viernes, 5 de junio de 2015

Luis Vélez de Guevara. Obra: El diablo cojuelo.


Luis Vélez de Guevara (Écija, 1579 - Madrid, 10 de noviembre de 1644), dramaturgo y novelista español del Siglo de Oro dentro de la estética del Barroco conocida como Conceptismo. Fue hijo del licenciado Diego Vélez de Dueñas y de Francisca Santander. Estudió en Osuna (1596) y fue soldado en Italia en el ejército del Conde de Fuentes, participando en las campañas de Saboya y Milán bajo el nombre de Luis Vélez de Santader, se estableció en Madrid y empezó a utilizar los apellidos por los cuales es más conocido desde 1608, año en que casa con Úrsula Remesyl Bravo, a la que también cambió el apellido por Bravo de Laguna. Aún casaría tres veces más. Anduvo siempre comido de deudas, si se ha de juzgar por los numerosos versos de circunstancias que dedicó a pedir. Sin embargo, alcanzó un buen cargo, el de ujier de cámara, que a su muerte legó a su hijo Juan, quien fue también escritor y dramaturgo, si bien menos fecundo que su padre..

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El estudiante Cleofás Pérez Zambullo huye de la justicia. Intentando ocultarse acaba en el desván de un astrólogo y nigromante que practica la adivinación y que retiene al diablillo Cojuelo en una de sus redomas. Cleofás libera al diablo y éste, agradecido, lo lleva por los cielos levantando los tejados de Madrid, Sevilla y otros lugares, para que el estudiante aprenda las miserias, engaños y nunca dichas verdades de sus conciudadanos.
Aunque tradicionalmente se incluía en el género picaresco, El Diablo Cojuelo no comparte las condiciones naturales de una novela de aquel género. Esta singular sátira de la sociedad de los últimos Austrias fue escrita con una libertad creadora que Luis Vélez de Guevara, cumplidos los setenta años de edad, no había ejercitado antes en toda su obra poética y dramática. Una libertad así se pone de manifiesto en el continuo tono satírico de la obra, poblada por metáforas descabelladas y rebuscados juegos de palabras, muchos de los cuales comparten diversos sentidos para que el lector se guste provocando sus propias imágenes.
La obra, fragmentada en saltos o trancos independientes, carece de unidad aunque permite al autor mostrar en toda su amplitud la sociedad que tanto conoce, muy en particular la madrileña y sevillana. El encuentro casual entre el estudiante Cleofás y el diablillo sirve al relato posterior y a la intención de Vélez, al que reclamaba el deseo de expresar, en muchas ocasiones gracias a un rico vocabulario, un reflejo exacto de lugares y personajes, intención que proporciona a la obra un indiscutible valor documental para conocer la época. El valor literario de El Diablo Cojuelo supera, sin embargo, el contenido documental, pues el alcance artístico de la narración se ampara en un ingenioso humorismo, en una lacerante sátira, en encadenadas trasmutaciones de palabras, en el equívoco como vía de expresión y en el uso acertado de toda la libertad que el dominio del lenguaje permite a un escritor en el mejor de sus momentos.
Fuente: Enciclopedia Británica.

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Fragmento.

EL DIABLO COJUELO, de Luís Vélez de Guevara (Madrid, 1641)

EL VUELO NOCTURNO SOBRE MADRID
(Don Cleofás, protagonista de la historia, acaba de liberar al Diablo Cojuelo de la redoma en la que un astrólogo le tenía preso. El diablo le lleva por las nubes enseñándole la vida íntima del Madrid nocturno)


-Don Cleofás, desde esta picota de las nubes, que es el lugar más eminente de Madrid, mal año para Menipo en los diálogos de Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en esta Babilonia española, que en la confusión fue esa otra con ella segunda de este nombre.

Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo hojaldrado, se descubrió la carne del pastelón de Madrid como entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fue de capas y gorras.

Tranco II
Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria humana de tanta diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones, dijo:

-¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay lienzo para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre las grandezas de la Providencia divina no sea esta la menor.

Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo:

-Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media noche; que eso les han quitado a los relojes no más.
Don Cleofás le dijo:

-Todas estas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para servirlas.

-Hanse pasado a los extranjeros, porque las trataban muy mal estos príncipes cristianos -dijo el Cojuelo-, y se han quedado, con las caponas, sin ejercicio.

-Dejémoslos cenar -dijo don Cleofás-, que yo aseguro que no se levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates los más de los días les beso yo las manos y estas caravanas las ando yo las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de la proa de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías, solamente buenas para veneradas.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- como se está quejando de la orina un letrado, tan ancho de barba y tan espeso, que parece que saca un delfín la cola por las almohadas. Allí está pariendo doña Fáfula, y don Toribio, su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en ese otro barrio, roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo, o aquel lindo de los más preciados, como duerme con bigotera, torcidas de papel en las guedejas y el copete, sebillo en las manos, y guantes descabezados, y tanta pasa en el rostro, que pueden hacer colación en él toda la cuaresma que viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera, haciendo en un almirez una medicina de drogas restringentes para remendar una doncella sobre su palabra, que se ha de desposar mañana. Y allí, en aquel aposentillo estrecho, están dos enfermos en dos camas, y se han purgado juntos, y sobre quién ha hecho más cursos, como si se hubieran de graduar en la facultad, se han levantado a matar a almohadazos. Vuelve allí, y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno, para hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de ser conocido del demonio que hace el cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de Lucifer, sobre unas palabras mayores que tuvimos; que también entre los diablos hay libro del duelo, porque el autor que lo compuso es hijo de vecino del infierno. Pero mucho más nos podemos entretener por acá, y más si pones los ojos en aquellos dos ladrones que han entrado por un balcón en casa de aquel extranjero rico, con una llave maestra, porque las ganzúas son a lo antiguo, y han llegado donde está aquel talego de vara y media estofado de patacones de a ocho, a la luz de una linterna que llevan, que, por ser tan grande y no poder arrancarle de una vez, por el riesgo del ruido, determinan abrirle, y henchir las faltriqueras y los calzones, y volver otra noche por lo demás; y comenzando a desatarle, saca el tal extranjero (que estaba dentro de él guardando su dinero, por no fiarle de nadie) la cabeza, diciendo: «Señores ladrones, acá estamos todos», cayendo espantados uno a un lado y otro a otro, como resurrección de aldea, y se vuelven gateando a salir por donde entraron.

-Mejor fuera -dijo don Cleofás- que le hubieran llevado sin desatar en el capullo de su dinero, porque no le sucediera ese desaire, pues que cada extranjero es un talego bautizado; que no sirven de otra cosa en nuestra república y en la suya, por nuestra mala maña. Pero ¿quién es aquella abada con camisa de mujer, que no solamente la cama le viene estrecha, sino la casa y Madrid, que hace roncando más ruido que la Bermuda, y, al parecer, bebe cámaras de tinajas y come gigotes de bóvedas?

-Aquella ha sido cuba de Sahagún, y no profesó -dijo el Cojuelo- si no es el mundo de ahora, que está para dar un estallido, y todo junto puede ser siendo quien es: que es una bodegonera tan rica, que tiene, a dar rocín por carnero y gato por conejo a los estómagos del vuelo, seis casas en Madrid, y en la puerta de Guadalajara más de veinte mil ducados, y con una capilla que ha hecho para su entierro y dos capellanías que ha fundado, se piensa ir al cielo derecha; que aunque pongan una garrucha en la estrella de Venus y un alzaprima en las Siete Cabrillas, me parece que será imposible que suba allá aquel tonel; y como ha cobrado buena fama, se ha echado a dormir de aquella suerte.

-Aténgome -dijo don Cleofás- a aquel caballero tasajo que tiene el alma en cecina, que he echado de ver que es caballero en un hábito que le he visto en una ropilla a la cabecera, y no es el mayor remiendo que tiene, y duerme enroscado como lamprea empanada, porque la cama es media sotanilla que le llega a las rodillas no más.

-Aquel -dijo el Cojuelo- es pretendiente y está demasiado de gordo y bien tratado para el oficio que ejercita. Bien haya aquel tabernero de Corte, que se quita de esos cuidados y es cura de su vino, que le está bautizando en los pellejos y las tinajas, y a estas horas está hecho diluvio en pena, con su embudo en la mano, y antes de mil años espero verle jugar cañas por el nacimiento de algún príncipe.

-¿Qué mucho -dijo don Cleofás- si es tabernero y puede emborrachar a la Fortuna?

-No hayas miedo -dijo el Cojuelo- que se vea en eso aquel alquimista que está en aquel sótano con unos fuelles, inspirando una hornilla llena de lumbre, sobre la cual tiene un perol con mil variedades de ingredientes, muy presumido de acabar la piedra filosofal y hacer el oro; que ha diez años que anda en esta pretensión, por haber leído el arte de Reimundo Lulio y los autores químicos que hablan en este mismo imposible.

-La verdad es -dijo don Cleofás- que nadie ha acertado a hacer el oro si no es Dios, y el Sol, con comisión particular suya.

-Eso es cierto -dijo el Cojuelo-, pues nosotros no hemos salido con ello. Vuelve allí, y acompáñame a reír de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos ahora, y comen y cenan y duermen dentro de él, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron; que están encochados, como emparedados, y ha sido tanta la costumbre de no salir de él, que les sirve el coche de conchas, como a la tortuga y al galápago, que en tarascando cualquiera de ellos la cabeza fuera de él, la vuelven a meter luego, como quien la tiene fuera de su natural, y se resfrían y acatarran en sacando pie, pierna o mano de esta estrecha religión; y pienso que quieren ahora labrar un desván en él para ensancharse y alquilarle a otros dos vecinos tan inclinados a coche, que se contentarán con vivir en el caballete de él.

-Esos -dijo don Cleofás- se han de ir al infierno en coche y en alma.

-No es penitencia para menos -respondió el Cojuelo-. Diferentemente le sucede a ese otro pobre y casado que vive en esa otra casa más adelante, que después de no haber podido dormir desde que se acostó, con un órgano al oído de niños tiples, contraltos, terceruelas y otros mil guisados de voces que han inventado para llorar, ahora que se iba a trasponer un poco, le ha tocado a rebato un mal de madre de su mujer, tan terrible, que no ha dejado ruda en la vecindad, lana ni papel quemado, escudilla untada con ajo, ligaduras, bebidas, humazos y trescientas cosas más, y a él le ha dado, de andar en camisa, un dolor de ijada, con que imagino que se ha de desquitar del dolor de madre de su mujer.

-No están tan despiertos en aquella casa -dijo don Cleofás- donde está echando una escala aquel caballero que, al parecer, da asalto al cuarto y a la honra del que vive en él; que no es buena señal, habiendo escaleras dentro, querer entrar por las de fuera.

-Allí -dijo el Cojuelo- vive un caballero viejo y rico que tiene una hija muy hermosa y doncella, y rabia por dejarlo de ser con un marqués, que es el que da la escalada, que dice que se ha de casar con ella, que es papel que ha hecho con otras diez o doce, y lo ha representado mal; pero esta noche no conseguirá lo que desea, porque viene un alcalde de ronda, y es muy antigua costumbre de nosotros ser muy regatones en los gustos, y, como dice vuestro refrán, si la podemos dar roma, no la damos aguileña.

-¿Qué voces -dijo don Cleofás- son las que dan en esa otra casa más adelante, que parece que pregonan algún demonio que se ha perdido?

-No seré yo, que me he rescatado -dijo el Cojuelo-, si no es que me llaman a pregones del infierno por el quebrantamiento de la redoma; pero aquel es un garitero que ha dado esta noche ciento cincuenta barajas, y se ha endiablado de cólera porque no le han pagado ninguna y se van los actores y los reos con las costas en el cuerpo, tras una pendencia de barato sobre uno que juzgó mal una suerte, y los mete en paz aquella música que dan a cuatro voces en esa otra calle unos criados de un señor a una mujer de un sastre que ha jurado que los ha de coser a puñaladas.

-Si yo fuera el marido -dijo don Cleofás- más los tuviera por gatos que por músicos.

-Ahora te parecerán galgos -dijo el Cojuelo-, porque otro competidor de la sastra, con una gavilla de seis o siete, vienen sacando las espadas, y los Orfeos de la maesa, reparando la primera invasión con las guitarras, hacen una fuga de cuatro o cinco calles. Pero vuelve allí los ojos, verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, tan caballero del milagro en las tripas como en las demás facciones, pues quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado; que pudiera irse más camino de la sepultura que de la cama. En esa otra casa más arriba está durmiendo un mentiroso con una notable pesadilla, porque sueña que dice verdad. Allí un vizconde, entre sueños, está muy vano porque ha regateado la excelencia a un grande. Allí está muriendo un fullero, y ayudándole a bien morir un testigo falso, y por darle la bula de la Cruzada, le da una baraja de naipes, porque muera como vivió, y él, boqueando, por decir «Jesús», ha dicho «flux». Allí, más arriba, un boticario está mezclando la piedra bezar con los polvos de sen. Allí sacan un médico de su casa para una apoplejía que le ha dado a un obispo. Allí llevan aquella comadre para partear a una preñada de medio ojo, que ha tenido dicha en darle los dolores a estas horas. Allí doña Tomasa tu dama, en enaguas, está abriendo la puerta a otro; que a estas horas le oye de amor.

-Déjame -dijo don Cleofás-: bajaré sobre ella a matarla a coces.

-Para estas ocasiones se hizo el tate, tate -dijo el Cojuelo-; que no es salto para de burlas. Y te espantas de pocas cosas: que sin este enamorado murciélago, hay otros ochenta para quien tiene repartidas las horas del día y de la noche.

-¡Por vida del mundo -dijo don Cleofás- que la tenía por una santa!

-Nunca te creas de ligero -le replicó el Diablillo-. Y vuelve los ojos a mi Astrólogo, verás con las pulgas e inquietud que duerme: debe de haber sentido pasos en su desván y recela algún detrimento de su redoma. Consuélese con su vecino, que mientras está roncando a más y mejor, le están sacando a su mujer, como muela, sin sentirlo, aquellos dos soldados.

-Del mal lo menos -dijo don Cleofás-; que yo sé del marido ochodurmiente que dirá cuando despierto lo mismo.

-Mira allí -prosiguió el Cojuelo- aquel barbero, que soñando se ha levantado, y ha echado unas ventosas a su mujer, y la ha quemado con las estopas las tablas de los muslos, y ella da gritos, y él, despertando, la consuela diciendo que aquella diligencia es bueno que esté hecha para cuando fuere menester. Vuelve allí los ojos a aquella cuadrilla de sastres que están acabando unas vistas para un tonto que se casa a ciegas, que es lo mismo que por relación, con una doncella tarasca, fea, pobre y necia, y le han hecho creer al contrario con un retrato que le trujo un casamentero, que a estas horas se está levantando con un pleitista que vive pared y medio de él, el uno a cansar ministros y el otro a casar todo el linaje humano; que solamente tú, por estar tan alto, estás seguro de este demonio, que en algún modo lo es más que yo. Vuelve los ojos y mira aquel cazador mentecato del gallo, que está ensillando su rocín a estas horas y poniendo la escopeta debajo del caparazón, y deja de dormir de aquí a las nueve de la mañana por ir a matar un conejo, que le costaría mucho menos aunque le comprara en la despensa de Judas. Y al mismo tiempo advierte como a la puerta de aquel rico avariento echan un niño, que por partes de su padre puede pretender la beca del Antecristo, y él, en grado de apelación, da con él en casa de un señor que vive junto a la suya, que tiene talle de comérselo antes que criarlo, porque ha días que su despensa espera el domingo de casi ración. Pero ya el día no nos deja pasar adelante; que el agua ardiente y el letuario son sus primeros crepúsculos, y viene el sol haciendo cosquillas a las estrellas, que están jugando a salga la parida, y dorando la píldora del mundo, tocando al arma a tantas bolsas y talegos y dando rebato a tantas ollas, sartenes y cazuelas, y no quiero que se valga de mi industria para ver los secretos que le negó la noche: cuéstele brujulearlo por resquicios, claraboyas y chimeneas.

Y volviendo a poner la tapa al pastelón, se bajaron a las calles.




Premio Hugo 1960.Robert Anson Heinlein.TROPAS DEL ESPACIO.

Robert Anson Heinlein (7 de julio de 1907 - 8 de mayo de 1988) fue un escritor estadounidense de ciencia ficción considerado por algunos críticos entre los tres mejores de todos los tiempos (junto con Isaac Asimov y Arthur C. Clarke).
Ganó cuatro premios Hugo por Estrella doble (1956), Tropas del espacio (1960), Forastero en tierra extraña (1962) y La Luna es una cruel amante (1967). Fue elegido en 1974 Gran Maestro por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA), convirtiéndose así en el primer galardonado con esta distinción.
Habitualmente riguroso en cuanto a la base científica en sus historias, incluso sus historias de fantasía contienen una estructura científica lógica. Una de las características que definen su escritura fue el introducir en la temática de la ciencia ficción la administración, la política, la economía, la lingüística, la sociología y la genética. Fue también uno de los abanderados del individualismo, lo cual quedaba reflejado en la riqueza de los personajes (ejemplo claro es Lazarus Long), tanto en conocimientos, como en habilidades.
Otro de los temas recurrentes en este autor es cuestionar las costumbres contemporáneas, culturales, sociales y sexuales, describiendo sociedades con ideales bastante alejados de los de la sociedad occidental de su época. Estas ideas se reflejan en varios de sus libros, como en Forastero en tierra extraña o El número de la bestia (1980).

***

Esta novela, desde su publicación, ha sido objeto de controversia.
Mientras algunos han querido ver en ella un simple panfleto militarista, otros la presentan como una crítica subterránea de ese mismo militarismo. La obra, sin embargo, se lee con agrado y es quizá la mejor que ha escrito Robert Heinlein.
No es más que una historia sobre la guerra, una guerra a unos 5000 años en el futuro, y sobre los soldados que luchan en ella: Hombres de la infantería, equipados con trajes acorazados electrónicos y provistos de armas espantosas.
Fuente: n.n.



(Fragmento de novela)
TROPAS DEL ESPACIO
Robert A. Heinlein
 
 
 

Al sargento Arthur George Smith, soldado, ciudadano, científico,
 y a todos los sargentos que han trabajado para hacer hombres de
 simples muchachos.
Capitulo 1
 
 -¡Vamos, micos! ¿Acaso queréis vivir para siempre?
 Alocución de un sargento desconocido a su pelotón, en 1918.
 
 Siempre me entran escalofríos antes de una bajada. Ya me han dado las inyecciones, por supuesto, y me han sometido a la preparación hipnótica; por tanto, cabe suponer que no debo sentir miedo. El psiquiatra de la nave ha comprobado mis ondas cerebrales, haciéndome preguntas tontas mientras yo estaba dormido, y me dice que no es miedo, que no es nada importante..., que sólo es como ese temblor característico del caballo de carreras ansioso por lanzarse en la puerta de salida.
 Sobre eso no puedo opinar, pues nunca he sido caballo de carreras, pero la verdad es que cada vez siento un terror mortal.
 Treinta minutos antes de la hora D, tras haber pasado lista en la sala de bajadas del Rodger Young, nos inspeccionó nuestro jefe de pelotón. No era el jefe de siempre, porque al teniente Rasczak se lo habían cargado en nuestra última bajada; se trataba en realidad del sargento Jelal, sargento profesional de navío. Jelly era un turco-finlandés de Iskander, cerca de Próxima; un hombrecillo moreno con aspecto de clérigo pero a quien yo he visto coger a dos soldados enloquecidos, tan grandes que tuvo que ponerse de puntillas para agarrarles, golpearles la cabeza como si fueran dos cocos y echarse atrás tan sereno mientras los otros caían.
 Fuera de servicio no estaba mal... para ser sargento. Incluso se le podía llamar «Jelly» en sus narices. No los reclutas, claro, pero sí cualquiera que hubiera hecho al menos una bajada de combate.
 Sin embargo, ahora estaba de servicio. Todos habíamos pasado ya la inspección del equipo de combate (claro, se trata del propio cuello, ¿no?), el sargento del pelotón nos había repasado cuidadosamente después de pasar lista, y ahora Jelly volvía a concentrarse en nosotros, con el rostro muy serio y los ojos atentos al menor detalle. Se detuvo al pasar junto al hombre que estaba delante de mí, apretó el conmutador de su cinturón que daba la lectura del estado físico, y le dijo:
-¡Fuera!
-Pero, mi sargento, ¡si no es más que un resfriado! El médico dijo...
 Jelly le interrumpió:
-«Pero, mi sargento...» -remedó burlón-. No es el médico el que va a bajar..., ni tú tampoco, con grado y medio de fiebre. ¿Crees que tengo tiempo para charlar contigo justo antes de una bajada? ¡Fuera!
 Jenkins nos dejó con aire triste y furioso, y yo me sentí muy mal también. Como se habían cargado al teniente en la última bajada, y con eso de los ascensos yo era ahora jefe ayudante de sección -segunda sección en esta bajada-, ahora iba a tener un hueco en mi sección y sin medios de llenarlo. Lo cual es malo, pues significa que un hombre puede verse en un problema muy grave, pedir socorro y no encontrar a nadie que le ayude.
 Jelly no retiró a nadie más. De pronto, se detuvo delante de nosotros, nos miró de arriba abajo y agitó la cabeza con pesadumbre.
 -¡Vaya una pandilla de micos! -gruñó-. Tal vez si se os cargaran a todos en esta bajada, los jefes podrían empezar otra vez y conseguir el tipo de hombres que el teniente esperaba que fuerais. Pero probablemente no será así, con la clase de reclutas que nos vienen en estos tiempos. -De pronto, se puso en posición de firmes y gritó:
-¡Sólo quiero recordaros, micos, que todos y cada uno de vosotros le habéis costado al gobierno, contando las armas, el traje acorazado, las municiones, los instrumentos, la instrucción y demás, e incluido todo lo que coméis de más, habéis costado, digo, un total de más de medio millón! Añadid a eso los treinta centavos que valéis realmente, y es una gran suma. -Nos miró furioso-. ¡De modo que hay que devolverlo todo! No nos importa perderos a vosotros, pero no podemos quedarnos sin ese precioso traje que lleváis. No quiero héroes en este equipo. Al teniente no le gustaría. Tenéis un trabajo que hacer. Bajáis, lo hacéis, mantenéis los oídos bien abiertos para la llamada de regreso, y aparecéis para que os recojan a paso ligero y por números. ¿Entendido?
 De nuevo nos miró con el ceño fruncido:
-Se supone que conocéis el plan. Pero, por si alguno de vosotros no tiene cabeza que le hayan podido hipnotizar, lo repetiré otra vez. Se os dejará caer en dos líneas de guerrillas, calculadas a intervalos de dos mil metros. Os pondréis en contacto conmigo en cuanto piséis tierra, y tomaréis la posición y distancia de los compañeros de pelotón, a ambos lados, mientras os cubrís. Ya habréis perdido diez segundos, de modo que os dedicaréis a destruir todo lo que tengáis a mano hasta que los hombres de los flancos aterricen.
 Hablaba de mí; como jefe ayudante de sección yo iba a estar en el flanco izquierdo, sin nadie al lado. Empecé a temblar.
-Apenas lleguen ellos -prosiguió-, ¡enderezad las líneas! ¡Igualad los intervalos! Dejad lo que estéis haciendo y poneos en formación. Doce segundos. Luego avanzad a salto de rana, pares e impares, mientras los jefes ayudantes llevan la cuenta y dirigen la maniobra de envolvimiento -me miró-. Si habéis hecho todo eso con cuidado, cosa que dudo, los flancos establecerán contacto cuando suene la llamada de recogida. En cuyo momento volveréis a casa. ¿Alguna pregunta?
 No hubo ninguna; jamás las había. El continuó:
-Una palabra más: esto sólo es una incursión, no una batalla. Es una demostración de potencia de armamento, y una intimidación. Nuestra misión consiste en que el enemigo comprenda que podríamos destruir su ciudad, aunque no lo hagamos, pero que no pueden sentirse seguros aunque nos abstengamos de realizar un bombardeo total. No cogeréis prisioneros. Sólo mataréis cuando no podáis evitarlo. Pero toda la zona en que bajéis ha de quedar destruida. No quiero que ninguno de vosotros, holgazanes, vuelva a bordo sin haber gastado todas las bombas. ¿Entendido? -Miró el reloj-. Los Rufianes de Rasczak tienen fama de cumplir bien. Antes de que se lo cargaran, el teniente me encargó que os dijera que él siempre tendrá los ojos fijos en vosotros, cada minuto...,¡y que espera que vuestros nombres reluzcan!
 Jelly miró ahora al sargento Migliaccio, primer jefe de sección.
-Cinco minutos para el padre -declaró.
 Algunos chicos salieron de las filas, se acercaron y se arrodillaron delante de Migliaccio, y no necesariamente los de su propio credo, pues había musulmanes, cristianos, agnósticos, judíos.. El siempre estaba allí para todos cuantos quisieran hablar con él. He oído decir que antes solía haber cuerpos militares cuyos capellanes no luchaban junto a los soldados, pero jamás he comprendido que eso pudiera funcionar. Quiero decir, ¿cómo puede bendecir un capellán algo que no está dispuesto a hacer personalmente? En cualquier caso, en la Infantería Móvil todo el mundo baja a tierra y todo el mundo lucha, desde el capellán hasta el cocinero y el secretario del Viejo. Una vez bajáramos por el tubo no quedaría un solo Rufián a bordo, excepto Jenkins, por supuesto, pero no por culpa suya.
 Yo no me acerqué. Siempre temía que alguien me viera temblar si lo hacía y, de todas formas, el padre podía bendecirme con la misma facilidad desde donde estaba. Pero él se acercó a mí cuando los últimos rezagados se pusieron en pie, y aproximó su casco al mío para hablarme en privado.
-Johnnie -dijo en voz baja-, ésta es tu primera bajada como oficial subalterno.
-Sí -contesté.
 Yo no era realmente un subalterno, como tampoco Jelly era realmente un oficial.
-Sólo esto, Johnnie. No te quieras hacer el héroe. Conoces tu trabajo; hazlo y nada más. No intentes ganar una medalla.
-De acuerdo. Gracias, padre. No lo haré.
 Añadió algo en un lenguaje que no conozco, me dio un golpecito en el hombro y se apresuró a volver a su sección. Jelly gritó entonces: «Aten... ción!» y todos hicimos chocar los talones.
-¡Pelotón!
-¡Sección! -gritaron Migliaccio y Johnson como un eco.
-Por secciones. A babor y estribor. ¡Preparados para la bajada!
-¡Sección! ¡Métanse en las cápsulas! ¡Adelante!
-¡Escuadra!
 Yo tuve que esperar mientras las escuadras cuatro y cinco se metían en las cápsulas y bajaban por el tubo de disparo, antes de que mi cápsula apareciera en el remolque de babor y pudiera meterme en ella. Me pregunté si aquellos guerreros de la antigüedad también sintieron escalofríos al meterse en el caballo de Troya. ¿O sólo me pasaba a mí? Jelly verificaba la identidad de cada hombre que iba siendo encerrado en la cápsula, y a mí me puso el sello personalmente. Al hacerlo se inclinó hacia mí y me dijo:
-No hagas estupideces, Johnnie. Sólo se trata de un ejercicio.
 La tapa se cerró sobre mí y quedé solo. «¡Sólo se trata de un ejercicio, dice!» Empecé a temblar de modo incontrolable.
 Entonces oí por los audífonos a Jelly, desde el tubo de la línea central:
-¡Puente! Los Rufianes de Rasczak... ¡dispuestos a bajar!
-¡Dieciséis segundos, teniente! -oí la alegre voz de contralto de la capitana Deladrier..., y me molestó que ella llamara «teniente» a Jelly. Porque, sí, nuestro teniente había muerto y, claro, Jelly conseguiría su mando..., pero nosotros seguíamos siendo los Rufianes de Rasczak. -¡Buena suerte, chicos!-añadió.
-Gracias, mi capitana.
-¡Preparados! Cinco segundos.
 Yo estaba amarrado por todas partes con correas: la frente, el vientre, las piernas... Pero temblaba más que nunca.
 Es mejor una vez te han lanzado. Porque hasta ese momento estás sentado allí en una oscuridad total, envuelto como una momia contra los aceleradores, casi incapaz de respirar... y sabiendo que apenas hay nitrógeno a tu alrededor en la cápsula, aun en el caso de que uno pudiera abrir el casco, cosa que no se puede hacer, y sabiendo que, de todos modos, la cápsula está rodeada por los tubos de lanzamiento, y que si la nave recibe un buen disparo antes de lanzarte nadie rezará por ti y morirás allí solo, incapaz de moverte, impotente. Esa espera interminable en la oscuridad es lo que le hace temblar a uno, porque piensa que se han olvidado de él... o que la nave ha sido alcanzada y se va a quedar en órbita como algo muerto, y que uno pronto morirá también, incapaz de moverse, de respirar. O que ha chocado con una nave en órbita y se le ha cargado a él de paso, si es que no se asa al bajar.
 Entonces empezamos a sufrir los efectos del programa de frenado de la nave y yo dejé de temblar. Ocho g (unidad estándar de gravedad) diría yo, o quizá diez. Cuando una piloto maneja la nave no resulta demasiado cómodo; uno acaba con moretones en todos los puntos donde aprietan las correas. Sí, sí, ya sé que las mujeres son mejores pilotos que los hombres, que sus reacciones son más rápidas y que pueden tolerar más g. Pueden entrar y salir con mayor rapidez, lo que supone más probabilidades para todos, para uno mismo y para ellas. Pero sigue sin ser divertido el verse proyectado contra la espina dorsal con una fuerza equivalente a diez veces el propio peso.
 Sin embargo, debo admitir que la capitana Deladrier conoce su oficio. No hubo pérdida de tiempo en cuanto el Rodger Young hubo frenado. Inmediatamente le oí decir: «Tubo de línea central... ¡fuego!», y hubo dos retrocesos cuado Jelly y su sargento de pelotón fueron descargados; y al cabo de un segundo: «Tubos de babor y estribor... ¡fuego automático!», y los demás comenzamos a dejar la nave.
 ¡Bump!, y la cápsula pega un salto hacia delante. ¡Bump!, y salta de nuevo, lo mismo que los cartuchos que van entrando en la cámara de un arma automática antigua. Bien, eso es exactamente lo que somos. Sólo que los cañones del arma eran dos tubos de lanzamiento gemelos montados en una nave espacial de transporte de tropas, y cada cartucho era una cápsula lo bastante grande -pero apenas-para llevar a un soldado de infantería con todo el equipo de campaña.
 ¡Bump! Yo estaba acostumbrado al número tres, que salía más pronto. Ahora me había convertido en «el último de la cola», el último después de tres escuadras. Eso supone una espera muy tediosa a pesar de que se dispara una cápsula cada segundo. Intenté contar los que salían: ¡bump! (doce), ¡bump! (trece), ¡bump (catorce) con un sonido extraño: la cápsula vacía en la que debía haber ido Jenkins, ¡bump!...
 Y luego, ¡clang!, ya es mi turno, ahora que mi cápsula entra en la cámara de disparo. Entonces, ¡buump!, la explosión golpea con una fuerza que hace que la maniobra de frenado de la capitana parezca un golpecito cariñoso.
 Y luego, de repente, nada.
 Nada en absoluto. Ni sonido, ni presión, ni peso. Flotando en la oscuridad... Caída libre, quizás a cincuenta kilómetros sobre la atmósfera efectiva, cayendo sin peso hacia la superficie de un planeta que jamás has visto. Pero ahora ya no hay temblor; es la espera de antes lo que agota. Una vez descargado ya no pueden herirte, porque si algo va mal, sucederá tan aprisa que uno ni se entera de que ha muerto. Bueno, apenas se entera.
 Casi en seguida sentí que la cápsula giraba y se enderezaba de modo que todo mi peso vino a gravitar sobre mi espalda; un peso que ascendía rápidamente hasta alcanzar el total (0,87 g, según nos habían dicho) para ese planeta cuando la cápsula tuviera la velocidad terminal adecuada a la fina atmósfera superior. Un piloto que sea un auténtico artista (y la capitana lo era) se aproxima y frena, de modo que la velocidad de lanzamiento al salir del tubo le ponga en punto muerto en el espacio relativo a la velocidad de rotación del planeta en aquella latitud. Las cápsulas cargadas son pesadas; se lanzan por la atmósfera superior sin desplazarse demasiado de la posición, si bien un pelotón tiene que dispersarse algo en la bajada, perdiendo un poco la perfecta formación en que es lanzado. Un piloto torpe puede estropear las cosas esparciendo un grupo de ataque sobre una extensión tan grande que no permita reagruparse para la retirada, y mucho menos para llevar a cabo su misión. Un soldado de infantería sólo puede luchar si alguien le coloca en su zona; en cierto sentido, supongo que los pilotos son tan esenciales como nosotros.
 Por la suavidad con que mi cápsula entraba en la atmósfera, comprendí que la capitana nos había dejado caer con un vector lateral tan próximo a cero como pudiera pedirse. Me sentí feliz, no sólo porque seríamos una formación compacta al caer en tierra y no habría pérdida de tiempo, sino también porque un piloto que baja adecuadamente a los hombres es asimismo un piloto preciso para la recogida.
 El casco exterior de la cápsula se quemó y empezó a desprenderse con una sacudida, y yo di la vuelta. Al fin cayó todo y volví a enderezarme. Los frenos de turbulencia del segundo casco entraron en acción y la marcha se hizo difícil, más violenta a medida que se iban quemando de uno en uno y el segundo casco se hacía pedazos. Una de las cosas que ayuda a que el que viaja en la cápsula viva lo suficiente para cobrar la pensión es el hecho de que esa caída de las envolturas de la cápsula no sólo reduce la velocidad de bajada, sino que también llena el espacio sobre el área del blanco de tanta porquería que el radar recoge reflejos a docenas por cada soldado que está bajando, y cualquiera de ellos puede ser un hombre, o una bomba, o lo que sea. Lo bastante para que una computadora balística sufra un ataque de nervios..., cosa que ocurre a veces.
 Para complicar más las cosas, la nave deja caer una serie de cápsulas falsas en los segundos que siguen inmediatamente a la bajada de los soldados, y que caen más aprisa porque no van desprendiendo capas. Adelantan pues a los soldados, explotan, arrojan restos, actúan como cohetes, y aún hacen más cosas para aumentar la confusión del comité de recepción en tierra.
 Mientras tanto, la nave sigue con firmeza la señal luminosa direccional del jefe de pelotón, sin hacer caso de los «ruidos de radar» que ha creado, y va siguiendo a los soldados y computando su situación para uso futuro.
 Una vez se desprendió el segundo casco, el tercero abrió automáticamente mi primer paracaídas. No duró mucho, pero eso ya lo esperaba yo; un buen tirón a varios g y él se fue por su lado y yo por el mío. El segundo paracaídas duró un poco más, y el tercero bastante más aún. Ya empezaba a hacer demasiado calor dentro de la cápsula, de modo que deseé llegar a tierra.
 El tercer casco se desprendió al desaparecer el último paracaídas, y ya no tuve nada en torno excepto mi traje acorazado y un huevo de plástico. Aún seguía atrapado por correas en su interior e incapaz de moverme. Era el momento de decidir cómo y dónde iba a caer. Sin mover los brazos -porque no podía-, apreté el conmutador para una lectura de proximidad, que apareció en el reflector instrumental, dentro del casco y delante de mi frente.
 Dos kilómetros. Un poco demasiado cerca para lo que me gustaba, en especial sin compañía. La cápsula interior casi había alcanzado la velocidad normal; en nada me ayudaría seguir dentro de ella, y su temperatura indicaba que no se abriría automáticamente durante algún tiempo, de modo que apreté un conmutador con el Otro pulgar y me libré de aquel huevo.
 La primera descarga cortó todas las correas; la segunda hizo explotar el plástico a mi alrededor en ocho trozos separados, y me vi fuera, sentado en el aire y ¡capaz de ver! Además, los ocho pedazos estaban cubiertos de metal, excepto el pequeño trozo por donde yo había podido leer la proximidad, y darían el mismo reflejo que un hombre con el traje acorazado. Cualquier visor de radar, vivo o cibernético, pasaría ahora un mal rato tratando de identificarme entre todos los desechos que me rodeaban, por no mencionar los miles de restos en muchos kilómetros a la redonda, por encima y por debajo de mí. Parte del entrenamiento de un miembro de la Infantería Móvil consiste en dejarle ver desde tierra, a simple vista y por radar, lo confusa que es una bajada para los que esperan en el terreno, porque uno se siente terriblemente desnudo allá arriba. Es fácil dejarse dominar por el pánico y abrir un paracaídas muy pronto, con lo que uno se convierte en un blanco demasiado fácil, o dejar de abrirlo y romperse los tobillos, y también la columna vertebral, y el cráneo.
 De modo que me estiré para desentumecerme y miré en torno; luego me doblé de nuevo y me enderecé, como hace un ave que planea, y eché una buena ojeada. Era de noche allá abajo, como estaba planeado, pero los visores infrarrojos permiten calcular muy bien el terreno una vez uno se ha acostumbrado a ellos.
 El río que cortaba en diagonal la ciudad estaba casi debajo de mí y parecía ascender muy aprisa, brillando claramente y con una temperatura más alta que la de la tierra. No me importaba en qué lado fuese a caer, pero lo que no deseaba era caer en el mismo río, porque me hundiría hasta el fondo.
 Observé un resplandor a la derecha, hacia mi altura: algún nativo poco amistoso, allá abajo, había quemado lo que probablemente era un pedazo de mi cápsula. De modo que disparé contra mi primer paracaídas en seguida, tratando de alejarme de su pantalla mientras él seguía los blancos que caían. Me preparé para el choque del retroceso, giré luego y continué flotando hacia abajo unos veinte segundos antes, de descargar el paracaídas, porque no deseaba llamar la atención sobre mí al no bajar a la misma velocidad que todo lo que me rodeaba.

jueves, 4 de junio de 2015

Premio Herralde de novela 1986. Novela: “El hombre sentimental”. Javier Marías Franco.


Premio Herralde de novela 1986. Novela: “El hombre sentimental”.
Javier Marías Franco (Madrid, 20 de septiembre de 1951) es un escritor, traductor y editor español, miembro de la Real Academia Española de la Lengua.
Es considerado uno de los novelistas más relevantes de la literatura española contemporánea.
Hijo del filósofo Julián Marías, pasó parte de su infancia junto con su familia en Estados Unidos de América, ya que a su padre, encarcelado y represaliado por ser republicano, se le prohibió impartir clases en la Universidad española. Recibió una sólida educación liberal en el Colegio Estudio, heredero de la Institución Libre de Enseñanza. Se licenció en Filosofía y Letras (sección de Filología Inglesa) por la Universidad Complutense de Madrid.

Sobrino y primo, respectivamente, de los cineastas Jesús Franco y Ricardo Franco, colaboró con ellos en su juventud traduciendo o escribiendo guiones, e incluso apareciendo como extra en algún largometraje.
En 1970 escribió su primera novela, Los dominios del lobo, que sería publicada al año siguiente. Entre la escritura de la obra y su publicación, conoció al escritor Juan Benet, al que le uniría a partir de entonces una gran amistad, y que fue una figura clave en su vida personal y literaria.
En 1972 publicó su segunda novela, Travesía del horizonte, y en 1978 la tercera, El monarca del tiempo. Ese mismo año apareció su traducción de la novela de Laurence Sterne La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, por la que le fue concedido al año siguiente el Premio Nacional de Traducción. En 1983 publicó su cuarta novela, El siglo.
Entre 1983 y 1985 impartió clases de Literatura Española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford. En 1984 lo haría en el Wellesley College en Boston y entre 1987 y 1992 en la Universidad Complutense de Madrid.
En 1986 publicó la novela El hombre sentimental y, en 1988, Todas las almas. Esta última, aunque obra de ficción, narra la historia de un profesor español que imparte clases en Oxford, lo que dio lugar a algún equívoco al ser identificado de forma errónea el narrador con el autor.
En 1990 se publicó su primera recopilación de relatos breves, Mientras ellas duermen y en 1991 su primera recopilación de artículos periodísticos, Pasiones pasadas. En años sucesivos aparecieron nuevos volúmenes recopilando su obra publicada en prensa y revistas.
La novela Corazón tan blanco (1992) tuvo un gran éxito tanto de público como de crítica, y significó su definitiva consagración como escritor. Fue traducida a decenas de lenguas, y el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki, auténtico gurú literario en su país, mencionó a Marías como uno de los más importantes autores vivos de todo el mundo. A su siguiente novela, publicada en 1994, Mañana en la batalla piensa en mí (título tomado de un verso de Shakespeare, al igual que Corazón tan blanco), le llovieron los premios en Europa y América.
En 1998 apareció Negra espalda del tiempo, novela en la que Javier Marías detalla los cruces entre ficción y vida real producidos por la falsa interpretación de Todas las almas como un roman à clef. Es también en esta obra donde se cuenta la historia del `legendario, real y ficticio` Reino de Redonda, del que Marías se acababa de convertir en soberano, con el nombre de Xavier I, tras la abdicación de Jon Wynne-Tyson. Con evidente tono lúdico, Marías (pese a su republicanismo confeso) aceptó el título con el objeto de defender el legado literario del Reino, nombró una corte formada por personajes de la cultura nacional e internacional y convocó un premio anual. En el año 2000 creó la editorial `Reino de Redonda`.
En 2002 comenzó a publicar la que podría calificarse como su novela más ambiciosa, Tu rostro mañana. Aunque de lectura independiente, continúa con algunos de los personajes (en particular, el narrador) de Todas las almas. Debido a su extensión, el autor tenía previsto publicarla en dos tomos, aunque serán tres como mínimo, ya que tras los dos primeros (Fiebre y lanza, 2002 y Baile y sueño, 2004) está aún inconclusa.
En 2006 fue elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua, en la que, tras leer su discurso de ingreso, ocupará el sillón R, vacante tras la muerte de Fernando Lázaro Carreter. Anteriormente había declinado pertenecer a la institución porque su padre ya ocupaba una plaza.

Es considerado uno de los escritores vivos más relevantes en lengua española. Sus novelas Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí han sido catalogadas, por muchos, entre los clásicos de la literatura castellana casi desde su publicación. Su labor como articulista ha sido muy influyente tanto en España como en América Latina y ha aparecido en medios muy relevantes como los periódicos españoles El País, El Semanal (al que renunció después de ser censurado) y la revista mexicana Letras Libres.


Además (exclusivamente en términos literarios) es rey de Redonda bajo el nombre de King Javier I (La historia del nombramiento aparece en Negra espalda del tiempo). Con su investidura ha otorgado títulos nobiliarios (ficticios) a una gran cantidad de personajes de las artes y las letras, entre ellos Pedro Almodóvar, Arturo Pérez-Reverte, Francis Ford Coppola y John Maxwell Coetzee.

A pesar de su éxito de crítica y público (o quizá a causa de ello), a Marías no le faltan detractores. A nivel literario, algunos lo consideran poco español y extranjerizante. Además, han sido públicas sus diferencias y enfrentamientos, entre otros, con Jorge Herralde (editor de Anagrama, en la que Javier Marías publicó alguna de sus primeras obras), Elías y Gracia Querejeta, por la adaptación cinematográfica de Todas las almas, con el suplemento de prensa El Semanal, que se negó a publicar uno de sus artículos, o con la Asociación de Víctimas del Terrorismo, a raíz de la publicación del artículo Un país demasiado anómalo.

***
El hombre sentimental. Novela.
Un famoso cantante de ópera catalán, conocido como el León de Nápoles, es el encargado de contar esa historia sucedida cuatro años atrás, durante una visita a Madrid para ensayar el Otello de Verdi. Los personajes son la misteriosa y melancólica Natalia Manur su marido, el banquero Manur el imperturbable y obsequioso señor Dato, acompañante de profesión. A su alrededor se mueven otros secundarios: una puta apresurada, una vieja gloria de la escena operística, un minucioso viudo, un antiguo amor.
Es esta historia de pasiones llevadas hasta las últimas consecuencias, que en este fin de siglo sólo son verdaderamente últimas para el hombre sentimental, que parece ser el artista o el pensador, pero que tal vez sea, por el contrario, el hombre de negocios, el hombre de acción.
Fuente: N.N.

(Fragmento). El hombre sentimental. Novela.
EDITORIAL ANAGRAMA.

El hontbre sentimental fue galardonado, el día 17 de noviembre de 1986, por unanimidad, con el IV Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde.

A Daniella Pittarello, che magari siga existiendo.
I think myself into love, and I dream myself out of it.
Hazlitt
«No sé si contaros mis sueños. Son sueños viejos, pasados de moda, más propios de un adolescente que de un ciudadano. Son historiados y a la vez precisos, algo despaciosos aunque de gran colorido, como los que podría tener un alma fantasiosa pero en el fondo simple, un alma muy ordenada. Son sueños que acaban cansando un poco, porque quien los sueña despierta siempre antes de su desenlace, como si el impulso onírico quedara agotado en la representación de los pormenores y se desentendiese del resultado, como si la actividad de soñar fuese la única aún ideal y sin objetivo. No conozco, así, el final de mis sueños, y puede ser desconsiderado relatarlos sin estar en condiciones de ofrecer una conclusión ni úna enseñanza. Pero a mí me parecen imaginativos y muy intensos. Lo único que puedo añadir en mi descargo es que escribo desde esa forma de duración —ese lugar, de mi eternidad— que me ha elegido.
Sin embargo, lo que soñé esta mañana, cuando ya era de día, es algo que sucedió realmente y qué me sucedió a mí cuando era un poco más joven, o menos mayor que ahora, aunque aún no ha terminado.
Hace cuatro años viajé, por causa de mi trabajo y justo antes de superar milagrosamente mi miedo al avión (soy cantante), numerosísimas veces en tren en un periodo de tiempo bastante corto, en total unas seis semanas. Estos desplazamientos breves y continuados me llevaron por la parte occidental de nuestro continente, y fue en el penúltimo de la serie (de Edimburgo a Londres, de Londres a París y de París a Madrid en un día y una noche) cuando vi por primera vez los tres rostros soñados esta mañana, que son asimismo los que han ocupado parte de mi imaginación, mucho de mi recuerdo y mi vida entera (respectivamente) desde entonces hasta hoy, o durante cuatro años.
La verdad es que tardé en mirarlos, como si algo me advirtiera o yo, sin saberlo, quisiera retrasar el riesgo y la dicha que iba a suponer hacerlo (pero me temo que esta idea pertenece más a mi sueño que a la realidad de entonces). Había estado leyendo un volumen de fatuas memorias de un escritor austríaco, pero en un momento dado, y como me irritaba mucho (de hecho esta madrugada me sacó de quicio), lo cerré y, en contra de mi costumbre cuando viajo en ferrocarril y" no voy conversando, leyendo, repasando mi repertorio ni rememorando fracasos o éxitos, no miré ‘directamente' el paisaje, sino a mis compañeros de compartimento. La mujer dormía, los hombres estaban despiertos.
El primer hombre sí miraba el paisaje, sentado justo enfrente de mí, con la valuminosa cabeza de cabellos canosos y escarolados vuelta hacia su derecha y una mano llamativamente pequeña —tanto que no parecía poder pertenecer a ningún cuerpo en verdad humano— acariciándose la mejilla con lentitud. Sólo podía ver sus facciones de perfil, pero dentro de la esencial ambigüedad de su edad —uno de esos físicos algo feéricos que dan la impresión de estar aguantando más de lo debido las presiones del tiempo, como si la amenaza de una muerte pronta y la esperanza de quedar fijados ya para siempre en una imagen incólume les compensase el esfuerzo—, se aparecía como más que maduro en virtud de aquella abundante vegetación escarchada que lo coronaba y de dos fisuras —incisiones leñosas en una piel pulida— que, a ambos lados de una boca desdibujada y en principio inexpresiva, hacían pensar, sin embargo, en una personalidad propensa a sonreír a lo largo de lustros tanto cuando fuera oportuno como cuando no lo fuera. En aquel momento de sus años indefinibles se lo adivinaba apacible y se lo veía menudo y adinerado, con unos pantalones elegantes pero un poco rozados y levemente cortos —las canillas casi al descubierto— y una chaqueta flamante cuyo tejido mezclaba demasiados colores. Un hombre al que la riqueza le llegó con retraso, pensé; quizá un hombre de la mediana empresa, independiente pero esforzado. Al faltarme su mirada, que dedicaba al exterior, no habría sabido decir si se trataba de un individuo vivaracho o sombrío (aunque iba muy perfumado, delatando una coquetería marchita pero todavía invicta). En todo caso, miraba con extraordinaria atención, se diría con locuacidad, como si estuviera asistiendo a la instantánea realización de un dibujo o lo que se ofreciese a sus ojos fuese agua o bien fuego, de los que tanto cuesta a veces apartar la vista. Pero el paisaje no es nunca dramático, como lo es la realización de un dibujo o el agua movediza o el fuego titubeante, y esa es la razón por la que observarlo descansa a los fatigados y aburre a los que no se cansan. Yo, pese a mi aspecto fornido y a una salud de la que no me puedo quejar teniendo en cuenta que mi profesión la exige de verdadero hierro, me canso muchísimo, motivo por el cual opté por mirar el paisaje a mi vez, 'indirectamente' y a través de los ojos invisibles del hombre de las manos pequeñas, los pantalones elegantes y la chaqueta sobrada. Pero como ya estaba anocheciendo apenas vi nada —sólo bajorrelieves—, y pensé que tal vez el hombre se estaba mirando a sí mismo en el cristal. Al menos yo, al cabo de irnos minutos, cuando por fin se produjo el suave vencimiento de la luz tras el mínimo fulgor vacilante de un atardecer todavía septentrional, lo vi duplicado, desdoblado, repetido, casi con idéntica nitidez en el cristal de la ventanilla que en la realidad. Indudablemente, decidí, el hombre se escrutaba los rasgos, se miraba a sí mismo.
El segundo hombre, sentado en diagonal conmigo, mantenía inmutable la vista al frente. Era una de esas cabezas cuya sola contemplación trae desasosiego al alma de quien aún tiene ante sí un camino sin despejar, o, por decirlo de otra manera, de quien aún depende de su propio esfuerzo. La calva que hubo de ser prematura no había logrado hacer flaquear su satisfacción ni el convencimiento de su sed de dominio, y tampoco había atemperado —ni siquiera nublado— la expresión hiriente de unos ojos acostumbrados a pasar rápidamente por las cosas del mundo —acostumbrados a ser mimados por las cosas del mundo— y que tenían el color del cognac. Su propia inseguridad se había permitido pagar solámente el tributo de un esmerado bigote negro que disimulara sus facciones plebeyas y rebajara un poco la incipiente gordura —que a ojos por él sometidos aún podría haber pasado por reciedumbre— de su cabeza y su cuello y su tórax tendente a la convexidad. Aquel hombre era un potentado, un ambicioso, un político, un explotador, y su indumentaria, sobre todo la chaqueta abrillantada y la corbata con pasador, parecía provenir de más allá del océano, o más bien de una pulida concesión europea al estilo que se juzga elegante en el ultramar. Sería diez años mayor que yo, pero una vena convulsa inmediatamente reconocible en el esbozo de sonrisa que de vez en cuando ensayaban en silencio sus abultados labios —como quien cambia de postura o cruza y descruza las piernas, no más— me hizo pensar que aquel sujeto tan prepotente albergaría en su personalidad un elemento infantil que, en conjunción con su rotundo físico, haría oscilar la reacción de quienes lo captaran entre la irrisión y el terror, con unas gotas de irracional compasión. Quizá fuera eso lo único que le faltara en la vida: que sus deseos fueran entendidos y cumplidos sin necesidad de hacerlos saber. Aun en la seguridad de lograrlos, quizá se viera en la obligación de recurrir una y otra vez a artimañas, amenazas, imprecaciones, desmayos. Pero tal vez sólo para divertirse, tal vez para poner periódicamente a prueba sus dotes de histrión y no perder flexibilidad. Tal vez para sojuzgar mejor, pues bien sé que no hay sometimiento más eficaz ni más duradero que el que se edifica sobre lo que es fingido, o aún es más, sobre lo que nunca ha existido. Este hombre al que en mi sueño he juzgado desde un principio tan pusilánime como tiránico no me miró —como tampoco el otro— ni una sola vez, al menos mientras yo pudiera advertirlo, es decir, mientras yo le miraba a él. Este hombre del que ahora sé demasiado miraba, como digo, impasible ante sí, como si en el asiento vacío que seguramente no veía estuviera escrita la relación detallada de un futuro por él conocido que se limitara a verificar.
Así como este sujeto explotador dejaba ver entero su semblante y el individuo algo feérico nada más que el perfil, la mujer que iba sentada entre los dos, con la que los hombres tal vez viajaban o tal vez no, carecía de todo rostro por el momento. Tenía la cabeza erguida, pero le cubría la cara el pelo castaño y liso echado hacia adelante deliberadamente, quizá para preservar de la luz el ligero sueño ferroviario, quizá también para no ofrecer de balde la imagen de intimidad y abandono que ella misma desconocería, su imagen durmiente y sin vida. Tenía las piernas cruzadas, y las botas invernales de tacón escasísimo sólo permitían ver la parte superior de la pantorrilla, que, prolongada en una rodilla sobre la que el tenue lustre de las medias se intensificaba, terminaba en las lindes de una falda negra que me pareció de ante. Toda la figura, privado el rostro, producía una sensación de impecabilidad, dé fijeza, de acabamiento y conformidad, como si en ella ya no cupieran cambios ni enmienda Si negación —como los días ya terminados, como las leyendas, como la liturgia de las religiones firmes, como los cuadros de siglos pasados que nadie se atrevería a tocar—. Las manos, apoyadas en el regazo, descansaban a su vez la una sobre la otra, la derecha con la palma abierta, la izquierda —perpendicularmente caída— con el puño semicerrado. Pero el pulgar de esta mano —largos dedos, dedos algo nudosos, como de quien va teniendo antes de tiempo la tentación de decir adiós a la juventud— se movía intermitentemente con levedad, como son a veces los movimientos involuntarios y de carácter espasmódico de los que duermen a su pesar. Llevaba un anacrónico collar de perlas; llevaba una estola roja alrededor del cuello; llevaba un doble anillo de plata en el dedo corazón. La melena, que a buen seguro había dispuesto de aquella manera con un solo gestó de la cabeza muchas veces practicado, no permitía ni siquiera imaginar el Conjunto de sus facciones a partir de un solo rasgo visible, tan densamente caía como un velo opaco. Por eso observé detenidamente las manos. Aparte del movimiento del dedo pulgar, hubo otra cosa que me llamó la atención: no tanto las uñas —firmes, blanquecinas, cuidadas— cuanto la piel que las rodeaba parecía atrozmente mordida o quemada, hasta el punto de que la de los índices —pues era sobre todo la de los índices— se podía decir que no existía y dudar de que hubiera existido jamás. Los bordes de aquellas uñas habían padecido una alteración epidérmica grave que les había dejado como señal un color encamado y feo, propio de una inflamación, o estaban en carne viva. Pensé que, de ser lo segundo (pues no alcanzaba a distinguirlo bien), aquella era una labor no tanto de los incisivos no vistos de la mujer que dormía y de la niña que había sido cuanto del tiempo mismo, pues la atrofia —y era de eso de lo que parecía tratarse— necesita no menos de la falta de uso y actividad, no menos de la voluntad de supresión sistemática que de la más temporal de las cosas que existen y la que asimismo mejor distrae a las cosas todas de su temporalidad: la costumbre (o su hija siempre tardía la ley, que a la vez es la que anuncia que el tiempo de la costumbre ya va pasando y el fin de la distracción). Estaba empezando a divagar un poco acerca de estas cuestiones sobre las que nada entiendo ni nada sé en realidad cuando una fuerte sacudida lateral del tren hizo que de pronto aquel pelo castaño y luminoso y liso dejara momentáneamente al descubierto el rostro que custodiaba. Ese rostro no despertó, y fueron pocos los segundos antes de que todo volviera a su posición, pero en los labios grandes y apretados y tensos, en los párpados apretados y tensos y recorridos de minúsculas venas enrojecidas (en los ojos cerrados no vistos), vi que la mujer que dormía estaba aquejada, ¿cómo decirlo? Quizá vi que estaba aquejada de disoluciones melancólicas.
—Yo no quiero morir como un imbécil —le he dicho poco tiempo después a esta mujer en una habitación de hotel estrecha y oscura y de una sordidez que entonces no supe advertir, con las paredes desnudas y las colchas grises o quizá luctuosas o simplemente pasadas por alto tiradas por el suelo de moqueta limpia pero ennegrecida y en el que no había espacio ni para caminar, con dos maletas a medio deshacer ocupando el espacio por el que se hubiera podido caminar hasta un cuarto de baño tan vacío y tan blanco que dos cepillos de dientes —granate y verde— colocados en un mismo vaso cuyo celofán desapareció sin que supiéramos en qué momento ni quién lo había hecho desaparecer atraían la vista como a la mano la atrae el puñal o al hierro el imán, hasta el punto de que cuando uno de los dos cepillos faltó la última noche que yo estuve allí el aspecto de la loza y de las baldosas y de los azulejos se tiñó del granate del cepillo que sí se quedó, y este color llegó a anexionar el negro del neceser que dejé sobre la repisa de cristal para que después de la marcha hubiera algún cambio o hubiera luto en el cuarto de baño tan vacío y tan blanco y hasta el cual apenas si se podía llegar a través de las maletas medio deshechas y de las colchas pasadas por alto y tiradas por el suelo cuando en una habitación de hotel le dije o le he dicho poco tiempo después a esta misma mujer—: Yo no quiero morir como un imbécil, y puesto que un día u otro deberé morir sin remedio, por encima de todo quiero cuidar en mi tiempo lo único que es seguro e irremediable, pero quiero sobre todo cuidar la forma de mi muerte porque es la forma lo que en cambio no es tan seguro ni irremediable. Es la forma de nuestra muerte lo que debemos cuidar, y para cuidarla debemos cuidar nuestra vida, porque será ésta, sin ser nada en sí cuando cese y sea sustituida, lo único que sin embargo será capaz de hacernos saber al final si morimos como un imbécil o si morimos aceptablemente. Tú eres mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, y porque eres mi vida no quiero tener a mi lado a otra persona que tú cuando muera. Pero no quiero que llegues de pronto a mi lecho de muerte tras saber que agonizo, ni que acudas a mi enterramiento para despedirme cuando yo ya no te vea ni pueda olerte  ni pueda besar tu cara, ni tan siquiera que aceptes o busques acompañarme en mis últimos años porque los dos hayamos sobrevivido a nuestras respectivas y lastimeras o separadas vidas, pues no me basta. Sino que quiero que en la hora de mi muerte lo que allí esté presente sea la encamación de mi vida, que no será otra cosa que lo que ésta haya sido,  y para que tú la hayas sido es necesario que hayas estado a mi lado también desde ahora y hasta ese momento mío definitivo. No podría soportar que en esa hora tú fueras sólo recuerdo y estuvieras mezclada, y pertenecieras a un tiempo lejano y borroso que es nuestro nítido tiempo de ahora, porque es el recuerdo y el tiempo lejano y la mezcla lo que más detesto y lo que siempre he intentado rebajar y negar, y enterrar a medida que se iban formando, a medida que cada presente estimado y enaltecido dejaba de serlo para ser pasado, e iba siendo vencido por lo que no sé cómo llamar si no lo llamo su propia e impaciente posteridad o su no-ahora. Por eso no debes marcharte ahora, porque si ahora te marchas me quitarás no sólo mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, sino también la forma de mi muerte elegida.

miércoles, 3 de junio de 2015

Premio Hammett de novela 2007. Novela: “Cadáver de ciudad”. Juan Hernández Luna.


Premio Hammett de novela 2007.  Novela: “Cadáver de ciudad”.
Juan Hernández Luna (nació en Ciudad de México el 19 de agosto de 1962, murió el 8 de julio de 2010, también en Ciudad de México), autor mexicano de novela policíaca.
Licenciado en Arte dramático (Escuela Andrés Soler, ANDA), realizó estudios de cine y literatura. Realizó guiones para cómic, corto y largometrajes cinematográficos. Impartió cursos de literatura y cine. Fue subdirector de publicaciones en el DIF-D. F. y subsecretario de cultura en el PRD-D.F., donde coordinó las áreas de teatro, cine, publicaciones y artes plásticas.
Tras la fusión de la Secretaría de Cultura con la de Prensa y Propaganda, se encargó de dirigir el semanario informativo de dicho instituto político.
Fue coordinador del programa de Literatura Siempre Alerta en el municipio de Nezahualcóyotl.
Algunos de sus cuentos se encuentran en antologías nacionales y extranjeras. Varias de sus novelas han sido traducidas al francés e italiano.
Colaboró en diversas revistas y periódicos y publicó algunos libros y artículos de divulgación científica bajo seudónimo.
Ganó el Premio Nacional de Cuento 1985, el Premio Nacional de Libro de Cuento 1988, el Premio Nacional de Primera Novela 1990, el Premio Latinoamericano de Cuento 1992, el Premio Nacional de Ciencia Ficción 1995, el Premio Hammett 1997 de novela policíaca por Tabaco para el puma, el Premio Nacional de Libro de Cuento del IPN por Crucigrama, y el Premio Dashell Hammett 2007 por Cadáver de ciudad. 
Pd: no he podido conseguir para los amigos blogueros la novela ganadora del Premio Hammett correspondiente al año 2007. Sin embargo, se transcribe un fragmento de la novela Yodo, que posee todos los ingredientes de una excelente obra literaria. J. Méndez-Limbrick.
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Novela: Yodo.
En un ambiente urbano, corrosivo y marginal habita un serial-killer que regresó de entre los muertos cubierto de tatuajes, alguien que no resiste la luz del sol. En su habitación guarda secretos relacionados con huesos, sangre y destazamientos de ciertas víctimas que lo mantienen en permanente estado de euforia, pasión y llanto. El consuelo: cercenar decenas de gallinas y regresar al asombro perpetuo del mundo en el que vive. La madre de este ser es la bruja del barrio, adivinadora de presagios y destinos, capaz de maldecir dinastías enteras. Ambos personajes se mueven en un escenario azotado por la urbanidad abrupta, donde el lavado de dinero y la traición son formas cotidianas para iniciar el día.
Fuente: N.N.
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Novela: “Yodo” Fragmento.

Hernandez Luna Juan - Yodo Rt



PRIMERA PARTE

Evitaba exponerse a la luz cruda y ocultaba los ojos bajo el brazo. La luz del día, de una lámpara o de la luna llena le hacía daño: lo desnudaba, penetraba bajo su piel y ahí revelaba la vergüenza o las lágrimas secretas. La sentía pasar sobre su cuerpo como una llama que hiciera arder sus mascaras, un filo que retirara lentamente el velo de carne que mantenía entre el y los otros la distancia necesaria.
TAHAR BEN JELLOUN

¿Podrías tu rectificar las líneas de mis manos? ¿Quien esparcirá al azar los pozos del café?
HÉROES DEL SILENCIO



I
Es de noche.
Como un demonio de lluvia y sal, como un relámpago de lodo y abismo, la calle muestra su espina des-carnada.
Es una calle larga, delgada, sinuosa.
La calle principal del barrio.
Mi sombra se desliza lenta por las casas perdidas, bajo la inmensidad húmeda y silenciosa.
Amenaza llover. El agua se esconde en la vejiga oscu-ra del cielo y se niega a caer en estas calles sin pavimento.
Camino hasta la parada de los camiones y levanto algunas sobras de comida: una mitad de naranja, una cáscara de lo que fue un tamal.
Son las 7:45 de la noche cuando llega el autobús número 50. El chofer baja de su unidad y me insulta, lanza una piedra para alejarme.
Dicen que atraigo la mala suerte. El chofer está segu-ro que si llego a tocar su camión habrá de tener un mal día y nadie subirá; no ganará dinero y su patrón se mo-lestará por no entregarle la cuenta completa del turno. Llegará a su casa y su mujer lo puteará y le dirá cabrón jodido comemierda pinche fracasado no sé para qué me casé contigo, y al día siguiente se sentirá más inútil y entonces —para evitar todo esto— prefiere aventarme piedras para que no me acerque a su camión. De acuerdo.
Comprendo el lenguaje de los insultos y las piedras y acepto no acercarme. Sobre todo porque las piedras lastiman.
Antes, creía que las personas me arrojaban piedras simplemente por jugar, hasta el día que me golpearon en la cabeza. Fue demasiada sangre la que salió de su pro-fundidad escondida. El sol de la mañana me produjo un mareo cuando regresaba a casa buscando refugio. Perdí el conocimiento. La sangre escurrió hasta formar una costra en toda la cara. Desperté alterado por el zumbar de las moscas alrededor de mi frente, picándome la piel, atraídas por el olor ferroso y lascivo de la sangre.
Cuando llegué a casa mi madre preguntó quién me había golpeado de esa manera y mentí. Dije que había caído en una zanja y eso me dio miedo. De seguir min-tiendo, labraría mi camino directo al infierno.
Luego supe que el infierno no existe y continué diciendo mentiras. De cualquier forma jamás hubiera contado a mi madre quién me lanzó esa piedra. Segura-mente le buscaría para maldecir su sangre como lo hizo con Gabriel García, mi supuesto padre.
Sigo caminando.
La noche es más aguada.
Las noches con luna no son del todo noches. El horizonte y el cielo se diluyen por la claridad lechosa de la luna y entonces semeja una noche aguada.
Hoy es una noche aguada.
Mi madre se preocupa porque me da por vagar sin sentido. Sucede que me gusta caminar por el barrio. Me atrae la terminal de los camiones, el ruido de los moto-res, mirar cómo las máquinas maniobran en reversa y enfilan de vuelta por la carretera terregosa.
Tras cada autobús anoto en mi libreta la hora en que llega y a la que se marcha de nuevo. Cuando olvido la libreta lo hago mentalmente y al estar en mi cuarto transcribo las entradas y salidas.
El barrio siempre ha sufrido por el transporte. Hace años mi madre desesperaba por tener su consultorio en el centro de la ciudad.
Cuando hicieron el camino principal los camiones comenzaron a entrar hasta esta zona.
Desde entonces, mi madre ya no fue al centro de la ciudad a trabajar.
Puso su consultorio en este barrio, en la casa, junto a la cocina, frente a la sala. Al principio fue difícil que la gente llegara a consultarle.
Desde que realizó su tercer milagro, la maldición de la peste sobre Gabriel García, le visitan gentes de todos lugares.
Es una santa. Hace milagros. La gente reza ante ella, prende veladoras y mi madre limpia con yerbas el cuer-po de las personas, les da oraciones y recetas de magia. Mi madre se pone feliz cuando por la noche cuenta el dinero obtenido con sus sanaciones.
A veces se fatiga y me pide que diga a quienes aún esperan en la sala que ya no podrá atender a nadie más porque sus poderes han disminuido y el Dios todopo-deroso le impide seguir trabajando. En ocasiones así, la gente sale afligida de no poder visitar a la oradora, a la Madame, a la santa y entonces yo puedo prender la te-levisión de la sala y ver la Pantera Rosa.
La noche se vuelve más aguada.
Tomo una piedra y la colocó sobre un montículo que he formado a lo largo de los años y en tiempo de lluvias se oculta con la hierba.
Las piedras que deposito son pequeñas, caben en mi mano.
Es un lote baldío. La "Primera Sangre". Así llamo a este lugar.
Los camiones siguen llegando al paradero. Los anoto en mi libreta. Uno de ellos da la vuelta y sus potentes lu-ces me iluminan. El ayudante del chofer asoma el cuer-po por la puerta delantera y cuando pasa me insulta.
Lo saludo agitando la mano y con mi gran sonrisa.




martes, 2 de junio de 2015

Blish James. Premio Hugo 1959.


Blish James. Premio Hugo 1959.

Estudió biología en la Universidad de Columbia, entre los años de 1942 - 1944 sirvió a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos como médico asistente. Después de la Guerra obtuvo el puesto de director general en la farmacéutica Pfizer.

Su primera novela publicada apareció en el año de 1940, y poco a poco su actividad literaria creció hasta que optó por convertirse en escritor profesional Blish estuvo casado con la editora Virginia Kidd de 1947 hasta 1963.

Entre 1967 y su muerte en 1975, Blish se vuelve el primer autor en escribir una corta colección de historias basadas en una serie clásica de televisión: Star Trek. En total, Blish escribió once volúmenes de estas cortas historias las cuales eran adaptaciones de la famosa serie de los años sesenta.

Murió mientras escribía el volumen número once de las adaptaciones de Star Trek, su esposa en ese entonces, J. A. Lawrence completó el libro y escribió dos volúmenes más.

Blish vivió en Milford, Pennsylvania hasta la mitad de los sesentas. En 1968, Blish emigró a Inglaterra, y vivió en Oxford hasta que murió a causa de un cáncer de pulmón en 1975. Fue enterrado en el cementerio de Holywell, en Oxford, a lado de la tumba de Kenneth Grahame.

***

Premio Hugo 1959

Un caso de conciencia. Novela.

El padre Ruiz-Sánchez no es sólo un sacerdote, sino además un sabio, y no sólo un sabio, sino además un tipo humano. Por eso, al llegar la planeta Litina, cuyos habitantes -reptiles dotados de inteligencia- únicamente creen en la razón pura, el padre Ruíz-Sánchez se ve confrontado a un problema teológico de cuya solución puede depender el porvenir de dos mundos. Desgarrado entre las enseñanzas de su fe, las de su ciencia y las íntimas exigencias de su humanidad, sólo un camino parece ofrecérsele: el de la herejía.
Fuente:N.N.

(Fragmento. Novela. Un caso de conciencia).

JAMES BLISH.

UN CASO DE CONCIENCIA.

Editor: Martínez Roca, Barcelona

D. L.: 1977

Colección: Súper-ficción; 17

ISBN: 84-270-0397-8



LIBRO PRIMERO.

La puerta de piedra se cerró con estrépito. Era la tarjeta de visita de Cleaver. Jamás puerta alguna, por maciza, complicada o bien encarrilada en sus guías que estuviese había logrado impedir que aquél la cerrara con formidable estruendo, como si el mundo se viniera abajo. Y tampoco había en el universo planeta lo bastante húmedo y con la suficiente densidad atmosférica para amortiguar el ruido- ni siquiera Litina.

El padre Ramón Ruiz-Sánchez, oriundo del Perú, miembro regular de la Compañía de Jesús, con profesión de los cuatro votos, prosiguió la lectura. Los dedos impacientes de Paul Cleaver necesitarían algún tiempo para liberarle del traje de explorador que vestía, y en el ínterin el problema subsistía. Un problema que se remontaba a un siglo atrás —se planteó por vez primera en 1939—, pese a lo cual la Iglesia no había conseguido esclarecerlo. Por lo demás, era de una complicación diabólica (adjetivo oficialmente reconocido, rigurosamente seleccionado y con la pretensión de que fuera interpretado en sentido literal). La propia novela que había promovido el caso figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y sólo por dispensa de la Orden a la que pertenecía tenía el padre Ruiz-Sánchez acceso espiritual a ella.

Volvió la página sin apenas prestar atención al ruido de botas y gruñidos que llegaban del salón. El texto discurría cada vez más inextricable, más insidioso e insoluble conforme avanzaba en la lectura: (...) Magravio amenaza a Anita con inducir a Sila —un bruto integral (jefe de una panda de mercenarios: los silavanos) que pretende abandonar a Felicia en manos de Gregorio, Leo, Vitelio y Macdugalio, cuatro excavadores— a que abuse de ella si no cede a sus apetencias y se aviene a mantener a Honufrio en el engaño realizando el acto conyugal cuando se le pida. Anita, que dice haber descubierto tentaciones incestuosas en Jeremías y Eugenio...

¡Vaya por Dios! Otra vez había perdido el hilo. ¿Quiénes eran Jeremías y Eugenio? Ah, sí..., los «filadelfos~ o hermanos entrañables (seguro que aquí se ocultaba algo reprobable) que aparecían al comienzo del libro, consanguíneos en último grado de Felicia y Honufrio, este último, a juzgar por las trazas, instigador de todas las villanías y esposo de Anita. Magravio, que por lo visto admira a Honufrio, es instigado por el esclavo Mauricio —probablemente siguiendo instrucciones del propio Honufrio—a solicitar los favores de Anita, a la que llegan estos requerimientos por intermedio de su doncella Fortissa, que era o había sido en algún momento compañera de Mauricio, a quien había dado hijos, todo lo cual obligaba a sopesar con suma cautela el caso. Además, la confesión de Honufrio al inicio de la trama fue obtenida en su integridad bajo tortura, voluntaria si se quiere, pero tortura al fin y al cabo. En cuanto a las relaciones entre Fortissa y Mauricio resultaban todavía más ambiguas. A decir verdad no eran más que una suposición del padre Ware, el glosador...

—Ram6n, ¿quieres ayudarme?—gritó de repente Cleaver—. Apenas puedo moverme y..., y no me siento bien.

El jesuita y biólogo apartó a un lado la novela y se levantó alarmado. Era muy extraño oír a Cleaver expresarse en aquel tono.

El físico estaba sentado en un almohadón de junquillos trenzados relleno con una especie de musgo esfagnáceo que se hundía en el centro bajo el peso de su anatomía. Se había despojado a medias del traje de explorador, confeccionado en fibra de vidrio. Estaba pálido y sudoroso aun después de haberse quitado el casco protector. Los dedos gordezuelos se movían con torpeza tirando de una cremallera que se había atascado.

—Paul, ¿por qué no me dijiste en seguida que te sentías indispuesto? Anda, deja eso ya, no haces más que estropearlo. ¿Qué ha sucedido?

—No lo sé con certeza —contestó Cleaver, jadeante, soltando el extremo de la cremallera. Ruiz-Sánchez se arrodilló junto a él y manipuló con cuidado para encajar de nuevo el diente de la cremallera—. Me adentré en la selva para ver si descubría más mineral de pegmatita. Llevo tiempo pensando que si algún día se instalase hache una planta piloto de tritio, la producción podría ser fabulosa.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó Ruiz-Sánchez por lo bajo.

—¿Decías?... De todos modos no encontré nada de particular. Sólo unos cuantos lagartos y saltamontes, como siempre. Luego tropecé con una planta semejante a un ananás y una de las espinas perforó el traje y me hirió. No parecía cosa seria, pero. . .

—No vestimos esos trajes por capricho. Veamos la herida. Vamos, levanta las piernas para que pueda sacar esas botas. ¿Dónde te hiciste...? Ah, ya veo. Caramba, tiene mal aspecto. Habrá que tratarlo. ¿Algún otro síntoma?

—Tengo la boca como despellejada—se quejó Cleaver.

—.Abrela —ordenó el jesuita.

Cleaver obedeció y el sacerdote pudo observar que aquél se había quedado muy corto en sus apreciaciones. Tenía casi toda la mucosa bucal cubierta de visibles ulceraciones que indudablemente debían de causarle intenso dolor y cuyos bordes aparecían muy marcados, como si hubieran sido producidas con un punzón para marcar bizcochos.

Ruiz-Sánchez se abstuvo de formular comentarios y su rostro adopt6 una expresión de fingida indiferencia. Si el físico sentía necesidad de minimizar su dolencia no seria él quien lo impidiera. Un planeta extraño no es el lugar más apropiado para privar a un hombre de sus mecanismos de defensa.

—Ven conmigo al laboratorio —indicó el jesuita—. Tienes eso muy inflamado.

Cleaver se puso en pie, un poco tambaleante, y siguió al biólogo hasta la habitación donde estaba instalado el laboratorio. Ruiz-Sánchez tomó muestras de varias úlceras, las depositó en los cristales portaobjetos y las sometió a tinción por el método de Gram. Mientras tenía lugar el proceso de coloración se aplicó al ritual de orientar el espejo situado bajo la platina del microscopio hacia la ventana, enfocándolo contra una luminosa nube blanca. Cuando sonó la alarma del cronómetro secó la primera preparación con la llama de un mechero de laboratorio y deslizó el portaobjetos hasta afianzarlo con las pinzas de sujeción.

Tal como casi se temía, el biólogo descubrió pocos de los bacilos y espiroquetas entremezclados que hubiesen delatado la existencia de una enfermedad común conocida en la Tierra como «angina de Vincent,. —pese a que el cuadro clínico de Cleaver así lo sugería—, y que Ruiz-Sánchez habría podido curar de la noche a la mañana con una simple tableta de espectromicina. La flora bucal de Cleaver era normal, aunque con tendencia a proliferar debido a la cantidad de tejido expuesto.

—Voy a inyectarte—advirtió el jesuita con voz sosegada—. Luego será mejor que te acuestes.

—¡Ni hablar de eso!—protestó Cleaver—. Tengo nueve veces más trabajo del que puedo hacer para añadir ahora obstáculos suplementarios.

—Las enfermedades siempre vienen a destiempo—argumentó Ruiz-Sánchez—. Y digo yo: ¿a santo de qué preocuparse de si pierdes un día o dos cuando de todos modos no estás eh condiciones de tenerte en pie?

—¿Qué tengo?—preguntó el físico con recelo.

—No tienes nada—repuso Ruiz-Sánchez, casi deplorando tener que decirlo—. Me refiero a que no padeces una infección. Pero eso que tú llamas ananás te ha jugado una mala pasada. En Litina la mayor parte de esta familia vegetal va provista de espinas o tiene unas hojas recubiertas de polisacáridos venenosos para el hombre. En concreto, el glucósido con el que tropezaste era sin duda una escila o algo muy parecido. Produce los mismos síntomas que la angina de Vincent, sólo que tarda mucho más en desaparecer.

—¿Y cuánto tiempo me llevará recuperarme? —preguntó Cleaver, resistiéndose

todavía, si bien replegado ahora a la defensiva.

—Varios días por lo menos; hasta que estés inmunizado. La inyección que voy a darte es una globulina gamma específica contra la escila y debería aminorar los síntomas hasta que tu organismo haya elaborado una elevada concentración de anticuerpos. Pero mientras eso no ocurra, Paul, tendrás mucha fiebre y me veré obligado a atiborrarte de antipiréticos, pues en este clima un poco de fiebre puede resultar gravísimo.

—Lo sé —dijo Cleaver, más apaciguado—. A medida que voy conociendo mejor este planeta, menos dispuesto estoy a votar en sentido afirmativo cuando llegue el momento. Bueno; adelante con tus inyecciones y tus aspirinas. Supongo que debo alegrarme de que no sufra una infección bacterial, ya que entonces las Serpientes me acribillarían con antibióticos.

—No es probable que eso ocurra—dijo Ruiz-Sánchez—. Estoy seguro de que los

litinos disponen de por lo menos cien clases de drogas que tarde o temprano acabaremos utilizando; pero por el momento no hay tal cosa, de forma que tranquilízate. Antes será preciso estudiar desde el principio su farmacología... Bien, Paul, ¡a tu hamaca! Te aseguro que dentro de diez minutos te arrepentirás de haber nacido.

Cleaver forzó una sonrisa. Su rostro sudoroso, rematado por una desgreñada mata de pelo rubio, no había perdido el vigor ni la energía de trazos a pesar de su estado de postración. Cleaver se puso en pie y pausadamente se bajó las mangas de la camisa.

—En lo que a ti concierne no me cabe duda de cuál va a ser tu voto—dijo—. Te agrada este planeta, ¿verdad, Ramón? Debe de ser un auténtico paraíso para un biólogo.

—Sí, me gusta—dijo el sacerdote, devolviéndole la sonrisa. Siguió a Cleaver

hasta la reducida estancia que hacia las veces de dormitorio. Salvo por el detalle de la ventana, uno hubiera dicho que se encontraba en el interior de un botijo. Las paredes, lisas y curvas, eran de algún tipo de material cerámico que no permitía filtraciones ni dejaba penetrar la humedad, aunque tampoco estaba completamente seco. Las hamacas pendían de unos ganchos que asomaban ligeramente del muro, de forlpa que parecían revestidos de materia cerámica como el resto de la casa—. Quisiera que mi colega la doctora Meid estuviese hache. Creo que aún se sentiría más a gusto que yo.

—Las mujeres metidas a científico no me inspiran confianza —dijo Cleaver, con ambigua y extemporánea irritación—. Siempre dejan que los sentimientos interfieran con sus hipótesis. Por cierto, ese nombre... Meid... ¿de dónde proviene?

—Del Japón—aclaró Ruiz-Sánchez—. Su nombre de pila es Liu. Allí siguen la misma costumbre que en Occidente y colocan el apellido familiar a continuación del nombre.

—Entiendo—dijo Cleaver, perdiendo interés en el tema—. Hablábamos de Litina.

—Bien. No olvides que Litina es el primer planeta extrasolar que visito-aclaró el jesuita—. Creo que me sentiría igualmente fascinado ante cualquier

mundo nuevo y habitado. Esta infinita mutabilidad de las formas de vida y la sabiduría inherente en cada una de ellas... Todo resulta asombroso y fascinante.

—¿Y por qué no ha de bastar con eso?—preguntó Cleaver—. ¿Por qué mezclar

siempre a Dios en el mejunje? No me parece Lógico.

—Al contrario; es lo que confiere sentido a las cosas—arguyó Ruiz-Sánchez—. La fe y la ciencia no se excluyen mutuamente, sino todo lo contrario. Pero si antepones los postulados de la ciencia y excluyes la fe, admitiendo sólo lo que está probado, no encuentras más que una serie de actos desprovistos de sentido. Para mí, la biología es un acto religioso, porque sé que todas las criaturas son obra de Dios y que cada nuevo planeta, con sus múltiples manifestaciones, es una afirmación del poder de Dios.

—Eres un hombre muy entregado —dijo Cleaver—. Pues bien, también yo, pero

sólo a mayor gloria del hombre. Así pienso yo.

Se dejó caer pesadamente en la hamaca. Transcurrido un intervalo razonable, Ruiz-Sánchez se levantó, y al hacerlo elevó la pierna del paciente, de la que por lo visto se había olvidado. Cleaver no se dio cuenta, señal evidente de que la inyección empezaba a surtir efecto.

—Conforme—sentenció Ruiz-Sánchez—, pero has dejado la frase a medias. El

resto dice: «...y a mayor gloria de Dios».

—No me sermonees, padre—se revolvió Cleaver. Pero en seguida añadió—: Perdona..., no he querido decir tal cosa. Es que para un físico este planeta resulta un verdadero infierno. Será mejor que me des esta aspirina. Tengo frió.

—Claro, Paul.

Ruiz-Sánchez retornó con paso vivo al laboratorio, preparó una masa de barbiturato-salicilato en uno de los soberbios morteros que poseían los litinos y la comprimió hasta formar varias tabletas (la húmeda atmósfera de Litina no permitía el acopio de pastillas por ser éstas excesivamente higroscópicas). Le hubiese gustado estampar en ellas la marca «Bayer,- antes de que se endurecieran, pues si para Cleaver la aspirina era un remedio contra todos los males, no tenia inconveniente en que siguiera pensando que las tabletas que iba a ingerir eran aspirinas.

Pero como era lógico, no disponía de la matriz necesaria para dicha operación.

Tomó dos tabletas y regresó junto a Cleaver con un vaso y una jarra de agua pasada por un filtro Berkefeld.

El corpulento hombretón estaba ya dormido, y Ruiz-Sánchez tuvo que desvelarlo a medias. Cleaver dormiría aún largo rato, y a cambio de aquel trato en apariencia brusco, despertaría muy avanzado en el camino de su recuperación. La verdad es que el paciente apenas se dio cuenta de que le hacían tragar las pastillas, y al poco volvía a respirar afanosa y entrecortadamente.

Acto seguido Ruiz-Sánchez volvió al salón, tomó asiento y empezó a inspeccionar el traje de explorador. No le costó mucho localizar el desgarro causado por la espina vegetal, y vio que podría remendarlo con facilidad. Mucho más difícil era, en cambio, remendar la idea que Cleaver tenía de que las defensas orgánicas de los terrestres les hacia invulnerables en Litina y que uno podía topar impunemente con una planta espinosa. Ruiz-Sánchez se preguntó si los dos restantes miembros del Grupo Explorador de Litina seguían compartiendo la idea.

Cleaver había dicho que el pinchazo se lo había ocasionado un «ananás». Cualquier biólogo hubiese podido indicarle que hasta en el planeta Tierra el ananás es una planta prolífica y dañina que sólo por afortunada y casual contingencia resulta comestible. Ruiz-Sánchez recordaba que en Hawai sólo era posible atravesar la fronda tropical calzando botas altas y vistiendo pantalones de burdo y resistente paño. Incluso en las plantaciones Dale, los ananás, indómitos y amazacotados, podían destrozarle a uno las piernas si no las llevaba bien protegidas.

El jesuita volvió el traje del revés. La cremallera que se le había atascado a Cleaver era de un material plástico cuyas moléculas llevaban incorporados radicales de varias sustancias terrestres antifungicidas, en especial la tiolutina, un veneno protoplásmico: Cierto que los hongos de Litina no hacían mella en esta protección; pero la compleja molécula del plástico en si, expuesta a la humedad y elevada temperatura que prevalecían en Litina, tendía a polimerizarse de forma más o menos espontánea. Éste era el caso. Uno de los dientes de la cremallera presentaba el aspecto de una roseta de maíz tostado.

Mientras Ruiz-Sánchez manipulaba en el traje empezó a oscurecer. Se oyó un chasquido y la estancia se iluminó con la pequeña y pálida llama surgida de unas oquedades en cada una de las paredes. La sustancia combustible era gas natural, del que Litina tenía un suministro inagotable y constantemente renovado. La llama se producía por absorción de un catalizador al fluir el gas de las conducciones. Si se deseaba una luz más intensa, se colocaba en la llama una camisa de calcio protegida por cristal refractario y que se graduaba mediante un tornillo. Sin embargo, el sacerdote prefería, como los propios litinos, la tenue luz amarilla y sólo utilizaba la de calcio en el laboratorio.

Con todo, los habitantes de la Tierra necesitaban de la electricidad para ciertos menesteres, lo cual les había obligado a proveerse de generadores. En electrostática los litinos estaban mucho más avanzados que los terrestres, pero en materia de electrodinámica sus conocimientos eran parcos. Habían descubierto el magnetismo sólo unos pocos años antes de la llegada de la misión exploradora, pues en el planeta no existían magnetos naturales. Experimentaron por vez primera el fenómeno no en el hierro, mineral del que apenas existían trazas, sino en el oxigeno liquido, sustancia evidentemente inadecuada para fabricar núcleos de dinamo.

Los resultados obtenidos a tenor de la técnica empleada por los litinos eran insólitos para un terrícola. Las reptiloides criaturas de tres metros y medio habían construido varios gigantescos generadores electrostáticos y veintenas de otros más pequeños, pero no tenían nada que se pareciera ni remotamente a nuestros teléfonos. Poseían notables conocimientos prácticos de electrólisis, pero consideraban un alarde técnico llevar la corriente eléctrica a larga distancia—digamos un kilómetro y pico—. Desconocían el motor eléctrico, pero efectuaban veloces vuelos intercontinentales en aviones de propulsión a chorro impulsados por electricidad estática. Cleaver había asegurado que comprendía perfectamente este fenómeno, pero Ruiz-Sánchez, por supuesto, no acertaba a explicárselo, y mucho menos después del rollo que Cleaver le largara sobre plasmas de electrones-iones calentados por inducción de corrientes de hiperfrecuencia.

Los litinos disponían de un fantástico sistema de comunicaciones por radio que, entre otras cosas, formaba una red de navegación «natural» que comprendía a la totalidad del planeta, con base en un árbol (tal vez el detalle que más evidenciaba el talento de los litinos para la paradoja), pese a lo cual no habían logrado fabricar un tubo de vacío de serie y su teoría atómica era poco más avanzada que la de Demócrito.

Cierto que estas paradojas se explicaban en parte por las carencias de Litina. Como toda masa sólida en rotación, Litina tenía su propio campo magnético. Sin embargo, es difícil que los habitantes de un planeta en el que no existe mineral de hierro descubran los postulados teóricos del magnetismo. La radiactividad superficial de aquel mundo les era por completo desconocida, por lo menos hasta la llegada de los terrestres, lo que explicaba la vaguedad y confusión de que adolecía la teoría atómica de los litinos. Como los griegos, habían descubierto que la fricción del vidrio con la seda produce una clase de energía o carga, al igual que ocurre con la seda y el ámbar. De aquí habían pasado a los generadores Van de Ciraaf, a la electroquímica y al chorro de electricidad estática. Pero al no disponer de metales idóneos les era imposible construir baterías de alta tensión o rebasar las bases de la electricidad dinámica.

En los terrenos en que habían contado con pistas suficientes realizaron grandes progresos. Así, a pesar de la constante nubosidad y la persistente llovizna, poseían unos conocimientos extraordinarios de astronomía descriptiva, gracias en especial a la afortunada circunstancia de poseer un pequeño satélite lunar que desde antiguo había atraído su atención hacia el espacio exterior. Ello, a su vez, había influido en la consecución de progresos determinantes en el campo de la óptica, convirtiéndoles en consumados y fantásticos manipuladores del vidrio. La química que practicaban obtenía el máximo provecho tanto del mar como de la floresta. El primero les proporcionaba productos tan vitales y diversos como el agar, yodo, sales, metales inferiores y alimentos de variado tipo. Del frondoso bosque obtenían los restantes productos que necesitaban: resinas, caucho, madera en toda la gama de durezas, aceites para condimento y derivados, «mantecas» vegetales, colorantes, drogas, corcho y papel. Sólo se abstenían de cazar animales terrestres, y a uno le costaba imaginar la causa. El jesuita lo atribuía a motivos de orden religioso. Sin embargo, los litinos no profesaban religión alguna y, por supuesto, consumían buena parte de las especies de la fauna marina sin escrúpulos de conciencia.

Ruiz-Sánchez lanzó un suspiro y abandonó el traje de explorador sobre las rodillas, pese a que todavía no había terminado de encajar el diente de la cremallera en forma de roseta. En el exterior, envuelta en la húmeda oscuridad, Litina bullía de vida. Era un zumbido estimulante, vital, de extrañas resonancias, que abarcaba casi todo el espectro auditivo de un terrestre, producido por las miríadas de insectos que poblaban el aire de Litina. Eran en su mayoría sonidos vibrantes y agudos, parecidos al gorjeo de algunos pájaros, y también ronroneos de ala y zurridos característicos de los insectos terrestres. En cierto modo era una suerte, ya que no había pájaros en Litina.

«¿Eran éstas las armonías del Edén antes de que el demonio hiciera su aparición en la Tierra?», se preguntó Ruiz-Sánchez. Desde luego, allá en su patria, en Perú, no se conocían sonidos tan melodiosos...

Escrúpulos de conciencia: eso era lo que en el fonda le preocupaba, más, mucho más que los laberintos taxonómicos de la biología ya bastante intrincados en la Tierra antes de que los vuelos espaciales contribuyeran con los dédalos de cada nuevo planeta, con los laberintos de cada nueva estrella. Que los litinos fueran bípedos evolucionados de los reptiles, con bolsas abdominales como los marsupiales y sistemas circulatorios pterópsidos, eran aspectos en extremo interesantes. Que tuvieran o no escrúpulos de conciencia, era una cuestión vital.

Un calendario atrajo su atención. Se trataba de uno de esos calendarios llamados «artísticos. que Cleaver había sacado de su equipaje cuando llegaron al planeta. En él aparecía una muchacha falsamente espontánea enmarcada por densas capas de refulgentes tonalidades anaranjadas. Era el 19 de abril del año 2045, es decir, casi Pascua de Resurrección, el más señalado recordatorio de que el cuerpo es una simple envoltura de la vida espiritual. Sin embargo para Ruiz-Sánchez era una fecha tan destacada como la propia Pascua, pues 2050 era Año Santo.

La Iglesia había retornado a la tradición—instituida oficial mente por Bonifacio VIII en el año 1300—de proclamar Año Santo cada cincuentenario. En el supuesto de que Ruiz-Sánchez no pudiera acudir a Roma el año próximo, en que se abría la Sacra Puerta, ya no tendría ocasión de presenciarlo en lo que le quedaba de vida.
«¡Apresúrate, apresúrate!» martilleaba en su cerebro algún demonio personal. O ¿era quizá la voz de su propia conciencia? ¿Tanto era el lastre de sus pecados—que él mismo ignoraba— como para compelerle a emprender el peregrinaje? Tal vez todo fuera una tentación sin importancia inducida por el pecado de la vanidad...


En cualquier caso no podía precipitar la misión que les había llevado allí. 1~1 y sus tres colegas se hallaban en el planeta para determinar si la Tierra podía utilizarlo como puerto de escala sin riesgo ni perjuicio para terrestres y litinos. Los tres miembros restantes del grupo explorador eran antes que nada científicos, como Ruiz-Sánchez. La diferencia estaba en que éste sabía que su recomendación final dependería en última instancia de su conciencia, no de la taxonomía. Y la conciencia, como el acto de creación, no puede ser espoleada ni programada.

Con semblante preocupado bajó la mirada hacia el todavía

~rrado traje de explorador, hasta que oyó quejarse a Clea~ Entonces 5e levantó

y abandonó la estancia al aulce siseo |~I s Ilamas en las paredes.

lunes, 1 de junio de 2015

Juan Ramón Biedma. Premio Hammett de novela 2008. El imán y la brújula.


Premio Hammett de novela 2008. El imán y la brújula.
Juan Ramón Biedma nace en Sevilla (España), estudia Derecho, y durante años combina su actividad en la gestión de emergencias con la de locutor de radio, guionista, crítico musical y cinematográfico, actualmente colabora en diversas publicaciones y páginas webs.

Su primera novela `El manuscrito de Dios` fue designada Mención Especial del Jurado en el II Premio de Novela de la Semana Negra de Gijón del 2004 y finalista del Premio Memorial Silverio Cañada, la obra ha sido reeditada continuamente desde su publicación. Con su segunda obra, `El espejo del monstruo`, inicia una serie de novelas por entregas protagonizadas por el abogado Set Santiago, que interrumpe para presentar `El imán y la brújula`, una intriga histórico-criminal ambientada en la España de 1926.

En la actualidad, finaliza la corrección de `El efecto Transilvania`, una novela de fantasía callejera para adultos mayores de 14 años.

***

Sevilla, Madrid, 1926. Un desertor de la guerra de Marruecos que sobrevive gracias al pequeño contrabando es contratado para encontrar dos películas perversas rodadas catorce años atrás por los extraños miembros de un grupo que pretendió liberarse de la necesidad de Dios siguiendo los postulados del Marqués de Sade. En el descenso que supondrá esta búsqueda el protagonista se enfrentara a los estamentos más abyectos de un mundo sumergido, a los intereses de los militares coloniales y a los de la misma casa del rey.

En su búsqueda Éctor recibe la ayuda de Piancastelli, un individuo enigmático capaz de extraños prodigios, así como de Séptima, sobrina de uno de los miembros del grupo de realizadores de las películas. El recorrido que se hace por el Madrid de los años veinte, mientras se reconstruye la vida de cada integrante del grupo, contribuye a mostrar el cambio de época que está experimentando el país y enfrentarse a los bandos que han terminado por hacer de las películas una cuestión de estado.

En paralelo vemos a Jacinto Ortega, un aparente monstruo que se dedica a degollar niños para extraer su sangre. Cuando nos enteramos de que su hijo padece tuberculosis y que se ha descartado la posibilidad de curarle por medios convencionales, entendemos que casi nada es lo que inicialmente parece.

Galardonada con el premio Novelpol a la mejor novela policíaca del año 2007 y finalista del premio Hammett de la Semana Negra, Biedma nos habla de temas tan actuales, duros y controvertidos como las snuff movies, las sectas religiosas, la corrupción de menores, los asesinos en serie, la masoneria, el fascismo y el colonialismo.

«Biedma se ha convertido en un artista de una nueva novela negra, esperpéntica, que podría calificarse de nieta de Valle Inclán.» Paco Ignacio Taibo II

*David G. Panadero


(Fragmento. Novela). El imán y la brújula.
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JACINTO ORTEGA Y JACINTO ORTEGA



El cuerpo de la niña se desmorona cuando el hombre abre la mano izquierda y deja que dibuje en el suelo un lento garabato. La derecha sostiene el recipiente de barro que con-tiene la sangre que ha brotado al cortarle el cuello. Después toma la jarra de loza decorada con una ballena que él mismo ha pintado y la llena hasta el borde del líquido caliente.
Todavía siente en los dedos, ásperos de tanto tiempo en contacto con sal marina, la piel de crema de la peque-ña de no más de ocho años, el cabello suave que casi se deshacía mientras lo sujetaba, los estertores de monigote de una de esas nuevas películas de dibujos animados, pero proyectada con un dispositivo defectuoso.
Para no mirar la agonía de la niña a sus pies, intenta fi-jar la mirada en el calendario de la pared, que le sirve para recordar que se encuentra en la cochera anexa a su casa, que el 23 de noviembre de 1926 aún no ha terminado.

Adelgazar sin drogas:
por la simple evaporación de un líquido resolutivo.
Desafío, a cualquiera, que pruebe que mi Agua Reductora no hace adelgazar
en ocho días y desaparecer definitivamente los mofletes,
la doble barba y, en general, toda grasa superfina.

La leyenda del almanaque publicitario va acompañada de una ilustración donde un individuo gordo y feliz se columpia en una balanza gigante. Su hijo siempre se ríe al ver el dibujo.
Aparta con el pie la navaja que dejó precipitadamente en el suelo para coger la vasija y no perder ni una sola go-ta de sangre, con cuidado de no mellar la herramienta, consciente de que ésta es la primera de otras muchas veces en las que tendrá que usarla para el mismo fin, y deja el recipiente en un rincón; ya lo limpiará todo después, aho-ra no puede perder más tiempo.
También tendrá que enterrar el pequeño cadáver. La garganta se le contrae en un nudo que no deja pasar ni el aire cuando repara en que tendrá que sepultarlo tan cerca de la esquina como pueda para dejar sitio a los muchos que lo seguirán.
Cuando empieza a caminar, despacio para no derramar nada, casi se sorprende de volver a respirar. Deja abierta la puerta que comunica el garaje con el salón, el niño nunca entra allí sin permiso y en la casa no vive nadie más; cru-za la penumbra de la estancia y sube la escalera que le lle-va frente al dormitorio.
Su hijo, pálido y adormilado, sonríe cuando lo ve llegar.

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