domingo, 5 de octubre de 2025

MISCELÁNEA. REVISIÓN DE NOVELA. EL RETORNANTE NOCTURNO. FRAGMENTOS

 Cuando regresamos don Julián Casasola Brown se había movido a la terraza oeste. De inmediato justificó: 




Me gusta mirar el nacimiento del día para luego irme a acostar. 

No entendí de inmediato el comentario de mi anfitrión, me desubiqué al momento de llegar al centro del penthouse: no ubiqué la voz porque lo busqué en la anterior terraza. 

Venga acá señor Hardin. 

Y entonces, pude ubicar la voz de mi anfitrión. Estaba al fondo de la terraza y que a diferencia de las demás glorietas, esta última poseía una gran mesa rectangular de mármol. Agregó:

Le comento el asunto del nacimiento del Sol porque tenemos mucho de qué hablar. ¿No le parece? Es una oportunidad que a pocos estoy interesado en darles. Estoy seguro que serán horas muy interesantes de plática. Usted no se puede imaginar señor Hardin cuántas personas darían “un ojo de su cara” - por conocer mis intimidades.

sábado, 4 de octubre de 2025

László Krasznahorkai Hungría Prosa densa y filosófica, Tango satánico FRAGMENTO NOVELA.

 

Tango satánico (1985), la primera novela de László Krasznahorkai, es una obra de culto que condensa la desesperanza postcomunista de Hungría en una estructura narrativa laberíntica, casi ritual. Su estilo es denso, hipnótico, filosófico: cada capítulo es un párrafo sin saltos de línea, como una letanía que arrastra al lector por un paisaje moral en ruinas.

 Retrato literario de Tango satánico

  • Escenario: Un pueblo húngaro desolado, donde llueve sin cesar, las casas se desmoronan y los habitantes viven en un estado de podredumbre física y espiritual.

  • Personajes: Irimiás, el falso profeta que regresa como salvador, pero en realidad es un estafador y espía. Los aldeanos, desesperados, lo siguen en una danza hacia la perdición.

  • Estructura: La novela está dividida en dos partes de seis capítulos cada una, dispuestas como un tango: primero del 1 al 6, luego del 6 al 1. Esta simetría crea un efecto de ciclo vicioso, de eterno retorno.

  • Estilo: Prosa torrencial, sin pausas, que exige una lectura activa. Krasznahorkai impide la inmersión pasiva: el lector debe luchar por cada significado, como si descifrara un texto sagrado o maldito.

  • Temas: Manipulación, esperanza traicionada, poder de la palabra, abismo moral, inhumanidad. El tango satánico es la celebración de una liberación falsa, una danza hacia el vacío.

  • En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick.

***

I

LA NOTICIA DE QUE LLEGAN

Una mañana de finales de octubre, poco antes de que las primeras gotas de un otoño largo e implacable cayeran sobre la tierra reseca y agrietada en la zona occidental de la explotación (para que luego un mar de barro hediondo volviera impracticables los caminos e inalcanzable la ciudad hasta la aparición de las primeras heladas), Futaki se despertó al oír unas campanadas. A unos cuatro kilómetros en dirección suroeste, en lo que fueron los antiguos terrenos de los Hochmeiss, se alzaba una ermita solitaria, pero ahí no quedaba campana alguna, es más, la torre se había derrumbado en la época de la guerra; y la ciudad se hallaba demasiado lejos para que de allí llegara sonido alguno. Además, esos sones triunfales, entre retumbantes y tintineantes, no semejaban los de una remota campana, sino que parecían venir de cerca («como si fuese del lado del molino…»), traídos por el viento. Futaki se acodó sobre la almohada para mirar por el ventanuco de la cocina, pero la explotación, sumida en los colores azulados del alba y en el ya menguante repiqueteo, permanecía en silencio e inmóvil al otro lado del cristal medio empañado: en aquellas casas alejadas la una de la otra, sólo la ventana del doctor velada por una cortina filtraba cierta luz, pues se daba la circunstancia de que su habitante llevaba años sin poder dormirse a oscuras. Contuvo la respiración para no perderse ni uno de aquellos toques que iban y venían como una marea, pues quería averiguar su procedencia («Seguro que estás dormido todavía, Futaki…») y para ello necesitaba cada sonido por muy tenue que fuese. Con sus ya legendarios pasos de suavidad felina, se acercó renqueando por el gélido suelo de mosaico de la cocina a la ventana («¿No hay nadie despierto? ¿Nadie lo oye? ¿Nadie salvo yo?)», la abrió y se asomó. Lo asaltó un aire húmedo y acre, y hasta tuvo que cerrar los ojos un instante; en medio del silencio intensificado por el canto de un gallo, por lejanos ladridos y por el aullido de un viento cortante y feroz que acababa de levantarse aguzó el oído, mas fue en vano, pues no oyó nada excepto los latidos opacos de su corazón, como si todo no hubiera sido más que el juego fantasmagórico de su duermevela, como si («… alguien hubiera querido asustarme»). Contempló con tristeza aquel cielo que no auguraba nada bueno, los restos abrasados del verano recorrido por bandadas de langostas, y de pronto vio desfilar en una misma rama de acacia la primavera, el verano, el otoño y el invierno, como si percibiera la totalidad del tiempo que jugueteaba en la esfera inmóvil de la eternidad mostrando una infernal línea recta, la cual daba la impresión de atravesar el paisaje escabroso del caos y, al crear así la altura, alimentaba a la vez la ilusión de que el vértigo era algo necesario… Y se vio a sí mismo en una cruz de madera formada por la cuna y el ataúd, se vio allí agitándose, atormentado hasta que finalmente una sentencia árida—que no conocía distintivos ni distinciones y sonaba como un chasquido—lo entregaba desnudo a los lavadores de cadáveres, a las risotadas de despellejadores afanados, en un lugar donde comprobaría sin piedad, fríamente, la verdadera medida de las cosas humanas, donde constataría que ni un solo sendero lo conducía de regreso, pues para entonces se habría enterado ya, además, de que había ido a parar a una partida cuyo resultado estaba decidido de antemano y en la que los tahúres lo despojarían incluso de la última arma que poseía: la esperanza de poder retornar algún día a casa. Volvió la cabeza hacia un lado, hacia los edificios situados en la zona oriental de la explotación, antaño abarrotados y ruidosos, ahora abandonados y amenazados de ruina, y observó con pesadumbre cómo los primeros rayos de un sol rojo e hinchado se abrían paso por la armadura del tejado de una casa rural ruinosa que se había quedado pelada, sin la cubierta. «Al final tendré que tomar una decisión. Aquí no puedo quedarme». Volvió a meterse bajo el edredón, apoyó la cabeza en el brazo, pero no consiguió cerrar los ojos: lo atemorizaban esas campanadas fantasmagóricas y más aún el repentino silencio, la mudez amenazante, pues le dio la sensación de que a partir de ese momento podría ocurrir cualquier cosa. Sin embargo, nada se movió; él, tumbado en el lecho, tampoco; hasta que de repente se inició un nervioso diálogo entre los objetos que habían permanecido callados (crujió el aparador, sonó una cacerola, se acomodó un plato de porcelana) y él se dio la vuelta, dio la espalda al sudor que emanaba la señora Schmidt, tanteó con una mano en busca del vaso de agua puesto al lado de la cama y se lo bebió de un trago. El gesto lo liberó de aquel miedo infantil; suspiró, se enjugó la frente y, como sabía que Schmidt y Kráner en esos momentos empezaban a reunir el ganado para llevarlo desde el Secadal a los establos situados al norte de la explotación donde por fin recibirían el dinero que les correspondía por los ocho duros meses de trabajo y que tardarían por tanto unas cuantas horas en llegar andando a casa, decidió intentar dormir un rato más. Cerró los ojos, se dio la vuelta, abrazó a la mujer y a punto estaba de dormirse cuando volvió a oír las campanas. «¡Por el amor de Dios!». Apartó el edredón, se incorporó, pero en el instante mismo en que sus pies descalzos y juanetudos tocaron el suelo de mosaico de la cocina el sonido se interrumpió de improviso, como si («alguien hubiera dado una señal»)… Encorvado, sentado en el borde de la cama, con las manos cruzadas sobre el regazo, posó la vista en el vaso de agua; tenía la garganta seca, le dolía la pierna derecha, y no se atrevía a volver a acostarse ni a levantarse. «Mañana como muy tarde me voy de aquí». Recorrió con la mirada los objetos todavía hasta cierto punto utilizables de la desolada cocina, vio la manteca rancia y seca, el fogón mugriento por los restos de comida, el cesto sin asas debajo, posó la vista en la mesa de patas enclenques y en la estampa cubierta de polvo colgada en la pared, hasta llegar a las ollas y sartenes amontonadas sin orden ni concierto en un rincón junto a la puerta; se volvió luego hacia la ventana ya clara, divisó las ramas peladas de la acacia, el tejado hundido y la chimenea inclinada de la casa de los Halics, reparó en el humo que salía y dijo: «¡Cogeré lo que me corresponde y esta misma noche!… Mañana como muy tarde. Sí, mañana a primera hora». «Ay, Dios mío», se despertó a su lado, sobresaltada, la señora Schmidt; aterrada, paseó la vista por la penumbra, su pecho subía y bajaba agitado, pero luego, al comprobar que todo le devolvía la mirada y le resultaba familiar, suspiró con alivio y volvió a recostar la cabeza en la almohada. «¿Qué pasa? ¿Una pesadilla?», preguntó Futaki. La señora Schmidt clavaba en el techo la vista, todavía con expresión de susto: «¡Por el amor de Dios! ¡Y tanto!—suspiró de nuevo y puso la mano sobre el corazón—. Pues sí… Imagínate… Estaba sentada en la habitación y… de pronto alguien llamaba a la ventana. Sin atreverme a abrirla, me acercaba y espiaba a través del cristal. Solamente le veía la espalda, porque ya estaba tironeando del picaporte… Y luego la boca, pues lo veía gritar, pero no entendía qué… Tenía barba de dos días y sus ojos parecían de vidrio… Terrorífico… Luego recordaba que por la noche sólo le había dado una vuelta a la llave, pero sabía que cuando yo llegara allí ya sería demasiado tarde… Cerraba rápidamente la puerta de la cocina, pero entonces me daba cuenta de que no tenía la llave… Quería gritar, pero no podía, las palabras se me quedaban atascadas en la garganta. Después…, no recuerdo ni por qué ni para qué…, de repente aparecía la señora Halics mirando por la ventana, sonriendo… ¿Sabes cómo es cuando sonríe?… Da igual, ella miraba hacia la cocina… Pero luego, no sé cómo, desaparecía… A todo esto, el otro pateaba la puerta, yo sabía que bastaba un minuto más para que la tirara abajo, entonces me acordaba del cuchillo de cortar el pan e iba corriendo hasta el aparador, pero el cajón estaba encallado, y yo tiraba de él… Creía que iba a morirme ahí mismo de miedo… Y entonces oía que la puerta cedía con estruendo y que alguien venía por el pasillo… Y yo sin poder abrir el cajón… El otro estaba ya en la cocina… Por fin conseguía abrir el cajón, cogía el cuchillo, el otro se me acercaba agitando los brazos… Y no sé… De repente estaba tumbado en el rincón, debajo de la ventana… Sí, con un montón de cacerolas rojas y azules alrededor, pues todas habían volado por la cocina… Y entonces notaba que el suelo se movía bajo mis pies e, imagínate, la cocina se ponía en marcha igual que un coche… Ahora no recuerdo qué sucedía…», concluyó, y soltó una risa de alivio. «¡Vaya panorama!—dijo Futaki, meneando la cabeza—. Y yo, imagínate, me despierto con el sonido de unas campanas…». «¿¡Qué dices!?—lo miró asombrada la mujer—. ¿Campanas? ¿Dónde?». «Yo qué sé. Para colmo han sonado dos veces, una tras otra…». La señora Schmidt también meneó la cabeza: «Al final me volveré loca». «A lo mejor sólo lo he soñado—farfulló inquieto Futaki—. Pero, ojo, hoy seguro que ocurrirá algo…». La mujer, enfadada, le dio la espalda: «Siempre dices lo mismo, a ver si lo dejas de una vez, de verdad». En eso, oyeron de pronto que el portón de atrás chirriaba. Se miraron asustados. «¡Es él, fijo que es él!—susurró la señora Schmidt—. Lo percibo». Futaki se incorporó, nervioso: «Pero… ¡eso es imposible! No pueden haber vuelto aún». «Yo qué sé… Vete, ¡vete ya!». Futaki se levantó de la cama de un salto, cogió su ropa, entornó rápidamente la puerta que daba a la habitación y se vistió. «El bastón. He dejado fuera mi bastón». Los Schmidt no utilizaban esa habitación desde la primavera. Al principio el moho cubrió las paredes, la ropa, las toallas y las sábanas se enmohecieron en el armario viejo y desgastado, pero hasta entonces siempre limpio como una patena; al cabo de unas semanas se oxidaron los cubiertos guardados para las ocasiones solemnes, se estropearon las patas de la mesa grande vestida con un mantel de encajes, y más adelante, cuando las cortinas se tornaron amarillas y dejó de funcionar la luz eléctrica, se trasladaron definitivamente a la cocina y dejaron la habitación en poder de los ratones y de las arañas, cuyo avance no podían frenar. Futaki se apoyó en la jamba de la puerta, pensando en cómo salir sin ser visto; la situación parecía desesperada, ya que para escabullirse debía hacerlo necesariamente a través de la cocina, y se sentía demasiado viejo para escapar por la ventana, aparte de que la señora Kráner o la señora Halics sin duda lo verían, ya que estaban siempre escrutando lo que ocurría allá fuera. Para colmo, si Schmidt descubría su bastón, llegaría a la conclusión de que se encontraba en la casa, lo cual podía acarrear como consecuencia que no recibiera el dinero que le correspondía, pues sabía que Schmidt no estaba para bromas en estos casos, y entonces él tendría que marcharse tal como había llegado hacía siete años—poco después de la campaña de propaganda, el segundo mes tras la inauguración—, con un pantalón astroso, una chaqueta desteñida, los bolsillos vacíos y, para colmo, hambriento. La señora Schmidt salió corriendo al pasillo, mientras él apoyaba la oreja en la puerta. «¡Y nada de quejas, cariño!—oyó decir con voz ronca a Schmidt—. Harás lo que yo te diga. ¿Está claro?». A Futaki le dio un sofoco. «Mi dinero». Sentía que le habían tendido una trampa. Sin embargo, no había tiempo para pensar, de manera que decidió escapar por la ventana, porque «tengo que actuar ahora mismo». Estaba a punto de abrirla cuando oyó a Schmidt recorrer el pasillo. «¡Éste se va a mear!». Volvió, pues, de puntillas a la puerta, contuvo la respiración y aguzó el oído. Cuando la puerta que daba al patio trasero se cerró tras Schmidt, se dirigió con cautela a la cocina, miró de arriba abajo a la señora Schmidt que, nerviosa, agitaba los brazos, enfiló sin decir palabra hacia la salida, abandonó la casa y tras asegurarse de que su amigo había salido del retrete, llamó a la puerta con insistencia, como quien acaba de llegar. «¿Qué pasa? ¿No hay nadie en casa? ¡Schmidt, amigo!—gritó con voz estridente, y cuando Schmidt salió de la cocina con el objeto de escurrirse por la puerta de atrás, él enseguida le cerró el paso—. ¡Vaya, vaya!—empezó con tono de burla—. ¿Por qué tanta prisa, amigo?—Schmidt no era capaz ni de abrir la boca—. ¡Pues ya te lo diré yo! ¡Ya te ayudaré yo, te ayudaré, seguro!—continuó con expresión sombría—. ¡Porque querías largarte con el dinero! ¿No es así? ¿Lo he adivinado?—Luego, al ver que Schmidt pestañeaba sin decir nada, meneó la cabeza—: Vaya, amigo, esto no me lo habría imaginado». Regresaron a la cocina y se sentaron a la mesa, el uno frente al otro. La señora Schmidt, tensa, trajinaba junto al fogón. «Escúchame, amigo…—empezó farfullando Schmidt—, ahora mismo te lo explico…». Futaki hizo un ademán de desprecio: «No hace falta. Lo entiendo de todos modos. Dime, ¿Kráner está en el ajo?». Schmidt asintió de mala gana: «A medias». «¡Caramba!—se indignó Futaki—. Queríais estafarme. —Agachó la cabeza. Se quedó pensando—. ¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer?», preguntó luego. Schmidt abrió los brazos, irritado: «¿Pues qué crees? Tú también estás implicado, amigo». «¿Qué quieres decir?», inquirió Futaki, quien entretanto iba haciendo cuentas mentalmente. «Que lo dividimos todo por tres—respondió sin ningún entusiasmo Schmidt—. Pero, ojo, no te vayas de la lengua». «Pierde cuidado». La señora Schmidt, que seguía junto al fogón, soltó un suspiro: «Os habéis vuelto locos. ¿Creéis que podréis salir indemnes de esto?». Schmidt, como si no la hubiera escuchado, clavó los ojos en el rostro de Futaki: «A ver… No me digas que no hemos aclarado el asunto. Pero quiero decirte algo más, amigo. ¡No me lleves a la ruina!». «Nos hemos puesto de acuerdo, ¿no?». «Claro, sin la menor duda—continuó Schmidt, mientras su voz se volvía quejumbrosa—. Yo sólo te pido que…, que me prestes tu parte por un breve tiempo. ¡Sólo por un año! Hasta que podamos instalarnos en algún sitio…». Futaki se enfureció: «¿Y qué más, amigo? ¿Que te lama el culo?». Schmidt se inclinó hacia adelante, aferrando la mesa con la mano izquierda: «No te lo pediría si tú mismo no hubieras dicho el otro día que de aquí ya no te ibas a ninguna parte. ¿Para qué quieres entonces el dinero? Sólo por un año… ¡Por un año!… Nosotros lo necesitamos, entiéndeme, lo necesitamos. Con estos veinte mil pavos que tenemos no puedo ir a ningún sitio, no me da ni para una granja. ¡Venga, dame al menos diez!». «Ése, la verdad, no es mi problema—respondió Futaki irritado—. Meimportaun carajo. ¡Yo tampoco quiero palmarla aquí!». Schmidt negó con la cabeza enfadado, estaba a punto de echarse a llorar de rabia, y luego comenzó de nuevo, de forma obstinada y cada vez más impotente, acodado en la mesa que se balanceaba a cada uno de sus movimientos como si también lo apoyara en su esfuerzo por «ablandarle por fin el corazón» al amigo, por que éste cediera a sus ruegos, y Futaki estaba en un tris de rendirse cuando su mirada empezó a vagar, se quedó clavada en los millones de motas de polvo que vibraban en el rayo de luz que entraba por la ventana, y aspiró el olor viciado de la cocina. De repente percibió un regusto amargo en la lengua y lo interpretó como una señal de la muerte. Desde que se desmanteló la explotación, desde que la gente se dispersó a la misma velocidad y con el mismo ímpetu con que en su día se presentó, y él se quedó allí varado—igual que algunas familias, el médico y el director de la escuela, quienes tampoco tenían a donde ir—, examinaba todos los días el sabor de las comidas, pues consideraba que lo primero que hacía la muerte era instalarse en las sopas, en las carnes, en las paredes; muchas vueltas les daba a los bocados entre la lengua y el paladar antes de tragarlos, sorbía poco a poco el agua o el escaso vino que a veces le llegaba, y en ocasiones sentía un deseo irrefrenable de arrancarle un trozo al salitroso revoque en la sala de bombas de la nave de maquinaria, donde vivía, y probarlo para reconocer por ciertas irregularidades en el orden de los aromas y sabores la Señal, confiado en que la muerte fuera algo así como una advertencia y no lo desesperantemente definitivo. «No lo pido como un regalo—continuó un tanto apagado Schmidt—, lo pido prestado. ¿Entiendes, amigo? Prestado. Dentro de un año exactamente te devolveré hasta el último céntimo». Estaban sentados a la mesa, desanimados, a Schmidt le ardían los ojos por el cansancio, mientras Futaki clavaba la mirada en el misterioso dibujo del suelo de mosaico para que no se le notara su miedo, el cual, además, le resultaba inexplicable. «Dime, ¿cuántas veces fui en soliario al Secadal en medio de la canícula, cuando no se atrevía uno a respirar siquiera por temor a arder por dentro? ¿Quién conseguía la leña? ¿Quién construyó el aprisco? ¡Me esforcé tanto como tú o Kráner o Halics! Y ahora me pides, amigo, que te preste dinero. ¿Y cuándo te volveré a ver, eh?». «Así que no te fías de mí», dijo Schmidt, ofendido. «¡Pues no!—soltó Futaki—. Te alías con Kráner, os proponéis fugaros antes del alba con todo el dinero, ¿y luego he de fiarme de ti? ¿Por quién me tomas? ¿Por un idiota?». Permanecían sentados, en silencio. La mujer trajinaba con la vajilla delante del fogón; Schmidt parecía desilusionado; él, en cambio, se lió un cigarrillo con mano temblorosa, se levantó, se dirigió renqueando hasta la ventana y, aferrando con la mano izquierda el bastón, observó la lluvia que caía en oleadas sobre los tejados, los árboles que se inclinaban obedeciendo al viento, los amenazantes arcos que dibujaban las ramas peladas; pensó en las raíces, en el lodo vivificante luego convertido en tierra y en el silencio, en esa plenitud insonora que tanto lo estremecía. «A ver…—dijo con voz insegura—. ¿Para qué habéis vuelto si…?». «¡Para qué, para qué!—gruñó Schmidt—. Porque lo pensamos por el camino, mientras regresábamos a casa. Y cuando lo decidimos ya estábamos aquí, delante de la explotación… Y, además, la mujer… ¿La iba a dejar aquí?». Futaki asintió con la cabeza. «¿Y qué pasa con Kráner?—preguntó—. ¿Cómo habéis quedado?». «Ellos también están en casa, alicaídos. Quieren ir al norte, la señora Kráner se ha enterado de que hay allí un aserradero desmantelado o algo por el estilo. Nos encontraremos junto a la cruz después del anochecer, eso acordamos al despedirnos». Futaki suspiró: «El día es largo. ¿Qué harán los demás? ¿Halics, el director…?». Schmidt, desanimado, se frotaba los dedos. «¿Yo qué sé? Supongo que Halics, claro, se pasará el día durmiendo, porque ayer hubo juerga en casa de los Horgos. Y en cuanto al director, ¡que se vaya al carajo! Si tenemos algún problema por su culpa, lo mando a criar malvas con su estúpida madre, así que tranquilo, amigo, tranquilo». Decidieron esperar la noche en la cocina. Futaki acercó la silla a la ventana para vigilar las casas de enfrente; a Schmidt lo venció el sueño, comenzó a roncar con la cabeza apoyada sobre la mesa, mientras su mujer sacaba un baúl con chapas de metal de detrás del aparador, le quitaba el polvo, lo limpiaba también por dentro y en silencio se ponía a llenarlo con sus pertenencias. «Llueve», dijo Futaki. «Ya lo oigo», respondió la mujer. La tenue luz del sol apenas atravesaba el remolino de nubes que se dirigía hacia el este; una penumbra casi crepuscular inundó la cocina, no podía saberse a ciencia cierta si las manchas que se dibujaban y vibraban sobre la pared eran tan sólo sombras o los signos de mal agüero de la desesperación latente tras la esperanza que abrigaban sus pensamientos. «Me iré al sur—anunció Futaki contemplando la lluvia—. Allí el invierno es más corto. Alquilaré una granja cerca de alguna ciudad próspera y pasaré el día con los pies en una palangana con agua caliente…». Las gotas de lluvia bajaban suavemente por un reguero que se había formado por dentro en la ventana, desde un resquicio de un dedo de ancho arriba hasta la esquina donde se tocaban la jamba y el alféizar; el hilo de agua iba llenando poco a poco hasta las grietas más pequeñas y se abría paso hacia el alféizar, donde volvía a convertirse en gotas y caía sobre el regazo de Futaki, quien entretanto, sin percatarse de ello, pues resultaba difícil volver así sin más de los parajes por los que divagaba, se había meado encima en silencio. «O me conseguiré un empleo de vigilante en una fábrica de chocolate… O quizá de bedel en un colegio de chicas… E intentaré olvidarlo todo, sólo una palangana con agua caliente por las noches, y no hacer nada, nada de nada, únicamente mirar cómo va pasando esta puñetera vida…». La lluvia que hasta entonces había caído quedamente comenzó a descargar de pronto con fuerza, inundó la tierra ya de por sí asfixiada como si se hubiera desbordado el río, abrió canales estrechos y serpenteantes hacia los terrenos situados más abajo, y si bien Futaki no veía ya nada a través de la ventana, no se dio la vuelta, sino que siguió contemplando el marco carcomido, el yeso descascarillado, y de repente vio aparecer una forma desdibujada en el vidrio; poco a poco se configuró un rostro humano, que al principio no supo identificar, hasta que se perfilaron unos ojos de expresión asustada; y entonces reconoció su «propia mirada desgastada», la reconoció asombrado y dolorido, pues le dio la sensación de que el tiempo acabaría erosionando sus rasgos igual que éstos se veían ahora desvaídos en el vidrio; una gran, una extraña pobreza se reflejaba en esesa imagen que lo irradiaba, capas de vergüenza, de orgullo, de miedo que se iban superponiendo. De pronto volvió a sentir un regusto amargo en la boca, recordó las campanadas del amanecer, el vaso, la cama, esa cama de madera de acacia, el suelo de mosaico frío de la cocina, y sus labios dibujaron un mohín de amargura: «¡Una palangana con agua caliente!… ¡Qué diablos!… Si todos los días pongo a enjuagar los pies…—Detrás de él, un sollozo contenido le llegó a los oídos—. ¿Y a ti qué te ha dado?—La señora Schmidt, sin embargo, no respondió, se volvió avergonzada, el llanto le sacudía los hombros—. ¿Me oyes? ¿Qué te pasa?—La mujer lo miró, pero luego, como quien no le ve ningún sentido a hablar, se sentó sin decir palabra en el taburete junto al fogón y se sonó la nariz—. ¿Y ahora por qué callas?—insistió Futaki—. ¿Qué mosca te ha picado?». «¿Adónde vamos a ir?—estalló ella desesperada—. ¡En la primera ciudad nos pillará la policía! ¿No lo entiendes? ¡Ni siquiera nos preguntarán el nombre!». «Pero ¿qué tonterías dices?—la acalló Futaki, enfurecido—. Te sale el dinero por los bolsillos y tú…». «Pues de eso mismo estoy hablando—lo interrumpió la mujer—. ¡Del dinero! ¡A ver si a ti te queda un poco de cerebro! Largarse… Arrastrando ese maldito baúl… Como una panda de mendigos…». Futaki la reprendió enfadado: «Ya basta. Tú no te metas en esto. No te incumbe en absoluto. Lo que te toca es callar». La señora Schmidt estalló: «¿Qué dices? ¿Qué me toca?». «No he dicho nada—respondió Futaki en voz baja—. Y habla más bajo, que si no se va a despertar». Las horas transcurrían lentamente; por fortuna para ellos, el despertador llevaba tiempo sin funcionar y, por tanto, su tictac no les indicaba su paso; aun así, la mujer miraba las agujas inmóviles mientras removía la carne con salsa de páprika que se iba cocinando a fuego lento. Luego se sentaron con mirada apática ante los platos humeantes, a pesar de la continua presión de la señora Schmidt («¿A qué esperáis? ¿Vais a comer por la noche, calados hasta los huesos?»), no probaron bocado. No encendieron la luz, y eso que en la torturante espera comenzaron a desdibujarse los objetos que tenían delante, los santos cobraron vida en las paredes, a veces hasta daba la impresión de que alguien yacía en la cama, y para librarse de esas visiones de vez en cuando se miraban de reojo, si bien la expresión de los tres sólo reflejaba impotencia; sabían que no podían ponerse en marcha antes de caer la noche (pues estaban seguros de que o la señora Halics o el director estaban sentados detrás de la ventana observando el camino que conducía al Secadal, preguntándose cada vez más angustiados por qué tardaban Schmidt y Kráner casi medio día en llegar), pero ora Schmidt, ora la mujer no podían evitar levantarse dispuestos a partir en medio del crepúsculo prescindiendo de toda cautela. «Ahora van al cine—señaló Futaki en voz baja—. La señora Halics, la señora Kráner, el director de la escuela y Halics». «¿La señora Kráner? ¿Dónde?—preguntó sobresaltado Schmidt». Y se acercó a toda prisa a la ventana. «Tiene razón. Toda la razón del mundo», apuntó la señora Schmidt. «Tú calla», le gruñó su esposo. «No te precipites, amigo—lo calmó Futaki—. Esa mujer tiene cerebro. Hay que esperar a que oscurezca, ¿no? Y de este modo no levantaremos sospechas, ¿no es así?». Schmidt, refunfuñando, volvió a sentarse a la mesa y enterró la cabeza entre las manos. Futaki, desanimado, soplaba el humo junto a la ventana. La señora Schmidt sacó una cuerda del fondo del aparador y, como los cierres del baúl estaban oxidados y sus intentos de encajarlos habían resultado inútiles, ató éste firmemente, lo puso cerca de la puerta, se sentó al lado de su marido y juntó las manos. «¿Qué estamos esperando?—preguntó Futaki—. ¡Repartámonos el dinero!—Schmidt miró a la mujer—. ¿No tienes tiempo, amigo?—Futaki se incorporó y también se sentó a la mesa. Estiró las piernas, se rascó el mentón cubierto de cañones y clavó la vista en Schmidt—: Vamos, repartámoslo». Schmidt se frotó la sien: «Cuando llegue el momento lo recibirás, no te preocupes». «¿A qué esperas, amigo?». «Pero ¿por qué insistes tanto? Esperemos a que Kráner nos dé la otra parte». Futaki sonrió: «La cosa es muy sencilla. Repartimos lo que tengas. Luego, allá junto a la cruz, haremos lo mismo con el resto del dinero que nos corresponde». «Vale—dijo Schmidt—. Trae la linterna». «Ya lo hago yo—se levantó nerviosa la mujer. Y Schmidt extrajo del bolsillo interior de su gabardina un sobre lleno, mojado, atado con un cordel—. Espera—continuó la señora Schmidt, y limpió el mantel con un trapo—. Ahora…». Schmidt puso un papel arrugado ante las narices de Futaki («El documento—aclaró—, para que no creas que te quiero estafar»), quien le echó un rápido vistazo ladeando la cabeza y sentenció: «Vale, contemos». Puso la linterna en manos de la mujer y con mirada resplandeciente siguió el camino de cada billete, desde que salía de entre los dedos aporretados de Schmidt hasta que iba a parar a un montón creciente en el otro extremo de la mesa; poco a poco fue comprendiendo, se le esfumó la rabia que acumulaba, porque «realmente no es de extrañar que uno se confunda a la vista de tanto dinero y lo arriesgue todo por conseguirlo». Se le encogió el estómago, la boca se le llenó de pronto de saliva, el corazón le latió en la garganta, y mientras menguaba el fajo de dinero manchado de sudor por las manos de Schmidt y crecía el montón en el otro extremo de la mesa, lo cegó la luz temblorosa y saltarina de la linterna, como si la señora Schmidt le apuntara deliberadamente a los ojos, se mareó y a punto estuvo de desmayarse, volvió en sí al oír la voz ronca de Schmidt: «Es exactamente eso». Y cuando él llegó justo a la mitad, alguien apostado debajo de la ventana gritó: «¿Está usted en casa, señora Schmidt, querida?». Schmidt le arrancó la linterna a la mujer, la apagó, señaló la mesa y le susurró: «¡Escóndelo, rápido!». En un visto y no visto, la señora Schmidt recogió el dinero, lo ocultó en el sujetador y luego, formando las sílabas casi sin voz, susurró: «¡La se-ño-ra Ha-lics!». Futaki se puso de un salto entre el fogón y el aparador, con la espalda contra la pared, y en la oscuridad sólo se veían dos puntos luminosos fosforescentes, como si un gato estuviera allí agazapado. «Sal y mándala a la mierda», farfulló Schmidt, acompañó hasta la puerta a su mujer, que se detuvo un instante en el umbral, suspiró, luego salió al pasillo y se aclaró la garganta. «¡Ya voy!». «Si no ha visto la luz, nada se habrá perdido», susurró Schmidt a Futaki, aunque no creía realmente en ello, y cuando se escondió tras la puerta, se apoderó de él tal nerviosismo que apenas pudo quedarse en su sitio. «Si esa mujer se atreve a poner el pie aquí dentro, la estrangulo», pensó con determinación, y tragó saliva. Percibía que la sangre le latía ferozmente en el cuello, que la cabeza estaba a punto de estallarle: intentó orientarse en la oscuridad, pero al percatarse de que Futaki se apartaba de la pared, buscaba su bastón y se sentaba con estruendo a la mesa, creyó hallarse ante una visión de horror. «¿Qué diablos estás haciendo?», preguntó en un susurro, y comenzó a gesticular como un loco para que guardara silencio. Futaki, sin embargo, no se inmutó. Encendió un cigarrillo, levantó la cerilla encendida e indicó a Schmidt que se serenara, que se sentara él también. «¡Apágala, imbécil!», ordenó éste furioso desde detrás de la puerta, sin moverse, consciente de que el más mínimo ruido los delataría. Futaki, en cambio, permanecía sentado a la mesa con toda calma, soplando el humo y reflexionando. «Vaya estupidez es todo esto—pensó con tristeza—. Con lo viejo que es uno…, meterse en… semejante locura…». Cerró los ojos y vio ante sí la carretera desierta, se vio a sí mismo progresando andrajoso y extenuado rumbo a la ciudad, vio la explotación que se alejaba más y más hasta ser tragada por el horizonte; y entonces comprendió que perdería el dinero tan pronto como lo consiguiera, pues lo que intuía desde hacía tiempo se confirmaba en ese preciso momento: no solamente no podía, sino que tampoco quería marcharse, porque allí al menos podía recogerse a la sombra de su paisaje familiar, mientras que afuera, lejos de la explotación, quién sabía qué le esperaba. Ahora, sin embargo, una difusa intuición le sugería que esas campanadas matutinas, esa conspiración y esa aparición inesperada de la señora Halics estaban íntimamente relacionados, pues estaba convencido de que había ocurrido algo, lo cual explicaba la inusitada y prolongada visita… Y la señora Schmidt, que seguía sin volver… Inhaló nervioso el humo del cigarrillo y su imaginación volvió a llamear por un instante como el fuego que estaba a punto de apagarse mientras el humo flotaba con parsimonia a su alrededor. «¿Es posible que la vida vuelva a la explotación? ¿Que pronto traigan máquinas nuevas, que venga gente nueva y todo comience de cero? ¿Que arreglen las paredes, pinten de nuevo los edificios, pongan en marcha las bombas? ¿Que busquen a un mecánico?». La señora Schmidt estaba en el umbral, pálida. «Podéis salir de vuestros escondites», dijo con voz velada, y encendió la luz. Schmidt, entornando los ojos, se le acercó rápidamente: «¿Qué haces? ¡Apágala! ¡Pueden vernos!». La señora Schmidt meneó la cabeza: «Para ya. Todo el mundo sabe que estoy en casa, ¿no?». Schmidt, en un gesto forzado, asintió y cogió del brazo a su mujer. «¿Y? ¿Qué pasa? ¿Ha visto la luz?». «Pues sí—respondió la señora Schmidt—. Pero le he dicho que, nerviosa como estaba porque no regresabais, me había dormido. Que luego me he despertado y al encender la luz una bombilla se ha apagado de golpe, y ya está. La estaba cambiando cuando ella ha llamado, por eso había encendido la linterna…». Schmidt farfulló unas palabras de reconocimiento, pero enseguida se ensombreció de nuevo. «Y dime… A nosotros…, ¿a nosotros nos ha visto?». «No, seguro que no». Schmidt respiró aliviado: «¿Y entonces qué diablos quería?». La mujer puso cara de perplejidad: «Se ha vuelto loca», dijo en voz baja. «Ya era hora», observó Schmidt. «Dice—continuó dubitativa su esposa, posando los ojos ahora en Schmidt, ahora en Futaki, quien observaba con mirada tensa—, dice que Irimiás y Petrina se acercan por la carretera… ¡Que vienen hacia aquí, hacia la explotación! A lo mejor ya han llegado y están en la fonda…—Durante un minuto, ni Futaki ni Schmidt fueron capaces de abrir la boca—. Se cuenta que el revisor de la línea de autobús interprovincial…, que él los vio en la ciudad…—rompió el silencio la mujer, y se mordió los labios—. Y después se puso en marcha…, se pusieron en marcha a pie… rumbo a la explotación… con este tiempo infernal que hace… El revisor volvió a verlos en el cruce de Elek, pues tiene allí su granja e iba para casa». Futaki se levantó de un salto: «¿Irimiás? ¿Y Petrina?». Schmidt soltó una risotada: «Esta señora Halics realmente se ha vuelto loca. La Biblia le ha sorbido el seso». La señora Schmidt no se movió. Abrió los brazos como desconcertada, luego, de pronto, se dirigió hacia el fogón, se dejó caer sobre el taburete, apoyó los codos en los muslos y la cabeza en las manos. «Si es verdad—susurró, y sus ojos se iluminaron—, si es verdad…». Schmidt la interrumpió, impaciente: «¡Pero si están muertos!». «Si es verdad—dijo en voz baja Futaki, como si retomara el hilo del pensamiento de la señora Schmidt—, entonces… Entonces el pequeño Horgos mintió en su día…». La señora Schmidt levantó la cabeza y miró a Futaki: «Después de todo sólo lo sabemos por él». «Así es—asintió Futaki, y con manos temblorosas volvió a encenderse un cigarrillo—. ¿Os acordáis? Yo ya dije entonces que la historia me resultaba sospechosa… No sé por qué, algo no me gustó. Pero nadie me prestó atención… Y luego también me conformé». La señora Schmidt no le quitaba el ojo de encima a Futaki, como hipnotizada: «Mintió. El muchacho mintió, asídesimple. Es increíble. Muy, muyincreíble…». Schmidt, nervioso, miraba ahora a uno, ahora a la otra: «No se ha vuelto loca la señora Halics, sino vosotros dos. —Ni Futaki ni la señora Schmidt respondieron; se miraron—. ¿Has perdido la razón?—estalló Schmidt, y dio un paso hacia Futaki—. ¡Viejo cojo!». Pero Futaki meneó la cabeza: «No, no, amigo… A mi juicio, la señora Halics no se ha vuelto loca en absoluto—dijo dirigiéndose a Schmidt, y luego miró a la mujer y declaró—: Seguro que es verdad. Me voy a la fonda». Schmidt entornó los ojos y se obligó a serenarse: «Llevan muertos año y medio. ¡Año y medio! ¡Todo el mundo lo sabe! Esto no es para bromear. ¡No les creáis! ¡Es una trampa, nada más! ¿Entendéis? ¡Una trampa!». Futaki, sin embargo, ya no le prestaba atención; comenzó a abotonarse el abrigo: «Las cosas se arreglarán, ya veréis—sentenció, y la seguridad de su voz daba a entender que había tomado una decisión definitiva—. Irimiás—añadió con una sonrisa, apoyando la mano sobre el hombro de Schmidt—es un gran hechicero. Capaz de construir un castillo con bosta de vacas… Si quiere…». Schmidt perdió los estribos; agarró con un gesto espasmódico el abrigo de Futaki y lo atrajo hacia sí: «Tú eres todo bosta, amigo—dijo con una sonrisa forzada—, pero acabarás siendo estiércol, te lo aseguro. ¿Crees que voy a dejar que la mierda de gorrión que tienes por cerebro me perjudique? ¡Pues no, amigo! ¡No vas a interponerte en mis planes!». Futaki aguantó su mirada con tranquilidad: «Ni lo deseo, amigo». «Y entonces, ¿qué? ¿Qué pasará con el dinero?». Futaki inclinó la cabeza: «No tienes más que repartirlo con Kráner. Como si nada hubiera ocurrido». Schmidt se plantó ante la puerta, le cerró el paso. «¡Imbéciles!—gritó—. ¡Sois unos imbéciles! ¡Idos todos al carajo! Pero mi dinero—añadió levantando el dedo índice—lo dejáis sobre la mesa. —Lanzó una mirada amenazadora a su esposa—. ¿Me escuchas, desgraciada?… Vas a dejar el dinero aquí. ¿Entendido?». La señora Schmidt no se inmutó. Una luz insólita, peculiar, se encendió en sus ojos. Se levantó poco a poco, dio unos pasos hacia Schmidt. Los músculos se tensaron en su rostro, sus labios se afilaron, y Schmidt se vio frente a tal radiación de burla y de desprecio que sin querer comenzó a retroceder, mirando cohibido a su mujer. «No grites, payaso—le intimó la señora Schmidt en voz muy baja—. Yo me voy. Tú haz lo que quieras». Futaki se frotó la nariz: «Amigo—dijo quedamente—, si ellos de verdad están aquí, no podrás escapar de Irimiás, lo sabes perfectamente. ¿Y entonces?». Schmidt, ya sin fuerzas, se acercó a la mesa y se dejó caer sobre una silla: «¡Un muerto esucitado!—farfulló—. Y éstos se lo tragan… Ja, ja, ja, es de risa. —Dio un gran golpe a la mesa con el puño—. ¿No veis en qué consiste el juego? Se han olido algo y ahora quieren hacernos salir del escondite… Futaki, amigo, a ver si a ti al menos te queda una gota de sentido común…». Futaki, sin embargo, no le prestaba atención. Se puso delante de la ventana y con las manos cruzadas a la espalda dijo: «¿Os acordáis? Llevábamos nueve días esperando nuestra paga, y él…». La señora Schmidt lo interrumpió con tono severo: «Siempre nos sacó del atolladero». «Traidores de mierda. Debería haberlo sabido», gruñó Schmidt. Futaki se apartó de la ventana y se detuvo a su espalda: «Si no te lo crees—propuso—, mandemos a tu mujer… Que diga que te está buscando a ti, que no sabe dónde estás… Etcétera…». «Aun así puedes estar seguro de que es verdad», señaló ella. El dinero seguía en el sujetador de la señora Schmidt, pues su marido también lo consideraba el lugar más seguro, aunque quería reforzarlo con alguna cinta; a duras penas consiguieron que volviera a sentarse, pues ya se disponía a ir a buscar algo. «Vale, entonces me voy», dijo la señora Schmidt, se puso a toda prisa la gabardina, así como las botas, y enseguida desapareció en la oscuridad evitando los charcos en los profundos baches de la carretera que llevaba a la fonda; ni una sola vez se dio la vuelta para mirar atrás. Allí los dejó, dos caras lavadas por la lluvia que se desdibujaban en el cristal de la ventana. Futaki lió un cigarrillo y sopló el humo contento, esperanzado; desapareció de él toda tensión, se sentía ligero y contemplaba con gesto reflexivo el techo: pensaba en la sala de bombas de la nave de maquinaria, oía ya las máquinas que llevaban años inmóviles, sin vida, los motores que se ponían en marcha a duras penas, tosiendo y gimiendo, e incluso le dio la impresión de percibir cierto olor a recién pintado… En eso, oyeron que se abría la puerta de entrada. A Schmidt apenas le dio tiempo a reaccionar, pues la señora Kráner ya estaba hablando: «¡Aquí están! ¿Se han enterado ustedes?». Futaki se incorporó asintiendo con la cabeza y se caló el sombrero. Schmidt, abatido, seguía sentado, con los brazos apoyados en la mesa. «Mi marido—explicó atropelladamente la señora Kráner—ya se ha ido, sólo me ha mandado para que se lo contara por si no lo sabían aún, aunque seguro que se han enterado, he visto por la ventana que la señora Halics ha pasado por aquí, ahora mismo me voy, no quiero molestarlos, y el dinero, me manda decir mi marido, el dinero que se vaya al carajo, no es cosa para nosotros, ha dicho, pues sí, tiene razón, no estamos para andar huyendo y escondiéndonos como fugitivos, sin una noche en paz, la verdad que no, y además, ya verán ustedes… Irimías y también Petrina… Sabía que no era cierto, que aquí me quede yo petrificada si no me resultó siempre sospechoso ese muchacho, ese taimado, el hijo de los Horgos, hasta su mirada es torva, y podrán comprobar ustedes mismos que se lo inventó todo, y nosotros que lo creímos, por supuesto que sí, desde el comienzo…». Schmidt observaba con suspicacia a la señora Kráner: «¿También estás metida en esto, no?», preguntó, y soltó una breve risa. La señora Kráner frunció el ceño y, turbada, se marchó. «¿Te vienes, amigo?», preguntó Futaki, y se detuvo por un instante en el umbral. Schmidt iba delante, seguido por el renqueante Futaki; el viento impulsaba hacia atrás los faldones de su abrigo, iba tanteando el camino con el bastón para no desplomarse en el barro en plena oscuridad, mientras la lluvia caía implacable, fundiendo los insultos de Schmidt con sus palabras confiadas y alentadoras que iba repitiendo una y otra vez: «¡No te preocupes, amigo! ¡Ya verás, viviremos como reyes! ¡Como reyes!».

viernes, 3 de octubre de 2025

“Alfaguara S.A.: Verdulería de Letras y Pulpería de Autores” DR. ENRICO PUGLIATTI



 Aunque Alfaguara no publica una cifra oficial, se estima que su catálogo actual incluye entre 500 y 1,000 autores activos, considerando sus ediciones en España, América Latina y el mercado internacional. Esta cifra incluye:

Autores consagrados como Mario Vargas Llosa, Rosa Montero, Javier Marías, Isabel Allende.

Nuevas voces latinoamericanas y españolas que se incorporan cada año.

Traducciones de autores internacionales (como Ian McEwan o Zadie Smith).

Autores de literatura infantil y juvenil bajo el sello Alfaguara IJ.

¿Por qué no hay una cifra exacta?

El catálogo está en constante movimiento: se publican novedades, se reeditan clásicos, y algunos títulos salen de circulación.

Alfaguara forma parte del grupo Penguin Random House, lo que amplía su red editorial y complica el conteo aislado.

 Alfaguara como verdulería editorial

Lo que alguna vez fue un templo de la narrativa hispánica hoy parece un mercado de pulgas literario. Alfaguara, otrora bastión de prestigio y curaduría estética, ha caído en la tentación del número: demasiados autores, demasiadas voces, demasiado ruido. Su catálogo actual, más que una constelación de talentos, se asemeja a una verdulería editorial, donde se exhiben títulos como tomates maduros, cebollas lloronas y plátanos verdes, aun sin estilo.

¿Dónde quedó la selección rigurosa?

Publican como quien vende aguacates: por volumen, no por maduración.

El prestigio se diluye entre nombres que entran y salen como en una pulpería de barrio: hoy hay jabón, mañana hay poesía, pasado mañana hay thriller con olor a detergente.

El lector ya no distingue entre una novela de peso y una ocurrencia de supermercado. Todo está mezclado, todo es “novedad”.

La estética del montón

Alfaguara ha confundido diversidad con dispersión.

Su catálogo parece diseñado por algoritmos de marketing, no por editores con criterio.

¿Qué sentido tiene publicar 800 autores si 700 de ellos no resisten una segunda lectura?

jueves, 2 de octubre de 2025

El caballero del hongo gris (1928) RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA


 

El caballero del hongo gris (1928) es una novela folletinesca de Ramón Gómez de la Serna que satiriza el mundo de los negocios, la apariencia y la superficialidad social a través de un personaje tan escurridizo como simbólico: Leonardo, un estafador elegante que recorre Europa cambiando de ciudad para escapar de sus propios engaños.

 El hongo gris como emblema En una tienda de París, Leonardo compra un sombrero de hongo gris y descubre que, al llevarlo, la gente lo percibe como alguien importante. A partir de ese momento, el sombrero se convierte en su amuleto de poder, su insignia de éxito y su máscara social. El “hongo gris” no es solo un accesorio: es un símbolo de la ilusión, del prestigio vacío, del camuflaje que permite al protagonista prosperar en un mundo de apariencias.

Estilo y subversión Gómez de la Serna, maestro de la greguería y del humor vanguardista, construye aquí una novela que mezcla sátira, absurdo y crítica social. Leonardo no es solo un estafador: es un reflejo de la modernidad, del capitalismo teatral, del individuo que se reinventa a través del atuendo y la astucia.

Investigación y colaboración: Dr. Enrico Giovanni Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

***

PRÓLOGO

Ramón Gómez de la Serna y Puig (Madrid, 1888 - Buenos Aires, 1963) fue, probablemente, el escritor de mayor genio específicamente literario de las letras hispánicas contemporáneas; quiero decir que ha sido no sólo el más «biológicamente» escritor, por como fundió en una misma cosa literatura y vida, y como incorporó al proceso de creación literaria todos los resortes de lo consciente y lo subconsciente, sino también por la manera en que contribuyó a hacer de aquella creación una «cosa estética nueva», una obra de arte, autónoma y suficiente, superior a todo mensaje o compromiso: literatura pura, prototipo, entre otras cosas, de lo que Ortega llamó el arte «deshumanizado» de entreguerras.

Aunque realmente pasó Ramón por tres etapas vitales y literarias muy diferentes, de distinto significado y calidad:

Su tiempo de formación, que llega hasta 1912 (a los 17 años publicó su primer libro), es de tendencia reformista, filosófica y social; pero en él, junto a la creación de aquel teatro patético y trascendental de su mocedad (los 14 dramas de su «teatro en soledad», donde hay una anticipación de Ionesco, de O’Neill, de Pirandello) y a las arrebatadas biografías de los que él llamaba sus «antepasados» literarios (Wilde, Villiers de L’Isle Adam, Bauville, Nerval, Poe, Lautréamont, Barbey d’Aurevilly, Gourmont, Baudelaire), proclama las bases de su revolución estética, que salta ya al público hacia 1912.

Durante esos años viaja por Europa y asiste en París al difuso nacimiento de los movimientos artísticos de «vanguardia» conoce a Picasso, a Bretón, a Apollinaire, mientras él está ya proclamando en España su nueva y propia estética, al leer con escándalo, en el Ateneo de Madrid, en 1909, su Concepto de la nueva literatura.

En seguida Ramón encabezaba su actividad de promotor de vida literaria y, ya en 1914, funda su famosa tertulia de Pombo; allí, en los años de la Primera Gran Guerra reúne todo lo nuevo de España y de la Europa en guerra que ha venido a refugiarse aquí convirtiendo el viejo café en un cenáculo, universal, por el que durante veinte años habrá de pasar la más significativa vida intelectual de la época. Se abre entonces la segunda época central y jovial del escritor, en la que el «ramonismo», con la invención de la greguería, se convierte en eje de la nueva literatura.

Los años de la Primera Gran Guerra son los que asientan los pilares de su fama, con «El Rastro», «El Circo», «Senos», «El Alba», etc.; los periódicos rechazan con escándalo sus greguerías, y, sin embargo, su fecundísima producción, que alcanza a todos los géneros literarios, con excepción de la poesía, y la facundia personalísima de su fabuloso ingenio, le convierten en el maestro de los jóvenes. Su alegre y efectiva «cátedra» está en su tertulia y en su peculiarísimo estudio del torreón de la calle de Velázquez; donde, rodeado de un orbe mágico de rutilantes objetos del Rastro, de espejos, estrellas, estampas, carátulas, raros cuadros y extrañas estatuillas, trabaja como un asceta durante catorce horas diarias, escribiendo hasta el alba en mesas distintas y diferentes borradores varios libros a la vez, bajo la mirada impasible de su muñeca de cera. Ramón se convierte en el adelantado del arte europeo de entreguerras, y su despacho, encendido toda la noche, es, dirá Valéry Larbaud, «luz de navío en las avanzadas de Europa».

Pero son los años veinte, cuando Ramón anda en la treintena de su edad, los de su definitiva consagración; la cual, como suele acontecer, tiene lugar fuera de España: en París, en un memorable homenaje intelectual del Cercle Littéraire International que tiene lugar en el Circo Americano, y también allá en América, en la revista «Martín Fierro». De entonces data su enorme popularidad en Italia, en Portugal, en Francia, y los primeros estudios sobre su innovadora obra. Hace sus primeros viajes a América cuando, al tiempo que a Charles Chaplin, se le nombra miembro de la Academia Francesa del Humor, en una apoteosis de la fama que se contagia, al fin a España. Aquí es también amigo de Valle-Inclán, de Azorín, de Unamuno, y sobre todo de Ortega, en cuya «Revista de Occidente», foco de la vida intelectual española del tiempo, brilla con luz propia, como maestro de los jóvenes. Escribe incansablemente libros, novelas cortas y largas, ensayos, greguerías e infinidad de artículos en la prensa; en cuya principal tribuna, «El Sol», tiene lugar de preferencia. Lleva ya publicados más de medio centenar de libros y pronunciadas numerosísimas conferencias, que son a la vez espectáculos de humor nuevo: desde el lomo de un elefante, vestido de Napoleón, de torero, de «medio ser»… A veces, muy celoso de su trabajo, se refugiaba fuera de España para escribir tranquilo: en Portugal, donde llegó a hacerse, frente al mar de Estoril, un chalet que se llevaría la trampa; o en Nápoles, o en París…, pero siempre su nostalgia de Madrid le devolvía a su querida ciudad, a su alegre tertulia sin la cual no podía vivir.

La década de los años treinta va a variar profundamente su vida. Al comienzo, coincidiendo con el ruidoso estreno de su innovadora farsa «Los medios seres», pone fin a su larga relación con la escritora Carmen de Burgos, y en seguida conoce, en un viaje triunfal por Hispanoamérica, a Luisa Sofovich, escritora argentina con la que contraería matrimonio. Hay otro inmediato viaje, ya en compañía de Luisa, a América, donde da un ciclo de conferencias espectaculares, para las que, entre otras muchas cosas, se lleva, enrollado bajo el brazo, su ya famoso cuadro de la Tertulia de Pombo, pintado por Solana. Al regreso, mientras la vida española se agita agriamente en el preámbulo de la guerra civil, Ramón tiene que hacer frente a una gravísima enfermedad de su mujer y escribe, con la muerte sentada en su propia casa (que ya no es el glorioso torreón), la biografía de El Greco, la cual es la primera señal de una nueva época, ya no jovial, como hasta entonces, sino patética, en la que va a pasar de la «deshumanización» a la «rehumanización» de su arte literario, llenándolo de un contenido trascendente que, en cierto modo, empalma con el patetismo de su mocedad.

Sin embargo, la greguería sigue siendo el alma de su obra, porque es precisamente su fórmula de expresión literaria genuina, con la que penetra en todos los géneros que con tanta fecundidad cultiva: teatro, biografía, ensayo, novela grande, cuento, ensayo matritense. El humor no es sino un elemento más en su manera de desvelar sorpresivamente la realidad, y ha de ceder su lugar, paso a paso, al nuevo pathos del escritor. La greguería misma ha de teñirse, después, de ese otro estilo humanista y quevedesco, patético, de la última época de su vivir.

En realidad, en su nueva vida en Buenos Aires es donde se despliega definitivamente esta tercera etapa del arte ramoniano. Rechazando la guerra civil que asola a su patria, Ramón, a los 48 años, en la madurez de su vida y en la cumbre de su fama, tiene que empezar de nuevo en Buenos Aires, enfrentándose, en unos primeros años difíciles, con el sentido de su propia existencia y de su destino de escritor. Huyó del Madrid en guerra en el verano de 1936, para instalarse, al fin, en un piso alto de la calle de Hipólito Irigoyen, donde va reproduciendo, poco a poco, el mundo de su estudio matritense, cubriendo paredes, techos, puertas y ventanas con un profuso estampario multicolor que tapaba los huecos del recuerdo y el olvido y le hacía vivir, en pleno Buenos Aires, como si aún estuviese en la fantasmagoría de su torreón de la calle de Velázquez.

Pronto impuso su genio en América; reanudó luego su comunicación con España por medio de un flujo semanal de greguerías que publicaba los domingos «Arriba» y luego, al final, «ABC». Reeditó sus cosas allá y publicó aquí y allá las nuevas que iba produciendo sin cesar. En la primavera de 1949 volvió a España, en breve visita invitado por el Ateneo de Madrid, y vivió entonces, en medio de cordiales homenajes, las últimas jornadas de un Pombo fantasmal, evocado como un espíritu y en medio de un tiempo distinto.

Regresó a América con la mente puesta en España y soñando con una definitiva vuelta. Pero ya América le retenía tenazmente; casi la mitad de su ingente producción literaria había nacido allá y el regreso se hacía imposible. Es la hora de sus grandes biografías de Valle, de Quevedo, de sus «Cartas a las golondrinas», de sus últimas novelas madrileñas, de su fabulosa «Automoribundia»; de sus bodas de oro con la literatura, con el homenaje de todas las editoriales argentinas, mientras en España empiezan a aparecer sus «Obras completas».

Pero él sigue trabajando como un asceta de la pluma, durante muchas horas diarias, para poder vivir decorosamente. El Parlamento argentino, ya en los últimos años, vota una pensión extraordinaria para que el glorioso escritor español pueda tener una vejez más descansada; aunque él no concibe la vida sin la posibilidad de la creación literaria y se aferrará hasta el final a la producción de sus greguerías, batiéndose con ellas como un general en su última batalla.

Por entonces Pablo Neruda pide, desde Brasil, el Nobel para él; y cuando, poco después, le llega desde Madrid el Premio March, que podía asegurar el descanso de sus últimos años, es demasiado tarde: Ramón estaba ya herido de muerte en una clínica de Buenos Aires. Aún pudo recuperarse un poco y resistió un año más, hasta morir, en medio del mágico mundo de sus cosas, en la madrugada del 5 de enero de 1963. Luego se trajo a Madrid su cuerpo, para darle tierra, junto a Mariano José de Larra, en la Sacramental de San Justo, a la orilla del paisaje de su sangre. Entonces su ciudad le rindió los máximos honores colocando, ya sobre el pecho de tabla de su féretro, la Medalla de Oro de la Villa en la que había nacido 74 años atrás, y a la que él mismo había inventado nueva vida, alegre y fabulosa.

La novela que ahora se presenta en esta edición, «El caballero del hongo gris», «folletín moderno», publicada por primera vez en 1928 por la Agencia Mundial de Librería, es una de las más características de la época central y jovial de Ramón, muy representativa de su humorismo de entonces y dotada plenamente de todos los elementos, destructores y enriquecedores, que la estética de la greguería introdujo en el arte de novelar. Ya recordé antes que Ramón cultivó también la novela, como todos los demás géneros, y acaso no sería ocioso añadir ahora que no fue ésa una dedicación ocasional, sino, por el contrario, persistente durante toda la vida del escritor y particularmente fecunda durante esa etapa central, que dura hasta la guerra civil. Diecinueve «novelas grandes», según él gustaba de llamar a la novela, y varios tomos de novelas cortas —que suman más de sesenta narraciones— cuentan en el haber del escritor, que ya desde la primera de aquéllas, «La viuda blanca y negra», de 1917, y sobre todo desde «El incongruente», en 1922, vienen a constituir, como dice Ramón, un «grito de evasión en la literatura novelística al uso». Esa evasión llega al punto culminante de su proceso de ruptura con el molde tradicional en las novelas de última hora: las llamadas «novelas de la nebulosa». —«¡Rebeca!» (1936) y «El hombre perdido» (1947)— y las «novelas superhistóricas». —«Doña Juana la Loca», «El caballero de Olmedo», «Doña Urraca de Castilla», «Los siete Infantes de Lara», «La emparedada de Burgos» y «La Beltraneja» (1944)—. No obstante, en la última de todas sus obras de este género, la novela madrileña «Piso bajo», de 1961, vuelve a acercarse, al menos en cuanto a la estructura del relato, al modo clásico de novelar.

Pero conviene advertir, siquiera sea sumariamente, en qué consisten las principales innovaciones y alteraciones introducidas por Ramón en el arte de novela al condicionarlo a la nueva estética disgregadora y recreadora de la greguería. Semejante alteración no está, por supuesto, únicamente en la enorme amplitud y variedad de la temática novelable abarcada por el autor; la cual, en verdad, constituye, como escribió Guillermo de Torre, una «revisión novelizada del cosmos». Lo importante es que por esos «agujeros de la prosa», practicados en ella por la greguería, se establece una decisiva circulación de aire literario que se lleva de calle algunos elementos connaturales a la novela clásica y trae de fuera un interesantísimo material que llena, con sustancia estética distinta, los huecos o fisuras creados por aquella «evasión».

En realidad, lo que Ramón, obediente a su peculiar «modo de experiencia», persigue con la novela —lo mismo que con cualquier otro género— es, como he escrito en otro lugar, la expansión reverberante de toda realidad que resulte atravesada, de un modo o de otro, por el hilo novelesco; se trata de provocar una serie de explosiones atomizadoras y reveladoras de «realidad», se relacione ésta o no directamente con la trama novelable; lo cual es, ciertamente, un propósito que rebasa y va contra el clásico «hermetismo» de la novela, con el que se pretende, como es sabido, crear un mundo cerrado y concluso que absorba por entero la atención del lector y la intensidad de la narración. Ello crea una discontinuidad en la estructura del relato, en el mundo que suscita y en la «presentación» de los personajes, lo cual hace que a veces se pierda el lector en la aglomeración de elementos, en la fragmentación y yuxtaposición de planos que produce. Esa «nebulosa» de nueva realidad, que penetra y escapa por la porosidad de la prosa, amenaza la estabilidad del hilo argumental y acaso debilita su densidad; pero, en cambio, trae de fuera un enorme enriquecimiento de realidad, aumentando los puntos de vista y la capacidad expresiva de las cosas, los ambientes, los personajes y su mundo.

Aparte de que nunca se pierde la nervadura central, más sólida en la serie de novelas que podríamos llamar costumbristas —casi todas madrileñas: «La Nardo», «El torero Caracho», «Las tres Gracias», «Piso bajo»…—, lo que ocurre en la novela de Ramón es que, gracias a esa «porosidad» que señalaba, por la que penetra una marea de realidad, lo que entra también en la novela es, en definitiva, una invasión jovial y dominadora de literatura pura: de arte literario, según antes decía, como «cosa estética nueva», autónoma y suficiente, que, dándole un giro al arte de novelar, viene a revitalizar el género, sacándole —lo que en su época fue una radical innovación— del apelmazado casillero del realismo posgaldosiano en que vegetaba sin pena ni gloria.

«Lo que menos merece la vida —escribió Ramón— es la reproducción fiel de lo que aparenta suceder en ella»; por eso él dedicó su genio a inventarla de nuevo, a aumentarla en una operación creadora cuyas fuentes brotaban vitalmente de todo su ser de escritor, en lo consciente y lo subconsciente, en el claro mundo del pensamiento y en el sorpresivo de los secretos, las adivinaciones y las revelaciones, donde habita la mágica y salvacional fecundidad de la existencia.

miércoles, 1 de octubre de 2025

MIGUEL DELIBES OBRAS COMPLETAS FRAGMENTO


 

Miguel Delibes Setién (Valladolid, 1920–2010) fue uno de los grandes novelistas españoles del siglo XX, miembro de la Real Academia Española desde 1975 (silla «e») y galardonado con premios como el Nadal, el Príncipe de Asturias y el Cervantes.

🖋️ Perfil literario y temático

  • Estilo: Realismo sobrio, con una prosa clara y profunda, marcada por la observación directa y el compromiso ético.

  • Temas centrales:

    • El mundo rural castellano y sus injusticias sociales.

    • La infancia como territorio de memoria y pérdida.

    • La crítica a la pequeña burguesía y la violencia urbana.

    • La caza, la naturaleza y la vida sencilla como refugio espiritual.

    • El duelo y la muerte, especialmente tras la pérdida de su esposa Ángeles de Castro.

📚 Obras destacadas

TítuloAñoNotas
La sombra del ciprés es alargada1948Premio Nadal; visión existencial sobre la muerte.
El camino1950Retrato de la infancia rural.
Las ratas1962Denuncia de la miseria en Castilla.
Cinco horas con Mario1966Monólogo interior cargado de crítica social.
Los santos inocentes1981Adaptada al cine por Mario Camus; crítica al caciquismo rural.
Señora de rojo sobre fondo gris1991Elegía a su esposa fallecida.
El hereje1998Novela histórica sobre la Reforma en Valladolid; considerada su testamento literario.

🧭 Legado

Delibes fue un cronista ético de la España profunda, un defensor de la dignidad humana frente a la injusticia y el olvido. Su obra, profundamente ligada a Valladolid y al campo castellano, es también una meditación sobre el paso del tiempo, la memoria y la resistencia silenciosa.


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Colección: Palabras Mayores Editorial: Leer-e
            Director editorial: Ignacio Latasa
            Diseño portada: Leer-e

 

© Herederos de Miguel Delibes, 2007 para Obras Completas I

La sombra del ciprés es alargada, 1948

Aún es de día, 1948

El camino, 1950

Mi idolatrado hijo Sisí, 1953

La partida, 1954

© de esta edición, 2014
            ºLeer-e
            ºwww.leer-e.es

ISBN: 978-84-9071-217-7

Distribuye: Leer-e 2006 S.L.
            C/ Monasterio de Irache 74, Trasera.
            31011 Pamplona (Navarra)

 


  Miguel Delibes

 

 Obras Completas, Volumen I

 

El Novelista

 

  La sombra del ciprés es alargada

 

1948

 

 

 

 


A mis padres

 

A mi mujer

 

A mi hijo

 

 

 

 

 

 

¿Por qué esta ansia, este amor estos supremos
anhelos en el hombre? ¿Por qué existe
un destino de amar, bárbaro y triste,
en la ruina de carne que movemos?

 

M. A. ALCALDE, Hoguera viva

 

 


  LIBRO PRIMERO

 

 

«Un amigo hace sufrir tanto como un enemigo».

 

Proverbio árabe

 

 

  I

 

Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer. No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima pausado y retraído de esta ciudad el que determinó, en gran parte, la formación de mi carácter.

De mi primera niñez bien poco recuerdo. Casi puede decirse que comencé a vivir, a los diez años, en casa de don Mateo Lesmes, mi profesor. Me acuerdo perfectamente, como si lo estuviera viendo, del día que mi tutor me presentó a él...

Se iniciaba ya el otoño. Los árboles de la ciudad comenzaban a acusar la ofensiva de la estación. Por las calles había hojas amarillas que el viento, a ratos, levantaba del suelo haciéndolas girar en confusos remolinos. Hicimos el camino en la última carretela descubierta que quedaba en la ciudad. Tengo impresos en mi cerebro los menores detalles de aquella mi primera experiencia viajera. Los cascos de los caballos martilleaban las piedras de la calzada rítmicamente, en tanto las ruedas, rígidas y sin ballestas, hacían saltar y crujir el coche con gran desesperación de mi tío y extraordinario regocijo por mi parte.

Ignoro las calles que recorrimos hasta llegar a la placita silente donde habitaba don Mateo. Era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y ecos extraños.

Del otro lado de la plaza, cerraba sus confines una mansión añosa e imponente, donde un extraño relieve, protegido en una hornacina, hablaba de hombres y tiempos remotos; hombres y tiempos idos, pero cuya historia perduraba amarrada a aquellas piedras milenarias.

Cuando descendimos del coche experimenté una sincera vocación de ser auriga. Tenía el cochero un aspecto imponente encaramado en su sitial delantero, con los pies cubiertos por una media bota acharolada y unas polainas blancas protegiéndole sus piernas delgadas y sin forma. Pero mi tío, que no debía de sentir hacia él el mismo respeto que yo, le despidió tan pronto pusimos nuestras humanidades en tierra.

—Antes de nada —me dijo mi tío al verse a solas conmigo—, para cuando lo necesites, sabe que tu padre se llamó Jaime y tu madre María. —(En toda mi vida tuve otra idea de mis padres. En adelante, siempre que sus nombres debían figurar en algún documento, lo hice constar así, añadiendo, entre paréntesis, «fallecido», aun cuando, en realidad, nadie me hubiera asegurado tal desenlace.) Acto seguido mi tío desvió sus consejos hacia otro lado—: Estáte formal; procura causar a este hombre una buena impresión; no enredes ni te hurgues en las narices. En fin, pórtate como un caballero.

Dicho esto, nos acercamos a la casa, cuya fachada no podía ser más deprimente. (Tenía sólo dos pisos y, debajo, un entresuelo con ventanas bajas en vez de balcones. La parte izquierda de la casa tenía una sola fila de huecos aun cuando su superficie era más amplia que la de la derecha, recordando, por su especial asimetría, el desequilibrio de la faz de un tuerto.) Mi tío anduvo un poco desorientado desde que entramos en la casa. Todo se le hacía mirar y remirar con atención todas las puertas con que tropezábamos. A tal punto llegó su falta de dominio de la situación, que me subió hasta el segundo piso sólo para preguntar si vivía allí don Mateo Lesmes. Le dijeron que el señor Lesmes vivía abajo, en el entresuelo, y tuvimos que deshacer el camino andado, sin rechistar. (Pensé, para mí, que en contra del sistema de mi tutor, si se ignora el piso de la persona que buscamos, resulta más provechoso preguntar abajo que subir hasta el último piso, para luego, a lo mejor, tener que volver a bajar. No le dije nada, sin embargo, porque ya me había encarecido, en reciente ocasión, que le molestaba que un mocosuelo como yo tratase de enmendar sus decisiones.)

Antes de llamar, mi tío me estiró la corbata y me advirtió de nuevo sobre la necesidad de que me comportara correctamente en presencia de don Mateo; después tomó el llamador en su mano y la vieja casa retembló bajo el eco de dos poderosos golpes. Cuando me entretenía mirando las estrechas y polvorientas escaleras que arrancaban de mis pies, se abrió la puerta y mi tutor, tomándome de la mano, penetró en la casa. Una mujer indefinible nos había abierto. Quedóse parada al vernos entrar tan resueltamente, agarrándose, con cuatro dedos, las dos puntas bajas de su delantal. Al cabo de un rato nos espetó:

—¿Por quién preguntan ustedes?

(Recuerdo el gozo que me produjo este primer triunfo de mi honorabilidad. Nunca, hasta el momento, me llamaron de «usted», y el hecho de que aquella mujer me parangonase en dignidad con mi tutor me ocasionó un íntimo regocijo. Entonces no advertía yo lo raro que hubiese sido que la mujer dijera: «¿Por quién preguntan usted y el niño?», en vez de: «¿Por quién preguntan ustedes?»; de aquí que considerase aquel trato como el mayor triunfo, hasta entonces, de mi yo personal e independiente.) Mi tío respondió que buscábamos al señor Lesmes. La señora, con cara inexpresiva y sin soltar las puntas de su delantal, nos dijo que su «marido» acababa de salir, pero que no tardaría en regresar porque esperaba nuestra visita aquella tarde.

Al oír mi tutor que la mujer hablaba de «su marido» la saludó cortésmente, deseándole buena salud. Ella contestó, sin inmutarse, que lo mismo nos deseaba a nosotros, indicándonos, acto seguido, que pasáramos y nos sentáramos. Lo hicimos en una salita muy linda y aseada y, una vez allí, la señora nos dejó solos, pidiéndonos perdón antes de hacerlo.

Entonces pude fijarme a mi antojo en lo que me rodeaba. Los muebles se parecían mucho a los de la sala de la casa de mi tío. En ambas, sobre todo lo demás, predominaban los asientos. En ésta había un pequeño sofá, forrado de raso rojo, lo mismo que las sillas y las butacas. Encima del sofá había un espejo con marco dorado, rematado por un copete de dibujos retorcidos. En un rincón, un velador negro de patas gruesas e historiadas, con un mármol encima, sostenía una extraña cajita y un osado florero lleno de rosas de tela con muchas manchitas de mosca. Los tabiques y el techo estaban decorados de un vivo papel rameado. En el ángulo opuesto al del velador había un piano negro abierto, mostrando los dientes cariados de sus teclas, con mucho adorno encima. Al lado del piano una librería baja con varios tomos de La Ilustración Española y Americana.

Mi tío se sentó con una pierna sobre la otra en una de las butacas. Yo lo hice en el sofá, muy cerca de él, con un cierto temor hacia aquella casa que, en adelante, iba a ser mía por bastante tiempo. Ninguno de los dos dijimos nada durante diez minutos que tardó en regresar don Mateo. Cuando éste entró, mi tío se levantó y yo le imité.

Era don Mateo un hombre bajito, de mirada lánguida, destartalado y de aspecto cansino. Sonrió a mi tío al estrecharle la mano y a mí me acarició el cogote con fría cordialidad. Luego nos sentamos los tres y mi tutor y don Mateo se enredaron en una conversación interminable sobre enseñanza, carreras y honorarios. Mientras la conversación giró sobre los dos primeros temas me pareció observar que don Mateo hablaba sobre ello con la laxitud y desgana de quien cumple una obligación habitual. Cuando se abordó, en cambio, el tema de los honorarios, sus ojos, naturalmente apagados, se animaron con una chispita de codicia. De esto deduje que don Mateo no era un hombre a quien sobraran recursos para vivir. Por mi parte, lo único que saqué en limpio de aquella hora interminable fue que mi tío deseaba desentenderse de mi educación y que don Mateo se encargaría de ella hasta que yo concluyese el Bachillerato. Otra conclusión que extraje de aquel juego de palabras fue la de que yo quedaría de pupilo en casa del señor Lesmes en tanto se completaba mi formación moral e intelectual, es decir, más o menos, durante siete largos años. Estas conclusiones iniciales favorecían a mi tío Félix y perjudicaban a mi maestro y a mí. La definitiva favorecía a don Mateo y perjudicaba a mi tutor, siéndome a mí indiferente; el señor Lesmes podría retirar mensualmente del banco ochocientos reales en concepto de honorarios y gastos de manutención. Mi tío justificó su desapego hacia mi pobre humanidad alegando las muchas dificultades que le creaba su nuevo cargo de representante de no sé qué casa comercial.

Una vez rematados estos extremos mi tutor se puso en pie, aprovechando los breves instantes que restaban hasta su inminente despedida en ensalzar y loar mis cualidades físicas, espirituales e intelectuales, cosa que hasta este día jamás oyera en sus labios. Ante mi asombro don Mateo sonrió, asegurando que observaba en mi cara esas maravillosas dotes que mi tío Félix acababa de atribuirme un tanto arbitrariamente. Eran tan falsas unas y otras manifestaciones que, a pesar de mi corta edad, no dejé de ver que las de mi tío las patrocinaba su ferviente deseo de deshacerse de mí y las de mi futuro maestro los pingües honorarios y gastos de manutención que mi alimento físico e intelectual le procuraría. A poco mi tío estrechó la mano de aquel hombre, quien, por su parte, retuvo la de mi tío con un calor impropio de dos personas que acababan de conocerse, aprovechando además la solemne despedida para volver a acariciarme el cogote, esta vez con el calor interesado que pondría un granjero en dar el pienso a su vaca de leche. Todo quedó en que yo me incorporaría a la vida íntima de don Mateo en la noche del día siguiente.

En las veinticuatro horas que siguieron viví una vida de expectativa. No hallaba en mis juegos las sensaciones arrobadoras de mejores días, y únicamente mi próximo destino ocupaba todos mis pensamientos. Después de comer, mi tío me ordenó preparase mis cosas en compañía de Elena, su vieja criada. Así lo hicimos y antes de las ocho partía yo de aquella casa en el mismo coche de caballos que la tarde anterior.

Cuando me apeé en la puerta de don Mateo me invadió una sensación de soledad como no la había sentido nunca. Me hacía el efecto de que nadie en el mundo daría un paso por afecto hacia mí. Yo era un estorbo que únicamente por dinero podía aceptarse. Cuando llamé débilmente en la puerta del señor Lesmes mi mano temblaba. No ignoraba que con un paso más, franqueando aquel umbral, inauguraría una era decisiva de mi existencia. Salieron a recibirme don Mateo y su esposa. Aquél me acogió con una sonrisa y me preguntó por mi tío; ésta me saludó fríamente sin dejar de agarrar las esquinas de su delantal, como si en realidad no se hubiese movido de la postura en que la dejáramos la noche anterior.

No me pasaron a la salita del piano como yo esperaba. (Más tarde me convencí de que era ésta una de esas habitaciones de estar donde no se está nunca.) Me condujeron a un cuarto de pequeñas proporciones, situado enfrente de la salita y con una ventana, también pequeña, que daba a la plaza. Casi pegada a la ventana había una camilla, con brasero ya, a pesar de estar a últimos de septiembre, y junto a la puerta, una especie de trinchero con copas y tazas colocadas allí con intención evidente de lucirlas. El resto del mobiliario lo constituían unos taburetes de madera y una butaquilla de mimbre, situado todo alrededor de la camilla. Además, lo que ya me resultó más interesante, en un rincón de la habitación, se levantaba una especie de trípode sosteniendo una pecera de cristal verdoso que encerraba dos pececillos de color encarnado. Los miré con simpatía porque me pareció que también ellos estaban prisioneros como yo en manos de aquel hombre chiquitín que se llamaba como un apóstol de Cristo.

Lo que me chocó sobremanera fue ver la mesa dispuesta para cenar, cuando aún no eran las ocho y media de la noche. Imaginé que entraba en una de esas vidas de orden que tanto me disgustaban. Así y todo hube de resignarme y sentarme a la mesa ante la indicación de mi maestro. Esperé impaciente a que viniesen mis compañeros de mesa, pues mi curiosidad advirtió, nada más entrar, que había en ella cuatro platos, y, que yo supiera, no éramos más que tres los comensales. Al aparecer mi maestro con una niñita como de tres años de la mano, lo comprendí todo y se me cayó el alma a los pies. Era la hija del matrimonio y para mí un trasto que en modo alguno deseaba. La sentaron en una silla, a mi lado, después de poner debajo tres grandes cojines. Don Mateo me presentó a la chiquilla, apuntándome con el dedo —un dedo manchado de tiza— y diciéndole «que éste era el nene que papá prometiera traerle». La niña sonrió acentuando sus flácidos mofletes y, naturalmente, no cesó en toda la cena de darme golpes en un brazo con un tenedor usado y repetir «nene, nene», hasta un centenar de veces. No tuve otro remedio que sonreírle, aunque su calificativo no me agradase demasiado.

Aquella misma noche me enteré de varias cosas. La mujer de don Mateo se llamaba Gregoria y no era amiga de palabras ni aun en el seno íntimo de la familia. Don Mateo tenía la carrera de maestro, carrera que explotaba de una manera original. Era, además, el prototipo del maestro de reglas fijas, inconmovibles, y de mezquinos horizontes. Sus primicias pedagógicas me las brindó la misma noche de mi llegada.

—¿Sabes leer, Pedro? —comenzó.

—Sí, señor.

—¿Sabes escribir?

—Sí, señor.

—¿Sabes sumar?

—Sí, señor.

—¿Sabes restar?

—Sí, señor.

—¿Sabes multiplicar?

—Sí..., señor.

—¿Sabes dividir?

—Sí, señor.

—¿Conoces la potenciación?

—No, señor.

Sonrió suficientemente y añadió:

—¿Ves, chiquito? De esta manera tan sencilla puedo adivinar en un momento hasta dónde llegan tus conocimientos.

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