleado por Ford, que cree que es una vieja alcahueta a la que odia.
Pero ahí no acaban las tretas de las dos protagonistas. Cuentan todo a sus maridos y vuelven a citar a Falstaff, esta vez disfrazado y en el bosque, para tenderle una trampa consistente en pincharle y quemarle mediante varios personajes disfrazados de reina de las hadas (Ana page), duendes (varios niños) y otros seres de la noche. Ana recibe el encargo de su padre de vestirse de blanco para que sea raptada por Slender, y de su madre de vestirse de verde para serlo por Caius. Les ha dicho a los dos que sí, mintiéndoles, y ha informado de todo a su prometido Fenton, que también tiene un plan para irse con ella y casarse.
En la refriega del bosque (donde Falstaff recibe su escarmiento final), Slender se lleva a un hada blanca y Caius a un hada verde; las dos resultan ser muchachos disfrazados. Ana y Fenton vuelven casados, y sus padres aceptan.
Una comedia, parece ser, escrita al gusto de la época, que tiene momentos graciosos pero que tampoco es nada del otro mundo. Resulta a veces ciertamente enrevesada, aunque tendremos en cuenta que al estar llena de juegos de palabras intraducibles, pierde carga humorística. Los estudiosos dicen que este Falstaff no tiene nada que ver con el de Enrique IV (y cuya muerte se narra en Enrique V), porque allí su personaje era poliédrico, sabio, hondo. Aquí comparece un Falstaff víctima de un agravio tras otro, que no actúa con la gracia del otro, ni defiende con aquel verbo certero su dignidad.
Parte de su texto reaparece en la película de Welles Campanadas a medianoche (ver Enrique IV); y en 2003 Leila Hipólito hizo en Brasil su película As alegres comadres, que adapta la obra. También se han escrito varias óperas basadas en esta comedia, como Falstaff (1893), de Giusseppe Verdi.

Fuente:
Antonio Tausiet.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Miguel de Cervantes Saavedra Los trabajos de Persiles y Segismunda.


En Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada en 1617 casi simultáneamente en Madrid, Barcelona, Lisboa, Valencia, Pamplona y París (seis ediciones, lo que muestra su notable acogida), se narra un conjunto heterogéneo de peripecias que, como era habitual en la llamada «novela bizantina» o «helenística», incluye aventuras y una separación de dos jóvenes que se enamoran y acaban encontrándose en una anagnórisis al final de la obra. En ella, Periandro y Auristela (que solo tras el desenlace en matrimonio cristiano de la novela adoptarán los nombres de Persiles y Sigismunda), príncipes nórdicos, peregrinan por varios lugares del mundo para acabar llegando a Roma y, juntos, contraer matrimonio.
  Cervantes intentó con este relato construir una obra narrativa cuyo género, a diferencia del Quijote, que solo era una parodia y de un género medieval, sí estaba avalado por la práctica de la literatura clásica; de este modo partía de un modelo narrativo que recogían las preceptivas literarias neoaristotélicas renacentistas. Producto de una definida y firme intención universalizadora (que tiene, como consecuencia y contrapartida, la abstracción), los principales personajes del Persiles no son cuerpos opacos de carne y hueso, sino transparentes símbolos de validez universal: Persiles y Sigismunda son los perfectos amantes cristianos, Rosamunda es la lascivia, Clodio la maledicencia, etc. Es ésta la verdadera novela de un novelista: Es una novela, es una idea de la novela, y es la suma de todos los puntos de vista posibles en su tiempo sobre la novela.
  Es la última obra de Miguel de Cervantes. El propio autor la consideró su mejor obra; sin embargo la crítica da este título unánimemente a Don Quijote de la Mancha.

Fuente:
Miguel de Cervantes Saavedra
Los trabajos de Persiles y Segismunda
Historia setentrional
ePub r1.0

sábado, 7 de noviembre de 2015

William Shakespeare Dramas históricos.


El bardo de Avon.
William Shakespeare
Dramas históricos



 William Shakespeare, 1591
Traducción: Ángel-Luis Pujante & Salvador Oliva & Alfredo Michel Modenessi
Diseño de cubierta: Sánchez/Lacasta
Ilustración de portada: Shakespeare’s Kings, 1964 © Bernard Cheese © Fry Art Gallery, Saffron Walden, Essex . Bridgeman Art Library – Index
Editor digital: Titivillus ePub base r1.2



La presente edición reúne los diez dramas históricos compuestos por William Shakespeare (1564-1616). En ella se recogen las traducciones de Ángel-Luis Pujante, reconocido especialista en Shakespeare, publicadas en la colección Austral, y se incluyen cinco traducciones inéditas: Enrique VI. Primera parte (de Ángel-Luis Pujante), Enrique VI. Segunda parte y Enrique VI. Tercera parte (de Alfredo Michel), El rey Juan (de Salvador Oliva) y Enrique VIII (de Ángel-Luis Pujante y Salvador Oliva), junto con la traducción de Enrique V (de Salvador Oliva), que apareció por primera vez en la edición del Teatro selecto de William Shakespeare publicada en 2008.
Las obras se presentan en orden cronológico y van precedidas de notas introductorias preparadas por Ángel-Luis Pujante. No se han incorporado las introducciones ni el aparato crítico que acompañan a las traducciones de Austral. Remitimos al lector interesado a sus respectivas ediciones en dicha colección: Ricardo III (A 601), Ricardo II (A 428) y Enrique IV (A 505).
  PRÓLOGO

En la primera mitad de su producción dramática Shakespeare escribió nueve dramas históricos sobre reyes ingleses de la dinastía Plantagenet, aunque no por orden cronológico. Empezó hacia 1590 con una tetralogía que abarca los hechos acaecidos entre 1422 y 1485, a los que les dedicó las tres partes de Enrique VI y Ricardo III. Después, retrocediendo al período comprendido entre 1398 y 1422, compuso su segunda tetralogía (Ricardo II, las dos partes de Enrique IV y Enrique V) entre 1595 y 1599. En estos años escribió igualmente El rey Juan, que se remonta al siglo XIII. Tras estas nueve obras, Shakespeare no volvería al drama histórico hasta unos catorce años después con Enrique VIII (1613), que se ocupa de un período posterior y termina con el nacimiento de Isabel I[1].
Es posible que los dramas históricos ingleses sean el género menos popular de Shakespeare. Parece que, por su propia naturaleza, no siempre viajan bien: fuera de Inglaterra no se leen del mismo modo que en ella —una diferencia que también puede afectar a otros países de lengua inglesa—. En su aspecto más superficial, podemos encontrarnos en sus textos con un sinfín de nombres, títulos nobiliarios, palacios y lugares que pueden ser de vértigo. ¿Y qué nos dicen hoy todos esos nombres? Pero hay una razón de más peso por la que estos dramas no viajan bien: no por ser ingleses, sino porque, debido a algunas de sus situaciones, pueden resultar incómodos para lectores o espectadores extranjeros —por ejemplo, Enrique V para un público francés o Enrique VIII para cierto público español—. No debe extrañarnos que, en sus representaciones fuera de Inglaterra, los directores hagan a veces sus ajustes y retoques para evitar o paliar estos efectos.
En cuanto a Inglaterra, es cierto que durante un tiempo ha predominado una visión nacionalista y conservadora según la cual Shakespeare, basándose en las crónicas de Holinshed y Hall, celebra en estos dramas el feliz advenimiento de la dinastía Tudor y la consiguiente restauración providencial del orden que siguió al fin de la Guerra de las Dos Rosas, tras un siglo XV desangrado por continuas rebeliones y contiendas. Es más, Shakespeare se habría beneficiado del auge nacionalista originado por la reforma protestante y los éxitos de Inglaterra en conflictos exteriores, como el que acabó en la derrota de la Armada española. Ahora bien, los estudios más recientes han demostrado que semejante visión es ideológica y artísticamente reductora, ya que, por un lado, estos dramas expresan la pluralidad y las contradicciones de las creencias culturales y políticas de la época y, por otro, revelan una complejidad compositiva que los hacen muy distintos entre sí. Además, a la ortodoxia oficial de los Tudor habría que oponerle la influencia liberadora del Humanismo y, sobre todo, un escepticismo político que tiene sus raíces en Maquiavelo. Vistas desde esta otra perspectiva, las obras históricas de Shakespeare muestran una vida dramática muy variada y tienen mucho que decirnos más allá de su tiempo y sus fronteras.
Podemos observarlo ya en las primeras obras shakespearianas de este género. Decía el actor Ian McKellen que la trilogía de Enrique VI venía a ser como Rambo I, Rambo II y Rambo III, seguramente por el fuerte elemento de acción, estrépito, guerra y violencia que observamos en ella desde el principio. Pero, bromas aparte, junto a aspectos como el fervor patriótico que pudieran despertar estas obras o la defensa más o menos ortodoxa de la autoridad de un rey inoperante, lo que se impone desde la primera escena es una crítica implícita y explícita de las banderías nobiliarias y los clanes familiares, de la feroz lucha por el poder en una aristocracia que, por más que invoque el bien del país y el amor patrio, no oculta sus egoísmos partidistas. La eliminación del lord Protector y las maquinaciones de York en la segunda parte desembocan en el mundo amoral de la tercera, en la que, mirando al personaje de Ricardo, Shakespeare ya parece haber diseñado la conclusión de su primera tetralogía.
Se supone que Ricardo III debería leerse y representarse como continuación de la trilogía que la precede, pero rara vez se hace. La obra no omite lo que puede haber de propaganda en la derrota del tirano, el fin de la guerra civil y el inicio del período de paz que los ingleses deben a la nueva dinastía. Sin embargo, Richmond, futuro Enrique VII y primer rey Tudor, no aparece hasta el final y se muestra como un personaje plano y meramente instrumental cuyo último parlamento apenas queda integrado en el drama. Es como si Shakespeare hubiera decidido no dar más importancia de la debida a unos hechos conocidos y reiterados por la ortodoxia oficial —especialmente si sabía que el nuevo rey Tudor era tan artero y ambicioso como su Ricardo—. En su lugar, se centró en el que sería su primer personaje memorable, haciendo de Ricardo III un tirano perverso, frustrado por sus deformidades y entregado a la conquista criminal del poder, pero con tal magnetismo que capta nuestra atención desde el principio.
El rey Juan se sitúa excepcionalmente a comienzos del siglo XIII. La datación de este drama solo puede ser hipotética y, según la cronología que sigamos, pudo escribirse antes o después de Ricardo II. La acción se concentra especialmente en los esfuerzos del rey por conservar el trono frente a quienes dudan de su legitimidad. La obra acaba con un parlamento sumamente nacionalista —invocado en Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial—. Sin embargo, en otros países lo que más se recuerda de El rey Juan es el modo como en ella se critica explícitamente la tendencia de los nobles a regirse por la commodity, es decir, por la conveniencia o el interés, al margen de toda consideración ética y no siempre en beneficio del país. La denuncia el bastardo Falconbridge, a quien algunos ven como el único personaje ejemplar entre tantos desaprensivos. Sin embargo, el bastardo aclara que si él reniega tanto del interés es porque este aún no le ha «cortejado». Y concluye su famoso parlamento:
Bueno, mientras sea mendigo, yo renegaré diciendo que no hay peor pecado que ser rico y, cuando sea rico, lo mío será decir que no hay peor pecado que ser pobre.
Si por interés los reyes son falaces, que él sea mi señor, y yo he de adorarle.
Esta inclinación se hace más visible en Ricardo II, el primer drama de su segunda tetralogía, en el que se retrocede a los hechos históricos que llevaron al destronamiento de Ricardo por parte del ambiguo y sibilino Bolingbroke, el futuro Enrique IV. La usurpación irrumpe en el ritualismo de la corte medieval, destruye la imagen sagrada de la monarquía de origen divino, origina una tragedia personal y constituye un delito y un pecado que dará origen a los conflictos que recorren las dos tetralogías. Visto así, Ricardo II vendría a ser la parábola perfecta de la ortodoxia Tudor, cuya propaganda alertaba contra los horrores de la rebelión y el regicidio. Sin embargo, se ha demostrado que esta no era la visión más habitual de este monarca en los escritos de la época y que el drama contiene un elemento potencialmente subversivo: además de que la escena del destronamiento fue censurada en las primeras ediciones, el único testimonio de la interpretación isabelina de la obra es el encargo de que volviera a representarse en la víspera de la sublevación de Essex contra la reina Isabel (1601) para enardecer al pueblo y justificar la sedición.
Si Ricardo II contiene un elemento de tragedia, Enrique IV es el único drama histórico que da cabida a la comedia. Pero no nos engañemos: aunque le dé una fuerte presencia con la figura de Falstaff, Shakespeare no ha puesto ahí ese ingrediente solo para alegrarnos o para desacreditar el mundo de la corte y de la guerra, sino para hacernos ver que la comedia no tiene nada que hacer en el espacio político, en el que va quedando cada vez más aislada y del que al final es expulsada como factor de corrupción. Las dos partes de Enrique IV permiten un gran despliegue de personajes, situaciones y temas, entre los que destaca la divergencia entre el rey y el príncipe, que prefiere el mundo de la taberna al de la corte. Sin embargo, su preferencia es temporal y calculada: como él mismo anuncia, mientras sea príncipe continuará divirtiéndose con Falstaff; cuando suceda a su padre, se transformará y desterrará al «maestro y nutridor» de sus desórdenes. En suma: el príncipe deja claro desde el principio que no es el que parece, lo cual, a su vez, nos avisa de que no es personaje de fiar. Por otro lado, parece que la corte tampoco es un lugar atractivo para el príncipe. Enrique IV no es un rey irresponsable como Ricardo II, ni débil como lo será su nieto Enrique VI. Con él desaparece la imagen sacra del monarca medieval para dar paso a un rey eficaz y muy político que responde más bien al perfil del príncipe moderno trazado por Maquiavelo. Como usurpador del trono y responsable de la muerte de Ricardo, no logra librarse de su culpa y se afana por alcanzar la legitimidad de ejercicio, especialmente sofocando las sucesivas rebeliones. Sin embargo, su intensa concentración en el poder le ha menguado humanamente: a su hijo le habla como rey más que como padre. Su actitud parece cambiar cuando, ya en su lecho de muerte, le reprocha amargamente que se haya llevado la corona sin esperar a que él se muera. No obstante, en cuanto el príncipe se excusa, Enrique vuelve a hablarle como rey: reconoce haber «encontrado» la corona por «caminos sinuosos» y admite que ideó su cruzada a Tierra Santa —adonde no fue— para distraer a quienes pudieran impugnarle. Por eso le aconseja que ocupe a los «ánimos inquietos» con guerras exteriores. Su hijo seguirá el consejo, como cuentan las crónicas y podemos ver en la obra siguiente.
Enrique V contiene elementos más que suficientes para ser considerado el drama histórico más patriótico de Shakespeare. Su protagonista se permite invadir Francia y logra «reconquistarla» para Inglaterra. Alcanzar la victoria contra todo pronóstico le otorga un aura de heroísmo, y su matrimonio con la infanta francesa le da, al menos en apariencia, un toque romántico. Es la imagen triunfalista que llevó al cine Laurence Olivier en plena Segunda Guerra Mundial (1944). Sin embargo, la película de Kenneth Branagh (1989) destacó otros aspectos menos gratos, como los horrores de la guerra emprendida por el rey (véase entradilla, pág. 783). Y, si vamos al texto, podemos encontrarnos con algunas ironías nada alentadoras. Sin entrar en la cuestión de su derecho al trono de Francia, recordemos que, en la víspera de la batalla de Azincourt («Agincourt» en Shakespeare), el rey, que se ha mezclado entre la tropa disfrazado, no logra convencer a los soldados de que «su causa es justa, y su disputa, honorable». Después, su orden, dada dos veces, de que cada soldado mate de inmediato a sus prisioneros franceses hizo observar a un crítico del siglo XVIII que Enrique obraba en «vena sanguinaria», y a uno del XX le llevó a preguntarse si este rey no actuaba como un criminal de guerra. El episodio, nada cómodo para los ingleses de ánimo patriótico, fue omitido en las películas de Olivier y de Branagh, y tiende a suprimirse en el teatro.
Tras Enrique V (1599), Shakespeare solo volvió al drama histórico con Enrique VIII (1613), escrito hacia el final de su trayectoria dramática y en colaboración con John Fletcher. La obra, a diferencia de las anteriores, no trata cuestiones de legitimidad y poder, ni explora como en ellas las causas de la fuerza o debilidad de los reyes. El famoso Enrique VIII Tudor no es presentado aquí como un tirano egocéntrico, un «bruto de lo más intolerable, una deshonra de la naturaleza humana y un borrón de sangre y grasa en la historia de Inglaterra» (Dickens), pero tampoco como el rey benévolo, prudente y virtuoso que les ha parecido a algunos críticos. El tema central del drama es la ausencia de un heredero varón, resuelto feliz e irónicamente en el nacimiento de la futura reina Isabel tras haber sido repudiada Catalina de Aragón. De ahí que se haya interpretado Enrique VIII como celebración de la reforma protestante. Sin embargo, la obra es bastante más compleja de lo que parece. Algunos directores y actores han observado que, pese a su título alternativo (Todo es verdad), lo que se dice o muestra en ella es solo una apariencia de verdad. Y actualmente la crítica ha precisado que Enrique VIII es más bien una reflexión sobre los efectos de la reforma, en la cual se muestra una serie inquietante de cambios en los conceptos de verdad y lealtad, y en la que la historia es presentada como el producto de testimonios dispares e irresolubles. En su extensa edición, Gordon MacMullan revela que la obra está cargada de ironías que en su tiempo estimulaban una actitud crítica, o al menos escéptica, por parte del público; así, el elogio final de Cranmer al nacimiento de Isabel tuvo que ser irónico para el público de la época, al vincular la herencia de Isabel al rey Jacobo, quien en 1613 aspiraba a la paz y armonía entre los distintos países europeos a través de matrimonios dinásticos antes que a culminar la reforma protestante. Abordar solo una parte del reinado de Enrique y presentarla en pleno reinado de Jacobo podría sugerir que la herencia reformadora que este recibió no llegó nunca a realizarse.
Enrique VIII da fin al camino singular emprendido por Shakespeare en un género que confirma la variedad y evolución que observamos en el conjunto de su obra; un género con características propias que conviene entender y valorar en su justa medida. La crítica ha puesto en evidencia el corto alcance de la apropiación nacionalista y ha demostrado que estos dramas históricos encierran una complejidad política y gozan de una actualidad que no encontramos en otras obras del autor. Además, fuera de Inglaterra la respuesta ni es ni ha sido siempre adversa. Ya en el siglo XIX August Wilhelm Schlegel observaba que estos dramas aportan ejemplos del rumbo político del mundo que son aplicables a todos los tiempos. José Blanco White, el primer español que les dedicó atención crítica, les atribuía una clara filosofía práctica y una innegable universalidad. Y Wagner estimaba que habría que verlos cada año, especialmente por el modo en que presentan la historia como es, con todos sus horrores e incoherencias.
Como dice Dennis Kennedy, estos dramas históricos nacieron en Inglaterra, tratan de Inglaterra y pueden hablar por Inglaterra, pero han sido liberados de sus obligaciones nacionalistas. En ellos Shakespeare se nos presenta como un historiador que infunde a sus obras una visión realista y plural de una Inglaterra en la que acecha y puede triunfar el interés, lo expeditivo, el maquiavelismo y la política de los hechos. Con tal visión nos llega también un aviso, una llamada de atención que nos alerta de las realidades de la vida pública de cualquier época y país como no lo hace la tragedia.
ÁNGEL-LUIS PUJANTE

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