miércoles, 8 de julio de 2015

Premio Hugo de novela 1969. Novela: Todos Sobre Zanzibar.


Premio Hugo de novela 1969.
Novela: Todos Sobre Zanzibar.

Novela aún más larga que Duna de Frank Herbert, Todos sobre Zanzíbar, la obra más conocida de Brunner difiere notablemente de la de Herbert en casi todos los aspectos. Lo más llamativo de esta novela es que no trata de crear un mundo fantástico de la nada sino que emprende la tarea mucho más difícil de describir qué características podría tener nuestro mundo real dentro de tres o cuatro décadas. Brunner nos muestra el planeta Tierra en el umbral del siglo veintiuno: superpoblado, inestable, dominado por gigantescas corporaciones y los medios de comunicación. El libro se concentra en los Estados Unidos, aunque partes importantes de la narración están ambientadas en África y el Lejano Oriente, demostrando ?algo esquemáticamente? las diferencias entre países desarrollados, en desarrollo y subdesarrollados. Es una novela increíblemente ambiciosa. Aunque despareja, el esfuerzo del autor merece ser apreciado.

***

John Brunner fue un escritor británico de ciencia ficción perteneciente al movimiento llamado Nueva Ola.

Sus obras suelen versar sobre un futuro inmediato narrado a través de múltiples personajes, centrando su interés más en la descripción de la sociedad imaginada que en las peripecias o aventuras de sus personajes... o, más bien, lo que le ocurre a sus personajes siempre está enmarcado en un punto de vista sociológico. Es este peculiar enfoque, ausente de elementos épicos o de una trama central evidente, el que le ha impedido convertirse en un autor de éxito. Sin embargo, las historias de John Brunner siempre tienen un final (y una finalidad) que las dota de pleno sentido narrativo.

Sus mejores obras corresponden a la llamada `Trilogía del Desastre`, especialmente `Todos sobre Zanzíbar` y `El rebaño ciego`, y a la novela `El jinete de la onda de shock`, una de las obras precursoras de la corriente cyberpunk y que también inspiró el ensayo de Alvin Toffler `El shock del futuro`. Las obras posteriores (y las anteriores) se suelen considerar menores.

(Fragmento de novela).

COINCIDENCIA: No prestabas atención a la otra mitad de lo que estaba pasando.

—El diccionario del felicrimen, por Chad C. Mulligan.)

que tengamos locriminates. Soporte: «locriminal» es una adaptación de «Loki». No hagas caso a quien te diga que es un término compuesto de «loco» y «criminal». Se puede sobrevivir a un loco o a un criminal, pero si uno quiere sobrevivir a un locriminal lo mejor es que no esté allí cuando ocurra.

«Antes del siglo XX, la concentración mayor de seres humanos se daba casi con seguridad en las ciudades asiáticas (con la excepción de Roma, y ya hablaré de Roma más adelante). Cuando se metía demasiada gente por delante de uno, uno se armaba con un panga o un kris y salía a cortar unas cuantas gargantas. No tenía importancia el que uno supiera o no utilizar estas armas... la gente con la que se encontraba estaba en su marco de referencia habitual y moría. Uno se encontraba en el marco de referencia de los berseker. Soporte: los berseker se desarrollaron en comunidades que durante una gran parte del año estaban inactivas en los valles de los fiordos noruegos, con una cordillera inescalable a cada lado, una losa de horribles nubes grises por encima y sin poder alejarse tampoco por mar debido a las tormentas invernales.

»Según un dicho corriente entre los nguni de Sudáfrica, no basta con matar a un guerrero zulú: hay que empujarle para hacerle caer. Soporte: Chaka Zulú tomó por estrategia el apartar a su carne de cañón de los padres, en la primera infancia, y criarles en condiciones de barraca, sin más posesiones que una lanza, un escudo y una funda de caña para el pene y sin la más mínima intimidad. Realizó independientemente el mismo descubrimiento que los espartanos.

«También fue cuando Roma ya se había convertido en la primera ciudad del mundo, con más de un millón de habitantes, que las misteriosas religiones del Este, con sus ideas de miseria autoimpuesta y mutilación propia correspondientes, arraigaron. Uno se incorporaba a los seguidores de la procesión que honraba a Cibeles, tomaba un cuchillo de uno .de los sacerdotes, se cortaba los huevos y corría por la calle agitándolos al aire hasta llegar a una casa con la puerta abierta y entonces los arrojaba sobre el umbral. A uno le daban un vestido de mujer y se unía al sacerdocio. ¡Imaginaos la presión que le hacía pensar a uno que ése era el medio de escape más sencillo!»

—Eres un idiota ignorante, por Chad C. Mulligan.

lunes, 6 de julio de 2015

Literatura para nombrar pesadillas. Hemeroteca Literaria.

Literatura para nombrar pesadillas

Crónica. Lector magnífico, el colombiano William Ospina sigue las líneas que unen el nacimiento del género gótico y la erupción de un volcán en Indonesia a mediados de 1815.

La historia de la literatura cuenta que en junio de 1816, Lord Byron alquiló una casa, la Villa Diodati, a orillas del lago Ginebra, en Suiza, y allí convocó a sus amigos Percy y Mary Shelley y Polidori, su médico personal, para leer cuentos de fantasmas y escribir algo afín al terror. Esta invitación dio nacimiento al género gótico. Mary Shelley contará andando el tiempo: “ ‘Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas’, dijo Lord Byron, y su propuesta fue aceptada. Eramos cuatro. (...) Yo me urgí a mí misma a pensar una historia, una historia que pudiese rivalizar con las que nos habían arrastrado a aquella empresa. Una historia que hablase de los misteriosos temores de la naturaleza y que despertase el más intenso de los terrores, una historia que creara en el lector miedo a mirar a su alrededor, que helase la sangre y acelerase los latidos del corazón. ” La anécdota relata que esas reuniones produjeron las pesadillas más absolutas de nuestra época, tal Frankenstein y El vampiro –de Polidori, publicada tres años después, unos ochenta antes de Drácula –. De hecho, Frankenstein fue entrevisto precisamente en una pesadilla que tuvo durante esas noches en Villa Diodati: “Vi al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto a la materia que había unido. Vi el fantasma horrible de un hombre tendido...” Sobre el nacimiento del género gótico hay un par de películas hollywoodenses como Gothic (1986) con Gabriel Byrne en el papel de Byron y un año después, enRemando al viento (1987) un impensable Hugh Grant será quien interpretará al bardo más oscuro de toda Inglaterra. No obstante, la historia de esta reunión casi siempre ha sido consignada en las diferentes biografías de los héroes que la compusieron: Maurois habla de ella en sus biografías de Byron y Shelley, y Muriel Spark en la de Mary Shelley. Pero gratamente ahora la reunión que dio lugar al gótico tiene historiador propio: se trata del novelista colombiano William Ospina (quien recibiera el Premio Rómulo Gallegos 2009 porEl país de la canela ) quien se dedica con ahínco a seguir la huella de todo dato, por impersonal o indecoroso que fuera, para rearmar la historia.
El año del verano que nunca llegó no es una novela histórica, sino una crónica a lo Sebald de aquellos días y aquel tiempo. Hay que decirlo: una novela histórica hubiera sido más sencilla y una crónica del llamado nuevo periodismo no tendría la menor trascendencia literaria. La grandeza del libro (que va desde cómo empezó a interesarse en el tema durante su estadía por unos días en el barrio porteño de San Telmo al relato de la erupción de un volcán de Bali en 1815, que fue lo que provocó el horrible verano en Suiza, meses después) está en las asociaciones que sólo puede hacer Ospina en su calidad de lector magnífico, de historiador pertinaz y de escritor, a quien a la legua se le nota, que se deleita con el lenguaje español. El combo es perfecto, y al acabar el libro, le toca al lector hacer su trabajo y preguntarse: ¿Nos dará nuestra época, desastrosa desde todo punto de vista de los fenómenos naturales, un nuevo género literario que ponga nombre a nuestras pesadillas? Misterio a resolver, que Ospina no deja librado al azar.

PREMIO HAMMETT DE NOVELA 1988. PACO IGNACIO TAIBO II. Novela: La vida misma.


PREMIO HAMMETT DE NOVELA 1988.  PACO IGNACIO TAIBO II. Novela: La vida misma.

Aunque nacido en Gijón, creció en México a partir de los 10 años: su padre, Paco Ignacio Taibo I, de gran tradición socialista, se exilió en ese país latinoamericano en 1959 después de huir de la dictadura franquista. Allí nacieron sus hermanos menores, el poeta Benito Taibo y el cineasta Carlos Taibo Mahojo.

Paco Taibo II comenzó a practicar la actividad política en sus tiempos de estudiante, y sería ella la que motivaría su renuncia, en julio de 2012, a la dirección la de Semana Negra de Gijón para integrarse en el equipo de López Obrador.

El detective Héctor Belascoarán Shayne es el protagonista de sus novelas policiacas. Su pasión por este género lo llevó a fundar en 1986 la Asociación Internacional de Escritores Policíacos (AIEP) junto con el también mexicano Rafael Ramírez Heredia, los cubanos Rodolfo Pérez Valero y Alberto Molina, el uruguayo Daniel Chavarría, el ruso Iulián Semiónov y el checo Jiri Prochazka.

En 1988 creó el festival multicultural Semana Negra de Gijón, por el que han pasado miles de escritores de novelas policíacas, históricas, de fantasía y ciencia ficción. Como su nombre indica, se lleva a cabo en la ciudad natal del escritor.

Taibo II ha desarrollado muchas otras actividades, además de la de escritor. Ha enseñado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ha sido director de las series México, historia de un pueblo y Crónica general de México (1931-1986), del suplemento cultural de la revista Siempre! (1987-1988) y de las revistas Crimen y Castigo y Bronca.

Su obra literaria, distinguida con numerosos premios, no se limita al género policiaco, también ha escrito novelas históricas, cuentos, cómics, reportajes, ensayos y crónicas. Ha publicado una cincuentena de títulos y algunos de sus textos han sido traducidos a diversos idiomas.

Está casado desde 1971 con la activista cultural y fotógrafa Paloma Sáiz Tejero, con quien tiene una hija.

Durante el I Consejo Nacional del Movimiento Regeneración Nacional, celebrado en el Deportivo Plan Sexenal de la Ciudad de México, fue elegido secretario de Arte y Cultura del Comité Ejecutivo Nacional de MORENA para el periodo 2012-2015.

***
José Daniel Fierro, cincuentón escritor de novelas policiacas, se encuentra de repente transmutado en el Jefe Fierro de la policía municipal de Santa Ana, una población norteña con ayuntamiento de izquierda cercado por la ofensiva priista. ¿ Va a poder resolver el asesinato de una fotógrafa gringa con la misma facilidad con la que escribe un libro? ¿Cómo se metió en esa locura?, piensa mientras trata de quitarse de encima a judiciales y pistoleros de los caciques.
En una población en la que no queda una sola barda sin pintar, y cuya estación de radio independiente insiste en programar una y otra vez el `Venceremos`, José Daniel Fierro se encuentra cara a cara con las preguntas que se han estado haciendo estos últimos 20 años muchos mexicanos.

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Fuente: Editorial Planeta.

(Fragmento de novela).

CAPÍTULO I
Lloviendo en el D.F.



«Si en esta ciudad no lloviera, hacía mucho que la habría abandonado», pensaba José Daniel Fierro pensando en que pensaba; porque había ideas que eran trabajo, reutilizables pensamientos que formaban frases y luego se iban por el camino de las teclas. La sensación era suya, pero podría ser del viejo villista que trabajaba en una tlapalería hacia la mi-tad del capítulo tres de la novela que estaba escribiendo. «Si no lloviera» . . . escribía en la cabeza mirando las gotas de agua estrellándose en el doble vidrio ante su mesa blanca e imaginando sin oír el splash, los pequeños plop. Había que ponerle a la frase un poco del sonido del viento que empujaba la lluvia contra la ventana y que se hacía imagen literaria sacudiendo el laurel solitario del camellón, hacién-dolo bailar. «Si no hubiera laurel», también se habría ido, él, no el viejo del capítulo tres. Cada vez escribía más de irse y, sin embargo, se quedaba. Encendió un Mapleton con la colilla del otro. Ana, sentada a sus espaldas en un sillón blanco, levantó la vista del libro que estaba leyendo y estiró la mano para robarle un cigarrillo.
—¿Sabes cuánto nos cuesta fumar?
José Daniel se atusó el bigotazo negro mirando la lluvia.
—Cuarenta y dos mil pesos al mes, ¿cómo lo ves? El en-fisema pulmonar es la enfermedad más cara de adquirir del mundo —dijo Ana sin esperar respuesta.
—Alguna vez oí de -una sífilis que le costó a un tipo 200 mil pesos.
—Nada. Menor el asunto —dijo Ana—. ¿Un café?
—Un coñac doble.
—Pensándolo bien, el alcoholismo es más caro todavía —dijo ella caminando hacia la cocina. A la mitad del cami-no el timbre de la puerta la hizo cambiar de rumbo.
José Daniel Fierro se tocó el codo, la lluvia le traía un dolor artrítico.
Los principios de capítulo deberían ser contundentes, sólo un escritor de segunda empezaría un capítulo con «Si en es-ta ciudad no lloviera . . .» Trató de que la conversación en la puerta no le rompiera el hilo. Casi lo tenía. Tecleó qui-tándole la infecta blancura a la hoja de papel: "Un buen detective sólo vive en ciudades en las que llueve así".
—Daniel, tienes visita —dijo Ana casi soplándole las pa-labras en la pelusa de la nuca,
José Daniel se volteó y contempló a los tres recién llega-dos: un joven despeinado con chamarra y botas, lentes muy gruesos; un barbudo de unos 40 años con mirada fiera; un hombre de unos 35, muy moreno y de ojos verdes, al que había visto muchas veces en fotografías.
—Pasen, siéntense —les dijo a los tres personajes que tra-taban de que las botas no enlodaran la alfombra blanca. Se acercaron extendiendo las manos. El escritor giró su si-lla para enfrentarla a los recién llegados, cediéndoles los dos sillones; Ana se mantuvo vigilante cerca de la puerta en su actitud de anfitriona-propietaria.
—Somos de la comisión —dijo el joven de los lentes.
—Está lloviendo a mares —dijo José Daniel por decir algo.
—Le hablaron, ¿verdad? —preguntó el hombre de los ojos verdes.
—Tú eres Benjamín Correa —afirmó el escritor, el jo-ven asintió.
—Macario, el dirigente de la sección 23 y Fritz, el direc-tor de nuestra estación de radio —contestó señalando con el dedo a sus dos compañeros.
—No, nadie me habló, pero no hay bronca —dijo el es-critor—, ¿Para qué soy bueno? ¿Lo de la semana de la cultura en Santa Ana? Ya les dije que sí, que iría, y firmé el manifiesto. ¿Salió hoy, no?
—Queremos que nos firme otro papelito —dijo el diri-gente de los mineros.
—¿Un cheque?
Los tres personajes se rieron.
—No, compañero Fierro, está peor —dijo Fritz Glockner.
José Daniel sonrió.
—Queremos que sea el jefe de policía de Santa Ana —di-jo el presidente municipal rojo. Los tres personajes rieron.
José Daniel Fierro emitió una risita de hurón, dudosa.
—¿Quieren que escriba una novela policiaca sobre San-ta Ana?
—No. Queremos que sea el jefe de policía de Santa Ana.
—Bueno, qué cosa —exclamó Ana.
—¿En serio? —preguntó el escritor,
—Claro —dijo Benjamín Correa, encendiendo un Deli-cado sin filtro. Macario, el minero, asintió con una sonrisa ladina.
José Daniel Fierro los observó fijamente tratando de no cruzar su mirada con la de su mujer.
—Esperen un minuto, déjenme ponerlo claro. ¿Quieren que yo vaya a Santa Ana y me haga cargo de la policía?; ¿será la municipal, no?
Los tres personajes asintieron.
—A mí me parece muy importante lo que están hacien-do. En medio de tanta mierda la experiencia de ustedes es fundamental. Hasta ahí. Que quede claro. Firmo manifies-tos, voy a manifestaciones, escribo sobre ustedes donde pue-do si tengo algo que decir, apoyo económicamente, voy a Santa Ana y participo de una semana de la cultura; son co-sas que sé hacer, que puedo hacer. Hasta ahí de nuevo . . . Pero ser jefe de policía es una locura. Tengo 50 años . . .
—Cincuenta y dos —dijo Ana desde su esquina.
—Cincuenta y uno y cumplo en un mes . . . —le contestó rápido José Daniel—. No he disparado una pistola en mi vida.
—¿A poco? —preguntó Macario, al que no le cabía en la cabeza que todavía quedara alguien en México que no hubiera disparado una fusca.
—Pero en Muerte al atardecer se cuenta todo sobre una 45, el impacto, el retroceso, la precisión, la limpieza . . . —dijo Fritz Glockner sonriendo.
—Lo saqué de un manual de armas italiano —contestó el escritor disculpándose—. Pero además, ¿qué importa? No tengo ninguna experiencia policiaca real. Sólo ficción, sólo literatura.
—En La cabeza de Pancho Villa cuenta la historia del fraude del banco, así supimos como lo andaban haciendo en Santa Ana.
—Bueno, es que así pasa. ¡Chingaos! ¿Tengo que con-tarles la diferencia entre escribir y vivir?
—No hay diferencia —dijo el alcalde rojo—. Nomás es cuestión de kilómetros. ¿Quién sabe de policía en México? Nadie. Nomás usted, escritor. ¿Quién lleva 11 novelas? Por cierto, me falta una, la de los, braceros . . .
—La raya —dijo José Daniel—. Tengo ejemplares por ahí . . .
—A lo mejor lo que pasa es que no se lo estamos propo-niendo bien —dijo Fritz—. A ver así: en año y medio han asesinado a dos jefes de policía municipal en Santa Ana. Los judiciales del estado nos traen jodidos, necesitamos una buena policía municipal, alguien a quien no puedan matar sin que se arme un pedote nacional, hasta internacional; por ejemplo, un escritor que acaba de ganar el Gran Premio de Literatura Policiaca en Grenoble, o al que entrevista el New York Times. Un escritor que aunque es de izquierda sale en el programa de Rocha cuando publica un libro. Uno que no puedan matar, y que además tenga coco, ideas, mente de investigador, uno que le sirva al pueblo y que además saque de onda a los priístas y al gobierno del estado, alguien que ponga su nombre en Santa Ana.
—Entiendo eso, pero tiene que tomar algo en cuenta. Yo soy un culero. Tengo miedo. Este país cada vez me da más miedo. Si sigo hablando y escribiendo es porque me da más miedo callarme.
—Por valientes no paramos, eso es cosa nuestra —dijo el presidente municipal—. Tenemos como diez que se me-ten a la jaula de los leones, esposados, y le dan patadas en los huevos a las fieras . . . Queremos a uno como usted. No-más imagínese: «José Daniel Fierro, jefe de policía de San-ta Ana».
—No, si me lo imagino. —Me divorcio, ¡eh! —dijo Ana. —¿Quién fue el de la idea? —preguntó el escritor. —Nosotros andábamos buscando por ahí, y lo comen-tamos con algunos, y Carlos Monsiváis fue el que nos dio la idea.
—Maldita sea, vaya broma más cabrona. —Piénselo, maestro. No sólo nos hace un servicio en Santa Ana, sino la cantidad de novelas policiacas que salen de ahí. Tenemos unos crímenes de lo más lucidores —dijo Fritz,
—Nos traen jodidos —dijo el presidente municipal, y ahí José Daniel se dio cuenta cómo había llegado hasta el pues-to. Ponía tal intensidad en las palabras, que tomaba el hí-gado del oyente y no lo soltaba—. Nos cercan, cortan pre-supuestos, los caciques hostigan, no entregan los dineros del municipio, nos provocan, nos rodean con una de las cam-pañas de publicidad más negras que se ha hecho en la his-toria de México. Tenemos elecciones en ocho meses: si las ganamos nos van a meter el ejército, si las perdemos nos van a desmontar toda la organización popular que se ha creado. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Necesitamos un jefe de policía . . . ¿Qué pues?
-¿Llueve mucho en Santa Ana?
-Todos los días —contestó Macario.
-Nunca —dijo Fritz Gíockner.
-Usted dirá —contestó el presidente municipal.
-Me divorcio —dijo Ana—. Te juro que me divorcio.



domingo, 5 de julio de 2015

Premio Herralde de novela 1999. Novela: París. Marcos Giralt Torrente.


Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad donde reside. Inició su carrera literaria con el libro de cuentos Entiéndame (Anagrama, 1995). Es autor, también, de la novela corta Nada sucede solo (Ediciones del Bronce, 1999, Premio Modest Furest i Roca) y de las novelas París (Premio Herralde de Novela, Anagrama, 1999) y Los seres felices (Anagrama, 2005). Colabora habitualmente como crítico literario en Babelia y fue residente de la Academia Española en Roma, del Künstlerhaus Schloss Wiepersdorf y de la University of Aberdeen y participó en el Berlin Artist-in-Residence Programme de 2002-2003. Sus novelas han sido traducidas al alemán, al francés, al italiano y al portugués.

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Novela: París./ Fragmento de novela.
Fuente: Editorial Anagrama.
Sinopsis

  Con la única ayuda de la memoria, el narrador de esta novela emprende la tarea de explicarse a sí mismo acontecimientos de su niñez que en su momento no supo entender. De esa forma, todo lo que le dejó huella pero no percibió porque parecía dictado por las reglas de la más estricta provisionalidad, se muestra ahora en sus diferentes dimensiones, incluidas aquellas que tal vez sólo imagina.
  Premoniciones, deudas inesperadas, equivocaciones, remordimientos, motivos de júbilo y deseos de reconciliación y de revancha salen a la luz y hallan acomodo, sin contradecirse, en ese territorio donde el recuerdo de lo que fuimos se mezcla con la nostalgia de lo que ya nunca seremos, donde pasados que no nos pertenecen amenazan con condicionar nuestro presente y donde los secretos que quisimos desentrañar, cuando por fin se revelan, lejos de diluir la desazón que nos impulsó a investigar, contribuyen a confundirnos más.

  Marcos Giralt Torrente

 París


Parte de este libro fue escrito en la Academia de España en Roma gracias a una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores concedida al autor en el curso 96-97.



 El día 8 de noviembre de 1999, un jurado compuesto por Roberto Bolaño, Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde, otorgó el XVII Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a París, de Marcos Giralt Torrente.
Resultó finalista Bariloche, de Andrés Neuman. 
  A quien ya no está.

  Y a Luz Suárez, que me dio su nombre.

 I
Es durante el silencio de la noche, en ese tiempo previo al sueño en el que la más severa de las pesadillas acude a nosotros y nos hace buscar vencidos el cálido espejismo de quien duerme a nuestro lado, cuando el recuerdo de mi madre se hace omnipresente y golpea en mi conciencia como un antiguo intruso que llamara a la puerta para recuperar el sitio del que una vez fue expulsado. Ocurre pocas veces, pero en esas ocasiones remordimientos y temores que creía dominados se apoderan de mí y no me dejan discernir. Me encuentro de pronto oscilando entre el lamento, que es reproche hacia ella, porque no me baste ya con su presencia para que todo a mi alrededor cobre significado, y la pena, que es reproche hacia mí, por no darme cuenta de que también ella fue niña y, como yo, nunca más tendrá quien apague sus temores de fracaso y olvido.
  Es la nostalgia. Es el miedo. Son los sueños. Es la soledad que amenaza desde lo oscuro. Es no saber y querer, aun así, que lo sentido y lo imaginado coincidan. Es la duda. Son las preguntas sin responder. Son las ganas de correr hasta donde me espera para decirle: Está bien, lo sé todo.
  En realidad, no tengo claros mis sentimientos y simplemente no alcanzo a explicarme cómo es posible que en momentos de desánimo todavía necesite recurrir a algo que a lo mejor nunca sucedió, y que sólo presumo, para neutralizar las emociones diversas que su figura me inspira. No voy a saber más de lo que sé y tal vez sea esta imposibilidad de trascender la mera elucubración lo que siga otorgando importancia a un suceso que, de haberse producido, no podría sino considerarse menor en comparación con otros, de los que sí tengo certeza, que ella me refirió con valentía cuando pocas personas en su caso se habrían atrevido a mencionarlos. Y ello ocurre a pesar de que si mi madre se mostrara capaz de llenar ese vacío que no lo es de mi memoria renunciaría a preguntarle por él, sabedor de que no tendría sentido indagar en las razones ni en las consecuencias de sus actos porque lo que al cabo de los años dijera apenas se diferenciaría de lo que otro diría en su lugar o de lo que yo mismo soy capaz de imaginar.
  Los veo, por ejemplo, en la que pudo ser su última mañana juntos. Veo cómo se despiertan, oigo lo que dicen. Mi madre está en la cama y mi padre se afeita o se lava al otro lado del tabique. En la mesilla hay unos tapones para los oídos, un reloj, dos pulseras de marfil y un periódico del día anterior. Es el segundo o tercer día que amanecen allí y probablemente no se queden más de una semana. Mi madre no sonríe, no tiene planes, no sabe en qué gastará su tiempo durante las horas siguientes. Es el único momento del día en el que se permite mirar atrás y le asalta el remordimiento. Quiere que la figura de él frente a ella la ayude a afianzar el olvido y acecha con ansiedad cada sonido procedente del baño. Atiende expectante al eructo del agua mientras es engullida por el desagüe del lavabo, escucha un silbido animoso y sabe que ha terminado por fin de acicalarse y que comienza a ponerse la misma ropa que la noche pasada dejó colgada del pomo de la puerta. Sabe que las prendas se conservan en perfectas condiciones y que todavía resistirán hasta que su propietario decida llevarlas a la lavandería. Sabe que tiene que ser así aunque sea incapaz de imitarlo y abandone las suyas en un montón sobre el suelo, aunque no sea previsora y no se haya acostumbrado a esa vida en la que cada gesto debe medirse.
  Veo ese despertar, y con la misma facilidad imagino un mundo en el que una escena así nunca se dio y mi madre jamás se alojó acompañada en un hotel. Tan convincente resulta esta posibilidad como la primera. Aunque ella misma se encargara de refrendar una y desechar la otra, el dilema perduraría. Al fin y al cabo todo lo que sé lo sé por su causa y si lo que ignoro se lo debo también a ella, es decir, si deliberadamente hubo cosas que no me contó, no tengo forma de averiguarlo. Cuando nuestro conocimiento sobre una materia depende de las palabras de otros, no hay forma de determinar si lo que dicen es todo y no sólo una parte. Aun en el caso, por eso, de que hubiera sido de verdad sincera y me hubiera puesto al tanto de cada minuto que vivieron juntos, de cada discusión y de lo que pudieron haber hecho y no hicieron, nada cambiaría. No sirve imaginar, no sirve preguntar. En el presente no existen las palabras. Las palabras vienen más tarde y todos las usamos de la misma forma, todos podemos describir y opinar aunque lo que describamos y opinemos no nos haya ocurrido a nosotros.
  Para hablar de mis padres y de las pesadillas que me asaltan durante ese tiempo anterior al sueño, en el que buscamos la cercanía de quien duerme a nuestro lado ajeno a la angustia que nos invade, debo conformarme con lo visto y oído. Procurar no hablar más que de aquello de lo que tengo constancia directa aunque ésta dependa en gran medida de lo que desconozco y sólo intuyo. Como en mi ánimo no está convertir las sospechas en certezas, sino en todo caso hacer comprensible lo que vino a consecuencia de que la duda surgiera, no habrá contradicción en mi proceder siempre y cuando todo lo que cuente lo cuente desde mi punto de vista de entonces. Los vacíos que no sean de mi memoria habrán de continuar existiendo porque, aunque estuviera en mi mano hacerlo, no tendría sentido inquirir por ellos. Su destino, además, puede que sea ése: permanecer inexpugnados para iluminar de esa forma otros vacíos que sí son de mi memoria.

  A mi padre lo detuvieron en casa una noche en que había gente invitada a cenar y mi madre descubrió demasiado tarde, muy avanzada la reunión, el motivo de su desbordante alegría. Yo tenía nueve años y estaba dormido, así que no pude enterarme de cómo transcurrieron los primeros momentos de confusión. Recuerdo borrosamente, aunque tampoco puedo asegurar que no sea una imagen recreada con posterioridad, que se abrió la puerta de mi cuarto y que dos hombres precedidos por mi madre entraron. Recuerdo que al principio no encendió la luz sino que, nerviosa como estaba o con el propósito de que no me asustara, los introdujo a oscuras, y que fue sólo al preguntar uno de los desconocidos por el interruptor cuando retrocedió a tientas y la encendió. Recuerdo que no llegué a sentir miedo porque, al inundarse de claridad la habitación, cuando los dos hombres surgieron con nitidez de la penumbra y vi sus ojos clavados en mí, el más alto me hizo una broma y mi madre me sonrió tranquilizadora. Recuerdo que, mientras eso sucedía, el otro echó una rápida mirada a su alrededor y que, tras entreabrir la puerta del armario y atisbar por la ranura, tocó a su compañero en el hombro y los dos salieron dejando a mi madre atrás. En total no debieron de ser más que unos segundos, ya que tengo la sensación de que mi madre se acercó enseguida a darme un beso y de que, después de acariciarme el pelo y apagar la luz y salir cerrando la puerta tras ella, volví a caer dormido sin advertir que ya no se oía el rumor de conversaciones festivas que había acompañado la primera parte de mi sueño. No asistí a la salida apesadumbrada y cabizbaja de los invitados ni a la de mi padre esposado y escoltado. A la mañana siguiente, lo único de lo que puedo dar fe es de que al despertarme no lo vi en casa. Al entrar en la cocina, encontré a mi madre recogiendo los restos de la fiesta y, si estaba nerviosa o afectada, hizo un esfuerzo para sobreponerse, porque no conservo ninguna impresión que me permita afirmarlo. Incluso he olvidado lo que ocurrió después, conforme las horas pasaban y mi padre seguía sin volver, y también los días posteriores, en los que el hecho de la desaparición se hizo ineludible y mi madre tuvo que darme alguna disculpa. Tanto es así que, ni cuando ésta se produjo, ni cuando, al prolongarse la ausencia de mi padre, tuvo ella que improvisar nuevas excusas, llegué a establecer un vínculo entre nuestra repentina soledad y los hombres que habían entrado en mi dormitorio la noche de la cena. Mi padre se esfumó de mi vida sin avisar y yo no sólo no acusé la tragedia que tal acontecimiento significaba sino que no lo eché en falta a lo largo de los dos años posteriores, al menos no hasta ese extremo en el que uno empieza a desconfiar y busca respuestas por su cuenta. La irrupción nocturna en mi cuarto permaneció excluida de mi memoria y solamente al cabo del tiempo regresó a mí con la nebulosa característica de lo que en su momento no despertó nuestra atención.
  Antes de eso, enterado ya del historial delictivo de mi padre, mi madre me había hablado de la detención y me había explicado que se había llevado a cabo de forma tan implacable como inesperada. Según me informó cuando me creyó preparado, y siguió repitiéndome a lo largo de los años, mi padre llevaba varias semanas sumido en una gran agitación y aunque esto, unido al hecho de que hubiese sido él quien había propuesto celebrar la cena, no la inducía precisamente al optimismo, nada malo había sospechado. Hasta que en mitad de la noche, abandonando a los invitados, la condujo a su dormitorio y, tras sacar de debajo de la cama una maleta que nunca había visto, se dispuso a abrirla con excitación creciente, no receló, nada temió. Tuvo que verlo coger de su bolsillo una llave pequeña y disponerse a abrir el último cierre de seguridad para que algo así como una intuición hiciera mella en su conciencia. Cualquier presentimiento que hubiera podido concebir quedó de todas formas superado cuando, al terminar él con el candado, mientras levantaba la tapa de la maleta y se volvía sonriente hacia ella, mi madre comprobó que estaba llena hasta rebosar de billetes. Solía contar que se hallaban ordenados en fajos y que parecían nuevos, como si viniesen directamente de la Fábrica de la Moneda y nadie, salvo él, los hubiera tocado. Nunca me dijo, ya que en esos detalles era parca y le costaba hablar, qué palabras intercambiaron ante la maleta una vez que su contenido estuvo a la vista y ella hubo sentido la primera corazonada acerca de cuál podía ser su procedencia. No me las dijo pero no me cuesta imaginarlas. Supongo que, tras unos instantes de perplejidad, mi madre diría: «¿Qué es esto? ¿Estás loco?» y que, sonriendo todavía, él le respondería: «No te preocupes, no hay peligro.» A continuación vendría una réplica más agria de mi madre y un intento conciliador, aunque tajante, de él. Sólo una vez pasado éste, y tras unos segundos de adaptación a lo que mi padre hubiera dicho, mi madre habría cedido al deseo de saber y le habría preguntado por el origen del dinero. Seguramente en este punto mi padre respondió con evasivas, y, después de un rato en el que la tensión creció hasta ese grado en el que las palabras se apagan, volvieron juntos a reunirse con los invitados. Entre este momento y el momento en el que la policía irrumpió en casa pidiendo la documentación, no creo aventurar demasiado si digo que estuvieron rehuyéndose, mi madre con la mente en blanco, echando de menos a alguien a quien confiar su preocupación, y él observándola desde lejos, incómodo por la perspectiva de entablar una discusión que no deseaba en cuanto los invitados se hubieran ido, pero disfrutando no obstante de su suerte provisional, ajeno todavía a que ya había quien se dirigía hacia allí para desbaratarla, para confirmar las peores previsiones con las que necesariamente contó desde el instante en que tuvo la primera idea o alguien tal vez se la dio.

sábado, 4 de julio de 2015

Premio Hugo 1968. Novela: El señor de la luz. Roger Zelazny


Premio Hugo 1968. Novela: El señor de la luz.
Roger Zelazny, nacido el 1937, es uno de los más celebrados escritores norteamericanos contemporáneos. Su surgimiento impetuoso en la década de 1960 se suele asociar con la difusión de la `new wave` en Estados Unidos, siendo, sin duda, uno de sus máximos exponentes.

En el transcurso de muy pocos años, su nombre se hizo merecedor de una enorme reputación en el terreno de la ciencia ficción, llegando a ganar dos Premios Hugo de novela consecutivos (el primero de ellos a `Tú, el inmortal`, compartido con `Dune`, de Frank Herbert). Sin embargo, la máxima popularidad le ha llegado en el campo de la fantasía, con el que muchas de sus novelas de ciencia ficción guardaban influencias marcadas y hacia el que su obra ha venido decantándose progresivamente. Su serie de `Ámbar` y demás libros de fantasía han sido auténticos bestsellers en los últimos años.

El autor ha publicado asimismo numerosos volúmenes de poesía a lo largo de su trayectoria.

Falleció el 14 de junio 1995.

***
En un mundo lejano de los extremos del tiempo, el panteón hindú gobierna todas las cosas. Sam, dominador de demonios, que ha perdido la gracia del cielo, ayudado ahora por los poderes de las tinieblas luchará por libra al hombre de las leyes del Karma y las divinidades autócratas.
Fuente: N.N.

viernes, 3 de julio de 2015

Jorge Luis Borges: el axioma de la literatura argentina. Beatriz Sarlo. Hemeroteca Literaria.


Jorge Luis Borges: el axioma de la literatura argentina
Por Beatriz Sarlo.
Los lugares comunes algunas veces aciertan. Por ejemplo: es imposible pensar la literatura argentina sin Borges. Pieza maestra del siglo XX, a partir de él se cruzan o se dispersan todas las líneas. Esto vale hasta comienzos de 1980. Desde entonces pasan cosas diferentes que darían lugar a otra nota, cuyo título podría ser "La literatura argentina después de Borges", cuando comenzó a funcionar de modo más "normal", menos volcánico; sigue siendo el Gran Escritor con quien, sin embargo, ya no todos ajustan cuentas y se trazan diagonales que Borges no pisó. La culminación absoluta y el apaciguamiento.
¿Cómo habría sido la literatura hasta los años ochenta sin Borges? Es difícil imaginar a Bioy Casares sin ese prólogo a La invención de Morel que escribió Borges. Pero podemos imaginar otros que, probablemente, habrían dibujado una cartografía distinta, despojada del "centro Borges". La pregunta permite pensar "en hueco", no como si algo faltara sino intentando imaginar su radical inexistencia. Si se lo pensara como un simple faltante, el ejercicio no valdría la pena.

En cambio, se trata de olvidar que existió y reordenar lo que queda. Los libros inaugurales de lo nuevo habrían sido Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías (1925) y Espantapájaros (1932), de Oliverio Girondo, y no la serie Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). Probablemente nadie habría releído a Evaristo Carriego, como lo hizo Borges, y la poesía argentina tendría en su centro operaciones más "vanguardistas", como las de Girondo. Y en lugar de las orillas porteñas, el barrio y las calles rectas hasta el horizonte, estaría el paisaje fluvial y fluyente de Juan L. Ortiz. En ausencia de Borges, probablemente ésas serían las dos grandes líneas poéticas de la primera mitad del siglo XX.

Martínez Estrada fue el gran escritor ideólogo; pero, sin Borges, no habría obstáculos para pensarlo, en soledad, como el gran ensayista del siglo. Por otra parte, sus relatos se correrían al centro del sistema. El prodigioso "Marta Riquelme", por ejemplo, habría inventado un espacio original, fantástico, laberíntico, arbitrario y terrible. "La inundación" sería el tributo que la literatura argentina, en ausencia de Borges, rindió a Kafka, el escritor que Borges admiró de modo incondicional. Pero algo estaría faltando. Martínez Estrada no es citable como lo es Borges, y una literatura es, entre otras cosas, un sistema de citas y reconocimientos, rebotes, préstamos y deformaciones.

Sin Borges, la forma más simple de ordenar la literatura de la primera mitad del siglo caería en pedazos. La servicial oposición en la que Borges fue lo que Arlt no pudo ser y viceversa le da un orden a los libros hasta 1950. Pero sin Borges, la originalidad de Arlt enlazaría directamente con la de Puig: dos escritores que escriben "desde afuera" de la literatura, aunque sea un mito sostener que no sabían literatura. Arlt escribe desde el periodismo, el folletín y la novela rusa (Borges detestaba la novela rusa y le gustaban, como una debilidad, sólo los folletines gauchescos); Puig escribe desde la novela sentimental y el imaginario del cine (Borges detestaba la novela sentimental, y le interesaba el cine, pero no a la manera de Puig: ponía sus distancias, hacía esguinces).

Probablemente Bioy no habría sido quien fue realmente sin Borges y a Silvina Ocampo se le reconocería una marca de originalidad muy fuerte. Ella no fue borgeana; su escritura tiene una turbiedad, una buscada imprecisión, una perversidad en el acople de palabras que no son borgeanas. Hay en Silvina Ocampo una especie de rebeldía a la racionalidad formal y a la trama bien compuesta, a la nitidez de lo complejo (la gran marca de Borges) que la coloca siempre como una outsider. Sin Borges, Silvina Ocampo habría sido una alternativa de primer plano, no una escritora extraña que, paradójicamente, estuvo cerca de Borges mucho tiempo.

Algunos escritores intocados por la ausencia de Borges: Leopoldo Marechal, por ejemplo. Poco habría cambiado. Adán Buenosayres está escrito en absoluta contemporaneidad con los grandes relatos de Borges, pero como si perteneciera a un sistema musical diferente, con otros tonos y escalas. La huella de Marechal habría sido probablemente la misma. Borges y Marechal no se escuchaban. Cortázar, en cambio, leía a Borges y declaró que quiso escribir en la lengua que Borges usaba. Como inventor de ficciones buscó lo que Borges rechazaba: el shock del surrealismo, el disparate de la patafísica. No estoy muy segura de que Borges le fuera indispensable del modo en que lo fue para Walsh o para Piglia. Lo fantástico de Cortázar no es una respuesta a Borges; es diferente.

Sin Borges, ¿qué habría sido Saer? Su primer libro, de 1960, En la zona, es tan borgeano como un homenaje o una ironía. Después, Saer (lector de Borges, de los mejores) se dedica a lo suyo, como si En la zona hubiera sido el paso necesario para mostrar que cualquiera imita a Borges, en un momento de copia necesaria y de competencia temeraria que, una vez atravesado, abre un territorio original. Copiar para exorcizar; copiar para ausentar.

Sin Borges, la literatura argentina no habría tenido un capítulo "anti-Borges" donde se discutieron las implicaciones entre figuración literaria e ideología política. AntiBorges es el título de la recopilación, hecha por Martín Lafforgue, de esos debates. Aunque parezca una discusión vieja, no lo es tanto y, a veces, vuelve en el momento menos pensado (precisamente porque es el momento en que se piensa menos). Sin Borges, el escritor de literatura fantástica más citado habría sido Cortázar, que presenta pocos problemas ideológicos después de su conversión a la revolución cubana. La oposición fantástico-realista habría tenido como objeto sus relatos.

Sin Borges, la teoría literaria no habría encontrado una obra que le permitiera alcanzar una autoconciencia argentina: pensar problemas teóricos con textos escritos acá, como si esos textos anticiparan aquellos problemas, los adivinaran y los dejaran abiertos. Y, aunque la lengua de Arlt y la de Saer llegan de geografías originales, sin Borges no se habría escrito en ese castellano rioplatense límpido, tan criollo como cosmopolita, que (al revés de los enigmas rebuscados pero banales) sólo muestra su dificultad magistral, su desafío a la inteligencia, 

jueves, 2 de julio de 2015

Premio Hammett de novela 2000. Jorge Franco.


Premio Hammett de novela  2000.
Jorge Franco.
Medellín (Colombia), 1962
Hizo estudios de dirección y realización de cine en The London International Film School, en el Reino Unido. Fue miembro del Taller Literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que dirigió Manuel Mejía Vallejo, y del Taller de Escritores de la Universidad Central, y realizó estudios de Literatura en la Universidad Javeriana. Con su libro de cuentos Maldito amor ganó el Concurso Nacional de Narrativa `Pedro Gómez Valderrama`, y con la novela Mala noche obtuvo el primer premio en el XIV Concurso Nacional de Novela `Ciudad de Pereira` y fue finalista del Premio Nacional de Novela de Colcultura. Rosario Tijeras es su última novela, ampliamente editada en Hispanoamérica y traducida a varios idiomas. Destaca también Paraíso Travel (2002)..

***

El éxito de `Rosario Tijeras` 
CARTAGENA DE INDIAS.- En Medellín tiene una lápida con foto. La última morada de Rosario Tijeras, el personaje creado por el escritor Jorge Franco, es visitada en la ciudad donde murió Gardel, que fue base de operaciones de uno de los más sangrientos carteles del narcotráfico en los años 80.

`Rosario Tijeras`, la novela que dio fama internacional a su autor, vendió en siete años más de 150.000 ejemplares sólo en Colombia. Es, además, canción en la música del cantautor Juanes, y film, de la mano del mexicano Emilio Maillé.

Con serenidad, Franco cuenta a LA NACION que, salvo los protagonistas y la historia de amor, todos los hechos son reales. `Los sicarios hervían las balas en agua bendita antes de matar y en el Museo de San Pedro, en Medellín, hay un mausoleo con unos narcos sepultados y 24 horas de música. Estos eran ritos del narcotráfico`, dice el escritor.

La novela de Franco es reclamada por `los muchachos como lectura en las escuelas. Es maravilloso que, en medio de tantas distracciones, a los jóvenes les interese leer una novela`, dice.

`No sé cuál es la clave del éxito de esta novela. El personaje es de carne y hueso. Y el lector lo siente, como yo sufrí escribiéndola`, cuenta Franco, nacido en Medellín. Novelas como la suya, o `La Virgen de los Sicarios`, de Fernando Vallejo, reciben en Colombia un nombre curioso que ya acuña una tendencia cultural: narcorrealismo o sicaresca, por la mezcla de elementos del sicariato y la picaresca española.

`Los artistas de mi generación tenemos mucho para contar sobre el narcotráfico, porque todos nuestros problemas sociales y políticos como país están ligados a este asunto. Tenemos que contar lo que vemos, lo que oímos y lo que sabemos mientras esto nos afecte de manera tan fuerte. El otro tema en la literatura joven es la violencia urbana y la violencia política actual ligadas al mismo asunto`, dice el narrador. `Los políticos nos han decepcionado profundamente. Mi generación ha ido de la esperanza a la frustración. Por eso hay que apoyar toda iniciativa por la paz`. Franco lo dice una vez más con esperanza, en relación con la erradicación de cultivos de coca y la desmilitarización de Colombia que ocupa hoy al gobierno de Alvaro Uribe.

Para conocer a `Rosario Tijeras` hay que dejarla hablar: `¿Te has fijado que muerte rima con suerte? Es más difícil amar que matar`.

Fuente: N.N.

(Fragmento. Novela. Rosario Tijeras).

Rosario Tijeras

Jorge Franco

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Oración al Santo Juez
Si ojos tienen que no me vean,
si manos tienen que no me agarren,
si pies tienen que no me alcancen,
no permitas que me sorprendan por la espalda,
no permitas que mi muerte sea violenta,
no permitas que mi sangre se derrame,
Tú que todo lo conoces,
sabes de mis pecados,
pero también sabes de mi fe,
no me desampares,
Amén.

UNO

Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte.
 Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola.
 —Sentí un corrientazo por todo el cuerpo. Yo pensé que era el beso... –me dijo desfallecida camino al hospital.
 —No hablés más, Rosario –Le dije, y ella apretándome la mano me pidió que no la dejara morir.
 —No me quiero morir, no quiero.
 Aunque yo la animaba con esperanzas, mi expresión no la engañaba. Aún moribunda se veía hermosa, fatalmente divina se desangraba cuando la entraron a cirugía. La velocidad de la camilla, el vaivén de la puerta y la orden estricta de una enfermera me separaron de ella.
 —Avísale a mi mamá –alcancé a oír.
 Como si yo supiera dónde vivía su madre. Nadie lo sabía, ni siquiera Emilio, que la conoció tanto y tuvo la suerte de tenerla.
 Lo llamé para contarle. Se quedó tan mudo que tuve que repetirle lo que yo mismo no creía, pero de tanto decírselo para sacarlo de su silencio, aterricé y entendí que Rosario se moría.
 —Se nos está yendo, viejo.
 Lo dije como si Rosario fuera de los dos, o acaso alguna vez lo fue, así hubiera sido en un desliz o en el permanente deseo de mis pensamientos.
 —Rosario.
 No me canso de repetir su nombre mientras amanece, mientras espero a que llegue Emilio, que seguramente no vendrá, mientras espero que alguien salga del quirófano y diga algo. Amanece más lento que nunca, veo apagarse una a una las luces del barrio alto de donde una vez bajó Rosario.
 —Mirá bien donde estoy apuntando. Allá arriba sobre la hilera de luces amarillas, un poquito más arriba quedaba mi casa. Allá debe estar doña Rubi rezando por mí.
 Yo no vi nada, sólo su dedo estirado hacia la parte más alta de la montaña, adornado con un anillo que nunca imaginó que tendría, y su brazo mestizo y su olor a Rosario. Sus hombros descubiertos como casi siempre, sus camisetas diminutas y sus senos tan erguidos como el dedo que señalaba. Ahora se está muriendo después de tanto esquivar la muerte.
 —A mí nadie me mata –dijo un día—. Soy mala hierba.
 Si nadie sale es porque todavía estará viva. Ya he preguntado varias veces pero no me dan razón, no la registramos, no hubo tiempo.
 —La muchacha, la del balazo.
 —Aquí casi todos vienen con un balazo— me dijo la informante.
 La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que siempre vivió rodeada de muertos. Me atacó la certeza de que algún día a todos nos tocaba, pero me consolé con lo que decía Emilio: ella tiene un chaleco antibalas debajo de la piel.
 —¿Y debajo de la ropa?
 —Tiene carne firme –respondió Emilio al mal chiste—. Y contentate con mirar.
 Rosario nos gustó a todos, pero Emilio fue el único que tuvo el valor, porque hay que admitir que no fue sólo cuestión de suerte. Se necesitaba coraje para meterse con Rosario, y así yo lo hubiera sacado, de nada hubiera servido porque llegué tarde.
 Emilio fue el que la tuvo de verdad, el que se la disputó con su anterior dueño, el que arriesgó la vida y el único que le ofreció meterla entre los nuestros. «Lo mato a él y después te mato a vos», recordé que la había amenazado Ferney. Lo recuerdo porque se lo pregunté a Rosario:
 —¿Qué fue lo que te dijo , Farley?
 —Ferney.
 —Eso, Ferney.
 —Que primero mataba a Emilio y después me mataba a mí – me aclaró Rosario.
 Volví a llamar a Emilio. No le pregunté por qué no venía a acompañarme, sus razones tendría. Me dijo que él también seguía despierto y que seguramente más tarde pasaría.
 —No te llamé para eso, sino para que me dieras el teléfono de la mamá de Rosario.
 —¿Supiste algo? –preguntó Emilio.
 —Nada. Siguen ahí adentro.
 —Pero qué, ¿qué dicen?
 —Nada, no dicen nada.
 —¿Y ella te dijo que le avisaran a la mamá? –preguntó Emilio.
 —Eso dijo antes que se la llevaran.
 —Qué raro –dijo Emilio—. Hasta donde yo supe, ya no se hablaba con su mamá.
 —No hay nada de raro, Emilio, ahora sí como que es en serio.
 Rosario siempre ha luchado por olvidar todo lo que ha dejado atrás, pero su pasado es como una casa rodante que la ha acompañado hasta el quirófano, y que se abre espacio a su lado entre monitores y tanques de oxígeno, donde la tienen esperando a que resucite.
 —¿Cómo dijo que se llamaba?
 —Se llama –le corregí a la enfermera.
 —Entonces, ¿cómo se llama?
 —Rosario –mi voz dijo su nombre con alivio.
 —¿Apellido?
 Rosario Tijeras, tendría que haber dicho, porque así era como la conocía. Pero Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia. Le cambiaron el apellido, contra su voluntad y causándole un gran disgusto, pero lo que ella nunca entendió fue el gran favor que le hicieron los de su barrio, porque en un país de hijos de puta, a ella le cambiaron el peso de un único apellido, el de su madre, por un remoquete. Después se acostumbró y hasta le acabó gustando su nueva identidad.
 —Con el solo nombre asusto –me dijo el día en que la conocí—.
 Eso me gusta.
 Y se notaba que le gustaba, porque pronunciaba su nombre vocalizando cada sílaba, y remataba con una sonrisa, como si sus dientes blancos fueran su segundo apellido.
 —Tijeras –le dije a la enfermera.
 —¿Tijeras?
 —Sí, Tijeras –le repetí imitando el movimiento con dos dedos—.
 Como las que cortan.
 —Rosario Tijeras –anotó ella después de una risita tonta.
 Nos acostumbramos tanto a su nombre que nunca pudimos pensar que se llamara de otra manera. En la oscuridad de los pasillos siento la angustiosa soledad de Rosario en este mundo, sin una identidad que la respalde, tan distinta a nosotros que podemos escarbar nuestro pasado hasta en el último rincón del mundo, con apellidos que producen muecas de aceptación y hasta perdón por nuestros crímenes. A Rosario la vida no le dejó pasar ni una, por eso se defendió tanto, creando a su alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de placer y dolor. Su cuerpo nos engañaba, creíamos que se podían encontrar en él las delicias de lo placentero, a eso invitaba su figura canela, daban ganas de probarla, de sentir la ternura de su piel limpia, siempre daban ganas de meterse dentro de Rosario. Emilio nunca nos contó cómo era. Él tenía la autoridad para decirlo porque la tuvo muchas veces, mucho tiempo, muchas noches en que yo los oía gemir desde el otro cuarto, gritar durante horas interminables sus prolongados orgasmos, yo desde el cuarto vecino, atizando el recuerdo de mi única noche con ella, la noche tonta en que caí en su trampa, una sola noche con Rosario muriéndose de amor.
 —¿A qué horas la trajeron? –me preguntó la enfermera, planilla en mano.
 —No sé.
 —¿Cómo qué horas serían?
 —Como las cuatro –dije—. ¿Y qué horas serán ya?
 La enfermera volteó a mirar un reloj de pared que estaba detrás.
 —«Las cuatro y media» —anotó la enfermera.
 El silencio de los pisos es violentado a cada rato por un grito.
 Pongo mucha atención por si alguno viene de Rosario. Ningún grito se repite, son los últimos alaridos de los que no verán la nueva mañana. Ninguna voz es la de ella; me lleno de esperanza pensando que Rosario ya ha salido de muchas como ésta, de las historias que a mí no me tocaron. Ella era la que me las contaba, como se cuenta una película de acción que a uno le gusta, con la diferencia de que ella era la protagonista, en carne viva, de sus historias sangrientas. Pero hay mucho trecho entre una historia contada y una vivida, y en la que a mí me tocaba, Rosario perdía. No era lo mismo oírla contar de los litros de sangre que le sacó a otros, que verla en el piso secándose por dentro.
 —No soy la que pensás que soy –me dijo un día, al comienzo.
 —¿Quién sos, entonces?
 —La historia es larga, parcero –me dijo con los ojos vidriosos—, pero la vas a saber.
 A pesar de haber hablado de todo y tanto, creo que la supe a medias; ya hubiera querido conocerla toda. Pero lo que me contó, lo que vi y lo que pude averiguar fue suficiente para entender que la vida no es lo que nos hacen creer, pero que valdría la pena vivirla si nos garantizaran que en algún momento nos vamos a cruzar con mujeres como Rosario Tijeras.
 —¿De dónde salió lo de «Tijeras»? –le pregunté una noche, aguardiente en mano.
 —De un tipo que capé – me contestó mirando la copa que después vació en la boca.
 Quedé sin ganas de preguntarle más, al menos esa vez, porque después, a cada instante, me atacaba la curiosidad y la bombardeaba con preguntas; unas me las contestaba y otras me decía que las dejáramos para después. Pero todas me las contestó, todas a su tiempo, incluso a veces me llamaba a mi casa a medianoche y me respondía alguna que había quedado en el tintero. Todas me las contestó excepto una, a pesar de repetírsela muchas veces.
 —¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?
 Se quedaba pensando, mirando lejos, y por respuesta sólo me daba una sonrisa, la más bella de todas, que me dejaba mudo, incapacitado para cualquier otra pregunta.
 —Vos sí que preguntás güevonadas –también contestaba a veces.
 Adonde la metieron entran y salen médicos y enfermeras presurosos, empujando camillas con otros moribundos o conversando entre sí en voz baja y con cara de circunstancia.
 Entraban limpios y salían con los uniformes salpicados.
 Imagino cuál de todas será la sangre de Rosario, tendría que ser distinta a la de los demás una sangre que corría a mil por hora, una sangre tan caliente y tan llena de veneno. Rosario estaba hecha de otra cosa, Dios no tuvo nada que ver en su creación.
 —Dios y yo tenemos malas relaciones –dijo un día hablando de Dios.
 —¿No creés en Él?
 —No –dijo—. No creo mucho en los hombres.
 Una particularidad de Rosario era que reía poco. No pasaba de sonreír, rara vez le escuchamos una carcajada o cualquier tipo de ruido con el que expresara una emoción. Se quedaba impávida ante un chiste o la situación más grotesca, no la movían ni las cosquillas tiernas con las que Emilio le buscaba la risa, ni los besos en el ombligo, ni las uñas correteando bajo los sobacos, ni la lengua recorriendo su piel hasta la planta del pie.
 Como mucho ofrecía una sonrisa, de esas que alumbran en la oscuridad.
 —Por Dios, Rosario, ¿cuántos dientes tenés?
 Otra cosa que nunca supimos fue su edad. Cuando la conocimos, cuando la conoció Emilio tenía dieciocho, yo la vi por primera vez a los pocos meses, dos o tres, y me dijo que tenía veinte; después le oímos decir que veintidós, que veinticinco, después otra vez que dieciocho, y así se la pasaba, cambiando de edad como de ropa, como de amantes.
 —¿Cuántos años tenés, Rosario?
 —¿Cuántos me ponés?
 —Como unos veinte.
 —Eso tengo.
 La verdad era que sí aparentaba todos los años que mentía.
 A veces parecía una niña, mucho menor de los que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros. Más fatal y más mujer se veía Rosario haciendo el amor.
 Una vez la vi vieja, decrépita, por los días del trago y el bazuco, pegada de los huesos, seca, cansada como si cargara con todos los años del mundo, encogida. A Emilio también lo metió en ese paseo. El pobre casi se pierde. Se metió tanto como ella y hasta que no tocaron fondo no pudieron salir. Por esos días ella había matado a otro, esta vez no a tijeretazos sino a bala, andaba armada y medio loca, paranoica, perseguida por la culpa, y Emilio se refugió con ella en la casita de la montaña, sin más provisiones que alcohol y droga.
 —¿Qué les pasó, Emilio? –fue lo primero que pude preguntar.
 —Matamos a un tipo –dijo él.
 —Matamos es mucha gente –dijo ella con la boca seca y la lengua pesada—. Yo lo maté.
 —Da lo mismo –volvió a decir Emilio—. Lo que haga uno es cosa de los dos. Rosario y yo matamos a un tipo.
 —¿A quién, por Dios? –pregunté indignado.
 —No sé –dijo Emilio.
 —Yo tampoco –dijo Rosario.
 También nos quedamos sin saber a cuántos mató. Supimos que antes de conocerla tenía a varios en su lista, que mientras estuvo con nosotros había «acostado», como ella decía, a uno que otro, pero desde que la dejamos hace tres años hasta esta noche cuando la recogí agonizante, no sé si en uno de sus besos apasionados habrá «acostado» a alguien más.
 —¿Usted vio al tipo que le disparó?
 —Estaba muy oscuro.
 —¿Lo cogieron? –volvió a preguntarme la enfermera.
 —No –le contesté—. Apenas terminó de besarla salió corriendo.
 Cada vez que Rosario mataba a alguno se engordaba. Se encerraba a comer llena de miedo, no salía en semanas, pedía dulces, postres, se comía todo lo que se le atravesara. A veces la veían salir, pero al rato llegaba llena de paquetes con comida, no hablaba con nadie, pero todos, al ver que aumentaba de peso, deducían que Rosario se había metido en líos.
 —Estas rayas son estrías –nos las mostró en el abdomen y en las piernas—. Es que yo he sido gorda muchas veces.
 A eso de los tres o cuatro meses del crimen, dejaba de comer y comenzaba a adelgazar. Guardaba las sudaderas donde escondía sus kilos y volvía a sus bluyines apretados, a sus ombligueras, a sus hombros destapados. Volvía a ser tan hermosa como uno siempre la recuerda.
 Esta noche cuando me la encontré estaba delgada; eso me hizo pensar en una Rosario tranquila, recuperada, alejada de sus antiguas turbulencias, pero al verla desmadejada salí de mi engaño de segundos.
 —Desde niña he sido muy envalentonada –decía orgullosa—.
 Las profesoras me tenían pavor. Una vez le rayé la cara a una.
 —¿Y qué te pasó?
 —Me echaron del colegio. También me dijeron que me iban a meter a la cárcel, a una cárcel para niñas.
 —¿Y todo ese alboroto por un rayón?
 —Por un rayón con tijeras –me aclaró.
 Las tijeras eran el instrumento con el que convivía a diario:
 su mamá era modista. Por eso acostumbró a ver dos o tres pares permanentemente en su casa, además, veía que su madre no sólo las utilizaba para la tela, sino también para cortar el pollo, la carne, el pelo, las uñas y, con mucha frecuencia, para amenazar a su marido. Sus padres, como casi todos los de la comuna, bajaron del campo buscando lo que todos buscan, y al no encontrar nada se instalaron en la parte alta de la ciudad para dedicarse al rebusque. Su mamá se colocó de empleada de servicio, interna, con salidas los domingos para estar con sus hijos y hacer visita conyugal. Era adicta a las telenovelas, y de tanto verlas en la casa donde trabajaba se hizo echar. Pero tuvo más suerte, se consiguió un trabajo de por días que le permitía ir a dormir a su casa y ver las telenovelas acostada en la cama.
 De Esmeralda, Topacio y Simplemente María aprendió que se podía salir de pobre metiéndose a clases de costura; lo difícil entonces era encontrar cupo los fines de semana, porque todas las empleadas de la ciudad andaban con el mismo sueño. Pero la costura no la sacó de la pobreza, ni a ella ni a ninguna, y las únicas que se enriquecieron fueron las dueñas de las academias de corte y confección.
 —El hombre que vive con mi mamá no es mi papá –nos aclaró Rosario.
 —¿Y dónde anda el tuyo? –le preguntamos Emilio y yo.
 —Ni puta idea –enfatizó Rosario.
 Emilio me había advertido que no le hablara de su padre; sin embargo, ella misma fue la que puso el tema ese día. Los traguitos la ponían nostálgica, y creo que se conmovió al oírnos hablar de nuestros viejos.
 —Debe ser rarísimo tener papá –así comenzó.
 Después fue soltando pedazos de su historia. Contó que el suyo las había abandonado cuando ella nació.
 —Al menos eso dice doña Rubi –dijo—. Claro que yo no le creo nada.
 Doña Rubi era su madre. Pero a la que no se le podía creer nada era a la misma Rosario. Tenía la capacidad de convencer sin tener que recurrir a muchas patrañas, pero si surgía alguna duda sobre su «verdad», apelaba al llanto para sellar su mentira con la compasión de las lágrimas.
 —Estoy metido con una mujer de la cual no sé nada –me dijo Emilio—, absolutamente nada. No sé dónde vive ni quién es su mamá, si tiene hermanos o no, nada de su papá, nada de lo que hace, no sé ni cuántos años tiene, porque a vos te dijo otra cosa.
 —Entonces, ¿qué estás haciendo con ella?
 —Más bien preguntale a ella qué está haciendo conmigo.
 Cualquiera podía enloquecerse con Rosario, y si yo no caí fue porque ella no me lo permitió, pero Emilio... Al principio lo envidié, me dio rabia su buena suerte, se conseguía a las mejores, las más bonitas; a mí, en cambio, me tocaban las amigas de las novias de Emilio, menos buenas, menos bonitas, porque casi siempre una mujer hermosa anda al lado de una fea. Pero como yo sabía que a él no le duraban mucho las aventuras, esperaba tranquilo con mi fea hasta que él cambiara para cambiar yo también, y esperar a ver si esa vez me tocaba algo mejor. Pero con Rosario fue distinto. A ella no la quiso cambiar, y yo tampoco quise quedarme con ninguna amiga de ella: a mí también me gustó Rosario. Pero tengo que admitirlo:
 yo tuve más miedo que Emilio, porque con ella no se trataba de gusto, de amor o de suerte, con ella la cosa era de coraje. Había que tener muchas güevas para meterse con Rosario Tijeras.
 —Esa mujer no le come cuento a nada –le decíamos a Emilio.
 —Eso es lo que me gusta de ella.
 —Ha estado con gente muy dura, vos sabés –insistíamos.
 —Ahora está conmigo. Eso es lo que importa.
 Estuvo metida con los que ahora están en la cárcel, con los duros de los duros, los que persiguieron mucho tiempo, por los que ofrecieron recompensas, los que se entregaron y después se volaron, y con muchos que ahora andan «cargando tierra con el pecho». Ellos la bajaron de su comuna, le mostraron las bellezas que hace la plata, cómo viven los ricos, cómo se consigue lo que uno quiere, sin excepción, porque todo se puede conseguir, si uno quiere. La trajeron hasta donde nosotros, nos la acercaron, nos la mostraron como diciendo miren culicagados que nosotros también tenemos mujeres buenas y más arrechas que las de ustedes, y ella ni corta ni perezosa se dejó mostrar, sabía quiénes éramos, la gente bien, los buenos del paseo, y le gustó el cuento y se lo echó a Emilio, que se lo comió todo, sin masticar.
 —Esa mujer me tiene loco –repetía Emilio, entre preocupado y feliz.
 —Esa mujer es un balazo –le decía yo, entre preocupado y envidioso.
 Los dos estábamos en los cierto. Rosario es de esas mujeres que son veneno y antídoto a la vez. Al que quiere curar cura, y al que quiere matar mata.

miércoles, 1 de julio de 2015

Carlos Monsiváis. Hemeroteca Literaria.


Carlos Monsiváis, una literatura multimedia


Carmen Galindo
Sobra decir que en muchas ocasiones yo había observado, como todo mundo, algunos aspectos de la cultura de Monsiváis. Él no gozaba el arte en los límites de la alta cultura, claro que disfrutaba de las obras maestras de la literatura universal, como Joyce, Lezama Lima, Rulfo o Dickens, pero le sumaba a sus aficiones, de modo desafiante y divertido, el comic y la caricatura, intentaba hacer caber en la alta cultura la ciencia ficción o la novela policíaca, géneros, entonces, desdeñados por otros intelectuales (de otros tiempos) como subliteratura. No se desvivía por la ópera, sino dedicaba ensayos a Agustín Lara o a Isela Vega. Las fotos le interesaban, y no sólo las fotos de los Álvarez Bravo o Tina Modotti o Edward Weston, sino una imagen de Cantinflas. No digamos su afición por el cine que no sólo llegó a formar su portentosa colección donada a la cineteca nacional, sino su afición desmedida por algunas escenas de los hermanos Marx o de Sara García jalando de la oreja a Pedro Infante. Me he referido muchas veces y admirativamente a su gusto por gozar y escribir sobre la cultura popular y lo que resulta más atrevido, la cultura de masas.
Pero, y sólo ahora me doy cuenta, limitaciones que tiene uno, siempre leí a Carlos Monsiváis como escritor, y mientras más atención prestaba al texto, menos me preocupaba lo que acompañaba su talento incomparable.
El otro día fui a su museo, El Estanquillo, para asistir a un aniversario de su muerte, el quinto. Y que empiezan a hablar Saborit y El Fisgón y Alfonso Morales sobre la obra de Carlos y a mí, que me considero súper experta en su obra, me descubren la verdadera riqueza de su literatura. La resumiré en la frase de Rafael Barajas, el Fisgón: “los textos de Carlos tienen siempre soundtrack”. Alfonso Morales añadió que parten de o sugieren un encuadre, un close-up o una escena completa, vale decir una fotografía.
En las palabras de Saborit, del Fisgón, de Morales vi los textos de Carlos Monsiváis escapando de los limites estrechos de la página para hacerse acompañar con imágenes fotográficas, sugerir la música de fondo o no tan de fondo, sino protagónica. Me recordó algún cuadro de Frida u otro de Van Gogh que desbordan la tela y se escapan hacia los márgenes, se van al marco y si se deja se siguen por la pared. Así son los textos de Monsiváis, formas literarias que provienen o se completan con la imagen, la foto o la obra pictórica de un Toledo, de ahí ese su peculiar juego tipográfico, con admiraciones, con las altas y las bajas, sus signos de admiración, en fin, las muchas formas del subrayado y, por supuesto, la caricatura al centro.
Alfonso Morales fue clarísimo, afirmó que la lectura de la literatura de Monsiváis no está completa si no incluye la imagen de donde proviene el texto o la imagen que con la escritura revela el texto. Es una forma literaria que no es la visual de algunos escritores del siglo XX, como, por ejemplo, los versos en forma de botín de mujer de Tablada o de mariposa de Salvador Novo. Esto va más allá, se va hacia el siglo XXI, es por decirlo de alguna manera una literatura multimedia.
Otro aspecto que destacaron, unos más que otros, pero en el que todos coincidieron, fue la intención deliberada del propio Monsiváis de convertirse a sí mismo en una figura pública. Y aquí también debo reconocer que andaba equivocada; muchas veces le comenté que su personalidad estaba a punto de comerse a su literatura y yo lo advertía como un peligro. Los ponentes, todos, como yo, amigos muy cercanos de Carlos, defendieron el propósito deliberado de Monsiváis de convertirse, no sólo en un escritor, sino en un personaje, más que una celebridad, un ícono. Naturalmente se habló largo y tendido del maestro Novo y se opinó si era o no su modelo.
Alguno de ellos, creo que fue Morales, llamó la atención sobre las fotografías que se le habían tomado y en las que se observa, dijo, un significado que va de acuerdo con su obra literaria y que podría ser (no sé si lo dijeron ellos o lo discurrí yo) la frase que titula su largo ensayo en torno a Salvador Novo: “lo marginal en el centro”. Esta frase no ampara únicamente a las minorías sexuales, sino a todas las causas perdidas por las que lucha su literatura. El Museo del Estanquillo, porque reúne sus obsesiones, es parte, así, de su literatura multimedia.

PREMIO HERRALDE DE NOVELA 1996. Antonio Soler.


PREMIO HERRALDE DE NOVELA 1996.
El Premio Herralde de Novela es concedido anualmente en España por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana.

Creado en 1983, toma su nombre de Jorge Herralde, fundador y propietario de la editorial. La dotación en 2006 es de 18.000 euros y publicación para la novela ganadora. Se falla el primer lunes de noviembre de cada año.

Novela: Las bailarinas muertas.
Antonio Soler es un escritor español nacido en Málaga que está considerado como uno de los autores con más talento de su generación.

Guionista de televisión y colaborador de prensa, está más preocupado por mantener el aliento y la tensión en su escritura que por las ventas. Es autor del libro de relatos `Extranjeros en la noche` (1992) y de las novelas `Modelo de pasión` (1993), `Los héroes de la Frontera` (1995), `Las bailarinas muertas` (Premio Herralde y Premio de la Crítica, 1996), `El nombre que ahora digo` (Premio Primavera, 1999), `El espiritista melancólico` (2001) y `El camino de los ingleses` (Premio Nadal, 2004), un viaje dulce y temible donde solo una cosa está clara, no hay marcha atrás.

Su obra ha sido traducida al francés, italiano, griego, alemán, portugués y rumano.

***
Un cabaret en el que nadie se llama como dice llamarse, un escenario enmarcado por cortinas de terciopelo rojo en el que las bailarinas van cayendo muertas con un alegre sonido de lentejuelas y tambores.

El Trompeta, con su carácter de músico rebelde al que le horroriza que lo confundan con un oficinista, el camarero Álvarez, secretamente enamorado de Gregory Peck, el boxeador Kid Padilla, un combate-una derrota, el chino Bonilla, amante de la zarzuela y mago de sobrenombre Chin Lu, el eterno suicida Cosme Cosme siempre jugando a la ruleta rusa con su viejo revólver…
Fuente: N.N.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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