El caballero del hongo gris (1928) es una novela folletinesca de Ramón Gómez de la Serna que satiriza el mundo de los negocios, la apariencia y la superficialidad social a través de un personaje tan escurridizo como simbólico: Leonardo, un estafador elegante que recorre Europa cambiando de ciudad para escapar de sus propios engaños.
El hongo gris como emblema En una tienda de París, Leonardo compra un sombrero de hongo gris y descubre que, al llevarlo, la gente lo percibe como alguien importante. A partir de ese momento, el sombrero se convierte en su amuleto de poder, su insignia de éxito y su máscara social. El “hongo gris” no es solo un accesorio: es un símbolo de la ilusión, del prestigio vacío, del camuflaje que permite al protagonista prosperar en un mundo de apariencias.
Estilo y subversión Gómez de la Serna, maestro de la greguería y del humor vanguardista, construye aquí una novela que mezcla sátira, absurdo y crítica social. Leonardo no es solo un estafador: es un reflejo de la modernidad, del capitalismo teatral, del individuo que se reinventa a través del atuendo y la astucia.
Investigación y colaboración: Dr. Enrico Giovanni Pugliatti y J. Méndez-Limbrick
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PRÓLOGO
Ramón Gómez de la Serna y Puig (Madrid, 1888 - Buenos Aires, 1963) fue, probablemente, el escritor de mayor genio específicamente literario de las letras hispánicas contemporáneas; quiero decir que ha sido no sólo el más «biológicamente» escritor, por como fundió en una misma cosa literatura y vida, y como incorporó al proceso de creación literaria todos los resortes de lo consciente y lo subconsciente, sino también por la manera en que contribuyó a hacer de aquella creación una «cosa estética nueva», una obra de arte, autónoma y suficiente, superior a todo mensaje o compromiso: literatura pura, prototipo, entre otras cosas, de lo que Ortega llamó el arte «deshumanizado» de entreguerras.
Aunque realmente pasó Ramón por tres etapas vitales y literarias muy diferentes, de distinto significado y calidad:
Su tiempo de formación, que llega hasta 1912 (a los 17 años publicó su primer libro), es de tendencia reformista, filosófica y social; pero en él, junto a la creación de aquel teatro patético y trascendental de su mocedad (los 14 dramas de su «teatro en soledad», donde hay una anticipación de Ionesco, de O’Neill, de Pirandello) y a las arrebatadas biografías de los que él llamaba sus «antepasados» literarios (Wilde, Villiers de L’Isle Adam, Bauville, Nerval, Poe, Lautréamont, Barbey d’Aurevilly, Gourmont, Baudelaire), proclama las bases de su revolución estética, que salta ya al público hacia 1912.
Durante esos años viaja por Europa y asiste en París al difuso nacimiento de los movimientos artísticos de «vanguardia» conoce a Picasso, a Bretón, a Apollinaire, mientras él está ya proclamando en España su nueva y propia estética, al leer con escándalo, en el Ateneo de Madrid, en 1909, su Concepto de la nueva literatura.
En seguida Ramón encabezaba su actividad de promotor de vida literaria y, ya en 1914, funda su famosa tertulia de Pombo; allí, en los años de la Primera Gran Guerra reúne todo lo nuevo de España y de la Europa en guerra que ha venido a refugiarse aquí convirtiendo el viejo café en un cenáculo, universal, por el que durante veinte años habrá de pasar la más significativa vida intelectual de la época. Se abre entonces la segunda época central y jovial del escritor, en la que el «ramonismo», con la invención de la greguería, se convierte en eje de la nueva literatura.
Los años de la Primera Gran Guerra son los que asientan los pilares de su fama, con «El Rastro», «El Circo», «Senos», «El Alba», etc.; los periódicos rechazan con escándalo sus greguerías, y, sin embargo, su fecundísima producción, que alcanza a todos los géneros literarios, con excepción de la poesía, y la facundia personalísima de su fabuloso ingenio, le convierten en el maestro de los jóvenes. Su alegre y efectiva «cátedra» está en su tertulia y en su peculiarísimo estudio del torreón de la calle de Velázquez; donde, rodeado de un orbe mágico de rutilantes objetos del Rastro, de espejos, estrellas, estampas, carátulas, raros cuadros y extrañas estatuillas, trabaja como un asceta durante catorce horas diarias, escribiendo hasta el alba en mesas distintas y diferentes borradores varios libros a la vez, bajo la mirada impasible de su muñeca de cera. Ramón se convierte en el adelantado del arte europeo de entreguerras, y su despacho, encendido toda la noche, es, dirá Valéry Larbaud, «luz de navío en las avanzadas de Europa».
Pero son los años veinte, cuando Ramón anda en la treintena de su edad, los de su definitiva consagración; la cual, como suele acontecer, tiene lugar fuera de España: en París, en un memorable homenaje intelectual del Cercle Littéraire International que tiene lugar en el Circo Americano, y también allá en América, en la revista «Martín Fierro». De entonces data su enorme popularidad en Italia, en Portugal, en Francia, y los primeros estudios sobre su innovadora obra. Hace sus primeros viajes a América cuando, al tiempo que a Charles Chaplin, se le nombra miembro de la Academia Francesa del Humor, en una apoteosis de la fama que se contagia, al fin a España. Aquí es también amigo de Valle-Inclán, de Azorín, de Unamuno, y sobre todo de Ortega, en cuya «Revista de Occidente», foco de la vida intelectual española del tiempo, brilla con luz propia, como maestro de los jóvenes. Escribe incansablemente libros, novelas cortas y largas, ensayos, greguerías e infinidad de artículos en la prensa; en cuya principal tribuna, «El Sol», tiene lugar de preferencia. Lleva ya publicados más de medio centenar de libros y pronunciadas numerosísimas conferencias, que son a la vez espectáculos de humor nuevo: desde el lomo de un elefante, vestido de Napoleón, de torero, de «medio ser»… A veces, muy celoso de su trabajo, se refugiaba fuera de España para escribir tranquilo: en Portugal, donde llegó a hacerse, frente al mar de Estoril, un chalet que se llevaría la trampa; o en Nápoles, o en París…, pero siempre su nostalgia de Madrid le devolvía a su querida ciudad, a su alegre tertulia sin la cual no podía vivir.
La década de los años treinta va a variar profundamente su vida. Al comienzo, coincidiendo con el ruidoso estreno de su innovadora farsa «Los medios seres», pone fin a su larga relación con la escritora Carmen de Burgos, y en seguida conoce, en un viaje triunfal por Hispanoamérica, a Luisa Sofovich, escritora argentina con la que contraería matrimonio. Hay otro inmediato viaje, ya en compañía de Luisa, a América, donde da un ciclo de conferencias espectaculares, para las que, entre otras muchas cosas, se lleva, enrollado bajo el brazo, su ya famoso cuadro de la Tertulia de Pombo, pintado por Solana. Al regreso, mientras la vida española se agita agriamente en el preámbulo de la guerra civil, Ramón tiene que hacer frente a una gravísima enfermedad de su mujer y escribe, con la muerte sentada en su propia casa (que ya no es el glorioso torreón), la biografía de El Greco, la cual es la primera señal de una nueva época, ya no jovial, como hasta entonces, sino patética, en la que va a pasar de la «deshumanización» a la «rehumanización» de su arte literario, llenándolo de un contenido trascendente que, en cierto modo, empalma con el patetismo de su mocedad.
Sin embargo, la greguería sigue siendo el alma de su obra, porque es precisamente su fórmula de expresión literaria genuina, con la que penetra en todos los géneros que con tanta fecundidad cultiva: teatro, biografía, ensayo, novela grande, cuento, ensayo matritense. El humor no es sino un elemento más en su manera de desvelar sorpresivamente la realidad, y ha de ceder su lugar, paso a paso, al nuevo pathos del escritor. La greguería misma ha de teñirse, después, de ese otro estilo humanista y quevedesco, patético, de la última época de su vivir.
En realidad, en su nueva vida en Buenos Aires es donde se despliega definitivamente esta tercera etapa del arte ramoniano. Rechazando la guerra civil que asola a su patria, Ramón, a los 48 años, en la madurez de su vida y en la cumbre de su fama, tiene que empezar de nuevo en Buenos Aires, enfrentándose, en unos primeros años difíciles, con el sentido de su propia existencia y de su destino de escritor. Huyó del Madrid en guerra en el verano de 1936, para instalarse, al fin, en un piso alto de la calle de Hipólito Irigoyen, donde va reproduciendo, poco a poco, el mundo de su estudio matritense, cubriendo paredes, techos, puertas y ventanas con un profuso estampario multicolor que tapaba los huecos del recuerdo y el olvido y le hacía vivir, en pleno Buenos Aires, como si aún estuviese en la fantasmagoría de su torreón de la calle de Velázquez.
Pronto impuso su genio en América; reanudó luego su comunicación con España por medio de un flujo semanal de greguerías que publicaba los domingos «Arriba» y luego, al final, «ABC». Reeditó sus cosas allá y publicó aquí y allá las nuevas que iba produciendo sin cesar. En la primavera de 1949 volvió a España, en breve visita invitado por el Ateneo de Madrid, y vivió entonces, en medio de cordiales homenajes, las últimas jornadas de un Pombo fantasmal, evocado como un espíritu y en medio de un tiempo distinto.
Regresó a América con la mente puesta en España y soñando con una definitiva vuelta. Pero ya América le retenía tenazmente; casi la mitad de su ingente producción literaria había nacido allá y el regreso se hacía imposible. Es la hora de sus grandes biografías de Valle, de Quevedo, de sus «Cartas a las golondrinas», de sus últimas novelas madrileñas, de su fabulosa «Automoribundia»; de sus bodas de oro con la literatura, con el homenaje de todas las editoriales argentinas, mientras en España empiezan a aparecer sus «Obras completas».
Pero él sigue trabajando como un asceta de la pluma, durante muchas horas diarias, para poder vivir decorosamente. El Parlamento argentino, ya en los últimos años, vota una pensión extraordinaria para que el glorioso escritor español pueda tener una vejez más descansada; aunque él no concibe la vida sin la posibilidad de la creación literaria y se aferrará hasta el final a la producción de sus greguerías, batiéndose con ellas como un general en su última batalla.
Por entonces Pablo Neruda pide, desde Brasil, el Nobel para él; y cuando, poco después, le llega desde Madrid el Premio March, que podía asegurar el descanso de sus últimos años, es demasiado tarde: Ramón estaba ya herido de muerte en una clínica de Buenos Aires. Aún pudo recuperarse un poco y resistió un año más, hasta morir, en medio del mágico mundo de sus cosas, en la madrugada del 5 de enero de 1963. Luego se trajo a Madrid su cuerpo, para darle tierra, junto a Mariano José de Larra, en la Sacramental de San Justo, a la orilla del paisaje de su sangre. Entonces su ciudad le rindió los máximos honores colocando, ya sobre el pecho de tabla de su féretro, la Medalla de Oro de la Villa en la que había nacido 74 años atrás, y a la que él mismo había inventado nueva vida, alegre y fabulosa.
La novela que ahora se presenta en esta edición, «El caballero del hongo gris», «folletín moderno», publicada por primera vez en 1928 por la Agencia Mundial de Librería, es una de las más características de la época central y jovial de Ramón, muy representativa de su humorismo de entonces y dotada plenamente de todos los elementos, destructores y enriquecedores, que la estética de la greguería introdujo en el arte de novelar. Ya recordé antes que Ramón cultivó también la novela, como todos los demás géneros, y acaso no sería ocioso añadir ahora que no fue ésa una dedicación ocasional, sino, por el contrario, persistente durante toda la vida del escritor y particularmente fecunda durante esa etapa central, que dura hasta la guerra civil. Diecinueve «novelas grandes», según él gustaba de llamar a la novela, y varios tomos de novelas cortas —que suman más de sesenta narraciones— cuentan en el haber del escritor, que ya desde la primera de aquéllas, «La viuda blanca y negra», de 1917, y sobre todo desde «El incongruente», en 1922, vienen a constituir, como dice Ramón, un «grito de evasión en la literatura novelística al uso». Esa evasión llega al punto culminante de su proceso de ruptura con el molde tradicional en las novelas de última hora: las llamadas «novelas de la nebulosa». —«¡Rebeca!» (1936) y «El hombre perdido» (1947)— y las «novelas superhistóricas». —«Doña Juana la Loca», «El caballero de Olmedo», «Doña Urraca de Castilla», «Los siete Infantes de Lara», «La emparedada de Burgos» y «La Beltraneja» (1944)—. No obstante, en la última de todas sus obras de este género, la novela madrileña «Piso bajo», de 1961, vuelve a acercarse, al menos en cuanto a la estructura del relato, al modo clásico de novelar.
Pero conviene advertir, siquiera sea sumariamente, en qué consisten las principales innovaciones y alteraciones introducidas por Ramón en el arte de novela al condicionarlo a la nueva estética disgregadora y recreadora de la greguería. Semejante alteración no está, por supuesto, únicamente en la enorme amplitud y variedad de la temática novelable abarcada por el autor; la cual, en verdad, constituye, como escribió Guillermo de Torre, una «revisión novelizada del cosmos». Lo importante es que por esos «agujeros de la prosa», practicados en ella por la greguería, se establece una decisiva circulación de aire literario que se lleva de calle algunos elementos connaturales a la novela clásica y trae de fuera un interesantísimo material que llena, con sustancia estética distinta, los huecos o fisuras creados por aquella «evasión».
En realidad, lo que Ramón, obediente a su peculiar «modo de experiencia», persigue con la novela —lo mismo que con cualquier otro género— es, como he escrito en otro lugar, la expansión reverberante de toda realidad que resulte atravesada, de un modo o de otro, por el hilo novelesco; se trata de provocar una serie de explosiones atomizadoras y reveladoras de «realidad», se relacione ésta o no directamente con la trama novelable; lo cual es, ciertamente, un propósito que rebasa y va contra el clásico «hermetismo» de la novela, con el que se pretende, como es sabido, crear un mundo cerrado y concluso que absorba por entero la atención del lector y la intensidad de la narración. Ello crea una discontinuidad en la estructura del relato, en el mundo que suscita y en la «presentación» de los personajes, lo cual hace que a veces se pierda el lector en la aglomeración de elementos, en la fragmentación y yuxtaposición de planos que produce. Esa «nebulosa» de nueva realidad, que penetra y escapa por la porosidad de la prosa, amenaza la estabilidad del hilo argumental y acaso debilita su densidad; pero, en cambio, trae de fuera un enorme enriquecimiento de realidad, aumentando los puntos de vista y la capacidad expresiva de las cosas, los ambientes, los personajes y su mundo.
Aparte de que nunca se pierde la nervadura central, más sólida en la serie de novelas que podríamos llamar costumbristas —casi todas madrileñas: «La Nardo», «El torero Caracho», «Las tres Gracias», «Piso bajo»…—, lo que ocurre en la novela de Ramón es que, gracias a esa «porosidad» que señalaba, por la que penetra una marea de realidad, lo que entra también en la novela es, en definitiva, una invasión jovial y dominadora de literatura pura: de arte literario, según antes decía, como «cosa estética nueva», autónoma y suficiente, que, dándole un giro al arte de novelar, viene a revitalizar el género, sacándole —lo que en su época fue una radical innovación— del apelmazado casillero del realismo posgaldosiano en que vegetaba sin pena ni gloria.
«Lo que menos merece la vida —escribió Ramón— es la reproducción fiel de lo que aparenta suceder en ella»; por eso él dedicó su genio a inventarla de nuevo, a aumentarla en una operación creadora cuyas fuentes brotaban vitalmente de todo su ser de escritor, en lo consciente y lo subconsciente, en el claro mundo del pensamiento y en el sorpresivo de los secretos, las adivinaciones y las revelaciones, donde habita la mágica y salvacional fecundidad de la existencia.
GASPAR GÓMEZ DE LA SERNA
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