martes, 22 de septiembre de 2015

Siete días en Nueva Creta ROBERT GRAVES.


Siete días en Nueva Creta
ROBERT GRAVES
Este fascinante libro de un importante poeta y autor inglés de novelas históricas también es conocido por su título americano Watch the North Wind Rise. En el momento de su aparición Graves acababa de publicar su controvertido libro, no de ficción, La diosa blanca: una gramática histórica del mito poético (1948), donde sostiene que toda gran poesía se inspira en lo eterno femenino, la antigua Diosa trina que ha sido desplazada en tiempos moder-nos por la «razón» científica masculina. Siete días en Nueva Creta (Seven Days in New Crete) aborda el mismo tema, en la forma de una fantasía de viaje en el tiempo. El narrador, un poeta del si-glo xx llamado Edward Venn–Thomas, despierta en un lejano futuro para encontrarse en un lugar utópico pero armonioso llamado Nueva Creta. Es una sociedad de hornillos de madera y luz de velas, gobernada por poetas y brujas de magia blanca, donde todo el mundo expresa su creencia en la única verdade-ra diosa. No hay violencia alguna –las guerras se han convertido en torneos amistosos librados en los pastos de la aldea– y hay una sorprendentemente escasa actividad sexual («en casos de total simpatía, nos echamos uno junto a otro, o pie con pie, sin contacto corporal, y nuestros espíritus flotan hacia arriba y vagan en un movimiento a través de la habitación»).
Aparentemente, Edward Venn–Thomas ha sido invocado por las brujas para que responda a sus preguntas acerca de su propio período, la Época Cristiana Tardía. (El conocimiento que tienen sus anfitriones del pasado es brumoso: en un mo-mento se siente mortificado al descubrir uno de sus poemas en un libro titulado El canon poético inglés, que ha sido «torpemen-te reescrito y atribuido al "poeta Tseliot"».) Pero en realidad, como llega a comprender gradualmente, él está allí para reali-zar los designios profundos de la Gran Diosa. Nueva Creta pue-de ser un paraíso no violento, pero es también aburrida y sin vida, y la tarea de Edward es inyectar un poco de maldad y locu-ra en las vidas excesivamente virtuosas de sus ciudadanos. Lo hace, sin ser consciente al principio de lo que está ocurriendo: se ve

 enredado en amores con dos jóvenes mujeres, despertan-do así sentimientos de celos que luego conducen a actos de ase-sinato y suicidio. Edward dice, en su principal discurso, al final de la novela:

–Yo soy un bárbaro, un poeta del pasado ... tengo un mensaje que transmitiros; ¡escuchadme bien! La Diosa es omnipotente, la Diosa es de una suprema sabiduría, la Diosa es totalmente buena; pero hay veces en que se pone la máscara del mal y del engaño. Durante demasiado tiempo, nuevos cretenses, ella os ha mostrado su rostro clemente y natural; la costumbre y la prosperidad os han cegado para su belleza. En mi época bár-bara, un tiempo de gran obscuridad, ella llevaba una máscara perpetua de crueldad hacia los incontables renegados de su servicio, y se la quitaba, raramente y en secreto, sólo para los locos, los poetas y los amantes.
»... Ella me ha llamado del pasado, como simiente de des-venturas, para proveeros de una cosecha de aflicciones, pues el verdadero amor y la verdadera sabiduría sólo surgen de la ca-lamidad ... ¡Sopla, viento del Norte, sopla! Aleja la seguridad, levanta los antiguos techos arrancándolos de sus vigas, destru-ye las ramas podridas de los alisos, las encinas y los membrillos; rompe las puertas ... y pon en libertad a los locos ...

En esta interesante (y a menudo divertida) fantasía de im-pulsos en conflicto, Robert Graves (1895–1985) no nos pide que nos unamos a su culto de la Diosa, sino que más bien explora todos sus propios sentimientos ambiguos en relación con la poesía, las mujeres, el progreso técnico, la guerra y la civili-zación.


Primera edición: Creative Age Press, Nueva York, 1949

Primera edición en castellano: Seix Barral, Barcelona, 1973
 David Pringle.

(Fragmento).
La evocación
—Soy una autoridad en la lengua inglesa-elijo el hombre del traje blanco en un acento extrañamente incoloro y con bastante titubeo, como si se tratase de una autoridad en
sánscrito que intenta hablar sánscrito familiar—. Espero que usted nos perdonará por haberle traído tan lejos, v.gr., tantas generaciones más allá de su época. Es usted el señor
Edward Venn-Thomas, ¿no es así?
Yo asentí con la cabeza, sintiéndome aún un poco confuso por el cambio tan repentino de escena, pero completamente despierto.
—¿Hablo con correctitud?-preguntó. —Con gran "correctitud"-le aseguré, intentando no sonreír—, pero sin las modulaciones de tono que nosotros, los ingleses, usamos para
expresar o para disimular nuestros sentimientos.
—Es conveniente menospreciar tales insignificancias. Tengo entendido que los letrados de su tiempo menospreciaban del mismo modo las modulaciones del griego antiguo.
Mas no debo molestarle con detalles tan agudos como ¿te.
—No es molestia ninguna. Cuanto más agudo sea el detalle más feliz me sentiré. Incluso estaría dispuesto a discutir con usted sobre las modulaciones del griego antiguo.
—Es usted muy amable, pero desgraciadamente no soy una autoridad en griego. Sin embargo, señor, hay una cuestión sobre la cual mi colega Quant y yo hemos estado
discutiendo estos últimos días-pues nos ha sido encomendado, debéis saber, la revisión del Diccionario Inglés—. A la luz del testimonio que ha llegado a nuestras manos con el
hallazgo de las felicitaciones de Navidad de Liverpool, en las que podemos leer versos como este:
y olvidaremos nuestras penas
en estas fiestas navideñas
o este:
Que cada noche sea amena
en esta pascua navideña
yo mantengo que la palabra "navideña" se pronunciaba con frecuencia "navidena" y que se trata de una variación dialectal de "navidera" que sin duda es un adjetivo más antigua
Quant me contradice con un entusiasmo muy poco corriente en él.
—Quant tiene razón.
—Oh, qué desilusión. Yo creía que había hecho un descubrímento de gran valía.
—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?
—¿Acaso no me he explicado claramente, a saber, que soy un estudiante de las lenguas europeas en la Última Época Cristiana y una autoridad en la lengua inglesa? En cuanto
a su segunda pregunta, si mira por la ventana puede que reconozca esta comarca.
Sí, la comarca me resultaba conocida. Aquella punta rocosa, el pequeño monte con la iglesia de Sainte Véronique sobre su cima-sólo que ya no era la misma iglesia, o quizás ya
no era siquiera una iglesia. Pero el Mediterráneo había retrocedido como un kilómetro o más, dejando que se extendiese, casi hasta el horizonte, una tira muy ancha de tierra de
cultivos. Los montes desnudos se veían ahora cubiertos de árboles y me gustaron mucho más así. Se lo dije a aquel hombre.
-¿Cómo he llegado hasta aquí?-pregunté.
—¿No recuerda usted nada?
—Nada en absoluto.
—Se cantaron conjuros a la luz de una hoguera desde el amanecer hasta el mediodía, y cuando apareció usted fue invitado muy cordialmente a que nos visitase. Usted respondió
que no tenia ningún inconveniente, aunque en realidad el futuro no le interesaba.
—Es verdad, no me interesa. Por cierto, ¿no estaré muerto, verdad?
—No, le hemos llamado del mundo de los vivos. Los muertos están, salvo error, muertos. A usted aún le quedan unos años de vida.
—Entonces, por favor, no me diga nada respecto a mi futuro inmediato. Echaríamos a perder mi historia, y yo tengo que vivirla día a día.
—Como usted quiera, señor.
—Y tampoco tengo demasiado interés en saber exactamente a cuántos cientos de años en el futuro me han traído. Si lo supiera puede que me sintiese incómodamente primitivo.
—Como usted quiera, señor.
—¿Para qué he sido llamado?
—Los poetas quieren hacerle unas preguntas sobre la Última Época Cristiana, que para nosotros tiene una especie de fascinación melancólica. Sus respuestas, si nos las quiere
conceder, serán guardadas en nuestros archivos.
—¿Tienen por costumbre esto de evocar a la gente del pasado?
—No, señor. No hace mucho que nuestras brujas han perfeccionado esta técnica, y usted es la primera persona que ha sido evocada de una época tan lejana como la Última
Cristiana, con excepción de su tío tocayo quien fue evocado, hace una semana, equivocándole por usted. Se quedó sorprendido y confuso ya que usted aún no había nacido entonces;
pero nos contestó con bastante amabilidad.
—Apuesto a que el tío Edward no divulgaría nada; era un diplomático de la vieja escuela. Pero ¿por qué me han llamado a mí y no a cualquier otra persona?
-¿A qué otra persona de su época le hubiese gustado que evocara la bruja?
—Bueno pues, no sé... Alguien que tuviese unos conocimientos más profundos de asuntos contemporáneos. Yo no soy ni un científico ni un estadístico, ni el editor de, una
enciclopedia. Ni tan siquiera soy un historiador instruido.
—Le escogimos a usted porque resulta que uno de sus poemas, a saber, "Retractación", ha sobrevivido hasta nuestros días, y se sabe que usted vivió por estos contornos.
—¿Es usted poeta?
Se quedó un poco cabizbajo al tener que repetirse una vez más.
—No-dijo-soy una autoridad en la gramática y la sintaxis de la Lengua Inglesa en la Última Época Cristiana. Las damas y los poetas os esperan en la próxima sala. Mi misión es
la de presentarle a ellos y la de ser su intérprete. ¿Cómo se encuentra? ¿Está mareado?
—Estoy muy bien, gracias. Y me gusta esta habitación; me recuerda nuestro estilo georgiano. Sosegada, sólida, bien proporcionada, aunque, claro está, las proporciones no
cambian con el tiempo, así que no me extraña mucho. Pero no hay cuadros. ¿Por qué no hay cuadros?
—¿Qué clase de cuadro desearía usted?
—Ah, pues no sé. Retratos de familia, por ejemplo.
—¿No le parece una tontería registrar una cara con su mirada de hoy, si dentro de unas estaciones su mirada será diferente?
—Pues entonces paisajes.
—Sin duda es más fácil y preferible admirar un paisaje en el original.
Dejé correr el tema.
—Veo que aún queman madera en sus hogares-dije—. —Los profetas de mi época han asegurado que en el futuro la energía atómica reemplazará la madera, el carbón y la
electricidad en la calefacción doméstica.
—Aquél fue un futuro muy temporal, y además, según la Historia breve, un futuro nada feliz. ¿Le gustaría tomar algo?
—¿Qué es lo que tienen? ¿Un vaso de vino y una galleta? —Era una pregunta para ponerle a prueba.
—Consultaré con las damas de la casa. Ya que es usted una visita del pasado, sería poco hospitalario negarle vino, si lo necesita. Pero nos sentiríamos todos mucho más
cómodos si aceptara usted beber, por ejemplo un vaso de cerveza, en lugar de vino. Esta no es la hora en que solemos beber vino. El vino, como la carne, lo reservamos para los
festivales. Pero es buena la cerveza.
—¡Cielos-dije—, si a mí me da igual! Deme cerveza, no faltaba más.
Sonrió agradecido, salió de la habitación y pronto volvió con un vaso de cerveza y unas galletitas saladas dentro de un plato.
—Hoy hacen fiesta los sirvientes; de otro modo le hubieran servido ellos-me explicó—. Pero de esta manera ha sido un día más propicio para su evocación. Pronto volverán.
La cerveza era buenísima. Las galletitas también.
—Cuánto me gustaría llevarme este plato a mi época-dije—, y también este vaso. ¿Son de mucho valor?
Tardó un rato en a justar su mente a esta pregunta. Por fin dijo:
—Si usted quiere decir "¿son valorados como dignos de uso diario?" la respuesta será, que no usamos ningún objeto que no sea valorado de este modo, aunque cada estado,
es decir, cada clase de nuestra sociedad reconoce y confesa tener una serie de valores distintos a los demás. Es, en efecto, la discrepancia entre los valores lo que diferencia a los
estados. Este vaso y este plato son del tipo que el estado de los magos valora como dignos de uso diario: yo personalmente no admiro estos objetos en lo más mínimo.
-Bueno, yo sí. Pero lo que quería decir es esto: ¿valen mucho dinero?
-¿Dinero?-dijo—. Oh, no. El dinero cayó en desuso hace mucho tiempo. Se portó mal, ¿comprende?
—¡Ya. lo puede usted decir! ¿Y qué usan en su lugar? ¿Cupones?
—Oh, ¡no, no, no! Cupones sí que no.
—¿Conchas de cauri?
Levantó las manos en signo de desesperación.
—Por favor, señor, ¿le molestaría pasar a la próxima sala, en donde esperan las damas y los poetas?
Entramos en la habitación donde dos mujeres y tres hombres estaban sentados alrededor de otro fuego.
—Presénteme, por favor-le dije al intérprete al tiempo que hacía una pequeña reverencia a los presentes.
Los hombres ya estaban de pie. Me devolvieron la reverencia. Las mujeres, tan guapas que casi me hacían sentirme molesto, se quedaron sentadas, sonriendo agradablemente.
El intérprete explicó:
—Ahora ya no llamamos a la gente públicamente por su nombre, como en su época; sólo damos el apodo o el título. Esta dama es una bruja. No, por favor, aquí no se da la mano.
La bruja, que me recordaba vivamente a Marlene Dietrich, parecía que se había divertido al verme tan decidido, pero no dijo nada.
—Su apodo es Hoja-de-Sarga o Sally en diminutivo.
-¿Señorita o señora?
-¿Cómo dice?
Le expliqué.
-Oh, no; las diferencias de este tipo solamente existen entre los comunes, pero aquí no.
-¿No existe entre poetas y otros magos, quiere decir?
—Sí, eso es. Aquí, como solemos decir, la casa escoge al hombre, no es el hombre quien escoge la casa; v. gr., las mujeres que gobiernan una casa no adquieren ningún título
como resultado de sus relaciones con hombres.
—Asegúrele a la bruja que no era mi intención ofenderla, le dije al Intérprete.
—Esta dama relativamente joven es..., bueno, es una nin— la... una ninfa del mes. Pero quizá usted no comprenderá el significado de ninfa... La llamamos por su título de joya, a
saber Zafira
Hablaban en una lengua basada en el catalán (mi madre era catalana), pero tenia también mucho de inglés, algo de gaélico y un poco de eslavo, y aunque pronunciaban con una
lentitud majestuosa, al principo no pude entenderles bien.
Los tres hombres tenían apodos que me recordaban a los pieles rojas: Veo-un-Pájaro, Pan de Higo y Estrella de Mar. Eran poetas y magos. Veo-un-Pájaro era un hombre alto,
amable, de cierta edad. Pan de Higo y Estrella de Mar, que debían tener cerca de los treinta años, parecían hermanos: los dos tenían las espaldas anchas, el cuerpo delgado y ojos
oscuros de mirada sincera.
—Me han invitado ustedes para que les conteste algunas preguntas...-empecé diciendo.
Sally le hizo señas con la mirada a Estrella de Mar y él preguntó por ella:
—¿Le somos simpáticos?
—Mucho-y lo dije en serio. Hubo un murmullo de alivio. El Intérprete explicó:
—Ahora podemos continuar nuestra conversación. Si hubiese vacilado o si hubiésemos percibido una nota discordante en su voz, le hubiésemos ofrecido nuestras disculpas,
devolviéndole a su época sin más preguntas.
—¿Por qué?
—Las conversaciones entre personas que no armonizan, siempre son estériles-dijo con la tos consiguiente.
—¿Quién hubiese percibido la nota discordante?
Parecía sorprendido.
—Todos. En este grupo todos son magos. Pan de Higo miró a su alrededor, como pidiendo permiso pasa hablar.
—¿Qué se siente al ser un poeta de la Ültima Época Cristiana?-preguntó.
La pregunta era tan amplia que me estuve medio minuto callado. Luego contesté con precaución:
—¿Quiere que haga la comparación con la Primera Época Cristiana o con la Época Pre-Cristiana? No puede usted pedirme que compare con su época; y por cierto, ¿cómo la
llaman?
—Esta es la Época de Nueva Creta.
—Bueno, pues no puede pedirme que compare con su Época de Nueva Creta, de la cual aún no sé nada.
—Lo mejor sería dejar a un lado las comparaciones. Nadie ¡Hiede responder más que de su propia época.
—Entonces ¿puedo decir que no me gusta la mía? ¿O acaso le parecería una confesión de estupidez?
—Si es usted feliz en sus amistades personales y le sigue disgustando su época, entonces usted mismo la está acusando de un cambio muy violento. Y un cambio siempre debe
ser doloroso.
—Gracias por explicármelo de este modo. Y por cierto, ¿cuánto ha de durar la Última Época Cristiana?
Se consultaron entre ellos, y luego el Intérprete informó:
—Según la Historia breve, señor, aún quedan varios papas por elegir. Señalamos el final de la Era Cristiana cuando termina el pontificado, aunque el cristianismo en sí persiste
en formas múltiples durante muchas generaciones después de la suya.
—¿Ah, sí? ¿y quién suprimó el pontificado?-pregunté con un interés cada vez mayor.
—La sede fue trasladada de Roma a San Francisco en un momento crítico entre dos guerras, y fue suprimida una o dos generaciones más tarde por los Pantisócratas, o
Niveladores, de Norteamérica. Adriano VIII y Pío XVI fueron los últimos papas. Entonces hubo un concilio Mundial de Iglesias, convocado en Pittsburg, en el cual se llegó al acuerdo de
distinguir entre el Jesús israelita y Cristo el Dios, y de considerarle como el primer Pantisócrata. Cristo el Dios fue abolido por una mayoría de votos, del mismo modo en que había
sido establecido por otra mayoría de votos en el Concilio de Nicea. A pesar de esto, se mantuvo entre los Mystiques, una secta secreta y hereje de habla francesa del Canadá, como
la segunda persona de su trinidad; aunque le llamaban Paz en lugar de Cristo, en parte por razones de seguridad, y en parte porque querían librarse de la preocupación constante que
les daba el Jesús israelita, y también porque las palabras Jesús y Cristo se habían convertido en sinónimas en el habla popular. Pero ahora me callo, ya que el futuro no le interesa, y
ya que solamente me había pedido que le facilitara una definición temporal de la Última Epoca Cristiana.
—Quizás sea mejor así. Pero no debe pensar que, por lo que dije referente al futuro, quiera decir que no lo esté pasando bien en el futuro en que estoy ahora. Lo que quise decir
es que, en mis tiempos, ponerse a especular sobre un porvenir al que no pertenecemos y que no podemos pronosticar por falta de medios (ni siquiera podemos pronosticar los
vientos dominantes más allá de las veinticuatro horas) nos distrae del presente y a menudo perturba la mente de las personas. Si pudiese prever algunos acontecimientos, por poco
importantes que fuesen, como los resultados de carreras de caballos que aún no han tenido lugar, me pondría en una posición muy ventajosa, pero al mismo tiempo molesta, en
cuanto a mis contemporáneos.
-Ninguno de nosotros le ofrecemos voluntariamente cualquier información que pueda poner en desorden su vida-dijo Sally.
—Deben comprender-empecé a decir, algo nervioso-que el hecho de ser un poeta en mis tiempos es algo así como un anacronismo, porque ninguno de los principales intereses
de la gente se relaciona, ni siquiera indirectamente, con la poesía. Me refiero por ejemplo al dinero, el deporte y la religión, la política y la ciencia.
—Y todos estos intereses, ¿son exclusivos?-me preguntó Pan de Higo, con voz pesada, inclinándose hacia adelante en su sillón de cuera
—Oh, no-le dije-exclusivos, na Claro que no son exclusivos. —Los ojos serios y oscuros de Pan de Higo roe daban complejo de vendedor ambulante, charla que te charla—. En
teoría, el hombre de negocios pone el dinero por éncjrn? de todo lo demás en el mundo; en tiempos de guerra puede incluso llegar a vender armas a un poder enemigo para ser
usadas contra su propio país. Un comunista declarado, que es el tipo de político más activo, pone al comunismo por encima de todo, incluso sería capaz de denunciar a sus propios
parientes o hijos por "actividades burguesas". Un fanático de la religión podría dar todos sus bienes a los pobres y morir feliz en una cuneta. Un verdadero científico se sentiría
contento si pudiese hacer volar el mundo en que vive sólo para demostrar una de las teorías de la energía atómica. Sin embargo, en la práctica, el comunista también puede ser un
científico, el hombre de negocios puede que los domingos enseñe el catecismo en una iglesia cristiana, el cristiano también puede ser comunista, y el científico puede que tenga
negocios. Reconozco que es un poco desconcertante. Pues bien; la poesía es algo que no vale la pena comprar ni vender a gran escala, así que al hombre de negocios no le interesa.
El comunista la condena porque dice que es una divergencia individualística de los principios marxistas. El fanático de la religión la aparta de su vista, diciendo que es una frivolidad.
El científico la descarta porque no se puede reducir a ecuaciones matemáticas y por lo tanto, según él, le falta principio. Y por estar al margen de concursos, tampoco tiene relación
alguna con el deporte.
-Entonces, ¿cómo puede uno seguir siendo poeta?
-Yo mismo a menudo me hago esta pregunte. Pero al menos los intereses que se oponen no están unidos. Es la me canizadón de la vida lo que hace que nuestra época sea
como es: la ciencia y el dinero se unen para hacer girar las ruedas más y más deprisa cada vez. En la teoría comunista se glorifica al tractor como emblema de la prosperidad; y por
ahora ningún papa ha publicado una encíclica contra el motor de combustión interna o contra la turbina eléctrica. Sin embargo se teme que la mecanización, y lo que llamamos la
tipificación, tengan sus desventajas y sus peligros, y por consiguiente se tolera al poeta porque es bien sabido que se opone a ellas. De este modo el arroyo en que fluye la verdadera
poesía jamás se ha secado, aunque haya quedado reducido a un pequeño...
Aquí dejé de hablar repentinamente. Lo que había estado diciendo, me hacía sentir como si formara parte de un consejo de cerebros especializados, y realmente no tenía
sentido. Yo siempre apago la radio cuando me balbucea palabras como "tipificación" y "mecanización".
El viejo Veo-un-Pájaro rompió aquel silencio incómodo.
—Según nos dice el Intérprete, usted ha vivido dos guerras mundiales. ¿Han participado en ellas algunos poetas?
—Casi todos los mejores. ¿Eso le escandaliza?
—Entre nosotros, un poeta puede hacer lo que quiera mientras conserve su dignidad. Tanto Pan de Higo como yo hemos tomado parte en guerras. Pero parece ser que en la
guerra de su tiempo había pérdida de vidas y daños materiales además de obras indignidades.
—Naturalmente. La misión de un comandante-jefe es la de destruir los ejércitos contrarios y forzar al gobierno enemigo a rendirse incondicionalmente.
—Pues es una manera muy poco agradable de hacer la guerra. Entre nosotros la guerra es siempre muy divertida, aparte de las luchas en defensa propia en las que algunas
veces se ven envueltos nuestros viajeros al pasar la frontera de Nueva Creta, y si alguien muriera la concluiríamos inmediatamente.
—Nuestras guerras son realmente odiosas.
—Así pues ¿es cierto que sus ejércitos no muestran ningún respeto hacia mujeres y niños? No puede ser posible que un poeta mate una mujer... Esto no tendría sentida
—Yo nunca maté ninguna-dije débilmente—. Al menos, que yo sepa, no.
Siguió otro silencio, que finalmente rompió Pan de Higo, diciendo:
—Su voz está cargada de matices que no me son familiares. Supongo que la vida para usted es tan compleja que nunca le resulta fácil decir la verdad. Cuando está dialogando
sobre las instituciones y los acontecimientos de sus tiempos, la falta de seguridad en su voz se contrasta de una manera extraña con el convencimiento con que nos habló al principio,
cuando nos dijo que le gustábamos.
—Bueno, usted también nos gusta-dijo Sally.-¿Le apetecería quedarse un poco más con nosotros, o se encuentra incómodo tan por delante de su época?
—Si pudiese estar seguro de que mi ausencia no está preocupando a nadie, me quedaría hasta que se cansaran de mí.
—Por esto no se preocupe. En su época usted está dormido, y tiene entera libertad para quedarse aquí meses o años en un sueño que no durará más de lo que tarda en respirar
dos veces.
—Muy bien entonces; pero no quisiera volver y encontrar mi casa en ruinas y mi hijo de dos años con una larga barba blanca sentado sobre un silla de ruedas.
Me acomodé en mi asiento y estuvimos hablando hasta la puesta del sol; entonces se oyó repicar una campana a lo lejos y encendieron unas velas. Estaban hechas de ceras de
abeja y colocadas en unos candelabros de oro pesado. No sé porque, pero me había imaginado que encontraría un tipo de alumbrado más avanzado.
A la mayoría de la gente de mi época no le hubieran parecido bien mis nuevos amigos por ser, en una palabra, demasía— do apuestos-físicamente de pura sangre-y con una
intensidad intelectual desconcertante. Parecían no haber en su vida enfermos; tenían la cara apacible, sin arrugas y parecían tan felices que casi resultaba indecente. Y sin embargo
les faltaba aquella cualidad que viene tras una horrible experiencia que hemos afrontado con nobleza y logrado superar. Intenté imaginármelos haciendo frente a los problemas de
nuestro tiempo; no, pensé, en menos de una semana acabarían desfigurados y ojerosos. No solamente les faltaba personalidad, que las condiciones de su vida no les había permitido
desarrollar, sino que también carecían de sentido del humor, la pizca de rapé que hace huir al toro cuando embiste, o la tarta de crema bien lanzada que también hace huir al policía
cuando nos acomete. No tenían necesidad de estas cosas, y durante toda mi estancia con ellos no pude escuchar ni un solo chiste que tuviera gracia. La gente se reía, claro está,
pero sólo ante una inesperada alegría, nunca de las desgracias de los demás. Si el ambiente se pudiese aclimatar a una época tan vil como la nuestra, lo describiríamos como un
ambiente santurrón, palabra que transmite un reproche por su complecencia e indiferencia hacia los sufrimientos del resto del mUndo. Pero esta resultaba ser una época de "buenos",
sin lugar para humor, sátira o parodia. Recuerdo una ocasión en que Veo-un-Pájaro colgó un espejo distraídamente en lo que pensó que era un clavo, pero que en realidad era una
mosca que se había posado sobre la pared. Todos se rieron a carcajadas, pero no por su error: se rieron del puro placer de ver cómo logró atrapar el espejo que se caía con el dedo
de pie, salvándolo así de estrellarse contra el suelo.

domingo, 20 de septiembre de 2015

DAVID PRINGLE Literatura fantástica Las 100 mejores novelas Una selección en lengua inglesa, 1946-1987


DAVID PRINGLE
Literatura fantástica
Las 100 mejores novelas
Una selección en lengua inglesa, 1946-1987

Gene Wolfe (1931 - ) autor de ciencia ficción. Conocido por su prosa densa y rica en alusiones, que muestra una fuerte influencia catolica, religion que el autor adoptó. Escritor prolífico tanto de historias cortas como de novela, ganador del premio Campbell Memorial Award, de los premios Nebula y World Fantasy Award en dos ocasiones cada uno, y del premio Locus en cuatro ocasiones. Su obra más conocida es la saga The Book of the New Sun.

LA SOMBRA DEL TORTURADOR.
En una sociedad de corporaciones medievales, donde unas naves–cohetes de otro tiempo forman las torres de las ciudadelas, un joven se acerca a la madurez. El mundo está regido por el Autarca de la Casa Absoluta, emplazada en algún sitio al norte de la Ciudad Imperecedera. Nuestro héroe es un aprendiz de torturador que comete el crimen de mostrarse compasivo con una «cliente» de la corporación, y en consecuencia es expulsado de la laberíntica ciudad. Los primeros capítulos están dominados por imágenes de muerte –tumbas, mazmorras, bibliotecas sin luz, aguas estancadas– y sirven como contrapunto del tema principal, la búsqueda del Sol Nuevo. Ésta es la más larga de las novelas contemporáneas de cf, y una de las mejores. Comprende cuatro volúmenes: La sombra del torturador (The Shadow of the Torturer, 1980), The Claw of the Conciliator (1981), The Sword of the Lictor (1982) y The Citadel of the Autarch (1983), que suman en total 1.200 páginas. Una obra monumental, evidentemente, y en ciertos aspectos una obra terminal: es difícil imaginar que alguien emprenda seriamente otra historia semejante.
Es la historia de un futuro muy, muy lejano, en el que la Tierra ha cambiado por completo. Ha sobrevivido a una era glacial, las naciones–estado de nuestros días hace mucho que han desaparecido, y la humanidad ha abandonado la exploración del espacio.
Fuente: Enrico Pugliatti.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Cuentos Completos. Chéjov.



El padre del cuento. Un punto de partida para la literatura. Antón Pávlovich Chéjov y su universo. Por primera vez en español cuidados volúmenes reunirán toda la narrativa breve del maestro ruso universal. Una selecta traducción realizada por los mejores traductores y una rigurosa edición a cargo de Paul Viejo, que servirá para conocer de principio a fin y cronológicamente la obra del autor de La dama del perrito. Un primer volumen donde confluyen sus cuentos iniciales, humorísticos y paródicos, junto a obras maestras como El camaleón, Se fue o Flores tardías. El camino se abre aquí a una obra de referencia para la modernidad. El camino de Chéjov. Chéjov completo.

INTRODUCCIÓN    

I CONOCER A CHÉJOV

Conocemos a Chéjov. Conocemos a Chéjov y lo reconocemos, además. Sabemos —aunque no lo hayamos leído incluso— quién es y dónde situarlo, junto a quién, contra quién. Qué fácil y qué rápido lo situamos ahí arriba, justo al lado de Poe, justo al lado de Maupassant, justo en esa puerta medio abierta que lleva hasta el cuento moderno, como si tuviéramos ya claro qué es un cuento «moderno» y cuál se ha quedado viejo, anticuado, limitado.
Conocemos a Chéjov. Y lo reconocemos, porque sabemos lo grande que es —con lo pequeño que lo hacía todo—, y no es difícil encontrarse en medio de alguna polémica, del tipo Chéjov contra Tolstói, Chéjov contra Dostoievski, Chéjov contra Gorki, contra Gógol. Contra Turguéniev, Léskov, Gonchárov, Bulgákov. Contra toda la literatura rusa, si hace falta, porque sabemos que bastan las pocas páginas de un cuento como «La dama del perrito» para salvarlo. Que basta una ilusión como «Flores tardías» para salvarnos.
Conocemos a Chéjov, y sabemos que además de cumplir con la imagen que tiene que dar, la del escritor perfecto, la del nunca sobra nada, mira cómo insinúa, y también la del escritor de éxito, sabemos bastantes cosas de su vida —porque «basta el espacio de una lápida para dejar encuadernada en musgo la vida de un hombre», ya lo dijo Nabokov—, como que no fue sólo escritor, a quién se le ocurre, sino que fue también médico. Sabemos lo de que estudió medicina en Moscú, y que ejerció como médico, y como médico rural, y como médico retirado después, igual que sabemos lo de que nació en Taganrog en 1860, o lo de que compatibilizó la literatura y la medicina dentro de una metáfora de amantes y esposas que él mismo se inventó. Sabemos, igual, lo de sus mil seudónimos, lo de las revistas y los periódicos, lo de la tuberculosis y los cientos de relatos, lo de sus viajes a Sajalín, a Yalta, a todas las partes de Rusia; sabemos lo de sus problemas de dinero, y lo del fracaso inicial de sus obras de teatro, y lo del amor último con la actriz Knipper; sabemos incluso lo de su muerte en Badenweiler con sólo 44 años, un escritor joven, igual que sabemos lo de la copa de champán y lo del ich sterbe, y sabemos incluso —aunque depende del cuento que nos cuenten, la versión puede cambiar— lo del tren que transportaba ostras y otras cosas y el cuerpo de Chéjov hasta Moscú, para que descansara tranquilamente después de todo lo que había hecho, lo que había escrito para nosotros. Y si no lo sabemos, cada vez es más fácil. Y si no hemos acudido a esa lápida biográfica de las enciclopedias digitales, podemos —si queremos, no siempre es necesario— acudir al Chekhov: A life de Donald Rayfield, que lo tiene todo o casi todo sobre su vida, o acudir al Cechov de la italiana Ginzburg, que no contiene nada o casi nada, pero es simplemente delicioso, como un relato del propio Antón.
Conocemos a Chéjov, sobre todo, porque lo hemos leído. Porque hemos tenido —los lectores en español— la suerte enorme e inmensa de haberlo visto publicado desde hace ya casi un siglo, de tener varias versiones de sus mejores relatos, de todos los que son imprescindibles y alguno de los que menos, antologías grandes y antologías de bolsillo, monjes negros y pabellones del 6, damas, señoras, doncellas y señoritas con perro y con perrito y con cachorro, coristas, amores, grosellas. No nos podemos quejar, porque hemos leído —si hemos querido— lo más grande y mejor de Chéjov y por eso sabemos que él mismo es grande y el mejor, o de los mejores.
Conocemos a Chéjov, porque tenemos miles de detalles como los apuntados en estas líneas. Muchos más, y con eso nos basta, o nos debería bastar. Pero a veces creemos conocer de más, y reconocemos con exageración, aunque todavía queden huecos por completar, espacios por rellenar. Y en parte por eso, casi solo, tiene sentido editar los Cuentos completos de Chéjov, y en parte por eso, casi solo, tiene sentido esta edición y es su propósito. Ofrecer, reunida por completo en cuatro volúmenes, la obra de Chéjov después de ya haber leído sus mejores relatos, sus cuentos más valiosos, puede tener poco sentido salvo para esa función necesaria —tan necesaria como todo lo que tenga que ver con la literatura— que es conocer (ahora sí) a Chéjov desde el principio hasta el final, ordenado, dejando claro y evidente y a veces incluso con sonrojo cómo se inicia un escritor que acabará siendo un genio, qué poco redondos son algunos cuentos suyos que casi ni parecen cuentos, y qué arriesgados o modernos o vanguardistas son otros, cuántos tópicos se rompen (¿cómo que no sobra ninguna palabra?, ¿dónde, por qué no va a sobrar ninguna palabra si nos las pagan al peso?) si uno recorre, en la lectura, el mismo camino que Chéjov, y cuántas sorpresas también al paso, porque intuíamos que sus primeros cuentos eran de risa —para reír, perdón— y muy graciosos, y que los últimos eran muy tristes y muy largos y cuánta melancolía, cómo conoce este hombre el alma humana, y de repente nos encontramos en medio de lo gracioso una cosa triste, tristísima, y en medio de los cuentos menos buenos (o más ligeros) joyas, obras maestras que parecen de la última época y que nosotros no distinguíamos mezclados como estaban entre tantas antologías.
Conoceremos a Chéjov en cuatro volúmenes ordenados cronológicamente, que empiezan en este mismo con la «Carta a un vecino erudito» que fue el primero de los cuentos suyos, y terminan allí a lo lejos, en el cuarto, con «La novia» que fue el último, y cuando este acabe vendrán un buen número de inconclusos, inéditos y dudosos, atrapados en un apéndice. Cuatro volúmenes que reunirán no sólo todos los cuentos, sino también a todos los traductores, o casi todos, que se han ocupado de Chéjov, los que mejor conocen a Chéjov, de varias generaciones, de varios acentos, de español variado y ruso variado, como el de Chéjov. Cuatro volúmenes donde se irá apuntando la historia de estos cuentos, todos los datos, todas las fechas, casi todas las anécdotas, y pequeñas introducciones que nos vayan explicando cómo se publicaron los cuentos, qué pasó con sus libros, cuáles las revistas, dónde los éxitos, hasta qué punto los fracasos. Cuatro volúmenes para ordenar, por fin, a Chéjov. Cuatro volúmenes para leer, por fin, a Chéjov de arriba abajo y desde cerca. Cuatro volúmenes de Cuentos completos. Para conocer a Chéjov.
 

Manuscrito del cuento «Dos novelas»



 II 1880-1885

Este primer volumen de los Cuentos completos de Chéjov contiene lo que en la nomenclatura tradicional de la obra chejoviana se ha venido llamando relatos, cuentos, piezas humorísticas y parodias, todos correspondientes al periodo comprendido entre 1880 y parte de 1885. La mayoría de ellos aparecieron por primera vez en revistas y publicaciones periódicas, sujetos a las habituales correcciones tipográficas y la enmienda de erratas. Varios de los relatos (como «Una vida en preguntas y respuestas», «Flores tardías», «El fin de un idilio», «Definiciones filosóficas de la vida», «El espejo torcido», «Dos novelas» o «Carta a la redacción») se han recuperado, sin embargo, desde los originales autógrafos que se han conservado en los archivos de Moscú y Taganrog.
Un buen número de estas historias tempranas de Chéjov fueron corregidas por su autor en varias ocasiones para su publicación en dos colecciones de relatos: Travesura (1882), que permanecería inédito, y Cuentos de Melpómene[1] (1884). «El espejo curvo» aparecería por primera vez tan sólo en la edición de las Obras completas[2] que Adolf Marx publicó entre 1899 y 1903, y que Chéjov se encargó de preparar y seleccionar, mientras que otros relatos, como «Juicio sumarísimo» o «Imprudencia», tuvieron que ser recuperados a partir de las galeradas dispuestas para esa misma edición.
En los diferentes archivos donde se conserva la obra de Chéjov permanecen numerosos recortes de las revistas donde se fueron publicando, copias manuscritas y apuntes que el autor utilizó para seleccionar aquellos que se incluirían en sus obras completas (o que Chéjov descartaba añadiendo una anotación: «N. B.: No incluir en obras completas»), pero también para enmendar algunos de los recortes que estos relatos humorísticos iniciales habían sufrido por parte de la censura que permitía su publicación en las revistas, como en el caso de «Carta a un vecino erudito» o «El pecador de Toledo».
El primer volumen de cuentos de Antón Chéjov iba a llamarse Travesura, y estuvo preparando su publicación a mediados de 1882, para incluir los doce cuentos que se señalan en los apartados siguientes. Sin embargo, esta primera antología no llegó a ver la luz nunca. En la Casa Museo Chéjov de Moscú se conservan dos copias (sin portada, índice de títulos y algunas de las páginas finales) de 112 y 96 páginas respectivamente. En una de las copias figura la inscripción «Edición del autor, 188—», mientras que en la segunda una anotación manuscrita decía que las páginas supervivientes de este libro, perteneciente a A. Chéjov, y que todavía no habían visto la luz, pasaron a formar parte de su próximo libro, Cuentos de Melpómene. La nota estaba firmada por I. Chéjov en marzo de 1931, y además añadía: «Ilustraciones de su fallecido hermano Nikolái».
Mijaíl Chéjov en sus memorias, Alrededor de Chéjov[3], habla de este libro inédito: «Estaba ya impreso, encuadernado y sólo le faltaba la cubierta… No sé por qué no fue nunca publicado ni cuál fue su destino». Y aunque sí se conservan documentos relativos a la censura administrativa y la entrega del material, ni el propio Chéjov dejó más información escrita sobre esta primera colección de cuentos.
El verdadero «primer libro» de Chéjov fue por tanto Cuentos de Melpómene. Seis cuentos, de A. Chejonté, publicado en Moscú, por cuenta propia, en 1884. La aparición de su ópera prima provocó diversas reacciones en la prensa que transitaban desde las positivas «humor dickensiano» o «se leen con interés. El autor tiene un indudable sentido del humor», hasta algunas menos complacientes como la que apareció ya en 1885 en El observador donde se decía que, aunque interesantes, «estas historias están mal escritas».
En 1900, la editorial que publicaba la revista La libélula[4] decidió lanzar una antología titulada En un mundo de risas y bromas, donde reuniría algunas de las historias, poemas, piezas humorísticas y caricaturas que habían visto la luz en sus páginas. De Chéjov publicaron varios de los textos aparecidos en 1880, mientras colaboró con ella: «A la americana», «Papá», «Antes de la boda», «Por unas manzanas» y «¿Qué es lo que más se da en las novelas, relatos, etcétera?».
Todos los cuentos y piezas cómicas que Chéjov publicó entre 1880 y 1882 salieron bajo seudónimo o sin firma, como damos cuenta en las siguientes páginas. La primera que se reconoce como auténticamente chejoviana es una simple firma «… v’», en el primero de sus cuentos publicados, mientras que el más frecuente y que usó con más insistencia fue «Antosha Chejonté», o variaciones como «Antón Ch.», «Chejonté», «An. Ch.», «Antón W***», «Don Antonio Chejonté», etcétera, o completamente diferentes como «El hombre sin bazo», «Un poeta prosaico» o «G. Baldastov».
Ni siquiera Chéjov, mientras preparaba la edición completa para Marx, pudo localizar todos los textos que escribió a lo largo de veinte años de creación: «están repartidos por todo el mundo», dejó escrito. Un buen número de textos publicados en estas fechas, de forma anónima o con diversos seudónimos, se perdieron en los propios fondos de las revistas donde fueron publicados y, sólo algunos de ellos, recuperados en épocas recientes, a través de sistemáticos estudios y pruebas. También la atribución o las dudas respecto a la autoría han dado un buen número de textos «dudosos» que, a modo de apéndice, se suelen reunir en las ediciones chejovianas.
Desde finales de 1882 Chéjov comenzaría a colaborar en la revista Fragmentos[5], a cargo del editor Nikolái Leikin, y con esto se iniciaría uno de los periodos más prolíficos de su carrera. Entre principios de 1883 y principios de 1884 se pueden rastrear ciento treinta cuentos, de diferentes géneros, extensiones e intenciones, de los cuales, sin embargo, tan sólo veintiséis acabarían formando parte de las Obras completas, algo que puede llegar a decir mucho de la exigencia de Chéjov, o de sus gustos o necesidades en cada época. La estrecha colaboración entre Leikin y Chéjov, además de exitosa, les proporcionaba a ambos una gran satisfacción. Si Chéjov sentía que podía desarrollar más su faceta literaria que lo que había podido hacer en las revistas moscovitas en las que colaboraba previamente, Leikin por su parte admiraba el ritmo y el número de contribuciones de Chéjov, hasta que enseguida se convirtió en el principal colaborador de Fragmentos. Hasta tal punto fue estrecha su colaboración que hoy sabemos que algunos de los cuentos de Chéjov sufrieron una intensa intervención por parte del editor, muchas veces sin consultarlo previamente. En ocasiones el objetivo era evitar la censura o enmendar los textos de la forma en que ésta proponía (como en «Un esclavo jubilado»), pero también únicamente por problemas de espacio («De paseo en landó», «Un liberal»), y poder adaptarse a las cien o ciento cincuenta líneas que el diseño de la revista permitía. El propio editor, para no excederse en esas funciones, le recomendó a Chéjov tenerlo en cuenta, y así sabemos que gran parte de lo que hoy se reconoce como rasgo importantísimo de su estilo compositivo se debe a esta razón, que condicionaba por completo la escritura, y que historias tan valiosas como «La cerilla sueca» y «La muerte de un funcionario», u obras maestras de la brevedad lacónica y el subtexto como «Se fue» o «Un trágico» se beneficiaron de este tipo de «censura». Lo único que en ocasiones Chéjov reprochaba era que la revista no pudiera publicar todo aquello que él enviaba, y que muchos de los cuentos se retrasaran considerablemente o incluso no llegaran a ver la luz.
Por ello, desde ese momento se hacen frecuentes las colaboraciones con otras revistas. Breves fueron las colaboraciones con la Hojilla satírica rusa, editada por Abram Lipskerov, donde aparecerían «La venganza de las mujeres» y «El vanka», y con Noticias del día, donde aparecieron «Un examen» y «¡Oh, las mujeres, las mujeres!».
En 1883 aparecería, por fin, el primer relato de «Antón Chéjov», es decir, firmado con su propio nombre, «En el mar», hecho que se volvería a repetir en «La cerilla sueca». Los editores de Noticias del día y La hoja moscovita también colocaron deliberadamente la firma «A. Chéjov», sin consultarlo, al pie de los relatos «Un examen» y «Un hombre orgulloso». Pero la cuestión del nombre todavía sería un tema peliagudo.
Ni siquiera en la primera edición de su segundo libro de cuentos, Relatos abigarrados[6], de 1866, figuraba de tal forma, sino que todavía se mantuvo el habitual «A. Chejonté». Sólo en siguientes ediciones, guiado por los consejos del escritor Dmitri Grigórovich y el editor Alekséi Suvorin, aparecería su nombre entre paréntesis y seguido del seudónimo. Relatos abigarrados contenía setenta y siete relatos aparecidos entre 1883 y 1886, de los cuales cuarenta y siete se publicaron durante esta etapa de colaboraciones con Fragmentos, incluidos sin apenas rectificaciones (salvo una excepción importante en el relato «El gordo y el flaco»). Más significativas serían ya la revisiones a partir de la segunda edición, reducida a cuarenta y un cuentos, cuya estructura se mantuvo hasta la sexta edición (1895), para volver a modificarse en la décima (1897) y duodécima (1898). Relatos abigarrados sería la primera obra que por fin proporcionó a Chéjov visibilidad y numerosas menciones en prensa, reconociendo que los relatos incluidos (es decir, un gran número de los que se recogen en este libro) demostraban que el autor «era capaz de combinar la facilidad y elegancia de sus formas, con la gravedad de los contenidos», como se publicó anónimamente en la revista El despertador. Hasta finales de la década de 1890, cuando se iniciara la publicación de sus Obras completas, no se volvería a dar una situación tan positiva, en número y contenido, en la recepción de las obras de Chéjov y el renacimiento del interés por el autor.
En 1884 Chéjov era ya, desde luego, alguien a quien se leía con atención y cuyas colaboraciones eran reclamadas desde distintas editoriales, lo que provocó no pocos desencuentros con el editor de Fragmentos. Sus diferentes participaciones en otras publicaciones, como la retomada con El despertador o las que se iniciarán con Entretenimiento, El provecho ruso o Noticias del día, permitirán a Chéjov algo a lo que cada vez le dará más importancia: no limitarse a textos breves de carácter humorístico, sino poder experimentar con extensiones, puntos de vista y enfoques diversos. Habrá que considerar estos años, 1884 y principios de 1885, como una de las primeras bisagras hacia la obra mayor de Chéjov, como ya adelantan algunos de los cuentos. Dos de ellos, de entre los incluidos aquí, se publicaron en el siguiente libro de cuentos de Chéjov, Discursos inocentes (de A. Chejonté), publicado en 1887: «La noche antes del juicio» y «Una noche de espanto».
Este volumen se detiene justo ante un relato mayor, tanto en su extensión como en su calidad, «Un drama de caza», prácticamente una novela policiaca, con el que se abre la segunda parte de esta edición y que incluye muchos de los cuentos que acabarían formando parte, ya sí, de la colección que le daría el renombre definitivo y la fama merecida, En el crepúsculo[7].
Fuente: Editorial Paul Viejo.

viernes, 18 de septiembre de 2015

DIARIO DE UN KILLER SENTIMENTAL Luis Sepúlveda


Luis Sepúlveda.
Con Diario de un Killer Sentimental y Yacaré, dos novelas cortas reunidas aquí en forma de libro, Luis Sepúlveda se adentra de lleno en el género policiaco que tanto le ha gustado desde siempre. Si, en la primera, el asesino a sueldo infringe con su enamoramiento todas las normas de su implacable profesión, en la segunda, el investigador de una compañía de seguros no puede evitar saltarse los límites de su misión, dejándose llevar por su fino olfato de antiguo agente de policía. Y, mientras el asesino a sueldo conduce al lector desde París a Madrid y desde Estambul a Mexico en busca de su futura víctima, un blanco nada fácil de encontrar ni de definir, el investigador de la compañía de seguros, tras cambiar su cálida y tranquila oficina de Zurich por las gélidas calles de Milán, se introducirá en el desconocido mundo de los indios anaré, misteriosos habitantes del sur de Brasil cuya existencia gira en torno a los yacarés, pequeños cocodrilos que, como se verá, valen su peso en oro.
Fuente: Editorial Tusquets.
***
DIARIO DE UN KILLER SENTIMENTAL 
Luis Sepúlveda
  


  Diario de un killer sentimental. (Fragmento).
 Un mal día
El día empezó mal, y no es que yo sea supersticioso, pero creo que en días como éste lo mejor es no aceptar ningún encargo, aunque la recompensa lleve seis ceros a la derecha, libre de impuestos. El día empezó mal, y tarde, porque aterricé en Madrid a las seis y treinta, hacía mucho calor y durante el trayecto hasta el hotel Palace el taxista insistió en soltarme un rollo sobre la copa europea de fútbol. Tuve ganas de apuntarle en la nuca con el cañón de una cuarenta y cinco para que cerrara el pico, pero no llevaba ningún fierro y, además, un profesional no se lía a tiros con un cretino aunque sea taxista.
En la recepción del hotel me entregaron las llaves de la habitación y un sobre. En él venía una fotografía donde se veía a un grupo de seis sujetos con buena pinta, jóvenes, todos entre los treinta y los cuarenta años, bastante parecidos entre sí; pero sólo importaba el que tenía la cabeza rodeada por un círculo marcado con rotulador. Éste era el encargo, y el tipo no me gustó. Había también un pie de foto que decía: «Tercer Encuentro de Organizaciones No Gubernamentales, ONG». Tampoco me gustó. Nunca me han gustado los filántropos y aquel tipo apestaba a moderna filantropía. Una mínima ética profesional prohíbe preguntar qué han hecho los tipos que uno tiene que liquidar, pero mirando la foto sentí curiosidad y eso me molestó. En el sobre no venía nada más y así tenía que ser. Debía empezar a familiarizarme con ese rostro, a observar los detalles reveladores de su fortaleza o debilidad. El rostro humano jamás miente; es el único mapa que registra todos los territorios que hemos habitado.
Estaba dándole una propina al mozo que me había subido la maleta cuando sonó el teléfono. Reconocí la voz del hombre de los encargos, un tipo al que jamás he visto ni quiero ver, porque así son las cosas entre profesionales, pero cuya voz podría reconocer entre una multitud.
—¿Has tenido un buen viaje? ¿Te entregaron el sobre? Lamento joderte las vacaciones —dijo a manera de saludo.
—Sí a las dos preguntas; en cuanto a lo de las vacaciones, no te creo.
—Mañana tendrás que viajar —prosiguió—. Procura descansar.
—De acuerdo —dije, y colgué.
Me tendí en la cama y miré el reloj. Faltaban todavía cinco horas para que aterrizara el avión que traía a mi chica —vaya una manera pelotuda de llamarla— desde México y la imaginaba tostada por el sol veracruzano. Le había prometido pasar juntos una semana en Madrid antes de regresar a París. Una semana recorriendo librerías y visitando museos, cosas que a ella le gustaban y que yo aceptaba reprimiendo bostezos, porque esa chica —desde luego, suena definitivamente pelotudo llamarla así— me tenía comido el coco.
Un profesional vive solo. Para aliviar el cuerpo, el mundo le ofrece un montón de putas. Siempre había respetado a rajatabla esa consigna misógina. Siempre. Hasta que la conocí.
Fue en un café del Boulevard Saint-Michel. Todas las mesas estaban ocupadas y ella me preguntó si podía tomar un café en la mía. Iba cargada con una pila de libros que dejó en el suelo; pidió un café y un vaso de agua, cogió uno de los libros y empezó a señalar frases con un rotulador. Yo seguí con lo que hacía antes de que llegara: repasar el programa hípico.
De pronto me interrumpió pidiéndome fuego. Alargué la mano con el encendedor y ella la aprisionó entre las suyas. Quería guerra la nenita.
Hay mujeres que saben comunicar sus ganas de follar sin decir palabra.
«¿Cuántos años tienes?», le pregunté.
«Veinticuatro», respondió con una boca pequeña y roja.
«Yo tengo cuarenta y dos», le confesé mirando sus ojos de almendra.
«Eres un hombre joven», mintió con toda la calentura que emanaba de sus gestos al fumar, al ordenarse el cabello, que tenía el color de las castañas maduras y la textura fina y suave del agua deslizándose sobre las rocas cubiertas de musgo.
«¿Quieres comer antes o después de follar?», dije al tiempo que llamaba al camarero para pedir la cuenta.
«Cómeme y fóllame en el orden que quieras», respondió aferrada a sus libros.
Salimos del café y nos metimos en el primer hotel que encontramos. No recordaba haber estado con una chica tan inexperta; no sabía nada, pero tenía ganas de aprender. Y aprendió, tanto que violé la regla elemental de la soledad y me transformé en un killer con pareja.
Ella quería ser traductora y, como todas las intelectuales, era lo suficientemente ingenua como para tragarse cualquier cuento, de tal manera que no me costó convencerla de que yo era representante de una empresa de aeronáutica y que por eso debía viajar mucho.
Tres años con ella. Se hizo mujer rápidamente, le florecieron las caderas a fuerza de usarlas, su mirada se tornó astuta, entendió que el placer consiste en la exigencia, su cuerpo se aficionó a la seda, a los perfumes exclusivos, a los restaurantes en los que los camareros van elegantes como embajadores y a las joyas de diseño. Dio un gran salto de nenita a minón.
Y entretanto fui violando varias reglas de seguridad, sobre todo las que insisten en la soledad, en permanecer anónimo, desconocido, en no ser más que una sombra, y así el lugar en que establecía mis contactos pasó a ser una oficina a la que tenía que acudir todos los días por la mañana. Por las tardes y por las noches compartía con mi chica un piso que empezó a apestar a casa burguesa, porque allí acudían sus amigos y se hacían fiestas. Durante esos tres años cumplí con varios encargos en Asia y América, y creo que hasta me superé como profesional porque actué rápido para regresar a ella. Lo dicho: me había comido el coco.
A eso de las nueve de la noche decidí salir del hotel para comer algo y beber un par de ginebras. Sabía que no le gustaría que la dejara sola en Madrid. Le había pagado un mes de vacaciones en México para alejarla mientras yo cumplía con un encargo en Moscú. Unos rusos se habían puesto demasiado insolentes con alguien de Cali, y ese alguien contrató mis servicios para recordarles que no eran más que unos aficionados. No. No le gustará que la deje sola en Madrid. En fin, se lo diría después del segundo o tercer polvo.
Tras un atracón de mariscos en un restaurante gallego, di un largo paseo por las inmediaciones del Prado. No debía pensar en el tipo de la foto, pero no lograba sacármelo de la cabeza. Ni siquiera sabía su nombre, su nacionalidad, pero algo me decía que era latinoamericano y que, para bien o para mal, nuestros caminos empezaban a acercarse.
«Ese tipo es un encargo como cualquier otro, nada más. Un encargo que, apenas deje de respirar, representa para mí un cheque con seis ceros a la derecha, libre de impuestos, así que déjate de pendejadas», me dije entrando en un bar.
Me acodé en la barra, pedí una ginebra y decidí despejarme la cabeza mirando el televisor que presidía el lugar. En la pantalla, una gorda imbécil recibía llamadas telefónicas de otros imbéciles y luego hacía girar la rueda de una tómbola. Los premios no eran tan imbéciles como los que participaban en el programa. En una pausa, la pantalla se llenó de chicas con minifalda que me hicieron pensar en la mía. Faltaban menos de dos horas para que aterrizara el avión con mi minón francés. Digamos que en dos horas y media la tendría en el hotel. No había ido a recibirla al aeropuerto obedeciendo a una consigna que aconseja evitar los aeropuertos internacionales. Hay una posibilidad entre un millón de que alguien te reconozca, pero la ley de Murphy pesa como una maldición entre los profesionales.
Soporté dos ginebras frente al televisor y salí de allí. La gorda de la tómbola no logró alejar de mis pensamientos al tipo de la foto. ¿Qué diablos me estaba ocurriendo? De pronto me vi a mí mismo preguntando qué había hecho ese tipo al hombre de los encargos. «Quiero saber por qué tengo que matarlo. Ridículo. La única razón es un cheque con seis ceros a la derecha.» Estaba seguro de no haberlo visto antes. Y, aunque así fuera, eso no cambiaba nada. Una vez liquidé a un hombre por el que incluso llegué a sentir algún aprecio. Pero él se lo había buscado y, al verme llegar, entendió que no tenía escapatoria.
«Me ha llegado la hora, ¿verdad?», preguntó.
«Así es. Cometiste un error y lo sabes.»
«¿Nos tomamos un último trago?», propuso.
«Como quieras.»
Sirvió dos whiskies, brindamos, bebió y cerró los ojos. Era un hombre digno y me esforcé por borrarlo de la lista de los vivos con el primer plomo.
¿Por qué demonios me importaba, pues, el tipo de la foto? Al parecer trabajaba para alguna ONG, pero el motivo de mi encargo no venía por ese lado. Ninguna ONG dispone de suficiente dinero como para contratar los servicios de un profesional, y supongo que tampoco arreglan así sus cuitas.
Malhumorado, empecé a caminar de regreso al hotel. La noche seguía calurosa y me alegré por mi minón francés. Por lo menos no extrañaría el calor de Veracruz. Le gustaba que le mordiera el cuello, y, tostadita como vendría, sería una invitación a morderle el cuerpo entero. «Vaya», me dije, «vuelves a pensar como un hombre normal.»
En la recepción pedí la llave de la habitación y encontré que había otro sobre para mí. No me gustó. El hombre de los encargos nunca me haría llegar instrucciones por escrito. En la habitación saqué una cerveza del minibar y abrí el sobre. Era un fax remitido desde México por mi minón francés:

«No me esperes. Lo siento pero no llegaré. He conocido a un hombre que me ha hecho ver el mundo de una manera totalmente diferente. Te quiero, pero creo que estoy enamorada. Me quedaré en México otras dos semanas antes de regresar a París. Allí hablaremos de todo esto. Quisiera quedarme para siempre con él, sin embargo regreso por ti, porque te quiero y debemos hablar. Un beso».

Regla número uno: permanecer solo y aliviar el cuerpo con alguna puta. Pedí que me subieran un periódico del día y busqué la sección «Relax» en las páginas de anuncios. Media hora después llamaron a la puerta, abrí y dejé pasar a una mulata que arrastraba tras de sí todo el aire caliente del Caribe.
—Son treinta mil por adelantado, mi amor —dijo inclinada frente al minibar.
—Aquí hay cien mil, por si te portas bien.
—Yo siempre me porto bien, papacito —respondió estirando su boca grande y roja.
Y lo hizo. Los buenos efectos de la panzada de marisco se agotaron después del tercer round.
Mientras ella se vestía, comentó:
—Estuviste siempre callado, papacito. A mí me excita que me hablen, que me digan guarradas. ¿Eres siempre así?
—No. Pero hoy he tenido un mal día. Un pésimo día. Un día de mierda —le respondí, porque ésa era la verdad, la condenada y puñetera verdad.
Cuando la mulata salió llevándose las cien mil pesetas y las brisas calientes del Caribe, llamé al bar y pedí que me subieran una botella de whisky.
Y así, pasé la noche de aquel mal día sin abrir la botella, aunque sentía unas ganas terribles de emborracharme, hablando con la foto del tipo que tendría que eliminar, porque, por muy cornudo que sea, un profesional siempre es un profesional.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Cabrera Infante. Todo está hecho con espejos. Cuentos casi completos.


Cuento.
La soprano vienesa

   El fonógrafo siempre distorsionará

   Thomas Alva Edison

 
   I

   Creo que llegó la hora de contar el cuento del escultor
húngaro sobre la soprano vienesa.
   El escultor se llama (o se llamaba: no sé decir) Carol
Tobir, pero éste no era (es) su nombre verdadero, ya que su
verdadero nombre (Tibor Karolyi) le dio bastantes dolores de
cabeza con las bromas que la sola mención del mismo
desencadenaba como reflejos verbales condicionados. Un ligero
cambio en las sílabas, un trueque en la ordenación de nombre y
apellido (cosa que importa bien poco a los húngaros, ya que
nunca se ha sabido si Lajos Zilahy se llamaba en realidad
Zilahy Lajos) y el maestro Tobir pudo vivir en paz: ya no
recordó más en su apellido que era pariente del primer
presidente húngaro (Michel Karolyi o Karolyi Michel), pero
tampoco ningún otro cubano volvió a defecar metáforas dentro
de su nombre. (Tibor en Cuba no es "un vaso grande de barro
decorado exteriormente" sino algo más íntimo: un orinal.)
   Carol era un hombre grande y aquí quiero decir que era tan
alto como gordo y tenía un tipo que solamente su acento
extranjero y cierta aura europea evitaba que fuera un mulato
lavado ejemplar o un ejemplar de mulato lavado. Se parecía ya
bastante a Dan Seymour, el actor, cuando decidió acentuar el
parecido (después de ver "Tener y no tener") echándose una
boina negra sobre la cabeza que comenzaba a calvear.
   Sus amigos ven aquí la razón profunda para calarse el
"beret", como él decía, más que la frivolidad de seguir a Dan
Seymour, después de todo un actor bastante oscuro. Si ustedes
no recuerdan a Dan Seymour es porque está olvidado. Pero puedo
refrescarles la memoria añadiendo que Dan Seymour se parecía
bastante a un busto (apócrifo) de Metrodoro de Kyos que hay en
el museo de Bellas Artes de La Habana. Si todavía no lo
describo bien, añado que Julián Orbón, el compositor premiado
en el Festival de Caracas de 1957, siempre gustaba de
compararse (al pararse al lado) al busto (apócrifo) de
Metrodoro de Kyos. Para los que no conozcan a Orbón tan bien
como el peripatético poeta habanero Lezama Lima, sería bueno
decir que Julián es el vivo retrato de Dan Seymour. Pero no
creo que haga falta completar la imagen de Carolón, como le
llamábamos sus amigos. Quiero decir, el retrato físico. Sí
añado unos cuantos rasgos que podemos llamar, por no decirlo
de otra manera, morales.
   Carol había venido a Cuba alrededor del año cuarenta
huyéndoles a esas facciones que lo hacían en Hungría un tipo
de judío sefardita ejemplar. Había sido escultor laureado (un
parque de Pest, junto al Danubio, tiene todavía una fuente
firmada al pie, o a la cola, de un delfín con su nombre
húngaro) y gozaba de cierta fama centroeuropea, que se
convirtió, por la magia de la ignorancia antillana, en una
anonimidad total. No vivió mucho tiempo, sin embargo, en el
anónimo (en la nómina del Ministerio de Obras Públicas) porque
por aquella época Batista decidió inmortalizar su alma en
piedra de cantería y Carol hizo una o dos fuentes que nunca
firmó. Luego, durante la guerra, se inició con unos refugiados
flamencos (Beno Cravieski, ciudadano cubano de Amberes, lo
recuerda muy bien), en el negocio de joyería y ganó (y gastó)
una fortuna cubana. Los años cincuenta lo vieron de nuevo
pobre, pero en camino de una fama centroamericana como
escultor de masivos grupos humanos. Para su mal, de la noche a
la mañana decidió hacerse escultor abstracto y el arte de la
soldadura aprendida en la joyería, lo puso al servicio de
enormes brazaletes de bronce que querían ser estatuas
ecuestres o férreas maternidades que semejaban un "pendantif"
o aun anillos de compromiso en vías de derretirse en pietás
con un Cristo ausente -y dejó de aparecer en los anuarios de
"Art News Magazine".

   Ii

   Después de la Revolución lo vi pocas veces, porque yo
estaba muy ocupado escribiendo las memorias de un viejo
político ortodoxo (del Partido Ortodoxo) que murió, a resultas
de un derrame cerebral, en la amnesia total, mientras que
Carolón parecía mirar a La Habana con sus ajados ojos de
Budapest. Un día me lo encontré en la Biblioteca Nacional.
Hacía yo una investigación
literaria-policialhistórico-geográfica de los trabajos de
espías enemigos infiltrados en Cuba poco antes de la toma de
La Habana por los ingleses, para una monografía a editar por
las Fuerzas Armadas Revolucionarias, que luego apareció como
un capítulo de la obra titulada "Detección de la Infiltración
desde Colón, hasta la Revolución", afortunadamente firmada por
el capitán ÑIco Núñez.
   Me contó este cuento en el camino al café de Ayestarán
(muchos escriben todavía Ayesterán, incorrectamente) y 20 de
Mayo. Al regreso, lo dejé en la biblioteca leyendo el magazine
dominical del "New York Times". Antes de marcharse me puso una
de sus infinitas pero limitadas manos sobre (pesante) un
hombro y me dijo, "Acabo lerr una phrase de Marrcell Duchán
que serrá mi divisa", dijo, pero dijo difiso en vez de divisa.
"Dice Duchán que el ferdaderro arte es siempre subersifo. ?Qué
te parrese¿" Él había dicho arete en vez de arte y me quedé
pensando en unos pendientes de tNT.
   Cuando por fin entendí, ya me decía, "Voy irr suterránio
con mi esculturra". Me parecieron palabras de una cierta
profundidad y lo dejé allí, a que el silencio de la sala de
lectura le sirviera de eco histórico. No volví a saber de él,
hasta que pocos días antes del Primer Congreso de Escritores,
alguien me dijo que Carol había desaparecido. Ahora
probablemente esculpe estalactitas figurativas en una cueva de
Pinar del Río o los parques de Santo Domingo (República
Dominicana) comienzan a tener fuentes con delfines o en
Greenwich Village, Nueva York, hay una joyería de limallas de
hierro más.

   Iii

   Nunca fue tan esperado el debut de una soprano. Al menos,
ustedes y yo con ustedes (y el lector nunca sabe hasta qué
punto el escritor se ve atrapado por su trama literaria) hemos
bogado ansiosamente por este río discursivo, hecho tirabuzón
navegable por los meandros sucesivos de innúmeras digresiones,
para llegar al puerto escondido del secreto de la soprano que
vino de Viena.
   Pues bien, puedo decirles que sé poco de esta soprano
vienesa: ni siquiera sé si vino o no de Viena, porque por
aquella época (años 1939, 1940, 1941) todas las sopranos
venían de Viena. Por lo menos, eso es lo que de ellas decía la
prensa habanera y lo que decía la prensa habanera era lo que
ellas decían, ya que la crítica musical de ese tiempo se
reducía a elogios más o menos bien pagados. Lo cierto es que
la soprano tuvo su hora de éxito y por un momento pareció ser
más bien una ventrílocua (no estoy muy seguro de que esta
palabra tenga uso femenino: son muy pocas las mujeres que
hablan con el estómago), porque una tarde estaba cantando en
un recital de "lieder" de Hugo Wolf (todo su "Spanische
Liederbuch") en el saloncito recién inaugurado del Lyceum y a
prima noche tenía su acostumbrada media hora por Radio O.Shea
y de nueve a diez cantaba siempre en (?dónde si no¿) el
restaurant Vienés, usando en la emisora y en el restaurant las
mismas melodías de Strauss y Franz Lehar y de "ese músico que
ofende a Bach", como decía Tobir, Offenbach, y casi ya a
medianoche estaba en casa de Zaydín, entonces Primer Ministro,
o en una "soirée" musical de la Casa Cultural de Católicas o
en el programa sabatino o dominical del anfiteatro municipal,
cantando habaneras con un acento musical perfecto.
   Su gran momento, sin embargo, ocurrió un día, para decirlo
con palabras de Polonio, histórico-religioso-patriótico. Fue
el 12 de octubre de 1941 o el 10 de Tishri, año 5701 en el
calendario hebreo, o Día de las Américas o Aniversario del
Descubrimiento, en las efemérides del almanaque. Ese domingo
glorioso ella cantó en la Catedral por la mañana en una misa
(Te Deum) ofrecida en honor o en recuerdo o de gracia o de
descanso al alma emprendedora de Cristóbal Colón, cantó por la
tarde, ocasión del Yon Kippur, en la B.Naith B.Rith o en la
sinagoga del Vedado, y cantó en una velada ofrecida por el
Centro Gallego esa noche, en celebración del Día de la Raza.
Por muy poco falló en celebrar también el advenimiento del
nuevo año musulmán, ya que el Muharram en esa ocasión cayó
diez días más tarde.
   Ella se llamaba (o se hacía llamar) Militza Dolfus. No creo
que tuviera la menor intención de recordar en cada "lied" la
memoria asesinada del incauto canciller Engelbert Dollfuss, ni
mucho menos de condenar en toda aria al astuto regicida Otto
Planetta. No solamente las simples eses y eles de su apellido
me persuaden, sino que sé que "fr)ulein" Dolfus (siempre
tendré esta duda de su estado civil: ?señora o señorita¿)
había visto muy poco el Danubio o si lo vio no fue el mismo
Danubio que convocó en el daltónico compositor Johan Strauss
las recurrentes inundaciones musicales que padecimos tantas
veces en su voz de soprano ligera: nadie se inspira dos veces
en el mismo río. Pienso que había en ese seudónimo (porque
persona tuvo nunca dudas de que era un "nombre para el arte":
ella misma lo declaraba) algo más simple y más vil. El afán
comercial de parecerse aún más (cabellera oxigenada, nariz de
alas batientes al compás, manos entrelazadas sobre la organza
ventral o bajo el pecho capaz de dar el do, mientras exhibe
otras cualidades menos sonoras pero más visibles por los
escotes oportunamente abiertos), de ser posible, a otra
soprano vienesa famosa en aquel tiempo, que solía desplegar en
marquesinas y carteles el fílmico y notorio nombre
centroeuropeo de Miliza Korjus. Aun la sabia semejanza sonora
y la más hábil desemejanza ortográfica del nombre (que regula
la conocida ley que afirma que más se parece lo que no se
parece del todo, que lo absolutamente idéntico) lo indican.
Pero hay otra prueba concluyente: ambas millizas... perdón,
ambas Milizas fueron mellizas, al menos en la fama: cuando
ascendió una, subió la otra y las dos conocieron la decadencia
por el mismo tiempo, con la misma velocidad, en igual ausencia
de estela notoria. Pero las estrellas (las nuestras, las de
este mundo) declinan, no se apagan y un historiador acucioso
siempre encontrará su cola luminosa, perdida en el negro
espacio interestelar solamente para los ciegos ojos legos.
Nosotros, los astrónomos de la fama, sabemos sin embargo
situar en las cartas del cielo de la farándula estas novas,
supernovas y estrellas negras (me ocuparé de Sabor Vidal, la
mulata rumbera, otro día) que por años luz de olvido
parecieron extinguidas. Pueden brillar todavía con luz propia,
si existe el telescopio literario capaz de alcanzar, con su
potencia verbal, las débiles huellas de luz pública que deja
en el firmamento el paso de uno de estos astros del arte del
bel canto. Lo que hizo Nabokov con La Slavska, lo hago yo
ahora con la Dolfus. Quizás otra vez otro maestro (Jorge Luis
Borges, Ionesco, S.J. Perelman) rescatará del olvido cósmico
también a Miliza Korjus, ese facsímil.

   Iv

   Sé que me he dejado llevar por un arranque lírico, casi un
aria. Pero quiero reproducir en mis palabras la vehemencia con
que Carol Tobir me contaba en el largo viaje del día hacia el
café, la vida y los milagros de Militza Dolfus. Anoto ahora un
impromptu que compuso Carol en la ocasión, para mostrar su
carácter pendenciero y comunicativo y entusiasmado,
típicamente humano. Pasamos por un parque con una fuente al
medio y nos acercamos. Estaba firmada por Rita Longa, nuestra
conocida escultora. Había en el parque también dos o tres
grupos escultóricos. La fuente representaba o quería
representar un tiburón fugitivo de su detenida piedra al que
rodeaban sucesivas sardinas de hormigón y cantería, en
actitudes beligerantes. Todos echaban un agua sucia por la
boca en la que se bañaban después (como ocurre con todas las
fuentes: no hay nada más antihigiénico) y Tobir me sugirió que
el grupo parecía un tanto alegórico, aunque "en la mejorr
trradición del peorr gusto", me dijo riendo. "Parrecen
políticas de una phábula". Seguimos caminando y casi bojeamos
el parque, reconociendo cada una de las estatuas. Había una
tropa de ciervos de bronce o de yeso pintado de bronce, unas
aves estilizadas hasta perder toda capacidad para el vuelo y
una reunión heroica que parecía más bien un pulpo abarrotado
de brazos combativos. (Recordé ante estas pétreas imágenes un
cartel entonces popular representando a un negro rompiendo las
cadenas raciales en una metáfora cruda que hacía pensar a su
vez, automáticamente, en el Congo: la figura del negro, por un
cruel fallo técnico o una intención torcida, parecía un gorila
en atuendo de obrero militante al que superpusieran !la cabeza
de Patrice Lumumba¡) Todas las masas escultóricas estaban
firmadas por Rita Longa. Carolón las miró una a una y en cada
estatua ("de alguna manera hay que llamarlas", me dijo) dejaba
la impronta de una o dos frases lapidarias, más definitivas
que las piedras que enfrentábamos. Finalmente pareció abarcar
todo el parque con sus brazos de escultor y allí, bajo el sol
implacable, dijo una frase más implacable que el sol: "Ars
brevis, Rrita Longa".

   V

   La señora Dolfus dejó de cantar paulatinamente. Hoy una
velada musical en el salón de actos del Comité por un Quemado
de Güines Mejor, mañana un recital de fados en los salones de
la Artística Gallega, luego un ágape cantado en el Club Atenas
(banquete con pretexto en el centenario del primer concierto
ejecutado por Brindis de Salas, "el Paganini negro"), más
tarde una aparición ni al comienzo ni al final en el tercer
homenaje de despedida de Zoila Gálvez, soprano oficial, y,
finalmente, avisado en caritativas gacetillas "de gratis", su
propio homenaje (que se anunciaba, como siempre se anuncian
los autohomenajes, "nacional"), en gran función de mutis en el
teatro de los Yesistas. El teatro (contra lo que se pueda
pensar no pertenecía a una sociedad religiosa, sino al
sindicato de los obreros del yeso) estaba lleno aquella noche.
Lo que no es una hazaña musical, pues los Yesistas tienen
cabida solamente para ciento setenta y cinco personas. Tobir
me contó que esa noche de la primavera (que en Los Yesistas se
convirtió en noche de tórrido verano) de 1951 el teatro estaba
lleno, pero no de personas que pagaran la entrada, sino de
viandantes y vecinos y gente del barrio de la Victoria que
habían venido a oír tocar gratis a su pianista acompañante,
Juan Bruno Tarraza, entonces en vogue. Sin embargo, todas las
entradas se vendieron entre la colonia israelita y las
amistades europeas y cubanas de La Dolfus. (Así se hacía
llamar ella.) Por un tiempo La Dolfus disfrutó su bonanza
económica, y solamente los empresarios del teatro que venían a
diario a su casa a cobrar su parte (y nunca encontraban a
nadie) y la persuasión de dos o tres amigas, impidieron que
ese "adiós a la farándula" tuviera tantas repeticiones como la
dilatada despedida de Romeo de la alcoba de Julieta. Es que la
fama suele ser también una amante pegajosa.
   Tobir la veía, de vez en cuando, porque coincidían en el
Café Vienés una que otra noche, o a la hora del almuerzo
ocasional en Moshe Pippi, o en Fraga y Vázquez (12 y 23) en
las raras cenas de madrugada que Carolón se permitía (siempre
padeció de hipertensión) y en otros sitios parecidos: café
Ambos Mundos, Lucero Bar, Bodeguita del Medio, que él llamaba
del Miedo. La Dolfus venía invariablemente acompañada por un
viejo vienés, delgado, distinguido, de sempiterno sombrero
tirolés calado sobre la sien derecha, que apenas murmuraba un
saludo confuso siempre realizado con una cortesía nítida. A
Carol le pareció que el viejo vienés rejuvenecía. Hasta que un
día se dio cuenta de que el viejo era tan viejo como siempre:
era La Dolfus la que se derrumbaba físicamente bajo el peso de
los años y el tinte para el pelo y sus horribles "manteaus"
centroeuropeos, llevados aún en el memorable agosto de 1953,
cuando el termómetro subió a cuarenta y cuatro grados
centígrados a la sombra -y de día como de noche. Fue
precisamente poco después de ese verano que vio a La Dolfus
sola varias veces y al preguntar a amigos mutuos, supo que el
barón G9norres (tal era su nombre y Tobir sintió una difusa
pero intensa simpatía por el difunto barón, al saber que ambos
habían padecido el mismo suplicio nominal: ni siquiera el
título nobiliario lograba contener las desaforadas
asociaciones verbales cubanas una vez que la adventicia crema
del apellido del barón era olvidada, lo que ocurría a menudo)
había muerto en una batalla campal entre sus leucocitos y
fagocitos de un bando (el blanco) y sus hematíes del bando
contrario (el rojo). Una víctima más de esa guerra civil de la
sangre llamada por los médicos leucemia.

   V

   Habían pasado seis meses o un año cuando una tarde La
Dolfus se apareció en el estudio que Carol tenía en la Plaza
del Vapor. Ella conocía bien el lugar, porque en otros tiempos
de más fama artística y mayor esplendor físico (y no me estoy
refiriendo tan sólo a la voz), La Dolfus había cantado varias
veces en su ducha, por la mañana temprano, después de una
"noche rromántica". Esta vez no venía en busca de caricias,
sino de consejos: ella quería ser escultora. El salto que
alguno de ustedes ha dado (no ahora, sino al sentarse sobre un
clavo) fue discreto en comparación con el estrépito de Tobir
al caer de su banqueta de escultor. ?Una soprano escultora¿
?Por qué¿ ?Cuándo¿ Y además, ?de qué manera¿ La Dolfus lo
explicó bien. Ella tenía algún dinero (dejado por el barón en
recuerdo de noches en que su sangre era más roja), se aburría
en casa, quería tener un hobby y había pensado en la
escultura. ?Por qué había pensado en la escultura¿ Porque
cuando joven, en Viena, había tenido un novio escultor llamado
Miguel Angel, nacido, doble curiosidad, en Florencia, pero,
ay, sin talento.
   ?No le había contado esto a Carolito una madrugada en que
los dos llegaron borrachos al parque Maceo y montaron los
caballos de bronce y los espolearon hacia el mar para salir de
Cuba y volver a Europa, decretando la infalibilidad hípica
para la navegación¿ Los caballos nunca se hunden ni los
torpedea nadie, ?no¿ Tobir no recordaba una palabra. Además,
estaba cansado, no servía para dar lecciones a nadie y había
roto, completa y definitivamente "con la figuración". Eso no
era obstáculo para La Dolfus: "Enséñame el arete de
lesculturra avstrakta, Carolín", fue lo que le dijo. Tobir
comprendió que nunca sacaría de su estudio aquel mal recuerdo
y decidió enseñarle el abecé de la escultura usando la
plastilina Woolworth.
   Un mes más tarde, sin embargo, La Dolfus regresó trayendo
en una balsa una yegua plástica que recordaba a un perro
mutilado, una paloma que parecía más bien un pavorreal enano y
una vaca que de haber tenido debajo a Cástor y a su carnal
Pólux, habría sido una copia pasable de la loba romana. "No
modelaba más que animales", me dijo Tobir, que le preguntó qué
significaba aquella "ménagerie". "Parra ser abstraksiones son
demasiada rreales y para ser figurrasiones son demasiados
abstraktas", le dijo. Ella no se inmutó (se recordará que una
vez en la escena del teatro Alkázar, en el show obligado que
se intercalaba entonces entre película y película, un operador
disgustado por la espera interminable de un agudo sostenido
más allá del umbral de la paciencia le "echó encima" la
película y sin embargo la voz de La Dolfus superó los fieles
rugidos del león de la Metro, la espesa música de George
Bakhaleinikoff (?o era de Daniel Amfitheatrof¿) y los
atronadores cañonazos del departamento de sonido del estudio.
El do sostenido final de "Il baccio", en la voz de la soprano
vienesa, acompañó unos cuantos segundos de acción bélica en
las fingidas Ardenas de "Sangre en la nieve") y le respondió
simplemente a Tobir: "Soy una primitiva sophisticada". Pero
ella no venía a discutir su arte, sino a perfeccionarlo.
"Vengo me ensegnes a esculpir", le dijo a Tobir. Carolón
acababa de dejar la escultura tradicional y no tenía
disposición más que para la soldadura, por lo que la barra de
aleación, el soplete y el tanque de acetileno y el yelmo
protector ocupaban todo su estudio, donde esculpía (es un
decir) por las noches, mientras de día trabajaba con Ernesto
González en las obras esculpidas del Palacio de Bellas Artes.
Pero de alguna manera la Dolfus convenció a Carolón, que le
dio unas cuantas lecciones rudimentarias del arte de la
escultura y además le regaló un tronco de ácana y varios
trozos de baría y sabicú y caoba, y una gubia, un formión y un
mallete. "Empieza con la maderra", le dijo. "Que es muy
noble".
   Si Carolón creyó que allí terminaba su misión didáctica, se
equivocaba, porque La Dolfus regresó al mes por más: ahora
quería completar su curso. "Quierro me ensegnes la pietra a
esculpirr", le dijo a Tobir, que le respondió: "Se dice
trabagar". "Bueno", dijo ella, "quiero me ensegnes la pietra a
trabagar". A lo que respondió Carolón: "Es lo mismo que la
maderra, solamente que más dura. Tienes comprarte un cincel y
una sierrra para mármol". "?Y tú no podrías todo
regalármelo¿", fue su penúltima pregunta. "Nein", dijo Tobir.
"Traurig", dijo ella queriendo decir lástima en alemán. Antes
de irse hizo la última pregunta: "Wollen wir Morgen abend
ausgehen?". Pero Tobir que no tenía ganas de ir a ninguna
parte con aquella bola de primavera, grasa y maquillaje,
cubierta conspicuamente por la pelliza, a la que los años y el
calor y la humedad le habían dado un aspecto arratonado, dijo:
"Nicht. Danke sch9n". Y ella respondió, casi cerrando la
puerta: "Traurig. bitte sch9n". Algo en la voz, en esta mano
demorada en la puerta, en aquel rabo de ratón mojado que se
escurría entre la hoja y el marco al cerrarla, le hizo
llamarla y regalarle un mallete para mármol y el cincel y la
sierra. Solamente exigió Carol un favor (la verdad) a cambio y
La Dolfus le pagó en moneda falsa (la mentira). "¿Qué haces
con l.esculturra? ¿Te ganas la fida así ahorra?" "Nein", dijo
ella, tratando de sonreír. "Te dije, "Dumm Kopf", que más no
es que un hobby". La mano húmeda cerró la puerta.

 
   Vi

   Pero no es por gusto que un chachachá llamado "La
engañadora" fue durante años casi el himno nacional cubano.
Hay un verso de su letra que dice: "Pero todo en esta vida se
sabe". Lo cual es cierto, aunque más cierto aún es el final de
esta feliz frase musical: "Sin siquiera averiguar". Carolón se
enteró de todo sin preguntar a nadie. La Dolfus era ahora
escultora, pero no era la vieja enloquecida por la cultura que
tomaba la escultura como pasatiempo, como él creía, sino una
profesional que se ganaba la vida haciendo toda clase de
encargos esculpidos: la Rita Longa del rico. porque La Dolfus
no había heredado del barón la apreciable fortuna que ella
decía, pero sí su círculo de amistades escogidas, que por una
actitud muy cubana (y muy colonial), aceptaron a la amante
como amiga por el simple hecho de que era una extranjera,
cuando en otra ocasión no habrían aceptado a la esposa
legítima. De este grupo, tres amigas fueron más que sus
íntimas, sus compañeras de canasta. Hay algo en este largo y
complejo juego uruguayo que predispone a la amistad, a la
confesión, a una intimidad solamente aparejada por la cama, y
en su frivolidad intensa hay mucho de los amores físicos
violentos: tan sólo una noche de despliegue sexual puede dejar
tanta fatiga física y tal exaltación espiritual como seis o
siete horas seguidas de canasta. En uno de estos maratones, La
Dolfus dejó ver que su estrella declinaba (en realidad estaba
apagada hacía tantos años que nadie lo recordaba) y en otro
juego con pareja discreción sugirió su penuria económica (se
trataba en verdad de otra palabra, miseria) y en otro match
sabatino ("El sábado es el día imaginado para la canasta",
Virgilio Piñera) dijo en una suerte de proclama, que era una
escultora ahora y mostró las piedras creadas. Ese día jugaban
en su casa. Todas tres, sus compañeras de mesa cambiaron
miradas inteligentes (sí, eso dije: miradas inteligentes) y a
la salida se coaligaron para ayudar a La Dolfus -"sin que ella
supiera nada".
   Ahora quiero hablar, brevemente, de las amigas. Una es una
princesa rusa que es una de las reliquias habaneras más
preciadas. Por este tiempo estaba tan arruinada como La
Dolfus, pero nunca se quejaba y vestía con una elegancia tan
antigua que había pasado de moda y se había vuelto a poner de
moda. Poco después de este tiempo, esta princesa que se
llamaba Tania o Zinia o quizás Sonia y a quien llamaremos la
princesa Olga para simplificar, abandonó para siempre la
canasta y redujo el cuarteto a sonata trío. La princesa Olga
había venido de Rusia, por supuesto, muy joven, en aiag o
1918, "huyendo de la Revolución de Octubre o de Noviembre",
decía ella, con su padre, coronel de cosacos y príncipe: nada
excepcional, como se ve, para un exilado ruso de 1917, y que
debe de haber muerto hace años o desapareció sin dejar
rastros, porque nadie parecía haberlo conocido. Pero la
princesa Olga sí es excepcional. Es un personaje del folklore
habanero, con sus boinas o sombreros o tocados que parecen
adornar su cabeza como una segunda cabellera, y su eterna
boquilla de ámbar con un cigarrillo incesante humeando sobre
su ojo izquierdo, que guiña siempre a su destino. En zigzag.
El penúltimo zigzag (esta palabra inconsistente) del errático
fatum de la princesa Olga fue que la alcanzara una revolución
socialista fatalmente (estas tres mujeres fueron afectadas por
la revolución de una manera aparatosa y diversa), a ella que
había viajado diez mil kilómetros escapada de una revolución
semejante, para encontrar refugio en el único sitio de la
tierra donde una revolución comunista no sólo no parecía
factible, sino escasamente probable. El último rasgo de esta
zeta fatal fue que la Revolución llegó como providencial
salvavidas para la princesa Olga, casi ahogada en un océano de
acreedores. Hoy ella enseña ruso en la tierra firme de la
academia nacionalizada de idiomas John Reed (apodada Diez Días
que Conmovieron a Berlitz), y por primera vez en muchos años
gana un sueldo decente y ha conseguido un nuevo nombre: la
princesa Olga se llama ahora, cosas de la historia, la
compañera Vernisjaya.
   La segunda mujer es más oscura y está muerta: la oscuridad
en la oscuridad: "noches para una noche", que diría el Bardo
que siempre responde cuando Avón llama. Se llamaba María Luisa
Bonichea, era condueña del Frontón Jai-alai y cuando llegó la
Revolución pensó que pasaría de rica a millonaria, porque el
turismo norteamericano tendría que aumentar por fuerza, ahora
que había caído batista. Error de cálculo se llama esa figura
retórica: en este caso craso error patético. (Se oye una
marcha fúnebre que se parece a la Sinfonía Patética.) La
armonía (para encarrilar el pensamiento sobre el pentagrama:
"Todas las artes aspiran a la música") de su alarma fue un
pesar in crescendo, para llegar a una serie de secuencias con
las sucesivas nacionalizaciones y culminar en un tutti e
fortissimo el Día que Cambiaron la Moneda. Doña María Luisa
tenía en su casa cerca de %s250,000 (doscientos cincuenta mil
pesos) escondidos en una caja fuerte, un colchón del último
cuarto y una caja de zapatos en su armario. El golpe produjo
un eco "in lontano" en su corazón y no recobró el conocimiento
ya más. La enterraron con doscientos pesos de sus ahorros que
su vieja y fiel criada tenía en el banco. Como cosa casi
ejemplar, Doña María Luisa (que tenía horror a las colas y
había contratado un hombre para que le hiciera las
imprescindibles) Bonichea tuvo que esperar seis horas en una
fila funeral en el cementerio de Colón para ser enterrada.
   La historia de la tercera mujer es el final de esta
historia.

   Vii

   Mariamelia Maciá es (o debe ser, porque una mujer que podía
refutar la evidencia bien puede alejar la muerte eternamente
por el simple expediente de negarse a creer en ella) una mujer
de carácter y una mujer de carácter tiene que ser viuda por
fuerza y por idéntica causa, tener un hijo sin carácter.
Mariamelia Maciá no tuvo un hijo débil de carácter, sino de un
carácter peculiar, por no decir otra palabra y añadir a la
pornografía la obscenidad. Mariano Pi y Maciá (conocido por
ciertos amigos suyos por otros nombres: María Nopi, Dalia
Maciapí y La Maciá) era, en fin, una loca. No era una loca
cualquiera pero era una loca "con su fama". Alguien la
describió una vez como "una loca de tacón, peineta y encaje
antiguo", tal vez porque su aspecto español era marcado. Su
gran momento (exceptuada, claro está, la culminación
sacrosanta) lo tuvo en las reuniones del Marqués de Pinar del
Río. Carol Tobir me contó que el poeta Ovidio Chato (atrapado
en la gran cacería de prostitutas, proxenetas y pederastas,
conocida como la Larga Noche de las Tres Pes, en La Habana, el
1 de octubre de 1961, detenido aparentemente por error, pero
juzgado por actos contra natura o contra la sociedad o contra
el estado (no recuerdo), enviado luego a un campo de
rehabilitación en Cayo Largo. A pesar de su nombre y de sus
relaciones y de las muchas cartas que escribió a funcionarios
que eran también poetas laureados, solicitando un perdón que
nunca llegó, y muerto finalmente como el vate latino, el otro
Ovidio, en su destierro insular) tenía una carta de un amigo,
enviada a su casa de Camagüey ("La ciudad de los tinajones"),
mucho antes de cometer el error inmortal de venir a vivir a La
Habana, donde le relataba una de estas provincianamente
depravadas soirées del Divino Marqués de P. R. Decía el
corresponsal, luego de describir un momento brillante de la
reunión (había, además, algunas insensateces y chismes de
comunidad cursis y otros detalles poco edificantes, pero es
solamente esta mención a Mariano Pi y Maciá lo que interesa),
decía: "... y ése fue el instante, querida, que Marianito Pi
escogió para atravesar el salón, dejando a su paso un reguero
de mariconería".
   Por supuesto que Mariamelia Maciá viuda de Pi, su nombre
completo en la "Guía Social de 1959* (la última que se editó
en La Habana), ignoraba todo esto: para ella, mujer devota (no
mujer "de botas", linotipista amable pero descuidado, como
ocurrió en mi inquisitiva biografía "¿Fue Cornelia la única
madre de los Graco?"), su hijo era un santo. No un santo
imaginado, sino un santo real. La muestra fehaciente estaba en
su devoción por los pobres (a menudo, Marianito traía, casi
siempre de noche, "invitados de baja estofa", como se solía
decir) y en su aspecto piadoso (es evidente que esta madre
ejemplar había visto demasiados Grecos: "Don.t you see that El
Greco is a maricón¿", (preguntó retórico Hemingway) y en su
virginidad a toda prueba.
   Tengo que decir que Mariamelia Maciá había puesto a
Marianito en cada una de sus etapas hacia el cielo "pruebas de
santidad". Lo había alejado de los humildes. Antes Marianito
siempre andaba por los muelles, por el Parque Central y la
Manzana de Gómez y el Dirty Dick.s: por los "barrios bajos".
Había intentado enfurecerlo, llevarlo a la desesperación, casi
al frenesí (al de ella), pero Marianito siempre conservaba su
natural calmado, de voz apagada, de gestos lívidos. Trajo a su
casa a sus ahijadas más bellas, empleó a las criadas más
atractivas y hasta una que otra exuberante mujer fácil, que no
sólo prodigaban sus atenciones al unigénito misógino y
melancólico (el gótico es esdrújulo), sino que llegaban a
exhibirle sus encantos en un despliegue que convertía al
"strip-tease" alevoso y nocturno en una ocasión deportiva,
sana. Pero Marianito ("Las situaciones de vodevil hay que
describirlas con frases de vodevil", Eugene Labiche),
Marianito, nada, nada, nada.
   No es extraño que cuando murió de repente, después de haber
atravesado la vida como se cruza un salón y dejado a su paso
una estela de pederastia, su madre, casi viuda y mártir,
pensara que era hora de tener una imagen del santo de su hijo
en la iglesia. Por supuesto, no era cosa de iniciar un lento
proceso de beatificación a través de los conductos
eclesiásticos. Mariamelia Maciá viuda de Pi tenía dinero y el
dinero lo consigue (o lo conseguía) casi todo en Cuba, hasta
la canonización: ella donaría una imagen monumental a la nueva
iglesia de Jesús de Miramar. ?Qué había de singular si por un
azar errático o por la segura mano de Dios esa imagen santa
sería también la vera efigie del hijo beato¿

   Viii

   Tobir cree todavía (o creía el soleado día que me hizo
largo este cuento corto) que en el proceso se produjo un
milagro cierto: la imagen del santo (Santo Tomás, no el
teólogo de Aquino sino el incrédulo) tenía un indudable
parecido con María Nopi. Perdón, con Mariano Pi y Maciá. ?Cómo
La Dolfus había logrado con sus rudimentos escultóricos aquel
parecido asombroso¿ Carol nunca se lo explicó. "Un milacro,
chico", me decía. "Un ferdaderro milacro". La estatua era
colosal y La Dolfus la había esculpido en pura piedra de San
José, en su casa -o mejor dicho, en su
apartamento-cuarto-estudio de la calle Baños. Cuando estuvo
terminada, vino un camión a cargarla y llevarla atravesando
toda La Habana hasta la Quinta Avenida, en Miramar, como el
que atraviesa un salón asfaltado.
   Hubo una ceremonia discreta (la viuda no quería publicidad
para aquella donación dolorosamente piadosa) y un
emplazamiento, ay, demasiado apropiado: todo el que llegaba a
la iglesia topaba (físicamente) de pronto con la imagen de
Marianito Pi, que ahora inundaba el sagrado recinto con sus
efluvios rarificados. Para última desazón y entendimiento
tardío de la madre y la viuda, algunos amigos indiscretos de
Marianito también vieron la imagen (pía no Pi) y notaron el
parecido y preguntaron. El resultado final fue que se enteró
la parroquia y la junta de feligreses y el patronato de la
iglesia, y todo paró en un reporte a la Nunciatura Apostólica.
Un recado discreto al Palacio Cardenalicio consiguió que la
escultura (ya no era más una imagen venerable, sino un trozo
de piedra tallada) se removiera con menos ruido que se instaló
y el mismo camión la transportó de la iglesia -?adónde¿ Por
supuesto que la madre dolida no quiso ver ante sí la muestra
palpable (en piedra de San José) del escarnio y del engaño -y
del fracaso. No quedaba más que un camino y era el camino de
regreso (dejando detrás las huellas de las pisadas sodomitas)
a la casa de su Frankenstein: La Dolfus tuvo que recibir aquel
monstruo hierático pero culpable. Todavía debe estar en su
salaestudio...

   Ix

   La última vez que Carol Tobir vio a Militza Dolfus, la
soprano vienesa, fue porque ella lo mandó a llamar urgente,
fingiéndose enferma de muerte. Cuenta Carol que llegó al
edificio y sintió el choque nemotécnico del olor que casi
había olvidado de la comida israelí (o de la cocina askenazi),
con su espeso aroma eslavo, y subió las escaleras oscuras
hasta el quinto piso y tocó en la oscuridad una puerta
invisible. Una mujer envuelta en una bata de grandes flores
naranjas sobre un fondo azul pastel y el pelo en ganchos de
onda (recordó, dijo, a Elsa Lanchester en "La novia de
Frankenstein") y un cigarrito en la boca, lo recibió con algo
que sonó como una sonrisa, si es que este sonido existe.
Cuando ella se hizo a un lado y pudo reconocer a la antigua
doble de Miliza Korjus con otro golpe de recuerdos que entraba
esta vez por la vista, casi quedó mudo y fue porque vio una
enorme masa de piedra en medio del cuarto, que tocaba al
techo. No distinguió facciones ni ademanes ni estilos (además,
él ya no tenía ojo para nada que no fueran las "formas en sí")
y solamente pudo preguntar: "?Y por dónde carrajo sacas tú
este Golem¿" La Dolfus le explicó que "ya (dejá", dijo, sin
darse cuenta de que hablaba en francés) lo habían sacado y, lo
que es peor, metido (otros: aquí vino, más o menos, el cuento
contado) con una grúa, por la ventana (demostración con
gesticulación semita), el no convidado de piedra fue
desmontado previamente y armado después, dos veces, pero
(creía, todavía con los dedos que indicaban el infeliz doble
viaje de la efigie demasiado veraz, levantados ante la cara
grasosa que antes fue graciosa, creía que él le estaba dando
consejos antes de oír su petición) ella no tenía dinero para
repetir el proceso. ("?Qué hacer¿", V. I. Lenin.) Tobir se
olvidó de la enfermedad supuesta y La Dolfus no la recordó,
porque juntos empezaron a calcular la manera de derribar,
destruir, deshacer, demoler, desbaratar, desmantelar,
desmoronar, desgastar, talar, arrasar, romper, roer, moler,
hacer trizas, quebrar, partir, gastar, hacer polvo,
volatilizar, desintegrar, no dejar piedra sobre piedra de
aquel mamut de pecado. No había nada que hacer y Carol dio una
solución práctica: "Chica, te fas tenerr que quedarr con tu
hijo en la barriga". Fue su brutal diagnóstico profesional y
La Dolfus, la soprano vienesa, se tiró con un crujido (?fueron
sus huesos¿, ?fueron los muelles¿, ?fue una imagen literaria
de Carolón¿) en el único mueble de la sala capaz de recibirla:
un sillón Viena.

   X

   --?Qué te parece¿ -me dijo Carol Tobir, alias Carolón, ci
devant Tibor Karolyi-. ?No verdad que un buen cuento¿
   Le dije que sí.
   --?Por qué no lo escribe, chico¿

 
   Fin de la obra.
_
Fuente:
Cabrera Infante
Todo está hecho con espejos
Cuentos casi completos
Alfaguara S.A.

 

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