martes, 22 de julio de 2025

CAMBIO DE PIEL CARLOS FUENTES FRAGMENTO LA MEJOR NOVELA DE 1967

 



🕯️ Obra seleccionadaCambio de piel — Carlos Fuentes Este texto ha sido distinguido por su capacidad de convocar al lector en un ritual de desmembramiento simbólico, donde el cuerpo, la memoria y la historia se entrelazan en un laberinto de identidad que desafía el juicio convencional. Su potencia atmosférica, ambigüedad moral y estructura ritual lo convierten en el elegido para ocupar el altar literario de 1967 en el blog.

FRAGMENTO

1

Una fiesta imposible

El narrador termina de narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado, Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le temps d’un livre:

 

... comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête ...

 

Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero.


Hoy, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso, idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus moradores? Tú no los viste.

Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo precisa mil. Va en son de paz.

Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos, estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen.

Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo, noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas agradecer las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica.

¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo. Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas, pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas, esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de la gran plaza pobre y vacía.

Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo, Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos, masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile, maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con los que sahuman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula. Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma, en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y rasgan el aire.

¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y redentor.

Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los caballos de los teúles.

Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos, costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes».

Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a Tlaxcala. Este: no debe pasarse por alto esta traición, pues significaría invitar otras. Aquel: debe darse guerra a los cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y, además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe.

Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores Padilla, en honor de la bella Iris Alonso; en la bicicletería del portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares “El 10 de Mayo” estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso: “se prohíbe jugar a los menores de edad”, y un viejo con chaleco desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias fecales...

Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales, caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora, las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula, aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres, las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y, al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y destruyen los ídolos, se encala un humilladero donde poner la cruz, se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o se queman en los templos incendiados.

–Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.

Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y frías en la aurora humeante del nuevo día.

Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia, la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto, uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la escultura indígena –la sierpe, siempre, dos veces, habrás pensado, dragona– rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en relieve.

🗳️ Convocatoria a Votación del Consejo Editorial

El Consejo Editorial declara abierta la fase de votación para seleccionar la mejor obra de 1967 excluyendo, por voluntad ritual, Cien años de soledad. Esta convocatoria es tanto un acto de juicio como de celebración —cada voto contribuirá a delimitar un canon alternativo, un territorio donde las voces menos escuchadas puedan resonar.

Obras nominadas:

  1. Cambio de piel – Carlos Fuentes

  2. A ras de sueño – Mario Benedetti

  3. Anagnórisis – Tomás Segovia

  4. Celestino antes del alba – Reinaldo Arenas

  5. Blanco Spirituals – Félix Grande

Criterios de votación:

  • 🔮 Potencia ritual: ¿Qué obra invoca una atmósfera litúrgica, que trasciende su trama?

  • ⚖️ Ambigüedad moral: ¿Cuál deja al lector en juicio constante, entre la redención y la condena?

  • 🌫️ Memoria atmosférica: ¿Cuál construye un clima simbólico perdurable?

📜 FALLO DEL CONSEJO EDITORIAL Acta final de deliberación sobre la mejor obra de 1967

Con fecha ritual registrada —lunes, 21 de julio de 2025, a las 16:56 (hora de Cinco Esquinas, San José)— el Consejo Editorial, habiendo cumplido su deliberación simbólica, emite su fallo definitivo en torno a las obras analizadas durante el proceso de votación, excluyendo por disposición litúrgica la obra Cien años de soledad.

🕯️ Obra seleccionada: Cambio de piel — Carlos Fuentes Este texto ha sido distinguido por su capacidad de convocar al lector en un ritual de desmembramiento simbólico, donde el cuerpo, la memoria y la historia se entrelazan en un laberinto de identidad que desafía el juicio convencional. Su potencia atmosférica, ambigüedad moral y estructura ritual lo convierten en el elegido para ocupar el altar literario de 1967 en el blog.

Criterios valorados:

  • 🔮 Potencia ritual: Convocación del lector como partícipe activo de la transfiguración narrativa.

  • ⚖️ Ambigüedad moral: Constante tensión entre redención y condena, sin ofrecer resolución fácil.

  • 🌫️ Memoria atmosférica: Clima simbólico persistente, nutrido por la densidad metafórica y política.




lunes, 21 de julio de 2025

La Verdad Enferma del Universo

 


Autor elegido: Thomas Bernhard Obra base para publicación: Helada Justificación: La novela ofrece una estructura narrativa que se convierte en juicio filosófico. El personaje de Strauch encarna la figura del testigo enfermo, del artista que ha cruzado el umbral de la cordura para revelar la verdad del mundo como descomposición. Su ritmo obsesivo, su lenguaje sin pausas, y su crítica a la racionalidad institucional lo convierten en un espejo oscuro del universo./ En colaboración Dr. Enrico Pugliatti- Méndez-Limbrick, escritor.

*** 

Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. Novalis 

Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existencia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí imperaban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para enfermos del pulmón. Buscando ayuda, no me enfrentaba aquí, sin embargo, más que con la falta de esperanza, eso habían mostrado ya los primeros momentos, las primeras horas, todavía más insólitamente los primeros días. El estado de los pacientes no mejoraba, empeoraba con el tiempo, y también el mío, temía, tendría que seguir exactamente el mismo camino de los ingresados antes que yo en Grafenhof, en cuyo rostro no podía leer más que la desesperación de su estado, en los que no podía estudiar más que la degeneración. Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba diariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gastadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasaban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome recelosamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altura que, durante cuatro meses, proyectaba ininterrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud sobre el valle de Schwarzach situado bajo el sanatorio, valle en el que, en esos cuatro meses, no salía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsiva de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escupían dentro, con una solemnidad pérfida, extraían por todas partes, sin vergüenza y con un arte refinado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmones carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir. Los pasillos estaban llenos de aquel solemne extraer de docenas y docenas de lóbulos pulmonares corroídos y de aquel arrastrar de zapatillas de fieltro por el linóleo embebido en fenol. Se desarrollaba aquí una procesión, que terminaba en la galería de reposo, con una solemnidad como hasta entonces sólo había constatado en los entierros católicos, y cada uno de los participantes en aquella procesión llevaba ante sí su propio ostensorio: la parda botella de cristal para escupir. Cuando el último había llegado a la galería de reposo y se había instalado allí en la larga fila de camas de barrotes oxidados, cuando todos aquellos cuerpos hacía tiempo deformados por la enfermedad, con sus largas narices y sus grandes orejas, con sus largos brazos y sus piernas torcidas, y con su olor penetrante y podrido, se habían envuelto en aquellas mantas gastadas, grises, que olían a humedad y no calentaban ya en absoluto, y a las que sólo podía llamar cobertores, reinaba la calma. Todavía estaba yo allí de pie, en un rincón, desde el que podía verlo todo con la mayor claridad, pero en el que apenas podían descubrirme, como observador de una monstruosidad nueva para mí, sí, de una indignidad absoluta, que era sólo repulsiva, la fealdad y la brutalidad elevadas a la máxima potencia, y sin embargo en aquel momento era ya uno de ellos; también yo tenía, en efecto, la botella de escupir en la mano, el cuadro de temperaturas bajo el brazo, también yo iba camino de la galería de reposo. Espantado, buscaba, en la larga fila de las camas de barrotes, la mía, la tercera empezando por el final, entre dos ancianos silenciosos, que durante horas yacían como muertos en sus camas, hasta que de pronto se incorporaban y escupían en sus botellas de escupir. Todos los enfermos producían esputos ininterrumpidamente, la mayoría en grandes cantidades, muchos de ellos no tenían sólo una sino varias botellas de escupir al lado, como si no tuvieran tarea más urgente que producir esputos, como si se animasen mutuamente a una producción cada vez mayor de esputos, todos los días se celebraba aquí una competición, eso parecía, en la que, por la noche, se llevaba la victoria el que había escupido más concentradamente y en mayor cantidad en su botella de escupir. Tampoco de mí habían esperado los médicos otra cosa que mi participación al momento en aquella competición, pero me esforzaba en vano, no producía ningún esputo, no hacía más que escupir, pero mi botella de escupir permanecía vacía. Durante días enteros había intentado escupir algo en la botella, pero no lo conseguía, tenía la garganta totalmente irritada ya por mis desesperados intentos de escupir, y pronto me dolió como si tuviera un enfriamiento espantoso, pero no producía ni la más mínima cantidad de esputo. Sin embargo, ¿no había recibido la orden médica superior de producir esputos? El laboratorio esperaba, mis esputos, todos en Grafenhof parecían esperar mis esputos, pero yo no los tenía; en definitiva, tenía la voluntad de producir esputos, nada más que esa voluntad, y me ejercitaba en el arte de escupir, estudiando y probando por mí mismo todos los tipos de expectoración que veía a mi lado, detrás y delante de mí, pero no lograba nada, salvo unos dolores de garganta cada vez mayores; toda mi caja torácica parecía inflamada. Al contemplar mi botella de escupir vacía, tenía la opresiva sensación de fracasar, y me excitaba cada vez más a una voluntad absoluta de expectoración, a una histeria expectorativa. Mis lamentables intentos de producir expectoración no pasaban inadvertidos, al contrario, tenía la impresión de que la atención entera de todos los pacientes se concentraba en esos intentos míos de producir expectoración. Cuanto más me excitaba en mi histeria de expectoración, tanto más se exacerbaba aquel castigo de la observación por parte de mis compañeros de enfermedad, ellos me castigaban incesantemente con sus miradas y con un arte de la expectoración tanto mayor, al mostrarme en todos los extremos y rincones cómo se escupe, cómo se excita a los lóbulos pulmonares para extraerles la expectoración, como si desde hacía años ya tocaran un instrumento que se hubiera convertido en suyo propio con el paso del tiempo, sus pulmones, tocaban sus lóbulos pulmonares como un instrumento de cuerda, con virtuosismo sin igual. Aquí yo no tenía ninguna probabilidad, aquella orquesta estaba internamente afinada de una manera avergonzante, habían llevado tan lejos su maestría que hubiera sido absurdo creer que podría tocar con ellos, ya podía tensar y pulsar mis lóbulos pulmonares tanto como quisiera, que sus miradas diabólicas, su recelo pérfido y su risa maligna me mostraban incesantemente mi carácter de aficionado, mi incapacidad, mi indigna falta de arte. Los campeones de la especialidad tenían tres o cuatro botellas de expectoración a su lado; mi botella estaba vacía, la desenroscaba una y otra vez desesperado y la volvía a enroscar con decepción. ¡Tenía que escupir! Todos me lo exigían. En definitiva, utilicé la fuerza, me produje accesos de tos intensos bastante largos, cada vez más accesos de tos, hasta que finalmente conseguí la maestría en la producción artificial de accesos de tos, y escupí. Escupí en la botella y me precipité con ella al laboratorio. Era inutilizable. Al cabo de tres o cuatro días más, había torturado tanto mis pulmones que, realmente, sacaba tosiendo de mis pulmones una expectoración utilizable, y poco a poco llenaba mi botella hasta la mitad. Seguía siendo un aficionado, pero hacía concebir esperanzas, aceptaron el contenido de mi botella, aunque no sin contemplarlo antes a contraluz con desconfianza. Yo estaba enfermo del pulmón, por lo tanto, ¡tenía que escupir! Sin embargo, no daba positivo, y no podía sentirme miembro de pleno derecho de aquella conjura. El desprecio me afectaba profundamente. Todos eran contagiosos, es decir, daban positivo, yo no. Otra vez, y luego un día sí y otro no, me exigían esputos, yo tenía ya la rutina, mis lóbulos pulmonares se habían acostumbrado al martirio, ahora producía esputos con seguridad, media botella por la mañana, media por la tarde, el laboratorio estaba contento. Pero seguía dando negativo. Al principio, me pareció, sólo los médicos estaban decepcionados, pero finalmente yo mismo. ¡Algo no iba bien! ¿No podía ser como los otros? ¿Dar positivo? Al cabo de cinco semanas lo conseguí, y el resultado fue: positivo. De pronto era miembro de la comunidad. Mi tuberculosis pulmonar abierta quedaba confirmada. El contento se extendió entre mis compañeros de enfermedad, y también yo estaba contento. No me daba cuenta en absoluto de la perversión de aquel estado. La satisfacción se veía en los rostros, los médicos se habían tranquilizado. Ahora se tomarían las medidas apropiadas. Nada de operaciones, naturalmente, una medicación. Quizá también un neumo, una cáustica. Se consideraron todas las posibilidades. Una plástica no la exigía mi estado, no tenía que temer que me quitaran todas las costillas del lado derecho de la caja torácica y me cortaran todo el pulmón. Primero se hace un neumo, pensé. Si el neumo no basta, viene la cáustica. Y a la cáustica sigue la plástica. Al fin y al cabo, ahora había alcanzado un alto grado en la ciencia de las enfermedades pulmonares, estaba informado. Se empezaba siempre por el neumo. Diariamente había docenas esperando que los llenaran de aire. Era cosa de rutina, como pude ver; todos eran conectados una y otra vez a unos tubos, les pinchaban, algo cotidiano. Comenzarían por un tratamiento con estreptomicina, pensé. Realmente, el hecho de que diera positivo había sido acogido con satisfacción por mis compañeros de enfermedad. Habían conseguido lo que querían: nada de extraños. Ahora era digno de estar entre ellos. Aunque sólo había recibido las órdenes menores, era sin embargo, en cierto modo, su igual. De repente tenía como ellos mejillas hundidas, la nariz larga, grandes orejas, el vientre hinchado.

Cámara del cadáver como consagración estética ritual POR ENRICO PUGLIATTI

 




Penelopea

El Valle de las Muñecas es uno de los lugares más

visitados con la oscuridad. Apenas se levanta el “toque

de queda”, muchas personas se refugian en los nightclubs,

la Torre Báquica y otros espacios de la ciudad

de San José.

Yo no soy la excepción. Busco entretenimiento

con las sombras de la ciudad. Después de tomar el elixir

y recostarme media hora en mi Torre Ave Fénix, la

transformación es completa: soy el bello Julián, el bello

Julián con el cabello rubio hasta los hombros, el bello

Julián que cautiva a hombres y mujeres.

Mi estatura es de 1.85 cm, ojos pardos, tez blanca,

nívea, como el sueño de un vampiro, una barba al ras

de la piel –igual, rubia–, unas manos perfectas, una

risa provocadora y unos dientes para un anuncio de

pasta dentífrica… ¿Quién lo diría? Sí, este bello joven

soy yo, don Julián Casasola Brown.

No hay respuesta racional para concluir que son la

misma persona, pero lo somos. Lo único compartido en

las dos personas supondrán qué es… ¡exacto, el anillo

con la piedra color púrpura!

[…]

En el nightclub, todas me aman y apenas entro está

allí la Madama Carlota siempre me atiende, siempre me

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

508

hace un guiño a mis peticiones. Es Carlota, c. c. Garganta

Profunda. Sí, están ustedes en lo cierto, el sobrenombre

de Garganta Profunda obedece a tres razones.

La primera. Así se llamó una película porno; quizá,

la gran película porno de los años 70 del siglo pasado y

filmada en los Estados Unidos de Norteamérica.

La segunda. Fue la primera actriz porno que tuvo

en su boca un pene enorme y, al realizarle sexo oral a

su coprotagonista, el enorme miembro desaparecía por

completo… Entonces, en la jerga mundial se le bautizó

a la actriz de Garganta Profunda.

La tercera y con un doble sentido. Así se llamó a

toda persona e informante anónimo de temas que le

podían interesar a la ciudadanía. A la Madama Carlota,

se le llama también y, por cariño, Garganta Profunda

por conocer los chismes de la mayoría de los políticos

y de sus aventuras sexuales en el antro de Penelopea.

Garganta Profunda ignora quién soy, a ella no le

importa. A Carlota le interesa mi buen pago. ¿Sospecha

de mí? ¿De mis crímenes? Podría ser. ¿Qué haría

para denunciar?

El ambiente huele a aerosol y un aire de ventilación

no natural golpea e invade mis fosas nasales.

Penelopea con sus muchos cristales le dan al ambiente

una fuga de imágenes, de proyecciones fingidas y falsas

al salón principal.

Los planos se superponen y el fondo del antro

adquiere proporciones que no posee. Me agradan sus

metales con los violetas de los adornos; proyectan una

sensación de ensueño y narcosis.

Garganta Profunda me observa, es un áspid: yergue

la cabeza y suelta la mano al aire en señal de saludo.

Yo la miro y me dirijo hacia ella.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

509

—Belleza, tesoro de mamá… mi nene… ¿Adónde

estabas escondido? –dice Garganta Profunda y hace

un espacio para que me siente a su lado.

No podría negarlo… Garganta Profunda es una

mujer cuarentona; mantiene una belleza incólume de

una mujer treintona o de menos años. Su cuerpo es de

unas proporciones alucinantes, de una simetría para

volver loco al más puritano de los hombres. Pero Garganta

Profunda es la Madama, es la administradora de

las putas y no comercia con su cuerpo.

Me acerco, huelo su piel, su perfume y por un

momento me embrutece los sentidos. Es la sensación

de estar drogado… Garganta Profunda se sabe deseada

por los hombres y eso la excita; siento la piel, mejilla

tibia sobre mejilla tibia, mientras con inteligencia me

toma de las manos (otro golpe de sangre en la cabeza)

y me desplomo rendido a su lado. ¡Soy su prisionero!

Agrega:

—Amorcito… J. C., con este asunto de la oscuridad

en la ciudad, muchos políticos “ratas al fin” se han ido

a pasarla, con el caos de las sombras, a otras partes, a

otras ciudades. ¿Europa o Sudamérica? Probable, porque

quedarse en lugarcitos de Centroamérica pues no.

Es peligroso, ja, ja, ja, ja. Y, ¿vos, macho divino, qué

querés de bebida? –pregunta Carlota y alza la mano

por segunda vez en medio del claroscuro para llamar

a un salonero.

—Un whisky –agrego y no hago ningún comentario

ni a favor ni en contra de los políticos que han dejado

la ciudad igual a las ratas cuando un barco se hunde.

Me importa muy poco. Estoy satisfecho con el caos

de la ciudad. La ciudad está enferma y eso me gusta.

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

510

Señalo:

—Y vos, Carlota, ¿por qué no te fuiste con tus

amigotes políticos a Miami o a Puerto Vallarta? Le digo,

sosteniendo el trago de whisky.

—¿Yo? ¿Cómo decís? Ja, ja, ja, ja. ¡Ayyy, qué ocurrencias

tenés! ¿Yo? Ja, ja, ja… ¡Qué rico, sííííííí! ¡Qué

ocurrencias J. C.! ¿Y las niñas, qué hago con las niñas,

me las llevo a todas? ¡Ayyy, noooo, amoooor! Debemos

trabajar, el negocio no se puede descuidar –agrega Garganta

Profunda encendiendo un cigarro.

Observo su rostro: bronceado, a una décima de segundo

de ser el rostro más sexy de la farándula nacional,

porque Garganta Profunda también tiene otras actividades.

¿Cuáles? Posee boutiques, restaurantes y bares con

Ladies’ Night para la clase media urbana, pero su secreto

mejor guardado está en Penelopea, exclusivo para políticos,

empresarios, futbolistas y personas de clase alta;

personas deseosas de una larga, larguísima, diversión.

También Carlota, c. c. Garganta Profunda, hace

chárteres a varias islas del Golfo de Nicoya con extranjeros

y nacionales. Ella a estas actividades les llama

“giras de turismo ecológico” si le solicitan un documento

para identificar el negocio. Francesco Rocco,

Arthur Blackwood y yo preferimos llamarlo: “putas con

tanga en la playa”. Es toda una organización propiedad

de Garganta Profunda.

Carlota continúa:

—¡Ayyy… amooor… ¿viste? ¡Qué ricooo, qué hombre

más simpático, ja, ja, ja! ¿Lo viste… a ese diputadillo

“Pedro Navaja” hablando en contra de las drogas por la

tele? Si la gente lo sabe, ja, ja, ja, él se regodea con los

narcos internacionales mexicanos, ja, ja, ja. No, amor,

a Costa Rica no se le conoce en los ámbitos internacionales

como “Banana Republic”; ahora es “Cocaína

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

511

Republic”, ja, ja, ja. Ya no la Suiza centroamericana,

sino la “Reina de la Cocaína centroamericana”, al menos

en bodegaje… ja, ja, ja, ja.

Sonrío, es imposible no sonreír con las ocurrencias

de Carlota. “Pedro Navaja” es un diputado de la

bancada oficial saliente. Por lo estrafalario en su vestir,

le pusieron así Pedro Navaja, como el personaje de la

canción de Rubén Blades.

Otra observación. Garganta Profunda es la reina

de las pasarelas a escala nacional. Señala a dedo quién

sale o quién no sale en las pasarelas de los malles, bares

y en las Ladies’ Night organizadas ya sea para eventos

privados o públicos.

—¿Y chicas nuevas? –le pregunto.

Es una rutina con Carlota preguntar por novedades

“artísticas”. Carlota me lleva al fondo del negocio,

su sala de operaciones, donde tiene una lista o álbum

completo de las últimas novedades de jóvenes con sus

fotografías. Pero la rutina ahí no termina: si la joven

está en Penelopea o anda cerca del lugar estudiando en

una universidad privada o pública, Carlota le manda

un mensajito para que llegue rápido al nightclub y haga

un espectáculo en el hot tube.

Así sucedió dos semanas atrás cuando visité Penelopea.

Me llamó la atención una “modelo” colombiana;

al pedirle a Carlota los servicios de la muchacha,

la joven andaba en “turismo ecológico” viendo la isla

Tortuga, allá en las playas del Pacífico.

Penelopea arde en sombras acá y allá. Observo.

Carlota continúa con la charla:

—¿Y vos, amor, tesorito de mamá? ¿Cómo le hacés

para andar con “el toque de queda”? –pregunta con

cierta duda, intriga, recelo y no vaya a ser yo un agente

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

512

encubierto de la DEA o de la OIC en busca de drogas

y menores de edad en el lugar.

Me doy cuenta de que no es una pregunta suelta

de Garganta Profunda, es una pregunta fría y bien calculada.

Así Carlota obtiene información de los políticos

nacionales: disparando preguntas a discreción.

El negocio lo inició hace mucho tiempo. Apenas

era una adolescente y se encontró con Mr. Miller (un

gringo viejo e inversionista). Juró venir acá a invertir en

el turismo ecológico. No era otro negocio que turismo

de putas en las playas.

Carlota estaba en la costa con una tanga diminuta,

con sus diecisiete años en Sámara, con un grupo de

compañeros del colegio un fin de semana. Mr. Miller la

vio y se dijo “esa”, esa era la mujercita tropical de sus

sueños carnavalescos. Le habló. Carlota cumplidos los

18 años se iría a vivir con el gringo Miller a Sámara.

Luego, montaron el negocio de Penelopea en uno

de los lugares más “chic” de la ciudad capital. Cuando

comenzaron a visitarlo políticos, empresarios y personas

influyentes del medio social, Mr. Miller ideó un

plan de crédito y garantía a través de los años: tener un

libro llamado el “Libro Rojo” con detalles (teléfonos,

residencias, familiares, negocios, amistades, preferencias

sexuales, putas solicitadas en las visitas, etc.) de

los visitantes de Penelopea.

El asunto llegó a oídos de los políticos clientes del

lugar y, a partir del rumor del Libro Rojo, por arte de

magia, Mr. Miller obtuvo favores y privilegios de las

autoridades nacionales.

El famoso Libro Rojo ponía al descubierto los encuentros

sexuales de políticos con prostitutas y menores

de ambos sexos.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

513

No queriendo correr ningún riesgo los políticos

involucrados por no saber si ellos eran víctimas

de las anotaciones en el Libro Rojo, las complacencias

con Mr. Miller fueron de puertas abiertas.

Mr. Miller negó a la prensa nacional tales acusaciones

del Libro Rojo y las anotaciones de los políticos-clientes.

[Páginas siguientes ilegibles…].

Recordó Carlota que los beneficios económicos llegaron

multiplicados. Carlota ríe y me dice tener a mano

el Libro Rojo en lugar seguro, que me lo puede enseñar.

Yo le comento no tener el menor interés y esto a Carlota

le intriga mucho más, piensa que soy un extraterrestre.

¡Muchas personas pagarían por leer el Libro Rojo!

[…]

Pasan cuatro jóvenes aleteando sexo, brincan de

una mesa a otra hasta que miran donde estamos Garganta

Profunda y yo. Carlota las ve y, con una señal, las

cuatro jovencitas están alrededor nuestro bautizándome

con sus nombres de cariño. Me siento en un serrallo.

Garganta Profunda se levanta y me dice al oído:

—Dichosas estas jovencitas con una belleza, con

una divinura como vos, mi rico, mi macho divino– y, al

último momento, me introduce su lengua en la oreja

para muy luego sentir su aliento tibio y mezclado con

más palabras; con un diminuto beso en la boca, dice–:

Te amo… mi Adonis.

Y Garganta Profunda es una puta más en medio

de la penumbra.

Esa noche estuve con las cuatro jóvenes. Imagino

que con la escasez de clientes cualquier compañía es

buena y más si se departe con alguien joven y de mi

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

514

posición social quien no duda en comprar bebidas sin

escatimar precios.

La polémica entre las jovencitas se da. Cada una

desea granjearse mis atenciones y favores. Es un ir y

venir de palabras y palabritas de doble sentido entre

las mujeres. Yo escucho… Se inicia una guerra de guerrillas

por avanzar al interés que yo pueda tener por

una de ellas.

La de mayores intentos en conseguir mi atención

es una jovencita de nombre Sady, “la Muñequita Barbie”.

Así se le apoda por su belleza en Penelopea. Su

cuerpo es delgado sin ser flacucha.

Medidas: no más de 1.60 cm. Ustedes dirán: “es

baja”. Yo digo: “¡perfecta!”… No me agradan las mujeres

demasiado grandes… Me parecen masculinas…andróginas.

El garbo y la sensualidad está en las proporciones

correctas y Sady posee las proporciones exactas entre

altura, peso y formas. ¿Su piel? En un claroscuro, yo

le puedo percibir un color de piel trigueño, posee un

tenue dorado, tostado, del pan recién hecho para comerlo.

¿Dorado? Sí, ustedes me entienden, ¿verdad?

Usa frenillos para que sus dientes busquen la simetría

que de por sí ya poseen. ¿Su pelo? Ahhh, su pelo

es lacio. Es una cascada de color champagne, fino, terso,

sedoso, con una ondulación mínima provocada por su

peinado. Es una cabellera un poco menos de la media

espalda de largo. ¿Su risa? Es una risa de sensualidad,

no es una risa vulgar. Por el contrario, cuando ríe lo

hace con la provocación de una niña pulcra y con recato,

donde se le adivinan dos camanances. ¡Ahhh!, se me

olvidaba comentar: al caminar lo hace con sensualidad;

no camina, sino que levita.

[…]

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

515

Nos quedamos en un rincón de Penelopea, Sady

y yo. Pasamos de una conversación a otra. Ella supone

que no voy más allá en la tertulia por razones de no

estar seguro con una cita. ¿Será? Equivocado el razonamiento

de Sady, no me decido por varias razones. La

primera: no convengo en proponerle sexo esa noche.

Me limito al diálogo, no hay escarceos por parte mía.

Me acerco a su cara y le digo una seguidilla de mentiras.

La primera y gran mentira: Garganta Profunda y

yo tuvimos un romance, hoy somos “buenos amigos”.

—Carlota y yo nos conocemos hace mucho tiempo

atrás –argumento.

¿Razones para no solicitar sus servicios hoy?

Deseo a una Sady cómplice para una cita dentro de

24 horas. Me juré lo siguiente: las últimas frases son

convincentes, máxime cuando a estas mujercitas les

hablás al oído y les pasás las manos por las piernas.

Hurgo entre sus muslos internos. Sady anda con una

falda de mezclilla corta y siento lo caliente de su caverna,

de su piel húmeda a mi contacto, siento el vaho,

el silabario roto que expele esa gruta.

Justifico:

—¿Me entendés, Sady, mi belleza, lo que trato de

explicar? –y hago una pausa, buscando más palabras

de mentira, de convencimiento, de seducción imposible

para una puta como Sady. Sigo la pantomima–: Es

simple, imagino Carlota todavía me ama y sentiría celos

si sabe de nuestra cita –le digo a Sady la frase; le gusta

por el contenido de rivalidad existente entre todas las

mujeres; es una cuestión de vanidad, de halagos; al

final, somos humanos.

—¿Y? ¿Qué hacemos? –me lo dice acercando su

rostro a mi oído en un flash…

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

516

—¿Qué deseo? Es algo sencillo –le repito. Ahí está

la trampa. Y Sady, la Barbie consentida no entiende de

qué se trata “el juego oscuro”, así llamados por la abogada

Beatriz Muriel Nigroponte los juegos de seducción

y muerte. Y Sady se siente única con una mentira más–.

Vos, Sady, me gustás; si Garganta Profunda se da cuenta

de mi interés por vos, se pondrá fúrica, aunque no lo

creás –le digo la mentira hasta tocar su piel con mis labios.

Al toque de mi aliento siento el brinco leve, el

movimiento del músculo tenso a un acto inesperado

para alejarse de mi rostro y volverme a mirar a los ojos

y preguntar si es así y no le miento. Entonces, me digo:

“la trampa está puesta, el señuelo: su ego, su orgullo y

vanidad me han dado resultado, ha caído…”.

[Faltan varias páginas].

No me despedía de Carlota. La Madama se iba al

fondo del negocio y no regresaba. Le dije a Sady que

nos viéramos al día siguiente, a las 19 horas, cerca de

los andenes de ferrocarriles. Ella no convencida me

contestó que no le gustaba la idea. Quedamos de encontrarnos

en la Torre Báquica, en el Valle de las Muñecas,

antes del toque de queda y así cenaríamos y antes de

las 21:30 horas estaríamos en un lugar secreto, mío,

muy personal…

—Tu penthouse de soltero… –comenta Sady y me confiesa–.

Yo también le he pagado favores a un general centroamericano

en un penthouse hermoso, mirando al mar.

Sady se mantiene muda, estática. Continúa con

la idea anterior:

—¿Sabés que los gringos lo mataron en un accidente

simulado? Sabía demasiado de la política exterior

gringa hacia Latinoamérica.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

517

—Imagino de cuál general centroamericano me

hablás –le comento y cambio de conversación.

Lo contado no me importa, me importa el ahora,

saber que estoy con Sady… Me importa el instante creado,

el instante de la perversión y de mi enfermedad…

¿Tiene relevancia lo contado del “gorila militar” y que

la tuvo por varias noches en su penthouse como una

muñequita inflable para hacerle el sexo cuantas veces

quisiera? ¿Es un juguete caro para desechar?… ¡Qué

obsceno y vulgar es el mundo!, me digo.

Pero si el gorila militar hizo lo contado… ¿Yo en

qué posición me sitúo?

¡Lo mío va más allá de lo físico, de lo sexual! Se

encuentra en el término medio de lo sexual, lo erótico,

la perversión, la locura. Es una sensación primitiva, elemental,

también es la sensación más sublime de todas

las sensaciones capturada con mi esencia de humano…

un cuerpo te pertenece por siempre. El acto y la mujer

se convierten en un tótem, de actos impuros y de

belleza disipada al instante, porque entre el orgasmo,

lo sensual, lo erótico, lo sexual y la muerte prevalece

solo un tris, un viaje diminuto y sin retorno…

Cuando Sady llegó a nuestra cita, la oscuridad de

San José se hacía más intensa. Los científicos dijeron:

“la oscuridad será mayor con la sumatoria de los días”.

En este segundo día, la cresta de la oscuridad se iniciaba.

No me importó. Al contrario (y lo dije en páginas

precedentes) la oscuridad y el caos promovido por las

bandas de párvulos delincuentes me tiene sin cuidado.

Otro asunto. Apareció Sady y el frío aumentaba.

Al pasar el tiempo se hace más densa la oscuridad, el

frío es mucho mayor. Las proporciones son las mismas:

a más oscuridad, más frío.

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

518

Cubierta con una bufanda, guantes de lana y un

gabán, Sady llegó a la cita con una palidez inusual: llegó

con el viento frío de la muerte.

Le pregunté si le había comentado sobre nuestra

cita a Garganta Profunda.

—¿Decirle? ¡Jamás, amor! Le juré que me quedaría

en el apartamento estudiando para un examen de bachillerato

–y mientras lee el menú me confiesa–: Ahhh,

vieras qué risa, es cierto lo que me dijiste. Apenas te

fuiste, pues Carlota me buscó y preguntó por qué yo

no me iba con vos. Yo le digo que vos no quisiste y

agregaste: “Mirá, Sady, creo que no sos mi chica ideal”.

Carlota preguntó: “¿Qué sucedió?”. Y yo le respondí:

“No, no se fue con nadie”.

[…]

En medio del sonambulismo y del frío, Sady y yo

caminamos por entre algunas zonas verdes del Valle

de las Muñecas.

Ella y yo enfundados en nuestros abrigos; la tomo

de la mano. ¿Es especial la pareja? Me pregunto. Me

respondo: ¡no! Es una pareja más de jóvenes tomados

de las manos. Ella de menor estatura que yo, nada más.

Botas de cuero café y gabán. ¿El color del gabán?

No desentona: café claro; combina de maravilla con el

matiz de su pelo color champagne-caramelo.

Sostenerla por la cintura es un prodigio. Siento

el ritmo de su caminado y me digo: “¡Ahhh, Sady, la

tensión del Universo en una gota de sangre! ¡Ahhh,

Sady! La belleza en el instante de las cosas finitas”. Su

cintura es una cintura esotérica y llena de misterios,

de pasadizos.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

519

Caminamos por la noche, pasamos junto a los numerosos

anuncios de neón, por los diferentes senderillos

comunicando bares, discotecas y las diferentes torres.

¡Imagino su ropa de lencería… su monte de Venus!

[…]

Soy un vampiro atrapando los sentidos de mi amiga.

Así recorro la ciudad en mi blazer negro. La soledad

de los parques y sus luces mortecinas disparan mi eros,

se tensa el músculo.

—¿J. C., no te parece encantador ver la ciudad sin

gente? –me pregunta Sady, la colegiala …

—Sí, a mí también me agrada mirar los parques

sin gente, con las luces de color ámbar proyectadas

por las farolas –respondo y hurgo con la mano entre

los muslos internos y tibios de mi joven amiga. Ella

se deja, entreabre las piernas, mi mano recorre sin dificultad

la caverna, la gruta. Pero cierra los muslos y

aparta mi cuerpo de ella. Yo no insisto: habrá tiempo

para “eso” y mucho más. Avanzamos en el blazer por

calles paralelas, lugares no visitados. Sady me hace

una pregunta.

—Te deseo, J. C., pero, por favor, decime la verdad,

¿sí? ¿Me das tu palabra? –y pregunta sin sonreír, con

una cara neutra desprovista de humanidad, mirando

hacia delante de la carretera en una sucesión de imágenes

ambiguas y sombrías.

—¿Qué será? –le respondo.

—¡No me mintás, por fa! –insiste Sady. Siento un

cosquilleo, imagino que estoy al borde del abismo, que

Sady me puede empujar con un soplo adonde son los

imposibles: ¡la Nada! Pregunta:

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

520

—¿Sos un hombre casado? Te ves joven, guapo,

educado, con dinero… Yo me pregunto si estás casado

o tu mujer no te da algunos placeres; entonces, los

buscás afuera.

Me digo qué responder.

—¿Y cuál es la diferencia? ¿No estamos juntos?

¿Qué importa lo demás? ¿No te parece? –y expreso lo

anterior alargando el tiempo para poder valorar mejor

cuál será mi respuesta definitiva de si soy casado

o no lo soy.

Es ridícula la escena, me digo, ¿acaso ella no es

una puta? ¿Está dentro del juego oscuro esta situación?

—No, no soy casado –respondo.

—¿No? –pregunta Sady y me vuelve a mirar con

el rostro de la contrariedad.

—¿Es acaso una mala respuesta?

Sí, eso ha sido de mi parte: una pésima respuesta.

Me confundo con el semblante de Sady.

—Ahhh, ¡qué lastima! Se ha perdido parte de la

emoción y de lo morboso –confiesa Sady.

—¿Y por qué? –pregunto.

—¡No te imaginás cómo me seducen los hombres

casados!… ¿Cómo decirlo, cómo definir la sensación?

Es una sensación entre morbosa y de perversión, lo

sé, lo sé, es la sensación “de lo imposible”. Es codiciar

y no tener. Me agrada la no-pertenencia. Me excitan

los imposibles, los espejismos, lo doloroso, lo torcido,

no lo sé.

—Y ¿qué vamos a hacer? ¿Decepciono tanto?

—¡Ayyyy, no! … No, J. C., por favor, no es para

cortarse las venas… –contesta y hace un ademán como

cortándose las venas–. Es un asunto de gustos.

—Ahhh, ¿te gusta lo torcido, lo anormal?

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

521

—Uhmmm, sí –y cuando ríe se le forman los camanances

haciendo más impúdica, más de gruta enferma

su persona… ¡Me enloquece lo escuchado…! Los frenos

inhibitorios son rotos, se desemboca y comienza a aletear

el vampiro que llevo dentro. Es una llaga pútrida,

es la pústula reventando con su inmundicia. ¡Los cupidos

han muerto! Lo dicho por Sady es agarrar a Cupido

y abofetearle la cara hasta hacerlo sangrar.

—Ehhh, ajá, y ¿qué más te seduce? –pregunto.

Siento una leve erección, es el aguijón del escorpión

próximo a inocular su veneno.

—¿Qué más me gusta? No sé, lo raro, lo poco común…

¿Sabés…? Y… ¿para dónde vamos? –pregunta

Sady, al observar las interminables callecillas de los barrios

del sur, de la Zona Fantasma por donde recorro…

y agrega–: Sos extraño, bello, ¿sabés? Sos un hombre

pulcro, misterioso, extravagante. Sí, esa es la palabra:

“extraño”; si fueras casado, sería más interesante…

—Ahhhh, ehhh, pero… no lo soy… y compenso esa

deficiencia con otras virtudes. ¿Te parece? –le reprocho

a Sady. Y lo digo y me siento un duende malévolo, un

duende a medio construir…

—Supongo que tenés novia –me dice Sady. Modula

la voz, haciendo que la pregunta no tenga una connotación

de celo, de mujercita aburrida y caprichosa… Por el

contrario, es una entonación de palabra fácil y con doble

sentido. El doble sentido que la mujer perspicaz le da al

vocabulario con una afinidad sexual a lo comentado.

Y vuelvo a pensar en mi diálogo con Sady. ¿No

tengo problemas para encontrar sexo, una mujer, una

pareja? Depende… me digo. Depende de quién se presente:

J. C., el joven, o don Julián, el viejo. ¿Arrastro

mis sombras, lo vital? ¿Qué haría si ella mirara mi lado

oculto, la exploración de unos sentidos no percibidos

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

522

por nadie? ¿Se acercaría al viejo J. C. si supiera es un

hombre rico? Soy un hombre insano hace muchos años

atrás. Soy una rosa enferma y en el centro un gusano

me corroe.

—No lo sé… no lo sé… si existe una novia –digo.

—¿No sabés si tenés novia, una amante? –pregunta

Sady.

—No, no sé cómo contestar a la pregunta –respondo.

[…]

No ha sido necesaria la droga hipnótica para una

Sady a tono conmigo y con mi conversación. Sady afirma:

—J. C., ¡qué locura! El ambiente de los claroscuros

del último piso de la Torre de los Cuervos. Estoy enamorada

del lugar. Sos un mago, J. C. Más allá del Horizonte

de Sucesos nadie, que sepa yo, viene. Es una zona prohibida.

Y este edificio de negro y esos cuervos encima

de la cúpula de cristal y ese paisaje con ese sol que veo,

que está ahí, vigilante, estático, en ese firmamento de

colores ámbares. ¡Sos un loco, sos un mago! Sí, eso es. Sos

un mago por encontrar este lugar –dice Sady alargando

y entrecortando otras frases. Entonces, cuando la beso

en la boca y mientras ella está frente al gran ventanal

mirando el sol in perpetuum hundo una fina daga en su

seno izquierdo. El aliento se le escapa en un orgasmo de

muerte y yo lo recojo bocanada a bocanada en mi boca.

[…]

¿Qué hacer con un cadáver bello? No, están equivocados

si suponen en la profanación. ¿Lo primero?

Lo limpié con la meticulosidad de un joyero ante el

diamante que pule.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

523

Frente al gran ventanal en un ritual único coloco

el cuerpo de Sady. Lo he puesto en una enorme tabla

de caoba.

Es Sady, es la perfección de un cuerpo desnudo en

sus proporciones humanas. Abundan cuerpos de amazonas,

exuberantes, grandes, altivos, de piernas de roble

y cinturas diminutas, con caderas generosas. Sady no

es así; más bien, su cuerpo es de muñequita de escaparate,

frágil, de proporciones delicadas, de curvas que se

esfuman entre la sensualidad y la inocencia sin ser un

cuerpo sexual, erótico. Ahí es donde reside su encanto.

Después de limpiarla, me quedo mirando su cuerpo

en un simulacro de capilla ardiente, en una representación

única: al fondo, el sol in perpetuum.

Entran unos rayos por el ventanal hasta tocar el

cuerpo de Sady y más allá del cuerpo: yo, en un sillón

contemplando el espectáculo, único, irrepetible.

Bertolino, ¿dónde estás, viejo amigo? ¡Me hacés

falta! Desearía contarte de este gusano que me corroe

por dentro todas las noches.

[…]

Lo confieso. ¿Dejar el cuerpo de Sady en los patios

de Ferrocarriles al Pacífico? ¡Imposible! ¡No! Con

una dosis de codeína y morfina, una especie de cóctel,

me he extasiado contemplando el cuerpo de Sady por

segunda vez.

[Ilegibles los renglones siguientes].

He bajado a los pisos inferiores de la Torre; más

allá del primer nivel, existe una escalerilla y un enorme

salón.

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

524

El Maestro Oficiante no me confesó su existencia,

¿por qué? He colocado el cuerpo donde nadie puede

verlo, donde nadie pueda tocarlo, mancillarlo. Allí estará

protegido de las miradas inoportunas, de los indiscretos,

de las personas deseosas por hacer un circo

con las muertes de las putas.

[… Fragmentos ilegibles].

La oscuridad continúa. En los noticieros ha salido

una escueta noticia sin la mayor importancia sobre

su desaparición. La noticia es revertida a un concepto

ambiguo. En este punto se coincide que la desaparición

fue hace días. Lo no comentado es que la jovencita

menor de edad, de escasos 17 años, se dedicaba a la

prostitución y que un general gorila la poseía cuantas

veces quisiera.

No me puedo imaginar esa mole, ese gorila encima

de Sady penetrando su carne, tocándola por dentro,

humillando así su belleza.

Con la muerte de Sady, no he vuelto a traer a nadie

más a la Torre de los Cuervos, rebajaría su muerte y

su recuerdo.

A las demás mujeres, las llevaré a la Torre Cobriza,

sus dimensiones son con puertas y laberintos

falsos.

FRAGMENTO. NOVELA. EL HACEDOR DE SOMBRAS. EDITORIAL COSTA RICA.

 

 Enrico Giovanni Pugliatti sobre “Penelopea” Tres partes consagradas para publicación fragmentada en blog.

 

📍 Primera Parte: La Arquitectura de Penelopea como Antro Ritual

Penelopea no es una discoteca —es un templo urbano donde la sombra oficia. Lo que a primera vista se presenta como un entorno de prostitución, deseo y política, es en realidad una cámara simbólica donde el cuerpo, la mentira y el poder se cruzan bajo la mirada crítica del narrador.

 

Julián Casasola Brown no visita el antro como consumidor, sino como oficiante. Su transformación física a través del “elixir” no es disfraz: es iniciación. Su cabellera rubia, sus proporciones idealizadas y su dominio estético configuran al personaje como entidad ceremonial. Las mujeres no son simples acompañantes; son máscaras que la ciudad utiliza para ilustrar su descomposición ritual.

 

Carlota, c.c. Garganta Profunda, encarna el doble juego del poder sexual e institucional. Ella administra cuerpos, sí, pero más aún administra secretos. Su existencia como “Madama” es menos carnal que estratégica: detrás de sus frases hay arquitectura crítica. El “Libro Rojo” es un grimorio político. No documenta placeres, documenta condenas.

 

Penelopea, entonces, opera como santuario de la corrupción convertida en estética. Y Méndez-Limbrick no la narra —la consagra.

 

📍 Segunda Parte: Sady y la Sensualidad como Tensión del Juicio

Sady no es una prostituta adolescente: es la muñeca ritual del estilo pactado. Su descripción física —color de piel, camanances, cabello champagne— no es adorno sino fórmula: es el algoritmo del deseo convertido en símbolo. Cuando Julián la observa, no la ve con lujuria, sino con cálculo poético. Él no busca el cuerpo —busca el instante suspendido donde lo humano se revela como forma simbólica.

 

La seducción no es tierna: es jurídica. Las frases que le dirige Julián a Sady tienen la estructura del engaño judicial, no de la caricia. Cada mentira es una cláusula del pacto, cada roce una promesa de condena. Pero lo que culmina es más grave que una cita: es la consagración del cuerpo a través del asesinato ritual.

 

La muerte de Sady, con daga en el seno izquierdo y el cuerpo dispuesto en altar de caoba, no representa violencia —representa consagración. Julián no la violenta: la oficia. Su acto no es crimen —es testamento estético. El personaje contempla, limpia, prepara. No viola —santifica.

 

Y la frase que desbarata todo juicio anterior es: “La tensión del universo en una gota de sangre.”


📍 Tercera Parte: El Cuerpo como Monumento del Canon Oscuro

En la Torre de los Cuervos, Sady se convierte en estatua ritual del canon. Nadie llora su muerte —se la contempla. El paisaje, los rayos ámbares, el ventanal y el silencio construyen una cámara estética donde lo erótico se transforma en condena visible. El cadáver no está profanado —está consagrado. Las comparaciones con cuerpos de amazonas revelan la intención del narrador: destacar lo frágil como lo monumental.

La literatura que aquí opera no es fría: es febril, simbólica, condenada. El narrador no busca sexo —busca juicio. Y el cuerpo de Sady no es campo de placer, sino de consagración.

 

Archivo del blog

“El Parque Bolívar y la liturgia del adiós” FRAGMENTO NOVELA. LA CONFESIÓN. BORRADOR.

    Los custodios me protegen, vigilan ahora que salgo del vehículo y me encamino a la entrada del parque botánico Bolívar. Cuando inicio el...

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