Tango satánico (1985), la primera novela de László Krasznahorkai, es una obra de culto que condensa la desesperanza postcomunista de Hungría en una estructura narrativa laberíntica, casi ritual. Su estilo es denso, hipnótico, filosófico: cada capítulo es un párrafo sin saltos de línea, como una letanía que arrastra al lector por un paisaje moral en ruinas.
Retrato literario de Tango satánico
Escenario: Un pueblo húngaro desolado, donde llueve sin cesar, las casas se desmoronan y los habitantes viven en un estado de podredumbre física y espiritual.
Personajes: Irimiás, el falso profeta que regresa como salvador, pero en realidad es un estafador y espía. Los aldeanos, desesperados, lo siguen en una danza hacia la perdición.
Estructura: La novela está dividida en dos partes de seis capítulos cada una, dispuestas como un tango: primero del 1 al 6, luego del 6 al 1. Esta simetría crea un efecto de ciclo vicioso, de eterno retorno.
Estilo: Prosa torrencial, sin pausas, que exige una lectura activa. Krasznahorkai impide la inmersión pasiva: el lector debe luchar por cada significado, como si descifrara un texto sagrado o maldito.
Temas: Manipulación, esperanza traicionada, poder de la palabra, abismo moral, inhumanidad. El tango satánico es la celebración de una liberación falsa, una danza hacia el vacío.
En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick.
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I
LA NOTICIA DE QUE LLEGAN
Una mañana de finales de octubre, poco antes de que las primeras gotas de un otoño largo e implacable cayeran sobre la tierra reseca y agrietada en la zona occidental de la explotación (para que luego un mar de barro hediondo volviera impracticables los caminos e inalcanzable la ciudad hasta la aparición de las primeras heladas), Futaki se despertó al oír unas campanadas. A unos cuatro kilómetros en dirección suroeste, en lo que fueron los antiguos terrenos de los Hochmeiss, se alzaba una ermita solitaria, pero ahí no quedaba campana alguna, es más, la torre se había derrumbado en la época de la guerra; y la ciudad se hallaba demasiado lejos para que de allí llegara sonido alguno. Además, esos sones triunfales, entre retumbantes y tintineantes, no semejaban los de una remota campana, sino que parecían venir de cerca («como si fuese del lado del molino…»), traídos por el viento. Futaki se acodó sobre la almohada para mirar por el ventanuco de la cocina, pero la explotación, sumida en los colores azulados del alba y en el ya menguante repiqueteo, permanecía en silencio e inmóvil al otro lado del cristal medio empañado: en aquellas casas alejadas la una de la otra, sólo la ventana del doctor velada por una cortina filtraba cierta luz, pues se daba la circunstancia de que su habitante llevaba años sin poder dormirse a oscuras. Contuvo la respiración para no perderse ni uno de aquellos toques que iban y venían como una marea, pues quería averiguar su procedencia («Seguro que estás dormido todavía, Futaki…») y para ello necesitaba cada sonido por muy tenue que fuese. Con sus ya legendarios pasos de suavidad felina, se acercó renqueando por el gélido suelo de mosaico de la cocina a la ventana («¿No hay nadie despierto? ¿Nadie lo oye? ¿Nadie salvo yo?)», la abrió y se asomó. Lo asaltó un aire húmedo y acre, y hasta tuvo que cerrar los ojos un instante; en medio del silencio intensificado por el canto de un gallo, por lejanos ladridos y por el aullido de un viento cortante y feroz que acababa de levantarse aguzó el oído, mas fue en vano, pues no oyó nada excepto los latidos opacos de su corazón, como si todo no hubiera sido más que el juego fantasmagórico de su duermevela, como si («… alguien hubiera querido asustarme»). Contempló con tristeza aquel cielo que no auguraba nada bueno, los restos abrasados del verano recorrido por bandadas de langostas, y de pronto vio desfilar en una misma rama de acacia la primavera, el verano, el otoño y el invierno, como si percibiera la totalidad del tiempo que jugueteaba en la esfera inmóvil de la eternidad mostrando una infernal línea recta, la cual daba la impresión de atravesar el paisaje escabroso del caos y, al crear así la altura, alimentaba a la vez la ilusión de que el vértigo era algo necesario… Y se vio a sí mismo en una cruz de madera formada por la cuna y el ataúd, se vio allí agitándose, atormentado hasta que finalmente una sentencia árida—que no conocía distintivos ni distinciones y sonaba como un chasquido—lo entregaba desnudo a los lavadores de cadáveres, a las risotadas de despellejadores afanados, en un lugar donde comprobaría sin piedad, fríamente, la verdadera medida de las cosas humanas, donde constataría que ni un solo sendero lo conducía de regreso, pues para entonces se habría enterado ya, además, de que había ido a parar a una partida cuyo resultado estaba decidido de antemano y en la que los tahúres lo despojarían incluso de la última arma que poseía: la esperanza de poder retornar algún día a casa. Volvió la cabeza hacia un lado, hacia los edificios situados en la zona oriental de la explotación, antaño abarrotados y ruidosos, ahora abandonados y amenazados de ruina, y observó con pesadumbre cómo los primeros rayos de un sol rojo e hinchado se abrían paso por la armadura del tejado de una casa rural ruinosa que se había quedado pelada, sin la cubierta. «Al final tendré que tomar una decisión. Aquí no puedo quedarme». Volvió a meterse bajo el edredón, apoyó la cabeza en el brazo, pero no consiguió cerrar los ojos: lo atemorizaban esas campanadas fantasmagóricas y más aún el repentino silencio, la mudez amenazante, pues le dio la sensación de que a partir de ese momento podría ocurrir cualquier cosa. Sin embargo, nada se movió; él, tumbado en el lecho, tampoco; hasta que de repente se inició un nervioso diálogo entre los objetos que habían permanecido callados (crujió el aparador, sonó una cacerola, se acomodó un plato de porcelana) y él se dio la vuelta, dio la espalda al sudor que emanaba la señora Schmidt, tanteó con una mano en busca del vaso de agua puesto al lado de la cama y se lo bebió de un trago. El gesto lo liberó de aquel miedo infantil; suspiró, se enjugó la frente y, como sabía que Schmidt y Kráner en esos momentos empezaban a reunir el ganado para llevarlo desde el Secadal a los establos situados al norte de la explotación donde por fin recibirían el dinero que les correspondía por los ocho duros meses de trabajo y que tardarían por tanto unas cuantas horas en llegar andando a casa, decidió intentar dormir un rato más. Cerró los ojos, se dio la vuelta, abrazó a la mujer y a punto estaba de dormirse cuando volvió a oír las campanas. «¡Por el amor de Dios!». Apartó el edredón, se incorporó, pero en el instante mismo en que sus pies descalzos y juanetudos tocaron el suelo de mosaico de la cocina el sonido se interrumpió de improviso, como si («alguien hubiera dado una señal»)… Encorvado, sentado en el borde de la cama, con las manos cruzadas sobre el regazo, posó la vista en el vaso de agua; tenía la garganta seca, le dolía la pierna derecha, y no se atrevía a volver a acostarse ni a levantarse. «Mañana como muy tarde me voy de aquí». Recorrió con la mirada los objetos todavía hasta cierto punto utilizables de la desolada cocina, vio la manteca rancia y seca, el fogón mugriento por los restos de comida, el cesto sin asas debajo, posó la vista en la mesa de patas enclenques y en la estampa cubierta de polvo colgada en la pared, hasta llegar a las ollas y sartenes amontonadas sin orden ni concierto en un rincón junto a la puerta; se volvió luego hacia la ventana ya clara, divisó las ramas peladas de la acacia, el tejado hundido y la chimenea inclinada de la casa de los Halics, reparó en el humo que salía y dijo: «¡Cogeré lo que me corresponde y esta misma noche!… Mañana como muy tarde. Sí, mañana a primera hora». «Ay, Dios mío», se despertó a su lado, sobresaltada, la señora Schmidt; aterrada, paseó la vista por la penumbra, su pecho subía y bajaba agitado, pero luego, al comprobar que todo le devolvía la mirada y le resultaba familiar, suspiró con alivio y volvió a recostar la cabeza en la almohada. «¿Qué pasa? ¿Una pesadilla?», preguntó Futaki. La señora Schmidt clavaba en el techo la vista, todavía con expresión de susto: «¡Por el amor de Dios! ¡Y tanto!—suspiró de nuevo y puso la mano sobre el corazón—. Pues sí… Imagínate… Estaba sentada en la habitación y… de pronto alguien llamaba a la ventana. Sin atreverme a abrirla, me acercaba y espiaba a través del cristal. Solamente le veía la espalda, porque ya estaba tironeando del picaporte… Y luego la boca, pues lo veía gritar, pero no entendía qué… Tenía barba de dos días y sus ojos parecían de vidrio… Terrorífico… Luego recordaba que por la noche sólo le había dado una vuelta a la llave, pero sabía que cuando yo llegara allí ya sería demasiado tarde… Cerraba rápidamente la puerta de la cocina, pero entonces me daba cuenta de que no tenía la llave… Quería gritar, pero no podía, las palabras se me quedaban atascadas en la garganta. Después…, no recuerdo ni por qué ni para qué…, de repente aparecía la señora Halics mirando por la ventana, sonriendo… ¿Sabes cómo es cuando sonríe?… Da igual, ella miraba hacia la cocina… Pero luego, no sé cómo, desaparecía… A todo esto, el otro pateaba la puerta, yo sabía que bastaba un minuto más para que la tirara abajo, entonces me acordaba del cuchillo de cortar el pan e iba corriendo hasta el aparador, pero el cajón estaba encallado, y yo tiraba de él… Creía que iba a morirme ahí mismo de miedo… Y entonces oía que la puerta cedía con estruendo y que alguien venía por el pasillo… Y yo sin poder abrir el cajón… El otro estaba ya en la cocina… Por fin conseguía abrir el cajón, cogía el cuchillo, el otro se me acercaba agitando los brazos… Y no sé… De repente estaba tumbado en el rincón, debajo de la ventana… Sí, con un montón de cacerolas rojas y azules alrededor, pues todas habían volado por la cocina… Y entonces notaba que el suelo se movía bajo mis pies e, imagínate, la cocina se ponía en marcha igual que un coche… Ahora no recuerdo qué sucedía…», concluyó, y soltó una risa de alivio. «¡Vaya panorama!—dijo Futaki, meneando la cabeza—. Y yo, imagínate, me despierto con el sonido de unas campanas…». «¿¡Qué dices!?—lo miró asombrada la mujer—. ¿Campanas? ¿Dónde?». «Yo qué sé. Para colmo han sonado dos veces, una tras otra…». La señora Schmidt también meneó la cabeza: «Al final me volveré loca». «A lo mejor sólo lo he soñado—farfulló inquieto Futaki—. Pero, ojo, hoy seguro que ocurrirá algo…». La mujer, enfadada, le dio la espalda: «Siempre dices lo mismo, a ver si lo dejas de una vez, de verdad». En eso, oyeron de pronto que el portón de atrás chirriaba. Se miraron asustados. «¡Es él, fijo que es él!—susurró la señora Schmidt—. Lo percibo». Futaki se incorporó, nervioso: «Pero… ¡eso es imposible! No pueden haber vuelto aún». «Yo qué sé… Vete, ¡vete ya!». Futaki se levantó de la cama de un salto, cogió su ropa, entornó rápidamente la puerta que daba a la habitación y se vistió. «El bastón. He dejado fuera mi bastón». Los Schmidt no utilizaban esa habitación desde la primavera. Al principio el moho cubrió las paredes, la ropa, las toallas y las sábanas se enmohecieron en el armario viejo y desgastado, pero hasta entonces siempre limpio como una patena; al cabo de unas semanas se oxidaron los cubiertos guardados para las ocasiones solemnes, se estropearon las patas de la mesa grande vestida con un mantel de encajes, y más adelante, cuando las cortinas se tornaron amarillas y dejó de funcionar la luz eléctrica, se trasladaron definitivamente a la cocina y dejaron la habitación en poder de los ratones y de las arañas, cuyo avance no podían frenar. Futaki se apoyó en la jamba de la puerta, pensando en cómo salir sin ser visto; la situación parecía desesperada, ya que para escabullirse debía hacerlo necesariamente a través de la cocina, y se sentía demasiado viejo para escapar por la ventana, aparte de que la señora Kráner o la señora Halics sin duda lo verían, ya que estaban siempre escrutando lo que ocurría allá fuera. Para colmo, si Schmidt descubría su bastón, llegaría a la conclusión de que se encontraba en la casa, lo cual podía acarrear como consecuencia que no recibiera el dinero que le correspondía, pues sabía que Schmidt no estaba para bromas en estos casos, y entonces él tendría que marcharse tal como había llegado hacía siete años—poco después de la campaña de propaganda, el segundo mes tras la inauguración—, con un pantalón astroso, una chaqueta desteñida, los bolsillos vacíos y, para colmo, hambriento. La señora Schmidt salió corriendo al pasillo, mientras él apoyaba la oreja en la puerta. «¡Y nada de quejas, cariño!—oyó decir con voz ronca a Schmidt—. Harás lo que yo te diga. ¿Está claro?». A Futaki le dio un sofoco. «Mi dinero». Sentía que le habían tendido una trampa. Sin embargo, no había tiempo para pensar, de manera que decidió escapar por la ventana, porque «tengo que actuar ahora mismo». Estaba a punto de abrirla cuando oyó a Schmidt recorrer el pasillo. «¡Éste se va a mear!». Volvió, pues, de puntillas a la puerta, contuvo la respiración y aguzó el oído. Cuando la puerta que daba al patio trasero se cerró tras Schmidt, se dirigió con cautela a la cocina, miró de arriba abajo a la señora Schmidt que, nerviosa, agitaba los brazos, enfiló sin decir palabra hacia la salida, abandonó la casa y tras asegurarse de que su amigo había salido del retrete, llamó a la puerta con insistencia, como quien acaba de llegar. «¿Qué pasa? ¿No hay nadie en casa? ¡Schmidt, amigo!—gritó con voz estridente, y cuando Schmidt salió de la cocina con el objeto de escurrirse por la puerta de atrás, él enseguida le cerró el paso—. ¡Vaya, vaya!—empezó con tono de burla—. ¿Por qué tanta prisa, amigo?—Schmidt no era capaz ni de abrir la boca—. ¡Pues ya te lo diré yo! ¡Ya te ayudaré yo, te ayudaré, seguro!—continuó con expresión sombría—. ¡Porque querías largarte con el dinero! ¿No es así? ¿Lo he adivinado?—Luego, al ver que Schmidt pestañeaba sin decir nada, meneó la cabeza—: Vaya, amigo, esto no me lo habría imaginado». Regresaron a la cocina y se sentaron a la mesa, el uno frente al otro. La señora Schmidt, tensa, trajinaba junto al fogón. «Escúchame, amigo…—empezó farfullando Schmidt—, ahora mismo te lo explico…». Futaki hizo un ademán de desprecio: «No hace falta. Lo entiendo de todos modos. Dime, ¿Kráner está en el ajo?». Schmidt asintió de mala gana: «A medias». «¡Caramba!—se indignó Futaki—. Queríais estafarme. —Agachó la cabeza. Se quedó pensando—. ¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer?», preguntó luego. Schmidt abrió los brazos, irritado: «¿Pues qué crees? Tú también estás implicado, amigo». «¿Qué quieres decir?», inquirió Futaki, quien entretanto iba haciendo cuentas mentalmente. «Que lo dividimos todo por tres—respondió sin ningún entusiasmo Schmidt—. Pero, ojo, no te vayas de la lengua». «Pierde cuidado». La señora Schmidt, que seguía junto al fogón, soltó un suspiro: «Os habéis vuelto locos. ¿Creéis que podréis salir indemnes de esto?». Schmidt, como si no la hubiera escuchado, clavó los ojos en el rostro de Futaki: «A ver… No me digas que no hemos aclarado el asunto. Pero quiero decirte algo más, amigo. ¡No me lleves a la ruina!». «Nos hemos puesto de acuerdo, ¿no?». «Claro, sin la menor duda—continuó Schmidt, mientras su voz se volvía quejumbrosa—. Yo sólo te pido que…, que me prestes tu parte por un breve tiempo. ¡Sólo por un año! Hasta que podamos instalarnos en algún sitio…». Futaki se enfureció: «¿Y qué más, amigo? ¿Que te lama el culo?». Schmidt se inclinó hacia adelante, aferrando la mesa con la mano izquierda: «No te lo pediría si tú mismo no hubieras dicho el otro día que de aquí ya no te ibas a ninguna parte. ¿Para qué quieres entonces el dinero? Sólo por un año… ¡Por un año!… Nosotros lo necesitamos, entiéndeme, lo necesitamos. Con estos veinte mil pavos que tenemos no puedo ir a ningún sitio, no me da ni para una granja. ¡Venga, dame al menos diez!». «Ése, la verdad, no es mi problema—respondió Futaki irritado—. Meimportaun carajo. ¡Yo tampoco quiero palmarla aquí!». Schmidt negó con la cabeza enfadado, estaba a punto de echarse a llorar de rabia, y luego comenzó de nuevo, de forma obstinada y cada vez más impotente, acodado en la mesa que se balanceaba a cada uno de sus movimientos como si también lo apoyara en su esfuerzo por «ablandarle por fin el corazón» al amigo, por que éste cediera a sus ruegos, y Futaki estaba en un tris de rendirse cuando su mirada empezó a vagar, se quedó clavada en los millones de motas de polvo que vibraban en el rayo de luz que entraba por la ventana, y aspiró el olor viciado de la cocina. De repente percibió un regusto amargo en la lengua y lo interpretó como una señal de la muerte. Desde que se desmanteló la explotación, desde que la gente se dispersó a la misma velocidad y con el mismo ímpetu con que en su día se presentó, y él se quedó allí varado—igual que algunas familias, el médico y el director de la escuela, quienes tampoco tenían a donde ir—, examinaba todos los días el sabor de las comidas, pues consideraba que lo primero que hacía la muerte era instalarse en las sopas, en las carnes, en las paredes; muchas vueltas les daba a los bocados entre la lengua y el paladar antes de tragarlos, sorbía poco a poco el agua o el escaso vino que a veces le llegaba, y en ocasiones sentía un deseo irrefrenable de arrancarle un trozo al salitroso revoque en la sala de bombas de la nave de maquinaria, donde vivía, y probarlo para reconocer por ciertas irregularidades en el orden de los aromas y sabores la Señal, confiado en que la muerte fuera algo así como una advertencia y no lo desesperantemente definitivo. «No lo pido como un regalo—continuó un tanto apagado Schmidt—, lo pido prestado. ¿Entiendes, amigo? Prestado. Dentro de un año exactamente te devolveré hasta el último céntimo». Estaban sentados a la mesa, desanimados, a Schmidt le ardían los ojos por el cansancio, mientras Futaki clavaba la mirada en el misterioso dibujo del suelo de mosaico para que no se le notara su miedo, el cual, además, le resultaba inexplicable. «Dime, ¿cuántas veces fui en soliario al Secadal en medio de la canícula, cuando no se atrevía uno a respirar siquiera por temor a arder por dentro? ¿Quién conseguía la leña? ¿Quién construyó el aprisco? ¡Me esforcé tanto como tú o Kráner o Halics! Y ahora me pides, amigo, que te preste dinero. ¿Y cuándo te volveré a ver, eh?». «Así que no te fías de mí», dijo Schmidt, ofendido. «¡Pues no!—soltó Futaki—. Te alías con Kráner, os proponéis fugaros antes del alba con todo el dinero, ¿y luego he de fiarme de ti? ¿Por quién me tomas? ¿Por un idiota?». Permanecían sentados, en silencio. La mujer trajinaba con la vajilla delante del fogón; Schmidt parecía desilusionado; él, en cambio, se lió un cigarrillo con mano temblorosa, se levantó, se dirigió renqueando hasta la ventana y, aferrando con la mano izquierda el bastón, observó la lluvia que caía en oleadas sobre los tejados, los árboles que se inclinaban obedeciendo al viento, los amenazantes arcos que dibujaban las ramas peladas; pensó en las raíces, en el lodo vivificante luego convertido en tierra y en el silencio, en esa plenitud insonora que tanto lo estremecía. «A ver…—dijo con voz insegura—. ¿Para qué habéis vuelto si…?». «¡Para qué, para qué!—gruñó Schmidt—. Porque lo pensamos por el camino, mientras regresábamos a casa. Y cuando lo decidimos ya estábamos aquí, delante de la explotación… Y, además, la mujer… ¿La iba a dejar aquí?». Futaki asintió con la cabeza. «¿Y qué pasa con Kráner?—preguntó—. ¿Cómo habéis quedado?». «Ellos también están en casa, alicaídos. Quieren ir al norte, la señora Kráner se ha enterado de que hay allí un aserradero desmantelado o algo por el estilo. Nos encontraremos junto a la cruz después del anochecer, eso acordamos al despedirnos». Futaki suspiró: «El día es largo. ¿Qué harán los demás? ¿Halics, el director…?». Schmidt, desanimado, se frotaba los dedos. «¿Yo qué sé? Supongo que Halics, claro, se pasará el día durmiendo, porque ayer hubo juerga en casa de los Horgos. Y en cuanto al director, ¡que se vaya al carajo! Si tenemos algún problema por su culpa, lo mando a criar malvas con su estúpida madre, así que tranquilo, amigo, tranquilo». Decidieron esperar la noche en la cocina. Futaki acercó la silla a la ventana para vigilar las casas de enfrente; a Schmidt lo venció el sueño, comenzó a roncar con la cabeza apoyada sobre la mesa, mientras su mujer sacaba un baúl con chapas de metal de detrás del aparador, le quitaba el polvo, lo limpiaba también por dentro y en silencio se ponía a llenarlo con sus pertenencias. «Llueve», dijo Futaki. «Ya lo oigo», respondió la mujer. La tenue luz del sol apenas atravesaba el remolino de nubes que se dirigía hacia el este; una penumbra casi crepuscular inundó la cocina, no podía saberse a ciencia cierta si las manchas que se dibujaban y vibraban sobre la pared eran tan sólo sombras o los signos de mal agüero de la desesperación latente tras la esperanza que abrigaban sus pensamientos. «Me iré al sur—anunció Futaki contemplando la lluvia—. Allí el invierno es más corto. Alquilaré una granja cerca de alguna ciudad próspera y pasaré el día con los pies en una palangana con agua caliente…». Las gotas de lluvia bajaban suavemente por un reguero que se había formado por dentro en la ventana, desde un resquicio de un dedo de ancho arriba hasta la esquina donde se tocaban la jamba y el alféizar; el hilo de agua iba llenando poco a poco hasta las grietas más pequeñas y se abría paso hacia el alféizar, donde volvía a convertirse en gotas y caía sobre el regazo de Futaki, quien entretanto, sin percatarse de ello, pues resultaba difícil volver así sin más de los parajes por los que divagaba, se había meado encima en silencio. «O me conseguiré un empleo de vigilante en una fábrica de chocolate… O quizá de bedel en un colegio de chicas… E intentaré olvidarlo todo, sólo una palangana con agua caliente por las noches, y no hacer nada, nada de nada, únicamente mirar cómo va pasando esta puñetera vida…». La lluvia que hasta entonces había caído quedamente comenzó a descargar de pronto con fuerza, inundó la tierra ya de por sí asfixiada como si se hubiera desbordado el río, abrió canales estrechos y serpenteantes hacia los terrenos situados más abajo, y si bien Futaki no veía ya nada a través de la ventana, no se dio la vuelta, sino que siguió contemplando el marco carcomido, el yeso descascarillado, y de repente vio aparecer una forma desdibujada en el vidrio; poco a poco se configuró un rostro humano, que al principio no supo identificar, hasta que se perfilaron unos ojos de expresión asustada; y entonces reconoció su «propia mirada desgastada», la reconoció asombrado y dolorido, pues le dio la sensación de que el tiempo acabaría erosionando sus rasgos igual que éstos se veían ahora desvaídos en el vidrio; una gran, una extraña pobreza se reflejaba en esesa imagen que lo irradiaba, capas de vergüenza, de orgullo, de miedo que se iban superponiendo. De pronto volvió a sentir un regusto amargo en la boca, recordó las campanadas del amanecer, el vaso, la cama, esa cama de madera de acacia, el suelo de mosaico frío de la cocina, y sus labios dibujaron un mohín de amargura: «¡Una palangana con agua caliente!… ¡Qué diablos!… Si todos los días pongo a enjuagar los pies…—Detrás de él, un sollozo contenido le llegó a los oídos—. ¿Y a ti qué te ha dado?—La señora Schmidt, sin embargo, no respondió, se volvió avergonzada, el llanto le sacudía los hombros—. ¿Me oyes? ¿Qué te pasa?—La mujer lo miró, pero luego, como quien no le ve ningún sentido a hablar, se sentó sin decir palabra en el taburete junto al fogón y se sonó la nariz—. ¿Y ahora por qué callas?—insistió Futaki—. ¿Qué mosca te ha picado?». «¿Adónde vamos a ir?—estalló ella desesperada—. ¡En la primera ciudad nos pillará la policía! ¿No lo entiendes? ¡Ni siquiera nos preguntarán el nombre!». «Pero ¿qué tonterías dices?—la acalló Futaki, enfurecido—. Te sale el dinero por los bolsillos y tú…». «Pues de eso mismo estoy hablando—lo interrumpió la mujer—. ¡Del dinero! ¡A ver si a ti te queda un poco de cerebro! Largarse… Arrastrando ese maldito baúl… Como una panda de mendigos…». Futaki la reprendió enfadado: «Ya basta. Tú no te metas en esto. No te incumbe en absoluto. Lo que te toca es callar». La señora Schmidt estalló: «¿Qué dices? ¿Qué me toca?». «No he dicho nada—respondió Futaki en voz baja—. Y habla más bajo, que si no se va a despertar». Las horas transcurrían lentamente; por fortuna para ellos, el despertador llevaba tiempo sin funcionar y, por tanto, su tictac no les indicaba su paso; aun así, la mujer miraba las agujas inmóviles mientras removía la carne con salsa de páprika que se iba cocinando a fuego lento. Luego se sentaron con mirada apática ante los platos humeantes, a pesar de la continua presión de la señora Schmidt («¿A qué esperáis? ¿Vais a comer por la noche, calados hasta los huesos?»), no probaron bocado. No encendieron la luz, y eso que en la torturante espera comenzaron a desdibujarse los objetos que tenían delante, los santos cobraron vida en las paredes, a veces hasta daba la impresión de que alguien yacía en la cama, y para librarse de esas visiones de vez en cuando se miraban de reojo, si bien la expresión de los tres sólo reflejaba impotencia; sabían que no podían ponerse en marcha antes de caer la noche (pues estaban seguros de que o la señora Halics o el director estaban sentados detrás de la ventana observando el camino que conducía al Secadal, preguntándose cada vez más angustiados por qué tardaban Schmidt y Kráner casi medio día en llegar), pero ora Schmidt, ora la mujer no podían evitar levantarse dispuestos a partir en medio del crepúsculo prescindiendo de toda cautela. «Ahora van al cine—señaló Futaki en voz baja—. La señora Halics, la señora Kráner, el director de la escuela y Halics». «¿La señora Kráner? ¿Dónde?—preguntó sobresaltado Schmidt». Y se acercó a toda prisa a la ventana. «Tiene razón. Toda la razón del mundo», apuntó la señora Schmidt. «Tú calla», le gruñó su esposo. «No te precipites, amigo—lo calmó Futaki—. Esa mujer tiene cerebro. Hay que esperar a que oscurezca, ¿no? Y de este modo no levantaremos sospechas, ¿no es así?». Schmidt, refunfuñando, volvió a sentarse a la mesa y enterró la cabeza entre las manos. Futaki, desanimado, soplaba el humo junto a la ventana. La señora Schmidt sacó una cuerda del fondo del aparador y, como los cierres del baúl estaban oxidados y sus intentos de encajarlos habían resultado inútiles, ató éste firmemente, lo puso cerca de la puerta, se sentó al lado de su marido y juntó las manos. «¿Qué estamos esperando?—preguntó Futaki—. ¡Repartámonos el dinero!—Schmidt miró a la mujer—. ¿No tienes tiempo, amigo?—Futaki se incorporó y también se sentó a la mesa. Estiró las piernas, se rascó el mentón cubierto de cañones y clavó la vista en Schmidt—: Vamos, repartámoslo». Schmidt se frotó la sien: «Cuando llegue el momento lo recibirás, no te preocupes». «¿A qué esperas, amigo?». «Pero ¿por qué insistes tanto? Esperemos a que Kráner nos dé la otra parte». Futaki sonrió: «La cosa es muy sencilla. Repartimos lo que tengas. Luego, allá junto a la cruz, haremos lo mismo con el resto del dinero que nos corresponde». «Vale—dijo Schmidt—. Trae la linterna». «Ya lo hago yo—se levantó nerviosa la mujer. Y Schmidt extrajo del bolsillo interior de su gabardina un sobre lleno, mojado, atado con un cordel—. Espera—continuó la señora Schmidt, y limpió el mantel con un trapo—. Ahora…». Schmidt puso un papel arrugado ante las narices de Futaki («El documento—aclaró—, para que no creas que te quiero estafar»), quien le echó un rápido vistazo ladeando la cabeza y sentenció: «Vale, contemos». Puso la linterna en manos de la mujer y con mirada resplandeciente siguió el camino de cada billete, desde que salía de entre los dedos aporretados de Schmidt hasta que iba a parar a un montón creciente en el otro extremo de la mesa; poco a poco fue comprendiendo, se le esfumó la rabia que acumulaba, porque «realmente no es de extrañar que uno se confunda a la vista de tanto dinero y lo arriesgue todo por conseguirlo». Se le encogió el estómago, la boca se le llenó de pronto de saliva, el corazón le latió en la garganta, y mientras menguaba el fajo de dinero manchado de sudor por las manos de Schmidt y crecía el montón en el otro extremo de la mesa, lo cegó la luz temblorosa y saltarina de la linterna, como si la señora Schmidt le apuntara deliberadamente a los ojos, se mareó y a punto estuvo de desmayarse, volvió en sí al oír la voz ronca de Schmidt: «Es exactamente eso». Y cuando él llegó justo a la mitad, alguien apostado debajo de la ventana gritó: «¿Está usted en casa, señora Schmidt, querida?». Schmidt le arrancó la linterna a la mujer, la apagó, señaló la mesa y le susurró: «¡Escóndelo, rápido!». En un visto y no visto, la señora Schmidt recogió el dinero, lo ocultó en el sujetador y luego, formando las sílabas casi sin voz, susurró: «¡La se-ño-ra Ha-lics!». Futaki se puso de un salto entre el fogón y el aparador, con la espalda contra la pared, y en la oscuridad sólo se veían dos puntos luminosos fosforescentes, como si un gato estuviera allí agazapado. «Sal y mándala a la mierda», farfulló Schmidt, acompañó hasta la puerta a su mujer, que se detuvo un instante en el umbral, suspiró, luego salió al pasillo y se aclaró la garganta. «¡Ya voy!». «Si no ha visto la luz, nada se habrá perdido», susurró Schmidt a Futaki, aunque no creía realmente en ello, y cuando se escondió tras la puerta, se apoderó de él tal nerviosismo que apenas pudo quedarse en su sitio. «Si esa mujer se atreve a poner el pie aquí dentro, la estrangulo», pensó con determinación, y tragó saliva. Percibía que la sangre le latía ferozmente en el cuello, que la cabeza estaba a punto de estallarle: intentó orientarse en la oscuridad, pero al percatarse de que Futaki se apartaba de la pared, buscaba su bastón y se sentaba con estruendo a la mesa, creyó hallarse ante una visión de horror. «¿Qué diablos estás haciendo?», preguntó en un susurro, y comenzó a gesticular como un loco para que guardara silencio. Futaki, sin embargo, no se inmutó. Encendió un cigarrillo, levantó la cerilla encendida e indicó a Schmidt que se serenara, que se sentara él también. «¡Apágala, imbécil!», ordenó éste furioso desde detrás de la puerta, sin moverse, consciente de que el más mínimo ruido los delataría. Futaki, en cambio, permanecía sentado a la mesa con toda calma, soplando el humo y reflexionando. «Vaya estupidez es todo esto—pensó con tristeza—. Con lo viejo que es uno…, meterse en… semejante locura…». Cerró los ojos y vio ante sí la carretera desierta, se vio a sí mismo progresando andrajoso y extenuado rumbo a la ciudad, vio la explotación que se alejaba más y más hasta ser tragada por el horizonte; y entonces comprendió que perdería el dinero tan pronto como lo consiguiera, pues lo que intuía desde hacía tiempo se confirmaba en ese preciso momento: no solamente no podía, sino que tampoco quería marcharse, porque allí al menos podía recogerse a la sombra de su paisaje familiar, mientras que afuera, lejos de la explotación, quién sabía qué le esperaba. Ahora, sin embargo, una difusa intuición le sugería que esas campanadas matutinas, esa conspiración y esa aparición inesperada de la señora Halics estaban íntimamente relacionados, pues estaba convencido de que había ocurrido algo, lo cual explicaba la inusitada y prolongada visita… Y la señora Schmidt, que seguía sin volver… Inhaló nervioso el humo del cigarrillo y su imaginación volvió a llamear por un instante como el fuego que estaba a punto de apagarse mientras el humo flotaba con parsimonia a su alrededor. «¿Es posible que la vida vuelva a la explotación? ¿Que pronto traigan máquinas nuevas, que venga gente nueva y todo comience de cero? ¿Que arreglen las paredes, pinten de nuevo los edificios, pongan en marcha las bombas? ¿Que busquen a un mecánico?». La señora Schmidt estaba en el umbral, pálida. «Podéis salir de vuestros escondites», dijo con voz velada, y encendió la luz. Schmidt, entornando los ojos, se le acercó rápidamente: «¿Qué haces? ¡Apágala! ¡Pueden vernos!». La señora Schmidt meneó la cabeza: «Para ya. Todo el mundo sabe que estoy en casa, ¿no?». Schmidt, en un gesto forzado, asintió y cogió del brazo a su mujer. «¿Y? ¿Qué pasa? ¿Ha visto la luz?». «Pues sí—respondió la señora Schmidt—. Pero le he dicho que, nerviosa como estaba porque no regresabais, me había dormido. Que luego me he despertado y al encender la luz una bombilla se ha apagado de golpe, y ya está. La estaba cambiando cuando ella ha llamado, por eso había encendido la linterna…». Schmidt farfulló unas palabras de reconocimiento, pero enseguida se ensombreció de nuevo. «Y dime… A nosotros…, ¿a nosotros nos ha visto?». «No, seguro que no». Schmidt respiró aliviado: «¿Y entonces qué diablos quería?». La mujer puso cara de perplejidad: «Se ha vuelto loca», dijo en voz baja. «Ya era hora», observó Schmidt. «Dice—continuó dubitativa su esposa, posando los ojos ahora en Schmidt, ahora en Futaki, quien observaba con mirada tensa—, dice que Irimiás y Petrina se acercan por la carretera… ¡Que vienen hacia aquí, hacia la explotación! A lo mejor ya han llegado y están en la fonda…—Durante un minuto, ni Futaki ni Schmidt fueron capaces de abrir la boca—. Se cuenta que el revisor de la línea de autobús interprovincial…, que él los vio en la ciudad…—rompió el silencio la mujer, y se mordió los labios—. Y después se puso en marcha…, se pusieron en marcha a pie… rumbo a la explotación… con este tiempo infernal que hace… El revisor volvió a verlos en el cruce de Elek, pues tiene allí su granja e iba para casa». Futaki se levantó de un salto: «¿Irimiás? ¿Y Petrina?». Schmidt soltó una risotada: «Esta señora Halics realmente se ha vuelto loca. La Biblia le ha sorbido el seso». La señora Schmidt no se movió. Abrió los brazos como desconcertada, luego, de pronto, se dirigió hacia el fogón, se dejó caer sobre el taburete, apoyó los codos en los muslos y la cabeza en las manos. «Si es verdad—susurró, y sus ojos se iluminaron—, si es verdad…». Schmidt la interrumpió, impaciente: «¡Pero si están muertos!». «Si es verdad—dijo en voz baja Futaki, como si retomara el hilo del pensamiento de la señora Schmidt—, entonces… Entonces el pequeño Horgos mintió en su día…». La señora Schmidt levantó la cabeza y miró a Futaki: «Después de todo sólo lo sabemos por él». «Así es—asintió Futaki, y con manos temblorosas volvió a encenderse un cigarrillo—. ¿Os acordáis? Yo ya dije entonces que la historia me resultaba sospechosa… No sé por qué, algo no me gustó. Pero nadie me prestó atención… Y luego también me conformé». La señora Schmidt no le quitaba el ojo de encima a Futaki, como hipnotizada: «Mintió. El muchacho mintió, asídesimple. Es increíble. Muy, muyincreíble…». Schmidt, nervioso, miraba ahora a uno, ahora a la otra: «No se ha vuelto loca la señora Halics, sino vosotros dos. —Ni Futaki ni la señora Schmidt respondieron; se miraron—. ¿Has perdido la razón?—estalló Schmidt, y dio un paso hacia Futaki—. ¡Viejo cojo!». Pero Futaki meneó la cabeza: «No, no, amigo… A mi juicio, la señora Halics no se ha vuelto loca en absoluto—dijo dirigiéndose a Schmidt, y luego miró a la mujer y declaró—: Seguro que es verdad. Me voy a la fonda». Schmidt entornó los ojos y se obligó a serenarse: «Llevan muertos año y medio. ¡Año y medio! ¡Todo el mundo lo sabe! Esto no es para bromear. ¡No les creáis! ¡Es una trampa, nada más! ¿Entendéis? ¡Una trampa!». Futaki, sin embargo, ya no le prestaba atención; comenzó a abotonarse el abrigo: «Las cosas se arreglarán, ya veréis—sentenció, y la seguridad de su voz daba a entender que había tomado una decisión definitiva—. Irimiás—añadió con una sonrisa, apoyando la mano sobre el hombro de Schmidt—es un gran hechicero. Capaz de construir un castillo con bosta de vacas… Si quiere…». Schmidt perdió los estribos; agarró con un gesto espasmódico el abrigo de Futaki y lo atrajo hacia sí: «Tú eres todo bosta, amigo—dijo con una sonrisa forzada—, pero acabarás siendo estiércol, te lo aseguro. ¿Crees que voy a dejar que la mierda de gorrión que tienes por cerebro me perjudique? ¡Pues no, amigo! ¡No vas a interponerte en mis planes!». Futaki aguantó su mirada con tranquilidad: «Ni lo deseo, amigo». «Y entonces, ¿qué? ¿Qué pasará con el dinero?». Futaki inclinó la cabeza: «No tienes más que repartirlo con Kráner. Como si nada hubiera ocurrido». Schmidt se plantó ante la puerta, le cerró el paso. «¡Imbéciles!—gritó—. ¡Sois unos imbéciles! ¡Idos todos al carajo! Pero mi dinero—añadió levantando el dedo índice—lo dejáis sobre la mesa. —Lanzó una mirada amenazadora a su esposa—. ¿Me escuchas, desgraciada?… Vas a dejar el dinero aquí. ¿Entendido?». La señora Schmidt no se inmutó. Una luz insólita, peculiar, se encendió en sus ojos. Se levantó poco a poco, dio unos pasos hacia Schmidt. Los músculos se tensaron en su rostro, sus labios se afilaron, y Schmidt se vio frente a tal radiación de burla y de desprecio que sin querer comenzó a retroceder, mirando cohibido a su mujer. «No grites, payaso—le intimó la señora Schmidt en voz muy baja—. Yo me voy. Tú haz lo que quieras». Futaki se frotó la nariz: «Amigo—dijo quedamente—, si ellos de verdad están aquí, no podrás escapar de Irimiás, lo sabes perfectamente. ¿Y entonces?». Schmidt, ya sin fuerzas, se acercó a la mesa y se dejó caer sobre una silla: «¡Un muerto esucitado!—farfulló—. Y éstos se lo tragan… Ja, ja, ja, es de risa. —Dio un gran golpe a la mesa con el puño—. ¿No veis en qué consiste el juego? Se han olido algo y ahora quieren hacernos salir del escondite… Futaki, amigo, a ver si a ti al menos te queda una gota de sentido común…». Futaki, sin embargo, no le prestaba atención. Se puso delante de la ventana y con las manos cruzadas a la espalda dijo: «¿Os acordáis? Llevábamos nueve días esperando nuestra paga, y él…». La señora Schmidt lo interrumpió con tono severo: «Siempre nos sacó del atolladero». «Traidores de mierda. Debería haberlo sabido», gruñó Schmidt. Futaki se apartó de la ventana y se detuvo a su espalda: «Si no te lo crees—propuso—, mandemos a tu mujer… Que diga que te está buscando a ti, que no sabe dónde estás… Etcétera…». «Aun así puedes estar seguro de que es verdad», señaló ella. El dinero seguía en el sujetador de la señora Schmidt, pues su marido también lo consideraba el lugar más seguro, aunque quería reforzarlo con alguna cinta; a duras penas consiguieron que volviera a sentarse, pues ya se disponía a ir a buscar algo. «Vale, entonces me voy», dijo la señora Schmidt, se puso a toda prisa la gabardina, así como las botas, y enseguida desapareció en la oscuridad evitando los charcos en los profundos baches de la carretera que llevaba a la fonda; ni una sola vez se dio la vuelta para mirar atrás. Allí los dejó, dos caras lavadas por la lluvia que se desdibujaban en el cristal de la ventana. Futaki lió un cigarrillo y sopló el humo contento, esperanzado; desapareció de él toda tensión, se sentía ligero y contemplaba con gesto reflexivo el techo: pensaba en la sala de bombas de la nave de maquinaria, oía ya las máquinas que llevaban años inmóviles, sin vida, los motores que se ponían en marcha a duras penas, tosiendo y gimiendo, e incluso le dio la impresión de percibir cierto olor a recién pintado… En eso, oyeron que se abría la puerta de entrada. A Schmidt apenas le dio tiempo a reaccionar, pues la señora Kráner ya estaba hablando: «¡Aquí están! ¿Se han enterado ustedes?». Futaki se incorporó asintiendo con la cabeza y se caló el sombrero. Schmidt, abatido, seguía sentado, con los brazos apoyados en la mesa. «Mi marido—explicó atropelladamente la señora Kráner—ya se ha ido, sólo me ha mandado para que se lo contara por si no lo sabían aún, aunque seguro que se han enterado, he visto por la ventana que la señora Halics ha pasado por aquí, ahora mismo me voy, no quiero molestarlos, y el dinero, me manda decir mi marido, el dinero que se vaya al carajo, no es cosa para nosotros, ha dicho, pues sí, tiene razón, no estamos para andar huyendo y escondiéndonos como fugitivos, sin una noche en paz, la verdad que no, y además, ya verán ustedes… Irimías y también Petrina… Sabía que no era cierto, que aquí me quede yo petrificada si no me resultó siempre sospechoso ese muchacho, ese taimado, el hijo de los Horgos, hasta su mirada es torva, y podrán comprobar ustedes mismos que se lo inventó todo, y nosotros que lo creímos, por supuesto que sí, desde el comienzo…». Schmidt observaba con suspicacia a la señora Kráner: «¿También estás metida en esto, no?», preguntó, y soltó una breve risa. La señora Kráner frunció el ceño y, turbada, se marchó. «¿Te vienes, amigo?», preguntó Futaki, y se detuvo por un instante en el umbral. Schmidt iba delante, seguido por el renqueante Futaki; el viento impulsaba hacia atrás los faldones de su abrigo, iba tanteando el camino con el bastón para no desplomarse en el barro en plena oscuridad, mientras la lluvia caía implacable, fundiendo los insultos de Schmidt con sus palabras confiadas y alentadoras que iba repitiendo una y otra vez: «¡No te preocupes, amigo! ¡Ya verás, viviremos como reyes! ¡Como reyes!».