Luz interna, publicada originalmente como parte —o contraparte— de El rey se
acerca a su templo (1977), es una novela que con el paso del tiempo se ha
revelado como uno de los textos más intensos de José Agustín, un escritor que se
caracteriza justamente por su intensidad narrativa. Tres personajes arquetípicos de
la juventud mexicana clasemediera —Ernesto, Raquelita y Salvador— se ven
envueltos en una confrontación vital que tiene como escenarios una lúgubre celda
del Palacio de Lecumberri, el espacio de la gran ciudad y la intimidad de dos
alcobas. Situándose al borde del desgarramiento, la autodestrucción y la oscuridad,
estos seres reviven el mítico triángulo amoroso para, finalmente, encontrar la luz en
el fondo de ellos mismos.
«Durante horas y horas permanecí allí, inmóvil en mi rincón; un
esqueleto rígido por el frío, vestido con un traje ajeno, enmohecido. Y
en frente: yo mismo. Mudo e inmóvil. Así nos miramos en los ojos,
fijamente: el uno la espantosa imagen refleja del otro».
GUSTAV MEYRINK: El Gólem.
El tigre muerde al hombre
Raquelita me platicó que Ernesto parece estar bien… Bueno si es que se puede
estar bien allí, y sí, se le ve un poco raro pero es normal, ¿no?, se te queda viendo
con unos ojos extrañísimos, como de loco, hasta da un poco de miedo; pero, pues,
al menos se ve limpio, ¿no? Digo, todos los días se baña con vapor ¿qué te
parece?, y Ernesto tiene una comisión, que es algo así como un trabajo, y parece
que hasta saca dinero, y mucho, además, porque anda con camisas nuevas, caras,
y se le ve biencomido… En la Efe sólo los lentos no engordan, dice.
… Yo escuchaba a Raquelita con mucho gusto, divertido, con atención; me
agradaba observar cómo desenvolvía sus frases y cómo ese proceso se
sincronizaba con muchos gestos expresivos, todo su rostro se iluminaba en torno a
la luz circulante de sus ojos. A través de sus gestos, verdaderos signos que iban
más allá de las palabras, tuve la imagen nítida de Ernesto caminando muy
despacio, erguido, camisa nueva, la piel reluciente, el pecho de fuera y el vientre
cuidadosamente contraído, mirando a todos por encima, ah qué chistosa es la vida,
¿verdad, Salvador?
Chistosa me parece un pobre adjetivo, Raquelita, pero a ver: qué más. ¿Cómo
qué más? ¿Te parece poco? Afuera, digo, en la calle, antes, pues, Ernesto andaba
de vago, ¿no?, y para sacar dinero tenía que vérselas muy difíciles… Pues sí,
aduje, y recité: para vivir fuera de la ley hay que ser honesto…
La frase resonó en mi interior agradablemente y me hizo sonreír por dentro,
ausente por completo de ese restorán lleno de gente amorfa —para mí—, sin más
luz que la que rebotaba de afuera. Oye Salvador, qué te pasa, te vas, ¿eh?
Regresa… Ante eso, claro, sonreía, fijos mis ojos y los canales de mi mente en el
rostro de matices inagotables que se hallaba frente a mí. Dice Ernesto que en
estos seis meses María no lo ha ido a ver ni una sola vez. Lo cual es muy
comprensible, Raquelita, dije, advirtiendo cómo no podía evitar que fluyera de mí
un aire paternalista. ¿Ah sí?, pues él está furioso, dice que cómo, que no que tan
cristiana y tan devota. De botas, corregí: y pantalón de mezclilla. ¿Otra vez?, ¿me
lo juras?, preguntó Raquelita, muy interesada, sus ojos chisporroteando; ¿ya se
soltó el chongo? Claro que sí, no iba a pasarse toda la vida de fanática, ¿no crees?
Raquelita, más que divertida, continuaba mirándome con los ojos sonrientes.
Ernesto se va a quedar pasmado, dijo, finalmente. Yo creo, y perdóname que lo
diga, que en el fondo a Ernesto no le importa, doctoré, muy enfático, y solté a reír,
pero Raquelita me vio desaprobatoriamente, porque cómo me atrevo a reír así
frente a Raquelita, niña-que-los-acompañó-pero-yo-no-¿eh?——— Su mamá tiene
que pagar para que la nena trabaje, deveras, y cuando la juvenil beldad se
encuentra con quienes ella considera Gente Trascendente se ruboriza cada cinco
minutos, su rostro es una pantalla en la que los colores suben y bajan de
intensidad, un verdadero planetario… A Raquelita le encanta oír Cosas
Tremendas, pues está ávida-de-aprender-y-de-ver-la-vida, y en todo el cuerpo de
Raquelita —digo esto porque se le nota— ocurre un hormigueo de excitación,
como en el niñito que encuentra ¡un boleto de trolebús!; a mí todo eso me parece
fenomenal —obsérvese el uso de tal adjetivo— y no me digas que no, digo, es
gruesa, terrible, la cárcel, ¿no? Digo, es una tragedia pero es fascinante se
aprenden cosas… Cada quien habla de la feria como le va en ella, Raquelita.
¿Ah sí? Pues a mí me va bien, dijo, casi retadora. Pero quién sabe cómo le
vaya a Ernesto, aduje. Pues yo creo que a Ernesto sí le importa lo que hace María,
porque la quiere, y yo sé que ella también lo quiere a él… Digo, no es que él me lo
haya dicho, pero se nota, ¿no?, desde que llegué a visitarlo… Ah, porque iba con
mi mamá, ves, pero mi mamá, bueno, pues como que no agarra la onda y estaba
en la cárcel y parecía que estaba en una sesión de canasta uruguaya… No paraba
de hablar, que la injusticia y que esto y aquello, bueno, pues no dejaba hablar al
pobre Ernesto… ¿De qué te ríes? De nada, perdón. Bueno, pues lo primero que
Ernesto me preguntó, digo, cuando pudo, fue: ¿y María?, y estaba muy sentido
pero se hacía como que no le importaba, qué tierno… También me preguntó por
ti… Raquelita me miró unos segundos, esperando una reacción, pero yo, Salvador
el Hierático, permanecí impasible, aunque satisfecho, y ella continuó: Ernesto se
sorprendió mucho porque fui a visitarlo, es que nunca fuimos muy amigos, pero él
siempre me cayó bien… Yo, la verdad, hubiera ido antes pero apenas hace poco
me dijiste que estaba preso y por eso fui hasta ahora, y se lo dije, digo, cuando nos
dejaba mi mamá…
Raquelita, repentinamente, cesó de sonreír, toda su carita amortiguó su luz;
guardó silencio. Después se puso en pie, mirándome de reojo, insegura. ¿Qué le
pasa?, pensé, pero después adiviné que me quería decir algo pero que no se
atrevía o ignoraba cómo formular sus pensamientos así es que agucé la mirada y
los oídos —el viejo zorro alerta al cruzar el río— y evité pensar por qué me agitaba
al esperar lo que Raquelita me diría: tendría que ser algo importante, al menos
para ella.
Dijo: ¿tú no piensas ir a visitar a Ernesto? Me quedé perplejo, sin saber qué
responder, eso era algo que nunca había considerado; con razón advertí cierta
turbación y un énfasis especial cuando dijo «yo, la verdad, hubiera ido antes»…
Ella agregó, con rapidez, excesiva rapidez si se me permite la precisión: pero yo
quedé en volver a visitarlo otro día de éstos… Pobrecito, y le voy a llevar un regalo,
no sé, un buen pastel, un agasajo, como dicen los presos… Algo así… Está tan
solo pobrecito, nadie lo visita… Fíjate que voy a ir mañana.
No pude evitar advertir que todo eso turbaba notablemente a la buena
Raquelita; repentinamente se había agitado, se había ruborizado con una inyección
de sangre caliente, intranquila… Y al mismo tiempo eso me entristeció y descubrí
que una ligera envidia me había penetrado y que yo hubiera querido ser el
«pobrecito», el «tan solo».
Raquelita, en pie, me miró, esperando algo. Supongo que tenía curiosidad por
ver qué decía yo, pero para entonces ya me había abstraído en pensamientos
vagos, imágenes nubladas, y como no dije nada, Raquelita aspiró aire con vigor,
¿para darse fuerza?, quizá para que su sonrisa final fuese más radiante y creíble, y
se despidió bai bai luego nos vemos bai bai cha chao.
… Se fue y yo permanecí en esa mesa insulsa con el entrecejo fruncido y la
mente cada vez más llena de confusión, apreciando objetivamente —para mi
sorpresa, pues ésas no eran mis intenciones, lo juro— las piernas y el contoneo de
Raquelita: nada mal, ¡incluso muy bien!, ¡excesivamente bien! ¡Qué melancolía al
ver ese contoneo nalguense alejándose de mí!
… Después consideré que Raquelina no se había marchado tan contenta como
quiso aparentar. Y hasta entonces supe lo que ya intuía, de repente estuve seguro
de que ella quería que yo dijera ¡mañana mismo voy a ver a Ernesto! O que, vamos
vamos, me acercara a ella y la tomara del brazo suave pero firmemente para sentir
su calor, su aire fragante, sin turbiedad (¡nada de turbiedades conmigo, esas cosas
yo no!) y sugiriera, con Mi Voz Más Tersa: ¿por qué no vamos tú y yo juntos a ver a
Ernesto?
Mas, por supuesto, no dije nada y como buen imbecilento, perdí esa
oportunidad, una verdadera oportunidad, quién sabe cuándo la volvería a ver pues
ella de plano se fue bai bai chao chao tut tut. Entonces suspiré, como ameritaba la
situación, y di un largo sorbo a mi café al preguntarme: ¿acaso es mi obligación
visitar a Ernesto en la cárcel? Si fuese prácticamente religioso aun la congregación
me habría absuelto pues ésta ordena visitar enfermos mas nada dice acerca de
visitar presos. ¿Serán los presos enfermos del alma? Seguramente,
seguramente…
Era obvio que Ernesto fue grande amigo mío, durante años fuimos camaradas,
pero después yo seguí mi camino y él se quedó estancado; eso, aunque parezca
expresar un juicio adverso a un amigo, tiene que reconocerse: en realidad Ernesto
se dedicaba a traficar y a extorsionar —me temo que ésa es la palabra— a
jovencitas adineradas, como María, para poder vivir sin trabajar… Y cuando él y yo
nos veíamos, ocasionalmente desde luego, Ernesto parecía obsesionado en que
yo fumara mariguana, pero sinceramente yo no percibía en él nada de afecto, de
calor, de comunicación, parecía momia juvenil disfrazada de gran sacerdote, con
«good vibes» sólo asociaba «Milt Jackson».
Es más, tres días antes de que lo arrestaran me pidió permiso de viajar en mi
casa y me contó su fracaso con María, y hubo instantes en los que creí que él
parecía darse cuenta y que cambiaría, pero al final se había aposentado en su
terquedad disfrazada de seguridad en sí mismo, se había hundido en sus
reflexiones circulares, textuales círculos viciosos, y terminó mirándome con
desconfianza, más bien con repulsión, pues para entonces yo era un enemigo por
el solo y simple hecho de que escuché sus confidencias… Al final quería huir de mi
presencia, y eso que yo nunca dije nada, lo escuché solamente, sin juzgarlo… Aun
después no lo juzgué, sólo traté de analizar objetivamente su situación puesto que,
en cierto sentido, me había hecho parte de ella al referirme sus andanzas por los
Hades… Entonces no pude dejar de considerar que él había optado abiertamente
por la supuesta-vida-fácil y que yo, en cambio, había elegido la vía longissima, el
camino árido y la velocidad natural; me había resignado a no tener dinero en
abundancia —las más de las veces ni siquiera el suficiente— y a malvivir con las
traducciones y las correcciones a cambio de poder entregarme a «mi vocación
artística»…
Ernesto juraba que yo vivía en la enajenación, que mi camino árido era el
verdadero círculo vicioso, argüía que yo creía tener un fin y que la verdad era que
me hallaba más confundido que nadie, que no había advertido que toda mi vida era
una ilusión —maya, le dicen los hindúes— y que él, en cambio, era humilde pues
reconoció su destino y se había conformado a él, a la «armonía con las fuerzas
cósmicas». Todo eso me hizo reflexionar mucho e incluso me hizo leer temas que
normalmente no habría conocido… Bien, eso se lo agradecía, pero por último me
aseveré que él mentía al proclamar que conocía La Verdadera Realidad, eso era
una mentira, cómo iba a saber él cuál era la verdadera realidad —para él o para mí
— si sus valores éticos habrían naufragado, si de entrada no quería comunicarse
de igual a igual sino que buscaba catequizarme, hablar, hablar, masturbarse
mentalmente, consentirse, consecuentarse…
Por eso, después, cuando supe que finalmente había caído en la cárcel —¡Dios
mío, era de esperarse!— opté por no ir a verlo… Más bien nunca lo decidí…
Simplemente deseché la idea de visitarlo porque estaba seguro de que él iba a
infligirme toda su Gran Cauda de Resentimiento, porque no creí que pudiera
cambiar, tan sólo íbamos a quedar más distanciados… Por eso nunca consideré si
debía de visitarlo o no, mi intuición —y yo creo en la objetividad de la intuición, mis
queridos conductólogos— me decía que no fuera… Entonces sentí cómo palidecía.
Mis manos empezaron a sudar y mi corazón se desquició. Hasta entonces
comprendí que Raquelita, la pobre Raquelita, quería que la acompañara a la cárcel
porque para ella era decisivo que yo fuese con ella. Iba a meterse en la boca del
peligro, por las razones incomprensibles que fuesen, y requería un apoyo… ¡Cómo
lamenté no haber comprendido todo a tiempo! ¡Qué tristeza tan grande, qué
agitación insensata me devastó! Pero ya no tenía remedio: ni sabía cómo localizar
a Raquelita y ni siquiera disponía de tiempo… Ni modo, no había duda que así
debían de ser las cosas, pues no pierdo la convicción —es lo único que me
preserva la salud mental, además— de que las cosas ocurren como ocurren
porque exactamente así es como deben de ocurrir… No hay más remedio que
ceder a los pasos incomprensibles del destino.