La presente traducción, realizada por el poeta Aldo Pellegrini, es
considerada la versión definitiva al castellano de la obra de Isidore Ducasse
(conde de Lautréamont), misterioso escritor de lengua francesa nacido en
Montevideo, cuya obra en prosa tuvo una influencia decisiva tanto para el
surgimiento del surrealismo como de toda la literatura moderna. Esta
traducción, fiel, íntegra, comentada, realizada laboriosamente sobre las
diversas y a veces divergentes ediciones originales, contribuyó a terminar con
la resistencia que provoca siempre toda obra verdaderamente revolucionaria y
deslumbrante que explica ese destino absurdamente adverso de un creador
excepcional nacido —significativa coincidencia— a orillas del Río de la Plata.
Viene también a abrir un manantial poderoso del que, directa o indirectamente,
brotaron los movimientos más avanzados de todas las artes de nuestro tiempo.
Conde de Lautréamont
Obras completas
Título original: Les Chants de Maldoror
Conde de Lautréamont, 1869
Traducción y Anotación:
Aldo Pellegrini
Epílogo: Guillermo Carnero
Editor digital: Blok
ePub base r1.2
NOTA DEL EDITOR
La totalidad de la obra
literaria de Isidore Ducasse se imprimió entre 1868 y 1870, es decir entre la
fecha del regreso de su segunda estancia en América y la de su misteriosa
muerte. Y dentro de ese mismo período fueron escritos los pocos textos no
literarios del poeta que han llegado hasta nosotros: las cartas a su frustrante
editor Lacroix y al banquero de su padre en París, M. Darasse. Durante esos dos
años, públicos respecto a la historia de la literatura, después del rescate de
los textos cuatro lustros más tarde, y secretos en cuanto a la biografía, y
que, seguramente, él consideraba el arranque de una carrera en las letras,
Ducasse vio impresa su obra casi a medida que la escribía, pero no
estrictamente publicada, puesto que no llegó a convencer a Lacroix de que
pusiera en venta la edición bruxelense de los Cantos, el primero de los cuales había impreso en París, a sus costas,
en agosto de 1868 y republicado unos meses después en Burdeos, formando parte
de una entrega poética de diversos autores titulada Parfums de l’âme. La primera edición de las Poesías es de 1870 (París, Librairie Gabrie) y la nonata de los Cantos de Maldoror de
Lacroix-Verboekhoven estaba impresa en el otoño de 1869. No es pues clara hasta
1890, fecha de la edición de León Genonceaux, en París, de los Cantos, la presencia de Lautréamont en
la literatura francesa. Esa edición y un primer estudio de Remy de Gourmont (Mercure de France, 1891) incorporó la
figura de Ducasse a la nómina de la gran poesía francesa y, por obra del
entusiasmo de los simbolistas tardíos, primero, y de los surrealistas al
comienzo de la década de los veinte (las Poesías,
fueron reeditadas por Breton en 1919 y por Philippe Soupault en 1923), a la
mitología poética universal.
Sin duda el misterio que, a
pesar del empeño de los investigadores, envuelve la biografía de Ducasse ha
sido un importante estímulo para la devoción que su obra ha despertado en
diversas generaciones literarias a lo largo del siglo XX. Se sabe que nació en
Montevideo el 4 de abril de 1846 y no faltan datos fundamentales acerca de la
identidad de sus padres y de las familias de las que procedían, pero nada se sabe
de la infancia rioplatense del poeta. El cargo relativamente importante del
padre, François, en el servicio consular y su doble fama de funcionario
eficiente y de persona cultivada, de costumbres galantes, hacen suponer cómoda
la infancia de Ducasse; el período de la historia del Uruguay en que se
desarrolla puede inclinar a imaginarla agitada. De su primera estancia en
Francia, de 1859 a 1865, no se conocen más que los escuetos datos de su
comportamiento escolar en los liceos imperiales de Tarbes y de Pau, datos poco
reveladores, con la sola excepción del testimonio de un condiscípulo de Pau,
Paul Lespès, que ya octogenario, en 1927, contó a un biógrafo de Lautréamont,
lo que recordaba, sobre todo de las tribulaciones del poeta adolescente en las
clases de retórica. Según Lespès Ducasse odiaba la composición latina, era
entusiasta de Sófocles, de Corneille y de Racine y admiraba a Poe y a Gautier.
Tomaba rigurosamente en serio la grandilocuencia de su estilo y era muy
sensible al poco aprecio que la desmesura de sus gustos y propósitos literarios
despertaba en el circunspecto profesor Hinstin. Lespès no recordaba, por lo
demás, a Ducasse como un muchacho ni extraordinario ni extravagante. Se sabe
que en 1865 Ducasse volvió al Uruguay, pero no se conoce de ese período otra
cosa que los vagos recuerdos de Prudencio Montagne, que ha descrito el lugar
donde vivía y unos paseos dominicales. A su regreso a Francia, el poeta,
seguramente, se detuvo en Burdeos donde conocía a Evariste Carrance, que fue,
como sabemos, uno de sus primeros editores (Parfums
de l’âme), y se instaló en París, a mediados de 1867, en un hotel de la
calle Notre-Dame-des-Victoires. Desde esa fecha hasta la de su muerte, cambió
por lo menos tres veces de señas que corresponden en todo caso a alojamientos
confortables y de precio más bien alto. Esto y lo que estrictamente reflejan
las cartas que la presente edición reproduce, es todo lo que se sabe del breve
período de vida, llamémosla profesional, del escritor Ducasse-Lautreamont, uno
de los fundadores de la imaginación moderna, que murió en París el 24 de
noviembre de 1870.
La presente traducción de
Aldo Pelegrini, publicada por primera vez en Buenos Aires en 1964, es la
primera versión castellana de las obras completas y la primera íntegra de los Cantos de Maldoror.
ADVERTENCIA
SOBRE LA PRESENTE TRADUCCIÓN DE LOS CANTOS DE MALDOROR
Cada canto está dividido en
estrofas que en el original no llevan numeración. Para comodidad del estudioso,
los hemos enumerado, siguiendo el ejemplo de algunas ediciones francesas, pero
no en forma corrida, como se encuentra en éstas sino recomenzando a numerar en
cada canto.
Para el texto del primer
canto hemos seguido la edición completa de Lacroix que para el autor fue la
definitiva. La edición original del primer canto, que se publicó anónima en
1868, presenta algunas diferencias con la versión definitiva que seguimos. La
diferencia más importante consiste en la eliminación del nombre de Dazet, que
figura en varias ocasiones en la primera versión. En las notas al pie de
página, hemos dado algunos ejemplos de estas diferencias. Dazet fue
condiscípulo de Ducasse en el liceo imperial de Tarbes.
LOS CANTOS DE MALDOROR
Canto Primero
1
Quiera el cielo que el
lector, animoso y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre sin
desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de
estas páginas sombrías y rebosantes de veneno; pues, a no ser que aplique a su
lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual equivalente por lo menos a
su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro impregnarán su alma,
igual que el agua impregna el azúcar. No es aconsejable para todos leer las
páginas que seguirán; solamente a algunos les será dado saborear sin riesgo
este fruto amargo. Por lo tanto, alma tímida, antes de penetrar más en
semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia
adelante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y no hacia
adelante, del mismo modo que los ojos de un niño se apartan respetuosamente de
la augusta contemplación del rostro maternal; o, mejor, como un ángulo,
extendido hasta donde alcanza la vista, de grullas friolentas y meditabundas
que durante el invierno vuelan briosamente a través del silencio, a toda vela,
hacia un punto determinado del horizonte, de donde parte repentinamente un
viento extraño y violento, precursor de la tempestad. La grulla más vieja,
convertida en avanzada solitaria, al ver esto mueve la cabeza —y a continuación
hace crujir también su pico— como una persona razonable que no se siente
satisfecha (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello
desplumado, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondas
exasperadas que presagian la tormenta cada vez más próxima. Después de arrojar,
demostrando sangre fría, repetidas miradas a todos lados, con ojos saturados de
experiencia, muy prudentemente, y la primera de todas (pues ella tiene el
privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas inferiores en
inteligencia), con su grito alertador de centinela melancólico que hace
retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura
geométrica (podría ser un triángulo, pero no se ve el tercer lado que forman en
el espacio esas curiosas aves de paso) sea a babor, sea a estribor, como una
hábil capitana; y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un
gorrión, como no es estúpida, emprende así un nuevo camino filosófico y más
seguro.
2
Lector, quizá desees que
invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de
aspirar, sumergido en infinitas voluptuosidades tanto cuanto quieras, con tus
orgullosas ventanas nasales amplias y afiladas, volviéndote de vientre al modo
de un tiburón en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia
de ese acto y la importancia no menor de tu legítimo apetito, lenta y
majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos agujeros
informes de tu asqueroso hocico, ¡oh monstruo!, se regocijarán si previamente
te ejercitas en respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita del
Eterno. Tus ventanas nasales, desmesuradamente dilatadas por el goce inefable,
por el éxtasis inmóvil, no pedirán nada mejor al espacio embalsamado como de
perfumes e incienso; pues se colmarán hasta el hartazgo de una dicha completa,
como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los cielos
deleitosos.
3
En pocas líneas dejaré
establecido que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida en los
que conoció la felicidad; ya está dicho. Luego descubrió que había nacido malo:
¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos
años; pero finalmente, a causa de esta contención opuesta a su naturaleza,
todos los días le subía la sangre a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar
más ese género de vida, se lanzó resueltamente por el camino del mal…
¡atmósfera grata! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un pequeñuelo de
cara rosada, sentía deseos de rebanarle las mejillas con una navaja, y muy a
menudo lo hubiera hecho si la Justicia, con su largo séquito de castigos, no lo
hubiera impedido en cada ocasión. No era mentiroso, confesaba la verdad y
declaraba ser cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta
pluma que tiembla! Así, pues, hay un poder más fuerte que la voluntad…
¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad?
Imposible. Imposible que el mal se conjugue con el bien. Es lo que decía más
arriba.
4
Hay quienes escriben para
lograr los aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón que la
fantasía inventa o que ellos puedan tener. Pero yo hago servir mi genio para
representar las delicias de la crueldad. Delicias ni efímeras ni artificiales,
sino que, nacidas con el hombre, terminarán cuando él termine. ¿No puede el
genio aliarse con la crueldad en los secretos designios de la Providencia?,
¿acaso el hecho de ser cruel lo priva a uno de genio? Se verá la confirmación
de ello en mis palabras; en vosotros está el escucharme, si os place… Perdón,
me pareció que se me erizaban los cabellos, pero no es nada, pues con mi mano
he vuelto a colocarlos fácilmente en su anterior posición. Aquel que canta no
pretende que sus cavatinas sean una cosa desconocida; todo lo contrario, se aprecia
de que los pensamientos altaneros y perversos de su héroe estén en todos los
hombres.
5
He visto durante toda mi
vida, sin encontrar una sola excepción, a los seres humanos de hombros
estrechos ejecutar actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes, y
pervertir a las almas por todos los medios. Justifican sus acciones con un
nombre: la gloria. Al presenciar tales espectáculos quise reír como los otros;
pero ello, imitación extraña, no fue posible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía
un filo muy agudo, y hendí mi carne en los sitios donde se unen los labios. Por
un instante creí haber logrado mi objeto. Contemplé en un espejo esa boca
lacerada por mi propia voluntad. ¡Qué equivocación! La sangre que manaba
profusamente de las dos heridas impedía, por otra parte, distinguir si
realmente se trataba de la risa de los otros. Pero al cabo de algunos instantes
de comparación, comprobé que mi risa no se parecía a la de los humanos, más
bien dicho, que yo no reía. He visto a los hombres con feas cabezas y con ojos
terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la
rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la
juventud, la furia insensata de los criminales, las traiciones del hipócrita, a
los comediantes más extraordinarios, la fortaleza de carácter de los
sacerdotes, y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos de los
mundos y del cielo; hostigar a los moralistas para que descubran su corazón, y
hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto
todos a un tiempo, unas veces el puño más robusto dirigiéndose al cielo igual
que el de un niño ya perverso contra su madre, al parecer azuzados por algún
espíritu infernal, con ojos repletos de un remordimiento lancinante y a la vez
rencoroso, guardando un silencio glacial, sin atreverse a expresar las vastas e
ingratas meditaciones que cobijan sus pechos, tan llenas están de injusticia y
de horror, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces,
en cualquier momento del día, desde que comienza la infancia hasta que acaba la
vejez, mientras derramaban increíbles anatemas, que no tenían el sentido
corriente, contra todo lo que respira, contra sí mismos y contra la
Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes
del cuerpo consagradas al pudor. Entonces los mares levantan sus aguas que
arrastran a sus abismos los maderos; los huracanes y los terremotos derriban
las casas; la peste y las enfermedades más diversas diezman a las familias
suplicantes. Pero los hombres no lo advierten. También los he visto enrojecer o
palidecer de vergüenza por su conducta en esta tierra; excepcionalmente.
Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no
acepto, mar hipócrita imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso,
habitantes de las esferas, universo entero, Dios que lo has creado con
esplendor, a ti te invoco: muéstrame un hombre bueno… Pero en ese caso, que tu
gracia decuplique mi vigor natural, pues ante el espectáculo de un monstruo
tal, puedo morir de asombro; por mucho menos se muere.
6
Hay que dejarse crecer las
uñas durante quince días. Entonces, qué grato resulta arrebatar brutalmente de
su lecho a un niño que aún no tiene vello sobre el labio superior y, con los
ojos muy abiertos, hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente,
llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el
momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero
evitando que muera, pues si muriera, no contaríamos más adelante con el aspecto
de sus miserias. Luego se le sorbe la sangre lamiendo sus heridas, y durante
ese tiempo, que debería tener la duración de la eternidad, el niño llora. No
hay nada tan agradable como su sangre, obtenida del modo que acabo de referir,
y bien caliente todavía, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre,
¿nunca has probado el sabor de tu sangre, cuando por accidente te has cortado
un dedo? Es deliciosa, ¿no es cierto?, porque no tiene ningún sabor. Además,
¿no recuerdas el día que, en medio de lúgubres reflexiones, llevabas la mano
formando una concavidad hasta tu rostro enfermizo empapado por algo que caía de
tus ojos; la cual mano se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos
sorbos, en esa copa trémula, como los dientes del alumno que mira de soslayo a
aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas? Son deliciosas, ¿no es cierto?,
porque tienen el sabor del vinagre. Se dirían las lágrimas de la que ama
apasionadamente; pero las lágrimas del niño dan más placer al paladar. El niño
no traiciona pues todavía no conoce el mal, mientras la que ama apasionadamente
acaba por traicionar, tarde o temprano… lo que adivino por analogía, aunque
ignoro qué son la amistad y el amor (y es probable que nunca los acepte, por lo
menos de parte de la raza humana). Y ya que tu sangre y tus lágrimas no te
disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre
del adolescente. Tenle vendados los ojos mientras tú desgarras su carne
palpitante; y después de haber oído por largas horas sus gritos sublimes,
similares a los estertores penetrantes que lanzan en una batalla las gargantas
de los heridos en agonía, te apartarás de pronto como un alud, y te
precipitarás desde la habitación vecina, simulando acudir en su ayuda. Le
soltarás las manos de venas y nervios hinchados, permitirás que vean nuevamente
sus ojos despavoridos, y te pondrás a lamer otra vez sus lágrimas y su sangre.
¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe en
nosotros y que sólo muy pocas veces se revela, aparece demasiado tarde. Cómo
rebosa el corazón al poder consolar al inocente a quien se ha hecho tanto daño:
«Adolescente que acabas de sufrir dolores crueles, ¿quién ha sido capaz de
cometer en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Desdichado de ti! ¡Cómo
debes sufrir! Si lo supiera tu madre, no estaría ella más cerca de la muerte,
tan detestada por los culpables, de cuanto lo estoy yo ahora. ¡Ay! ¿Qué son,
entonces el bien y el mal? ¿Son acaso la misma cosa que testimonia nuestra
furibunda impotencia y el ardiente deseo de alcanzar el infinito por
cualesquier medios, por insensatos que fueren? ¿0 bien son dos cosas distintas?
Sí… es mejor que sean la misma cosa… porque de no ser así, ¿qué me ocurrirá el
día del Juicio Final? Adolescente, perdóname; éste que se encuentra frente a tu
noble y sagrado rostro, es el mismo que acaba de quebrar tus huesos y desgarrar
esa carne que cuelga de diversos sitios de tu cuerpo. ¿Es acaso un delirio de
mi razón enferma, es acaso un instinto secreto que escapa al control de mis
razonamientos, y similar al del águila que desgarra su presa, lo que me ha
impulsado a cometer este crimen? ¡Y con todo yo he sufrido a la par de mi
víctima! Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida efímera,
quiero que estemos estrechamente abrazados para toda la eternidad, que ambos
formemos un único ser, tu boca íntimamente unida a la mía. Pero aun así mi
castigo no será completo. Tendrás, además, que desgarrarme sin detenerte nunca,
con los dientes y las uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas
perfumadas para este holocausto expiatorio; y entonces sufriremos los dos, yo
por ser desgarrado, tú por desgarrarme… con mi boca unida a la tuya. ¡Oh adolescente
de cabellos rubios, de ojos tan dulces! ¿Harás ahora lo que te pido? Quiero que
lo hagas a pesar tuyo, para que mi conciencia vuelva a ser feliz». Después de
hablar en estos términos, habrás hecho daño a un ser humano, pero al mismo
tiempo serás amado por él: es la mayor dicha que pueda concebirse. Más adelante
podrás internarlo en un hospital, porque el lisiado no podrá ganarse la vida.
Un día te llamarán magnánimo, y las coronas de laurel y las medallas de oro
esparcidas sobre el gran sepulcro ocultarán tus pies descalzos al rostro del
viejo. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la
santidad del crimen!, me consta que tu perdón fue inmenso como el universo. En
cuanto a mí, todavía existo.
7
Hice un pacto con la prostitución
para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta
peligrosa asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande
como una casa, me decía: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de
mí esta orden suprema». Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo
aspecto mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció
por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba
por caerme, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya
sabéis por qué. No roguéis por él». No muchos hombres habrían tenido el valor
que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis
pies. Yo, a ella, con semblante triste: «Puedes levantarte». Le tendí la mano
con la que el fratricida degüella a la hermana. El gusano de luz, a mí: «Toma
una piedra y mátala,». «¿Por qué?», le pregunté. Él a mí: «Ten cuidado tú, el
más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y furia en el corazón,
sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande; después de
muchos esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la altura de mi pecho;
la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima;
desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró en el suelo el grandor
de un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en
un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando, para formar un
inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie. La luz
sanguinolenta dejó de brillar. «¡Ay, ay!», exclamó la hermosa mujer desnuda,
«¿qué has hecho?». Yo a ella: «Te prefiero a él, porque tengo piedad por los
desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado». Ella, a
mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más. Déjame
partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los
monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis. Eres
bueno. Adiós, tú que has amado». Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Una vez más, adiós! ¡Te
amaré siempre!… Desde hoy abandono la virtud». He ahí por qué, ¡oh pueblos!,
cuando oís gemir el viento invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por
encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí,
o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el
que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves
gemidos del montevideano». «Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando
misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los
piojos, hagan largas plegarias».
8
Al claro de luna, cerca del
mar, en los parajes solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas
reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las
sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y
vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la
época en que me trasportaban las alas de la juventud, todo eso me hacía soñar,
me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del
follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar
los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto
furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí
para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran
en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como
los elefantes, antes de morir, lanzan en el desierto una última mirada al
cielo, alzando desesperadamente sus trompas, dejando caer las orejas inertes,
así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan
el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como un niño que grita
de hambre, sea como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una
mujer que está por parir, sea como un enfermo de peste que agoniza en un
hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime, contra las
estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur,
contra las estrellas al oeste, contra la luna, contra las montañas parecidas
desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el aire frío
que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el interior de las
narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos cuyo vuelo
sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el pico,
alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un
abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo
después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los
matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus
propios ladridos que a ellos mismos espantan, contra los sapos a los que
trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la
ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente, constituyen
otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren descubrir con
sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas
que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que, no
encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio con alas
transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se encienden en
los mástiles de navíos invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra
los grandes peces que al nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida
hundirse en las profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de
lo cual echan de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas
sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los sembradíos, las hierbas
y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran
estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos espantan a la
naturaleza toda. ¡Ay del viajero rezagado! Estos amigos de los cementerios se
echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que chorrean sangre,
porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de
acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta
perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de correr de
aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la boca, se
arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos
con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos,
me dijo mi madre: «Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en
el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles de lo que hacen: tienen
sed insaciable de infinito, como yo, como todos los otros humanos de rostro
pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes ese
espectáculo por demás sublime». Desde entonces respeto la voluntad de la
muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito Pero ¡no
puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y de mujer, según
me han dicho. Lo que me deja asombrado… creía ser más. Por otra parte, ¿qué me
importa mi origen? De haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo
de la hembra de tiburón, cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del
tigre cuya crueldad es bien conocida: quizá no sería tan malo. Vosotros que me
miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha
advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de
mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los
riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres que recorría
frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando
rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos
ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como
una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de
terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no
es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con
una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se
levanta para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor
saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se
mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo de mi amada caverna, presa
de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos
poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado
de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo,
tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al
cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre
mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a
izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no caigo muerto de golpe.
Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo
sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido opuesto, miro
súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las
densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser las
campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de aves
que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién,
entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo que
golpeara el yunque?
9
Me propongo, sin estar
emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír.
Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa
que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras
imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía
no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos,
por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su
existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo
semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que
su alma. Con todo, no soy un criminal… Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo
que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los
barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad,
con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy
arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el
corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de sedal[1]!, tú, cuya alma es
inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo,
que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen
noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles,
la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás
junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados
sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?
Viejo océano de ondas de
cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se
ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se
muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al
primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el
murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma
profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos
lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones
con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma
armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me
recuerda demasiado los ojillos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del
jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno.
Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de
creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio,
aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el
rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el
símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales,
y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se
encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en
la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se
detiene cuando pasa un entierro; por la mañana está afable y por la tarde
malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, no sería del
todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya
le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las
ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El
hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, las especies
diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada
especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una
a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una
anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de
disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres
humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus
vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño,
cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para
visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran
familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más
mediocre. Además, del espectáculo de tus Mantas fecundas se deduce la noción de
ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos
hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te
saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza
material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la
potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa.
No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que
la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro
puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para
resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos
posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias
nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de
que es corpulento. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate
tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos ésa es mi opinión. ¡Te saludo,
viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son
amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica
sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio,
se le hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un
horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su
imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para
criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los hombres,
pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los
procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa
de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han
reconocido inaccesibles. A los peces… les está permitido; no a los hombres.
Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del
océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en
la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre
los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado
todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese
difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el
océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden,
hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará
permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse en lo
que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en
contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie
dejaba de exclamar: «Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir
que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y
cualquiera puede hacer otro tanto». ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que
se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno
hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la
venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más,
embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se
renueva diariamente, no deja por eso de ser menos peligroso. ¿Quién comprenderá
por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino
también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se
sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice
hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad
confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la
psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es
extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más
que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han
encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que
ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras
ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con
gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el
cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían
la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a
envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin
ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo,
cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: «Yo soy más inteligente que el
océano». Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre
al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita
demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de
nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales
de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de
la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los
heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para
aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido, y que el
océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué
inmenso debe de ser hacia abajo en la dirección de lo desconocido! Como remate
de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de
los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin
disminuir el empuje de su vuelo: «¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo
unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más:». ¡Te saludo, viejo
océano!
Viejo océano, oh gran
célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te
enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza
que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de
tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el
soberano te ha favorecido—; tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio,
por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento
sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos
intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada
del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertirnos que todo es
sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras
otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso). El ave de
paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos
de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor
normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana
fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y
este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es
inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la
belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la
noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente…
más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga
tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz
rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el
cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone;
tú, sí.
Oh, cuando avanzas con la
cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un
séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la
conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu
pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese
sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te
contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no
poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu
superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor
contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente
a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más
grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco.
¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se
disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto?
No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime,
entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano
(solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han
conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan
tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me
alegraría saber que el infinito está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea
la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más
y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas
humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha
llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo!
Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro
destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!
10
No me verán, en mi última
hora (escribo esto en mi lecho de muerte), rodeado de curas. Quiero morir,
mecido por las olas de la mar tempestuosa, o erguido sobre la montaña… pero no
con los ojos vueltos a lo alto: sé que mi aniquilamiento será completo. Por lo
demás yo no podría esperar gracia. ¿Quién abre la puerta de mi cámara
mortuoria? Había pedido que nadie entrara. Quienquiera que seas, aléjate; pero
si crees percibir alguna señal de dolor o de miedo en mi rostro de hiena (uso
esta comparación aunque la hiena es más hermosa que yo, y más agradable a la
vista), desengáñate: que se adelante. Estamos en una noche de invierno, cuando
los elementos se entrechocan por todas partes, el hombre tiene miedo, y el
adolescente medita algún crimen contra uno de sus amigos, si se parece a mí
cuando fui joven. Que el viento, cuyos lastimeros silbidos entristecen a la
humanidad desde que viento y humanidad existen, me transporte, momentos antes
de la agonía final, sobre el armazón de sus alas a través del mundo impaciente
por mi muerte. Todavía disfrutaré en secreto de los numerosos ejemplos de la
maldad humana (a un hermano le gusta observar, sin ser visto, las hazañas de
sus hermanos). El águila, el cuervo, el inmortal pelícano, el pato salvaje, la
grulla viajera, despiertos y tiritando, me verán pasar a la claridad de los
relámpagos, espectro horrible y satisfecho. Ellos no sabrán lo que eso
significa. En la tierra, la víbora, el ojo saliente del sapo, el tigre, el
elefante; en el mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la raya informe,
el diente de la foca polar, se preguntarán qué significa esta derogación de la
ley de la naturaleza. El hombre, temblando, tocará con la frente la tierra en
medio de sus gemidos. «Sí, os supero a todos por mi crueldad innata, crueldad
que no ha dependido de mí que desapareciera. ¿Ésa es la razón por la que os
presentáis prosternados ante mi vista?, ¿o bien porque me veis recorrer
—fenómeno desconocido— como un cometa aterrador el espacio sanguinolento? (Cae
una lluvia de sangre de mi vasto cuerpo parecido a una nube negruzca que el
huracán impele hacia adelante). No temáis, niños, no quiero maldeciros. El mal
que me habéis hecho es demasiado grande, y demasiado grande el mal que os hice,
para que sea deliberado. Vosotros habéis seguido vuestro camino, y yo el mío,
ambos similares, ambos perversos. Fatalmente tuvimos que encontrarnos, dada esa
similitud de caracteres; el choque resultante nos ha sido recíprocamente
fatal». Entonces, los hombres volverán a levantar poco a poco la cabeza,
retomando valor, para ver al que así habla, estirando el cuello como el
caracol. De pronto sus rostros ardorosos, descompuestos, que muestran las más
terribles pasiones, se contraerán en muecas tales que los lobos se asustarán.
Todos se pondrán de pie a un tiempo como por un inmenso resorte. ¡Qué
imprecaciones! ¡Qué voces desgarradoras! Me han reconocido. He ahí que los
animales terrestres se unen a los hombres para hacer oír sus extraños clamores.
Nada de odio recíproco: ambos se han vuelto contra el enemigo común: yo; y se
reconcilian por un asentimiento universal. Vientos que me sostenéis, elevadme
más alto; temo la perfidia. Sí, desaparezcamos poco a poco de su vista,
testigos, una vez más, de las consecuencias de las pasiones, completamente
satisfechos… Te agradezco, ¡oh rinolofo[2]!, por haberme despertado
con el batir de tus alas, tú que ostentas sobre la nariz una cresta en forma de
herradura: me doy cuenta de que, desgraciadamente, sólo se trataba de una
enfermedad pasajera, y siento, con disgusto, que retorno a la vida. Hay quien
dice que te acercaste a mí para succionarme la poca sangre que contiene mi
cuerpo: ¡ojalá esta sospecha se hubiese convertido en realidad!