sábado, 29 de agosto de 2015

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares Nuevos cuentos de Bustos Domecq.


Los dos escritores, con el seudónimo con el que anteriormente habían publicado `Seis problemas para don Isidro Parodi` y `Crónicas de Bustos Domecq`, se unieron para producir una serie de fantasías con el común denominador del humor absurdo:

1.- `Deslindando responsabilidades`
2.- `El enemigo número 1 de la censura`
3.- `El hijo de su amigo`
4.- `La fiesta del monstruo`
5.- `La salvación por las obras`
6.- `Las formas de la gloria`
7.- `Más allá del bien y del mal`
8.- `Penumbra y pompa`
9.- `Una amistad hasta la muerte`

(Fragmentos).
Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares
Nuevos cuentos de Bustos Domecq

H. Bustos Domecq - 4
Título original: Nuevos cuentos de Bustos Domecq
Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares, 1977.
Ilustración: Sir John Tenniel (1820-1914), para Alicia en el país de las maravillas.
Diseño de portada: Viruscat
Editor original: jugaor


Una amistad hasta la muerte

Siempre redunda satisfactoria la visita de un joven amigo. En esta hora preñada de nubarrones, el hombre que no está con la juventud más vale que se quede en el cementerio. Recibí, pues, con la mayor deferencia a Benito Larrea y le sugerí que me efectuara su visita en la lechería de la esquina, cosa de no molestar a mi señora, que baldeaba el patio con creciente mal genio. Nos dimos traslado sin más.
Alguno de ustedes, a lo mejor se acuerda de Larrea. Cuando murió su padre se vio heredero de unos pesitos y del quintón de la familia que el viejo le compró a un turco. Los pesitos los fue gastando en farras, pero sin desprenderse de Las Magnolias, la quinta que decayó a su alrededor, mientras él no salía de la pieza, entregado al mate cocido y a la carpintería como hobby. Prefirió la pobreza decorosa a transar un solo momento con la incorrección o con el hampa. Benito, hoy por hoy, frisaría los treinta y ocho abriles. Venimos viejos y ya nadie se salva. Lo vi por demás caidón y no levantó cabeza cuando el patasucia trajo la leche. Como yo pescase al vuelo que andaba atribulado, le recordé que un amigo está siempre listo a poner el hombro.
—¡Don Bustos! —gimió el otro mientras escamoteaba una media luna sin que yo lo notase—. Estoy sumido hasta las orejas y si usted no me tiende su cable soy capaz de cualquier barbaridad.
Pensé que iba a tirarme la manga y me puse en guardia. El asunto que lo traía al joven amigo era todavía más bravo.
—Este año de 1927 me resultó la fecha nefasta —explicó—. Por un lado, la crianza de conejos albinos, auspiciada por un avisito en recuadro como esos de Longobardi, me dejó la quinta hecha un colador, llena de cuevas y de pelusas; por el otro, no acerté un peso en la quiniela ni en el hipódromo. Le soy verdadero, la situación había revestido ribetes alarmantes. En el horizonte asomaban las vacas flacas. En el barrio me negaban el fiado los proveedores. Los amigos de siempre, al divisarme, cambiaban de vereda. Acogotado por todas partes resolví, como corresponde, apelar a la Maffia.
»En el aniversario de la muerte natural de Carlo Morganti me presenté de luto en el palacete de César Capitano, del Bulevar Oroño. Sin aburrir a ese patriarca con el pormenor pecuniario, que fuera del peor gusto, le di a entender que mi desinteresado propósito era aportar una adhesión a la obra que él presidía tan dignamente. Yo temía los ritos de iniciación, de que se habla tanto, pero aquí donde usted me ve, me franquearon las puertas de la Maffia, como si me respaldara el Nuncio. Don César, en un aparte, me confió un secreto que me honra. Me dijo que su situación, por lo sólida, le había granjeado más enemigos que liendres y que a lo mejor le convendría una temporadita en una quinta medio perdida, donde no lo alcanzaran las escopetas. Como no soy afecto a perder oportunidades, a toda velocidad le respondí:
»—Tengo, precisamente, lo que usted busca: mi quinta Las Magnolias. La ubicación es aparente: no está muy lejos que digamos para quien conoce el camino y las vizcacheras descorazonan al forastero. Se la ofrezco a título amistoso y hasta gratuito.
»La última palabra fue el mazazo que la situación requería. Haciendo gala de esa sencillez que es propia de los grandes, don César inquirió:
»—¿Con pensión y todo?
»Para no ser menos le respondí:
»—Usted podrá contar con el cocinero y el peón, como cuenta conmigo, para satisfacer el más inesperado de sus antojos.
»El alma se me fue a los pies. Don César frunció el ceño y me dijo:
»—Qué cocinero ni qué peón. Fiar en usted, un Juan de afuera, es tal vez un dislate, pero ni loco le consiento que meta en el secreto a esos dos, que me pueden vender a Caponsacchi como chatarra.
»La verdad es que no había cocinero ni peón, pero yo le prometí que esa misma noche los ponía de patitas en la calle.
»Arqueado sobre mí el Gran Capo comunicome:
»—Acepto. Mañana, a las veintiuna clavadas, lo espero valija en mano, Rosario Norte. ¡Que crean que me voy a Buenos Aires! Ni una palabra más y retírese; la gente es malpensada.
»El más fulminante de los éxitos coronaba mi plan. Tras un improvisado zapateo, gané la puerta.
»Al otro día invertí buena parte de lo que me prestase el carnicero Kosher en alquilarle el break a un vecino. Yo mismo hice las veces de cochero y desde las ocho p.m. revisté en el bar de la estación, no sin asomarme cada tres o cuatro minutos, para verificar si todavía no me habían robado el vehículo. El señor Capitano llegó con tanto atraso que si quiere tomar el tren lo pierde. No es sólo el hombre de empresa que el Rosario de acción aplaude y recela, sino un pico de oro continuo, que no te deja meter baza. A las cansadas llegamos con el canto del gallo. Un suculento café con leche reanimó al invitado, que presto retomó la palabra. Pocos minutos bastarían para que se revelara como un conocedor infatigable de los más delicados vericuetos del arte de la ópera, singularmente en todo lo que atinge a la carrera de Caruso. Ponderaba sus triunfos en Milán, en Barcelona, en París, en la Opera House de Nueva York, en Egipto y en la Capital Federal. Carente de gramófono, imitaba con voz de trueno a su ídolo en Rigoletto y en Fedora. Como yo me mostrase un tanto remiso, dada mi escasa versación musical, limitada a Razzano, me convenció alegando que por una sola representación londinense le habían abonado a Caruso trescientas libras esterlinas, y que en los Estados Unidos la Mano Negra le había exigido sumas inmoderadas, bajo amenaza de muerte; sólo la intervención de la Maffia logré impedir que esos malandrines llevaran a buen término su propósito, contrario a la moral.
»Una siestita reparadora, que duró hasta las nueve de la noche, obvió el asunto almuerzo. Poco después Capitano ya estaba en pie, blandiendo tenedor y cuchillo, con la servilleta al cogote y cantando, con menos afinación que volumen, Cavalleria rusticana. Una doble ración de pastel de fuente, regada por su fiasco de Chianti, lo entretuvo durante la perorata; arrebatado por la verba, yo casi no probé bocado, pero llegué a compenetrarme de la actuación privada y pública de Caruso, casi como para dar examen. Malogrado el creciente sueño, no perdí una sola palabra, ni pasé por alto este hecho capital: el anfitrión estaba menos atento a las porciones que engullía que al discurso que despachaba. A la una se regresó a mi dormitorio y yo me acomodé en la leñera, que es el otro aposento que no se llueve.
»A la mañana, cuando me espabilé entumecido para revestir mi gorro de cocinero, descubrí justamente que en la despensa raleaban las vituallas. No era milagro: el amigo Kosher, sin embargo de ser lo más proclive a la usura, me previno que no volvería a prestarme un kopek; de mis proveedores de práctica, sólo conseguí Yerba Gato, un mínimo de azúcar y unos restos de cáscaras de naranja, que hicieron las veces de mermelada. Dentro de la más estricta reserva, le confié a uno y a todos que mi quinta hospedaba a un personaje de gran desplazamiento y que en breve no me faltaría el metálico. Mi labia no surtió el menor efecto y hasta llegué a pensar que no me creyesen en cuanto al asilado. Maneglia, el panadero, se propasó y me espetó que ya lo fatigaban mis embustes y que no esperara de su munificencia ni un recorte de miga para el loro. Más afortunado me vi con el almacenero Arruti, a quien importuné hasta arrancarle kilo y medio de harina, lo que me habilitaba para poder capear el almuerzo. No todas son flores para el cristiano que se quiere codear con los que descuellan.
»Cuando volví de la compra, Capitano roncaba a pierna suelta. A mi segundo toque de corneta (reliquia que salvé del remate judicial del Studebaker) el hombre saltó de la cucha con una imprecación y no tardó en absorber ambos tazones de mate cocido y las limaduras de queso. Fue entonces que noté, junto a la puerta, la temida escopeta de dos caños. Usted no me creerá, pero a mí no me agrada por demás vivir en un arsenal que lo carga el diablo.
»Mientras yo echaba mano de una tercera parte de la harina para los ñoquis de su almuerzo, don César no perdió el tiempo que es oro y en una revisada general que no dejó un cajón sin abrir sorprendió una botella de vino blanco, despistada en el taller de carpintería. Ñoqui va, ñoqui viene, agotó la botella y me tuvo boquiabierto con su interpretación personal de Caruso en Lohengrin. Tanto comer, beber y perorar le despertaron el sueño y a las tres y veinte p.m. había ganado la cucha. En el ínterin yo higienizaba el plato y el vaso y gemía con la pregunta ¿qué le voy a servir esta noche? De estas cavilaciones me arrancó un espantoso grito que mientras viva conservaré patente. El hecho superó en horror todas las previsiones. Mi viejo gato Cachafaz había cometido la imprudencia de asomarse a mi dormitorio conforme a su costumbre inveterada y el señor Capitano lo degolló con la tijera de las uñas. Lamenté, como es natural, el deceso, pero en mi fuero interno celebré la valiosa contribución aportada por el barcino al menú de la noche.
»Sorpresa bomba. Engullido el gato, el señor Capitano dejó atrás los temas musicales al uso para darme una prueba de confianza y abocarme a sus proyectos más íntimos, que juzgué improcedentes en grado sumo y que, usted no me creerá, me alarmaron. El plan, de corte napoleónico, no sólo involucraba la supresión, por intermedio de ácido prúsico, del propio Caponsacchi y familia, sino de una porción de compinches a todas luces espectables: Fonghi, el mago de las bombas en mingitorios, el P. Zappi, confesor de los secuestrados, Mauro Morpurgo, alias el Gólgota, Aldo Adobrandi, el Arlequín de la Muerte, todos, quien más, quien menos, caerían a su turno. Por algo me dijo don César, dando un puñetazo que disminuyó la cristalería: “Para los enemigos, ni justicia”. Emitió estas palabras tan enérgicas que cuasi se atoró con un corcho, que manoteó creyendo galleta. Atinó a vociferar:
»—¡Un litro de vino!
»Fue el rayo que ilumina la tiniebla. Administré unas gotas de colorante a un gran vaso de agua que el hombre se zampó entre pecho y espalda y que lo sacó del apuro. El episodio, baladí si se quiere, me tuvo en vela hasta que piaron los pajaritos. ¡Nunca se pensó tanto en una sola noche!
»Disponía de algodón y de naftalina. Con estos ingredientes completé, para la comilona del martes, una fuentada de ñoquis escasany hasta entonces. Día tras día, astutamente incrementé las dosis, en plena impunidad, porque don César inflamábase con Caruso o regodeábase con los planes de su vendetta. Sin embargo nuestro melómano sabía retornar a la tierra. Créame que más de una vez me recriminó bonachón:
»—Lo veo consumido. Aliméntese, sobrealiméntese, caro Larrea. Por lo que más quiera, vigórese. Mi venganza lo necesita.
»Como siempre me perdió la soberbia. Antes que el primer botellero de la mañana berreara su pregón, mi plan ya estaba, en líneas generales, maduro. La suerte quiso que descubriese, en un ejemplar atrasado del Almanaque del Mensajero, unos pesitos bien planchados. Me resistí a la tentación de invertirlos en dos cafés con leche completos y me aboqué sin más a la compra de aserrín, de pinotea y de pintura. Incansable en el sótano, fabriqué con tales enseres un pastel de madera, con bisagra, que pesaría más de tres kilos y que artísticamente recubrí de pintura marrón. Una guitarra desafinada, en desuso, me brindó un juego de clavijas, que remaché con sumo buen gusto a remedo de borde.
»Como quien no quiere la cosa presenté ese capolavoro a mi protector. Éste, engolosinado, le clavó el diente, que cedió antes que la vianda. Prorrumpió en una sola palabra máscula, se incorporó cuan alto era y me ordenó, ya con la escopeta en la diestra, que rezara mi última Ave María. Usted viera cómo lloré. No sé si por desprecio o por lástima, el Capo consintió en alargar el plazo unas horas y me conminó:
»—Esta noche, a las veinte ante mis propios ojos, usted se traga este pastel sin dejar una miga. Si no lo mato. Ahora está libre. Sé que no le da el cuero para delatarme ni para intentar una fuga.
ȃsta es mi historia, don Bustos. Le pido que me salve.
El caso era en verdad delicado. Inmiscuirme en asuntos de la Maffia era del todo ajeno a mi tarea de escritor; abandonar al joven a su destino requería cierto coraje, pero la más elemental cordura lo aconsejaba. ¡Él mismo había confesado albergar en su quinta de Las Magnolias a un Enemigo Público!
Larrea se cuadró como pudo y partió hacia la muerte. La madera o el plomo. Lo miré sin lástima.

Más allá del bien y del mal

I

Hôtel des Eaux, Aix-les-Bains,25 de julio de 1924. Querido Avelino:
Te pido que disimules la carencia del membrete oficial. El infrascrito ya es todo un cónsul, en representación del país, en esta adelantada ciudad, meca del termalismo. Igual que no dispongo todavía de papel y sobres reglamentarios, tampoco me entregaron el local, donde flameará la celeste y blanca. En el ínterin me las arreglo como puedo en el Hôtel des Eaux, que ha resultado un fiasco. Detentaba hasta tres estrellas en la guía del año pasado y ahora lo eclipsan establecimientos menos de confianza que bambolleros, que figuran como palaces, gracias a la colocación de avisos. El elemento, hablando claro, no ofrece perspectivas halagüeñas para el lancero criollo. El sector mucamas responde tarde y mal a las emergencias de un paladar severo y, en cuanto a la clientela del hotel… Ahorrándote una lista de nombres que no vienen al caso, paso a la palpitante noticia de que por aquí lo que menos falta son viejas, atraídas por la Fata Morgana del agua sulfurosa. Paciencia, hermano.
Monsieur L. Durtain, el patrón, es, no hesito en declararlo, la primera autoridad viviente en la historia de su propio hotel, y no pierde ocasión de lucirla, explayándose con la más variada amplitud. A ratos incursiona en la vida íntima de Clementine, el ama de llaves. Noches hay, te lo juro, que no acabo de conciliar el sueño, de tanto barajar esas patrañas. Cuando por fin me olvido de Clementine, entran a molestarme las ratas, que son la plaga de la hotelería extranjera.
Abordemos tópico más encalmado. Para ubicarte un poco intentaré un brochazo, a grandes rasgos, de la localidad. Ite haciendo a la idea de un largo valle entre dos filas de montañas que, si las comparás con nuestra cordillera de los Andes, no son gran cosa que digamos. Al cacareado Dent du Chat, si lo ponés a la sombra del Aconcagua, tenés que buscarlo con microscopio. Alegran a su modo el tráfico urbano los pequeños ómnibus de los hoteles, atestados de enfermos y de gotosos, que se dan traslado a las termas. En cuanto al edificio de las mismas, el observador más obtuso remarca que constituyen un duplicado reducido de la Estación Constitución, menos imponente, eso sí. En las afueras hay un lago chiquito, pero con pescadores y todo. En el casquete azul, las nubes errabundas tienden a veces cortinados de lluvia. Gracias a las montañas no corre el aire.
Rasgo aflictivo que señalo con las más vivas aprensiones: AUSENCIA GENERAL, POR LO MENOS EN ESTA TEMPORADA, DEL ARGENTINO, ARTRÍTICO O NO. Cuidado que la noticia no se vaya a infiltrar en el ministerio. De saberla me cierran el consulado y quién sabe dónde me despachan.
Sin un compatriota con quien relincharme, no hay modo de matar el tiempo. ¿Dónde topar con un fulano capaz de jugar un truco de dos, aunque para el truco de dos a mí no me agarran? Es inútil. El abismo no tarda en profundizarse, no hay lo que vulgarmente se llama un tema de conversación y el diálogo decae. El extranjero es un egoísta, que no le interesa más que lo suyo. La gente aquí no te habla sino de los Lagrange, que están al llegar. Te lo digo francamente: a mí ¿qué me importan? Un abrazo a toda la barra de la Confitería del Molino. Tuyo,
Félix Ubalde, el Indio de siempre. II

Querido Avelino:
Tu postal me ha traído un poco del calor humano de Buenos Aires. Prometeles a los muchachos que el Indio Ubalde no pierde la esperanza de reintegrarse a la barra querida. Por aquí todo sigue el mismo tranco. Todavía el estómago no termina de tolerar el mate, pero a pesar de todos los inconvenientes que son de prever yo insisto, porque me hice el propósito de matear cada santo día, mientras esté en el extranjero.
Noticias de bulto, ninguna. Salvo que antenoche un alto de valijas y de baúles atrancaba el pasillo. El mismo Poyarré, que es un francés protestador, puso el grito en el cielo, pero se retiró en buen orden cuando le dijeron que toda esa talabartería era de propiedad de los Lagrange o, mejor dicho, Grandvilliers-Lagrange. Cunde el rumor de que se trata de unos señorones de fuste. Poyarré me pasó el dato que la familia de los Grandvilliers es de las más antiguas de Francia, pero que a fines del siglo XVIII, por circunstancias que maldito me incumben, cambió un poco de nombre. Macaco viejo no sube a palo podrido; a mí no me engatusan fácil y me dejo caer con la pregunta de si esta familia, para la que no dieron abasto los dos changadores del hotel, serán de veras tan señorones o simples hijos de emigrantes, que se han llenado los bolsillos. Hay de todo en la viña del Señor.
Un episodio de apariencia banal me resultó reconfortante. Estando en el salón comedor, adosado a mi mesa inveterada, con una mano prendida del cucharón y la otra en la panera, el aprendiz de mozo me sugirió que me diera traslado a una mesita de emergencia, junto a la puerta de vaivén, que el personal, cargado de bandejas, pugna en abrir a las patadas. Por poco me salí de la vaina, pero el diplomático, ya se sabe, debe reprimir los impulsos y opté por acatar con bonhomía esa orden tal vez no refrendada por el maître d’hôtel. Desde mi retiro pude observar con toda nitidez cómo la cuadrilla de mozos arrimaba mi mesa a otra más grande y cómo la plana mayor del comedor se doblaba en serviles reverencias ante el arribo de los Lagrange. Mi palabra de caballero que no los tratan como si fueran basura.
Lo primero que acaparé la atención del lancero criollo fueron dos chicas que, por el parecido, son hermanas, salvo que la mayor es pecosita, tirando a colorada, y la menor tiene las mismas facciones, pero en moreno y pálido. De vez en cuando un urso medio fornido, que ha de ser el padre, me echaba su mirada furibunda, como si yo fuera un mirón. No le hice caso y procedí al examen atento de los demás del grupo. Ni bien me sobre el tiempo, te los detallo a todos. Por ahora a la cucha y el último charuto de la jornada.
Un abrazo del Indio. III

Querido Avelino:
Ya habrás leído, con sumo Interés, mis referencias en materia Lagrange. Ahora las puedo ampliar. Inter nos, el más simpático es el abuelo. Aquí todo el mundo lo llama Monsieur le Baron. Un tipo formidable: vos no darías cinco centavos por él, flaquito, de estatura de monigote y color aceituna, pero con bastón de malaca y sobretodo azul de buena tijera. Tengo de primer agua que ha enviudado y que el nombre de pila es Alexis. Qué le vamos a hacer.
En edad lo siguen su hijo Gastón y señora. Gastón frisa los cincuenta y tantos años y parece más bien un carnicero coloradote, en estado permanente de vigilancia sobre la señora y las chicas. A la señora no sé por qué la cuida tanto. Otra cosa son las dos hijas. Chantal, la rubia, que yo no me cansaría de mirarla, a no ser por Jacqueline, que a lo mejor le mata el punto. Las chicas son de lo más avispadas y te aseguro que resultan tonificantes y el abuelo es una pieza de museo, que mientras te divierte te desasna.
Lo que me trabaja es la duda de si realmente son gente bien. Entendeme: no tengo nada contra el medio pelo, pero tampoco olvido que soy cónsul y que debo guardar, aunque más no sea, las apariencias. Un paso en falso y ya no levanto cabeza. En Buenos Aires no corrés ningún riesgo: el sujeto distinguido se huele a la media cuadra. Aquí, en el extranjero, uno se marea: no sabés cómo habla el guarango y cómo la persona bien.
Te abraza, el Indio. IV

Querido Avelino:
El negro nubarrón se disipó. El viernes me arrimé a la portería, como quien no quiere la cosa y, aprovechando el sueño pesado del portero, leí en el memorándum: «9 a.m. Baron G. L. Café con leche y medialunas con manteca». Baron: ile tomando el peso.
Sé que estas noticias, tal vez no truculentas pero jugosas, merecerán también la atención de tu señorita hermana, que se desvive por todo lo alusivo al gran mundo. Prometele, en mi nombre, más material.
Un abrazo del Indio. V

Mi querido Avelino:
Para el observador argentino, el roce con la aristocracia más rancia provoca verdadero interés. En este delicado terreno te puedo asegurar que entré por la puerta grande. En el jardín de invierno yo lo estaba iniciando a Poyarré, sin mayor éxito que digamos, en el consumo del mate, cuando aparecieron los Grandvilliers. Con toda naturalidad se sumaron a la mesa, que es larga. Gastón, a punto de emprender un habano, se palpó de bolsillos, para constatar la carencia de fuego. Poyarré trató de adelantárseme, pero este criollo le ganó de mano con un fósforo de madera. Fue entonces que recibí mi primera lección. El aristócrata ni me dio las gracias y procedió con la mayor indiferencia a fumar, guardándose en el paletó, como si no fuéramos nadie, la cigarrera con los Hoyos de Monterrey. Este gesto, que tantos otros confirmarían, fue para mí una revelación. Comprendí en un instante que me hallaba ante un ser de otra especie, de esos que planean muy alto. ¿Cómo ingeniármelas para penetrar en ese mundo de categoría? Imposible detallarte aquí las vicisitudes y los inevitables tropiezos de la campaña que desarrollé con delicadeza y tesón; el hecho es que a las dos horas y media yo estaba pico a pico con la familia. Hay más. Mientras yo departía del modo más correcto y chispeante, diciendo que sí a todo, como un eco, mi retaguardia era muy otra. Sofrenando visajes y pantomimas que me salían del alma, me atuve a la sonrisa enigmática y a la caída de ojos, dirigidas a Chantal, la pecosita, pero que, dada la ubicación de los circunstantes, hicieron blanco en Jacqueline, la de busto menos turgente. Poyarré, con el servilismo que le es propio, consiguió que aceptáramos una vuelta de anís; yo, para no ser menos, me sobresalté con el grito de «¡Champagne para todos!», que felizmente el mozo echó a la broma, hasta que media palabra de Gastón le bajó el cogote. Cada botella descorchada fue como una descarga en pleno pecho y al escurrirme a la terraza, con la esperanza de que el aire me reanimara, vi mi rostro en el espejo, más blanco que el papel de la cuenta. El funcionario argentino tiene que cumplir con su rol y, a los pocos minutos, me reintegré, relativamente repuesto.
Sin más, el Indio. VI

Querido Avelino:
Gran revuelo en todo el hotel. Un caso que pondría en un zapato la perspicacia de un sabueso. Anoche, en la segunda repisa de la pâtisserie figuraba, según Clementine y otras autoridades, un frasco mediano, con la calavera y las tibias que anuncian el veneno para las ratas. Esta mañana, a las diez a.m., el frasco se ha hecho humo. El señor Durtain no hesitó en tomar los recaudos que los perfiles de la situación imponían; en un arranque de confianza que no olvidaré fácil, me despachó al trote a la estación ferroviaria, para buscar al vigilante. Cumplí, punto por punto. El gendarme, ni bien llegamos al hotel, procedió a interrogar a medio mundo, hasta las altas horas, con resultado negativo. Conmigo se entretuvo un buen rato y, sin que nadie me soplara, contesté casi todas las preguntas.
No quedó cuarto sin revisar. El mío fue objeto de un examen prolijo, que lo dejó lleno de puchos y colillas. Sólo ese pobre zanahoria de Poyarré, que tendrá sus cuñas, y —por supuesto— los Grandvilliers, no fueron molestados. Tampoco la interrogaron a Clementine, que había denunciado el hurto.
No se habló de otra cosa todo el día que de la Desaparición del Veneno (como algún diario dio en llamar al asunto). Hubo quien se quedó sin comer, por temor de que el tóxico hubiérase infiltrado en el menú. Yo me reduje a repudiar la mayonesa, la tortilla y el sambayón, por ser de color amarillo del matarratas. Portavoces aislados presumieron la preparación de un suicidio, pero tan ominoso pronóstico no se ha cumplido hasta la fecha. Sigo atento la marcha de los sucesos, que pasaré a historiarte en mi próxima.
A más ver, el Indio. VII

Querido Avelino:
El día de ayer, no te exagero, fue toda una novela de peripecias, que pusieron a prueba el temple de su héroe (ya maliciás quién es) con final imprevisto. Empecé por tirarme un lance. Durante el desayuno, de mesa a mesa, las chicas pusieron sobre el tapete el renglón excursiones. Yo aproveché un pitido oportuno de la cafetera, para deslizar el susurro: «Jacqueline, si luego fuéramos al lago…» Aunque me creas embustero, la respuesta fue: «A las doce, en el saloncito de té». A las menos diez yo estaba de facción, anticipando las más rosadas perspectivas y tascando el bigote negro. Por último apareció Jacqueline. Ni un segundo tardamos en escurrirnos al aire libre, donde noté que el eco de nuestros pasos era más bien toda la familia, inclusive Poyarré, que se había colado y nos pisaba, festivamente, los talones. Para el traslado recurrimos al ómnibus del hotel, que me salió más barato. De saber que a orillas del lago hay un restaurant, de lujo para peor, me trago la lengua antes de proponer el paseo. Pero ya era tarde. Acodada a la mesa, empuñando los cubiertos y arrasando con la panera, la aristocracia reclamaba el menú. Poyarré me susurró con el vozarrón: «Felicitaciones, mi pobre amigo. Por chiripa, se salvó del aperitivo». La sugerencia involuntaria no cayó en saco roto. La propia Jacqueline fue la primera en pedir una vuelta general de Bitter de Basques, que no fue la última. Después le tocó el turno a la gastronomía, donde no faltó ni el foie gras ni el faisán, pasando por el fricandeau y el filet, para redondearla con flanes. Empujose tanta comida con el descorche del Bourgogne y del Beaujolais. El café, el Armagnac y los cigarros de hoja rubricaron el ágape. Hasta Gastón, que es un cogotudo, no me escatimó la deferencia y cuando el barón en persona me pasó, en propia mano, la vinagrera, que resultó vacía, yo hubiera contratado un fotógrafo, para remitir la instantánea a la Confitería del Molino. Me la figuro ya en la vidriera.
A Jacqueline la tuve tentada de la risa, con el cuento de la monja y el papagayo. Acto continuo, con la desazón del galán al que se le terminan los temas, dije lo primero que se me ocurrió: «Jacqueline, ¿si luego fuéramos al lago?». «¿Luego?», dijo ella y me dejó con la boca abierta. «Vamos más pronto que ligero».
Esta vez nadie nos siguió. Estaban como Budas con la comida. Bien solitos los dos, bordeamos la chacota y el flirt, dentro del marco impuesto, claro está, por el alto nivel de mi acompañante. El rayo solar pirueteó su fugitivo garabato sobre las aguas de anilina y la naturaleza toda tomó altura para responder al momento. En el redil balaba la oveja, mugía en la montaña la vaca y en la iglesia vecina las campanas rezaban a su modo. Sin embargo, como la formalidad se imponía, me cuadré a lo estoico y volvimos. Una tonificante sorpresa nos aguardaba. En el ínterin, los patrones del restaurant, so pretexto del cierre vespertino, habían conseguido que Poyarré, que ahora repetía como gramófono la palabra «extorsión», abonara la cuenta del total, complementando el pago con el reloj. Convendrás que una jornada como ésta da ganas de vivir.
Hasta la próxima, Félix Ubalde. VIII

Querido Avelino:
Mi temporada aquí me está resultando un verdadero viaje de estudio. Sin mayor esfuerzo me aboco a un examen a fondo de esa napa social que, dicho sea de paso, está a punto de agotamiento. Para el observador alertado, estos últimos retoños del feudalismo constituyen un espectáculo que reclama algún interés. Ayer, sin ir más lejos, a la hora del té en el saloncito, Chantal se presentó con una fuentada de panqueques cargados de frambuesas, que ella misma, por deferencia del pastelero, preparara en las propias cocinas del hotel. Jacqueline les sirvió a todos el five o’clock y me arrimó una taza. El barón, sin más, inició el ataque a los manjares, copando hasta dos por mano, mientras nos hacía morir de la risa, alternando casos y anécdotas, del color más subido, con una retahíla de burlas a los panqueques de Chantal, que declaró incomibles. Declaró que Chantal era una chambona, que no sabía prepararlos, a lo que Jacqueline le observó que más le valía no hablar de preparaciones, después de lo ocurrido en Marrakesh, donde el gobierno lo salvó como pudo, repatriándolo a Francia en la valija diplomática. Gastón la paró en seco, pontificando que no hay familia a la que le falten casos delictuosos y aun censurables, que es del peor gusto ventilar ante perfectos desconocidos, entre los que embóscase uno de nacionalidad extranjera. Jacqueline retrucole que si al dogo no se le ocurre meter el hocico en el obsequio del barón y caer redondo, Abdul Melek no cuenta el cuento. Por su parte Gastón se limitó a comentar que felizmente en Marrakesh no se practicaba la autopsia y que según el diagnóstico del veterinario que atendía al gobernador se trataba de un ataque de surmenage, tan común entre los caninos. Yo asentía por turno con la cabeza a lo que cada uno alegaba, avistando al soslayo cómo el viejito no perdía tiempo y se anexaba más y más panqueques. Yo no soy manco y me las arreglé, como quien no quiere la cosa, para quedarme con el sobrante.
À l’avantage, Félix Ubalde. IX

Mi querido Avelino:
Agarrate bien que ahora te remito una escena de esas que te hielan la sangre en el Gaumont. Esta mañana, yo me deslizaba lo más campante por el corredor de alfombra colorada que desemboca en el ascensor. Al pasar ante la pieza de Jacqueline, no dejé de notar que la puerta de referencia estaba a medio abrir. Ver la hendija y filtrarme fue todo uno. En el recinto no había nadie. Sobre una mesa de ruedas dominé, intacto, el desayuno. Mi madre, en eso resonaron pasos de hombre. Como pude me perdí de vista entre los abrigos colgados en la percha. El hombre de los pasos era el barón. Furtivamente se arrimó a la mesita. Yo casi me traiciono por la risa, adivinando que el barón estaba a punto de engullirse el alimento de la bandeja. Pero no. Extrajo el frasco de la calavera y las tibias y, frente a mis ojos, que retrataban el espanto, espolvoreó el café con un polvillo verdoso. Misión cumplida, se retiró como había entrado, sin dejarse tentar por las medias lunas, también espolvoreadas.
No tardé en sospechar que maquinase la eliminación de su nieta, tronchada por el hado, antes de tiempo. Me quedé con la duda de estar soñando. ¡En una familia tan unida y tan bien como los Grandvilliers no suelen suceder esas cosas! Venciendo la pavura, traté de acercarme como sonámbulo hasta la mesa. El examen imparcial confirmó la evidencia de los sentidos: ahí estaba el café todavía teñido de verde, ahí las nocivas medias lunas. En un segundo sopesé las responsabilidades en juego. Hablar era exponerme a un paso en falso; de repente me habían engañado las apariencias y yo, por calumniador y alarmista, caía en desgracia. Callar podía ser la muerte de la inocente Jacqueline y acaso el brazo de la ley me alcanzara. Esta consideración final me hizo desgañitar en un grito sordo, cosa que el barón no me oyera. Jacqueline se asomó envuelta en una salida de baño. Principié, como la situación lo exigía, por el tartamudeo; después articulé que mi deber era decirle algo tan monstruoso que las palabras no querían salir. Pidiéndole perdón por la osadía le dije, no sin antes cerrar la puerta, que su señor abuelo, que su señor abuelo, y ya me atranqué. Ella se echó a reír, miré medias lunas y taza, y me dijo: «Habrá que pedir otro desayuno. Que el que envenenó Gran Papá lo sirvan a las ratas». Me quedé de una pieza. Con el hilo de voz le pregunté cómo lo sabía. «Todo el mundo lo sabe» fue su respuesta. «A Gran Papá le da por envenenar a la gente y, como es tan chambón, casi siempre le sale mal».
Fue sólo entonces que entendí. La declaración era concluyente. Ante mi visión de argentino se abrió de golpe esa gran terra incognita, ese jardín vedado al medio pelo: LA ARISTOCRACIA EXENTA DE PREJUICIOS.
La reacción de Jacqueline, aparte de su encanto femenino, sería, no tardé en constatarlo, la de todos los miembros de la familia, grandes y chicos. Fue como si me dijeran en coro, sin mala voluntad, «chocolate por la noticia». El propio barón, no me lo van a creer, aceptó con sonriente bonhomía el fracaso del plan que tanto desvelo le había costado y me repitió, pipa en mano, que no nos guardaba rencor. Durante el almuerzo menudearon las bromas y, al calor de la cordialidad, les confié que mañana era el día de mi santo.
¿Brindaron por mi salud en el Molino?
Tuyo, el Indio. X

viernes, 28 de agosto de 2015

NUEVE ENSAYOS DANTESCOS. Jorge Luis Borges.


Impresionado por los versos de la Divina Comedia de Dante, su preocupación por el poeta florentino queda reflejada en gran parte de su producción creadora. SELECCIONES AUSTRAL incorpora el último título inédito de Borges: NUEVE ENSAYOS DANTESCOS, libro singular y profundo en el que expone qué personajes de la Comedia, le han causado mayor impacto. Toda su erudición aflora a medida que analiza las distintas interpretaciones que de esta obra han realizado los más importantes críticos. Pero aún mas interesante resulta el encontrarnos con las reacciones del Borges lector de la Comedia, ver cómo su sensibilidad se ve afectada por los versos de Dante, plasmándose en esa prosa tan característica del escritor argentino. Acompañan a estos NUEVE ENSAYOS DANTESCOS una extensa introducción, realizada por el escritor Marcos Ricardo Barnatán, gran conocedor del autor y de su obra, y una presentación de Joaquín Arce, catedrático de Lengua y Literatura Italiana de la Universidad Complutense de Madrid, que nos acerca a la gran obra de Dante.


 Marcos Ricardo Barnatán
NOTICIA PRELIMINAR

En un memorable «Prólogo de prólogos» nos recordaba Borges que nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo, para definirlo a continuación: «El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género…, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica». Para regalarnos más tarde la idea de un libro: «Constaría de una serie de prólogos de libros que no existen. Abundaría en citas ejemplares de esas obras posibles» . Un querido maestro de Borges, al que nunca olvida entre sus lealtades, Macedonio Fernández, emprendió una aventura prologuística semejante en sus cincuenta y siete prólogos que preceden su Museo de la novela de la Eterna . La propuesta de Borges y la atrevida ejecutoria de Macedonio Fernández están hermanadas por una misma voluntad lúdica que subleva e irrita a quienes entendieron y entienden la literatura como una trascendente solemnidad trazada por la mano de un demiurgo.
En otro prólogo de Borges, no menos memorable, el que abre El hacedor y que se presenta en forma de dedicatoria a Leopoldo Lugones, nuestro escritor pergeña un encuentro imposible con su recuperado maestro y le confiesa «Usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría» . Bajo esas palabras dirigidas al maestro muerto quiero yo poner este nuevo atrevimiento mío, y decirle con ellas a Borges ese mismo: si no me engaño, usted no me malquiere, Borges, acaso porque en mí reconoce un eco de su propia voz…
Y así, una vez más, el azar quiere que sea el discípulo quien prologue un libro del maestro cuando la convención parece señalar todo lo contrario. Y en este caso un libro completamente inédito en el que la curiosidad borgeana demuestra su legendaria infatigabilidad.
Cuando me propusieron escribir un extenso preámbulo a este libro que, como el mapa de aquel imperio que tenía el tamaño del imperio, debía de tener casi igual número de páginas que el propio libro, no pude evitar el malsano pensamiento de remedar el ingenio de Pierre Menard y escribir un prólogo que coincidiera puntualmente con el libro de Borges. Me era suficiente recurrir a la autoridad que nos confiere Novalis cuando esboza el tema de la total identificación con un autor determinado, y perpetrar así el sueño concretado de Menard: no copiar mecánicamente el original de Borges, sino producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra, línea por línea, con las que él escribiera sobre la Comedia. Para ello hubiera tenido que agudizar aún mi facilidad al mimetismo y emprender el arriesgado proceso de ser Borges o, lo que es aún mucho más difícil, escribir el ensayo de Borges sin dejar de ser Barnatán. Pero para desgracia del lector me acobardó tarea tan ardua y lo que es peor no pude afrontar la previsible incomprensión de los editores. Sé que pagaré esta cobardía, pero los que tantas veces hemos construido un peldaño de la torre sabemos que todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, y que en Babel no nació el criterio de la confusión.
M.R.B.
Madrid, febrero de 1982.

jueves, 27 de agosto de 2015

Borges oral.


Borges habla de temas con los cuales había consustanciado el tiempo. El primero, el libro, el segundo, la inmortalidad, el tercero, Swedenborg, el visionario que escribió que los muertos eligen el infierno o el cielo, por libre decisión de su voluntad. El cuarto, el cuento policial y el quinto, el tiempo.
«Tenemos muchos anhelos, entre ellos el de la vida, el de ser para siempre, pero también el de cesar, además del temor y su reverso: la esperanza. Todas esas cosas pueden cumplirse sin inmortalidad personal, no precisamos de ella. Yo, personalmente, no la deseo y la temo; para mí sería espantoso saber que voy a continuar, sería espantoso pensar que voy a seguir siendo Borges. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero liberarme de todo eso».
Jorge Luis Borges.

 BORGES EN LA UNIVERSIDAD DE BELGRANO
Las imágenes del arte perduran como espacios abiertos de realidad. Las columnas del Partenón, las tallas religiosas veneradas por los indígenas de las misiones jesuíticas o la prodigiosa facilidad de los versos de José Hernández pertenecen a nuestro modo usual de mirar y leer. Marcadas por el tiempo, envilecidas a veces por el hábito u olvidadas en los rincones oscuros de la memoria, renacen permanentemente con su fuerza original para que nuestro destino particular se convierta en destino humano, para que los contenidos del pasado se añadan a nuestra voluntad de continuar su obra, la obra de todos.
Para el rector de una universidad —de una comunidad universitaria privada, como en este caso—, la memoria es también el eslabón del porvenir. Así, al recorrer estos claustros he sentido con frecuencia la presencia de otras pare­des, de otras voces, y a través de ese influjo se me ha hecho evidente la necesidad de hacer realidad las metas soñadas. Pero hoy, mientras escribo estas líneas, sé de un nuevo vehículo: la serena voz de Borges —una voz que cumple ochenta años, una voz que nos trae palabras de tiempos tan distantes y cercanos— se añade, junto con los quince que cumple nuestra universidad, a la frescura del porvenir, a nuestra pasión de todos los días.
Hemos escuchado a Borges, lo hemos admirado. No todas sus opiniones coincidieron con las nuestras. Sin embargo, quienes componemos esta comunidad de anhelos que es la Universidad de Belgrano hemos reconocido a través de sus lecciones dos virtudes tantas veces olvidadas por los argentinos: el placer de escuchar…
Avelino José Porto
Rector de la Universidad de Belgrano
 PRÓLOGO

Cuando la Universidad de Belgrano me pro­puso dar cinco clases, elegí temas con los cuales me había consustanciado él tiempo. El primero, el libro, ese instrumento sin él cual no puedo imaginar mi vida, y que no es menos íntimo para mí que las manos o que los ojos. El segando, la inmortalidad, esa amenaza o esperanza que han soñado tantas generaciones y que postula buena parte de la poesía. El tercero, Swedenborg, el visionario que escribió que los muertos eligen él infierno o el cielo, por libre decisión de su voluntad. El cuarto, el cuento policial, ese juguete riguroso que nos ha legado Edgar Allan Poe. El quinto, el tiempo, que sigue siendo para mí el problema esencial de la metafísica.
Gracias al auditorio, que me dio su indulgente hospitalidad, mis clases lograron un éxito que yo no había esperado y que ciertamente no merecía.
Como la lectura, la clase es una obra en colaboración y quienes escuchan no son menos importantes que el que habla.
En este libro está mi parte personal de aquellas sesiones. Espero que el lector las enriquezca, como las enriquecieron los oyentes.
J.L.B.
Buenos Aires, 3 de marzo de 1979
Fuente: Alianza Tres.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Georg Lukács. Thomas Mann.


Para Georg Lukács, Thomas Mann es `el último escritor burgués, el típico representante de lo esencial de su época y su contexto. Concebida de esta manera, la obra de Mann encarnaría la desarticulación de la conciencia europea en manos del capitalismo`. A pesar de ese homenaje del gran crítico marxista que fue Lukács, Thomas Mann jamás quiso que lo interpretaran como un exponente de su época, al contrario, quería estar fuera de ella. La `decadencia` melancólica de sus personajes no es el producto de una constelación económica o social, sino el reflejo de lo que él mismo sentía acerca de su rol como escritor: el solitario, el que está afuera, el que encarna una esencia intangible.
Basado principalmente en los primeros trabajos de Mann, su correspondencia, materiales de archivo inéditos y entrevistas con Lukács, Katja Mann, Ernst Bloch, Arnold Hauser, y otros, la primera parte de este estudio traza el desarrollo de la `simbiosis espiritual-intelectual` entre Lukács y Mann, que duró al menos hasta la Primera Guerra Mundial.

La segunda parte gira en torno a la cuestión de las fuentes de inspiración para el personaje de ficción de Mann, Leo Naphta, en su novela La montaña mágica. Exploración de la afirmación de que Lukács mismo era el modelo para este protagonista, Judith Marcus mira al `intelectual judío` como un tipo ideal en toda la obra de Mann y llega a la conclusión de que la personalidad totalitario de Naphta se inspiró en el radicalismo, la rigidez, el dogmatismo, y el ascetismo de los jóvenes, rasgos que frustraron el crecimiento de la intimidad personal entre los dos hombres .
Fuente: E.P.

martes, 25 de agosto de 2015

Thomas Mann: Schopenhauer Nietzsche Freud.

Literatura de rescate.
   Conocido sobre todo por su labor fabuladora, que dio obras de la importancia de 'La montaña mágica', 'Los Buddenbrook' o 'La muerte en Venecia' entre otras, la celebridad de Thomas Mann (1875-1955), así como su indiscutible talla intelectual, llevaron a menudo a que fuera solicitado como ensayista y conferenciante. Schopenhauer, Nietzsche, Freud reúne cinco textos fruto de esta actividad, en los que, en palabras de Andrés Sánchez Pascual -traductor y presentador del volumen- Mann traza un balance muy personal de su trato con la obra de estas tres grandes figuras que influyeron de modo decisivo en su creación novelística.

Fuente:  
 Thomas Mann
Schopenhauer
Nietzsche
Freud
ALIANZA EDITORIAL

lunes, 24 de agosto de 2015

Thomas Mann.



THOMAS MANN
Literatura de rescate
Nota: transcribimos en su totalidad uno de los relatos menos conocidos del gran escritor alemán.
J. Méndez-Limbrick.
  1

 Una de las calles que llevan desde la Quaigasse, con una pendiente bastante empinada, a la parte media de la ciudad, se llama el Camino Gris. Hacía la mitad de esa calle y a mano derecha según se llega del río, está la casa número 47, un edificio estrecho y de color turbio, que no se distingue en nada de sus vecinos. En los bajos hay una mercería, donde puede comprarse lo mismo  chanclos de goma que aceite de ricino. Si se entra en el portal, después de ver un patio en el que vagabundean los gatos, se encuentra una escalera de madera estrecha y desgastada (en la que se respira un olor indescriptible a humedad y pobreza) que conduce a los pisos. En el primero a la izquierda vive un carpintero, a la derecha una comadrona. En el segundo a la izquierda vive un zapatero remendón, a la derecha una señora que se pone a cantar en voz alta en cuanto oye pasos en la escalera. En el tercero izquierda el piso está vacío, y a la derecha vive un hombre llamado Mindernickel, cuyo nombre, para colmo, es Tobías. Sobre este hombre hay una historia que debe ser contada, pues es misteriosa y vergonzosa en demasía. El aspecto exterior de Mindernickel es llamativo, extraño y ridículo. Si se le ve por ejemplo cuando sale a dar un paseo, subiendo con su delgada figura por la calle, apoyándose en un bastón, nos daremos cuenta de que va vestido de negro de pies a cabeza. Lleva un sombrero de copa pasado de moda, campanudo y afieltrado, un gabán estrecho y rozado por el uso y pantalones igualmente miserables, desflecados por abajo y tan cortos que se ve el forro de goma de los botines. Por lo demás, debe decirse que esta indumentaria está cepillada con el mayor cuidado. Su cuello esquelético parece mucho más largo, por cuanto emerge de un cuello bajo y vuelto de la ropa. El canoso cabello es liso y está peinado sobre las sienes; la ancha ala del sombrero de copa sombrea un rostro afeitado y pálido de mejillas hundidas, ojos irritados que raras veces se alzan del suelo, y dos profundas arrugas que descienden desde la nariz hasta ambas comisuras de la boca, amargamente dirigidas hacia abajo.
 Mindernickel sale muy pocas veces de casa, y tiene sus motivos, porque en seguida que aparece en la calle se reúnen muchos niños, le persiguen durante un buen trecho y ríen, se burlan y cantan: "¡Jo, jo, Tobías!", le tiran del gabán, y la gente sale a la puerta y se divierte. Mas él camina sin defenderse y mirando temerosamente a su alrededor, con los hombros encogidos y la cabeza gacha, como una persona que camina bajo un aguacero sin paraguas; y aunque se le ríen en su cara, de vez en cuando saluda con una humilde cortesía a algunas de las personas que están a la puerta de sus casas. Más tarde, cuando los mitos quedan atrás y nadie más le conoce, y son pocos los que se vuelven a mirarle, sigue sin modificar esencialmente su conducta: continúa mirando temerosamente y caminando encogido, como si sintiera sobre sí mil miradas irónicas. Y cuando alza la vista del suelo, vacilante y apocado, puede observarse el hecho extraño de que es incapaz de mirar con fijeza a persona o cosa alguna. Parece, aunque suene raro, que le falte aquella superioridad natural de la contemplación con que todo ser individual mira las cosas del mundo; parece que se sienta inferior a todas esas cosas, y sus ojos inestables han de arrastrarse por el suelo frente a cualquier persona o cosa...
 ¿Qué ocurre con este hombre, que siempre está solo y parece ser desgraciado en un grado extraordinario? Su indumentaria que quiere ser burguesa, así como un cierto movimiento cuidadoso al pasarse la mano por la barbilla parecen indicar que no pertenece en modo alguno a la clase social en cuyo seno vive. Dios sabe qué habrán hecho con él. Su rostro tiene un aspecto, como si la vida, con una risotada de desprecio, le hubiera golpeado en él con el puño cerrado... Por otra parte, es muy posible que, sin haber recibido duros golpes del destino, no haya sido capaz de enfrentarse a la existencia; y la enfermiza inferioridad y estupidez de su aspecto produce la penosa impresión de que la naturaleza le hubiera negado la medida de equilibrio, fuerza y aguante necesarios para existir con la cabeza erguida.
 Cuando, apoyado en su negro bastón, ha dado una vuelta por la ciudad vuelve - recibido en el Camino Gris por los aullidos de los niños - a su vivienda; sube por la maloliente escalera a su habitación, que es pobre y está desprovista de adornos. Sólo la cómoda, un sólido mueble estilo Imperio con pesadas asas de metal, tiene belleza y valor. Ante su ventana, cuya vista está irremediablemente tapada por la gris pared posterior de la casa vecina, hay una maceta llena de tierra, en la que no crece nada; aun así, Tobías Mindernickel se acerca a veces a ella, contempla la maceta y huele la tierra.
 Junto a esta habitación hay una pequeña alcoba.
 Cuando entra, Tobías coloca el sombrero y el bastón sobre la mesa, se sienta sobre el sofá tapizado de verde, que huele a polvo, apoya la barbilla en la mano y contempla el suelo ante sí, con las cejas alzadas, Parece que no tenga otra cosa que hacer en el mundo.
 Por lo que se refiere al carácter de Mindernickel, es muy difícil emitir una opinión; el siguiente incidente parece hablar en su favor. Cuando aquel hombre extraño salió cierto día de su. casa y, como siempre, se reunió una pandilla de niños que le perseguían con exclamaciones de burla y risas, un niño de unos diez años tropezó con el pie de un compañero y se cayó al suelo con tanta violencia, que le brotó la sangre de la nariz y de la frente y se quedó caído, llorando. Entonces Tobías se volvió, corrió hacia el niño caído e inclinándose sobre él empezó a compadecerle con voz suave y temblorosa.
 - Pobre niño - decía -, ¿te has hecho daño? ¡Estás sangrando! ¡Mirad, le corre la sangre por la frente! Sí, sí, has tenido una caída muy mala. Claro, duele tanto, y por eso llora, pobre niño. ¡Cuánta compasión te tengo! Ha sido culpa tuya, pero te voy a vendar la frente con mi pañuelo... así. Bueno, ahora tranquilízate; voy a levantarte...
 Y con estas palabras, después de haber vendado efectivamente al pequeño con su propio pañuelo, le puso en pie con cuidado y se alejó. Mas su actitud y su rostro mostraban en este instante una expresión muy distinta de la corriente. Caminaba con firmeza y erguido, y su pecho respiraba con fuerza bajo el estrecho gabán; sus ojos parecían haberse hecho más grandes, tenían brillo y se fijaban con firmeza en las personas y las cosas, mientras que en su boca había un gesto de dolorosa felicidad...
 Este incidente tuvo como consecuencia que disminuyeran las burlas de la gente del Camino Gris durante unos días. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, se había olvidado su sorprendente conducta, y una multitud de gargantas sanas, alegres y crueles volvió a cantar detrás del hombre encogido y abúlico: "!Jo, jo, Tobías!"

  2

 Una mañana soleada, a las once, Tobías abandonó la casa y cruzó toda la ciudad hasta el Lerchenberg, aquella colina alargada que durante las horas de la tarde constituía el paseo más distinguido de la ciudad, pero que, dada la excelente primavera que reinaba, también a aquella hora estaba concurrida por algunos coches y peatones. Bajo un árbol de la gran avenida principal había un hombre con un perro de caza de poca edad, sujeto por una correa, que aquél mostraba a los paseantes con la evidente intención de venderlo; era un animal pequeño y musculoso, de pelo amarillo, tendría unos cuatro meses, con un anillo negro en un ojo y una oreja negra.
 Cuando Tobías observó esto, a una distancia de unos diez pasos, se detuvo, se pasó la mano varias veces por la barbilla y contempló pensativamente al vendedor y al pequeño can, que movía el rabo, alerta. Luego siguió caminando; dio tres vueltas al árbol, apretándose la boca con el puño del bastón, y finalmente se acercó al hombre y le dijo, mientras contemplaba fijamente al animal.
 - ¿Cuánto vale este perro?
 - Son diez marcos - respondió el hombre.
 Tobías permaneció silencioso durante un momento y dijo luego, indeciso:
 - ¿Diez marcos?
 - Sí - dijo el hombre.
 Entonces Tobías saco una bolsa de cuero negro del bolsillo, extrajo de la misma un billete de cinco marcos, una moneda de tres y una de dos, entregó rápidamente este dinero al vendedor, cogió la correa y tiró de ella rápidamente, encogido y mirando con temor a su alrededor, ya que algunas personas habían observado la compra y se reían, llevándose al animal, que chillaba y se resistía. Se resistió durante todo el camino, apoyando las patas delanteras en el suelo y contemplando con una temerosa interrogación a su nuevo dueño; pero éste siguió tirando con energía y en silencio, y cruzó con fortuna la ciudad.
 Entre la juventud callejera del Camino Gris se produjo un enorme tumulto cuando apareció Tobías con el perro; pero él lo cogió en brazos, se inclinó sobre él y se apresuró a ganar las escaleras y su habitación, perseguido por los gritos burlones y las risotadas. Al llegar puso al perro, que lloriqueaba sin parar, en el suelo, lo acarició satisfecho y dijo luego, condescendiente:
 -Bueno, bueno; ya ves que no tienes por qué tenerme miedo, perro. A continuación sacó de un estante de la cómoda un plato con carne cocida y patatas, y lanzó al animal una parte, con lo que éste cesó en sus quejas y devoró la comida entre señales de satisfacción.
 -Te llamarás Esaú - dijo Tobías -. ¿Me entiendes? Esaú. Te será fácil recordar un sonido tan sencillo...
 Y, señalando el suelo a sus pies, exclamó en tono imperioso:
 - ¡Esaú!
 El perro, esperando quizá recibir algo más de comida, se acercó y Tobías le palmeó el costado, satisfecho, mientras comentaba:
 -Así es, amigo mío. Te estás portando bien.
 Luego retrocedió unos pasos, señaló el suelo y repitió de nuevo:
 -¡Esaú!
 Y el animal, que se había animado, se acercó de un salto y lamió las botas de su amo.
 Con la satisfacción de dar órdenes y verlas realizadas, Tobías repitió este ejercicio incansablemente, hasta doce o catorce veces; finalmente el perro pareció cansarse y tener ganas de descansar y hacer la digestión, y se echó en el suelo en la pose graciosa e inteligente de los perros de caza, estirando ante sí las dos patas delanteras, largas y de fina nerviación.
 - !Otra vez! - dijo Tobías -. !Esaú!
 Pero Esaú volvió la cabeza a un lado y continuó en su lugar.
 - ¡Esaú! -exclamó Tobías con la voz alzada imperiosamente -. ¡Debes venir aunque estés cansado!
 Pero Esaú apoyó la cabeza sobre sus patas, sin pensar siquiera en levantarse.
 - Oye - dijo Tobías, y su voz estaba cargada de una sorda y terrible amenaza ¡obedece, o sabrás que no es bueno provocarme!
 El animal se limitó a mover un poco el rabo.
 Ahora se apoderó de Tobías una rabia infinita, injustificada y loca. Cogió su bastón negro, levantó a Esaú por la piel de la nuca y comenzó a apalear al animal sin hacer caso de sus aullidos, mientras que repetía una y otra vez, fuera de sí y con voz terriblemente silbante:  - ¿Cómo? ¿No obedeces? ¿Te atreves a desobedecerme?
 Por fin arrojó el bastón a un lado, puso en el suelo al perro, que temblaba, y comenzó a pasearse arriba y abajo ante él, con las manos a la espalda y respirando hondamente, mientras que de vez en cuando dirigía al perro una mirada iracunda y orgullosa. Después de haberse paseado así durante algún tiempo, se detuvo junto al animal, que se volvió de espaldas al suelo y movía las patas implorante, cruzó las manos sobre el pecho y habló con la mirada terriblemente dura y fría y el tono con que Napoleón se dirigía a la compañía que perdía su bandera en la batalla:
 - ¿Cómo te has portado, si puede saberse?
 El perro, agradecido sólo por esta aproximación, se acercó aún más a rastras, se apretó contra la pierna de su dueño y miró hacia arriba con sus ojos humildes. Durante un buen rato, Tobías contempló al humillado ser desde su altura y en silencio; mas luego, cuando sintió aquel calor conmovedor en su pierna, recogió a Esaú y lo levantó.
 - Está bien, voy a tener compasión de ti - dijo, pero cuando el buen animal comenzó a lamerle la cara, su estado de ánimo se transformó en emoción y melancolía. Oprimió al perro contra sí con doloroso cariño, sus ojos se llenaron de lágrimas, y sin articular bien las frases  comenzó a repetir con voz ahogada:
 - Mira, eres mi único... mi único...
 Luego acostó a Esaú con todo cuidado en el sofá, se sentó junto a él, apoyó la barbilla en la mano y lo contempló con gran dulzura y recogimiento.

  3

 Desde entonces Tobías Mindernickel abandonaba su casa aún menos que antes, pues no se sentía inclinado a mostrarse en público con Esaú. Dedicó toda su atención al perro; más aún, de la mañana a la noche no se ocupaba en otra cosa sino darle de comer, limpiarle los ojos, darle órdenes, reñirle y hablar con él como si de un ser humano se tratase. La cosa era que no siempre Esaú se portaba a su gusto. Cuando se echaba en el sofá, soñoliento por falta de aire y de libertad, y le miraba con ojos melancólicos, Tobías se sentía lleno de contento; se sentaba en actitud recogida y satisfecha y acariciaba compasivamente el pelo de Esaú, diciéndole:
 - ¿Me miras dolorosamente, amigo mío? Sí, sí; la vida es triste, y así has de verlo, aunque seas tan joven... Pero cuando el animal, enloquecido por el instinto de la caza y del juego, corría por la habitación, se peleaba con una zapatilla, saltaba a las sillas y daba vueltas de campana en su exceso de vitalidad, Tobías seguía sus movimientos de lejos, con una mirada de desorientación, disgusto e inseguridad, y una sonrisa desagradable y rabiosa, hasta que lo llamaba en tono iracundo, gritándole:
 - Deja de hacer el loco. No hay motivo para danzar por ahí.
 Una vez ocurrió incluso que Esaú se escapó de la habitación y bajó la escalera hasta la calle, donde empezó en seguida a perseguir un gato, devorar excrementos de caballo, a pelearse y jugar con los niños, ebrio de felicidad. Cuando apareció Tobías, entre el aplauso y las risas de toda la calle, con el rostro dolorosamente desencajado, ocurrió lo triste: que el perro huyó de su dueño a grandes saltos... Este día Tobías le pegó durante largo rato y con encarnizamiento.
 Cierto día - el perro le pertenecía desde hacía algunas semanas - Tobías sacó un pan de la cómoda para dar de comer a Esaú, y comenzó a cortarlo en pequeños trozos - que dejaba caer al suelo -, por medio de un cuchillo de gran tamaño, con mango de hueso, que solía utilizar para este fin. El animal, loco de apetito y ganas de jugar, saltó hacia él a ciegas, clavándose el cuchillo torpemente manejado en la paletilla, y cayó al suelo, retorciéndose y sangrando.
 Asustado, Tobías dejó todo de lado y se inclinó sobre el herido; pero de repente se transformó la expresión de su rostro, y es cierto que hubo en él un reflejo de alivio y alegría. Cuidadosamente llevó al perro a su sofá, y nadie podría imaginar con qué entrega comenzó a cuidar al enfermo. Durante el día no se separaba de él; por la noche le dejaba dormir en su propia cama, lo lavaba y vendaba, y lo acariciaba, consolaba y compadecía con incansable afán y cuidado.
 - ¿Duele mucho? - decía -. Sí, sí; sufres amargamente, pobre animal. Pero calla, hemos de soportarlo.
 Su rostro se veía sereno, melancólico y feliz al pronunciar tales palabras.
 Mas en el mismo grado que Esaú fue recuperando fuerzas, volviéndose más alegre y curándose, el comportamiento de Tobías fue haciéndose inquieto y descontento. Ahora no consideraba necesario ocuparse de la herida, sino que se limitaba a expresar su compasión mediante palabras y caricias. Sólo que la curación fue progresando; Esaú tenía una buena naturaleza, y ya comenzaba a moverse por la habitación; cierto día, después de haber vaciado un plato de leche y gachas, saltó del sofá sintiéndose completamente sano y se puso a correr con alegres ladridos y el antiguo entusiasmo por las dos habitaciones, comenzando a tirar de las mantas, a cazar zapatillas y a dar alegres vueltas de campana.
 Tobías estaba de pie ante la ventana, junto a la maceta, y mientras una de sus manos, que salía de las deshilachadas mangas larga y delgada, torcía un mechón del cabello peinado sobre las sienes, su figura se destacaba negra y extraña del muro gris de la casa vecina. Su rostro estaba pálido y desfigurado por la amargura, y seguía con la mirada rabiosa, confusa y llena de envidia y maldad las piruetas de Esaú. De súbito se dio un impulso, caminó hacia él y lo detuvo, tornándolo lentamente en sus brazos.
 - Mi pobre animal - comenzó con voz lastimera; pero Esaú, lleno de ánimos y poco inclinado a seguir permitiendo aquel trato, cogió la mano que quería acariciarle, se escapó de los brazos, saltó al suelo haciendo una alegre finta y con un ladrido salió corriendo. Lo que ocurrió entonces es algo tan incomprensible e infame, que me niego a relatarlo con detalle. Tobías Mindernickel se quedó de pie, adelantando un poco los brazos colgantes a lo largo del cuerpo. Sus labios estaban apretados y los ojos se movían de un modo terrible en sus órbitas. Y luego, repentinamente, en una especie de ataque de locura, cogió al animal; en su mano brilló un gran objeto metálico, y con un corte que llegaba desde el hombro derecho hasta muy hondo en el pecho el perro cayó al suelo sin proferir sonido alguno. Quedó caído de lado, tembloroso y sangrando...  En el mismo instante fue depositado sobre el sofá, y Tobías estuvo arrodillado ante él, oprimiendo una tela contra la herida y balbuciendo:
 ¡Mi pobre animal! ¡Mi pobre animal! ¡Qué triste es todo esto! ¡Qué tristes somos los dos! ¿Sufres? Sí, sí, sé que sufres... ¡qué lamentable estado el tuyo! Pero yo, yo estoy contigo. ¡Yo te consolaré! Mi mejor pañuelo... Pero Esaú permanecía echado, con un estertor. Sus ojos, turbios e interrogantes, se volvían hacia su amo sin comprender, llenos de inocencia y de queja... y luego estiró un poco sus patas y murió.
 Tobías permaneció inmóvil. Tenía la cabeza apoyada en el cuerpo de Esaú y lloraba amargamente.
 FIN

 Traducción: J. A. Bravo y F. Fontcuberta
 3ra ed., 1991.
 Luis de Caralt Editor S. A.
 España.
===

domingo, 23 de agosto de 2015


LITERATURA DE RESCATE. THOMAS MANN. TRISTAN.

Tristan se caracteriza, como la posterior La muerte en Venecia, por mostrar un agudo contraste entre la brevedad de la narración y la hondura simbólica que destila. La acción transcurre en un sanatorio de montaña, blanco, aséptico y rectilíneo (depurado de los caprichos orgánicos), rodeado de frondosos jardines y adornado decimonónicamente al estilo imperial, que recrea un marco burgués, tan ostentoso como decadente, tan querido y frecuentado por el escritor. El principal reclamo de este sanatorio, como lo será Davos en La montaña mágica, es el aire puro de la montaña. En este recinto se hospedan los débiles de espíritu y de la carne, aquellos incapaces de darse leyes y atenerse a ellas (sich selbst Gesetze zu geben und sie zu halten [1]). La medicina les dota de orden en medio del dolor, de contención frente a la dejadez. Los enfermos aceptan como dique frente al caos de la decadencia espiritual y física la tutela del doctor Leander, un pesimista desapasionado, por otro lado, debido, según se nos cuenta, a su formación científica.
Enrico Pugliatti.

(Fragmentos de la obra Tristán).

THOMAS MANN

 TRISTÁN

 1
 ¡He aquí el sanatorio "Einfried"!, blanco y rectilíneo, con su alargado edificio central y su pabellón lateral, en medio del espacioso jardín, agradablemente provisto de glorietas, pérgolas y pequeños cenadores de corteza; al fondo, tras sus tejados de pizarra, se elevan hasta el cielo las montañas, gigantescas, ligeramente resquebrajadas, cubiertas del verdor de los abetos.
 Ahora, como antes, dirige el establecimiento el doctor Leander. Con su negra barba bipartita, áspera y rizada como la crin con que se acolchan los muebles, con sus gafas de gruesos y brillantes cristales, y este aspecto de hombre a quien la ciencia ha vuelto frío y duro, y ha colmado de plácido, indulgente pesimismo, hechiza con sus maneras bruscas y reservadas a los pacientes, a todos estos individuos que, demasiado débiles para ponerse prescripciones a sí mismos y observarlas, le entregan sus fortunas para obtener la gracia de dejarse proteger por su severidad.
 En cuanto a la señorita de Osterloh, gobierna la casa con incansable celo. ¡Dios mío!, ¡con qué diligencia corre escaleras arriba y escaleras abajo, de un extremo al otro del establecimiento! Gobierna en la cocina y en la despensa, revuelve en los armarios roperos, da órdenes a la servidumbre y confecciona el menú teniendo en cuenta la economía, la higiene, el buen paladar y el buen aspecto de los manjares; gobierna la casa con un tino realmente maniático, y en el fondo de su extremosa habilidad anida un reproche constante para el mundo masculino en bloque, ninguno de cuyos representantes ha tenido todavía la idea pedirla en matrimonio. Sin embargo, en sus mejillas arde en forma de dos manchas redondas, rojas como el carmín, la esperanza inextinguible de convertirse algún día en la esposa del doctor Leander...
 Ozono, sosiego y aire puro... A pesar de lo que puedan decir los envidiosos y los rivales del doctor Leander, el sanatorio "Einfried" puede recomendarse encarecidamente a los enfermos de pulmón. Pero no sólo son tísicos los que hay aquí; el sanatorio alberga pacientes de todas clases: caballeros, señoras, niños incluso, que suben a pasar una temporada, y el doctor Leander tiene ocasión de lucirse con éxito en los más variados terrenos. Aquí hay enfermos gástricos, como la esposa del consejero municipal Spatz, que además está enferma del oído; señores con lesiones cardíacas, paralíticos, reumáticos y neuróticos de todo grado y condición. Un general diabético consume aquí su pensión gruñendo sin cesar. Varios caballeros, de rostros descarnados, mueven (sin poderse controlar) sus piernas, de un modo que nada bueno pronostica. Una dama cincuentona, esposa del pastor Hóhlenraveh, que ha traído al mundo diecinueve hijos y es ya absolutamente incapaz de pensar, no logra a pesar de todo la paz, antes bien, movida por un  estúpido desasosiego, anda errante, hace ya un año, por toda la casa, tiesa y muda, sin rumbo fijo, lúgubremente, del brazo de su enfermera particular.
 De vez en cuando muere alguno de estos casos "graves", que permanecen en sus habitaciones y a los que no se les ve ni en el comedor ni en la sala de estar, y nadie, ni siquiera su vecino, llega a enterarse. El huésped de cera es despachado silenciosamente de noche, y la actividad en el "Einfried" se reanuda ininterrumpidamente: masajes, tratamientos eléctricos e inyecciones, duchas, baños, gimnasia, sudor e inhalaciones son llevados a cabo en las diversas instalaciones, provistas de todos los adelantos de la técnica moderna...
 Sí, aquí también se vive con animación. El instituto próspera. Cuando llegan nuevos huéspedes, el portero toca la gran campana situada en la entrada del pabellón lateral, y el doctor Leander, muy formal, acompaña hasta el coche a los que se van, junto con la señorita de Osterloh. ¡Qué existencias más dispares no habrá albergado el "Einfried"! Hay incluso un escritor, persona excéntrica, que tiene el nombre de algún mineral o piedra preciosa, y roba aquí sus días a Dios...
 Además del doctor Leander, existe otro médico auxiliar para los casos leves y los casos desesperados. Pero su apellido es de lo más vulgar, se llama Müller y no vale la perla hablar de él.

 2
 A comienzos de año, el comerciante al por mayor Kloterjahn - de la firma comercial A. C. Kloterjahn y Compañía -, trajo a su esposa al "Einfried"; el portero hizo sonar la campana, y la señorita de Osterloh saludó a los recién llegados en el recibidor de la planta baja, decorada, como casi el resto del viejo y aristocrático edificio, en un estilo Imperio maravillosamente puro. Poco después apareció el doctor Leander; se inclinó cortésmente y se inició una primera entrevista de información para ambas partes.
 Fuera, en el jardín invernal, los parterres estaban protegidos por esteras, las glorietas cubiertas de nieve y los templetes permanecían solitarios; dos criados del sanatorio arrastraban desde el coche, detenido en la calzada frente a la verja del jardín - puesto que no había acceso hasta la casa - el equipaje de los nuevos huéspedes.
 -Despacio, Gabriela, take care, ángel mío, y no abras la boca - había dicho el señor Kloterjahn, mientras conducía a su esposa por el jardín, y, de haberla visto, cualquiera de corazón tierno y tembloroso, habría convenido sin duda interiormente en este take care - aunque no se puede negar que el señor Kloterjahn pudo haberío dicho en alemán sin ninguna clase de reparos.
 El cochero que había conducido a los señores desde la estación al sanatorio, un hombre burdo y de pocos alcances, había sacado ni más ni menos que un palmo de lengua al ver las infinitas precauciones con que el comerciante ayudaba a apearse a su esposa; parecía incluso como si los caballos bayos, esparciendo su aliento en el tranquilo aire helado, contemplasen con redondos ojos, fatigosamente vueltos hacia atrás, esta complicada operación, preocupación por tan frágil donaire y tan dulce encanto.
 La joven esposa padecía de la tráquea, como podía leerse explícitamente en el escrito que el señor Kloterjahn había mandado (avisando de su llegada) desde las costas del mar Báltico al médico director del "Einfried", y ¡gracias a Dios que no eran los pulmones! Sin embargo, aun en el caso de ser los pulmones, esta nueva paciente no hubiera ¡podido ofrecer un aspecto más encantador y refinado, más ausente e inmaterial que el que tenía ahora, mientras escuchaba la conversación al lado de su robusto marido, reclinada, delicada y cansada, en una butaca barnizada de blanco, de líneas rectas.
 Sus bellas y pálidas manos, sin más alhajas que la sencilla alianza, descansaban en los pliegues de la falda de un vestido de paño grueso y oscuro; llevaba una chaqueta de color gris plateado, de cuello alto y duro, ceñida al talle y cubierta toda ella de arabescos de terciopelo. Pero estas telas pesadas y calurosas hacían todavía más conmovedora, más inmaterial y más amable esta inefable ternura, dulzura y languidez que aparecía en su pequeño rostro. Su cabello castaño claro, recogido por debajo de la nuca en un moño, estaba alisado y peinado hacia atrás, y únicamente a la altura de la sien derecha caía sobre la frente un mechón de pelo suelto, rizado, no lejos del lugar donde una vena rara y diminuta se ramificaba azulada y débil por encima de la ceja vivamente marcada, extendiéndose por esta frente límpida e inmaculada, casi transparente. Esta pequeña vena azul, sobre el ojo, se destacaba de modo inquietante del resto de su cara fina y ovalada. Se hacía todavía más visible tan pronto como la dama se ponía a hablar, sólo con que sonriera, y entonces su rostro adquiría una expresión forzada, incluso dolorosa, que suscitaba vagos recelos. Sin embargo, hablaba y sonreía. Hablaba franca y jovialmente, con una voz ligeramente empañada, y sonreía con unos ojos que miraban un tanto fatigados y mostraban de vez en cuando cierta propensión a bizquear; los extremos de los mismos aparecían intensamente ensombrecidos a ambos lados del arranque de su naricita; y lo mismo pasaba con su linda y ancha boca, que era pálida y sin embargo parecía brillar, quizás porque sus labios estaban muy bien perfilados y netamente delineados. De vez en cuando carraspeaba. Y en estos casos se llevaba el pañuelo a la boca y luego lo examinaba.
 -No tosas, Gabriela - decía el señor Kloterjahn -. Ya sabes que, en casa, el doctor Hinzpeter te lo prohibió terminantemente, darling, y sólo es cuestión de esforzarse, ángel mío. Nos han dicho que es cosa de la tráquea - repitió -. Al principio creí seriamente que se trataba del pulmón y sabe Dios que de veras me asusté. Pero no es el pulmón, ¡diablos!, no tenemos por qué preocuparnos, ¿no es verdad, Gabriela? ¡Ja, ja!
 -Desde luego - dijo el doctor Leander y miró con ojos brillantes a la dama a través de sus gafas.
 Entonces el señor Kloterjahn pidió café - café y panecillos con mantequilla. Tenía un modo tan gráfico de pronunciar la sílaba "ca" desde lo más profundo de su garganta y de decir "panecillos con mantequilla", que abría el apetito a cualquiera.
 Obtuvo lo que pedía. Obtuvo también habitaciones para él y su esposa, y se instalaron en ellas.  Por lo demás, el doctor Leander se hizo cargo personalmente del tratamiento, sin consultar para el caso al doctor Müller.

 3
 La personalidad de la nueva paciente causó una extraordinaria sensación en "Einfried", y el señor Kloterjahn, acostumbrado ya a estos éxitos de su esposa, aceptó con satisfacción el homenaje que se le tributaba. El general diabético dejó de gruñir por un instante cuando se tropezó con ella por primera vez; los caballeros de rostros descarnados sonreían e intentaban a duras penas dominar sus piernas, siempre que pasaban por su lado, y la esposa del magistrado Spatz se pegó inmediatamente a ella como si fuera su amiga íntima. Realmente causó impresión aquella dama, la esposa del señor Kloterjahn. El escritor que desde hacía un par de semanas mataba su tiempo en "Einfried", personaje estrambótico, cuyo nombre sonaba igual que el de una piedra preciosa, no hizo otra cosa más que perder el color cuando se cruzó con ella en el corredor. Se paró y se quedó como petrificado, incluso largo rato después que ella se había alejado.
 No habían pasado siquiera dos días, cuando toda la comunidad de enfermos estaba ya al corriente de su historia. Era natural de Brema, circunstancia que se notaba, por lo demás, al hablar, por cierta deformación graciosa del acento, y en esta misma ciudad, hacía dos años, había dado el sí eterno al comerciante Kloterjahn. Le había seguido a su ciudad natal, allí arriba a orillas del Báltico, y todavía no hacía diez meses que le había dado un hijo y heredero, un niño maravillosamente vivaracho y bien formado, en circunstancias extraordinariamente difíciles y peligrosas. Sin embargo, a partir de aquellos terribles días, no había recobrado las fuerzas, habida cuenta que nunca había sido demasiado fuerte. Apenas se hubo repuesto del parto,  extraordinariamente rendida, y con poca vitalidad, al toser, había escupido un poco de sangre... no mucha, claro, sólo un poco, pero mejor habría sido que no hubiera llegado a producirse, y lo grave fue que este mismo suceso sin importancia pero fatídico, se repitió poco después. Desde luego que había medios para combatirlo, y el médico de cabecera, el doctor Hinzpeter, los empleó. Este le ordenó reposo absoluto, le hizo tragar pedazos de hielo, le dio morfina para dominar la irritación de la tos e hizo lo posible para sosegar su corazón. Pero, a pesar de todo, la curación no acababa de llegar, y mientras el niño, Antonio Kloterjahn hijo, un bebé magnífico, conquistaba y afirmaba su puesto en la vida, la joven madre. parecía consumirse en un fuego dulce y plácido... Se trataba, como ya se ha dicho, de la tráquea, una palabra que, en la boca del doctor Hinzpeter, producía un efecto asombrosamente consolador, tranquilizador, casi letífico en el corazón de todos los que le escuchaban. Sin embargo, a pesar de que no se trataba del pulmón, el doctor había acabado por estimar conveniente encarecer la influencia de un clima benigno y recomendar la permanencia en un sanatorio para activar la curación; la fama del sanatorio "Einfried" y de su director habían hecho todo lo demás.
 Así fue como sucedió todo, y el propio señor Kloterjahn lo explicaba a todo aquel que se mostraba interesado. Hablaba en voz alta, descuidadamente y de buen humor, como un hombre cuya digestión se encuentra en tan buen orden como su bolsa, con dilatados movimientos de labios, a la manera tosca pero rápida de los costeños del Norte. Muchas palabras salían disparadas de su boca como una pequeña descarga, y reía por ello como si se tratara de una graciosa ocurrencia. Era de mediana estatura, ancho, fuerte y corto de piernas; poseía un rostro lleno, colorado, unos ojos de un azul cristalino, ensombrecidos por unas pestañas extraordinariamente claras, amplias narices y labios húmedos. Llevaba patillas, a la inglesa, iba vestido a la inglesa hasta en el más mínimo detalle y se mostró encantado al encontrarse en "Einfried" con una familia inglesa: padre, madre y tres hermosos niños con su nurse, que se encontraban allí única y exclusivamente porque no conocían otro sitio adonde ir, y con los que por las mañanas desayunaba al estilo inglés. Le gustaba sobre todo comer y beber, resultó ser un gran perito en cocina y vinos y entretenía a la sociedad de enfermos explicándoles del modo más sugestivo las comidas que se daban en su ciudad entre círculos de amigos, y describiéndoles ciertos platos exquisitos, allí arriba desconocidos. En estas ocasiones sus ojos se encogían con expresión de complacencia y su lenguaje tenía algo de palatal y nasal, acompañado en la garganta de ruidos ligeramente mascullantes. Que no era enemigo, además, por principio, de otras clases de alegrías terrenales, lo demostró una tarde en que un huésped de "Einfried", un escritor profesional, le vio en el corredor gastando bromas a una camarera con bastante descoco.... una escena sin importancia y humorística que provocó en el escritor en cuestión una ridícula mueca de asco.
 En cuanto a la esposa del señor Kloterjahn, era claro y evidente que amaba a su esposo de todo corazón. Seguía con una sonrisa sus palabras y gestos, y no con aquel aire de pedante indulgencia que tantos enfermos adoptan frente a los sanos, sino con aquella amable alegría e interés que los enfermos de buen carácter demuestran por las manifestaciones espontáneas de las personas que se sienten a gusto en su propio pellejo.
 El señor Kloterjahn no permaneció mucho tiempo en "Einfried". Había acompañado a su esposa a este lugar, pero al cabo de una semana, después de cerciorarse que estaba bien atendida y en buenas manos, su estancia no pudo prolongarse más. Otras obligaciones importantes, su floreciente hijito y su negocio igualmente floreciente, le reclamaban en casa. Así, pues, tuvo que partir y dejar a su esposa allí disfrutando de los mejores cuidados.

 4
 Spinell se llamaba el escritor que vivía en "Einfried" desde hacía unas semanas. Su nombre era Detlev Spinell, y su aspecto externo era algo realmente estrafalario.
 Imagínense un hombre moreno y alto, en el inicio de los treinta, cuyo cabello empieza ya a encanecer perceptiblemente en las sienes, cuyo rostro redondo, blanco y un poco hinchado no presenta, sin embargo, ningún vestigio de crecimiento de la barba. No iba afeitado - esto se notaría -, era delicado, de rasgos imprecisos y pueriles, y sólo esparcidamente se le veía algún que otro asomo de vello. Esto le daba un aspecto muy singular. La mirada de sus brillantes ojos, de color castaño oscuro, tenía una expresión dulce, y su nariz era rechoncha y demasiado carnosa. Además, el señor Spinell tenía un labio superior arqueado, poroso, como el de un romano, unos grandes dientes careados y unos pies raros y voluminosos, Uno de aquellos caballeros de piernas incontrolables, cínico y guasón, lo había bautizado a sus espaldas con el nombre del "niño bitongo"; pero esto era malintencionado y poco apropiado. Vestía bien y a la moda, con una larga levita negra y un chaleco de fantasía con lunares.
 Era esquivo y no tenía amistad con nadie. Sólo de vez en cuando se encontraba de un humor sociable, cariñoso y efusivo, y esto sucedía siempre que el señor Spinell caía en estado de contemplación estética, cuando se sentía transportado de admiración por algo de aspecto bello, como la consonancia de los colores, un vaso de forma refinada, las montañas iluminadas por los últimos rayos de sol...
 -¡Qué hermoso! -exclamaba entonces, con la cabeza ladeada, los hombros levantados, las manos abiertas y la nariz y los labios contraídos -. ¡Por Dios, miren qué hermoso es esto!
 Y en estos momentos de emoción era capaz de echarse ciegamente al cuello de las personas más distinguidas, fueran damas o fueran caballeros...
 Quien entraba en su habitación podía ver en todo momento sobre la mesa el libro que había escrito. Era una novela no muy larga, en cuya portada figuraba un dibujo completamente desconcertante, estaba impreso en una especie de papel filtro, con unas letras que cada una de ellas parecía una catedral gótica. La señorita de Osterloh lo había leído en un cuarto de hora libre y lo había encontrado "refinado", lo cual, en su metafórica forma de hablar, equivalía a "bárbaramente aburrido". La acción transcurría en salones de mundo, en lujosas alcobas de damas, llenas de objetos refinados, tapices gobelinos, muebles antiquísimos, porcelanas preciosas, telas de valor incalculable y joyas artísticas de todo género. Todos estos objetos estaban descritos con desbordante cariño, y en todos ellos se veía al señor Spinell arrugar la nariz y exclamar: "¡Qué hermoso! Por Dios, miren qué hermoso es!..." Por lo demás, era asombroso el que no hubiese escrito más libros que éste, puesto que, al parecer, le apasionaba escribir. Se pasaba la mayor parte del día escribiendo en su habitación, echaba al correo un número extraordinario de cartas, una o dos casi todos los días; pero lo más curioso y divertido del caso era que él, por su parte, muy raramente recibía alguna.

 5
 El señor Spinell se sentaba en la mesa frente a la señora Kloterjahn. Se presentó un poco tarde a la primera comida en que asistieron estos señores, en el gran comedor situado en la planta baja del pabellón lateral; dirigió con voz suave un saludo a todos los comensales y se dirigió a su  asiento; tras lo cual el doctor Leander le presentó a los recién llegados sin demasiadas ceremonias. Él saludó con una reverencia y empezó luego a comer, sin poder ocultar su embarazo, manejando de una forma un tanto afectada el cuchillo y el tenedor con sus grandes manos blancas y bien formadas, que salían de unas mangas muy estrechas. Poco a poco fue recobrándose y pudo mirar con calma y serenidad ora al señor Kloterjahn ora a su esposa. En el transcurso de la comida el señor Kloterjahn le dirigió también algunas preguntas y observaciones respecto a las instalaciones y el clima de "Einfried", en las que su esposa intercaló dos o tres palabras con su acostumbrada amabilidad, y a las que el señor Spinell contestó cortésmente. Su voz era dulce y muy agradable, pero tenía un modo de hablar algo dificultoso: paladeaba como si sus dientes obstaculizaran la lengua.
 Después de comer, cuando todo el mundo se trasladó a la sala de estar y el doctor Leander deseaba buen provecho, en particular a los nuevos huéspedes, la señora Kloterjahn pidió informes relacionados con su vecino de enfrente.
 - ¿Cómo se llama este caballero? -preguntó-. ¿Spinelli? No he entendido bien el nombre.
 - Spinell... no Spinelli, señora. No es italiano, no; es oriundo de Lemberg, según he oído decir...
 - ¿Qué dijo antes?, ¿que es escritor, no? - preguntó el señor Kloterjahn.
 Tenía las manos metidas en los bolsillos de sus confortables pantalones ingleses, inclinaba el oído hacia el doctor y abría la boca mientras escuchaba, como suelen hacerlo muchos.
 -Bueno, no sé... Escribe... - respondió el doctor Leander -. Creo que ha publicado un libro, una especie de novela, pero en realidad no sé qué es...
 Este doble "no sé" indicaba - que el doctor Leander no tenía en mucha estima al novelista y declinaba toda responsabilidad respecto a él.
 - Sin embargo es realmente muy interesante - dijo la señora Kloterjahn, que nunca en su vida había visto un escritor cara a cara.
 - Sí, claro - replicó complaciente el doctor Leander -. Parece ser que goza de cierta reputación...
 Y ya no se volvió a hablar más del escritor. .Pero poco después, cuando los nuevos huéspedes se habían retirado y el doctor Leander se disponía también a abandonar la sala de estar, el señor Spinell le retuvo para pedirle informes a su vez.
 - ¿Cómo se llama este matrimonio? -preguntó del modo más natural -, antes no presté atención.
 - Kloterjahn - respondió el doctor Leander, que ya se marchaba.
 - ¿Cómo se llama el marido? - preguntó el señor Spinell.
 - ¡Se llama Kloterjahn! -dijo el Doctor Leander, y se fue... Realmente no tenía en mucha estima al escritor.

sábado, 22 de agosto de 2015

Ensayos sobre música, teatro y literatura. Thomas Mann.


Ensayos sobre música, teatro y literatura

El presente volumen reúne una selección de los ensayos de Thomas Mann, sin duda una de las figuras centrales de la literatura del siglo XX. Poco conocida en España, la ingente obra ensayística de este autor —los volúmenes publicados después de su muerte suman más de dos mil páginas— constituye un análisis penetrante e imaginativo de la cultura europea. Alrededor de este tema central se agrupan otros como la relación del artista con la sociedad, la complejidad de la realidad y del tiempo o las seducciones de la espiritualidad, el eros y la muerte. Los textos que aquí presentamos suponen una eficaz aproximación al ideario estético de Mann en campos como la música —«la pasión por la fascinante obra de Wagner acompaña mi vida desde que la vislumbré por primera vez»—, el teatro, «patria de toda espiritualidad sensual y de toda sensualidad espiritual», y la literatura. Es en este último apartado donde se encuentran algunos de los ensayos más perceptivos y profundos de su autor, en torno a grandes figuras de la literatura universal: desde un «Viaje por mar con Don Quijote» —genial comentario de la obra de Cervantes escrito en el barco que le llevaba a Estados Unidos en 1934 huyendo de los nazis hasta el conmovedor ensayo sobre Chéjov, pasando por Goethe, Zola o la Anna Karenina de Tolstói.
 ePub r1.0
IbnKhaldun 19.05.15
Títulos originales: Rede über das Theater, Der alte Fontane, Meerfahrt mit Don Quijote, Richard Wagner und der Ring der Nibelungen, Die Kunst des Romans, Anna Karenina, Dostojewski mit Massen, August Strindberg, Phantasie über Goethe, Fragment über Zola, Versuch über Tschechow, Versuch über Schiller Thomas Mann, 1977
Traducción: Genoveva Dieterich Selección de textos: Genoveva Dieterich Editor digital: IbnKhaldun ePub base r1.2
Nota editorial


Los ensayos de Thomas Mann se fueron publicando en cuatro volúmenes establecidos por el propio Mann a lo largo de su vida: Rede und Antwort (1922), Die Forderung des Tages (1930), Leiden und Grösse der Meister (1935) y Adel des Geistes (1945). A esta primera selección se añadieron nuevos volúmenes de ensayos. Tras la muerte del autor en 1955 se publicaron diversas selecciones de ensayos, entre ellas las compiladas por Erika Mann y Michael Mann.
La presente selección, que pretende presentar al lector los ensayos de Thomas Mann en su aspecto más universal, se basa principalmente en la edición de escritos sobre literatura de Thomas Mann realizada por Michael Mann, Thomas Mann, Essays. Band 1 Literatur (Frankfurt a.M. 1977). A ella pertenecen todos los ensayos aquí presentados a excepción de los ensayos sobre Goethe («Fantasía sobre Goethe», en Goethes Laufbahn als Schriftsteller. Zwölf Essays und Reden, Frankfurt a.M. 1982), Wagner («Richard Wagner y El anillo del Nibelungo», en Wagner und unsere Zeit, ed. Erika Mann, Frankfurt a.M. 1983) y Cervantes («Viaje por mar con Don Quijote», en Thomas Mann, Essays, vol. 4, ed. Hermann Kurzke y Stephan Stachorski, Frankfurt a.M. 1995).

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas