domingo, 15 de junio de 2025

LA NOVELA INFINITA DE ITALO CALVINO DULCE MARÍA ZÚÑIGA PRÓLOGO.

 



Introducción Italo Calvino (1923-1985) fue un escritor único, esta singularidad lo llevó a ser, en cada ocasión que publicaba, diferente y múltiple a la vez. Construyó una imagen no solo de sí mismo, sino de la literatura en constante movimiento. Cuando el lector creía tener la medida o las expectativas que podrían contenerlo, él se encargaba, con un nuevo libro, de derribar cualquier idea fija que se pudiera tener de él. 

Cada texto de Calvino abre múltiples posibilidades de lecturas e inventa espacios regeneradores en la tradición literaria. Estas páginas, intituladas La novela infinita de Italo Calvino, se erigen como una aproximación teórica a la obra de este autor único. En este libro, el objetivo es explorar la riqueza y la complejidad de la obra de Calvino, particularmente en relación con su novela Si una noche de invierno un viajero (1979). La novela, a pesar de su título, representa más que una simple narrativa; es una obra plural que acepta lecturas plurales y transdisciplinarias. Si una noche de invierno un viajero se sitúa en la novelística contemporánea en lo alto de estas afirmaciones: teoría y ejecución se asocian para mostrar un juego en el que el lector tendrá que extremar sus habilidades de lectura, pero no por la dificultad de la escritura, sino por la maestría de un verdadero novelista. El novelista no está satisfecho con relatar historias: construye ciudades, situaciones y, sobre todo, series combinatorias de palabras. El novelista pretende renovar el mundo (animarlo a aparecer de otra manera) en un espacio que está ahí (donde ocurre lo cotidiano) y allá (donde se verifica lo literario; el texto, su historia, su escritura y su reescritura). Un novelista que echa mano de las virtudes transformadoras del lenguaje para facturar imágenes precisas de su singular fantasía. 

La obra entera de Calvino es una hiperimagen, una iconología fantástica. Si una noche de invierno un viajero, la última novela publicada en vida por el narrador italiano, apareció en la editorial Einaudi de Turín en 1979. Provocó una marea de críticas —en su mayoría favorables—, que renovaron una vez más el interés por la producción literaria de su autor. Muchos estudiosos de la obra calviniana han inscrito este libro en la genealogía directa de El castillo de los destinos cruzados (1973) y Las ciudades invisibles (1972) pero también se ha percibido un retorno al primer Calvino, recuperando esa vivacidad de la mirada que creíamos perdida desde los tiempos de El barón rampante, El vizconde demediado y El caballero inexistente, la trilogía Nuestros antepasados (1952, 1957 y 1959, respectivamente, y reunidas en un volumen en 1960). Pietro Citati, escritor y crítico italiano, escribió: ¿Qué hace pues este escritor quien, por azar, indolencia o pereza lleva el nombre de Italo Calvino, ese escritor que no está seguro de sí mismo y que quisiera desaparecer? [...] Comienza a hacer un relato e inmediatamente se da cuenta de que de nuevo posee esa alegría, esa vivacidad de las miradas, inspiraciones y humores novelescos que creía haber perdido desde los tiempos del Barón rampante. Como antaño, se exhibe: exalta todo lo que hay de mitómano, de “histriónico” y canalla en el personaje del narrador. Le gusta el relato intrincado, múltiple, polimorfo: el relato como selva infinita que hay que talar, y al mismo tiempo como selva que hacemos renacer cada vez más espesa (1979). No debemos omitir un hecho importante: si esta última novela constituye una suerte de abandono de la dimensión puramente fantástica, un regreso a la dimensión contemporánea, esto no significa un abandono de lo imaginario; al contrario, este libro revalora la función irremplazable de la literatura de imaginación fantástica porque precisamente la pone continuamente en crisis. El autor sugiere una definición para su viajero: “es una novela acerca de la mistificación, situada en un mundo en donde nunca estamos seguros de lo que es verdadero y lo que es falso, dentro y fuera de nosotros, donde estamos también inseguros con respecto a nuestra propia identidad”. Uno de los tópicos principales de Si una noche de invierno un viajero es “la fascinación novelesca”, como Calvino mismo lo define. 

El libro presenta un marco (cornice) en donde evoluciona un personaje desencantado: el Lector, llamado por Calvino “una especie de Cándido de nuestro tiempo”. El marco introduce diez inicios de novela, que se interrumpen en el momento de mayor intensidad dramática. Además, está compuesto por 12 capítulos y, entre cada uno de ellos, se intercalan los diez incipit donde se ensayan diferentes estilos novelescos. Esta estructura sugiere afinidades con Las ciudades invisibles, pero los desarrollos narrativos divergen profundamente. Los diez comienzos de novela recuerdan el sistema orgánico de El castillo de los destinos cruzados, pero la semejanza se detiene ahí porque las novelas de Si una noche… tienen una densidad de realidad que no tenían los relatos emblemáticos, construidos por los viajeros, mediante las cartas del tarot en El castillo. Es un conjunto de posibilidades novelescas lo que Calvino ofrece en esta hipernovela, mucho más que un muestrario de historias. Genera ruptura en la inspiración y en la lógica temporal, así como en las cualidades de una vena narrativa que se desarrolla alrededor de una figura específica: el Lector, y de un universo particular: el libro, objeto de consumo y producto de la ingeniería editorial. Ciertamente hay un rompimiento con la tradición canónica de la novela y con su propia línea narrativa, pero, al mismo tiempo, se presenta una coherencia que desemboca en una continuidad con esos mismos elementos. ¿Acaso no hay cierta secreta relación entre el Lector de Si una noche… y Qfwfq, el personaje de Cosmicomiche y de Ti con zero? 

Y, aun cuando el Lector sea muy diferente de la figura histórica de Marco Polo en Las ciudades invisibles, ¿no asume él también la responsabilidad de desarrollar y encadenar los diversos relatos que se intercalan en la novela? El Lector, “Cándido de nuestro tiempo”, es la figura a partir de la cual se articula la novela, complementada por la Lectora, Ludmilla, la lectora ideal que va tras el deseo de cumplimiento de la lectura. ¿Tiene ella un funcionamiento comparable al de las imágenes iniciales de la trilogía Nuestros antepasados (El caballero inexistente, El vizconde Demediado y El Barón Rampante), o de las unidades imaginarias de El castillo de los destinos cruzados y Las ciudades invisibles? ¿Es Ludmila el motor de un imaginario esquizomorfo que contiene en sí mismo las premisas, el desarrollo y el final del relato? ¿O bien, asume las virtudes del imaginario sintético que vemos afirmarse en el periodo de los textos fantásticos?

 A primera vista, Si una noche… parece desprovista de imágenes espaciales fuertes como el castillo, la selva, la ciudad o el cosmos, que modulan la economía y la significación de los relatos de libros anteriores; subsiste, sin embargo, la unidad del viaje y su naturaleza dinámica. La metáfora del viaje y la figura mítica del viajero están en el centro de articulación de Si una noche..., pero nada en la literatura de Calvino es sencillo; en esta novela, el viajero no se desplaza forzosamente en el espacio, más bien, su viaje es a través del universo narrativo, del mundo narrado, contenido en los libros. W. Pedullà afirma: En la mitología actual, Ulises no navega, sino que se sienta y lee [...] Es más o menos eso lo que sucede en la última novela de I. Calvino (Pedullà, 1979). Por su parte, Pietro Citati, constata que Si una noche de invierno un viajero está construida alrededor de la figura del Lector: Como lo decía Hofmannsthal, “el hombre con libro” es la figura simbólica de nuestro tiempo, y ya no el guerrero, el sacerdote o el escritor. Parece que todos los demás gestos han desaparecido de la tierra [...] Si queremos conocer el sentido de la existencia, debemos abrir un libro (Citati, 1979). Por un lado, Calvino cuenta historias en las que involucra a los protagonistas más extraordinarios, describe lugares reales o ficticios y los dota ingeniosamente de interés. Por otro, hace deslizarse en sus textos, insensiblemente, un arte poético sutil pero complejo a la vez, una ejecución orientada hacia la sensibilidad de los lectores. La novela de Calvino acontece en un territorio común a la historia, la poesía, la geografía, la mitología y la psicología; del mismo modo, atraviesa y transgrede un sinfín de límites y fronteras en la convención estética. 

En su esencia misma, la novela es uno de los géneros más ambiguos y plurales de la literatura. Su impureza nace a causa de su constante oscilación entre la prosa y la poesía, entre el concepto y el mito. “La novela debe su ambigüedad y su impureza al hecho de que es el género épico de una sociedad fundada en el análisis y la razón, es decir, en la prosa”, escribe, inmejorablemente, Octavio Paz (1956b, p. 225). Si una noche de invierno un viajero rompe con la tradición de la novelística y hace que la novela, como género, se plantee a sí misma varias interrogantes: ¿qué soy?, ¿cómo puedo existir?, ¿cuál es mi genealogía?, ¿cuáles son mis orígenes? La novela de Calvino formula y ensaya a responder estas y otras cuestiones en el momento de su ejecución, en un nivel metanovelesco y metaliterario: un andamiaje admirable. La novela es el lugar de encuentro y diálogo de un sinnúmero de voces-textos pertenecientes a la tradición literaria: es un mosaico de citas, un fenómeno de absorción y transformación de otros textos; una rapsodia también. Es un libro que vive dentro del intertexto, las series combinatorias de palabras que tienden su infinito hacia la escritura literaria. Calvino, en su ensayo Il libro, i libri, describe de manera insuperable el espíritu que animó la escritura de su novela de novelas: La empresa de tratar de escribir novelas “apócrifas”, que me imagino escritas por un autor que no soy yo y que no existe, la llevé a sus últimas consecuencias en mi libro Si una noche de invierno un viajero. Es una novela sobre el placer de leer novelas; el protagonista es el Lector, que empieza diez veces a leer un libro que por vicisitudes ajenas a su voluntad no consigue acabar. Tuve que escribir, pues, el inicio de diez novelas de diez autores imaginarios, todos en cierto modo distintos de mí y distintos entre sí; una novela toda sospechas y sensaciones confusas; una toda sensaciones corpóreas y sanguíneas; una introspectiva y simbólica; una revolucionaria existencial; una cínico-brutal; una de manías obsesivas; una lógica y geométrica; una erótico-perversa; una telúrico-primordial; una apocalíptica alegórica. 

 Más que identificarme con el autor de cada una de las diez novelas, traté de identificarme con el Lector: representar el placer de la lectura de un género dado, más que el texto propiamente dicho. En algún momento me sentí incluso como atravesado por la energía creativa de estos diez autores inexistentes. Pero sobre todo traté de hacer resaltar el hecho de que cada libro nace en presencia de otros libros, en relación y cotejo con otros libros (Calvino, 1984). A manera de cierre resulta necesario mencionar que el título de esta obra, La novela infinita de Italo Calvino, es idéntico al de un texto de la misma autora, publicado en 1991 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Fondo Editorial Tierra Adentro, 14); sin embargo, el contenido de la nueva edición que recorre estas páginas ha sido actualizado y enriquecido a la luz del tiempo transcurrido, sobre todo respecto de los libros póstumos de Italo Calvino. Que estas líneas sean también, pues, un viaje que depare una aventura renovada para el lector.

sábado, 7 de junio de 2025

BALADAS LÍRICAS CON ALGUNOS OTROS POEMAS PRÓLOGO




 BALADAS LÍRICAS

CON

ALGUNOS OTROS POEMAS

 

 

BRISTOL:
IMPRESO POR BIGGS Y COTTLE,
PARA T.N.LONGMAN, PATERNOST

ER-ROW, LONDRES.
1798.

 

(LONDRES:
IMPRESO PARA J. & A. ARCH, GRACECHURCH-STREET

1798.)

 

ADVERTENCIA

 

Es honrada característica de la Poesía que sus asuntos se
encuentran en todos los temas que puedan interesar al inte-
lecto humano. La prueba de este hecho ha de buscarse, no en
los escritos de los Críticos, sino en aquellos de los propios
Poetas.

La mayoría de los poemas que siguen han de considerarse
como experimentos. Fueron escritos principalmente con la
intención de probar hasta qué punto el lenguaje de la conver-
sación de las clases medias y bajas de la sociedad se adapta a
los propósitos del deleite poético. Los lectores acostumbra-
dos a la vistosidad y fraseología necia de tantos escritores mo-
dernos, si es que persisten en leer este libro hasta su conclu-
sión, quizá tengan que luchar con frecuencia con sentimien-
tos de extrañeza y melindres: buscarán poesía en torno suyo, y
se verán inducidos a inquerir por mor de que especie de cor-
tesía puede permitirse que estos intentos asuman tal título. Es
deseable que tales lectores, por su propio interés, no hayan de
sufrir que la palabra Poesía en solitario, palabra de significa-
do muy discutido, se interponga en el camino de su satisfac-
ción; sino que, mientras hacen uso de este libro, han de pre-
guntarse si contiene un bosquejo de las pasiones humanas, de
los caracteres humanos, y de los incidentes humanos; y si la
respuesta es favorable a los deseos del autor, entonces habrán
de consentir en dejarse agradar a pesar de ese temible enemi-
go de nuestros placeres, nuestros códigos de decisión pre-
establecidos.

Aquellos lectores de juicio superior quizá desaprueben el
estilo en que se ejecutan muchas de estas piezas, pues habrá

que esperar que muchos versos y frases no se acomodarán
exactamente a su gusto. Puede que les parezca que el autor,
deseando evitar los errores que prevalecen en nuestros días,
haya en ocasiones descendido demasiado, y que muchas de
sus expresiones sean demasiado familiares, y sin la dignidad
suficiente. Habrá que hacer notar que, cuanto más familiari-
zado esté el lector con nuestros escritores antiguos, y con

aquellos de los tiempos modernos que han tenido mayor éxi-
to al pintar las costumbres y las pasiones, menos quejas de tal
índole habrá de tener.

Un gusto acertado en poesía, y en el resto de las artes, se-
gún ha observado Sir Reynolds, es un talento adquirido, que

solamente puede aparecer tras aguda reflexión, y una relación
larga y continuada con los mejores modelos de composición.
Esto se menciona no con el propósito ridículo de evitar que
el lector más inexperto pueda juzgar por sí mismo; sino mera-
mente para atemperar la precipitación a decidir, y para suge-
rir que si la poesía es un tema al que no se ha dedicado mucho
tiempo, el juicio podría ser erróneo, y que en muchos casos
habrá de serlo necesariamente.

El cuento de Goody Blake Harry Hill se basa en hechos
probados que ocurrieron en el condado de Warwick. De los
demás poemas de la colección, será justo decir que o bien son
invención absoluta del autor, o bien se trata de hechos que
tuvieron lugar bajo su observación personal o la de sus ami-
gos. El poema del Espino, como pronto descubrirá el lector,
no se ha de suponer que es narrado por la persona del autor: el ca-
rácter del locuaz narrador quedará suficientemente demostra-
do a lo largo del desarrollo de la historia. La Rima del Anciano
Marinero se escribió a imitación del estilo, pero también del
espíritu de los poetas antiguos; sin embargo, salvo en unas
pocas excepciones, el autor estima que el lenguaje que se ha
adoptado habría sido inteligible durante los últimos tres si-
glos. Los versos titulados Reconvención y Respuesta, y los
que los siguen, surgieron de una conversación con un amigo
que estaba un tanto vinculado de forma irracional a los libros
modernos de filosofía moral.

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 5 de junio de 2025

ÁLVARO POMBO NOVELA EL METRO DE PLATINO IRIDIADO FRAGMENTO

 



A Pilar García de los Ríos de Marina y a José Antonio Marina. 


La despedida de soltera fue en casa de tía Eugenia y fue un caos. Todas las amigas de María, incluida el aña Rosi, de las más jóvenes a las más ancianas, tenían en común un cierto grado de inverosimilitud. Y esta cualidad -que en algunas llegaba a ser muy pronunciada-cobraba, a ojos de Virginia, proporciones épicas consideradas todas en conjunto y reunidas en una misma habitación. Llevaban ya un mes preparando aquella despedida. Fue idea de Virginia. María hubiera preferido una reunión más tranquila y más de una por una. Y así lo declaró repetidamente al principio. 

 Pero Virginia se mostró en esto diamantina: «¡Una por una, te eternizas!» «¡Si no son tantas!» «Son montones. Y cada cual un caso especialísimo. ¡Tendrías que dedicar un mes entero a los adioses!» «¡Pero si no voy a decir adiós a nadie, si es solo decirlas que me caso la mayoría de ellas, además, ya lo sabe!» No hubo manera de persuadir a Virginia, quien, sin llegar a declararlo, no quería perderse la estupenda ocasión de turbamulta y reaparición conjunta de todas las allegadas de María. Temía Virginia que, tomadas una a una, las inverosimilitudes individuales se disolvieran sin dar el espectáculo. Y había que preservar a todo trance la manifestación de la rareza. Por lo menos aquella última vez. Virginia no podía deshacerse de la idea de que aquella despedida de soltera iba a ser la última vez de algo esencial, tal vez de todo lo anterior. Y ocurría, además, que si la despedida se convertía en una sucesión de despedidas privadas, Virginia carecería de pretexto para asistir a los adioses. Tenía que haber muchos adioses -aquello era un adiós en toda regla-; pero tenían que poder verse todos juntos en un despliegue excepcional. Durante todo aquel mes Virginia había oscilado entre la melancolía del adiós y sus delicias. Una buena despedida de soltera combinaba lo mejor de lo tristísimo con lo más delicioso de alegrarse y dar la enhorabuena a una íntima amiga que se casa. Y en este caso particular la despedida tendría el ingrediente de la singularidad de todas a la vez. Iba a ser una combinación de pica-pica y gran traca de primera noche en los dormitorios de mayores. 

No podía permitirse que María, con su tendencia a la igualdad y a la paz, disolviera en adioses sucesivos el gran adiós de todas juntas. En la metafísica espontánea de Virginia, el individuo no solo era inefable, sino, además, divertidísimo. ¡Cuantísimo se habían divertido en el colegio! Había otro motivo sustancial -que Virginia ocultó meticulosamente a María-: la despedida tenía que celebrarse en gran plan porque celebrarla así requeriría toda suerte de telefoneos, reuniones y preparativos, y Virginia deseaba un largo aparte con María, un extenso e intenso mano a mano, libre de la presencia de Martín. La cotización de Martín estaba a cero. Virginia se había resignado ya a aquella boda-que le parecía precipitada-y a aquel novio, aquel Martín de palo santo -que le parecía un pelma-. Pero no se había resignado y no tenía ninguna intención de resignarse, a que Martín, con su escaso sentido del humor, su discutible encanto filosófico y sus sedicentes atractivos masculinos de chico muy serio y muy delgado, acaparara a María a todos los niveles. Había niveles que había que preservar. ¡Vaya si había! Virginia se sentía escandalizada: María se había entregado a su noviazgo. Era una entrega de mal gusto, un enamoramiento de criada. En vista de lo cual, le parecía que su primera obligación como íntima amiga de la novia era poner en cuarentena al novio e imponerle, de paso, un cierto suplicio inaugural. En opinión de Virginia, todo hombre vive secretamente convencido de que todo el monte es orégano. Ya que María se había entregado a la primera, Virginia tenía obligación de martirizar a aquel Martín por cualquier medio a su alcance. 

Y el mejor medio era la despedida de soltera: iba a ser un suplicio psicológico además de físico-porque no iba a componerse únicamente de la sustracción física de María en la tarde del día señalado, sino también de una sustracción espiritual consistente en aprovechar lo poco o mucho que, sin querer, María se saltara o se olvidara de contarle de la fiesta, combinado con lo que Martín sospechara que faltaba o resintiera que hubiera sin tener él mismo arte ni parte, para establecer un indispensable espacio crítico entre ambos prometidos. Lo que no podía ser, no podía ser: y no podía ser que María se entregase sin reservas. Y si ella misma no se daba cuenta, tenían que reservarla los demás y en especial Virginia, su mejor amiga. ¡Pero si es que aquello era un escándalo! A Virginia no le cabía en la cabeza que a María le faltase el mínimo de coquetería o estrategias o astucias que cualquier ars amandi recomienda. ¡Era increíble, absurdo, comportarse de novia igual que de casada! Y resultaba gravemente peligroso -como ha demostrado hasta la saciedad la historia entera de la mujer y las experiencias concretísimas de todas las mujeres contadas una a una-no reservarse espacio propio -ni siquiera mental-ni guardar con nadie femenino alguna relación especialísima -una especie de zona peatonal, un círculo exclusivo-por donde no pudiera transitar ningún amante, ningún marido, ningún novio -por muy enamorada que una esté-. 

Virginia se consideraba, a este efecto, singular de sobra y más exclusiva que ninguna de las demás amigas de María: acreedora de sobra, por lo tanto, de este indiscutible derecho de tener con María antes, durante y después del matrimonio (si llegaba el caso) apartes especiales, recuerdos del colegio intransferibles, secretos que, no obstante su posible nimiedad, solo pertenecían a ellas dos.

 Y es que, de hecho -argumentaba Virginia ante sí misma-, esos secretos y esas zonas vedadas ya existían: solo que María repentinamente se había enamorado y no parecía darles importancia. Ahora Martín lo sabía todo: ahora Martín estaba en todo. Y eso no se podía tolerar. Virginia había jurado que ella misma, la propia Virginia en carne y hueso, se constituiría en zona reservada: se volvería peatonal: una animosa calle de tienditas y charlas y peluqueros de señora por donde María pudiera pasearse al abrigo del sexo masculino. ¡Faltaría más! Porque ocurría, a mayor abundamiento, que a Virginia le constaba que lo que Martín llevaba peor y entendía menos eran las amigas de María. Virginia tenía entendido que Martín había declarado que eran todas unas locas. ¡Ahí lo tienes! Todos los hombres son iguales. La despedida de soltera tenía que ser un banderín de enganche. Todo un símbolo de la reserva de toda una mujer. 

Porque María era toda una mujer -un caso único-. Y Martín un pelma sin igual. ¿No había prohibido incluso, el muy plomo, que la boda se celebrase por todo lo alto, como los padres de María deseaban, como era lo normal, con cientos de invitados, que lo contrario iba a ser una rareza? Y una rareza, encima, ñoña; una rareza testaruda y sosa de la provincia de Toledo: Martín, por lo visto, era medio manchego. Y María, encima, le daba la razón, e iban a casarse ladeados, apartados, con solo la presencia de las dos familias -y Virginia quien, por supuesto, tenía que asistir-. Por consiguiente, la despedida de soltera tenía que ser inolvidable: la reserva especial de todo lo más único en amigas que tenía que durar toda la vida: jamás podría compartirse aquello con Martín. Dispuesta a todo, Virginia resumió su plan general (María la miraba sonriendo): «Lo que aquí se requiere es una merendola con mucha conversación descarrilada, cada loca con su tema y todas juntas comiendo mucho y hablándolo a la vez… ¡Por eso tiene que ser en casa de tía Eugenia!» En lo de tía Eugenia -que, en realidad, era tía segunda de María, aunque Virginia se la había apropiado coincidían las dos. Tía Eugenia estaba ya informada y había anunciado desde Montemayor, donde solía ir a las aguas, a grandes gritos telefónicos que, por supuesto, solo ella en el mundo tenía una casa en condiciones y que en aquel mismo minuto dejaba aquellas aguas espantosas porque estaba ya hasta las narices de extremeñas reumáticas y paseítos al atardecer. Había dicho tía Eugenia que nada de tés ni de cafés, que todo a base de champán y anises, una merienda-cena consistente, nada de nada frío ni tentempiés que hoy día pasas hambre en todas partes porque ya solo sirven tentempiés… Virginia había colgado el teléfono feliz. El indiscutible talento de tía Eugenia para lo tumultuoso y lo incoherente combinado con su absurdo piso de Velázquez no podían fallar. Y tenía que asistir el aña Rosi -el aña Rosi, la primera-. De entre todos los personajes de María, el preferido de Virginia era esta aña Rosi que ya había sido aña en casa de los abuelos de María y que ahora, rozando los ochenta, vivía en Navalcarnero con una hija casada.

 Era una ancianita rechoncha, de cara redonda y pelo liso recogido en un moño que no aparentaba tanta edad y que se trasladaba a todas partes a pasitos seguidos, muy enérgicos, con consistente movilidad de llanta articulada. Quizá su aire de muñeco mecánico venía de que una vez en marcha era imparable. Una vez dada cuerda y dejada con sus temas favoritos, se tenía la sensación de que ya era imposible desviarla por muy con la pared, o con cualquier contradicción, que se topase. 

Y de entre todos sus temas favoritos, el más favorito era María, muy por encima del de los alifafes de su hija y las malaventuras de sus nietos. Virginia sacaba este tema siempre que podía porque la infancia de María en versión del aña Rosi ofrecía un giro espectacular, casi sobrecogedor. La niñez de María resultaba, de creer al aña Rosi, prodigiosa. «Una vez estaba yo planchando una camisa del señor que la doncella había dejado sin planchar. Y en estas la niña entra en el cuarto de plancha y me enseña un pardillo que se había caído de un nido en el garaje. Y el pardillo se vuela por el cuarto. Y las dos a cogerle con cuidado para que no se matara contra las paredes. Y el pardillo se posa en la bombilla y ahí se balancea. Conque me quito yo las zapatillas y me subo a la mesa y por fin le tengo ya en la mano. Y en esto un tufo a chamusquina y la camisa del señor echando humo, que se había caído cuando me subí. Y ahora a ver… ¡No tiene remedio!» Al llegar aquí hacía el aña Rosi una dramática pausa y levantaba la barbilla un par de veces, como desafiando a sus oyentes. «Conque me bajo de la mesa, ay la camisa, la camisa. Y la niña quiere ver el pájaro. Y yo del susto ya ni me acordaba que le tenía en una mano. Y la niña quiere que le suelte y abre la ventana. Y yo me enfado porque lo primero es la camisa. ¡A ver ahora yo qué hago! Soltamos al pardillo y ahora qué. La niña se va del cuarto de plancha y vuelve con el bote de la harina. ¡A qué traes eso!: Dice que va a quitar la mancha con harina. ¡Pero si no es una mancha, si es que se ha quemado! La niña recubre lo quemado todo con harina, sacude la camisa y la camisa estaba igual que estaba antes de quemarse…» Daba igual que Virginia y María se rieran oyendo contar este milagro. 

El aña Rosi no tenía sentido del ridículo. Y era inútil tratar de hacerla ver que aquello era imposible y que probablemente había mezclado dos acontecimientos caseros diferentes: en uno, María es una niña muy pequeña que acaba de entrar en el cuarto de plancha con un paquete de harina en la mano -a los niños les encanta transportar objetos incongruentes de un lado a otro de las casas-; en otro, una mancha grande, de una camisa u otra prenda parecida, desaparece como de milagro y alguien, quizá la propia aña Rosi, emplea esa expresión. Virginia consideraba que lo extraño era la terquedad del aña en mantener que se trataba de un milagro, mientras que en los demás asuntos y recuerdos solía ser siempre razonable y nada propensa a fantasías. Solo fantaseaba la niñez de María cuya foto de niña llevaba siempre encima, como una estampita. Virginia había escuchado por primera vez uno de estos cuentos en unas vacaciones de Navidad que pasó en casa de María, todavía las dos en el colegio. El aña Rosi ya no vivía en la casa y había venido a felicitar las Pascuas. Virginia en aquel momento deseó preguntar al aña Rosi -aunque no llegó a atreverse si de verdad creía que María, esta misma María que iba a cumplir dieciséis años, había hecho milagros de pequeña. El aña Rosi se limitaba a referir estas historias sin añadir nunca comentarios. No daba la impresión de darse cuenta del efecto que causaba en sus oyentes. Además de carecer del sentido del ridículo en todo lo referente a la niñez de María, el aña Rosi carecía de sentido del absurdo. 

Curiosa era también la desenfadada relación que la propia María tenía con las historias del aña; aparte hacerla reír a carcajadas, jamás advirtió Virginia el menor rubor o el más mínimo sobrecogimiento en su amiga. Y aquí Virginia, en esto del sobrecogimiento, se sentía invariablemente confusa, lo mismo a sus veintitantos años que la primera vez que oyó contar esos cuentos. Había uno en particular que siempre recordaba y que había oído repetir casi al pie de la letra al aña Rosi varias veces: «Una vez estábamos las dos sentadas en el cuarto de jugar, yo repasando un roto de un vestido y la niña pintando en un cuaderno. Y no había en casa nadie más porque habían salido los señores y no se podía estar en el jardín.» «¿Por qué no se podía estar en el jardín, aña?», quiso saber Virginia en una ocasión. Nada más preguntar comprendió que no valía la pena; el aña Rosi nunca contestaba a las preguntas y no le gustaba ser interrumpida. Si se le interrumpía si alguien entraba en la habitación, por ejemplo, inesperadamente se callaba apretando los labios en una firme línea casi blanca. En esas ocasiones su figura rechoncha recordaba un muñeco mecánico más que nunca. En cualquier caso, Virginia se dio cuenta -como quien súbitamente se despierta-de que la pregunta que acababa de formular se le había escapado sin querer. La pregunta se había preguntado por sí sola en sus labios, fruto de la fascinación. Porque ocurría que si uno permanecía largo rato escuchando el sonsonete narrativo del aña, acababa por perder el sentido de la realidad e incluso de sí mismo e iba a fundirse con gozo estremecido con el niño que quizá había sido, transportado a la pura irrealidad de un mundo antepredicativo. Las declaraciones del aña tomadas como sin respirar y sin juzgar en la pura monotonía mecánica de su imparable sucesión, sobresaltaban la conciencia como novedades o como detalles henchidos de una significación que instantáneamente cobraban y perdían. Virginia tenía la impresión de que si no aclaraba algunas cosas, aunque fuese a costa de interrumpir y molestar al aña, perdería lo verdaderamente esencial del relato y se quedaría retrasada y como abandonada en un jardín desconocido. 

Virginia había hecho su pregunta movida por una inmensa sensación de desconsuelo, como si aquel no poder estar en el jardín María y el aña Rosi con que comenzaba el relato fuese un mal irremediable. Algo debió notar María, que escuchaba tranquilamente a su lado, porque se apresuró a cuchichear: «No se podía estar en el jardín porque llovía a cántaros.» «Y en esto entró un ratón por la ventana que se había quedado un poco abierta», el aña Rosi había proseguido imperturbable. «Mira el pobre ratón, dice la niña, que trae una patita arrastrando. Y el ratón quieto en el alféizar miraba al aña y a la niña, olfateaba todo alrededor. No le cojas, que se salga él solo, que sí, que tiene una patita mala, que no, que no le toques que es un asco, que se te pondrá la piel arratonada, que le voy a coger a ver qué tiene; y el ratón que está todo mojado y el ratón que se tumba boca arriba para que la niña vea la pata y el ratón que le enseña la patita; que te va a arañar, que mira qué uñas tiene; que no hace nada, que ha venido a que le cure, conque me levanto y voy a ver y es la verdad que tiene la patita espachurrada; suéltale que ya se cura solo; cura cura sana culito de rana si no te curas hoy te curarás mañana; y que le sopla de cerca la patita y el ratón que da un salto y que se marcha por la ventana corre que te corre…» Un cuento tonto, pensaba Virginia, como todos los demás, en realidad. En este en particular le intimidaba aquella relación brujeril con la naturaleza que el aña Rosi, con toda naturalidad y sin énfasis alguno, atribuía a María. Y también aquí, como en el cuento anterior, el aparente milagro podía explicarse mediante una yuxtaposición de elementos narrativos heterogéneos llevada arbitrariamente a cabo por el aña: la soledad del cuarto de jugar un día de lluvia, la aparición de un ratoncillo de campo, la costumbre infantil de recitar el cura-cura-sana… Todo ello, acumulado en la cabeza milagrera del aña Rosi, se habría convertido en una relación causal. Todo podría explicarse fácilmente. Y el hecho de que Virginia así se lo explicara a sí misma podía entenderse como un simple acto de cordura. Pero Virginia se sorprendía siempre un poco de la prisa con que se apresuraba a desechar, por absurdos, estos relatos. Por absurdos que fueran, no lo eran tanto que no expresaran -siquiera hiperbólicamente y siquiera para Virginia-un lado intrigante de María. 

Se conocían desde casi niñas, se habían contado sus vidas muchas veces; se adivinaban, creía Virginia, casi siempre el pensamiento. Y, sin embargo, había en María un lado irreducible a la claridad de ser las dos inseparables e íntimas amigas. Era un lado dulce y terco e impensado, como una gatera, por donde María, como un animalillo rutilante, se escapaba a veces. Y Virginia consideraba ejemplo supremo de este escaparse el súbito enamoramiento de su amiga: la chica menos noviera del colegio, de un día para otro, de un instante a otro, enamorada. En un abrir y cerrar de ojos. Y a partir de aquí, aun siendo inconfundiblemente la misma, María había quedado separada, velada en el misterio de su repentina decisión. Pero ¿había sido una decisión? Virginia se consideraba a sí misma una persona decidida -mucho más, hasta entonces, que María-y que extraía de su continuo decidirse una jubilosa gratificación. Virginia tenía a gala saber siempre qué quería, hasta el punto de que en obvios casos de duda (a la hora de elegir un vestido, por ejemplo, entre dos casi iguales) elegía, por orden cronológico, el primero que le hubiesen enseñado. María, en cambio, no daba la impresión de haberse decidido cuando elegía alguna cosa. Lo elegido se volvía elector y parecía arrebatarla. 

Y Virginia conectaba esta pasividad de su amiga con aquel lado incalculable por donde María, como a través de una gatera, se colaba. Y de algún modo impreciso, entre los relatos del afta y las decisiones inesperadas de María, había una relación. Pero ¿cuál? Virginia no acertaba a definirla, excepto mediante una poética idea de lo inconsciente o de lo oscuro, presente tanto en los relatos del aña como en algunas decisiones de María y, eminentemente, en su decisión de casarse con Martín. 

Así, mientras las dos amigas de común acuerdo ultimaban los preparativos de la despedida de soltera y telefoneaban a las interesadas y discutían con tía Eugenia-que ahora llamaba por teléfono cuatro y cinco veces al día-los detalles del menú (porque a fuerza de querer hacer las cosas a lo grande, tía Eugenia había saltado de la sencilla idea de merienda a la de cena con camareros contratados, tras desechar un té danzante y un viaje de todas ellas a París), Virginia iba pensando que también en la elección -si es que era una elección-de las demás amigas (Virginia se consideraba más que amiga y, por lo tanto, separada de todas las demás por un tremendo corte vertical) había un punto de oscuridad teratológica. De aquí precisamente provenía el que Virginia considerara que todas las amigas de María, excepto ella misma, de las más jóvenes a las más ancianas, tenían en común un cierto, un alto, grado de inverosimilitud. No había más que verlas ir llegando. El día de la despedida se presentó lluvioso y temerario, con tía Eugenia decidiendo el día anterior a última hora que lo más cosy, con mucho, era un picnic en la sala, sentadas todas en el suelo, como en una tienda de campaña. Virginia y María, temiendo lo peor, llegaron muy temprano a casa de tía Eugenia, a primera hora de la tarde. Tía Eugenia que, por lo visto, se había levantado tarde para estar, según dijo, enteramente fresca y despejada, había desayunado tortilla de patatas que le subieron recién hecha del bar y llevaba ya ingeridos su buena media docena de pink-gins. La doncella que les abrió la puerta era una chica nueva y daba muestras de un profundo desconcierto. Encontraron a tía Eugenia en la sala cambiando todos los muebles de sitio con ayuda, según anunció al entrar las dos amigas, del hijo del portero «que tiene unas fuerzas colosales». Era difícil adivinar qué se había propuesto tía Eugenia. Todos los almohadones de todos los sofás y toda una serie de almohadoncillos medianos y pequeños estaban apilados en el centro, formando una especie de montículo. El sofá y otro par de sillones junto con las mesitas y las lámparas, agrupados a un lado de la habitación. Las cortinas de las dos grandes ventanas con balcón que daban a Velázquez, cuidadosamente cerradas. Se podía ir y venir alrededor del montículo de los almohadones, estorbado el paso tan solo por varios floreros de distintos tamaños atestados de gigantescas ramas verdes. El hijo del portero, en camiseta, en jarras y con la cabeza ladeada, contemplaba pensativo el caos. Tía Eugenia, instalada en lo alto de una escalerilla de mano, se abanicaba con un gran abanico de rosas y manolas. Virginia, sin parar de reír, se felicitó pensando que la despedida de soltera comenzaba exactamente como había previsto. 

Entre todos, incluida la colaboración de la nueva doncella, devolvieron los muebles a sus sitios. Les dieron las seis de la tarde a los cinco bebiendo vasos de sangría en la cocina. «¡Que digo que qué lástima», declaró tía Eugenia, tartajeando un poco, «que se tenga que ir el pobre Manolo en vez de quedarse a disfrutar!» Manolo, ya en mangas de camisa, se encogió de hombros en silencio. ¿Le darían o no le darían propina, tanto hablar? No podía contarse de antemano con que las cosas acabaran bien: había visto a tía Eugenia oscilar en ocasiones anteriores de la tacañería a la más inaudita extravagancia. Los días extravagantes le hacía escenas la novia -«que esa está por ti que pierde el culo, que ya la veo venir desde hace mucho»-; los días tacaños le atormentaba su madre, la portera -«¡que no te haces valer, tú, desgraciao, que te pasas la tarde trabajando y no te da ni para pipas!»-. Virginia y María se hicieron cargo esta vez de la propina. Estuvieron muy consideradas. Y ya se despedían todas de Manolo -incluida la doncella nueva que ya iba haciéndose una idea de la situación general-cuando se oyó subir el ascensor. Habían salido al descansillo las cuatro y del ascensor emergió Tereto Pombo, que aseguró llegar despavorida, a pie desde la Puerta de Alcalá, sin saber si llegaba la primera o la última. 

De Matonkikí a Tereto Pombo había una sola línea continua. Era alta, tanto como Virginia, al andar se inclinaba hacia adelante, con los pelos rizosos muy alborotados, echados por la cara. Virginia, María y ella habían sido compañeras de colegio. Se sentó en el centro del sofá, con las piernas abiertas y las medias torcidas, curioseándolo todo muy deprisa con sus ojos miopes. Virginia estaba segura de haberla oído silbar. Ahí, en aquel sofá de flores verdes y granates, parecía a punto de encaramarse en la lámpara. María y Virginia en pie delante de ella la contemplaban admiradas. Tía Eugenia se había metido en la cocina, declarando que tenía todo sin hacer, tambaleándose un poco al salir en sus tacones altos. Cuando se arreglaba, como esta tarde, cobraba un aire piripi de tanguista. Virginia ya la conoció así, con la pintura muy exagerada y el rímel fresco dado a espátula. Se la oía ahora hablar muy alto en la cocina y Virginia la imaginó fumando y, a la vez, untando de mantequilla el pan de molde, dando conversación a la doncella, que la contemplaría embobada. María anunció que se iba con tía Eugenia. ¡Más valía! Virginia se sentó junto a Tereto, quien, recobrado ya el aliento y satisfecha su curiosidad inicial, se había vuelto hacia Virginia, dispuesta a dar conversación. «Bueno, chata, ¿qué te cuentas? Me tienes que contar cómo es el novio. Dicen que es un chico humildísimo, de una humilde extracción, pobrísimo, muy pobre, ¿es eso cierto?» Virginia se reía recordando los fantaseados pretendientes que en el colegio las tres se atribuían una a otra. «Cuando le conozcas ya verás cuánto te gusta. Parece algo mayor. Un chico muy moreno, muy alto, muy delgado, con los rasgos firmes, como una talla de madera…» «Ahórrame, chata, los detalles concupiscibles», interrumpió Tereto Pombo, «¿sabe jugar al mus?» «Creo que no. Pero María tampoco. Por ese lado no hay inconveniente. Es un chico muy inteligente…» Tereto contemplaba a Virginia de hito en hito, adelantando mucho la cabeza, con ese aire cejijunto del miope que rehúsa llevar gafas. Resultaba difícil saber si Tereto se enteraba o no. Era la primera vez que Virginia hablaba de Martín con una tercera persona. 

Aquel cliché de Martín a beneficio de Tereto Pombo y todas las demás que irían llegando ¿se correspondía con la realidad? ¿A qué venía aquella cursilada de lo de la talla de madera? «¿Pero a ti te gusta?», inquirió Tereto, curvando escépticamente los labios. «¿A mí? Desde luego… ¡Si te lo estoy diciendo!» «Me-lo-estás-diciendo-me-lo-estás-diciendo y yo lo estoy oyendo al revés todo, ¿no ves que las Pombas somos unas lumias? Un sexto sentido, eso se llama. Así que no me vengas con pamplinas. ¿Es simpático o antipático?» Virginia dudó un momento. «¿Lo ves? No estás segura. Debe ser un cardo borriquero…» Virginia se echó a reír de nuevo. «¿A qué te dedicas, Tereto, últimamente? Hace siglos que no nos vemos.» «Mujer, a nada, ¿a qué quieres que me dedique? Juego al mus. Voy y vengo. Echo de menos el colegio. Ahí teníamos la vida organizada y pretendientes inventados, los únicos que tienen gracia…» Sonó el timbre. María y tía Eugenia entraban en la sala con bandejas y platos. Conversaciones, exclamaciones, taconeos, amontonándose en el vestíbulo. «¡Ahí viene la banda!», exclamó Tereto Pombo. Fueron entrando una a una, conscientes de sí mismas. Eran cuatro y el aña Rosi que había subido a pie, pasito a pasito, porque aborrecía los ascensores y que desapareció en seguida, tras la doncella, con sus diminutos andares de muñeco articulado. Todas se reían mucho al saludar, todavía algo gansas de maneras y ya enunciándose las figuras que cobrarían veinte años más tarde. Rodeaban a María, como esperando una sorpresa, las voces un poco demasiado altas, como un día de exámenes. Virginia pensó de pronto que de verdad se estaban despidiendo de María -también la propia Virginia-para siempre. «¡Ay, pero si no has durado nada, no has durado nada!», estaban diciendo Angélica y Estercita Baldor casi a dúo. «Es lo que veníamos hablando, ¿verdad, tú?, mientras veníamos en el taxi, que te has colado la primera ¿quién lo iba a decir?» «Pues ya ves», contestaba María sonriendo. «¿Y vosotras? ¿Qué tal de novios? Me figuro que muchos, ¿a que sí?» Virginia sacudió ligeramente la cabeza para espantar una punta de melancolía infantil. Las dos hermanas Baldor, las Baldoras, tan guapas, que se vestían iguales, habían venido hoy de rosa y de pulseras que acompañaban su charla como un bailable caribeño. Virginia se sintió absurda teniendo que esforzarse en prestar atención a las conversaciones, achicada de súbito por aquella melancolía que no se iba y que se posaba, como una mariposa, en los grupitos de la sala de tía Eugenia. Ahí estaba Pepa Cárleton con su traje sastre de franela gris dando conversación a Tereto, que asentía a cabezazos mientras pasaba las hojas del Hola. 

Virginia se acercó a ellas y se sentó en un taburete en silencio. «Tengo que decirle a María», declamaba Pepa Cárleton, con muchos gestos. «Tengo que decirle a María que me ha llamado Maca Claramunt que imposible que lo siente horrible que no podía venir ni bien ni mal porque tenía el vernissage en San Cugat, ya imposible de cambiar el día y la hora y que los galeristas cómo son, los aires que se dan, y que además precisamente mañana (por hoy) venían sus primos los Garriga-Nogués, te acordarás que Maca tantísimo contaba, todos en dos coches y un Studebaker de una Samaranch, que te tienes Tereto que acordarte que la conocimos en una puesta de largo aquí en Madrid con la carita muy de porcelana algo mayor que se embutió en un sillón y no bailaba porque le daba el cha-cha-cha palpitaciones y que nos convidó a todas a ir a verla al Ampurdán donde tienen por lo visto un sitio cerca de la costa con playa y barco y pueblo todo de ellos…» Acababa de entrar tía Eugenia anunciando que estaba todo listo y preguntando que qué querían beber. Se reunieron todas alrededor de una mesa redonda casi oculta por los ramajes verdes de un florero donde tía Eugenia había instalado sus bandejas. La doncella nueva empujaba un carrito con el café y la tetera y la jarraza de sangría y el inevitable botellón de ginebra mediado que nunca faltaba en las reuniones de tía Eugenia. Todas hablaban a la vez; la doncella servía con mal pulso sangría a las Baldoras y a Tereto Pombo que seguía escuchando a Pepa Cárleton sin mirarla, mientras devoraba pinchos de tortilla. El aña Rosi había aparecido en una esquina. Se oyó el timbre de la entrada. Faltaban las primas carnales de María por parte de su madre que eran cuatro o cinco y que llegaban ahora todas juntas echándose la culpa unas a otras de haberse retrasado: un batiburrillo de Carolinas, Palomas y Beatrices que se abatieron sobre la merienda sin casi saludar. Estercita Baldor, que las conocía a todas, se alzó en jefe de este grupo que al segundo vaso de sangría ya cantaban Al subir la escaleruca. 

Tía Eugenia iba y venía vaso en mano, murmurando elogios incoherentes acerca de la juventud en general. Tereto Pombo y Pepa Cárleton, enfrascadas al parecer en un intenso debate, se habían instalado mano a mano de nuevo en el sofá. María y Virginia se sentaron por fin, ellas también, en dos sillas junto a la mesa de las bandejas. «Se están divirtiendo ¿no crees, Virginia? Es el ambiente que queríamos. ¿Qué te pasa? Te veo pensativa.» «Tereto me preguntó cómo es Martín. Se lo he explicado un poco, por encima.» «¿Y qué le ha parecido?» Virginia titubeó no sabiendo si contar de verdad lo que Tereto había dado a entender. ¿De qué servía entrar en todo ello? Ya no se podía cambiar nada. María resplandecía frente a ella. Y los brillantes ojos azules muy claros de María intimidaron a Virginia como si en lugar de sencillamente estar a punto de casarse, emprendiera un viaje sin retorno y no se diera cuenta. María le pareció inclinada, en una sola dirección, posesa de una alegría irreprimible, entregada a la insensata fuerza de un viento venturoso que no presagiaba nada firme o tranquilo o indudable al otro lado del océano, al final de la trama. La seguridad de María hacía que Virginia se sintiera insegura, incomprendida, olvidada para siempre tal vez. «Todo esto me pone un poco melancólica», confesó. Virginia recorrió la sala con la vista antes de decidirse a proseguir. Las dos Baldoras y las primas, sentadas en el suelo entre tía Eugenia y el aña Rosi, entonaban ahora, con mucho sentimiento y mucho aire masculino de barítonas, Maitechu mía, cogidas del brazo balanceándose de un lado a otro lentamente. «Todo este jaleo que quería yo armar y que por fin hemos armado, con todo su encanto de autobús y de excursiones de final de curso, ¿te acuerdas?, es muy triste en el fondo. Es como si nunca más volviéramos a vernos y yo supiera la verdad y tú no te dieras cuenta. Ya sé que no es así, que no va a ser así… 

Y, sin embargo, la verdad es que se ha acabado el curso, se han pasado los años y en realidad no te he entendido…» «¡Pero si no hay nada que entender!», exclamó María. «¡Me entiendes de sobra!» Abrazó impulsivamente a Virginia. «¡Nadie me entiende mejor que tú, chiquilla! ¡Ni siquiera Martín! ¡Tú lo sabes todo!» A Virginia se le saltaron las lágrimas. Y a la vez que se avergonzaba de aquellas lágrimas pueriles, trató de decir lo que sentía: trató de ver, más allá de aquel instante de las dos, el mañana confuso, prometedor, amenazador, como un océano verdoso y brillante y demasiado grande para acordarse del colegio. «Ya sé que vas a ser feliz con Martín, estoy segura de que vas a serlo. Es como si temiera… Vas lanzada… Así no va nadie por la vida. Ninguna de nosotras. Nos han educado para estar tranquilas y poner casas confortables y dar conversación y estar siempre muy guapas y arregladas y saber estar y no tener problemas y tú lo cambias todo… No te das cuenta pero al casarte así lo cambias todo, al no fijarte demasiado en ti misma, al brillar tanto, al enamorarte tanto, como una pobre chica que se casa con el primero que se encuentra porque sabe que no va a haber ninguno más, tú todavía tendrías que salir con otros chicos, dejarles que se expliquen, que se vayan, que demuestren que valen lo que creen que valen, que te hagan la rosca y teman que les mandes a paseo a la menor bobada… Pero tú no te fijas en ti misma ni escuchas a quien se fija en ti, como si eso fuese una pérdida de tiempo y te faltase tiempo para dárselo todo a Martín sin guardar nada, sin conservar a las amigas, sin reservarte un poco, sin acordarte ya de nadie, ni de mí ni de nadie, como si tu vida no valiese más que la vida de una pobre chica zafia que se agarra al primero que aparece… Dices que te entiendo y no es verdad: no te entiendo; no entiendo cómo puedes brillar tanto, resplandecer tanto ahora mismo sin motivo, brillar inútilmente, porque te has enamorado de un hombre que todavía es un chico y no sabemos por dónde va a tirar, ni si después habrá o no habrá manera de arreglarlo, ni si te va a querer como le vas a querer tú toda la vida… No creas que te entiendo, María: te quiero pero no te entiendo bien del todo. Y me da miedo ver que brillas y te embalas como si todo fuera a ser siempre lo mismo, igual ahora que dentro de veinte años o de treinta, como si no fuera en realidad horrible brillar tanto y arriesgar tanto y darlo todo porque sí…» 

Virginia se detuvo bruscamente, frotándose los ojos con las manos. Echó luego la cabeza hacia atrás, sin mirar a su amiga, como quien ha dicho más de lo que sabe y ha acabado por hacerse un lío y ahora no se acuerda bien de lo que dijo y no acaba de saber bien si de verdad siente o no siente lo que acaba de decir que siente y prefiere, en conjunto, dejar que salga lo que salga y que los demás le digan dónde debe situarse o si debe callarse, o llorar o no llorar, o dar conversación como si nada hubiese sucedido… Virginia frunció el ceño y abrazó a M

miércoles, 4 de junio de 2025

ALESSANDRO BARICCO LA VÍA DE LA NARRACIÓN TEXTO COMPLETO



Alessandro Baricco (Turín, 1958) ha publicado en Anagrama las novelas Tierras de cristal, Océano mar, Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres veces al amanecer y La Esposa joven, la reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo  teatral Novecento, los ensayos Next, Los bárbaros, The Game y Lo que estábamos buscando, las reseñas de Una cierta idea de mundo y los artículos de El nuevo Barnum. La vía de la narración Baricco reflexiona sobre las narraciones y trata de desentrañar sus misterios. ¿Cuál es su sentido último y su mecánica interna? La narración tiene algo de jeroglífico y algo de mapa. Su alquimia surge en las esquivas y enigmáticas fronteras entre la magia y la ilusión óptica, entre el evento místico y el proceso químico. ¿Se puede enseñar a narrar? ¿Se puede aprender a hacerlo? El siguiente texto es la transcripción, convenientemente reelaborada, de una lección impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021. En aquella ocasión inaugurábamos la Cátedra Spencer, una especie de seminario permanente en el que el profesorado de la escuela se detiene a reflexionar de la mejor manera posible, y con toda la intensidad que requiere el caso, sobre su propia tarea docente. Vista la solemnidad del contexto (no dejaba de ser una inauguración, quiero decir), se me ocurrió intentar plantear una lección en la que, de forma extremadamente sintética y lo más clara posible, recogiera las principales cosas de las que he ido tomando conciencia desde que me ocupo de la narración. Me parecíaútil hacer un balance, por así decirlo, de la situación. Intentar esbozar un sistema. Digo todo esto para explicar por qué el texto, al hablar de la narración, se detiene a menudo en lo que significa enseñarla: en aquella clase había mucha gente que lo hace para ganarse la vida con ello. Imagino que si me hubiera encontrado en una reunión de pescadores sin duda habría prestado más atención a las historias marinas. Turín, abril de 2022 

 1 Ocurre a veces que teselas concretas de la realidad emergen del ruido blanco del mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta que espera una respuesta. Un día de caza, para un hombre prehistórico, o el destello de una mirada ilegible en el metro, para nosotros. Allí donde se verifica esa vibración, se genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo –superando el estatus del puro y simple asombro–, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias. 

 2 Una historia es el campo de energía producido en el alma de uno de nosotros por la vibración inesperada de una tesela del mundo. Su génesis puede durar un instante o incubarse durante años. Su tiempo de germinación es un misterio. 

 3 La historia, por tanto, es siempre movimiento, pero no entendido como un paso rectilíneo de un punto A a un punto B, sino como la organización dinámica de una intensidad que procede de un choque de partida. Es el campo magnético que se forma alrededor de una iluminación. La historia no es nunca una línea, sino siempre un espacio. 

 4 Poseemos un cierto conocimiento de los campos magnéticos a los que llamamos historias. Por ejemplo, estamos familiarizados con cierto número de estructuras que adoptan las historias cuando habitan en el espacio mental de quien las genera para sí mismo. Son como figuras geométricas. Menciono aquí cuatro de ellas, a modo de ejemplo. El agujero negro. El mundo entero cobra vida en la atracción fatal hacia un agujero negro central, en gran medida ilegible, de algún modo sobrehumano y no pocas veces maligno. La dinámica del sistema es contradictoria porque todas las fuerzas del campo parecen proponerse como misión destruir la oscura fuente de vida que las genera y por la que se sienten atraídas y aterrorizadas. (Ilíada, Don Juan, Drácula) La reparación. El orden del mundo, por algún motivo, sufre una alteración y nada se asienta hasta que una fuerza paciente y muy decidida consigue volver a poner las cosas en su lugar. (En la frontera, El amor en los tiempos del cólera, Sherlock Holmes) El remolino. Existe una única cosa: un movimiento circular que vuelve obsesivamente al mismo punto. El resultado, sin embargo, no es cero. En su marcha, ese movimiento genera o consume mundo, alterando la totalidad de lo existente. (Odisea, Viaje al fin de la noche, la Recherche) La deserción. De la alineación de la materia se desprende un fragmento, aparentemente enloquecido, que pone en peligro toda la secuencia de la realidad. El resultado final es la regeneración del sistema o la aniquilación de la célula desertora. (Hamlet, El guardián entre el centeno, los Evangelios) 

 5 El hecho de que algunas historias se dispongan en el espacio mental reproduciendo figuras geométricas reconocibles no significa que podamos y debamos elaborar una taxonomía de las historias. De hecho, hacerlo sería imperdonable. Hay que evitar enérgicamente la tentación de atribuir a los seres vivos un repertorio de historias definido, circunscrito y arquetípico. Las formas de los campos magnéticos a los que llamamos historias son y deben seguir siendo ilimitadas. Hay que vigilar y proteger esa infinidad, pues a ella encomiendan los seres humanos el vínculo fundamental entre historias y libertad. 

 6 Como puede verse, en su momento auroral, las historias son la composición de determinadas fuerzas, casi como el entrelazamiento de corrientes marinas. No son en modo alguno un acoplamiento de personajes. Lo que llamamos personaje es el efecto de una acción conceptualmente sucesiva: los humanos, para leer mejor esas corrientes, les dan una forma antropomórfica. Los personajes, los caracteres, los héroes, siempre son la traducción antropomórfica de una energía, de una corriente, de una sección del campo magnético. El agujero negro, Aquiles. El remolino, Ulises. Quien ve a los personajes sin captar la fuerza y la forma geométrica que subyacen en ellos se detiene en la fachada de una historia, perdiéndose su corazón. 

 7 En este sentido, debemos entender que el aspecto psicológico de los personajes, el diagrama de su devenir psíquico, no es más que la formulación matemática, calculable, por así decirlo, de una figura antropomórfica, a su vez formulación didáctica de la pura irrupción de una fuerza. Lejos de ser el origen de una historia, el viaje psicológico de un héroe es meramente una lejana emanación de ella. Que emergiera a la superficie como la parte más visible de la narración es el resultado de una anomalía en la novela de los siglos XIX y XX, heredada posteriormente por la narración audiovisual. Pero ya Benjamin advertía del peligro de situar la novela, sin reservas, en el ámbito de la narrativa propiamente dicha. 

 8 Entendida como espacio, campo magnético, organización de un flujo de intensidad, la historia existe como un movimiento que, paradójicamente, no puede moverse. Habita, de forma invisible, en una mente individual o colectiva, y de ahí no puede salir. Hay que imaginarla como una esfera de energía y movimiento que descansa sobre sí misma, inaccesible. Incluso secreta. Muchos humanos la mantienen en ese estado de reclusión durante toda una vida. Proust los comparó con esas personas que, después de hacer fotografías, guardan las placas en el sótano, sin revelarlas nunca.

 9 Lo que saca a la historia de sí misma, trayéndola así al mundo, es el acto de contarla. Que, sin embargo, no es un acto natural ni indoloro. Para acceder a la forma del relato, la historia debe perder gran parte de sí misma. El relato es bidimensional, la historia vive en infinitas dimensiones. Es una esfera, debe convertirse en una línea. Es un espacio, debe convertirse en una secuencia temporal. Hay que llevar a cabo, por tanto, una reducción. El expediente técnico por el que una historia se reduce al formato del relato se llama trama. 

 10 No hay peor error que confundir trama e historia. 

 11 La trama es un viaje lineal dentro de una historia: solo pretende pasar por determinados puntos de la historia y hacer visible solo una parte de ella. Es como una línea de ferrocarril que cruza un continente. Quien viaje en esa línea no podrá decir que ha visto todo el continente, pero sí que lo ha habitado, visto, intuido. Y sabe lo que se puede hacer. 

 12 En una versión más sofisticada, que es el sello distintivo de las narraciones más elevadas, la trama puede disponerse no solo como una escaleta de acontecimientos, sino simultáneamente como una secuencia de formas, consistencias, tonos, ritmos. Al disponer en línea no tanto hechos como ambientes, cada uno de ellos con su propia forma y consistencia, recupera algo de la naturaleza original de la historia, que es espacio y no línea. Cuando esto ocurre –circunstancia harto infrecuente–, resulta válida una semejanza que puede sernos útil para la comprensión: del mismo modo que los mapas geográficos, aunque limitados por el veredicto matemático que decreta que es imposible reproducir exactamente una superficie esférica sobre una superficie plana, consiguen dibujar el mundo con figuras que no son una lista del mundo, sino una representación real del mismo, por muy imprecisa que resulte, así la trama, en su versión más sofisticada, consigue plasmar la complejidad esférica de las historias en la superficie plana de la narración, recuperando, aunque sea de forma imprecisa, la naturaleza del ambiente, del espacio, del mundo. En el mejor de los casos, las tramas son proyecciones geográficas. Mapas de historias. 

 13 Así pues, en el principio están las historias. Campos magnéticos. Espacios de intensidad. Las tramas las habitan, las atraviesan y las hacen legibles. Son jeroglíficos que las significan, mapas que las representan. Para que el acto de contar historias se verifique de la forma más completa, falta un último componente químico, el más misterioso de los tres, el único que tiene algo que ver con la magia. Intermedio Brevísimo ensayo sobre El viaje del escritor, de Christopher Vogler El libro que más ha determinado la idea colectiva de lo que es contar historias en los últimos treinta años lo escribió un guionista estadounidense, Christopher Vogler, a principios de los noventa. Se titula El viaje del escritor (The Writer’s Journey: Mythic Structure for Storytellers and Screenwriters, 1992). 

Cualquiera que haya asistido a una escuela de storytelling o de escritura creativa se habrá encontrado estudiándolo, y la cosa no debe extrañarnos: en un tipo de enseñanza a la que le cuesta encontrar bases «científicas», desdibujándose a menudo, para consternación del gran público, en una especie de impresionismo sacerdotal, el libro de Vogler ofrecía reglas, trazaba esquemas, aseguraba resultados: los éxitos de Hollywood, perfectamente alineados con esa biblia, estaban allí para demostrar que sus teorías no eran castillos en el aire. 

 Como es bien sabido, la convicción de Vogler –heredada de Campbell y, lejanamente, de Propp– es que todas las historias del mundo derivan de un único modelo original y arquetípico. En la práctica, existe una única historia, reformulada hasta el infinito: un héroe es llamado a realizar una hazaña, parte para llevarla a cabo, logra superar todas las pruebas a las que se le somete y luego regresa al mundo llevando consigo una nueva sabiduría o un nuevo poder. No hay que pensar inmediatamente en dragones y caballeros. Incluso Casablanca o Tiburón, dice Vogler, funcionan así. Lo mismo ocurre con Moby Dick, para entendernos. Y la hazaña a la que el héroe está llamado podría ser «simplemente» la de hacerse mayor, o la de conquistar a su compañera de pupitre. 

Digamos que el viaje del héroe es el nombre de una secuencia de acontecimientos que Vogler considera arquetípica: que se trate luego de guerras intergalácticas o de la vida de un chiquillo en la Inglaterra rural de principios del siglo XX, cambia poco las cosas. Vogler demuestra que sabe mucho acerca de esta secuencia. Cada uno de los pasajes, explica, es una caja que contiene otros, más pequeños. Así, por ejemplo, la partida del héroe hacia su tarea no es un acto tan simple, sino que pasa por unas estaciones bien definidas: primero vive en un mundo normal, luego recibe la llamada, al principio la rechaza, después encuentra a un Mentor, luego, por fin, se marcha, cruzando con cierta solemnidad un umbral que lo conduce a la segunda parte de la historia. A su vez, cada una de estas estaciones tiene su geografía particular, una serie de formulaciones posibles; es fácil decir que el héroe «encuentra a un Mentor»: en realidad, el asunto tiene toda una serie de variantes que Vogler se esfuerza en catalogar y poner a disposición del aspirante a narrador. Lo mismo ocurre con lo que hemos llamado Umbral: no debemos pensar en una puerta pura y simple, el de umbral es un concepto muy articulado y con miles de matices, del que conocemos una serie de variantes. En resumen, para cada pasaje hay muchas formas de realización.

 Pero, al final, dice Vogler, nada cambia el hecho de que los pasajes son esos: hay un Mentor, y un Umbral también, y están colocados en ese mismo punto de la secuencia, desde siempre y para siempre. Si uno aplica esta convicción a todas las etapas de ese viaje, a todos sus pasajes, obtiene un fascinante sistema de cajas chinas donde prácticamente todo lo que puede ser relatado está contemplado, regulado, fijado. Hay que añadir que el sistema cuenta también con su propia elegancia formal: Vogler dice que está estructurado en tres actos, según una proporción armónica: el segundo acto, el de la aventura propiamente dicha, es tan largo como la suma del primero (la partida) y el tercero (el regreso). Amén. Se entenderá que tal repertorio de certezas haya representado durante años un fantástico amarre para los muchos que se han encontrado navegando por el mar abierto de las historias. Incluso en los días de cansancio, no hay nada como una buena clase sobre el viaje del héroe para volver a casa con un buen subidón del propio prestigio como docente. Sin embargo, ya es hora de regresar a las raíces del acto de narrar y poner fin a los atajos que el método Vogler ha puesto en circulación. Es importante despertar de ese agradable hechizo y recordar que el sistema por el que los humanos producen historias es mucho más complejo y libre de lo que reconoce el viaje del héroe. 

 La idea de que una historia puede remitir en su totalidad al desarrollo lineal de un personaje es ingenua y reduccionista. Como he intentado explicar, a eso se le llama trama y no es más que una reducción de un mundo esférico, la historia, preexistente a aquella. El propio héroe, al que Vogler confía la espina dorsal de la narración, no es sino una tardía y, en el fondo, infantil antropomorfización de algo más ambiguo, subterráneo y misterioso que se mueve en el espacio mental del narrador, por zonas donde no rige ninguna ley. 

Por molesto que resulte (y por problemática que resulte así una lección de escritura creativa), la producción de historias comienza en un universo que es, por así decirlo, alquímico: la química de la trama, como hemos visto, solo consigue iluminar una mínima parte. Todas las reglas de Vogler, generalmente llenas de sentido común, siguen siendo los muebles de una casa deshabitada, porque construyen la trama en ausencia de una historia: no son la consecuencia de una vida, sino su sustituto. Cuando uno las lee, le producen ese mismo desconcierto ambiguo que se siente al pasar por las habitaciones vacíasde una tienda de muebles. Sería insensato negar que les pertenece una cierta sabiduría artesanal: pero ahora es importante recordar que saber construir una mesa no es más que una parte circunscrita al acto que llamamos habitar. Por ello también se puede trabajar con el texto de Vogler para combatir la confusión obtusa de tantos experimentos narrativos; a veces, incluso puede ser necesario, para reducir los daños, intentar reconducir el material indistinto de un narrador novato a una estructura de tres actos: pero me gustaría recordar aquí que detenerse en ese punto es triste e imperdonable. Más aún: es peligroso. 

Este es quizás el aspecto más importante. En el método Vogler hay un veneno y es necesario que seamos capaces de verlo. Quien quiera saborearlo, lo encontrará en este pasaje, que sin prudencia aparece ya en la tercera página del libro, tan orgulloso de sí mismo: Los relatos edificados sobre los fundamentos básicos del viaje del héroe poseen un atractivo que está al alcance de cualquier ser humano, una cualidad que brota de una fuente universal ubicada en el inconsciente colectivo y que es un fiel reflejo de las inquietudes universales.¹ Lo que Vogler formula sin rodeos es una tesis a la que nos hemos acostumbrado sin demasiadas reticencias. Lo cierto es que formula una enormidad. Dice que las reglas del viaje del héroe no son una hábil organización del material narrativo, sino una estructura que procede a priori del inconsciente compartido: si sabes utilizarlas, obtienes un poder universal porque no algunos humanos, sino todos, encuentran en ellas sus propias preguntas, su propia manera de estar en el mundo y, en general, sus propios orígenes. Todos somos héroes y todos tenemos un viaje que realizar y del que regresar. Es un destino que nos precede y que permanecerá inalterable después de nosotros. Por lo tanto, si se encontrara a un narrador capaz de relatar ese viaje, no existirían límites para su público potencial: hasta la expresión público de masas sonaría reduccionista. Contar a todos la historia de todos: el sueño del cine de Hollywood. 

 Lo cierto es que podemos afirmar con una relativa seguridad que el viaje del héroe, lejos de ser una secuencia narrativa universal y arquetípica, es el producto claro, históricamente determinable y completamente artificial, de un pensamiento dominante, que de generación en generación ha ido transmitiendo una vivencia-madre donde está contenido el ADN mental y ético útil para la dominación. Lejos de ser el producto de un inconsciente compartido, la cadena narrativa del viaje del héroe es el instrumento con el que la lengua de la dominación intenta absorber el escándalo del inconsciente individual. Pretendiendo encarnar las preocupaciones universales, fija principalmente las preocupaciones del pensamiento dominante. No remite a una humanidad que de veras existe, sino más bien a una humanidad esclavizada que se ha alineado con las consignas del vencedor. Al igual que la Ilíada y la Odisea fueron el manual de cierta clase dirigente del siglo VIII a. C., el repertorio de figuras mentales con las que se construye el viaje del héroe coincide plenamente con la epopeya conceptual de una forma específica de dominación, que se manifiesta históricamente a principios del siglo XIX:el mito del héroe que cambia el mundo, la obsesión por el individualismo, el culto incuestionable del progreso, la idea de que la superación de una serie de pruebas es lo que lo genera, la necesidad estructural de un enemigo, la necesidad del optimismo y, por tanto, del final feliz, e incluso la convicción de que las cosas suceden de forma lineal y según una arquitectura ordenada y racional: ¿quién no reconoce las señas de identidad de una determinada civilización productiva y, al mismo tiempo, sus deudas evidentes con una idea militar y guerrera de la existencia? Son figuras mentales que sirven para construir trabajadores mansos y soldados convencidos: las dos fuerzas que necesitaba esa civilización. Han llegado hasta nosotros como una herencia envenenada, que ha ayudado a delimitar el perímetro del ciudadano ideal, es decir, del siervo inconsciente. 

Cuando, por el contrario, los humanos viven una locura espectacular, hamletiana, transmitiéndose de manera clandestina que el progreso es solo una de las direcciones posibles y, de entre todas, la más dudosa; que las pruebas no son obstáculos que hay que superar, sino escenarios que hay que habitar; que nadie es un individuo, sino todos una parte del todo; que la mayor parte de las experiencias no conducen a un aumento del saber y del poder; que quien necesita un enemigo para existir está sembrando la destrucción; y que los acontecimientos de una vida ni respetan un orden ni lo generan. Estas y otras figuras mentales los humanos las cultivan de forma clandestina, y retenerlas como historias es precisamente uno de los sistemas con los que las resguardan. Quien narra tiene algo que ocultar. Por eso, quienes enseñan a contar historias tienen una gran responsabilidad. En cierto modo, están llamados a compartir una clandestinidad y a defender una insumisión. Luego, después, llegará también el momento de ocuparse del mobiliario, y el placer de enseñar a construir mesas sólidas, útiles y hermosas. Pero solo después. Antes, enseñar a narrar coincide esencialmente con ser capaz de regenerar cuotas de libertad, eliminando bloqueos y miedos. Por eso enseñar el viaje del héroe de forma perezosa no solo es una tontería, sino que resulta contraproducente. Cada vez que lo hacemos, transmitimos una forma de dominación, y al aprovecharnos del desconcierto de los seres vivos, les robamos loque sería la recompensa de ese desconcierto, es decir, la libertad. Fin del intermedio. 

 14 Donde hay una historia, apoyada por una trama, lo que falta todavía es una voz. El estilo. 

 15 El estilo es de unos pocos. Surge de una intimidad muy elevada y misteriosa con un material concreto. No se puede enseñar, se posee. Es un acontecimiento. Ocurre cuando el lenguaje, cualquier lenguaje, deja de ser una herramienta externa y se convierte en la prolongación de un cuerpo. Mano, no martillo. Respiración. 16 El estilo, por tanto, es cuerpo. Lo es del mismo modo ambiguo que lo es la voz: una extensión incorpórea del cuerpo que se asoma hacia lo eterno. Una vibración que se convierte en sonido. 17 Cada estilo –como cada voz– es un sonido único. Se puede imitar, evidentemente, pero su código genético está enterrado en una región inaccesible del individuo. El big bang que lo generó es puro misterio. De ahí esa forma de asombro, cuando no de sospecha, que el estilo difunde a su alrededor. De manera instintiva, la gente percibe el peligro latente de un fenómeno que procede de las tinieblas. Cuando, por el contrario, el estilo, siempre, es luz.

 18 En el estilo, la historia y la trama adquieren cuerpo, y así se convierten en tierra, y en realidad definitiva. Antes de que intervenga una voz, son un acontecimiento interrumpido, un instrumento musical perfecto que nadie está tocando.

 19 El estilo es lo que mantiene unidos el cielo y la tierra, por así decirlo. El cielo de las historias, la tierra de la realidad. 

 20 Así pues: Narrar es el arte de dejar andar una historia, una trama y un estilo en el flujo de un único acto. Su propósito es mantener unidos el cielo y la tierra. 

 21 Es posible encontrar formas imperfectas. Más que imperfectas, parciales. Historia y trama sin estilo. Lo que queda no es verdaderamente real, no incide en lo existente, reside en un mundo paralelo al que se le ha dado un nombre muy preciso: entretenimiento. Historia y estilo sin trama. Variante muy atractiva. El narrador se asoma hacia la narración, pero luego, esencialmente, se retira de ella. El rito se vuelve solitario, onanista. La historia vuelve a encerrarse en sí misma, pero tras haber dejado a sus espaldas un resplandor de luz. El sentido de esta castración –difícil de erradicar en quienes se entregan a ella– podría ser la convicción íntima de que una historia sedisuelve si se expone demasiado a la mirada de los demás. Por otra parte, también es posible que, en cambio, se trate de un caso de pudor, de miedo, de represión: no todo el mundo está dispuesto a aceptar hacer realidad sus historias. Estilo y trama sin historia. A menudo se trata de ensayismo que se disfraza de narración. 

 22 Hay casos aún más minimalistas. La historia por sí sola es poco más que una sensación. La trama por sí sola es un gesto infantil. El estilo por sí solo es poesía. 

 23 Pero a menudo ocurre que historia, trama y estilo aparecen convenientemente entremezclados, en ese ejercicio dorado de lo que llamamos narrar. En un número limitado de casos, su fusión es tan rotunda que borra todas las marcas de sutura y las huellas de construcción. Entonces narrar alcanza cotas en las que aparece como magia y no como ese proceso químico que, en el fondo, es. Esta ilusión óptica, este desplazamiento hacia el mito, lo convierte entonces en un acontecimiento casi místico, y ahí tiene su momento esa relación particular con la verdad que a veces se le ha atribuido.

 24 Enseñar esa rotundidad –el acto dorado de la narración– no es fácil, pero solo una visión distorsionada de lo que es un narrador puede llevar a pensar que es imposible o incluso una estafa. En realidad, sabemos exactamente dónde podemos intervenir y dónde no. Podemos educar para reconocer las historias, para comprender su forma, para acogerlas y manejarlas sin hacernos daño. Podemos enseñar a construir una trama, de modo que sea un mapa completo y un jeroglífico legible. No podemos enseñar el estilo, pero podemos darle seguridad, defenderlo, hacerlo crecer. Y si no podemos enseñar a tener una voz, podemos enseñar a cantar a los que la tienen. 

 25 Así, el acto de contar historias se transmitirá de generación en generación y no se perderá nada de lo que los seres humanos saben hacer para dar sonido a ciertas vibraciones misteriosas del mundo. Apostilla La Narración como Vía De manera consciente o no, quien narra elige una enorme cantidad de veces: toma decisiones. Una palabra en lugar de otra, la longitud de la frase, el movimiento de las manos, el volumen de la voz. Una buena parte de estas decisiones se toman muy deprisa y de un modo que parece en gran medida instintivo: sería difícil remontarlas enteramente a cierto saber, a una experiencia adquirida. Pero si no vienen de ahí, ¿de dónde vienen? Es una pregunta que vale para casi todos los componentes químicos de la narración, tal y como los hemos reconstruido. ¿Qué tienen de particular esas teselas que vibran y que son el punto de partida de todo? ¿Por qué precisamente esas, de entre tantas? Y la forma de loscampos magnéticos: ¿se genera por pura casualidad o replica figuras que vienen de lejos? 

En el momento en que los sustituimos por personajes, ¿qué nos empuja a elegir ese personaje en lugar de otro? ¿En qué se diferencian las soluciones argumentales que se nos ocurren de las que se les ocurren a otros narradores? Por no hablar del pasaje más misterioso, el estilo: ¿de dónde viene el milagro de una voz? Parece legítimo pensar que al menos una parte de esas elecciones procede de una zona prerracional o posrracional del narrador, una región sobre la que su conciencia ejerce un control muy relativo. Barrios del Yo que se encuentran fuera de las murallas, que han crecido a cielo abierto más allá de las fortificaciones erigidas por el principio de realidad. Barrios prohibidos, en cierto modo. Ciertamente aislados durante mucho tiempo. Teselas del inconsciente, podríamos decir. La narración como mensaje del inconsciente. Como palabra largamente aplazada y, al final, pronunciada. Me viene a la cabeza lo que decía Lacan. 

El inconsciente, afirmaba, no es el contenedor de un pasado reprimido, sino el capítulo dejado en blanco en el texto de una existencia. No esalgo que viene del pasado, sino, decía astutamente, del futuro anterior. También pensaba, con una reflexión estéticamente espléndida, que no debemos imaginarnos como el germen de una semilla, ni como el resultado de un pasado: más bien como la consecuencia aún no realizada de un futuro anterior. Somos el cumplimiento de una profecía que yace, no escrita, en nuestro inconsciente, en las páginas de nuestra historia que hemos dejado en blanco. Un día se habrá escrito: él creía que eso ocurre en la palabra analítica, en la praxis analítica. Y que escribir la profecía, rellenar las páginas en blanco, era también una forma de reescribir el propio pasado. ¿Sería eso sanar, o, por lo menos, llegar a la realización? Lo inconsciente que hay en el acto de narrar parece llevar precisamente a este tipo de reflexiones. La mayoría de las veces tenemos la convicción de que narramos cosas que nos han sucedido y de que lo hacemos basándonos en cómo somos. Pero la multitud de elecciones instintivas que hacemos para narrar procede más probablemente de lo que aún no somos y de cosas que aún no han sucedido. 

En una zona de la que tenemos poco control, y que incluso podríamos llamar inconsciente, pescamos formas y materiales que serían nuestros, pero que aún no lo son: en ese acto vienen al mundo, convirtiéndose en profecía cumplida. El que narra, se convierte. No se limita a organizar el pasado, sino que suscita el futuro. Mientras, en apariencia, relee páginas ya escritas tiempo atrás, con la parte más animal e instintiva de su narrar está escribiendo las páginas en blanco que había dejado a sus espaldas. De este modo, al narrar, completa un largo viaje y llega a su realización. Pues si hay una meta a la que puede aspirar la conciencia, esta no puede prescindir de la capacidad de soldar lo consciente a lo inconsciente, lo escrito a lo por escribir: quien narra conoce el punto exacto de esa soldadura. Todo esto debería inclinarnos a reconsiderar el alcance de un acto como enseñar a narrar. Ahora que empieza a reconocerse como enseñanza profesional, útil para iniciarse en la práctica de un oficio, quizá ha llegado el momento de ir más lejos, y considerarla también como una Vía posible: la Vía por la que se puede alcanzar una cierta culminación de uno mismo. Si narrar es el acto en el que los seres humanos pueden encontrar alguna forma de desvelamiento, aprender a hacerlo a la sombray a la luz de un maestro puede convertirse en una práctica que encuentra su propósito en sí misma. Narrar para narrar y, con ello, completar el texto de la propia existencia. 

El cuidado de la técnica, la atención por los detalles, el esfuerzo de la corrección serían entonces ese protocolo de cuidado que está presente en todos las Vías, donde la meta espiritual más elevada pasa siempre por el éxito de un gesto de la mano, del ojo, del cuerpo. Fuera del círculo restringido de los que saben realizar esos gestos con una especial pericia, se multiplica el número de los que aspiran a realizarlos de manera meramente educada, y a practicarlos, y a perfeccionarlos. Se percatan de que en su repetición habita una disciplina antigua, una Vía entre otras. No parece insensato encomendarle la tarea posible de llevar a término breves existencias individuales, soldando cuanto es cierto en su conciencia con lo que aún es página en blanco y carta boca abajo. Escribir un relato como participar en una ceremonia del té. Fin. [←1] Christopher Vogler, El viaje del escritor, Barcelona, Ma non troppo, 2002, traducción de Jorge Conde, p. 43.

martes, 3 de junio de 2025

Dan Simmons Los vampiros de la mente PRÓLOGO

 

                



    Son algo más que tres viejos brujos. Son criaturas impías con poderes para controlar las mentes ajenas mientras alimentan emociones generadas durante sus asesinatos rituales. Una vez al año, estos vampiros de la mente se reúnen para con sus horribles juegos dividir, confundir y violar las almas humanas. Pero esta vez algo ha fallado y los tres deben enfrentarse a un indescriptible horror. Ellos y su inocente presa están abocados a una dura lucha que decidirá sus destinos y el del mundo entero.

Desde la basura nazi de la Segunda Guerra Mundial a los secretos concejos que se celebran en Estados Unidos, el horror bajará a las calles y los vampiros de la mente desarrollarán un poder que crece en la penumbra del siglo XX y en la parte oscura de la mente humana.

lunes, 2 de junio de 2025

Edward Morgan Foster Pasaje a la India CAP I

 


Edward Morgan Foster Pasaje a la India

 

Primera parte MEZQUITA Capítulo primero

 

Si se exceptúan las Cuevas de Marabar -y están a veinte millas de distancia-, la ciudad de Chandrapore no tiene nada de extraordinario. Limitada, más que bañada, por el Ganges, sigue su curso por espacio de unas dos millas y apenas es posible distinguirla de los detritos que el río deposita tan generosamente. Como el Ganges no es allí sagrado, no existen escalinatas para bañarse y, en realidad, no puede hablarse de vistas sobre el río, ya que los bazares cierran por completo el amplio y cambiante panorama de su corriente. Las calles son miserables, los templos carecen de interés, y aunque existen unas cuantas casas de calidad están escondidas entre jardines o al fondo de avenidas tan sucias que sólo la persona que ha sido invitada personalmente se siente con ánimos para llegar hasta ellas. Chandrapore no ha sido nunca una ciudad hermosa o de grandes dimensiones, pero hace doscientos años estaba situada en el camino entre la Alta India-entonces imperial- y el mar, y las casas nobles datan de ese período. El gusto por la decoración se extinguió en el siglo XVIII y tampoco puede decirse que fuera siempre democrático. En los bazares no existen pinturas y las esculturas son excepcionales. La misma madera parece hecha de barro y sus habitantes son como barro en movimiento. Todo lo que se ve resulta tan insignificante y tan monótono que cuando el Ganges baja crecido cabría esperar que hiciese desaparecer esas excrecencias que forman la ciudad, devolviéndolas a la tierra. Es cierto que algunas casas se hunden, y hay personas que se ahogan y llegan a descomponerse después in situ, pero la silueta de la ciudad en cuanto tal no se modifica, hinchándose un poco aquí y encogiéndose otro poco allá, como si se tratara de alguna elemental e indestructible forma de vida.

 

Hacia el interior la perspectiva cambia. Existe una gran explanada de forma oval y un largo hospital amarillento. Las casas que pertenecen a los euroasiáticos se hallan situadas en alto, junto a la estación de ferrocarril. Más allá de la línea férrea -que corre paralela al río- la tierra desciende para subir después, otra vez, de manera bastante abrupta. En este segundo altozano se encuentra la reducida zona residencial de los funcionarios ingleses, v visto desde aquí, Chandrapore parece un lugar completamente distinto: una

 

ciudad de jardines, y aún más que una ciudad, un bosque- en el que apenas se distingue una cabaña de cuando en cuando- o un parque tropical bañado por un noble río. Las palmeras, las margosas, los mangos y las higueras de las pagodas, todos los árboles escondidos antes detrás de los bazares, se hacen ahora visibles y ocultan a su vez los edificios. Se alzan en jardines donde antiguos aljibes los alimentan, estallan en suburbios sofocantes y rodean templos carentes de belleza. Buscando luz y aire, y dotados de más fuerza que el hombre o sus obras, se remontan sobre el sedimento inferior para saludarse unos a otros con ramas y hojas que se hacen señas y con las que construyen una ciudad para las aves. Especialmente después de las lluvias, cubren lo que sucede debajo, pero siempre, incluso cuando están abrasados o han perdido todas las hojas, se encargan de ensalzar la ciudad para los ingleses que viven en lo alto, de manera que los recién llegados no quieren creer que sea tan mezquina como se les describe y se hace necesario pasearlos por ella para que se desilusionen. En cuanto a la zona residencial de los funcionarios, no provoca emociones. A nadie cautiva ni a nadie repele. Planeada con sentido común, tiene delante un club de ladrillos rojos y detrás una tienda de comestibles y un cementerio; los bungalows, por su parte, están colocados a lo largo de calles que se cruzan en ángulo recto.

 

No hay nada que sea horrible, pero sólo el panorama es hermoso; tampoco comparte nada con la ciudad, a excepción del cielo que todo lo cubre.

 

También el cielo tiene sus cambios, aunque menos pronunciados que los de la vegetación y el río. A veces las nubes le dan relieve, pero de ordinario es una cúpula de mezclados colores, con predominio del azul. Durante el día el azul palidece hasta convertirse en blanco allí donde toca el blanco de la tierra; al ponerse el sol esa franja adquiere una nueva tonalidad: un anaranjado que se disuelve hacia lo alto en el más suave de los morados. Pero el núcleo azul persiste, y lo mismo sucede de noche. Entonces, las estrellas cuelgan como lámparas de la inmensa bóveda. La distancia entre la tierra y los astros no es nada si se la compara con la distancia que hay detrás, y ésta, aunque más allá del color, es la última que se libra del azul.

 

El cielo lo determina todo: no sólo el clima y las estaciones, sino también cuándo se hermoseará la tierra, que, por sí sola, puede ha- ate muy poco: únicamente débiles explosiones florales. Pero si el cielo así lo decide, llueve gloria sobre los bazares de Chandraporeo hay una bendición que cruza de un lado a otro el horizonte. El cielo puede hacer esto por ser tan fuerte y tan enorme. La fuerza le viene peí sol; que se la infunde diariamente; el tamaño, de la postración de la tierra. Ni una montaña quiebra la curva. Legua tras legua la

 

tierra permanece llana, se alza un poco, vuelve a bajar. Solo al sur un grupo de puños y dedos, surgidos del suelo, interrumpen esta interminable llanura. Esos puños y dedos son las Colinas de Marabar, que contienen las extraordinarias cuevas

domingo, 1 de junio de 2025

ANTOLOGÍA PALATINA II LA GUIRNALDA DE FILIPO INTRODUCCIÓN, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE GUILLERMO GALÁN VIOQUE

 



NOTA EDITORIAL 

 Este segundo volumen de la versión castellana de la Antología Palatina se publica veinticinco años después del primero, que fue traducido y prologado admirablemente por Manuel Fernández Galiano (BCG 7, 1978). Si esa Antología Palatina I ofrecía los poemas helenísticos antologizados en la llamada Guirnalda de Melea gro (y unos pocos más), la Antología Palatina II recoge los de la posterior Guirnalda de Filipo. Tanto uno como otro tomo presentan un rico conjunto de breves poemas que corresponden a una época precisa de la lírica griega. Uno y otro tienen, en este aspecto, una unidad propia, aunque resulta evidente, por otro lado, la relación y continuidad entre ambos, en su variada temática y sus reiterados tópicos epigramáticos. 

 El lector advertirá algunas divergencias en la presentación de esta versión frente a la de la Antología Palatina I. Mientras allí los epigramas están ordenados por la cronología de sus autores, según el criterio adoptado por Fernández Galiano, aquí se ha preferido la ordenación alfabética, por nombres de autor, más tradicional en las ediciones modernas. En este tomo los poemas figuran numerados consecutivamente, y no se recoge al lado, entre paréntesis, la numeración del antólogo anónimo del manuscrito palatino.

 A cambio, el traductor ha situado, al final del volumen, una tabla útil y precisa de correspondencias entre una y otra lista. Mientras que en el tomo primero se ofrecía después del nombre de cada poeta una 8 ANTOLOGÍA PALATINA escueta semblanza, aquí se ha preferido proporcionar esos datos en nota a pie de página y añadirle una selecta bibliografía. Las abundantísimas notas y referencias bibliográficas de este volumen se justifican por tratarse de una primera versión en nuestra lengua de textos de múltiples alusiones y ecos literarios.

 Ésta es la razón de que presente una amplia y erudita introducción, muy útil para la mejor comprensión de este género poético y sus reflejos en la tradición anterior y posterior. Por otra parte, ésta no es una versión rítmica, según un fijo, es quema acentual, como lo era la de Fernández Galiano, sino una traducción en prosa, muy fiel y muy bien anotada; pero aquí se ha conservado, en su presentación gráfica, la disposición de los versos originales. Hemos tardado mucho, por más de un motivo, en editar esta continuación de la Antología Palatina. Pero la calidad del presente volumen acredita, pensamos, que la demora ha valido la pena. Carlos García Gijal

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Sabés, Escudero, que cuando estaba investigando

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