sábado, 21 de diciembre de 2024

El Hipogeo Secreto Salvador Elizondo FRAGMENTO

 



El Hipogeo Secreto

Salvador Elizondo

A María

But the world, mind, is, was and will be writing its own wrunes for ever, man, on all

matters that fall under the ban of our infrarational senses…

James Joyce, Finnegans Wake

… Dime, te imploro —dice—: la noche hubiera quedado envuelta en el más sombrío de

todos los olvidos. Evoca; evoca ese sueño que habrá de realizarse; aquí, ahora. Faltan

apenas unos instantes. Tratemos de resumir tu participación en los hechos. Todo; como

una danza muy lenta. Están allí: un manantial; la boca en que el sueño se convierte en

palabra. Reza; que tus palabras convoquen a los guías. La disciplina es como una

llanura que cruzaremos a galope; un carro tirado por los caballos del crimen. Por favor;

te imploro; repite conmigo. Trata de concentrarte. Recuerda y olvida esa llaga luminosa;

tres veces seguidas. Suspende tu pasión y entrégate: el designio… la palabra…

tómame… rómpeme, que yo no soy más que una débil caña en tu puño… Así; repite

conmigo: “Rómpeme… deshójame como si yo fuera la Flor de Fuego, la sangre que se

incendia, la sangre que galopa y salva las comisuras de la llaga en que nace… desciende

como los cóndores de la muerte por los desfiladeros abismales y recuerda; recuerda y

olvida tres veces seguidas las palabras escritas en este libro; recuerda y desgasta las

palabras contenidas en esta página…: marmaja entre las yemas de tus dedos aguzados;

arena, recuerdo de montañas desoladas que te cae en el regazo aterido; arena adherida a

la piel inquietante de tus muslos. Inmóvil. Así. No te muevas. Esto es de una

importancia muy grande para la disciplina. Ahora olvida. Olvídalo todo. Haz que esos

caballos ebrios se fuguen de tu mirada. No pienses ya en la noche. Todo es el alba y éste

es el momento en el que se produce la primera grieta; disociación de mármoles en los

peristilos de la memoria. Es preciso que lo intentemos esta misma noche. Recordarlo y

olvidarlo tres veces hasta que la memoria se vuelva polvo; ceniza que sucumbe al

tiempo del olvido, dicen ellos —los miembros del Urkreis—, intentar la realización de la

experiencia. Es preciso que te rompas esta misma noche, Perra. Mientras tú te sometes a

esa gran disciplina mediante la que te purificarás en la demencia, en el olvido de tu

propio nombre, yo me iré hacia el alba de tu recuerdo y cruzaré la noche hasta beber en

tu origen; en el más suave origen de tu nombre y evocaré nuestro primer encuentro y el

segundo y el tercero y luego olvidaré el tercero y olvidaré el segundo y retendré junto a

mi corazón el primero cuando ya sea la mañana y entonces nuevamente otro olvido de

tu nombre y el recuerdo de tu nombre y el olvido de tu traje y el recuerdo de tu gesto y

el olvido de tu mirada y el recuerdo de tu nombre y el olvido de tu traje y las llagas, y

aquellos escenarios inquietantes de tus pequeños triunfos en la oscuridad de un museo

que contiene palabras congeladas y el mito y la palabra y la palabra que es mito y rito

de aquella aparición en un pasadizo surcado como de mares y de ríos turbulentos:

espejos en los que la danza de la Flor de Fuego se queda quieta y las fórmulas se

agrietan como los fustes de las columnas de los peristilos desiertos en que nosotros, los

miembros del Urkreis, soñábamos con iniciarte en el más vasto de todos los terrores: el

del olvido de tu nombre y en el del recuerdo de tu nombre, Perra. Ven, Perra; ven. No te

muevas. Esto es importante. Muéstrate nada más y repite estas palabras: “Rómpeme,

que yo no soy más que una débil caña en tu puño, que yo no soy más que una mala

palabra en tus labios, que no soy más que una flor de fuego, una perra que no sabe

quedarse quieta en una habitación, a oscuras; deshójame como si yo fuera la Flor de

Fuego, con tu soplo; porque yo soy la perra, córtame las orejas y el rabo y enséñame a

olvidarme; enséñame a sumirme en el olvido de aquellas noches aciagas de tablados

corruptos, a la luz de candilejas vacilantes y malditas, ante la mirada del Sabelotodo,

allí, en la orquesta, sentado de espaldas al escenario, ante la mirada quirúrgica de

algunos pocos espectadores…” Repite conmigo; repite ya el recuerdo de tu nombre:

Mía, Mía, un personaje desdibujado, pero el más prominente, de un libro cifrado cuya

clave se ha extraviado y cuyo desciframiento depende de datos equivocados, de

investigaciones erráticas, de impresiones falaces, de una crónica secreta que es, en una

medida muy imprecisa, el patrimonio en que se sustenta la vida y el núcleo en torno al

que se desarrolla la actividad que anima nuestro modesto círculo de estudios filosóficos.

No nos culparás ¿verdad? Tú aspirabas ya a este sometimiento. Te fuiste perdiendo en

todos nuestros brazos y en todas nuestras bocas; por los espejos de nuestros ojos, en los

que acaso descubriste tu verdadera apariencia y alguien —quizá el Pantokrator—te

llamó por tu nombre verdadero, bajo un arco inmenso; o se trataba de alguien

encontrado, casualmente, a la vuelta de una esquina o alguien con quien hubiésemos

concertado una cita, para charlar de temas literarios, debajo de un árbol enorme,

después de la lluvia; quizás el Pantokrator; que te llamó por tu nombre verdadero bajo

un inmenso pórtico soleado, el monumento lívido que los moradores o los

trashumantes erigieron en honor de la sombra y tú te viste reflejada en ese nombre

como en un espejo y te abriste de piernas para que la luz de la luna se te metiera en el

cuerpo como una rata se mete en la boca convulsa de un cadáver, como una rata se

acoge al calor que emana del sexo de una mujer dormida junto a los vestigios de un

muro derribado por el viento de los milenios. Así, hubieras podido dictarnos ese libro

que en vano tratamos de escribir; todos, diez mil generaciones de necios combinando

las letras y las formas de todas las runas para conocer su nombre verdadero, el de él, el

Pantokrator. Pero nosotros supimos que tú lo sabías; para ello nos bastó mirarte en los

ojos. La marca de tu nombre era evidente sobre tu cuerpo, como un zaratán de fuego

que aludía a un mito más grave de salamandras, de escorpiones; alimañas ígneas que

medraban en tu pecho; las palabras de una demencia cuyo proferimiento nos hubiera

dado el dominio de todas las ciudades y el secreto de todas las arquitecturas. Qué alta

hubiera sido tu estatura. Y ahora apenas hay tiempo. Clamabas con la mirada por

someterte a esta disciplina y vagabas entre las columnatas fracturadas a cuya sombra

intermitente nos acogíamos para discurrir, en secreto, acerca de esa identidad que tú ya

conocías. Tú sabes el secreto que nosotros tratábamos de descubrir mediante la

observación del desplazamiento de la sombra del obelisco sobre el gnomon del ágora.

Pero nada nos hubieras dicho de ello a cambio de un trago de agua en los días ardientes

de aquel verano. Y luego los mendigos y los inválidos, los parias que habitaban aquella

ciudad en ruinas nos dijeron que dormías reclinada en los umbrales y que cuando

dormías tu cuerpo soñaba con fornicaciones infinitas autotorturantes y con números

porque tus labios decían las palabras que se dicen entonces y enumeraban cifras

interminables. H. te vio dormir recostada en un zócalo sin estatua y en el amanecer

intuyó todo el oro de tu cuerpo y anotó las cifras que salían de tu boca. Al día siguiente

nos lo dijo todo; pero sus palabras hacían demasiado hincapié en la redondez de tus

senos y en la longitud de tus muslos. Formuló vagamente, acerca de tu discurso, una

hipótesis que mucho nos hizo reír, a nosotros, que estamos al margen de la risa: la de

que dormida enunciabas, hasta llegar a términos increíblemente remotos, la serie de los

números primos. Tanto nos reímos de él que tuvo que confundir sus especulaciones y

su ardor con teoremas imprecisos acerca de la relación que existía entre algunas

características de la cuadratiz y la determinación de los términos de esta serie. Los

redactores del Jahrbuch über die Fortschritte der Mathematik rechazaron su trabajo con

frases corteses no exentas, sin embargo, de ironía. Pero todos, a hurtadillas, fuimos a

verte dormir. En la noche, embozados como bandidos (sí, también como conspiradores)

acudíamos a las grandes escalinatas fractas, invadidas de hierba, o a los santuarios

derruidos, a verte soñar tus sueños. Está claro ¿verdad? que todas estas cosas son

mentira. ¿Quién hubiera podido dar un testimonio definitivo acerca de tu condición

oracular y aritmética, si, al cabo de aquel verano, todos sabíamos ya que tú nos estabas

soñando a nosotros y nadie, ninguno de los adherentes a nuestra sociedad, te hubiera

despertado en mitad de la noche para tomarte en la realización de tu propio sueño de

lentísimos coitos, por miedo a la muerte? Cuando empezaron a secarse las hierbas

crecidas en las grietas y el viento arrebataba las hojas doradas en los ángulos friolentos

de las ruinas, estábamos sometidos ya al terror invencible que producía aquel sueño

que era una ciudad magnífica de la que nosotros éramos los habitantes. Si acaso

despertaras alguna vez, se abatirían los muros y el mar de la vigilia socavaría la

fundación inconmovible de aquel sueño dentro del que nosotros medrábamos,

dedicados —insensatos que éramos entonces— a la recopilación de hipótesis erradas,

infinitamente equívocas, acerca de esa identidad que, tal vez, en esta noche, nos será

revelada. Un escalofrío conmueve la mano con que escribo la crónica; las letras con las

que el rito se instaura se congelan como los insectos aprisionados en la efusión más

amplia de su vuelo, dentro del ámbar que, derretido, los sobrecoge de pronto, cuando

recuerdo aquella noche en que yo mismo, viéndote dormir, de par en par abierta,

abierta como una puerta abierta de par en par hacia el panorama de las estrellas

prefiguré, embriagado de noche, contenido como la mosca en el ámbar de tu sueño, la

ceremonia delirante de tu despertar. Una desolación más vasta que la de aquel paisaje

reinaba en mis sentidos y tú eras como una estatua yaciente columbrada desde un

escondite. Tenía sed del origen de mi noche; quería conocer con toda exactitud la

organización de la prisión en la que estaba encerrado. Me deleitaba ese conocimiento

que imaginaba poder adquirir en tu contemplación. Te veía desde algún resquicio

arquitectónico, toscamente pétreo, como la concreción de un hecho natural, orgánico. El

ritmo apenas perceptible de tu respiración acompasaba de una manera multiplicante el

pulso de mi propia acechanza. Era una experiencia lentísima. En ese momento estaban

fraguando los recuerdos que ahora ya son tu mito y en medio de esa noche desolada

como ciudad desolada un recordar más vasto zarpó de mi memoria. Las torres de esta

ceremonia proliferaron en la llanura de mi imaginación y vi cómo te abrías envuelta en

llamas y cómo girabas contenida en el cuarzo de la inteligencia: un vórtice de fuego. Si

tan sólo esa eclosión flamígera pudiera ser contenida y quedara en suspenso. Si el

tiempo de tu sueño se detuviera y cupiera como la convulsión de una falena capturada

en el hueco cálido de un puño imprecante, como la estría que graba la mirada de un

demonio sobre la página en blanco de la realidad. Si así yo te tuviera en el instante justo

en que la sombra desaparece del cuadrante, y en ese mediodía con el que tu despertar

señala el instante del éxtasis y todo, menos tu mirada, fuera como la esencia del silencio

absoluto y sólo ella hablara con esas palabras luminosas con que hablan las estrellas, las

estrellas más inequívocamente lejanas; entonces yo poseería la clave del destino de los

hombres. Una luz perfecta y sólo perceptible al deseo impregnaba tu cuerpo como de

luciérnagas, nada más porque el cuerpo de tu sueño y el sueño de tu cuerpo, a la luz

imprecisa de los astros, me revelaban, en la sombra de aquellos vestigios, un secreto que

me helaba la sangre en las venas. Me acerqué a ti. Tan cerca te miraba que tu aliento

empañaba ese reflejo que soy en un espejo y la comprobación de mis sentidos se hacía

turbia como un paisaje vislumbrado a través de un vidrio despulido. Alguien debió de

haber escrito tu nombre en ese vaho. Un dedo ignoto que allí te hubiera escrito para

conmemorar el instante de esa iluminación que me hizo caer, convulsionado como una

lombriz seccionada, a tu lado y sentir el polvo de aquellas ruinas adherido a mis ojos.

Un paroxismo de horror, de sabiduría y de deseo tenebroso se apoderó de mí. La noche,

en toda su magnitud, me cayó en las espaldas como el vómito o como la defecación de

un dios enloquecido. Las orbes, las galaxias, se quebraron sobre mi cabeza como un

cántaro lleno de orina y mis dientes buscaban la dureza del mármol para clavarse en él

como en un fruto podrido. Sin mirarte; enceguecido por el horror que se niega a ir más

allá de ese sentimiento en el que la extensión del mundo y la profundidad sin fondo de

la muerte se confunden, reptaba como una serpiente rabiosa husmeando las

emanaciones de tu cuerpo abandonado y te sentía dormir como se siente el tajo del

hacha del verdugo sobre la nuca, con el dolor con que se siente el puñal de la luz

socavando los ojos del muerto que yace despatarrado y boquiabierto hacia el esplendor

maligno de los soles. Cuando me incorporé penosamente, muy cerca de tu cuerpo, la

revelación que me había hecho caer convulsionado se concretó por fin. Un instinto de

muerte me hizo alargar la mano hacia tu cuerpo; pero antes de tocar tu carne una voz,

quizás la mía, me dijo estas palabras al oído: El universo es su sueño. Ella es la Flor de

Fuego. No la despiertes. Un aleteo, como de un pájaro nocturno, resonó entre las ruinas.

Los pasos de un fantasma tal vez y volví a caer de bruces a tu lado. La lluvia triste del

alba reanimó esa vigilia interminable de tu sueño que para entonces ya sabía yo que era

nuestra vida, pero mis ojos te habían perdido. Miré en torno. Nada. La desolación del

lugar implicaba horrores más tremendos, pero también más racionales que el de aquella

revelación que había tenido en mitad de la noche. Al volver a la vigilia descubro a mi

lado la presencia de X. Su silencio siempre significativo y sus palabras, no consiguen

hacerme olvidar la revelación. El amanecer se desgasta en una caminata silenciosa bajo

la lluvia hasta que llegamos a un viejo pórtico derruido en donde nos guarecemos. Yo

no sé si X. ha sido testigo de esa revelación que yo he tenido, pero me muestra

despreocupadamente un trozo de ámbar en cuyo centro es posible ver, con toda

claridad, la congelación del vuelo de una efímera; es decir, la suspensión de un

movimiento comenzado a ser realizado hace cincuenta mil años. ¿Te das cuenta de lo

que eso significa? ¿Está X. al tanto del significado de esa información recabada al cabo

de cincuenta milenios y que se reduce, después de todo, a un trozo de material

deleznable? La efímera es lo que tú eres: “Rómpeme; que yo no soy más que una débil

caña en tu puño”. Un gesto, una mirada, la convulsión que provoca un pensamiento

secreto, una apenas perceptible contracción de los músculos ciliares, rescatada de una

continuidad perecedera mediante el dolor envolvente de una masa de materia fundida.

“No me rompas; conténme. Fíjame aquí para que el mundo tenga una eternidad y no

una historia. No me cuentes ningún cuento, porque los cuentos siempre tienen un final

en el que los personajes se disuelven como el cuerpo en la carroña; no me conviertas en

el personaje de una novela, en el vehículo de un desenlace necesariamente banal por ser

un desenlace en el que lo que ya había sido, simplemente deja de ser. Fotografíame

junto a ese pórtico. Yo quiero ser el testimonio inmutable, el recuerdo armónico de un

instante en el que se confronta otro instante. Así; ¿te parece bien que me ponga aquí? Sí;

el sol queda a tu espalda y, además, esta inscripción es perfectamente legible, ¿verdad?

¿No estoy muy despeinada? Es preciso que tú tengas un testimonio infalible de aquel

paseo. Había llovido. Los campos de cáñamo que rodean el cementerio estaban mojados

pues había llovido al amanecer, ¿no crees? Haremos una copia para X. ¿Es aquí donde

te mostró su pedazo de ámbar con el mosquito? Ése es un momento especial, muy

especial de tu vida, ¿no crees? Claro, no es fácil que los demás lo entiendan. Un insecto

aprisionado en el ámbar derretido ¡bah! Quién hubiera podido creer semejante cosa. Sí;

efectivamente está volando todavía.” Pero X. ha intuido el misterio; de otra manera no

me hubiera mostrado su trozo de ámbar. Me lo ha mostrado con la intención de

establecer un diálogo acerca de la conjura. Desprecia a H. que sólo fue capaz de

encontrar una relación intelectuante en aquellas palabras que salían del sueño de la

Perra. Él presintió la esencia de un vuelo, los abismos en los que discurría ese sueño, el

galope del caballo blanco en la llanura, la relación secreta entre ese cuerpo y la

ubicación exacta de un tabernáculo en el que la identidad del Pantokrator sería tal vez

revelada. Has pasado por alto un recuerdo lejano, me dijo. Esta desolación te ha hecho

olvidar las primeras etapas de esta disciplina; el viaje, el encuentro con los hermanos,

los fines precisos que persigue nuestra academia, la desaparición de nuestro jefe, los

enemigos que acechan en los resquicios entenebrecidos de las bibliotecas arcanas; pero

sobre todo has olvidado la conjura. Te has desentendido de esa inteligencia que tú y yo

habíamos establecido y te encontraste de pronto con un cuerpo yaciente, con un sueño

que nos estaba soñando. ¿Por qué no acudiste a la cita que habíamos concertado al pie

de una estatua o bajo la fronda de un árbol enorme? —¿Cuál es ese recuerdo del que me

hablas y que dices que he olvidado? Quizás allí está la clave de toda esta demencia. Tal

vez ése es el principio que rige en los laberintos derruidos que conforman los aledaños

de esta ciudad abandonada y de ello no queda más que un indicio. Le muestro la

fotografía. En ella se ve a una mujer de pie junto a un cuadrante roto sobre el que están

esgrafiadas unas formas ilegibles. Había dicho que la inscripción era perfectamente

legible. Una sentencia que se refiere a la naturaleza del tiempo. Esto lo sabe X., pero no

me lo dice.

—Es imposible descifrar esta inscripción —me dice luego de haber tenido la fotografía

ante sus ojos, pero sin verla realmente. Por eso yo sé que él sí sabe lo que está grabado

en esa piedra—. Volveremos allí, tú y yo. Haremos una calca. Algún día iremos a

conocer el significado exacto de esas palabras.

Se marcha. Yo me vuelvo a dormir bajo el pórtico. En mi sueño invoco

empecinadamente la visión de la Perra. No acude; sólo vuelvo a escuchar las palabras

que hubiera dicho: “Rómpeme…” ¿Por qué? Veo en un trasfondo de violencia sorda las

maquinaciones de los hermanos que se afanan en torno a un personaje que parece regir

con su mirada, los actos agitados que siempre dejan de realizarse en el seno del Urkreis.

Será nuestro jefe. Un hombre cuya mirada jamás hemos descubierto. Un personaje

absolutamente espurio dentro de este libro. Inscrito en ese sueño el terror me asalta: “Si

la Perra despierta de su sueño el mundo mismo se disolvería en ese despertar…” Un

paroxismo extraño, inexplicable, subvierte la secuencia de las imágenes y me miro

mirando un espectáculo triste que se desarrolla sobre el tablado precario de un barracón

de acróbatas y prestidigitadores trashumantes: “¡Y ahora la danza de la Flor de

Fuego…!”, dice la voz de un meneur inquietante. Un rayo de sol, el primero que rompe

el manto de las nubes que se alejan hacia las montañas me cae en los ojos; la última

imagen de esa presencia es una claridad inmensamente diáfana; me despierta el brillo

de esa luz que el terror del sueño hubiera desnaturalizado y el deseo; el deseo más

sagrado me aguijonea en el recuerdo de ese sueño que me quema la carne con su furia

de sueño; más furia que la de un placer invocado que acude al encuentro de carnes

infinitamente ascéticas. “Años después”, me digo, “vendrá quien adivine las epopeyas

banales que encierra este destierro del alma”.

Pero años antes, en la protohistoria de este mito, yo tuve la conciencia de todas las

imágenes que ahora se afinan como en un juego errático de la memoria. La mañana,

después de la lluvia, se vuelve plena y yo vago entre las ruinas tratando de reconstruir

mi esperanza. Veo, en el horizonte marino en el que las nubes se acumulan como

convocadas por un designio majestuoso y remoto, surgir la oscuridad de una noche

lejana, surcada de las reverberaciones de endebles candilejas y la presencia de una

catedral mínima del recuerdo. Fue entonces cuando concebí el proyecto de descubrir la

grieta que rezumaba certidumbres que luego se hundían en la falacia total del mundo y

la vida misma se convirtió en una grieta pululada de palabras gemebundas. Entonces

me llamaban por mi nombre y el horror que fingen todos los secretos no se había

apoderado de mí. Pero eso, en este libro, es un presente eterno hacia el que se fugan

todas las perspectivas del tiempo, que necesariamente son más de tres. Un aprendizaje

tortuoso de palabras infinitas. Escuchadas a la luz de candilejas mezquinas. El

Sabelotodo me instruyó en las etapas más rudimentarias de la disciplina del olvido. Yo

clamaba por entregarme a la totalidad del delirio; invocaba los demonios malignos de la

especie y supuse, no sin razón, que aquel contubernio de acróbatas y magos deficientes

encerraban el secreto de las iniciaciones que ya, en mi memoria, han cobrado la vida

que les había sido destinada. Intuí, porque la danza de la Flor de Fuego revelaba algo

más que giraciones, algo más que la esencia de un cuerpo que se desplaza

sonambularmente en el espacio; revelaba la agitación de un coito sangriento, una

ceremonia. Eso es. Una ceremonia. La ceremonia del resquebrajamiento del hielo bajo

los rayos del sol ardiente de las costas bestiales. Descubrí poco a poco en las palabras

del Sabelotodo la relación mediante la que el atavismo rige ciertos aspectos

fundamentales de nuestra condición, aquí. El Sabelotodo me había enseñado, a lo largo

de nuestras peregrinaciones por los parajes de la demencia tantas cosas: ninguna.

Llegué a confundir la danza de la Perra con las arquitecturas que soñaba E., nuestro

soñador de bibliotecas, de museos, de quirófanos y de catedrales. Entonces lo conocí.

Había inventado una ciudad eterna y sin sentido. Era una ciudad que se leía como un

libro. Ahora, en la desolación de su sueño, las palabras de sus descripciones tortuosas

resuenan como un eco fatigado. Todo, en nuestra asociación, era la prefiguración de un

ceremonial secreto y sus palabras se aturdían con las fórmulas extraídas de los niveles

más imprecisos del conocimiento. Lo que no sabía entonces es que, quizás, yo era E. O

lo hubiera sido si hubiera conseguido escribir ese libro; la relación precisa de los hechos

contenida en un álbum con pastas de tafilete rojo en cuyas páginas estaba consignado

un mito: la disciplina de la Flor de Fuego que sólo se realiza en el último reducto una

hendidura secreta del mundo en la que el mundo está contenido. Nuestro primer

indicio fue una inscripción; la que aparece en la fotografía. X. y yo fuimos a ver al

pseudo-T. que se ocupa del desciframiento de paleografías. Quizás la Perra ya había

hablado con él cuando al fin lo encontramos en el cementerio. Yacía sobre una tumba,

en el interior de una cripta en cuyo plafón había una inscripción que estaba tratando de

descifrar.

—Ya la conozco —dijo después que le mostramos la calca que habíamos hecho. Le echó

una ojeada indiferente desacomodándose apenas para dirigirse a nosotros—. Ya la

conozco —dijo—. Es la inscripción del cuadrante solar.

Hablaba como si él mismo fuera un yaciente; uno de esos monumentos de la tradición

española, pues mientras hablaba miraba fijamente los grafismos incomprensibles

rayados en la bóveda. Luego dijo: —No existe absolutamente ninguna referencia de

ningún orden que permita deducir el significado de esos grafitti.

El pseudo-T. no dijo más; pero tú sabías que él sabía el significado de la inscripción. Da

igual. Tú bien sabes que las opiniones del pseudo-T. no pesan ya. Su desciframiento, es

forzoso suponerlo y tenerlo presente en todo momento, hubiera sido radicalmente

equivocado.

E., por su parte, estaba decidido a llevar a buen término la empresa que había

concebido. El tipo de cosas que, como quiera que sea, sólo se le ocurren a gentes con

una marcada proclividad fantasiosa en lo que se refiere a proyectos de largo alcance.

Había vislumbrado una ciudad cuya construcción mental absorbía casi todos sus

esfuerzos. Pero me estás mintiendo, me dices tú. Me estás mintiendo todo el tiempo;

con esos mitos de las ciudades vestigiales y todas esas cosas. No te ocupas de mí y sin

embargo deseas ardientemente que yo participe en esta experiencia, en esa disciplina,

en esa locura. Ésas son las cosas que tú me dices. No se te olvide que yo te conozco

desde hace mucho tiempo. Desde que te hacías pasar por la Flor de Fuego en aquel

barracón de pequeños taumaturgos ambulantes. Escucha, Perra: yo te conozco desde

hace mucho tiempo, le dice. La Perra se ha adelantado unos pasos y él parece que la

fuera persiguiendo sin poder alcanzarla jamás. De hecho, la persigue como Aquiles

sigue a la tortuga. ¿Verdad, Perra, que yo te voy siguiendo como Aquiles sigue a la

tortuga? Ella se detiene y se vuelve. Escúchame, le dice él, tú sabes que la Academia

está perseguida. Si no te abandonas a nosotros ahora, el proyecto fracasará. La había

seguido hasta allí como el perro sigue a la perra en brama. Además, continuó diciendo,

tú me lo habías pedido. La Perra se había vuelto para mirarlo, pero él no podía discernir

sus facciones pues el sol le daba en los ojos y la silueta de la Perra se alzaba ante él, a

contraluz, como una esfinge negra. Las palabras le salían de alguna parte indefinible del

cuerpo.

—Has fracasado —dijo la Perra—. Comienzan a suceder cosas que no hubieran estado

previstas en el álbum rojo.

—No, no —dice él. Guiñaba nerviosamente los ojos tratando de descubrir la mirada de

la Perra—; todo está previsto; tú verás que las cosas se van a realizar tal y como

nosotros las habíamos previsto.

—No —dice la Perra—; es más tarde de lo que tú crees.

Me adelanté hacia esa silueta resplandeciente que se erguía ante mí sin que yo pudiera

discernir sus facciones.

—Sólo falta descifrar la inscripción —le dije.

Antes de que yo llegara a donde estaba, ella exclamó: —¡Bah! —y luego, como las

plantas, con una lentitud perfectamente irrealizante, se volvió en dirección del sol y

siguió caminando.

Yo me quedé allí, inmóvil, hasta perderla de vista. Un sol de sombra. Así era el ocaso;

una dimensión de la percepción mediante la que ese astro negro, fusiforme, declinaba al

final de aquel sendero polvoriento conforme se alejaba. El sol, el otro sol temporal,

ascendía claramente al extremo del camino. Su elevación se corroboraba en la

disminución evidente del área de las sombras que, cuando se habían detenido a hablar,

eran muchísimo más largas que cuando ella se había perdido de vista. Decidió entonces

ir a hablar con X. para exponerle la reticencia de la Perra a someterse a la experiencia

que hubiera estado prevista en el final del texto contenido en el álbum rojo. Caminaba

entre las construcciones arruinadas evocando el sueño de E. Un sueño evidentemente

irrealizado. Las palabras del viejo resonaban en sus oídos; la brisa lijando las columnas

caídas: un remedo carcomido, grotesco además, de un esplendor que, en realidad, sólo

era de las palabras que expresaban el sueño y no del sueño mismo. La ciudad había sido

concebida como la culminación de una claridad suprema. Aun la noche, le había dicho

E., le hubiera conferido ese esplendor enceguecedor de las grandes fogatas en la llanura.

Éstas habían sido sus palabras textuales…: un esplendor enceguecedor. La mañana era

en extremo luminosa. Como que la lluvia la hubiera hecho ligera y, sin embargo, el

amanecer había sido tortuoso, allí, junto a aquel muro derribado en donde había

despertado. El alba irrumpe lentamente, como si caminara con el paso furtivo de un

asesino. E. había sido capaz de reseñar los orígenes imaginarios de la ciudad con una

precisión admirable. Esa capacidad era la que él, tácitamente, había invocado para ser

admitido entre nosotros. Claro está que absolutamente todo era una mentira. Una

mentira tramada sin la menor habilidad para tramar una mentira. “La ciudad yace

todavía en espera de su realización…” Esta frase, si bien apunta en dirección de una

ambición desmedida, es también el producto de una fantasía abrumadora. Dice

asimismo: “… Resulta bueno recordar el sueño en que se irguieron sus primeras

arquitecturas, desafiando a la vez el mar y las montañas que la ciñen como fronteras

ideales en torno a la planicie sobre la que, como un soñador hecho de mármoles, la

ciudad yace todavía en espera de su realización…” Resulta ocioso subrayar el carácter

retórico de este tipo de construcciones verbales. Vista desde el mar, había dicho alguna

vez, los vastos edificios que la componen, en su entrecruzamiento armonioso, semejan

una red hecha de líneas rectas en la que las horizontales son como la continuación de la

intermitencia de las olas, que en un grito de espuma se deshacen contra los acantilados,

y en que las verticales atenúan y funden su esbeltez contra los picos de las montañas

que se alzan, guardianes de su soledad luminosa, a sus espaldas. ¿Quién hubiera

concebido esta ilusión grandiosa de volúmenes pétreos y de espacios que siempre

parecen interminables? ¿A qué obedece esa luminosidad cegadora que la circunda por

todas partes como un halo de esplendor? ¿Quién osó trazar las perspectivas etéreas e

inconmovibles que la traman y que la urden como un crimen radiante y perfecto,

cometido de pronto; con la forma de un vuelo de torres imprevistas, de columnatas

rítmicas dispuestas de acuerdo con módulos que simultáneamente desafían y halagan

las posibilidades de la razón? ¿Quién hubiera soñado, en una noche de quietud total,

bajo las estrellas clarísimas, la Bóveda que es como un orgasmo de vuelo; como la

precipitación de toda la música hacia las más tenebrosas profundidades de la altura?

Porque quien la ha soñado aplicó tal vez los principios ocultos que rigen el curso de la

vida, la esencia de las leyes que conforman el universo, a la edificación de esta ciudad

con la que la noche conmemora el secreto que es la vida de los hombres. Sin embargo,

más al fondo o al centro mismo de la luminosidad que la envuelve, la ciudad se levanta

como un enorme y alado pregón de la sombra. En este silencio que sólo el mar en la

distancia vivifica de ritmos, de reiteraciones que suenan a lo lejos, se escuchan los

tumbos acompasados del pulso del tiempo. Miraba en sueños la extensión de esa

planicie que se despliega, con la suavidad y la languidez de un cuerpo de mujer, entre

los pinares que nacen en las faldas de las montañas y los acantilados contra los que el

océano se empecina. Y piensa que en una noche así es preciso concebir una idea tan

grandiosa y que esa noche que lo cerca con sus claridades sombrías, lunares, es el

ámbito en el cual puede medrar la semilla que, como si hubiera caído accidentalmente

en el surco, en su mente, en su mente es el primer impulso a la creación. Contempla así

la noche y de tantas geometrías impensadas como alientan en la infinita relación de

movilidad de las estrellas, esas estrellas que guardan el significado de la tarea que se ha

impuesto, hubiera inventado un enjambre, una luminosa organización de prismas en la

que todos los hombres pudieran ver reflejado el destino de la tribu, aunque en realidad

sólo sea la representación de una configuración ficticia de un hecho supuesto,

conservado en el interior de un alveolo oculto en el que quienes lograran penetrar

verían reflejado en un espejo especial no su rostro sino su destino. La ciudad sería el

término de todas las rutas de los trashumantes del mundo, la urbe prevista desde el

origen de todos los pueblos nómadas y su arquitectura sería como el reflejo de los

atavismos milenarios, la cristalización y el fin de todo impulso de viaje, el puerto de

todas las naves y el final de todos los caminos. Así la sueña y conforme la va soñando la

ciudad toma forma en su memoria. Se concreta paulatinamente la disposición general

de su trazo; se dibujan ante sus ojos los tortuosos accesos de la montaña, la vastedad de

las radas; pero más allá de su sueño, oculta más allá de las imágenes de las que hubiera

estado hecha esta visión de la ciudad, alentaba, en realidad, la idea que hubiera regido

este proyecto que todos habíamos emprendido cada uno por su cuenta y riesgo; se

trataba, claro está, de una planificación que sólo hubiera podido tener una forma en el

orden de las ideas. Él sabía muy bien que el ángulo de incidencia es siempre igual al

ángulo de reflexión, y quien hubiera contemplado la ciudad desde cualquiera de los dos

promontorios, a cada lado de la bahía, hubiera comprendido que toda la arquitectura

que la componía, era una serie infinita de reflejos y que la ciudad misma era como el

reflejo de una aspiración reflejante que a fuerza de ser violenta se derrama y se incendia

visiblemente para ser concebida así, en mitad de la noche, por un hombre que quizá, si

no fuera porque la ciudad misma era como el compendio de todas las aspiraciones de

todos los hombres, nunca la hubiera soñado. Pero es que la ciudad era el reflejo,

también, de su propia pasión y en el nivel misterioso de las cosas del mundo, su pasión

estaba prevista por alguien que, también en mitad de la noche, en una noche de lluvia

tal vez y en una ciudad de tierra adentro, concibe, en ese preciso momento, a ese otro

que concibe ciudades marinas: al arquitecto secreto que dispone la estructura de la

ciudad con el mismo ardor contenido con que el jugador de ajedrez va modificando, en

el curso de la partida, la disposición de sus piezas sobre el tablero, hasta conseguir la

jugada y que en un instante habrá de darle la victoria. Y así, cuando consigue el jaquemate,

consagra cada pieza a los dioses ocultos que propiciaron su victoria. E. había visto

en los ojos de ella el nacimiento y el crecimiento lentísimo de la grieta y supo que esa

imagen contenía la primera arquitectura. Pensó que las ciudades deberían crecer con el

ritmo con que crecen las montañas y que la arquitectura es el reflejo del caos en un

espejo que todo lo ordena, que la edificación no es, a pesar de todo, sino la organización

emocional de la materia. Por eso, cuando vio por primera vez aquella planicie extensa

circundada de mar y de montañas, aquella longitud de espacios hechos de mármol y de

basalto que penetraban en el océano con las cuñas de sus gigantescos acantilados que en

los extremos de la bahía menguaban convirtiéndose en playas rectilíneas, no pudo

menos que poblarla, en su imaginación, de perspectivas, de torres y de plazas. ¿Por

qué? Porque él, que también era un nómada, se hallaba fatigado de vagar y deseaba

fervorosamente anclar su sueño en esa rada que él concebía bordeada de enormes

rompeolas: frisos en los que estuviera inscrito con los caracteres de una nueva escritura

la grandeza de su delirio; porque si la ciudad había de estar al margen de la historia,

ella contendría toda la historia; sería la historia misma. La previsión del arquitecto

hubiera tenido esto en cuenta y por ello hubiera dado a la ciudad el carácter de un

museo de la arquitectura en el que, redimidas de su muerte, las formas de las

arquitecturas de todas las épocas alentaban nuevamente dotadas de la vida que los

hombres que las habitaron les habían dado.

Éste era el orden de las ideas acerca del proyecto de E. que me había venido a la mente a

lo largo del trayecto antes de llegar a la plaza en donde nuevamente me encontré con X.

Lo primero que hizo al verme fue tenderme un pequeño trozo de ámbar. Lo tomé en la

mano y lo miré atentamente. Había un mosquito en el interior; claramente visible.

—Hace cincuenta mil años que esa efímera quedó aprisionada en el ámbar —me dijo—.

¿Qué te parece, eh?

Le expliqué la actitud de la Perra y le devolví el trocito de resina fósil.

—“Es más tarde de lo que tú crees” —repitió luego, como para sí, mientras miraba

fijamente el ámbar que sostenía con las puntas de sus dedos. —Tú tienes la culpa —me

dijo volviéndose hacia mí durante un instante—; pero no importa; todavía es posible

realizar la experiencia —señaló con un gesto el pedazo de ámbar que tenía en la mano—

. Si se dicen las palabras requeridas —continuó—, al fundir el ámbar la efímera quedará

liberada y volará otra vez. Llevará a buen término una acción iniciada hace cincuenta

milenios: la acción de revolotear insensatamente durante unas cuantas horas antes de

morir.

Yo no entendí lo que X. me quiso decir con esta parábola.

—Ven —me dijo señalando un lugar situado no lejos de donde estábamos—;

caminemos hacia allá…

Entonces nos pusimos a la sombra de un árbol enorme. Era el único que había. Nos

detuvimos bajo su copa frondosa y durante unos segundos nos pusimos a oír y a ver,

desde esa fronda, el panorama que nos circundaba. X., con el brazo plegado junto al

pecho y la mano extendida a la altura de los ojos, hizo un gesto circularizante que, con

una legibilidad absoluta, aludía al paisaje que nos rodeaba en ese momento y dijo: —Es

preciso que hablemos… —La expresión de su mirada que hasta ese instante había sido

grave, se tornó sugerente e irónica para agregar después de una pausa sutilísima—…

¿verdad?

La interrogante que había proferido era la respuesta a la pregunta que siempre se

plantea acerca de si es posible una comunicación metalingüística que fuera como el

reflejo especular de ésta.

—Contémonos las cosas que nunca hemos hecho —dijo—, imaginemos una bella

aventura verbal que nunca nos haya ocurrido, un amor imposible, ¿eh? —se rió

recordando alguna de sus propias experiencias de esa índole. Al cabo de un momento

inclinó la cabeza y, mirando fijamente el suelo, agregó con voz apagada—: ¿eh?, ¿por

qué no?, ¿por qué un amor imposible no? Todos tenemos nuestros defectos, ¿o no? —

levantó la cabeza y sonrió mostrando una hilera de dientecillos parejos y blancos.

Su sonrisa tenía una particularidad inquietante: era una sonrisa estática; una sonrisa

que no acontecía: —… ¿eh?… ¿tú qué has pensado acerca de todo esto?

Un instante apenas de silencio significativo, luego una carcajada convulsiva, en cierto

modo trágica, se estableció, como el enloquecimiento de vasos comunicantes, entre

nosotros. Con esa carcajada aparentemente grotesca estábamos invocando algo. Yo creo

que así fue porque en ese preciso momento el paisaje era como un texto ya leído con

infinito placer. X. sabía conjurar esos momentos bibliotecales. Volvió a tornarse grave y

agregó indiferentemente, como si hubiera querido que sus palabras disfrazaran una

verdad infinitamente más importante que la que, en realidad, expresaban: —Yo muchas

veces pienso que el mundo es un hecho alquímico —sonrió—. ¿Tú también, verdad?…

una fata facta, claro, ¿verdad?… Así es como hay que entender el libro. —Volvió a hacer

el gesto circularizante, pero más rápidamente que cuando había comenzado a hablar de

nosotros como de una imagen literaria—… Yo creo que ese personaje es un mago —dijo

luego refiriéndose al autor del libro del que nosotros éramos, supuestamente, los

personajes.

Esta vez la sonrisa estática se sostiene un instante que dura mucho tiempo y finalmente,

súbitamente, estalla, se expande, se disuelve, convirtiéndose en una carcajada dolorosa,

apenas perceptible, casi banal. Guardamos silencio. Es un silencio que como una

cisterna se va llenando de convicciones insospechadas. Experimento inesperadamente

la sensación que experimenta la piedra al ser tallada por el escultor. Ésta, claro está, es

una imagen aproximativa; vulgar también; pero no hay otra manera de estar ante un

espejo, de estar siendo escrito. Y eso quizás también el propio X. lo ignoraba.

—¡Eh! —exclamó de pronto—. No sé si se te haya ocurrido lo mismo que a mí; pero a

mí se me ocurre que esto que ahora hemos sentido, tal vez ya ha sido escrito. Después

de todo, ¿por qué no había de ser así? Hay muchos que son capaces de conseguir estos

niveles mediante la escritura; un texto ya leído…

Yo me estaba riendo de él; por dentro. Una carcajada absolutamente interior. Era una

carcajada exactamente igual que la que él había organizado fenomenalmente hacía

apenas unos momentos a propósito de una idea que de buenas a primeras hubiera

resultado deleznable, pero que, como se verá, tiene una importancia nada despreciable;

sobre todo aquí.

—Seríamos como una novela —siguió diciendo—; una novela barata y sin importancia;

una de esas novelas que se leen, no sin malicia, en ciertas casas burguesas cuyos

habitantes no carecen de algún refinamiento atávico, esas casas en que a todas horas

parece el atardecer y hay bellos fruteros, ya me entiendes, ¿verdad?

Parece que conozco de memoria sus ensueños. Siempre son centrífugos y expansivos. Es

necesario que ahora aparezca la Perra, me digo mentalmente.

—… Salones habitados de presencias unívocamente femeninas… —siguió diciendo X.

Adoptó luego un tono irónico, burlesco—… ¡aun a pesar del Chardin! ¡Claro!, del

Chardin que está colgado en el saloncito de arriba y que todos los años, el 13 de octubre,

que es el día que está siendo escrito, el haz de luz dorada que penetra por la lucarne del

muro opuesto, le da directamente de frente a las 6.23 de la tarde. En ese saloncito hay

una mujer. Está de espaldas. Está reclinada en una especie de diván. Es imposible que

sepamos quién es. Esa mujer está leyendo un libro. Un libro de pastas rojas de tafilete.

No le presta mucha atención al Chardin. Hace bien. Si sólo un momento levantara la

vista de esa lectura nos desvaneceríamos como si fuéramos de una sustancia imaginaria,

tornaríamos al aire. El libro que esa mujer está leyendo dice que nosotros somos esos

dos hombres, X. y el otro, que conversan a la sombra de un árbol inmenso. La imagen

de esa mujer leyendo está rodeada de un aura que alude a un hecho que la convierte en

parte de las imágenes que forman el libro en el que estamos siendo escritos: el de que en

esa casa el pensamiento forma parte de la decoración, como si el sustento de esa luz

veneciana fuera una materia muy rectilínea, dórica. Y en medio de todo esto, sólo un

vago dato sensiblemente demencial.

X. se detiene. Yo sé lo que va a decir. La cabellera. Pero no; se refiere a un hecho

infinitamente más importante que la cabellera, todavía inconfesable; el resultado de una

observación muy aguda y de la aplicación de un conocimiento no deleznable de la

biomecánica. En la imagen la mujer aparece en el instante de iniciar un gesto. La

inclinación de su cabeza con relación a la extensión de la superficie de las páginas,

supuestos todos los posibles ejes naturales de la dirección de su mirada de acuerdo a la

inclinación de los ejes de la cadera, de la columna vertebral, del fuste cervical y de la

vertical del cráneo con relación a la vertical ideal y el desarrollo horizontal variable de

las partes de su cuerpo en torno a esos ejes, hacen suponer que la mujer había llegado

en su lectura al final de una página. La imposibilidad de deducir, por la posición del

cuerpo, visto de espaldas en la penumbra, cuál de las páginas está leyendo esa mujer,

nos coloca en una situación sumamente delicada. De hecho, toda nuestra existencia está

comprometida en ese gesto que la mujer ha comenzado a realizar y que casi nadie

supone que pueda ser un gesto que se ve reflejado en un espejo. Es preciso no pensar en

ello; cuando menos por ahora.

X. volvió a detenerse para recobrar el aliento.

—La otra posibilidad —continuó— es la de que el libro que la mujer está leyendo no

contenga sino la descripción del gesto que ya está realizando y que está realizando de

acuerdo con la descripción del gesto que está realizando contenida en el texto de las

páginas del libro forrado de piel roja.

Hizo otra pausa y luego continuó hablando pensativamente.

—… Aunque también es posible suponer que uno de nosotros dos está escribiendo ese

libro —dijo—; que uno de los dos ha imaginado todas sus partes y las guarda en la

memoria, las organiza poco a poco antes de darles esa realidad más aparente que la

escritura les confiere.

Miró en torno. Sin volverse hacia mí, siguió diciendo: —… A mí también se me han

ocurrido algunas novelas. Hasta he llegado a borronear algunas cuartillas. Tengo una

que trata, como ésta, de dos hombres que solían conversar a la sombra de un árbol. Eran

dos hombres que se imaginaban desterrados de una ciudad ideal e inventaban

recuerdos de lugares, de hechos, de mujeres que nunca habían conocido. La costumbre

se había formado en ellos de encontrarse allí, bajo el gran árbol, para agitar sus

memorias como se agita una escarcela y hacer sonar sus recuerdos como monedas…

Las imágenes denotaban casi siempre una proclividad moderniste, o prerrafaelista

cuando más. Yo hubiera querido para el discurso de X. esa cualidad de duración que

tienen ciertas esculturas, vistas en un viaje imaginario a Florencia, en compañía de la

Perra. Eso es el tono que nos convierte en personajes novelescos: el tono de que todo

está previsto. Tal vez porque todo lo transmisible sólo es transmisible por su condición

de ser banal. Nos interesa el otro lado de la moneda. ¿Cuál lado? El otro. X. y el Otro…

no la figura que aparece a la izquierda, en segundo término, en la fotografía; tampoco el

que tomó la fotografía, ni el que imaginó la escena de los dos personajes que dialogan

bajo la sombra de un árbol inmenso; ninguno de ellos, sino el Otro; el que permanece

callado mientras X. le relata los episodios novelescos que alguna vez tuvo el proyecto

de escribir y que el otro está realizando, tal vez. Ya. Así lo hace suponer la parábola del

insecto aprisionado en el ámbar. Estamos de acuerdo X. y yo; el escritor desbasta el

ámbar mientras imagina el vuelo del insecto que queda liberado y se pone en

movimiento nuevamente, después de cincuenta milenios.

Ese gesto; apenas esbozado. La adherencia extraña de la luz en ese momento: 13 de

octubre; 6.23 p.m., en una casa de la ciudad de Polt. Todas estas cosas contribuyen, sin

duda, a instaurar una atmósfera de malicia total acerca de lo que está pasando aquí.

Dice X. que él casi puede escuchar la voz de esa mujer cuando se la imagina. Dice que la

escucha balbucir las palabras de que está hecho ese texto que está leyendo: “…seis…

veint… tres… pe… eme…” X. me recuerda el encuentro que tendremos al anochecer. Se

aleja unos pasos en silencio, pero de pronto se detiene y se vuelve hacia mí haciendo un

gesto de despedida con la mano. Lo miro perderse lentamente entre las ruinas

blanquecinas. Yo me quedo bajo la enorme cúpula de ese follaje que el viento agita

suavemente. Es el mediodía. X., a lo lejos, camina sin que su cuerpo proyecte una

sombra en el polvo. El Otro se queda inmóvil a la sombra del árbol. Su presencia junto a

ese tronco gigantesco evoca sueños lejanos. Luego se pone a pasear lentamente

alrededor del árbol. Pensativo. Imaginando secuelas, breves sobresaltos de vida legibles

que componían la novela que otro había empezado a relatarle; la de la mujer que está

leyendo un libro rojo en el que nosotros estamos contenidos como imagen, la imagen

total que comprende a dos hombres, descritos en el momento en que imaginan a una

mujer que está leyendo un libro en el que nosotros somos el relato, también forma parte

de otro libro, pero de un libro que en este preciso momento está siendo escrito. Se

preguntará el lector de este libro: ¿ese otro libro de qué se trata? Ese libro trata de

muchas cosas aunque su carácter esencial es el de la descripción de una subversión

interior. El personaje central de ese libro es un escritor que cree en la posibilidad de

realizar subversiones interiores. Propugnaba el ars combinatoria como único principio

válido de la composición. Conocía los estilos literarios nuestro autor. Por eso hasta llega

a hablar de proclividad moderniste, prerrafaelista; etcétera. Es el personaje que está

vagamente relacionado con una fotografía y con una historia de teléfonos conscientes

que llamaban autónomamente a los abonados. Una idea truculenta si se quiere, pero

que sirve para inscribir la historia dentro de un margen enigmático. Recuerdo, por

ejemplo, la descripción de un trozo musical escuchada por aquel teléfono: “…de los

cornos es la premonición de un acto heroico con el que tú necesariamente habrás de

simpatizar…” Terminaba diciendo: “…una alegría exaltada, irracional, pero en cierto

modo también, geométrica…”, después de mencionar algo así como el “cataclismo de

los sentidos”. Sí; “… el cataclismo de los sentidos… al que tú aspiras…” El personaje

arroja el auricular y la comunicación se interrumpe. Se produce un momento de

revelación. Habían emprendido el personaje y una mujer llamada la Perra, una

experiencia conjunta de la sensibilidad y del conocimiento. El autor deja suponer,

algunas veces, que el personaje anota acuciosamente, en un cuaderno de pastas rojas,

todos los pormenores de esa experiencia, aunque no es del todo inimaginable que en ese

cuaderno el personaje está escribiendo una crónica novelesca, por demás banal, de las

tribulaciones de los miembros de un círculo de estudios filosóficos al ser descubierta la

verdadera índole de sus actividades; pero ¿quién sabe esto? Se describe el orden de los

pensamientos del personaje. La noche está colmada de un desequilibrio sordo y allí, en

el libro, la vida toma la forma con la que ha sido soñada. ¿Quiere esto decir —se

pregunta el personaje— que yo te estoy soñando? Es como si el mundo se vaciara.

Persisten respiraciones cuyo ritmo y timbre recuerdan el modo en que la sonoridad

emana del violoncello. Voz de contralto. Luego se pone a escribir en el cuaderno rojo:

“… que se llamara El Hipogeo Secreto. Rómpeme, decía la Perra; rómpeme que yo no soy

más que una débil caña en tu puño…” Una búsqueda tenebrosa de soledades detrás de

estas palabras. La mira dormir. Ella parece estar de par en par abierta hacia ese fondo

secreto de la vida que, al principio de su libro, el autor nos promete describir; después

que se presenta a sí mismo como un personaje fundamentalmente en contradicción con

el mundo fenomenal. “Ese antagonismo —dice— no logró privarme de la entrega

espiritual que yo habré hecho a algunas causas aparentemente perdidas, pero en

realidad sólo ocultas hasta que alguien las inscribe de alguna manera en la cronología

que rige en la mente.” Tal era, claro está, el carácter con el que se produjeron los

acontecimientos que tuvieron por resultado nuestra afiliación al Urkreis. Nuestras

invenciones no influyen poco en la incepción y desarrollo de nuestras desesperaciones

totales. Yo también he soñado de acuerdo a estos preceptos. Circunstancias que parecen

producidas por el azar, encontradas así, de pronto. Gestos de la realidad reveladores de

un arcano insospechado e inquietante; ése era el afán que imperaba. Gestos casi siempre

incomprensibles. Muecas en las que se esconde el diablo, como los lagartos en las

grietas. Todos recusaríamos las condiciones de un convenio semejante, si es que no lo

hubiéramos aceptado ya inadvertidamente. Hay que tener presente, sin embargo, la

aterradora posibilidad de que estamos siendo observados; de que todos nuestros

secretos sean conocidos por alguien; porque todo acto secreto expresa una aspiración de

muerte y la máxima generosidad de la realidad es cuando nos revela el significado de

un misterio. Esta noche será propicia, tal vez. Nuestro empecinamiento por apresar

significados nos ha llevado a cometer algunos crímenes contra la inteligencia. Miro a mi

alrededor. Parece que fuera la exacta mitad de un desierto y nada, los libros, los

accidentes de la luz, los callejones que la escritura va destrazando sobre la blancura del

papel; nada tiene un significado tangible de palabras. Los viejos objetos familiares, los

ritmos conocidos de las respiraciones y los crujidos de los muebles, los acomodamientos

de la corteza terrestre, los suspiros que se hubieran escapado del sueño, las palabras

que dice un dolor inmaterial. Un cuerpo quieto cerca de mí; un cuerpo conocido. A lo

lejos, tal vez, los barcos. Estás envuelta como en una bruma de quietud y tu cabellera

ondea casi en la noche agitada por la brisa que turba luego los papeles que están sobre

la mesa. Las notas acerca de El Hipogeo Secreto y la carta de X. acerca del extraño

universo que ha concebido. A tu lado, sobre el reborde de la ventana, está el antiguo

instrumento. Un bamboleo de barcos en el horizonte. Gritos de los foques que

revolotean a caza de los peces fosforescentes. Gruñidos impacientes de viejos marinos

soñolientos que aspiran en su sueño a un amanecer. La infinita tristeza del alba sobre el

mar. Como si la bruma se hubiera congelado; como si el sol nunca hubiera existido o

fuera un recuerdo imprecisable. Estamos hechos, esto se comprende claramente en la

noche, para colmar los vacíos que la muerte paulatina de las cosas va abriendo en la

masa de la realidad. La edificación es la organización emocional de la materia, solía

decir E. Aspiraba a poder soñar una ciudad, como si con ello la fuera construyendo.

Como yo te construyo en el sueño; en ese sueño que X. le cuenta al otro a la sombra de

un gran árbol. El Otro. Pero ¿quién eres tú, la que sueñas cerca de mí? ¿Qué sueñas?

Sueñas como en el borde de un abismo de quietud total. Eres como de la materia que

clarifica la penumbra misma ante las tenebrosas ondulaciones de aquella cabellera. Una

compenetración misteriosa de tiempo y espacio; como si el presente se volviera lejanía

cuando te miro. Has extraviado todos tus gestos y ya no eres capaz de responder a

ninguna invocación. En vano te estoy llamando; te invoco porque no te evoco; no

consigo retener el recuerdo de todo lo que estás siendo todavía allí, entre las páginas de

ese libro que estuviste leyendo hoy en la tarde, un libro con pastas de cuero rojo que tal

vez cayó de tu mano, resbalando por tu regazo, cuando te quedaste dormida. De todo lo

que serás más tarde, unas páginas más adelante. Vuelvo la mirada en torno. Los hechos

familiares de nuestra realidad común están en todos los rincones de esta casa. Poseen

un horror sagrado, como cuando las cosas están a punto de ser olvidadas. Los objetos

comunes, esos pequeños objetos de ámbar, las palabras que fueron de entonces, de ese

entonces en el que éramos la súbita realización de una presencia ansiosamente deseada,

un dejar de ser de la ausencia, una premonición que se realiza intempestivamente como

la carcajada de X. a la sombra del gran árbol, que luego otra carcajada, más interior que

la suya, borra. Había momentos en ese entonces en que hubieras querido ser la madre

de todas las cosas del mundo; pero los días, el proceso corrosivo de la experiencia que

hubiéramos emprendido —que emprendimos quizás—ha hecho nuestro lenguaje

incomprensible. Eso es como llegar al bivio en que es forzoso pensar, constantemente,

en la muerte. Te miro allí, reclinada. La fatiga de todos estos ritos te ha vuelto irreal.

Parece que estás vacía, muerta tal vez. Por encima y más allá de tu presencia,

comienzan a brillar los primeros reflejos tenues, ateridos, del alba. Diríase, por equívoco

acerca de esa luminosidad, que es el atardecer. Quizás me estás soñando que te escribo,

que te recreo mediante las palabras que mi mano traza en la página. Tal vez estás

soñando que tú eres uno de los personajes de El Hipogeo Secreto, que es la historia, dicen,

de un sueño y de un personaje que lo sueña. Eres como una máquina de soñar. Basta

insertar una moneda en la herida para que yo participe (a qué dudarlo; mediante el

lithoptikon) de tus figuraciones mentales, de tu sueño que si fuera descifrado revelaría

un secreto acerca de mí mismo que yo mismo ignoro que existe ignorado en el último

fondo de ti. Conoceríamos así la naturaleza exacta de esos orgasmos. Sería posible

esquematizarlos aritméticamente, y reproducirlos experimentalmente, mediante

estímulos de origen diferente pero de idénticos resultados. Conseguiríamos una

compenetración total entre la causa y el efecto; umbral que divide lo anterior de lo

posterior. Un instante, no más: el del recuerdo de tu mirada que se posa como un

enorme albatros en las arquitecturas, como en el velamen de una nave, en la tarde,

cuando la luz, después de esa lluvia súbita y carcajeante, se vuelve de oro sobre tu

cuerpo. Así pasaron las cosas. Tal vez fue el mismo día que tomaron las fotografías. Tú

me hubieras hablado de parques zoológicos equívocos en los que los visitantes se

colocan en el interior de unas jaulas de hierro, para ser admirados por las fieras que

rondan en libertad por el parque. La diferencia esencial reside en el tono de la mirada.

La bestia desea descubrirnos; nosotros queremos conocerla. Una vez develado el

sentido de esas miradas ígneas, todo el espectáculo nos parece banal, como esa

fotografía en que estás de pie, junto a una paleografía incomprensible toscamente

grabada en un fragmento arquitectónico. Cerca, a tu derecha, al fondo, se ve la silueta

imprecisa de alguien. Por eso amo mirarte al margen de toda posibilidad de tu propia

mirada, como cuando te sientas cerca de la ventana y lees o sueñas otras arquitecturas.

Parece que estás dormida o muerta y mi vigilia está, después de todo, hecha de frases

sin sentido; pero hay veces, en la noche, en noches como ésta, que las palabras recobran,

súbitamente, su sentido y así es que la noche, ahora, se convierte en una noche postrera.

Eres un bulto, una forma, no más, imaginada de espaldas, cerca de una ventana ovalada

que arroja un haz de luz sobre un cuadro. Te imagino leyendo un libro con pastas rojas.

Eres como una prestidigitación de las palabras. El timbre de ese teléfono tenaz te

retrotrae hacia la penumbra de tu interminable disolución. Esa voz incesante;

concreción de una presencia que rige nuestros actos más secretos: “…¿has escuchado el

adagio ese? Sí ¿verdad? La noche se amplifica. Parece que late con el ritmo de la sangre.

70 pulsaciones por minuto. Ímpetus que de tan violentos declinan poco a poco hasta

convertirse en el diapasón ininterrumpido; el pizzicato, en los registros graves, del

continuo, como dicen. Crees conocer estas formas; pero te equivocas radicalmente. Lo

que tú conoces por música no sugiere, ni siquiera de una manera remota y turbia —

tienes que tener en cuenta que cercanía y claridad son el conocimiento— lo que la

música es en realidad. Se trata de una cuestión de asimetrías…” Y mientras tú me estás

leyendo en esas páginas, yo voy escribiendo el libro en el que tú estás contenida así,

leyéndome y casi sin proponérmelo voy consiguiendo la realización de un proyecto

vago: narrar las historias. Me satisface pensar que aún soy capaz de mantener la

disciplina que me había impuesto antes de que tuvieran lugar los acontecimientos que

han echado por tierra las aspiraciones de nuestra organización; de concluir las tareas

que esta crónica me impone, en el término previsto. Espero que las peripecias de la

trama que vaya urdiendo al escribir ese libro no disloquen la posibilidad de terminarlo.

Releo la descripción que E. hubiera hecho de la ciudad. Es deplorable. Tiene una rigidez

que por grandilocuente se vuelve acartonada; pero puede servir; como el ataque

violento al principio de una composición sinfónica, para establecer la diferencia

evidente con el estilo de los otros arcos que forman el curso de este libro de

reminiscencias, de sueños, pero, sobre todo, de rumores. A veces pienso que me cuesta

tanto trabajo escribirlo porque me entretengo demasiado intentando dirimir ciertos

conflictos que, en realidad, no trascienden los límites de la retórica; pero es bueno, para

el discurso, que sepamos darle forma justa a nuestras pasiones. Eso, en cierto modo, es

lo que llaman el acto de creación ¿no crees? Parece como que el autor quisiera jugar con

todas las posibilidades de las palabras. Pero ese afán corresponde, sí, a nuestra urgencia

de ser distraídos, por alguien, por algo, en el sentido más violento de la relación que

presupone la categoría del activo sobre el pasivo. Es preciso vivir la vida, en la medida

en que seamos capaces de hacerlo, de la misma manera que escribimos una novela. En

realidad, yo por ejemplo, en este momento, estoy escribiendo una novela de la que

ignoro todo. Sólo supongo el esquema general de la trama. Se trata de un escritor que

escribe un libro. Ahora bien, lo importante es de qué trata ese libro que el escritor está

escribiendo, allí, cerca de donde una mujer está leyendo un libro de pastas rojas en el

que ese escritor está descrito en el acto de escribir este libro. Claro, no debe ser difícil

suponerlo. Si el escritor está escribiendo una novela, bastaría saber qué edad tiene, para

saber exactamente cómo es su novela. Si fuera una historia fantástica como las que

inventaban los filósofos chinos para ilustrar sus aporías y sus paradojas, podría decir,

por ejemplo, que la novela trata de un escritor que crea a otro escritor, pero que un día

se percata de que él es un sueño de su propio personaje que lo ha soñado creándolo.

Sólo podría librarse de ese sueño soñándome a mí; a mí: Salvador Elizondo, que lo he

inventado como personaje de un libro improbable que se llama El Hipogeo Secreto, que

trata, para ser un poco más imprecisos, de un hombre y una ciudad que nunca han

existido. Ese hombre se encuentra vinculado a una mujer con la que realiza una

experiencia de carácter singular. El hombre relata a la mujer la historia de un escritor

fantasioso que los hubiera o habría o ha ideado a ambos, a la mujer de la cabellera negra

y al otro que la mira furtivamente desde aquí mientras ella lee que él la mira

furtivamente mientras lee y a la que le cuenta la historia del escritor que escribe una

novela que trata de un escritor que escribe una novela en la que aparece una mujer que

está leyendo un libro en el que él aparece como un personaje que espía a una mujer

según la descripción que de esta escena aparece en el libro que la mujer está leyendo y

que, hay suficiente razón para suponerlo, no es, necesariamente, este libro, como

suponen algunos, porque al fin de cuentas esa historia, la de este libro, resulta ser una

historia de horror, de tristeza y de magia, cuando no una novela de esas que a veces se

leen en casas olorosas a fruta; o ni siquiera eso. Algo como Les 500 millions de la Begum,

pero al revés. Una historia triste, pero que, en cierto modo, hace reír a la gente. Esto es

posible inferirlo del hecho narrado en El Hipogeo Secreto, de que, al verla bajar por una

escalinata derruida, el personaje dice: Bajas en la penumbra, por esa escalinata, como va

descendiendo la ciudad desde las estribaciones de la cordillera hacia el mar o como

bajan los cóndores por los desfiladeros abismales… Y ella le responde: —Cuando me

dices eso siento como que soy el personaje que algún escritor oscuro está inventando

así… —vaciló un instante como si hubiera olvidado la palabra exacta que hubiera

definido con precisión ese acto con el que él le otorgaba una existencia precaria dentro

de las páginas del libro; la existencia precaria, pero indudable, de un hecho que se

concreta mediante palabras—… Sí —dijo—, de pronto… una historia triste para hacer

reír a alguien.

lunes, 16 de diciembre de 2024

RADIACIONES I Diarios de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943) ERNST JÜNGER Traducción de Andrés Sánchez Pascual Nota introductoria

 



Nota introductoria

Prólogo

Jardines y carreteras

Primer diario de París

1941

1942

Anotaciones del Cáucaso

1943

Notas

Créditos

Sinopsis

Este primer tomo de Radiaciones –título general que Jünger dio a los diarios escritos entre 1939

y 1948– abarca sus anotaciones comprendidas entre 1939 y 1943. En sus páginas, el escritor,

oficial del ejército alemán, entomólogo y, sobre todo, infatigable observador de la naturaleza

humana, registra desde la singular cotidianidad de las primeras escaramuzas bélicas hasta sus

contactos con la intelectualidad parisina; desde sus lecturas y visitas a bibliotecas y museos a sus

impresiones sobre escritores y artistas. Destacan en estos diarios su sombría reflexión acerca del

destino humano y el dolor de tantos inocentes, así como su soterrado desprecio hacia los jerarcas

nazis y la convicción de estar viviendo unos tiempos abocados al nihilismo y la destrucción total.

Compuesto por tres partes, la primera, «Jardines y carreteras», describe el avance alemán a

través del territorio francés. En la segunda parte, «Primer diario de París», dedicado a la

Ocupación, nos revela la vida cotidiana en un París agredido, que, sin embargo, sigue siendo

alegre escenario de la vida bohemia, artística y mundana, donde pululan conocidos personajes

que no vacilaron en codearse con el enemigo. El volumen se cierra con «Anotaciones del

Cáucaso», las observaciones del autor sobre el frente oriental, convertido en un auténtico

infierno de tinieblas.

RADIACIONES I

Diarios de la Segunda Guerra Mundial (1939-1943)

ERNST JÜNGER

Traducción de Andrés Sánchez Pascual

Nota introductoria

Los tres escritos de que consta este primer volumen de Radiaciones, a saber: Jardines y

carreteras (primera edición, 1942), Primer diario de París (primera edición, 1949) y Anotaciones

del Cáucaso (primera edición, 1949), así como los también tres de que se compone el volumen

segundo: Segundo diario de París (primera edición, 1949), Hojas de Kirchhorst (primera

edición, 1949) y La barraca del viñedo. Años de ocupación (primera edición, 1958) permiten

echar una mirada excepcional a diez años decisivos de la historia europea de este siglo: desde

los meses anteriores a la Segunda Guerra Mundial, pasando por la invasión alemana de

Francia, la ocupación de París, los combates en el frente oriental, hasta la catástrofe alemana y

los «años de ocupación».

Los ojos que nos permiten contemplar este panorama de la Segunda Guerra Mundial son y

no son los mismos que en Tempestades de acero y en El bosquecillo1 nos proporcionaron una

visión exacta y objetiva de la estructura, del esqueleto de la Gran Guerra. Permanece la mirada

estereoscópica, la doble vista; el alma ha cambiado. Dos frases famosas, una de Tempestades de

acero y otra de Jardines y carreteras, muestran con toda nitidez el contraste. La primera dice así:

«Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro

grande. Y entonces la guerra nos arrebató como una borrachera. Partimos hacia el frente bajo

una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que

había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un

lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el

rocío» (p. 5 de la edición citada de Tempestades de acero). La segunda, en cambio, reza: «En

ciertas encrucijadas de nuestra juventud podrían aparecérsenos Belona y Atena — la primera

con la promesa de enseñarnos el arte de guiar veinte regimientos al combate de manera que

estuvieran en su puesto en el momento de la batalla, mientras que la segunda nos prometía el

don de juntar veinte palabras de manera que formasen una frase perfecta. Y pudiera ser que

eligiésemos el segundo de los laureles; este crece, más raro e invisible, en las pendientes

rocosas» (p. 165 de este libro).

En julio de 1927 Jünger se trasladó con su familia de Leipzig a Berlín. En la capital del

Reich vivió la agonía de la República de Weimar y se relacionó con los muy variopintos

círculos, de la extrema izquierda a la extrema derecha, que entonces pululaban por las calles y

cafés berlineses. Siguió con atención fascinada, en una mezcla de atracción y repulsa, el

ascenso de Hitler. Sus «estudios callejeros» en Berlín son el trasfondo sobre el que escribe su

inasible obra El trabajador, que aparece en 1932. Con su característica habilidad, Jünger se

cuida bien de preservar su libertad: ninguna de las enfrentadas fuerzas que se lo disputan es

capaz de anexionárselo. Sin embargo, deja pronto muy clara cuál es suposición. Ya en 1927

había rechazado el ser diputado del Reichstag por las listas nacionalsocialistas. En 1933 vuelve

a rechazar esa misma invitación, a pesar de las insistencias de Rudolf Hess y de Joseph

Goebbels y de las esperanzas que el propio Hitler había puesto en él. Se niega a formar parte de

la depurada Academia Alemana de Poesía. Más aún, en una durísima nota pública prohíbe a los

nazis que hagan el menor uso de sus escritos. Pocos alemanes tuvieron entonces su coraje. Para

que todo quedase más claro, en 1933 abandona Berlín y se retira a vivir a pequeñas ciudades

alemanas. Reside primero en Goslar (1933-1936) y luego en Überlinger, junto al lago de

Constanza (1936-1939); en abril de 1939 se traslada a una minúscula aldea, Kirchhorst, situada

un poco al norte de Hannover, donde ha alquilado una vetusta y espaciosa casa parroquial, con

jardín. No la dejará hasta 1948.

Jardines y carreteras, el primer diario, comienza el 3 de abril de 1939, a los pocos días de la

instalación de Jünger en la mencionada casa parroquial, y está escrito desde una posición muy

clara: un antinazismo decidido y militante, desde la perspectiva de la acción espiritual. Por

aquellas fechas está dando la última mano a su más famoso relato: En los acantilados de

mármol (cuyo título inicial era La reina de las serpientes), y día a día comenta en los apuntes su

doble «trabajo»: en el jardín y en las cuartillas. Sin duda la mejor introducción a la lectura de

En los acantilados de mármol son estas páginas, llenas de claves.

Al estallar la guerra en septiembre de 1939, Jünger es nombrado capitán de la reserva e

incorporado al ejército. «Todas las guerras comienzan con cursillos», es su humorístico

comentario; durante dos meses es sometido a un severo entrenamiento. En esa época corrige las

pruebas de imprenta de En los acantilados de mármol, obra que aparece ese mismo año y que

provoca en los círculos nazis una renovada cólera contra él. A mediados de noviembre, al

mando de una compañía, es enviado al Muro Occidental, a orillas del Rin, donde permanece

hasta mayo de 1940. Las abstractas y mecánicas casamatas de hierro y cemento provocan en él

una repugnancia incluso física, y pronto se hace construir una barraca de cañas, barro y

madera donde pasa sus días y sus noches. Es la época de la «Barraca de las Cañas»: un pobre

oasis en medio del desierto.

En mayo de 1940 el ejército alemán invade Francia. Las rápidas columnas de los blindados

succionan tras de sí a las mal equipadas tropas de infantería. A pie o a lomos de su jamelgo

«Justus» penetra Jünger en Francia al frente de su compañía; no llega a entrar en combate en

ningún momento. En medio de la barbarie bélica cabalga un donquijotesco caballero: se cuida

de la catedral y de la biblioteca de Laon, en Montmirail pone todo su empeño en salvar el

castillo de los Rochefoucauld y allí mismo muestra su respeto y simpatía por los infortunados

prisioneros franceses. Sus idas y venidas por tierras francesas concluyen en Bourges; allí recibe

la única condecoración que se le concede en esta guerra: la Cruz de Hierro de segunda clase,

que durante aquellos años fue repartida por centenares de miles. Y la obtiene, no por una acción

bélica, sino por haber rescatado dos cuerpos en el Muro Occidental. Jünger regresa con su

compañía a Francia, en largas jornadas a pie; Jardines y carreteras concluye el 24 de julio de

1940, cuando su autor vuelve a pisar suelo alemán.

Esta obra se publicó en 1942 y provocó asombro e indignación entre los nazis. Ni Hitler ni

el Partido, entonces en la cumbre de su gloria, son mencionados con una sola palabra. Tal

silencio era clamoroso y pesaba más que los millares y millares de telegramas de felicitación

enviados al Führer y a su pandilla de forajidos. Quien sí es mencionado es Kniébolo; se le

aparece a Jünger en un sueño, «ofreciéndole bombones», «enclenque, melancólico y

menesteroso de contacto» (véase p. 46 de este libro). Las poquísimas personas que entonces

sabían o que intuyeron quién era en realidad «Kniébolo» seguramente se divirtieron mucho y a

la vez se asustaron con esta peligrosísima osadía de Jünger.

Pero lo decisivo de este primer diario es la visión de la guerra desde una perspectiva nueva,

la del sufrimiento. Ahora el soldado no es ya para Jünger, como lo era en Tempestades de acero,

el hombre de acción, el lansquenete lanzado a dar muerte al adversario. Ahora el soldado no es

el hombre que mata y que triunfa —o que sucumbe gloriosamente—, sino que es el individuo

sometido a la disciplina, amenazado por la muerte, expuesto al dolor. Y el uniforme militar no es

ya una distinción propia de señores, sino que encarna una obligación ética, es un manto con el

que cubrir y proteger a los débiles y amenazados. Jardines y carreteras, uno de los libros más

leídos por las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial en las bibliotecas de

campaña, enseñó a millares de soldados que también en aquellos años y en aquellas

circunstancias era posible cuando menos la caballerosidad.

Acabada la campaña de Francia, los nazis se sienten dueños de Europa y se disponen a

ajustar ciertas cuentas pendientes, también en el interior de Alemania. Uno de sus propósitos es

deshacerse de Jünger. Por lo pronto lo envían, a comienzos de 1941, de guarnición a un mísero

villorrio del norte de Francia, el lugar más inapropiado para una persona como él. Aquí

comienza el segundo de los diarios reunidos en este volumen: Primer diario de París. En el

mencionado villorrio Jünger sufre lo indecible y piensa en suicidarse o en desertar. En abril del

mismo año su regimiento es trasladado temporalmente a París para prestar servicio de guardia

en diversos edificios oficiales. Esto lo salva de la autodestrucción y del asesinato indirecto que

los nazis habían ideado para él. En cuanto a lo primero, Jünger conoce en París al pintor

Werner Höll (1898-1984), cuyo trato lo reconcilia con la vida. «El trato con Höll me resulta

beneficioso y me ha sustraído a aquellas peligrosas meditaciones en que me había hundido

desde comienzos de este año» (véase p. 232 de este libro). Salvado interiormente, enseguida se

produce la salvación externa. Dos lectores de Jünger, Clemens Podewils y Horst Grüninger,

oficiales destinados en el Estado Mayor del comandante en jefe de las fuerzas de ocupación

alemanas en Francia, se enteran de su estancia en París y de la situación en que se encuentra y

hablan con el jefe del Estado Mayor, el coronel Speidel. Este conoce a Jünger a finales de mayo

e interviene con celeridad. Reclama del Mando Supremo que Jünger sea trasladado a su Estado

Mayor, en dependencia directa de él. Advertido de ello el mariscal Keitel, telefonea

personalmente a Speidel a París y le dice lo siguiente: «Jünger es un hombre peligroso. Lo

único que usted conseguirá, incorporándolo a su Estado Mayor, es perjudicarse». La

conversación se hace tensa. Speidel insiste en su petición y, ante las repetidas admoniciones de

Keitel, gana la partida con esta frase: Das nehme ich auf meine Kappe [eso es asunto mío].

Jünger es destinado a París. A los pocos días el regimiento a que hasta entonces había

pertenecido fue enviado al frente ruso y entró en combate aquel mismo verano. Ninguno de sus

oficiales regresó con vida. Ese era el asesinato indirecto que los nazis tenían destinado a

Jünger, al que sin duda habrían dedicado luego unos pomposos funerales oficiales.

Instalado en París, Jünger tiene su despacho oficial en el Hotel Majestic, en la Avenue

Kléber, sede de la Militärkommandantur, y su habitación privada en el cercano Hotel Raphäel.

Depende directamente de Speidel, quien le encomienda llevar las actas de la planeada pero

nunca realizada Operación León Marino (invasión de las islas Británicas), pero también otras

actas secretas: las de la lucha por la hegemonía en Francia entre el comandante en jefe del

Ejército y el Partido, actas que incluían el asunto de los fusilamientos de rehenes. Pero el

propósito principal de Speidel al retener a Jünger junto a sí había sido el de proporcionarle

tiempo libre para su trabajo creador. De este modo pudo sumergirse en el espíritu de la capital

francesa; de ella recibió múltiples «radiaciones», que sin duda contribuyeron a enriquecer su

personalidad. Un día se presentó en el despacho de Speidel un emisario de Goebbels con una

extraña petición: la de que forzase a Jünger a eliminar de las futuras ediciones de Jardines y

carreteras la famosa mención del salmo 73. Speidel liquidó la cuestión con un despreciativo: «Yo

no mando en el espíritu de mis oficiales». También Jünger se negó, como es natural, a tal

supresión. A partir de aquel momento Goebbels impidió que Jünger publicase ni una sola línea

más en Alemania por el sencillo procedimiento de negar cupo de papel a sus proyectadas

ediciones. En 1945 los ingleses de ocupación en Alemania ratificaron la orden de Goebbels.

Comentario de Jünger: «Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las batidas a la

caza».

El Primer diario de París pertenece a la historia de esa ciudad, es una parte de su

construcción espiritual. Una vez cumplidas sus obligaciones militares, Jünger se convierte a

diario en un incansable paseante de las callejuelas y las avenidas parisinas. Cada uno de sus

rincones le depara una idea o un sentimiento y, a la vez, adquiere de él un significado nuevo.

Jünger trata también de entrar en contacto con sus habitantes, y no solo con los famosos

—Picasso, Céline, Cocteau, Montherlant...—, sino también con los desconocidos, con el hombre

y la muchacha de la calle o de la tienda. Casi siempre va vestido de paisano. En una ocasión ve

por primera vez en una calle de París la estrella amarilla impuesta a los judíos; ese día va de

uniforme y, rabioso por su impotencia, siente asco del traje que lleva. Cuando el comandante en

jefe de las tropas alemanas en Francia, Otto von Stülpnagel, es destituido y viene a relevarlo un

primo suyo, Carl-Heinrich von Stülpnagel, y Speidel es destinado a Rusia, el nuevo comandante

en jefe sigue dispensando su protección a Jünger.

El núcleo del Estado Mayor de París era decididamente antinazi, y en la llamada

«Georgsrunde» se discutían con toda libertad materias que eran absolutamente tabú en

cualquier otro sitio. La «Georgsrunde» era el círculo de íntimos que se reunía en el salón del

Hotel George V, residencia de Speidel, de manera que la traducción inmediata de esa expresión

sería: «peña del Hotel George V». Pero sus miembros le daban, además, otro significado: el de

«círculo de San Jorge», santo patrón de los caballeros. De aquella «Georgsrunde» salieron

múltiples iniciativas para oponerse al terror de las SS en Francia, y millares de franceses

debieron su vida, sin que ellos lo supieran, a las conversaciones que allí se celebraban.

El 15 de octubre de 1942 es enviado Jünger por tres meses al Estado Mayor del Grupo de

Ejércitos A en el frente ruso. Ese mismo día termina el Primer diario de París y comienzan las

Anotaciones del Cáucaso, el tercero de los diarios que componen este volumen. La iniciativa de

tal viaje surgió el domingo 16 de agosto de 1942. Carl-Heinrich von Stülpnagel invitó a Jünger

a pasar el fin de semana en su residencia de verano de Vaux-les-Cernay, cerca de Rambouillet.

Jünger anota en su diario: «El general estuvo hablando de las ciudades rusas y dijo que para mí

sería importante conocerlas, sobre todo con vistas a ciertas correcciones en la “figura del

trabajador”. Le repliqué que ya hacía tiempo que yo mismo me había prescrito como penitencia

el hacer una visita a Nueva York, pero que también estaría de acuerdo con que se me enviase

por una temporada al frente oriental» (véase la p. 349 de este libro).

Jünger no fue a Rusia a luchar, sino a cumplir dos misiones: una espiritual y otra política.

Por un lado, deseaba vivamente conocer el Cáucaso, la montaña a la que había estado

encadenado Prometeo, y estudiar los efectos que sobre el pueblo ruso, sobre la sustancia rusa,

habían causado las fuerzas descritas por él en El trabajador. Por otro lado, aunque de ello no se

habla en los diarios, su viaje de inspección trataba de conocer el estado de ánimo del cuerpo de

oficiales alemanes destinados en el frente oriental. Jünger estaba buscando un Sila que pudiera

oponerse a Hitler, un simplista, enérgico y brutal «general del pueblo» capaz de enfrentarse al

terrible simplificador que era el tirano. Con tristeza y resignación anota el 19 de diciembre de

1942: «De igual manera que en Almas muertas Chíchikov va peregrinando de propietario rural

en propietario rural, así voy yo peregrinando de general en general y observo también su

transformación en trabajadores. Es preciso abandonar la esperanza de que de esta capa puedan

surgir figuras de rasgos silánicos o al menos napoleónicos. Son especialistas en el campo de la

técnica del mando y cada uno de ellos es sustituible e intercambiable, como lo es cualquiera que

trabaje en una máquina» (véase luego, p. 432). En cuanto a su estudio del efecto causado en el

pueblo ruso por el abstracto terror político del sistema soviético, Jünger considera que este

apenas ha afectado a la superficie. Sus observaciones sobre la sustancia rusa están llenas de

simpatía. Jünger pensaba entonces que lo favorable para Alemania era apoyarse en sus vecinos

orientales, y, sobre todo, en Rusia, como correspondía a la mejor tradición prusiana. En

cambio, encuentra desencantado el país. Solo la camaradería entre los soldados, algunos juegos

infantiles y las cimas del Cáucaso le permiten entrever algún rayo de luz en aquel infierno de

tinieblas. Es también en esos momentos cuando adquiere algún color la negra prosa en que

están escritas las Anotaciones del Cáucaso.

La estancia de Jünger en el flanco sur del frente ruso coincide con el cerco de Stalingrado,

presente a diario en sus anotaciones. Esa batalla decisiva obliga a la evacuación del Cáucaso.

Eso, y la muerte de su padre a principios de enero de 1943, obligan a Jünger a acortar su

estancia en Rusia y a regresar precipitadamente a Alemania. Con las meditaciones sobre la

muerte de su padre concluye este tercer diario.

Acerca de esta traducción. Está hecha sobre la definitiva versión alemana dada a estos

textos por su autor y recogida en el tomo tercero de la edición de sus Obras en dieciocho

volúmenes (Klett-Cotta, Stuttgart, 1979). En el amplio e importantísimo prólogo que antecede a

estos diarios ya indica Jünger que «los manuscritos son más fuertes que el texto impreso» (véase

luego, p. 27). Esto quiere decir dos cosas: que son más amplios, que contienen detalles que en el

texto impreso no aparecen, y que la formulación es «más fuerte». Pero a continuación advierte:

«No es en los detalles donde está la exactitud»; y añade: «Lo que yo me propongo es comunicar

al lector una idea de conjunto en su integridad». Al incorporar estos textos a la edición

definitiva de sus Obras volvió Jünger a revisar sus versiones anteriores, incluso las ya

publicadas; eliminó ciertos pasajes y agregó otros. En general, aparte de las mejoras puramente

estilísticas, la revisión intenta que el texto quede más despegado todavía de la subjetividad

individual. Ciertos encuentros eróticos, por ejemplo, quedan «sublimados», entendida esta

palabra en sentido químico, en una breve sentencia.

Sin duda no estará de más indicar que Jünger sigue en estos diarios la máxima de Nietzsche,

que dice que las cosas más importantes caminan silenciosamente, «con pies de paloma». La

reconocida discreción de Jünger alcanza en estos textos su punto más alto. Cuando las frases,

de puro transparentes, parezcan no decir demasiado, se puede estar seguro de que allí hay un

abismo. Un ejemplo célebre: el 29 de abril de 1947, en París, merodeando por los muelles del

Sena, Jünger medita en si, para ser libre en aquella situación, debe suicidarse o desertar. Solo la

palabrita Ausgang («salida», que aquí tiene el significado de exitus vitae), repetida dos veces,

señala al lector atento que Jünger está aquí hablando de su propia muerte. Tras angustiosa

reflexión, que no deja la menor huella en la tersa prosa, el rechazo del suicidio se expresa en

esta frase tan inaparente: «el camino de la libertad no es ese». Jünger decide «elevarse a través

del sufrimiento: entonces se vuelve más comprensible el mundo». Por otro lado, aunque fueron

escritos con vistas a una posible publicación futura, Jünger no redacta sus diarios solo para sí

mismo ni tampoco solo para el lector; los escribe principalmente para Otro. El lector es un

partícipe más de la contemplación del camino de la vida, pero sus ojos deberían estar dirigidos

también, igual que los de Jünger, al sueño de la vida.

Con la próxima publicación del segundo volumen de estos diarios podrá disponer el lector

español de la versión completa de una de las obras más significativas de este siglo.

A.S.P.

Prólogo

1

En estas páginas se alude al diario de los siete marineros que en el año de 1633 invernaron en la

pequeña isla de San Mauricio en el océano Glacial Ártico. Allí los había dejado, con su

consentimiento, la Sociedad Holandesa de Groenlandia, a fin de realizar estudios sobre el

invierno ártico y la astronomía polar. En el verano de 1634, cuando regresó la flota ballenera, se

encontró el diario y siete cadáveres.

Al mismo tiempo que ocurría este episodio estaban representándose en otras partes de

nuestro planeta ciertos actos del drama del gran debate sobre la cuestión del libre albedrío,

debate que Lutero y Erasmo habían replanteado en nuevos términos y que tendía con apremio

hacia una demarcación de las fronteras políticas y espaciales, tras haber conseguido ya esa

delimitación en el campo de la teología. En el año de 1634 fue asesinado Wallenstein en Egger;

tal asesinato representó un factor dilatorio. La muerte de Coligny en 1572 se nos aparece, en

cambio, como una simplificación, como una aceleración hacia nuestra imagen de la realidad.

Juzgamos así porque vemos en el Estado unitario y en las formas perfectamente acuñadas de

ese Estado la meta a que pretende llegar por pasos ingeniosos el Weltgeist, el Espíritu del Mundo.

De ahí que se nos aparezcan llenos de sentido los triunfos de Richelieu y de Cromwell, mientras

que el fracaso de Wallenstein inaugura una era de poderes políticos de segundo y tercer rango.

¿Mas quién conoce las verdaderas magnitudes de la historia y la otra cara del medallón

acuñado por la consciencia? ¿Quién sabe qué cosas perdió Francia en la Noche de San

Bartolomé y cuáles otras fueron obstaculizadas por la mala estrella de Wallenstein? Pero todo

esto no son sino especulaciones que uno urde junto a la chimenea o a que se entrega durante una

noche en vela para pasar el tiempo. Sobreestimamos el significado de las piezas del ajedrez

político y de cada uno de sus movimientos.

Cien años antes de que los hombres de la isla de San Mauricio llevasen su diario mientras

iban muriendo de escorbuto, diseñaba Copérnico la nueva cosmografía. Con razón se estima que

estas fechas tienen más peso que las fechas de la historia de los Estados y las guerras. Son

también, sin comparación posible, más peligrosas. En el año de 1633 comparecía Galileo ante el

tribunal que juzgaba a los herejes. La frase E pur si muove que se le atribuye es una de las

fórmulas de nuestro destino; se ve que la Razón se reservará la última palabra.

Entretanto se nos ha vuelto familiar la idea de que habitamos una bola que va volando con la

velocidad de un proyectil por las profundidades del espacio hacia torbellinos cósmicos. En

Rimbaud la marcha sobrepasa ya todo lo imaginable. Y todo espíritu anticopernicano, si sopesa

con cuidado la situación, se dará cuenta de que es infinitamente más fácil el acelerar el

movimiento que el regresar a una andadura más reposada. En eso estriba la ventaja de los

nihilistas sobre todos los demás. En eso estriba también el enorme riesgo de las acciones

teológicas que están abriéndose paso. Existe un determinado grado de velocidad para el cual

todos los objetos quietos acaban transformándose en una amenaza y tomando la forma de

proyectiles. En los cuentos árabes basta con pronunciar el nombre de Alá para que los demonios

que vuelan por los aires queden abrasados como por el fuego de un astro.

2

Los siete marineros son ya figuras del mundo copernicano, uno de cuyos rasgos distintivos es

también la nostalgia de los polos. Su diario es literatura nueva, de la cual puede decirse,

hablando en términos muy generales, que su nota específica está en que el espíritu se aparta del

objeto, en que el autor se separa del mundo. Esto conduce a una multitud de descubrimientos. De

tal mundo forman parte la observación cada vez más cuidadosa, la consciencia fuerte, la soledad

y, por fin, también el dolor.

Desde que se halló aquel primer diario en los cadáveres de los siete marineros han sido

encontrados otros muchos diarios junto a personas muertas y publicados de manera póstuma.

También personas vivas permiten que la gente eche un vistazo a sus anotaciones privadas; desde

que se publicaron los Dîners chez Magny no hay ya en ello riesgo ninguno. Antes al contrario, el

carácter de diario se convierte en un carácter específico de la literatura. Una de las razones de

esto es también, aparte de otras muchas, la antes mencionada de la velocidad. La percepción, la

multiplicidad de los tonos puede acrecentarse hasta el punto de constituir una amenaza para la

forma; eso es algo que nuestra pintura ha sabido plasmar con mucha fidelidad. Frente a esto, en

la literatura es el diario el mejor medio. Y, además, es el único diálogo posible que subsiste en el

Estado total.

Incluso en la filosofía puede tornarse hasta tal punto amenazadora la situación que el opus se

aproxime al cuaderno de bitácora; algo de eso apunta por vez primera en La voluntad de poder.

Son anotaciones tomadas durante el recorrido por mares donde se deja sentir la succión del

Maelstrom y emergen monstruos a la superficie. Vemos cómo el timonel, mientras observa los

instrumentos de a bordo, que poco a poco van poniéndose al rojo vivo, no olvida un solo instante

el rumbo que sigue y el destino hacia el que navega. Investiga qué derroteros son posibles, las

rutas extremas, donde luego naufragará la razón práctica. La captación espiritual de la catástrofe

es más temible que los horrores reales del mundo del fuego. Esa captación es un riesgo que solo

pueden correr los espíritus más osados, los capaces de soportar grandes cargas, de hacer frente a

las dimensiones de los acontecimientos, bien que no a su peso. Quedar despedazado de ese modo

fue el destino de Nietzsche, lapidar al cual es hoy de buen tono. Después de un terremoto la

gente golpea a los sismógrafos. Pero si no queremos contarnos en el número de los primitivos,

no podemos hacer expiar a los barómetros los tifones.

Poe, Melville, Hölderlin, Tocqueville, Dostoievski, Burckhardt, Nietzsche, Rimbaud,

Conrad, a todos ellos se los encontrará conjurados con frecuencia en estas páginas como augures

de las profundidades del Maelstrom a que hemos descendido. Entre esos espíritus están también

Léon Bloy y Kierkegaard. La catástrofe fue prevista en todos sus detalles. Pero a menudo los

textos eran jeroglíficos — hay así obras para las cuales no hemos madurado como lectores hasta

hoy. Se asemejan a transparentes cuyos letreros son desvelados por el resplandor del mundo del

fuego.

Y una vez más ha demostrado ser la Biblia el libro de los libros, profética también para

nuestro tiempo; y no solo profética, sino asimismo consoladora en grado sumo y, por tal, el

manual de todo saber, un manual que ha vuelto a hacer compañía a innumerables personas

durante su paso por el mundo del horror. Al profundizar en la Biblia, no pocos habrán visto

claramente que también se ha vuelto necesaria la exégesis en el sentido del siglo XX, de igual

manera que se ha tornado precisa la nueva teología en sí. A lo largo de estas anotaciones

aparecen apuntes para una exégesis de ese género. Han sido esbozados para uso personal, pero

quizá proporcionen a este o a aquel lector una indicación sobre la metódica, sobre el modo como

él mismo puede penetrar en ese campo. El impulso metodológico se lo debo ante todo a Léon

Bloy, cuyos escritos también son citados con frecuencia en estas páginas; no quisiera dejar de

llamar la atención de los alemanes jóvenes sobre este autor, aunque preveo una oposición

fortísima. También yo hube de superar la misma aversión — hoy es preciso, con todo, tomar la

verdad en los sitios donde se la encuentra. Igual que la luz, tampoco la verdad cae siempre en el

lugar agradable. En general hay un hilo literario que recorre el laberinto de estos diarios; ese hilo

se funda en mi necesidad de gratitud espiritual, y esa necesidad sentida por mí puede a su vez

resultar fecunda también para el lector.

3

Radiaciones — tal es el título dado a este sexteto de diarios, el primero

de los cuales apareció ya

durante la guerra, mientras que el último no fue publicado hasta bastante después de que callaran

las armas. Aquí esas partes se encuentran reunidas ahora en un todo para dar la imagen de la

catástrofe, que, cual una ola, va encrespándose poco a poco, rompe contra las rocas y luego

refluye. La catástrofe golpea a cada uno de modo diferente, pero a todos los afecta al mismo

tiempo.

Radiaciones — entiéndase por ese término, en primer lugar, la impresión que en el autor

dejan el mundo y sus objetos, el fino enrejado de luz y de sombra formado por ellos. Los objetos

son múltiples, a menudo contradictorios, están incluso polarizados, como ocurre con «Este y

Oeste» y con muchas otras grandes cuestiones de nuestro mundo, las cuales son concordadas en

nuestro interior.

Hay radiaciones claras y hay radiaciones oscuras. Completamente oscuras son las grandes

zonas del terror que a partir del final de la Primera Guerra Mundial van penetrando en nuestro

tiempo y propagándose de manera funesta. Hasta sobre la más pequeña de las alegrías arrojan su

sombra esas zonas.

También recibimos radiaciones del ser humano, de nuestros prójimos y de quienes nos

quedan lejos, de nuestros amigos y de nuestros enemigos. ¿Quién conoce las consecuencias de

una mirada que nos rozó furtivamente, quién conoce el efecto de la plegaria que por nosotros

rezó un desconocido? El horóscopo muestra la concentración de los rayos en el nacimiento,

como si fueran las caras de un diamante. El primer movimiento de la vida después de la

fecundación es una radiación sutilísima — la obertura de la individuación. En cada instante

estamos envueltos en haces de luz que nos tocan, nos rodean, nos traspasan.

¿Quién conoce y quién mide los efectos que esas radiaciones causan en nuestro cuerpo, en

nuestros sentidos, en nuestro espíritu — el orden, el equilibrio a que sin cesar estamos

compelidos? Hasta la propia belleza se contradice a sí misma, como lo enseña la fatiga

subsiguiente al recorrido por museos donde se hallan reunidas obras maestras. Estamos así

esforzándonos sin pausa en dirigir, en armonizar, en elevar al nivel de las imágenes las ondas de

luz, los haces de rayos. No significa otra cosa vivir.

En el grado supremo del orden los rayos cósmicos y los rayos terrenales se hallan de tal

manera entretejidos que súbitamente resplandecen diseños llenos de sentido. Es una señal de que

la vida de los seres humanos, la vida de los pueblos se ha logrado. Símbolos de tales diseños son

las flores; de ahí la palabra cultura, cultivo, y de ahí el papel que las flores desempeñan en las

parábolas. Y de ahí también el hondo y a menudo conmovedor anhelo de obras de arte sentido

por el pueblo. Ese anhelo tiene una razón de ser, pues vastos territorios pueden cristalizar si se

logran diseños llenos de sentido, aunque su superficie no sea mayor que la palma de la mano. Así

las cosas, ni siquiera el carácter masivo de la marcha hacia abajo puede causar angustia. Hay en

la obra de arte una gigantesca fuerza de orientación.

4

Radiaciones — el autor capta luz, que luego se refleja en el lector. En este sentido lo que el autor

realiza es un trabajo preliminar. Lo primero que ha de hacerse es armonizar la muchedumbre de

las imágenes y luego valorarlas — es decir: dotarles, conforme a una clave secreta, de la luz que

corresponde a su rango. Aquí luz significa sonido, significa vida que está oculta en las palabras.

Esto sería entonces un curso de metafísica realizado entre parábolas: la ordenación de las cosas

visibles de acuerdo con su rango invisible. Toda obra y toda sociedad deberían estar

estructuradas según ese principio. Si procuramos hacerlo realidad en la palabra, en la frase, en el

juego de las imágenes que la vida cotidiana trae consigo, entonces estamos entrenándonos en la

más alta disciplina.

Una frase sin tacha causa desde luego efectos que van mucho más allá del placer que en sí

misma proporciona. En la plasmación de una de esas frases está viva, aunque el lenguaje

envejezca, una distribución de luz y sombra, un delicadísimo equilibrio que se extiende luego a

las demás zonas. Porta en sí la fuerza con que el arquitecto estructura palacios, con que el juez

sopesa los últimos matices de lo justo y lo injusto, con que el enfermo sabe encontrar en la crisis

la puerta de la vida. Así que el escribir no deja de entrañar un riesgo muy alto, exige un examen

y una reflexión más profundos que los que se necesitan para conducir regimientos al combate.

Y si aún existieran anillos mágicos, estarían en los sitios donde la voluntad de creación vence esa

resistencia.

El oficio, el ministerio de poeta es uno de los más excelsos de este mundo. A su alrededor se

concentran los espíritus cuando él transustancia la Palabra; huelen que allí está haciéndose una

ofrenda de sangre. No solo son vistas allí cosas futuras; también son conjuradas o proscritas. Los

niveles inferiores de la dominación de la palabra, niveles oscuros todavía, son mágicos; y Goethe

sabía lo que quería decir cuando escribió estos versos:

Könnt ich Magie von meinem Pfad entfernen,

Die Zaubersprüche ganz und gar verlernen

[Concédaseme que pueda alejar de mi senda la magia,

olvidar del todo las fórmulas mágicas]

Esas palabras encierran una alusión a un poder y a un sufrimiento de los que se ha tenido

experiencia vital. También contienen esos dos versos una oración, como tantos otros de Goethe.

Pero si se quiere que la palabra sea eficaz, entonces en ella habrá de permanecer siempre la

magia. Ahora bien, esta ha de ser soterrada en las profundidades, en la cripta. Encima de ella se

alza la bóveda del lenguaje hacia una libertad nueva, que cambia y a la vez conserva la palabra.

Y también el amor ha de aportar su contribución; él es el secreto de la maestría.

El efecto causado por tal cambio tendría que ser reconocible en el crecimiento de la vida, en

el enriquecimiento del lenguaje. Si hemos de seguir usando la imagen de la radiación, entonces

tendrían que multiplicarse los rayos salutíferos. La parte de la palabra que suscita el movimiento

puro, ya sea de la voluntad o ya sea de los sentimientos, tendría que desaparecer en provecho de

la otra parte, la que desvela el núcleo milagroso del lenguaje.

5

Mi autoría en la Segunda Guerra Mundial se limita a estos seis diarios, si exceptúo una

correspondencia muy abundante y algunos escritos menores. Uno de estos es mi tratado La paz,

cuya prehistoria va entretejida con la parte parisina de estas anotaciones. Seguramente las fechas

podrán corregir varios errores, como el que asevera que ese llamamiento es fruto de la derrota.

Hoy es preciso contar, desde luego, con la interpretación más vulgar y a menudo también con la

más insidiosa. En mi trabajo he nadado siempre contra la corriente, jamás he seguido la estela de

ninguna de las fuerzas dominantes; así también en este caso. Antes por el contrario, la

planificación de ese escrito coincide con la máxima extensión del frente alemán. Su finalidad es

puramente personal; debía servir a mi propia formación — en cierto modo como entrenamiento

en la justicia.

La inminencia de la catástrofe me puso en contacto con los hombres que planificaron el

temible riesgo de abatir al coloso antes de que, acompañado de un séquito infinito, encontrase su

meta en el abismo. No era solo que yo enjuiciase de modo diferente la situación, era también que

me sentía hecho de una sustancia diferente de la de ellos, si exceptúo a espíritus amigos de las

Musas como Hans Speidel y Carl-Heinrich von Stülpnagel. Pero ante todo yo estaba convencido

de que, sin un Sila, todo ataque a la democracia plebiscitaria conduciría necesariamente a un

reforzamiento ulterior de lo inferior; y eso fue también lo que ocurrió y lo que sigue ocurriendo.

Hay, sin embargo, ocasiones en las que no es lícito prestar atención al éxito; entonces se está

desde luego fuera de la política. También de aquellos hombres es válido eso, y de ahí que

ganasen moralmente donde fracasaron históricamente. Su sacrificio es de aquellos que no son

coronados por la victoria, pero sí por la poesía.

Consideré un honor el contribuir a aquella acción con mis medios, y fue en aquel contexto

donde mi escrito tomó la forma de un llamamiento a la juventud de Europa. Entretanto mi escrito

influyó también en el pequeño grupo de hombres que estaban aguardando la consigna. Así fue

como lo leyó Rommel antes de enviar su ultimátum. La bala certera que lo alcanzó el 17 de julio

de 1944 en la carretera de Livaroth privó al plan de los únicos hombros a que cabía confiar el

temible peso de la guerra exterior y de la guerra civil — del único hombre que poseía ingenuidad

suficiente para dar la réplica a la temible simplicidad de los que iban a ser atacados. Fue un

presagio inequívoco. En aquellos días aprendí más cosas que con la lectura de bibliotecas enteras

de libros de historia, incluso más cosas que con la lectura de Shakespeare, en cuyo Coriolano me

refugiaba a menudo. Solo breves alusiones a esto se encontrarán en estas páginas, pues su misión

no es política, sino pedagógica, autodidáctica en un sentido superior: el autor permite al lector

que comparta su evolución. También me estará permitido decir que ya entonces me hallaba

cansado del caleidoscopio histórico-político y que no aguardaba ninguna mejora de su pura

inversión. Dentro del ser humano es donde es menester que se desarrolle un nuevo fruto, no en

los sistemas.

En este sentido mi escrito La paz se había convertido para mí en algo perteneciente ya a la

historia cuando en Alemania se extinguió la resistencia. Lo dediqué a mi hijo Ernstel, que

entretanto había salido de la cárcel y caído como voluntario en las cercanías de Carrara. Su

muerte estuvo ligada para mí a la misma amargura que sentía frente a mi autoría. Había previsto

bien que descenderíamos a estratos donde ya no subsiste ningún mérito y donde solo el dolor

conserva peso y valor. Pero el dolor nos eleva a otras regiones, a la patria verdadera. Allí no nos

perjudicará el haber resistido aquí en una situación sin salida y en una posición perdida.

Entretanto La paz circula en ejemplares impresos y en copias hechas a mano. Tienen un

destino propio tanto las balas como los libros. Al parecer se considera paradójico el que un

guerrero hable de la paz. Frente a eso cabe decir que su firma es la única que otorga crédito a esa

palabra. No en vano los antiguos hacían que a los tratados de paz asistiesen sus dioses nacionales

de la guerra, representados por el sumo sacerdote.

Sea cual fuere el destino que esté reservado a ese pequeño escrito mío, yo le deseé lo mejor.

La situación de entonces era parecida a la de los siete marineros en el mar Ártico, y cuando el ser

humano se halla en un ambiente como ese se refugia fácilmente en el odio. Nunca ha sido ese el

terreno donde yo me he movido, pero es posible que haya puesto mis ojos en una de esas

estrellas que jamás se alcanzan en la vida. Tal cosa me haría aún más querido ese escrito, pues

autoría es paternidad, y nuestro afecto va ante todo a aquellos hijos nuestros que no han tenido

suerte.

6

El primero de estos seis diarios, Jardines y carreteras, describe el avance alemán a través del

territorio francés y fue dado a conocer poco después de los hechos. Entonces me gustaba hacer

uso de criptogramas para insinuar la situación a seres humanos, o a quienes deseaban seguir

siéndolo; uno de esos mensajes cifrados es la mención del salmo 73. Hubo de pasar un año antes

de que el cifrado arabesco se divulgase; y entonces el ministro de instrucción popular hizo

depender de la supresión de ese pasaje la reedición del libro. Como rechacé tal exigencia, mi

obra Jardines y carreteras fue incluida en el índice de los libros prohibidos, donde ha

permanecido mucho tiempo.1En el Estado moderno las sucesivas autoridades modifican los

argumentos de la violencia, pero no su práctica. Si uno se desvía un poco de la norma, está

expuesto en todos los casos a peligros. Los perseguidores se relevan, sí, pero siempre en las

batidas a la caza.

Encuentros con varias personas me llevaron a conocer que esta primera parte, publicada en

traducción francesa con el título de Routes et jardins,2encontró pronto amigos también en

Francia. La bella idea de la amistad entre Francia y Alemania ha quedado desprestigiada por

culpa de fuerzas perversas, pero son muchas las cosas que dependen de que vuelva a recuperarse

esa idea. El hecho de que en la guerra resultase imposible hacerla realidad forma parte de la

tragedia de amigos suyos en ambos países, a los que vi sucumbir por ella.

Una vez comenzada la guerra, la única vía para bordear la catástrofe estaba en la inmediata

conclusión de una paz con Francia, siguiendo el modelo de Bismarck al concluir la paz con

Austria. El demonio de las masas prefirió triunfos fugaces y el enfriamiento del odio. También

hablando en el plano de los principios era mejor que la clarificación de los conflictos llegase

hasta las raíces. De lo que a la postre se trataba era de saber si el Estado nacional tenía aún futuro

en el siglo XX o no lo tenía. Como era de prever, la cuestión ha quedado resuelta en favor de los

imperios. En este aspecto Alemania ha perdido esta guerra junto a todos los Estados nacionales,

de modo enteramente similar a como perdió la Primera Guerra Mundial en compañía de las

monarquías. En consecuencia con eso yo consideré entonces lleno de sentido el que los alemanes

nos apoyásemos en Rusia, mientras que hoy existe una relación complementaria no solo con

Francia, sino con todos los Estados europeos.

Cabe prever que Alemania continuará siendo la que lleve la peor parte cada vez que se

agrave la tensión entre el Este y el Oeste. Y esa tensión no disminuirá si las dos enormes

potencias cuya aparición en el horizonte vio ya tan claramente Tocqueville se refuerzan cada vez

más y atraen hacia sí como dos polos las potencias situadas en el campo intermedio. Esa

evolución escindiría a Alemania en una parte atlántica y una parte continental, de igual modo

que la Guerra de los Treinta Años la escindió en una mitad septentrional y una mitad meridional.

Ese es el motivo por el que tenemos obligación precisamente nosotros los alemanes de contribuir

a una solución pacífica; y, dada la actual situación de las cosas, tal aportación nuestra no puede

ser más que espiritual.

7

Radiaciones. Por lo que se refiere a la forma, el autor es partidario tanto de la teoría ondulatoria

como asimismo de la teoría corpuscular, lo que quiere decir que deben actuar tanto los

pensamientos como las imágenes — y hacerlo coincidentemente: en el lenguaje las figuras

lógicas se fusionan con los ideogramas del style imagé.

Nosotros creemos que en la plasmación de un estilo nuevo está la sublime posibilidad de

hacer soportable la vida. Solo caminando hacia delante se encontrará tal estilo. Las llamas han

consumido las últimas ramas secas del romanticismo. Y asimismo ha quedado manifiesto el

desconsolador vacío del clasicismo. La etapa museística es la etapa previa al mundo del fuego.

Las pretensiones conservadoras, ya sea en el arte o en la política o en la religión, extienden

cheques contra activos que ya no existen. Así Huysmans, santo padre de la Iglesia de los tropeles

de creyentes a quienes el pánico empuja hoy hacia los altares.

Frente a esto el realismo promete menos, pero cumple más. El realismo renuncia a las

especulaciones que no se rigen por el orden de la lógica y no paga con cheques contra fondos

invisibles. Eso está bien — ¿pero hemos agotado los secretos de las cosas visibles? Toscos

segmentos, relieves superficiales, eso es lo único que el positivismo y el naturalismo han

ofrecido. Ahí puede haber un punto de partida. En las cosas visibles están todas las indicaciones

relativas al plan invisible. Y en los diseños, en las muestras es donde es preciso demostrar que tal

plan existe. A eso tienden los ensayos de fusionar el lenguaje jeroglífico con el lenguaje de la

razón. En este sentido la obra literaria crea las estatuas que el espíritu coloca como ofrendas ante

los templos aún invisibles.

En esta situación las miradas se vuelven al cristianismo. Pero lo que en él se ve es que los

espíritus no son capaces de hacer frente ni siquiera a la ciencia del siglo XIX y a sus ideas,

cuando de lo que se trata es de dar forma a las ideas de nuestro siglo. Esto podría cambiar, y hay

ya enfrentamientos de cuyo desarrollo puede inferirse que a los poderes dominantes están

surgiéndoles unos adversarios de un género nuevo.

8

Unas palabras todavía sobre la delimitación entre la esfera privada y la esfera de la autoría. Aquí

habrá siempre fronteras que se prestarán a discusión. Por este motivo los manuscritos son más

fuertes que el texto impreso. No es en los detalles donde está la exactitud. También se trata de

cuestiones de gusto. Joyce, por ejemplo, en su Ulises, considera importante anotar todas las

circunstancias del uso de un retrete.

De una serie de pasajes que aquí se publican sé bien, puesto que conozco la crítica de hoy,

que su materia dará ocasión a ataques. Esto vale en especial de las cosas horribles que menciono;

y era fácil sucumbir a la tentación de suavizar el texto mediante retoques. No lo he hecho, pues

lo que me propongo es comunicar al lector una idea del conjunto en su integridad. Hoy la única

conversación posible es la que se desarrolla entre hombres que tienen esa idea del conjunto; si tal

cosa ocurre, entonces pueden hallarse ciertamente en puntos muy alejados, sin que ello impida el

diálogo.

El modo de llevar un diario, lo que quiere decir el modo de poner orden en el aflujo de

hechos y pensamientos, forma parte del curso, de la misión que el autor se propone. Hay en eso

un consuelo solitario del que se siente necesitado. En una situación en que son los técnicos

quienes administran los Estados y los remodelan de acuerdo con sus ideas, están amenazadas de

confiscación no solo las digresiones metafísicas y las consagradas a las Musas, lo está también la

pura alegría de vivir. Quedaron atrás hace ya mucho los tiempos en que la propiedad era

considerada un latrocinio. Del lujo forma parte también el modo propio de ser, el ethos, del que

dice Heráclito que es el daimon del ser humano. La lucha por un modo propio de ser, la voluntad

de salvaguardar un modo propio de ser es uno de los grandes, de los trágicos asuntos de nuestro

tiempo.

También tocaré ese asunto, tras haber realizado muchos viajes de descubrimiento a los

campos ardientes y helados del mundo del trabajo. La distancia que hoy ha conseguido el autor

con respecto a su obra trae consigo el que pueda actuar en territorios y estratos que están muy

alejados entre sí y que a menudo son distintos como lo son el positivo y el negativo de una

fotografía. Y, sin embargo, solo ambos proporcionan la realidad. El mundo a cuyo nacimiento

estamos asistiendo no será el calco de motivos y principios plasmados de una manera unitaria —

surgirá del conflicto, como toda creación. Y una de las grandes delimitaciones es ante todo la

que se traza entre el libre albedrío y la determinación. En nuestra cabeza, en nuestro pecho es

donde están los circos en que, vestidos con los disfraces del tiempo, se enfrentan la Libertad y el

Destino.

viernes, 13 de diciembre de 2024

POR QUÉ DEBEMOS DE LEER LA MUERTE DE VIRGILIO DE HERMANN BROCH?

 


¿POR QUÉ DEBEMOS DE LEER LA MUERTE DE VIRGILIO DE HERMANN BROCH?

"La muerte de Virgilio" de Hermann Broch es una obra maestra de la literatura moderna que ofrece una experiencia de lectura profunda y enriquecedora. Aquí tienes algunas razones por las que deberías leer esta novela:

Razones para Leer "La Muerte de Virgilio"

  1. Exploración Filosófica y Existencial: La novela aborda temas profundos como la muerte, la inmortalidad, el arte y la búsqueda de sentido en la vida. A través de la figura del poeta Virgilio, Broch explora cuestiones filosóficas y existenciales que resuenan con la condición humana.

  2. Estilo Literario Único: Broch utiliza un estilo literario complejo y poético, con una prosa rica en imágenes y simbolismo. La estructura de la novela, dividida en cuatro partes que representan los elementos (agua, fuego, tierra y aire), añade una dimensión adicional a la narrativa.

  3. Contexto Histórico y Cultural: Ambientada en la Antigua Roma, la novela ofrece una visión detallada y evocadora de la época, proporcionando un contexto histórico y cultural fascinante. La figura de Virgilio, uno de los poetas más importantes de la literatura clásica, añade un valor histórico significativo.

  4. Reflexión sobre el Arte y la Creación: La novela profundiza en el proceso creativo y el papel del arte en la sociedad. A través de las reflexiones de Virgilio, Broch examina la relación entre el artista y su obra, y la responsabilidad del creador hacia su audiencia.

  5. Impacto Literario: "La muerte de Virgilio" es considerada una de las grandes novelas del siglo XX y ha influido en numerosos escritores y pensadores. Leer esta obra te permitirá apreciar su impacto en la literatura y entender por qué sigue siendo relevante hoy en día.

  6. Desafío Intelectual: La complejidad y profundidad de la novela ofrecen un desafío intelectual que puede ser muy gratificante. Es una obra que invita a la reflexión y al análisis, proporcionando una experiencia de lectura que va más allá del entretenimiento.

En resumen, "La muerte de Virgilio" es una obra que ofrece una rica experiencia literaria, filosófica y cultural. Leerla te permitirá sumergirte en una narrativa profunda y reflexiva, y apreciar la maestría de Hermann Broch como escritor.

Fuente: en colaboración. Méndez-Limbrick y Dr. E. Pugliatti.

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