jueves, 17 de diciembre de 2015

Marco Valerio Marcial. Epigramas.


Marco Valerio Marcial
(Italia, 0040 dC-0104 dC)
Poeta hispanorromano, uno de los más notables escritores de epigramas satíricos de la antigüedad. Sus versos ofrecen un retrato vivo y en ocasiones nada halagüeño de la Roma imperial durante la segunda mitad del siglo I. Marcial nació en Bílbilis (Hispania) y alrededor del año 64 se fue a Roma en busca de fortuna. En esta ciudad llevó la vida de un hombre de letras itinerante y pobre. Entre sus amistades figuraban eminentes literatos y hombres de leyes, como Plinio el Joven, Juvenal y Quintiliano. Posteriormente se ganó el favor de los emperadores Tito y Domiciano, y fue nombrado miembro del orden ecuestre (una clase de ciudadanos con fortuna, al margen del orden senatorial). Su Liber spectaculorum, la obra más antigua de las que se conservan de este autor, celebra los actos de inauguración del Coliseo, presididos por Tito en el año 80. Sus Epigramas posteriores (86-102) abarcan doce volúmenes que incluyen los más de 1.500 poemas breves en los cuales se basa su fama. Los epigramas, de métrica y estrofa variable, atacan las debilidades universales, aunque en su mayoría están dirigidos a un individuo, real o imaginario, y marcados por una visión cínica de la naturaleza humana y un ingenioso y mordaz giro de la frase. Unos lamentan la mezquindad de los patronos, otros piden préstamos o favores, los dirigidos al emperador Domiciano parecen artificiales e intencionadamente halagadores. Muchos reflejan la brillante vida romana, y en ellos se pone de manifiesto la admiración de Marcial por el heroísmo del pueblo romano en los días de la República, el afecto hacia los propios amigos y su amor por la vida campestre. La mordacidad de su obra sentó las bases del epigrama moderno. Tras una estancia de treinta y cinco años en Roma, Marcial regresó a Hispania en el año 98 y murió en su tierra natal.

Comentario de: Lajime

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El epigrama, género que a veces se agrupa junto con la poesía lírica, como un subgénero de ésta, incluye las composiciones poéticas breves (generalmente entre dos y seis versos) en las que se expresa un pensamiento festivo o burlesco. Los metros son variados, aunque abunda el dístico elegíaco, una estrofa compuesta por un hexámetro y pentámetro dactílicos.

El epigrama primitivo, como indica su etimología griega (epí-, `sobre`, gramma, `escritura`) era un texto breve destinado a figurar como inscripción en un sepulcro, una base de estatua o un exvoto, aunque en su desarrollo el epigrama sirvió para expresar toda clase de temas y sentimientos, si bien los griegos alejandrinos sintieron predilección por los temas amorososEl epigrama literario alcanzó su más alta cima con Marco Valerio Marcial (40 d.C-104), que lo cultivó en exclusiva y estableció las características que hoy sirven para definirlo, superando con creces a los autores griegosMarcial escribió alrededor de 1500 epigramas, editados en quince libros, uno a uno o por grupos, precedidos de un prólogo en verso o en prosa en el que se defiende de los ataques de los autores clasicistas y retóricos, que entonces estaban de moda.

El primer libro, Liber spectaculorum, tiene por objeto los festivales circenses de Tito y Domiciano, una de las vivencias que más le atraían de Roma. Los libros XIII y XIV, Xenia y Apophoreta, recogen los epigramas utilizados para acompañar los regalos que se hacían con ocasión de las fiestas Saturnales. Los doce libros restantes son de temas variados: literatura, sociedad, temas personales, etc.

Fuente:
EPIGRAMAS
DE
MARCO VALERIO MARCIAL
Segunda edición
Texto, introducción y notas
de
JOSÉ GUILLÉN
Revisión
de
FIDEL ARGUDO
Institución «Fernando el Católico» (CSIC)
Excma. Diputación de Zaragoza
Zaragoza, 2004
Publicación número 2.388
de la Institución «Fernando el Católico»
(Excma. Diputación de Zaragoza)

William Faulkner Una fábula. Premio Pulitzer 1955.


Ésta es la verdadera historia del soldado desconocido que está enterrado en el Arco de Triunfo de París. Contada por William Faulkner. Su mujer se llamaba Magda. Los fusilaron entre dos ladrones. Resucitó. Era cabo de un regimiento francés que en la guerra de 1918 se negaba a atacar al enemigo, en un imposible intento de aplicar los principios del pacifismo en pleno campo de batalla. Una fábula, que se publicó por primera vez en 1954 y fue galardonada con el premio Pulitzer, es una de las novelas grandes de William Faulkner; y una de las visiones más cínicas, despiadadas y lúcidas que del mundo y la guerra se han dado nunca.

 

William Faulkner
Una fábula
Título original: A Fable
William Faulkner, 1954
Traducción: José Luis López
Diseño de cubierta: María Pérez-Aguilera
Editor digital: Epicureum

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Robert Penn Warren. Novela: Todos los hombres del rey. Premio Pulitzer 1947.


Robert Penn Warren (Guthrie, 24 de abril de 1905 – Stratton, 15 de septiembre de 1985) fue un poeta, novelista y crítico literario estadounidense, así como uno de los fundadores de la Nueva Crítica. Fue también miembro fundador de la Fraternidad de Escritores del Sur. Warren es la única persona que ha ganado un Premio Pulitzer en los géneros de ficción y de poesía. En 1947 ganó el Pulitzer de ficción por su novela Todos los Hombres del Rey (1946) y, posteriormente, ganó dos Premio Pulitzer de Poesía, primero en 1957 y luego en 1979.

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Willie Stark –inspirado en una figura histórica, Huey Long, el célebre y discutido gobernador populista de Louisiana– es un personaje de poderosa y compleja personalidad: orador amado por las multitudes y dictador sin escrúpulos que se mantiene en el poder mediante la corrupción y el chantaje. Robert Penn Warren ha escrito una de las grandes novelas políticas del siglo XX y una original exploración del tema inagotable del conocimiento de uno mismo, donde se entrelazan varios destinos. En el centro, Willie Stark, abogado de origen humilde que llegará a gobernador del estado, que seduce a Anne Stanton, a su hermano Adam y a Jack Burden, los insatisfechos hijos de las familias poderosas del estado. Adam Stanton es el idealista puro y Jack Burden es un desarraigado que pretende ser sólo un espectador inteligente. Todos los hombres del rey, un clásico de la literatura americana, ha inspirado dos grandes películas: la primera fue dirigida por Robert Rossen, la segunda cuenta con la dirección de Steven Zaillian, y ha sido protagonizada por Sean Penn, Jude Law y Kate Winslet.

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martes, 15 de diciembre de 2015

Barnes Djuna - El Bosque De La Noche. Prólogo de T.S. ELIOT.



 PRÓLOGO
Cuando se trata de prologar un libro de orden creativo, siempre me parece que los pocos libros que merecen ser presentados son precisamente aquellos que es impertinencia presentar. Yo he cometido ya dos impertinencias de éstas; ahora va la tercera y, si no es la última, nadie se sorprenderá más que yo. Este prólogo sólo de una manera puedo justificarlo: uno espera que los demás vean en un libro, la primera vez que lo lean, todo lo que uno ha ido viendo en él en el transcurso de una larga frecuentación. Yo he leído El bosque de la noche muchas veces, en manuscrito, en pruebas de imprenta y después de su publicación. Lo que puede hacer uno por otros lectores —suponiendo que, si leen este prólogo, lo lean al principio— es esbozar las fases más significativas de su apreciación del libro. Porque yo tardé algún tiempo en formar una apreciación de su significado en conjunto.
En una descripción de El bosque de la noche, hecha con el fin de atraer lectores a la edición inglesa, dije que «gustará especialmente a los amantes de la poesía». La frase es aceptable como síntesis publicitaria, pero quiero aprovechar esta ocasión para matizar un poco. No es mi deseo sugerir que la excelencia del libro sea eminentemente verbal y, mucho menos, que su asombroso lenguaje disimule una falta de contenido. Si el término de «novela» no está ya muy desvirtuado y si se refiere a un libro en el que se presentan unos personajes vivos, con una interrelación significativa, este libro es una novela. Yo no quiero decir que el estilo de Miss Barnes sea «prosa poética». Pero lo que sí quiero decir es que, en realidad, la mayoría de las novelas contemporáneas no están «escritas». Adquieren su parte de realidad por la minuciosa reproducción de los sonidos que hacen los seres humanos en sus simples necesidades diarias de comunicación; y la parte de la novela que no está compuesta por estos sonidos consiste en una prosa que no tiene más vida que el trabajo de un redactor periodístico o de un funcionario competente. Una prosa viva exige al lector algo que el lector de novelas corriente no está dispuesto a dar. Decir que El bosque de la noche gustará especialmente a los lectores de poesía no significa que no sea novela, sino que es una novela tan buena que sólo una sensibilidad aguzada por la poesía podrá apreciarla plenamente. La prosa de Miss Barnes tiene el ritmo propio de la prosa y un fraseo musical que no es el del verso. Este ritmo de prosa puede ser más o menos complejo o preciosista, según los fines del autor; pero, simple o complejo, es lo que imprime intensidad suprema al relato.
La primera vez que leí el libro, el primer movimiento, hasta la entrada del doctor me pareció un tanto lento y premioso. Y, durante toda la primera lectura, tuve la impresión de que únicamente el doctor daba vitalidad al libro. Y, también, el capítulo final me pareció superfluo. Ahora estoy convencido de que el último capítulo es esencial, tanto para la acción dramática como para la concepción musical. Sin embargo, lo curioso es que a medida que, en sucesivas lecturas, los otros personajes iban cobrando vida y el foco de interés se desplazaba, la figura del doctor no quedaba disminuida sino que, al ser integrada en el conjunto, adquiría un relieve diferente y una mayor trascendencia. El doctor dejaba de ser el actor brillante en una obra gris, interpretada sin gran convicción por el resto de la compañía, el actor cuya reaparición espera uno con impaciencia. Si, en la vida real, este personaje puede tender a monopolizar la conversación, matar la reciprocidad y eclipsar a las personas menos comunicativas, ello no ocurre en este libro. Al principio, sólo oímos hablar al doctor y no entendemos por qué habla tanto. Poco a poco, bajo su autocomplacencia y presunción —doctor Matthew-Poderoso-Grano-de-Sal-Dante-O'Connor— descubrimos un desesperado altruismo y una profunda humildad. Su humildad no aparece a menudo de forma meridiana como en la prodigiosa escena de la iglesia vacía, pero es lo que, en todo momento, le infunde su desvalido poder sobre los desvalidos. Sus monólogos, brillantes e ingeniosos como son, no están dictados por la indiferencia hacia otros seres humanos sino, por el contrario, por una hipersensible percepción. Cuando Nora va a visitarle por la noche (Vigilante, ¿qué me cuentas de la noche?), él, inmediatamente, advierte que lo único que puede hacer por ella («estaba irritado, porque esperaba a otra persona») —la única forma de «salvar la situación»— es hablar torrencialmente, aunque ella apenas se entera de lo que le dice sino que vuelve una y otra vez a su obsesión. Y él al final se subleva, después de haberse volcado en los demás, sin recibir a cambio el menor apoyo. Toda la gente de mi vida que me ha amargado la vida, que venía a mí para saber de la degradación y de la noche. Pero, casi siempre, él habla para ahogar el débil llanto y el gemido de la humanidad, para hacer más soportable su vergüenza y menos vil su miseria.
En verdad, un personaje como el del doctor O'Connor no podía ser el único real en una galería de muñecos: un personaje semejante necesita de otros personajes reales, aunque sean menos lúcidos, a fin de lograr su plena realidad. No hay en el libro personaje que no permanezca vivo en mi mente. Félix y su hijo son opresivamente reales. A veces, en una frase, los personajes cobran vida tan súbitamente que uno se sobresalta, como el que cree que toca una figura de cera y descubre que es un policía de carne y hueso. El doctor dice a Nora: «Yo me defendía bastante bien hasta que tú levantaste mi piedra de un puntapié y tuve que salir, todo musgo y ojos.» Robin Vote (el personaje que más nos intriga, porque lo sentimos perfectamente real, sin acabar de comprender el medio por el cual la autora consigue que la sintamos así) es la visión de un antílope bajando por una arboleda, coronado de azahar, con un velo nupcial y una pata levantada en actitud temerosa; y después tiene unas sienes como las de los venados jóvenes cuando les apunta el cuerno, como ojos dormidos. A veces, también, una situación que ya habíamos intuido se condensa bruscamente con vívido horror mediante una frase, como cuando Nora, al ver al médico en la cama, piensa: «Dios, los niños saben cosas que no pueden explicar: a ellos les gusta ver a Caperucita y al Lobo en la cama.»
El libro no es, simplemente, una colección de retratos individuales; los personajes están enlazados entre sí, como las personas de la vida real, por lo que podríamos llamar el azar o el destino más que por la elección deliberada de la compañía del otro: el foco de interés es el dibujo que forman, más que cualquier componente individual. Llegamos a conocerlos a través del efecto que surten unos en otros. Y, por último, huelga decir —aunque quizá no para el que lo lea por primera vez— que este libro no es un estudio de psicopatías. Las penas que sufren las personas por sus particulares anormalidades de temperamento son visibles en la superficie: el significado más profundo es que la desgracia y la esclavitud humanas son universales. En las vidas normales, esta desgracia queda escondida; con frecuencia, lo que es más triste, escondida para el que la padece más que para el observador. El enfermo no sabe lo que tiene; en parte, quiere saberlo, pero lo que más desea es ocultarse el conocimiento a sí mismo. Según la moral puritana que yo recuerdo, antes se suponía implícitamente que, si uno era laborioso, emprendedor, inteligente, práctico y respetuoso con los convencionalismos sociales, uno tenía una vida feliz y «provechosa». El fracaso se debía a cierta debilidad o perversidad peculiar del individuo; pero una persona «como Dios manda» no tenía por qué padecer. Ahora es más común suponer que las desgracias del individuo son culpa de la «sociedad» y que pueden remediarse por cambios del exterior. En el fondo, ambas filosofías, por distintas que aparezcan en su forma de operar, son iguales. Me parece que todos nosotros, en la medida en que nos aferramos a objetos creados y aplicamos nuestra voluntad a fines temporales, estamos roídos por el mismo gusano. Visto de este modo, El bosque de la noche adquiere un significado más profundo. Contemplar a este grupo de personas como fenómenos de feria no sólo es errar el golpe sino reafirmar nuestra voluntad y endurecer nuestro corazón en una inveterada soberbia.
Yo habría considerado el párrafo anterior impertinente y tal vez pedante para un prólogo que no tiene más ambición que la de ser una simple recomendación de un libro que admiro profundamente, si una reseña (por lo menos) de las ya aparecidas, ostensiblemente con ánimo de elogio, no pudiera inducir al lector a adoptar esta errónea actitud. Por regla general, al tratar de prevenir una mala interpretación, se corre el peligro de suscitar otra falsa apreciación imprevista. Ésta es una obra de imaginación creativa, no un tratado filosófico. Como digo al principio, me parece una impertinencia el mero hecho de presentar este libro; y el haber leído un libro muchas veces no necesariamente te infunde el conocimiento adecuado de lo que debes decir a los que todavía no lo han leído. Lo que yo pretendo es dejar al lector en disposición de descubrir la excelencia de un estilo, la belleza de la frase, la brillantez del ingenio y de la caracterización y un sentido del horror y de la fatalidad digno de la tragedia isabelina.

1937                                                                                                                                            
 T. S. ELIOT
Fuente:
 Título original: Nightwood 
Traducción: Ana Mª de la Fuente

© Djuna Barnes, 1936, 1951
© Editorial Seix Barral, S. A.
© RBA Editores, S. A., 1993, por esta edición
Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona

Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Enric Satué
Ilustración cubierta: Joan Garrigosa

ISBN: 84-473-0037-4
Depósito Legal: B. 11.588-1993
Impresión y encuadernación:
LITOGRAFÍA ROSES, S. A. Progrés, 54-60.
Polígono Industrial La Post. 08850 Gavà (Barcelona)


Impreso en España — Printed in Spain


Edición digital: Octubre 2007
Scan: Adrastea . Corrección: Unamas
 A Peggy Guggenheim
y John Ferrar Holms

lunes, 14 de diciembre de 2015

Thornton Wilder. Novela: El puente de San Luis Rey. Premio Pulitzer 1928.


El autor norteamericano Thornton Wilder nació en 1897 y murió en 1975. Se graduó en 1912 y posteriormente estudió arqueología en Roma. Dio clases de literatura y sobre los clásicos en la Universidad de Chicago. Publicó su primera novela, La cábala, en 1926. Su obra más popular El puente de San Luis Rey (Premio Pulitzer) lo consagró como novelista y de ella se realizaron adaptaciones cinematográficas y televisivas. Obtuvo el premio Pulitzer por dos de sus libros Our town y The skin of our teeth. Con la novela El octavo día ganó el Nacional BookAward en 1968.

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El puente de San Luis Rey`, novela por la que Thornton Wilder ganó el premio Pulitzer en 1927, es una obra de peso en la literatura americana. Pero fue Tony Blair, el primer ministro británico, el que propició su adaptación al cine al citar el libro en el funeral por las víctimas del atentado de las Torres Gemelas de Nueva York. El gesto impulsó que fuese llevado a la pantalla, con un reparto que encabeza Robert de Niro.El relato se sitúa en el Perú colonial de 1740 y narra el proceso inquisitorial que se sigue por la muerte de cinco personas en el derrumbe de un puente. Una época y un lugar que parecen lejos de nuestro tiempo, pero una historia que se hace próxima a nosotros, al tratar de una tragedia, del destino y del dolor. Ese puente del título evoca, en realidad, al lazo de amor que ha de unir la tierra de los vivos y la de los muertos. Hay, incluso, en el original una frase tan actual como: «Torres están cayendo en todo momento sobre la gente de bien».El libro cautivó nada más leerlo a Mary McGuckian, directora irlandesa conocida hasta ahora por `Best`, biografía del futbolista George Best. Compró los derechos para llevarlo al cine y ha tardado 10 años en conseguirlo. De hecho, no lo hubiera logrado de no haber contado con la ayuda involuntaria de Tony Blair. No ha sido, con todo, la primera vez que la obra de Wilder llega a la pantalla, ya que se ha adaptado dos veces antes, por Charles Bravin, en 1929, y por Rowland V. Lee, en 1944. Siempre con el mismo título y con escaso éxito. La obra también ha sido llevada al teatro y se ha podido ver su adaptación, a cargo de Irina Brook, en el marco del Festival de Otoño de Madrid de este año.

Fuente:
Editorial: The Archer. Año 1950.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Louis Bromfield (EEUU, 1896-1956).Novela: LA SEÑORA PARKINGTON. Premio Pulitzer 1927.


Louis Bromfield (EEUU, 1896-1956)
Novelista y filósofo naturalista estadounidense, que en sus obras defiende el individualismo y ataca el efecto deshumanizador de la industrialización. En los comienzos de su carrera, fue uno de los novelistas más respetados del momento, pero esta consideración disminuyó cuando empezó a cultivar una expresión ensayística de su creencia en el enraizamiento de los valores humanos con la tierra. Su novela Principios de otoño (1926) ganó el Premio Pulitzer.
Bromfield nació en Mansfield (Ohio), hijo de un granjero. Estudió en la Universidad de Columbia pero la abandonó para alistarse en el Ejército francés al estallar la I Guerra Mundial. Francia le concedió la Medalla del Honor por sus dos años de servicio como conductor de ambulancias. Después de la guerra obtuvo el título honorífico de la Universidad de Columbia para estudiantes que habían servido en la guerra y empezó a trabajar como periodista. Generalmente se considera la serie de cuatro novelas conocida como Huida, la mejor parte de la producción de Bromfield, que se refería a ellas como novelas panel, porque presentaban personajes, temas y ambientes relacionados entre sí. En todas, El árbol de Green Bay (1924), Procesión (1925), Principios de otoño (1926) y Una buena mujer (1927), aparecen mujeres fuertes que oponen sin éxito su valor como personas a un sistema de valores basado en el materialismo.
En 1938, Bromfield, que había estado trabajando como corresponsal en Francia desde 1925, regresó a Ohio y compró tres granjas devastadas para recuperarlas. Abandonó la ficción y dedicó todos sus esfuerzos a contar su vida de granjero. La crítica consideró este cambio de dirección como una incapacidad de Bromfield para desarrollar el talento que se intuía en sus primeras obras de ficción. Nunca volvió a tener el éxito, ni crítico ni comercial, de las primeras novelas.
Entre el resto de sus novelas están La granja (1933), crónica de cien años en una granja de Ohio, y Vinieron las lluvias (1937), situada en la costa de la India. Lo más destacado de su producción al margen de la ficción está en El valle amable (1945), sobre su experiencia en las granjas, y Al grano, un ataque filosófico contra los valores materialistas.
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En La señora Parkington nos encontramos en los años siguientes al crack del 29. En Manhattan, en una gran mansión viven los Parkington, una familia que adolece de multitud de pecados, pues quien no está bajo un soporífero aburrimiento, se ha casado mal, o bien ha hecho inversiones que no han dado ningún fruto. Pero si algo une a la familia es la espera de la muerte de la matriarca de la familia: Susie Parkington, que tiene ochenta y cuatro años y una salud envidiable, que quizás le venga por no haber estado siempre en una familia acomodada, sino haber sido camarera en Nevada. La única esperanza de la familia, según Susie, es su bisnieta Janie, que parece la única que puede acabar con toda una generación de Parkington con malas decisiones.
Fuente:
LOUIS BROMFIELD
LA SEÑORA PARKINGTON
Título original: Mrs. Parkington
Publicado por primera vez en 1942.
Publicado en Gran Bretaña por Cassell, 1944.
Publicado en Penguin Books en 1959.
Edición en formato digital: abril de 2013
2013, Random House Mondadori, S. A.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Sinclair Lewis.Novela.Doctor Arrowsmith


Novelista estadounidense muy imitado por escritores posteriores, tanto en su estilo naturalista como en su temática. Lewis cambió la tradicional visión romántica y complaciente de la vida estadounidense por otra mucho más realista, e incluso amarga. Nació en Sauk Center (Minnesota), el 7 de febrero de 1885 y estudió en la Universidad de Yale. De 1907 a 1916 trabajó como reportero y editor literario.
Lewis murió cerca de Roma, el 10 de enero de 1951. Su obra póstuma, World too Wide, Este Inmenso Mundo (1951), sigue el sistema jamesiano de estudiar a los estadounidenses sobre un fondo europeo. En 1952 se publicó De Calle mayor a Estocolmo, una selección de las cartas escritas por este autor de fama internacional. Aunque por lo general desdeñaba los premios literarios y rechazó el Premio Pulitzer en 1926 por El doctor Arrowsmith, Lewis aceptó el Premio Nobel de Literatura en 1930, convirtiéndose en el primer escritor estadounidense que obtuvo este importante galardón.

Motivaciones de la Academia Sueca para el otorgamiento del premio Nobel de literatura: «por su arte vigoroso y gráfico de la descripción y su capacidad para crear, con ingenio y humor, nuevos tipos de personajes»

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El libro recorre la vida de Martin Arrowsmith, un tipo bastante común que entra en contacto con la medicina a los catorce años como asistente del médico en su ciudad natal. Lewis narra de manera brillante el mundo de la investigación, y de las compañías farmacéuticas, así como las modestas ambiciones de muchos hombres y mujeres que tienen una gran vocación. Describe magistralmente muchos aspectos del mundo de la medicina, desde la formación hasta las consideraciones éticas, y nos muestra, con un tono satírico, las envidias, presiones y negligencias que a veces van asociadas a ese mundo.
 Sinclair Lewis

Doctor Arrowsmith
 Título original: Arrowsmith
© 1925 by Harcourt Brace Company, copyright renewed 1953 by Michael Lewis
© de la traducción: José Manuel Álvarez Flórez
Edición en ebook: mayo de 2013
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
 ISBN DIGITAL: 978-84-15564-83-6

jueves, 10 de diciembre de 2015

Edna Ferber. Novela: Así de grande. Premio Pulitzer 1924.


Edna Ferber (Kalamazoo, 1887 - Nueva York, 1968) fue una escritora y dramaturga estadounidense. Independiente y enérgica figura feminista «avant la lettre», fue autora de novelas y obras teatrales de tono sentimental y romántico muy apreciadas por el gran público.
Después de una breve experiencia periodística, de la que extrajo valiosos motivos de inspiración para sus historias sobre la pequeña y media burguesía estadounidense, debutó en 1908 con la publicación de una serie de relatos centrados en Mrs. McChesney, una ambiciosa mujer de negocios, que le valió una gran popularidad.
Sus raíces profundas en el Medio Oeste y el amor por su gente y por su tierra, son algunos de los elementos inspiradores de su narrativa, caracterizada por un lúcido análisis de las tensiones sociales.
Cabe destacar obras como Dawn O`Hara (1911), Emma McChesney y Co. (1915), Gigolo (1922), ¡Así de grande! (So big, 1924) -que le mereció el Premio Pulitzer-, Teatro flotante (Show boat, 1926) -la obra por la que es más recordada, que inspiró el musical del mismo nombre-, Cimarron (1929), Saratoga Trunk (1941), Giant (1952), Ice palace (1958).
A partir de sus obras se realizaron célebres versiones cinematográficas.

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Segunda nota biográfica.
Edna Ferber
(Kalamazoo, 1887 - Nueva York, 1968)

Escritora y dramaturga estadounidense. Independiente y enérgica figura feminista «avant la lettre», es autora de novelas y obras teatrales de tono sentimental y romántico muy apreciadas por el gran público. Después de una breve experiencia periodística, de la que extrajo valiosos motivos de inspiración para sus historias sobre la pequeña y media burguesía estadounidense, debutó en 1908 con la publicación de una serie de relatos centrados en Mrs. McChesney, una ambiciosa mujer de negocios, que le valió una gran popularidad. Sus raíces profundas en el Medio Oeste y el amor por su gente y por su tierra, son algunos de los elementos inspiradores de su narrativa, caracterizada por un lúcido análisis de las tensiones sociales y dominada por un aliento épico. Es autora de obras tan conocidas como Cimarron (1930), Gigante (1950) o ¡Así de grande!, con la que obtuvo el Pulitzer.

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So Big, ¡Así de grande!, es el apodo cariñoso que Selina Peake DeJong le puso a su hijo, Dirk, al que, como toda madre orgullosa, preguntaba: «¿Cómo de grande es mi niño?».
Esta mujer tenaz y luchadora es la verdadera protagonista de la novela. Siendo muy joven, tras la muerte de su padre, se instalará en una comunidad agrícola de origen holandés, cercana a Chicago, en la que el papel de las mujeres estaba alejado del trabajo del campo, al que sin embargo ella dedicará su vida al quedarse viuda. Selina sacrificará sus sueños para que su hijo pueda tener la vida que ella anhelaba, una vida plena dedicada a la creación.
Selina DeJong encaja perfectamente en el perfil feminista de las obras de Edna Ferber, que se manifiesta en el deseo de afirmación y autonomía de los personajes femeninos que creó, y refleja los ideales que compartió la propia autora durante toda su vida.

Fuente:

Título original: So Big
Edición en ebook: marzo de 2015
Corrección ortotipográfica: Toni Montesinos y Ana Patrón
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Edith Wharton (1862-1937). Novela: La edad de la inocencia.


Edith Wharton (1862-1937) fue una escritora estadounidense galardonada con el Premio Pulitzer, en cuyas novelas describe las numerosas contradicciones de una sociedad atrapada en el desapasionamiento de la época victoriana.

Edith Newbold Jones nació en Nueva York y recibió una educación privada. En 1885, se casó con el banquero Edward Wharton, de quien se divorció en 1913. Durante la década de 1890 escribió relatos para `Scribner`s Magazine`, y en 1902 publicó una novela histórica titulada `El valle de la decisión`. Su fama literaria se consolidó finalmente con `La casa de la dicha` (1905), una obra que, como muchas de sus novelas posteriores, está poblada de personajes pertenecientes al cerrado y artificioso mundo social en el que ella misma había nacido. En 1907, se estableció definitivamente en Francia.

Su novela corta `Ethan Frome`, una trágica historia de amor entre personas corrientes ambientada en Nueva Inglaterra, se publicó en 1911. En opinión de muchos críticos, este libro alcanza, por su sencillez, una universalidad que no tienen sus novelas de sociedad. Posteriormente, Wharton produjo un gran número de novelas, libros de viajes, relatos (entre los que destacan algunos cuentos de fantasmas memorables) y poemas. Otras novelas dignas de mención son `Las costumbres del país` (1913), `La edad de la inocencia` (1920, Premio Pulitzer en 1921), y cuatro novelas cortas agrupadas en `Vieja Nueva York` (1924).

Cuatro de sus novelas fueron llevadas con éxito al teatro. En 1993, Martin Scorsese estrenó una versión cinematográfica de `La edad de la inocencia` que vino a despertar de nuevo el interés por la obra de Wharton. La novela se convirtió en un bestseller y otras alcanzaron también gran popularidad, lo que animó a los editores a publicar dos novelas inéditas hasta la fecha: `Atado y suelto`, su primera novela, y `Los bucaneros`, su última e inacabada historia.

Wharton, que en 1924 se convirtió en la primera mujer merecedora de un título honorario de la Universidad de Yale, ofreció una visión irónica y desapegada de la sociedad victoriana. Al igual que su amigo Henry James, que ejerció una importante influencia en su obra, Wharton demostró su preocupación por el sutil juego de las emociones en una sociedad que censuraba la libre expresión de sentimientos. Su conocimiento del conflicto de valores en este medio artificial confiere a sus historias una intensidad casi trágica.
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Una viva descripción de los usos, costumbres y moralidad de la sociedad norteamericana de los años 1870. Una novela social. Pero más allá de ello, La edad de la inocencia es también una novela psicológica. En efecto, por una parte conocemos ese mundo, su manera de vivir, su sentido de solidaridad, sus casas, sus salones, sus fiestas, sus comidas y, por sobre todo, sus convenciones sociales. Pero, por otra parte, nos adentramos también en los caracteres de los protagonistas, personas de carne y hueso que aman, ríen y sufren, y conocemos sus sentimientos, su modo de ser, la intimidad de su alma.
A ese mundo se incorpora Ellen. Es una joven inquietante que regresa de Europa después de separarse de su marido. La larga ausencia de su país natal la ha convertido en una persona diferente y no le será fácil -con toda su independencia y su osadía- incorporarse en la sociedad neoyorquina, donde se encontrará con su joven prima May y su prometido Archer. Un mundo amable, donde aparentemente no existen problemas ni contratiempos, una sociedad que vive sin darse cuenta de que su fin está cerca, pero, aun con sus muchos defectos y prejuicios, una sociedad que valora el sentimiento del honor y del deber.

Fuente:
Editorial Archer, 1950.  Buenos Aires, Argentina.

martes, 8 de diciembre de 2015

Harper Lee (EEUU, 1926) - Novela: Matar a un ruiseñor.


Harper Lee
(EEUU, 1926)
Novelista estadounidense galardonada con el Premio Pulitzer. Nació en Monroeville (Alabama), y estudió en las universidades de Alabama y Oxford. Tras un periodo como empleada en las oficinas de una compañía aérea en Nueva York, decidió dedicarse a la literatura. Su primera y única novela fue Matar un ruiseñor (1960), por la que en 1961 obtuvo el Premio Pulitzer.

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Matar a un ruiseñor.

Ambientada en los años 30, con elementos autobiográficos de la autora, y en una población sureña ficticia de Alabama, Maycomb, “Matar a un ruiseñor” (1960) narra, desde el punto de vista de una niña de nueve años llamada Scout, la historia de su padre, el respetado abogado Atticus Finch, encargado de defender a un hombre negro llamado Tom Robinson acusado de violar a una muchacha blanca de nombre Mayela Ewell.
Narrado en primera persona y en flashback la novela es un libro antiracista que, juntos a la
dramatización de sus asuntos sociales, con un miramiento a un sistema de justicia en una época llena de desigualdades y prejuicios, en especial en una pequeña comunidad que termina por arrinconar y juzgar a los diferentes, los buenos e inocentes (simbolizados con la imagen alegre y sencilla del ruiseñor), como así son Tom Robinson o el misterioso Boo Radley, también aborda el asunto del aprendizaje moral, el crecimiento personal y la confrontación clásica entre el bien y el mal, expresando los hechos de una forma afectiva, humorística, nostálgica y crítica.

En 1962 la novela fue llevada al cine. Horton Foote obtuvo un Oscar por el guión y Gregory Peck por su interpretación de Atticus.

Original title: To kill a Mockingbird
Traducción de Baldomero Porta
Plaza & Janes Editores S.A.
Junio de 1994


lunes, 7 de diciembre de 2015

John Dickson Carr. Novela: El que susurra (He Who Whispers).


John Dickson Carr (30 de noviembre de 1906 – 27 de Febrero de 1997) fue un escritor norteamericano de novelas policíacas. Además de firmar mucho de sus libros, también los seudónimos Carter Dickson, Carr Dickson y Roger Fairbairn. Pese a su nacionalidad, Carr vivió durante muchos años en Inglaterra y a menudo se le incluye en el grupo de los escritores británicos de la edad dorada del género. De hecho la mayoría, pero no todas, de sus obras tienen lugar en Inglaterra. De hecho sus dos más famosos detectives son ingleses: Dr. Fell y Sir Henry Merrivale. Se le considera el rey del problema del cuarto cerrado (parece que debido a la influencia de Gaxton Leroux, otro especialista en ese subgénero). De entre sus obras, The Hollow man (1935) fue elegida en 1981 como la mejor novela de cuarto cerrado de todos los tiempos. Durante su carrera obtuvo dos premios Edgar, uno en 1950 por su biografía de Sir Arthur Conan Doyle y otro en 1970 por su cuarenta años como escritor de novela policíaca.


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El que susurra (He Who Whispers) es una novela de vampiros del escritor norteamericano John Dickson Carr, publicada en 1946. El que susurra mezcla dos géneros en apariencia irreconciliables: el cuento de vampiros y el relato de detectives. John Dickson Carr inicia su novela narrando un crimen aberrante, que indica un origen sobrenatural, quizás un vampiro que recorre la ciudad al amparo de la noche, para luego desentrañar el misterio y echar una luz racional sobre los móviles del crimen, menos relacionados con el vampirismo que con los ejemplos habituales de una psiquis perturbada.

 

  John Dickson Carr

 El que susurra
Título original: He Who Whispers
John Dickson Carr, 1946
Traducción: Clara de la Rosa

 Retoque de portada: alnoah y Piolin

 
CAPÍTULO PRIMERO
UNA cena en el Murder Club[1] —nuestra primera reunión en más de cinco años— tendrá lugar en el Restaurante de Beltring el viernes 19 de junio a las 8.30 p, m. El orador será el profesor Rigaud. Hasta ahora no se han admitido invitados, pero si usted, mi querido Hammond, quisiera venir como mi convidado…

  Eso, pensó él, era un signo de los tiempos.
  Cuando Miles Hammond, que venía por la avenida Shaftesbury, dobló en Dean Street, caía una ligera lluvia, mejor dicho una llovizna pegajosa. Aunque mal se podía calcular, dada la oscuridad del cielo, serían aproximadamente las nueve y media, Estar invitado a una cena del Murder Club y llegar allí casi con una hora de retraso, era algo más que una simple descortesía, por buenas que fuesen sus razones; su tardanza era de un infernal e imperdonable descaro.
  Sin embargo, Miles Hammond se detuvo al llegar al primer recodo en donde Romilly Street se prolonga hasta los arrabales de Soho. Era un signo de los tiempos aquella carta que tenía en su bolsillo. Un signo de este año de mil novecientos cuarenta y cinco en que la paz se insinuaba sobre Europa, y para la cual él no estaba preparado.
  Miles miró a su alrededor en la esquina de Romilly Street: tenía a su izquierda la pared del costado este de la iglesia de Santa Ana. El muro gris, con su gran ventana redonda, se elevaba casi intacto; pero no había vidrios en la ventana, y nada había detrás, excepto una torre grisácea que se divisaba a través de aquélla. En el sitio donde los fuertes explosivos habían hecho grandes destrozos a lo largo de Dean Street, formando un caos con los entarimados de las casas, las ristras de ajo arrojadas a la calle, los vidrios rotos y el polvo de las bombas, se había construido ahora un limpio depósito de agua, rodeado de alambre de púas para que los niños no se cayeran y se ahogaran. Pero bajo la lluvia murmurante quedaban las cicatrices. En la pared este de Santa Ana, exactamente debajo del vano de aquella ventana, había una placa conmemorativa del sacrificio de los que murieron durante la última guerra.
¡Irreal!
No, se dijo a sí mismo Miles Hammond, de nada servía calificar este sentimiento de morboso, imaginario o producido por el estado nervioso de la guerra. Su vida entera, ahora, tanto en la buena como en la mala fortuna, era irreal.
Hacía largo tiempo que había ingresado en el ejército, con la sensación de que se desmoronaban sólidas paredes y de que, de cualquier forma, había que hacer algo. Sin heroísmo, se envenenó con los gases tóxicos desprendidos de los tanques, que son tan mortales como todo cuanto arroja el enemigo. Durante dieciocho meses estuvo postrado en una cama de hospital, entre ásperas sábanas blancas, mientras las horas pasaban con tanta lentitud que se perdía la noción del tiempo. Cuando los árboles recuperaron una vez más sus hojas, le comunicaron que el tío Charles había muerto, tan cómodamente como había vivido, en un seguro hotel de Devon, y que él y su hermana habían heredado todo.
¿Le había molestado siempre no tener dinero? Ahora tenía cuanto podía desear.
¿Le había agradado siempre aquella casa de la New Forest, con la biblioteca del tío Charles incluso? ¡Era suya!
Aun más que por estas cosas, ¿lo había anhelado para verse libre de la sofocación de la muchedumbre, de la fuerte opresión de los seres humanos tal como la presión física de los viajeros atestados dentro de un ómnibus? ¿Podía ahora verse libre de reglamentaciones, con espacio para moverse y volver a respirar? ¿Para tener libertad de leer y soñar, sin la sensación del deber para con alguien o para con todos? Todo esto también sería posible si de una vez terminara la guerra.
Entonces, boqueando hasta los últimos momentos como un Gauleiter que traga veneno, la guerra había terminado. Miles salió del hospital, un poco débil, con su licencia militar en el bolsillo, encontrándose con un Londres todavía oprimido por las privaciones; un Londres con largas colas, con ómnibus desorganizados, con fondas vacías; un Londres en el que se encendían las luces de las calles e inmediatamente se las apagaba para economizar combustible, pero un Londres al fin libre del peso intolerable de las amenazas.
La gente no celebró aquella victoria histéricamente como a los periódicos, por una razón u otra, les agrada decirlo. Los noticieros presentaron sólo una migaja de la inmensa superficie de la ciudad. Miles Hammond pensaba que, como él, la mayor parte de la gente se sentía un poco apática porque aún no podía creer que fuera cierto.
Pero algo se despertó en lo más hondo de los corazones de los seres humanos cuando los resultados del cricket reaparecieron en los periódicos y las cuchetas desaparecieron del subterráneo. Hasta las instituciones de tiempos de paz como el Murder Club…
—¡Así no se va a ninguna parte! —dijo Miles Hammond, al encajarse sobre los ojos el sombrero que chorreaba, y dobló a la derecha por Romilly Street en dirección al restaurante de Beltring. Ahí estaba, a la izquierda, con sus cuatro pisos otrora pintados de blanco y aún ligeramente blanquecinos en la penumbra. A lo lejos, un ómnibus tardío retumbaba en Cambrigde Circus haciendo trepidar la calle. Las ventanas iluminadas hacían frente a la llovizna que parecía golpear allí más ruidosamente. Como en los mejores tiempos, estaba el botones uniformado a la entrada del restaurante de Beltring.
Pero no se entraba por la puerta del frente para asistir a una cena del Murder Club. Había que dar vuelta en la esquina hasta la entrada lateral de Greek Street. Pasando una puerta baja, y subiendo un tramo de escalera cubierto por gruesa alfombra (según la leyenda popular, ésta fue antaño la discreta vía de entrada de la realeza) , se llegaba a un corredor del piso alto que tenía a su largo las puertas de las habitaciones privadas.
A mitad de camino, mientras subía la escalera, Miles Hammond tuvo un momento de verdadero pánico al oír apenas aquel murmullo amortiguado, característico de un restaurante alegre.
Esa noche estaba invitado por el doctor Gideon Fell, pero a pesar de ser un invitado, no dejaba de ser un extraño.
La leyenda de este Murder Club se hizo tan famosa como las hazañas de aquel vástago de la realeza cuya escalera privada Miles ascendía ahora. El número de miembros del Club se limitaba a trece: nueve hombres y cuatro mujeres. Los nombres de sus socios eran famosos en leyes, en literatura, en ciencias y en arte. Algunos tanto más célebres cuanto que lo eran sin pretensiones. El juez Coleman era socio, también lo eran el toxicólogo doctor Banford, el novelista Merridew y la actriz Ellen Nye.
Antes de la guerra acostumbraban a reunirse cuatro veces al año, en dos habitaciones privadas del Restaurante Beltring, siempre reservadas para ellos por el mayordomo Federico; había una exterior, con un bar improvisado, y otra interior para la cena. En la última, en la que Federico, en esas ocasiones, colgaba siempre en la pared el grabado de una calavera, estos hombres y mujeres, tan solemnes como criaturas, permanecían hasta altas horas de la noche discutiendo casos criminales que habían llegado a ser clásicos.
Con todo, aquí estaba él, Miles Hammond…
¡Calma!
Ahí estaba él, un extraño, casi un impostor, con su sombrero e impermeable empapados, que goteaban al subir la escalera de un restaurante en el que antes rara vez había podido permitirse el lujo de comer. Llegaba escandalosamente tarde y se sentía muy desaliñado y mísero, dándose ánimos a sí mismo para enfrentar los estirados cuellos e inquisitivas cejas que…
¡Cálmate, condenado!
Debió recordar que una vez, en los lejanos y confusos días anteriores a la guerra, hubo un estudioso llamado Miles Hammond, último de una larga línea de antepasados académicos, entre ellos su tío, Sir Charles Hammond, que acababa de morir. Un estudioso llamado Miles Hammond había ganado el premio Nobel de Historia en mil novecientos treinta y ocho. Y esta persona, cosa sorprendente, era él. No debía permitir que la enfermedad carcomiera sus nervios. ¡Tenía todo el derecho de estar ahí! Pero el mundo siempre varía, cambiando de forma, y la gente olvida con suma facilidad.
Con esta cínica disposición de ánimo Miles llegó al vestíbulo del piso alto en el que luces discretas, bajo cristales opacos brillaban sobre las puertas de caoba lustrada; todo estaba desierto y sosegado, sólo se oía un lejano murmullo de conversación. Podría haber sido el restaurante de Beltring de antes de la guerra. Sobre una puerta había una señal luminosa que decía «Guardarropa de Caballeros»; ahí dentro colgó su sombrero y su abrigo. De allí, a través del vestíbulo, miró hacia una puerta de caoba con la placa «Murder Club».
Miles abrió la puerta y se detuvo bruscamente.
—Quién… —Una voz femenina, en la que se notaba cierta alarma, le interpeló de pronto antes de recuperar su tono suave y habitual.
—Discúlpeme —agregó insegura—, ¿quién es usted?
—Busco el Murder Club —respondió Miles.
—Sí, por supuesto. Solamente…
Algo ocurría allí; algo muy raro.
Una joven, de vestido blanco de baile, estaba parada en medio de la habitación exterior. Su traje se destacaba sobre la gruesa alfombra oscura. El cuarto se iluminaba poco a través de las pantallas amarillentas; los pesados cortinajes con adornos dorados, estaban corridos sobre las ventanas que miran a Romilly Street; una mesa larga cubierta de blanco mantel había sido arrimada delante de estas ventanas para utilizarla como bar; una botella de jerez, una de ginebra y otra de bítter habían sido colocadas junto a una docena de pulidos vasos sin usar. A excepción de la joven, nadie había en la habitación.
Miles observó a su derecha, en la pared, una puerta doble, parcialmente abierta, que comunicaba con la habitación interior. Alcanzaba a ver una gran mesa redonda dispuesta para la cena, con algunas sillas colocadas inflexiblemente a su alrededor. La fulgurante platería estaba arreglada con la misma tiesura; la decoración de la mesa eran unas rosas, que formaban un dibujo escarlata junto a los helechos verdes sobre el blanco mantel; las cuatro velas estaban apagadas. Más allá, sobre la chimenea, pendía grotescamente el grabado con la calavera, indicador de que el Murder Club estaba en sesión.
Pero el Murder Club no sesionaba. Por otra parte, no había nadie ahí.
Miles notó entonces que la joven se había adelantado.
—Lo siento mucho —dijo ella con voz baja y vacilante, infinitamente encantadora, que templó su corazón, habituado a oír los placenteros tonos profesionales de las enfermeras—. Fue muy descortés de mi parte gritar así.
—¡Absolutamente! ¡Absolutamente!
—Yo…, yo creo que deberíamos presentarnos. —Alzó la vista—. Soy Bárbara Morell.
¿Bárbara Morell? ¿Bárbara Morell? ¿Cuál de las celebridades podía ser ésta?
Era joven y tenía ojos grises; se observaba, sobre todo, su extraordinaria vivacidad, su vitalidad, en un mundo medio desangrado por la guerra; lo demostraba en el brillo de sus ojos grises, en el porte de la cabeza, en la movilidad de los labios y en el ligero tono sonrosado de la piel de su rostro, de su cuello y de sus hombros, sobre el vestido blanco. ¿Cuánto tiempo hacía —pensó él— que no veía una joven en traje de baile?
Y frente a ello, ¡qué adefesio debía de parecer él! En la pared, entre las dos ventanas que miraban hacia Romilly Street, colgaba un espejo largo. Miles podía ver oscuramente reflejada la espalda del vestido de Bárbara Morell, interrumpida en la cintura por la mesa del bar, y el blando rodete que había formado con su suave cabello rubio ceniciento. Por sobre el hombro de ella se reflejaba su propio semblante enfermizo, amargado e irónico, con los pómulos prominentes bajo sus alargados ojos castaños rojizos; los hilos grises de su cabello le hacían aparentar más de cuarenta años en lugar de sus treinta y cinco, tal como un Carlos II intelectual y, ¡por Dios!, no más atrayente.
—Yo soy Miles Hammond —le dijo, y buscó desesperadamente a su alrededor a alguien con quien disculparse por su demora.
—¿Hammond? —Ella hizo una ligera pausa y sus ojos grises bien abiertos se fijaron en él—. ¿Entonces no es usted socio del club?
—No. Soy un invitado del doctor Gideon Fell.
—¿Del doctor Fell? ¡Yo también! Tampoco soy socia. Pero esto es justamente el inconveniente. —Bárbara Morell extendió sus manos—. Ni un solo socio ha aparecido esta noche. Todo el club ha… desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí.
Miles miró fijamente alrededor de la habitación.
—No hay nadie aquí —explicó la joven—, excepto usted, yo y el profesor Rigaud. Federico, el mayordomo, está casi frenético, y en cuanto al profesor Rigaud… ¡Bueno! —Se interrumpió—. ¿De qué se ríe?
Miles no había pensado en reír; en ningún caso, se dijo, esto podía llamarse risa.
—Le pido que me disculpe —se apuró a decir—. Solamente estaba pensando…
—¿Pensando en qué?
—Bueno, durante años los miembros de este club se han reunido con un orador diferente en cada sesión para que les refiera la historia íntima de algún horror célebre. Discuten el crimen, gozan con él y hasta, como símbolo, cuelgan el cuadro de una calavera en la pared.
—¿Y?
Miles observaba el arranque del cabello de la joven, de un rubio tan ceniciento que parecía casi blanco, partido en el medio de una manera que a él le parecía anticuada. Se encontró con los ojos grises que se alzaban con sus oscuras pestañas y los puntos negros del iris. Bárbara Morell juntó sus manos, tenía una manera vehemente, muy halagadora para los nervios cicatrizados de un hombre convaleciente, de prestar toda su atención, de aparentar que tomaba en cuenta cada palabra que se pronunciaba.
Él sonrió burlonamente.
—Sólo pensaba —respondió—, que sería un éxito de sensacionalismo si, en la noche de esta reunión, cada miembro del club desapareciera misteriosamente de su casa, o si cada uno fuese encontrado, al sonar el reloj, sentado tranquilamente en su casa con un cuchillo clavado en la espalda.
La tentativa de broma tuvo poco éxito. Bárbara Morell cambió ligeramente de color.
—¡Qué idea horrible!
—¿Le parece? Lo siento. Sólo quise…
—¿Por casualidad escribe usted cuentos policiales?
—No, pero leo muchos. Bueno, es decir…
—Esto es serio —le aseguró ella con ingenuidad infantil y hasta un subido color en el rostro—. Después de todo, el profesor Rigaud ha venido de muy lejos para narrarles este caso, este crimen de la torre, y ¡lo tratan así! ¿Por qué?
Suponiendo que hubiese sucedido algo… Sería increíble, fantástico; sin embargo, cualquier cosa parecería posible cuando toda la noche era irreal. Miles volvió a la realidad.
—¿No podemos hacer algo para saber qué ha pasado? —preguntó—. ¿No podemos telefonear?
—¡Han telefoneado!
—¿A quién?
—Al doctor Fell, el secretario honorario; pero no hubo contestación. El profesor Rigaud está tratando ahora de comunicarse con el presidente, ese juez Coleman…
Fue evidente, no obstante, que no pudo comunicarse con el presidente del Murder Club. La puerta del vestíbulo se abrió con una amortiguada explosión y el profesor Rigaud entró.
Georges Antoine Rigaud, profesor de literatura francesa en la Universidad de Edimburgo, tenía un salvaje balanceo felino en su porte; era bajo y grueso; estaba inquieto y desarreglado desde el lazo de la corbata y su brilloso traje oscuro hasta sus zapatos de puntas cuadradas. Su cabello aparecía muy negro sobre las orejas, en contraste con la amplia cabeza calva y la tez ligeramente purpurina. Por lo general, el profesor Rigaud variaba entre una portentosa vehemencia de maneras y una risita expansiva que mostraba el brillo de un diente de oro.
Pero ahora no demostraba ninguna expansión. La delgada armazón de sus lentes y el parche de su bigote negro parecían temblar de rígida indignación. Su voz era áspera y ronca, su inglés casi sin acento. Tendió una mano con la palma para afuera.
—Por favor no me hable —dijo.
Sobre el asiento de una silla de brocado rosado, junto a la pared, había un sombrero oscuro, blando, de ala caída, y un grueso bastón de puño curvo. El profesor Rigaud se inclinó lanzándose sobre ellos. Su aspecto denotaba ahora una gran tragedia.
—Durante años —dijo antes de enderezarse—, me han pedido que viniera a este club. Les decía: ¡no, no y no!, porque no me agradan los periodistas. «No habrá periodistas», me dicen, «para repetir lo que usted diga». «¿Me lo prometen?», pregunto. «¡Sí!», me dicen. Ahora me he venido desde Edimburgo. Y tampoco pude conseguir coche-dormitorio en el ferrocarril a causa de las «prioridades». —Se irguió y sacudió en el aire un voluminoso brazo—. ¡Esta palabra prioridad es una palabra que apesta en las narices de los hombres honestos!
—Eso, eso, eso —dijo Miles con fervor.
El profesor Rigaud dominó su indignación mirando fijamente a Miles con severos ojitos relucientes, detrás de la delgada armazón de sus lentes.
—¿Está de acuerdo, amigo?
—¡Sí!
—Es muy amable. ¿Usted es…?
—No. —Miles contestó a su muda interrogación—. No soy un socio ausente del club. Soy, también, un invitado. Me llamo Hammond.
—¿Hammond? —repitió el otro, animada su mirada por el interés y la sospecha—. ¿No es usted Sir Charles Hammond?
—No. Sir Charles Hammond era mi tío. Él…
—¡Oh, es cierto! —El profesor Rigaud castañeteó sus dedos—. Sir Charles Hammond ha muerto. ¡Sí, sí, sí! Lo leí en los periódicos. Usted tiene una hermana. Usted y su hermana han heredado la biblioteca.
Miles observó que Bárbara Morel los miraba algo más que perpleja.
—Mi tío —le dijo a ella— era historiador. Durante años vivió en una casita en la New Forest, acumulando miles de libros, apilados en el desorden más descabellado y extravagante. En realidad, mi principal motivo para venir a Londres ha sido ver si podía conseguir un bibliotecario preparado para ordenar los libros. El doctor Fell me invitó al Murder Club…
—¡La biblioteca! —suspiró el profesor Rigaud—. ¡La biblioteca!
Una fuerte agitación interna parecía encenderse y extenderse dentro de él como si fuera vapor, haciendo que su pecho se inflara y su tez se pusiera más purpúrea.
—Este Hammond —declaró con entusiasmo— ¡era un gran hombre! ¡Era curioso! ¡Era activo! —El profesor Rigaud dobló la muñeca como quien hace girar una llave—. ¡Escudriñaba las cosas! Por examinar su biblioteca daría yo mucho, por examinar su biblioteca daría yo… Pero me olvidaba que estoy furioso. —Golpeó su sombrero—. Ahora me voy.
—Profesor Rigaud —llamó suavemente la joven. Miles Hammond, siempre sensible al ambiente, notó una pequeña conmoción. Por alguna razón había habido un sutil cambio en la actitud de sus dos acompañantes, por lo menos así le pareció, desde que él mencionó la casa de su tío en la New Forest. No podía analizarlo, quizá se lo había imaginado.
Pero cuando Bárbara Morell de pronto apretó sus manos y clamó, no podía haber duda sobre la desesperada urgencia de su tono.
—¡Profesor Rigaud! ¡Por favor! ¿No podríamos… no podríamos, después de todo, celebrar la reunión del Murder Club?
Rigaud se dio vuelta.
—¡Mademoiselle!

—Le han tratado mal. Lo sé —se apresuró a decir. La semisonrisa de sus labios contrastaba con la súplica de sus ojos—. ¡He esperado tanto para venir aquí! El caso del que iba a hablar —en pocas palabras, apelaba a Miles—, es muy especial y sensacional. Sucedió en Francia justamente antes de la guerra, y el profesor Rigaud es una de las pocas personas, de las que aún viven, que lo conocen. Es sobre…
—Es sobre la influencia —dijo el profesor Rigaud— de cierta mujer sobre las vidas de otros.
—El señor Hammond y yo podemos ser un excelente auditorio y no soplaríamos ni una palabra a la prensa, ¡ninguno de nosotros! Además, usted sabrá que debemos cenar en alguna parte; dudo que consigamos algo para comer si nos vamos de aquí… ¿No podríamos hacerla, profesor Rigaud? ¿No podríamos? ¿No podríamos?
Federico, el mayordomo, desalentado, enojado y triste, se deslizó silenciosamente por la puerta medio abierta, hacia el vestíbulo, haciendo una ligera señal con los dedos a alguien que rondaba afuera.
—La cena está servida —dijo.

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