lunes, 10 de junio de 2024

Conde de Lautréamont Obras completas Título original: Les Chants de Maldoror

 


La presente traducción, realizada por el poeta Aldo Pellegrini, es considerada la versión definitiva al castellano de la obra de Isidore Ducasse (conde de Lautréamont), misterioso escritor de lengua francesa nacido en Montevideo, cuya obra en prosa tuvo una influencia decisiva tanto para el surgimiento del surrealismo como de toda la literatura moderna. Esta traducción, fiel, íntegra, comentada, realizada laboriosamente sobre las diversas y a veces divergentes ediciones originales, contribuyó a terminar con la resistencia que provoca siempre toda obra verdaderamente revolucionaria y deslumbrante que explica ese destino absurdamente adverso de un creador excepcional nacido —significativa coincidencia— a orillas del Río de la Plata. Viene también a abrir un manantial poderoso del que, directa o indirectamente, brotaron los movimientos más avanzados de todas las artes de nuestro tiempo.

 


 

 

 

Conde de Lautréamont

 

Obras completas

 

 

 

 

 

 


Título original: Les Chants de Maldoror

 

Conde de Lautréamont, 1869

 

Traducción y Anotación: Aldo Pellegrini

 

Epílogo: Guillermo Carnero

 

Editor digital: Blok

 

ePub base r1.2

 

 

 

 


 NOTA DEL EDITOR

 

 

La totalidad de la obra literaria de Isidore Ducasse se imprimió entre 1868 y 1870, es decir entre la fecha del regreso de su segunda estancia en América y la de su misteriosa muerte. Y dentro de ese mismo período fueron escritos los pocos textos no literarios del poeta que han llegado hasta nosotros: las cartas a su frustrante editor Lacroix y al banquero de su padre en París, M. Darasse. Durante esos dos años, públicos respecto a la historia de la literatura, después del rescate de los textos cuatro lustros más tarde, y secretos en cuanto a la biografía, y que, seguramente, él consideraba el arranque de una carrera en las letras, Ducasse vio impresa su obra casi a medida que la escribía, pero no estrictamente publicada, puesto que no llegó a convencer a Lacroix de que pusiera en venta la edición bruxelense de los Cantos, el primero de los cuales había impreso en París, a sus costas, en agosto de 1868 y republicado unos meses después en Burdeos, formando parte de una entrega poética de diversos autores titulada Parfums de l’âme. La primera edición de las Poesías es de 1870 (París, Librairie Gabrie) y la nonata de los Cantos de Maldoror de Lacroix-Verboekhoven estaba impresa en el otoño de 1869. No es pues clara hasta 1890, fecha de la edición de León Genonceaux, en París, de los Cantos, la presencia de Lautréamont en la literatura francesa. Esa edición y un primer estudio de Remy de Gourmont (Mercure de France, 1891) incorporó la figura de Ducasse a la nómina de la gran poesía francesa y, por obra del entusiasmo de los simbolistas tardíos, primero, y de los surrealistas al comienzo de la década de los veinte (las Poesías, fueron reeditadas por Breton en 1919 y por Philippe Soupault en 1923), a la mitología poética universal.

Sin duda el misterio que, a pesar del empeño de los investigadores, envuelve la biografía de Ducasse ha sido un importante estímulo para la devoción que su obra ha despertado en diversas generaciones literarias a lo largo del siglo XX. Se sabe que nació en Montevideo el 4 de abril de 1846 y no faltan datos fundamentales acerca de la identidad de sus padres y de las familias de las que procedían, pero nada se sabe de la infancia rioplatense del poeta. El cargo relativamente importante del padre, François, en el servicio consular y su doble fama de funcionario eficiente y de persona cultivada, de costumbres galantes, hacen suponer cómoda la infancia de Ducasse; el período de la historia del Uruguay en que se desarrolla puede inclinar a imaginarla agitada. De su primera estancia en Francia, de 1859 a 1865, no se conocen más que los escuetos datos de su comportamiento escolar en los liceos imperiales de Tarbes y de Pau, datos poco reveladores, con la sola excepción del testimonio de un condiscípulo de Pau, Paul Lespès, que ya octogenario, en 1927, contó a un biógrafo de Lautréamont, lo que recordaba, sobre todo de las tribulaciones del poeta adolescente en las clases de retórica. Según Lespès Ducasse odiaba la composición latina, era entusiasta de Sófocles, de Corneille y de Racine y admiraba a Poe y a Gautier. Tomaba rigurosamente en serio la grandilocuencia de su estilo y era muy sensible al poco aprecio que la desmesura de sus gustos y propósitos literarios despertaba en el circunspecto profesor Hinstin. Lespès no recordaba, por lo demás, a Ducasse como un muchacho ni extraordinario ni extravagante. Se sabe que en 1865 Ducasse volvió al Uruguay, pero no se conoce de ese período otra cosa que los vagos recuerdos de Prudencio Montagne, que ha descrito el lugar donde vivía y unos paseos dominicales. A su regreso a Francia, el poeta, seguramente, se detuvo en Burdeos donde conocía a Evariste Carrance, que fue, como sabemos, uno de sus primeros editores (Parfums de l’âme), y se instaló en París, a mediados de 1867, en un hotel de la calle Notre-Dame-des-Victoires. Desde esa fecha hasta la de su muerte, cambió por lo menos tres veces de señas que corresponden en todo caso a alojamientos confortables y de precio más bien alto. Esto y lo que estrictamente reflejan las cartas que la presente edición reproduce, es todo lo que se sabe del breve período de vida, llamémosla profesional, del escritor Ducasse-Lautreamont, uno de los fundadores de la imaginación moderna, que murió en París el 24 de noviembre de 1870.

La presente traducción de Aldo Pelegrini, publicada por primera vez en Buenos Aires en 1964, es la primera versión castellana de las obras completas y la primera íntegra de los Cantos de Maldoror.

 


 ADVERTENCIA

 

 

SOBRE LA PRESENTE TRADUCCIÓN DE LOS CANTOS DE MALDOROR

 

Cada canto está dividido en estrofas que en el original no llevan numeración. Para comodidad del estudioso, los hemos enumerado, siguiendo el ejemplo de algunas ediciones francesas, pero no en forma corrida, como se encuentra en éstas sino recomenzando a numerar en cada canto.

Para el texto del primer canto hemos seguido la edición completa de Lacroix que para el autor fue la definitiva. La edición original del primer canto, que se publicó anónima en 1868, presenta algunas diferencias con la versión definitiva que seguimos. La diferencia más importante consiste en la eliminación del nombre de Dazet, que figura en varias ocasiones en la primera versión. En las notas al pie de página, hemos dado algunos ejemplos de estas diferencias. Dazet fue condiscípulo de Ducasse en el liceo imperial de Tarbes.

 


 LOS CANTOS DE MALDOROR

 

 

 


 Canto Primero

 

 

 1

 

 

Quiera el cielo que el lector, animoso y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre sin desorientarse su camino abrupto y salvaje a través de las ciénagas desoladas de estas páginas sombrías y rebosantes de veneno; pues, a no ser que aplique a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual equivalente por lo menos a su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro impregnarán su alma, igual que el agua impregna el azúcar. No es aconsejable para todos leer las páginas que seguirán; solamente a algunos les será dado saborear sin riesgo este fruto amargo. Por lo tanto, alma tímida, antes de penetrar más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante. Escucha bien lo que te digo: dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, del mismo modo que los ojos de un niño se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro maternal; o, mejor, como un ángulo, extendido hasta donde alcanza la vista, de grullas friolentas y meditabundas que durante el invierno vuelan briosamente a través del silencio, a toda vela, hacia un punto determinado del horizonte, de donde parte repentinamente un viento extraño y violento, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, convertida en avanzada solitaria, al ver esto mueve la cabeza —y a continuación hace crujir también su pico— como una persona razonable que no se siente satisfecha (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desplumado, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondas exasperadas que presagian la tormenta cada vez más próxima. Después de arrojar, demostrando sangre fría, repetidas miradas a todos lados, con ojos saturados de experiencia, muy prudentemente, y la primera de todas (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas inferiores en inteligencia), con su grito alertador de centinela melancólico que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (podría ser un triángulo, pero no se ve el tercer lado que forman en el espacio esas curiosas aves de paso) sea a babor, sea a estribor, como una hábil capitana; y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, como no es estúpida, emprende así un nuevo camino filosófico y más seguro.

 2

 

 

Lector, quizá desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de aspirar, sumergido en infinitas voluptuosidades tanto cuanto quieras, con tus orgullosas ventanas nasales amplias y afiladas, volviéndote de vientre al modo de un tiburón en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menor de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos agujeros informes de tu asqueroso hocico, ¡oh monstruo!, se regocijarán si previamente te ejercitas en respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita del Eterno. Tus ventanas nasales, desmesuradamente dilatadas por el goce inefable, por el éxtasis inmóvil, no pedirán nada mejor al espacio embalsamado como de perfumes e incienso; pues se colmarán hasta el hartazgo de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los cielos deleitosos.

 

 3

 

 

En pocas líneas dejaré establecido que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida en los que conoció la felicidad; ya está dicho. Luego descubrió que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años; pero finalmente, a causa de esta contención opuesta a su naturaleza, todos los días le subía la sangre a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más ese género de vida, se lanzó resueltamente por el camino del mal… ¡atmósfera grata! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un pequeñuelo de cara rosada, sentía deseos de rebanarle las mejillas con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho si la Justicia, con su largo séquito de castigos, no lo hubiera impedido en cada ocasión. No era mentiroso, confesaba la verdad y declaraba ser cruel. Humanos, ¿lo habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Así, pues, hay un poder más fuerte que la voluntad… ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible. Imposible que el mal se conjugue con el bien. Es lo que decía más arriba.


 

 4

 

 

Hay quienes escriben para lograr los aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón que la fantasía inventa o que ellos puedan tener. Pero yo hago servir mi genio para representar las delicias de la crueldad. Delicias ni efímeras ni artificiales, sino que, nacidas con el hombre, terminarán cuando él termine. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los secretos designios de la Providencia?, ¿acaso el hecho de ser cruel lo priva a uno de genio? Se verá la confirmación de ello en mis palabras; en vosotros está el escucharme, si os place… Perdón, me pareció que se me erizaban los cabellos, pero no es nada, pues con mi mano he vuelto a colocarlos fácilmente en su anterior posición. Aquel que canta no pretende que sus cavatinas sean una cosa desconocida; todo lo contrario, se aprecia de que los pensamientos altaneros y perversos de su héroe estén en todos los hombres.

 

 5

 

 

He visto durante toda mi vida, sin encontrar una sola excepción, a los seres humanos de hombros estrechos ejecutar actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. Justifican sus acciones con un nombre: la gloria. Al presenciar tales espectáculos quise reír como los otros; pero ello, imitación extraña, no fue posible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo muy agudo, y hendí mi carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber logrado mi objeto. Contemplé en un espejo esa boca lacerada por mi propia voluntad. ¡Qué equivocación! La sangre que manaba profusamente de las dos heridas impedía, por otra parte, distinguir si realmente se trataba de la risa de los otros. Pero al cabo de algunos instantes de comparación, comprobé que mi risa no se parecía a la de los humanos, más bien dicho, que yo no reía. He visto a los hombres con feas cabezas y con ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, la furia insensata de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fortaleza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos de los mundos y del cielo; hostigar a los moralistas para que descubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto todos a un tiempo, unas veces el puño más robusto dirigiéndose al cielo igual que el de un niño ya perverso contra su madre, al parecer azuzados por algún espíritu infernal, con ojos repletos de un remordimiento lancinante y a la vez rencoroso, guardando un silencio glacial, sin atreverse a expresar las vastas e ingratas meditaciones que cobijan sus pechos, tan llenas están de injusticia y de horror, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, en cualquier momento del día, desde que comienza la infancia hasta que acaba la vejez, mientras derramaban increíbles anatemas, que no tenían el sentido corriente, contra todo lo que respira, contra sí mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces los mares levantan sus aguas que arrastran a sus abismos los maderos; los huracanes y los terremotos derriban las casas; la peste y las enfermedades más diversas diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo advierten. También los he visto enrojecer o palidecer de vergüenza por su conducta en esta tierra; excepcionalmente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no acepto, mar hipócrita imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que lo has creado con esplendor, a ti te invoco: muéstrame un hombre bueno… Pero en ese caso, que tu gracia decuplique mi vigor natural, pues ante el espectáculo de un monstruo tal, puedo morir de asombro; por mucho menos se muere.

 

 6

 

 

Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. Entonces, qué grato resulta arrebatar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene vello sobre el labio superior y, con los ojos muy abiertos, hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente, llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero evitando que muera, pues si muriera, no contaríamos más adelante con el aspecto de sus miserias. Luego se le sorbe la sangre lamiendo sus heridas, y durante ese tiempo, que debería tener la duración de la eternidad, el niño llora. No hay nada tan agradable como su sangre, obtenida del modo que acabo de referir, y bien caliente todavía, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado el sabor de tu sangre, cuando por accidente te has cortado un dedo? Es deliciosa, ¿no es cierto?, porque no tiene ningún sabor. Además, ¿no recuerdas el día que, en medio de lúgubres reflexiones, llevabas la mano formando una concavidad hasta tu rostro enfermizo empapado por algo que caía de tus ojos; la cual mano se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos sorbos, en esa copa trémula, como los dientes del alumno que mira de soslayo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas? Son deliciosas, ¿no es cierto?, porque tienen el sabor del vinagre. Se dirían las lágrimas de la que ama apasionadamente; pero las lágrimas del niño dan más placer al paladar. El niño no traiciona pues todavía no conoce el mal, mientras la que ama apasionadamente acaba por traicionar, tarde o temprano… lo que adivino por analogía, aunque ignoro qué son la amistad y el amor (y es probable que nunca los acepte, por lo menos de parte de la raza humana). Y ya que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Tenle vendados los ojos mientras tú desgarras su carne palpitante; y después de haber oído por largas horas sus gritos sublimes, similares a los estertores penetrantes que lanzan en una batalla las gargantas de los heridos en agonía, te apartarás de pronto como un alud, y te precipitarás desde la habitación vecina, simulando acudir en su ayuda. Le soltarás las manos de venas y nervios hinchados, permitirás que vean nuevamente sus ojos despavoridos, y te pondrás a lamer otra vez sus lágrimas y su sangre. ¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe en nosotros y que sólo muy pocas veces se revela, aparece demasiado tarde. Cómo rebosa el corazón al poder consolar al inocente a quien se ha hecho tanto daño: «Adolescente que acabas de sufrir dolores crueles, ¿quién ha sido capaz de cometer en ti un crimen que no sé cómo calificar? ¡Desdichado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si lo supiera tu madre, no estaría ella más cerca de la muerte, tan detestada por los culpables, de cuanto lo estoy yo ahora. ¡Ay! ¿Qué son, entonces el bien y el mal? ¿Son acaso la misma cosa que testimonia nuestra furibunda impotencia y el ardiente deseo de alcanzar el infinito por cualesquier medios, por insensatos que fueren? ¿0 bien son dos cosas distintas? Sí… es mejor que sean la misma cosa… porque de no ser así, ¿qué me ocurrirá el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname; éste que se encuentra frente a tu noble y sagrado rostro, es el mismo que acaba de quebrar tus huesos y desgarrar esa carne que cuelga de diversos sitios de tu cuerpo. ¿Es acaso un delirio de mi razón enferma, es acaso un instinto secreto que escapa al control de mis razonamientos, y similar al del águila que desgarra su presa, lo que me ha impulsado a cometer este crimen? ¡Y con todo yo he sufrido a la par de mi víctima! Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida efímera, quiero que estemos estrechamente abrazados para toda la eternidad, que ambos formemos un único ser, tu boca íntimamente unida a la mía. Pero aun así mi castigo no será completo. Tendrás, además, que desgarrarme sin detenerte nunca, con los dientes y las uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio; y entonces sufriremos los dos, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme… con mi boca unida a la tuya. ¡Oh adolescente de cabellos rubios, de ojos tan dulces! ¿Harás ahora lo que te pido? Quiero que lo hagas a pesar tuyo, para que mi conciencia vuelva a ser feliz». Después de hablar en estos términos, habrás hecho daño a un ser humano, pero al mismo tiempo serás amado por él: es la mayor dicha que pueda concebirse. Más adelante podrás internarlo en un hospital, porque el lisiado no podrá ganarse la vida. Un día te llamarán magnánimo, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre el gran sepulcro ocultarán tus pies descalzos al rostro del viejo. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen!, me consta que tu perdón fue inmenso como el universo. En cuanto a mí, todavía existo.

 

 7

 

 

Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a esta peligrosa asociación. Vi ante mí una tumba. Oí que un gusano de luz, grande como una casa, me decía: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. No proviene de mí esta orden suprema». Una inmensa luz del color de la sangre, ante cuyo aspecto mis mandíbulas castañetearon y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé contra un muro ruinoso, pues estaba por caerme, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya sabéis por qué. No roguéis por él». No muchos hombres habrían tenido el valor que yo demostré. Entre tanto, una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis pies. Yo, a ella, con semblante triste: «Puedes levantarte». Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a la hermana. El gusano de luz, a mí: «Toma una piedra y mátala,». «¿Por qué?», le pregunté. Él a mí: «Ten cuidado tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y furia en el corazón, sentí que nacía en mí un vigor desconocido. Tomé una piedra grande; después de muchos esfuerzos logré levantarla con gran trabajo hasta la altura de mi pecho; la mantuve sobre el hombro con los brazos. Escalé una montaña hasta la cima; desde allí aplasté al gusano de luz. Su cabeza penetró en el suelo el grandor de un hombre; la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas cedieron por unos instantes, remolinando, para formar un inmenso cono invertido. Luego la calma volvió a la superficie. La luz sanguinolenta dejó de brillar. «¡Ay, ay!», exclamó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?». Yo a ella: «Te prefiero a él, porque tengo piedad por los desdichados. No es culpa tuya que la justicia eterna te haya creado». Ella, a mí: «Algún día los hombres me harán justicia; no te digo nada más. Déjame partir para esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles que pululan en esos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, tú que has amado». Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Una vez más, adiós! ¡Te amaré siempre!… Desde hoy abandono la virtud». He ahí por qué, ¡oh pueblos!, cuando oís gemir el viento invernal sobre el mar y cerca de las costas, o por encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa; es sólo el suspiro agudo de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano». «Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, rebosando misericordia, hincaos de rodillas; y que los hombres, más numerosos que los piojos, hagan largas plegarias».

 

 8

 

 

Al claro de luna, cerca del mar, en los parajes solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta adherirse a la tierra. En la época en que me trasportaban las alas de la juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del follaje con lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes escuchan. Entonces los perros que se han vuelto furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes; corren de aquí para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran en todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como los elefantes, antes de morir, lanzan en el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus trompas, dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza, hinchan el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que está por parir, sea como un enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime, contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur, contra las estrellas al oeste, contra la luna, contra las montañas parecidas desde lejos a gigantes rocosos que yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que les vuelve rojo y quemante el interior de las narices, contra el silencio de la noche, contra los mochuelos cuyo vuelo sesgado les roza el hocico y que llevan una rata o una rana en el pico, alimento vivo grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al galope de su caballo después de haber cometido un crimen, contra las serpientes que al remover los matorrales les hacen estremecer la piel y rechinar los dientes, contra sus propios ladridos que a ellos mismos espantan, contra los sapos a los que trituran con un solo golpe de sus quijadas (¿por qué se habrán alejado de la ciénaga?), contra los árboles, cuyas hojas que se balancean suavemente, constituyen otros tantos misterios que ellos no comprenden pero que quieren descubrir con sus ojos fijos, inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que, no encontrando nada que comer en toda la jornada, retornan a su refugio con alas transidas, contra los riscos de la costa, contra los fuegos que se encienden en los mástiles de navíos invisibles, contra el rumor sordo de las olas, contra los grandes peces que al nadar dejan ver sus negros dorsos para en seguida hundirse en las profundidades, y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los sembradíos, las hierbas y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos espantan a la naturaleza toda. ¡Ay del viajero rezagado! Estos amigos de los cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con bocas que chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando fuera de la boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, me dijo mi madre: «Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como yo, como todos los otros humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes ese espectáculo por demás sublime». Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los perros, experimento esa necesidad de infinito Pero ¡no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Hijo soy de hombre y de mujer, según me han dicho. Lo que me deja asombrado… creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa mi origen? De haber dependido de mi voluntad, habría preferido ser hijo de la hembra de tiburón, cuyo apetito es camarada de las tempestades, y del tigre cuya crueldad es bien conocida: quizá no sería tan malo. Vosotros que me miráis, alejaos de mí porque mi aliento exhala un aire ponzoñoso. Nadie ha advertido todavía las arrugas verdes de mi frente, ni los huesos salientes de mi rostro demacrado, similares a las espinas de un pez de gran tamaño, o a los riscos que bordean el mar o a las abruptas montañas alpestres que recorría frecuentemente cuando mi cabeza ostentaba cabellos de otro color. Y cuando rondo las viviendas de los hombres, en las noches de tormenta, con ojos ardientes, con los cabellos flagelados por vientos tempestuosos, solitario como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un pedazo de terciopelo tan negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser Supremo, con una sonrisa de odio potente, ha depositado en mí. Cada mañana, cuando el sol se levanta para los otros, esparciendo por la naturaleza la alegría y el calor saludables, mientras miro fijamente el espacio inundado de tinieblas sin que se mueva uno solo de mis rasgos, acurrucado en el fondo de mi amada caverna, presa de una desesperación que me embriaga como el vino, arranco con mis manos poderosas jirones de mi pecho. Con todo, tengo la impresión de no estar atacado de rabia. Con todo, tengo la impresión de que soy el único que sufre. Con todo, tengo la impresión de que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie sobre mi jergón, con los ojos cerrados, muevo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, por largas horas; no caigo muerto de golpe. Algunos momentos, cuando ya mi cuello no puede seguir girando en el mismo sentido, y hace una pausa para volver a girar en sentido opuesto, miro súbitamente el horizonte a través de los escasos intersticios que dejan las densas malezas que obstruyen la entrada: ¡no veo nada! Nada… a no ser las campiñas que danzan arremolinadas con los árboles y las largas hileras de aves que cruzan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro… ¿Quién, entonces, me golpea la cabeza con una barra de hierro, tal como un martillo que golpeara el yunque?

 

 9

 

 

Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal… Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de sedal[1]!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?

Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojillos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mantas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos ésa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… les está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto». ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos peligroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: «Yo soy más inteligente que el océano». Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido, y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: «¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más:». ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—; tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertirnos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso). El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí.

Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infinito está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!

 

 10

 

 

No me verán, en mi última hora (escribo esto en mi lecho de muerte), rodeado de curas. Quiero morir, mecido por las olas de la mar tempestuosa, o erguido sobre la montaña… pero no con los ojos vueltos a lo alto: sé que mi aniquilamiento será completo. Por lo demás yo no podría esperar gracia. ¿Quién abre la puerta de mi cámara mortuoria? Había pedido que nadie entrara. Quienquiera que seas, aléjate; pero si crees percibir alguna señal de dolor o de miedo en mi rostro de hiena (uso esta comparación aunque la hiena es más hermosa que yo, y más agradable a la vista), desengáñate: que se adelante. Estamos en una noche de invierno, cuando los elementos se entrechocan por todas partes, el hombre tiene miedo, y el adolescente medita algún crimen contra uno de sus amigos, si se parece a mí cuando fui joven. Que el viento, cuyos lastimeros silbidos entristecen a la humanidad desde que viento y humanidad existen, me transporte, momentos antes de la agonía final, sobre el armazón de sus alas a través del mundo impaciente por mi muerte. Todavía disfrutaré en secreto de los numerosos ejemplos de la maldad humana (a un hermano le gusta observar, sin ser visto, las hazañas de sus hermanos). El águila, el cuervo, el inmortal pelícano, el pato salvaje, la grulla viajera, despiertos y tiritando, me verán pasar a la claridad de los relámpagos, espectro horrible y satisfecho. Ellos no sabrán lo que eso significa. En la tierra, la víbora, el ojo saliente del sapo, el tigre, el elefante; en el mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la raya informe, el diente de la foca polar, se preguntarán qué significa esta derogación de la ley de la naturaleza. El hombre, temblando, tocará con la frente la tierra en medio de sus gemidos. «Sí, os supero a todos por mi crueldad innata, crueldad que no ha dependido de mí que desapareciera. ¿Ésa es la razón por la que os presentáis prosternados ante mi vista?, ¿o bien porque me veis recorrer —fenómeno desconocido— como un cometa aterrador el espacio sanguinolento? (Cae una lluvia de sangre de mi vasto cuerpo parecido a una nube negruzca que el huracán impele hacia adelante). No temáis, niños, no quiero maldeciros. El mal que me habéis hecho es demasiado grande, y demasiado grande el mal que os hice, para que sea deliberado. Vosotros habéis seguido vuestro camino, y yo el mío, ambos similares, ambos perversos. Fatalmente tuvimos que encontrarnos, dada esa similitud de caracteres; el choque resultante nos ha sido recíprocamente fatal». Entonces, los hombres volverán a levantar poco a poco la cabeza, retomando valor, para ver al que así habla, estirando el cuello como el caracol. De pronto sus rostros ardorosos, descompuestos, que muestran las más terribles pasiones, se contraerán en muecas tales que los lobos se asustarán. Todos se pondrán de pie a un tiempo como por un inmenso resorte. ¡Qué imprecaciones! ¡Qué voces desgarradoras! Me han reconocido. He ahí que los animales terrestres se unen a los hombres para hacer oír sus extraños clamores. Nada de odio recíproco: ambos se han vuelto contra el enemigo común: yo; y se reconcilian por un asentimiento universal. Vientos que me sostenéis, elevadme más alto; temo la perfidia. Sí, desaparezcamos poco a poco de su vista, testigos, una vez más, de las consecuencias de las pasiones, completamente satisfechos… Te agradezco, ¡oh rinolofo[2]!, por haberme despertado con el batir de tus alas, tú que ostentas sobre la nariz una cresta en forma de herradura: me doy cuenta de que, desgraciadamente, sólo se trataba de una enfermedad pasajera, y siento, con disgusto, que retorno a la vida. Hay quien dice que te acercaste a mí para succionarme la poca sangre que contiene mi cuerpo: ¡ojalá esta sospecha se hubiese convertido en realidad!

viernes, 10 de mayo de 2024

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

 


Un cuervo llamado Bertolino

A la semana exacta de heredar el anillo con la

piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos.

No lo hacía antes por tener negocios pendientes con

Francesco Rocco, Arthur Blackwood y el Lic. Iglesias:

una serie de endosos y transacciones comerciales, traspasos

de acciones, nuevos testaferros de confianza, con

los que debíamos conversar y redactar documentos

privados para protegernos de los mismos testaferros

de nuestros negocios en la Bolsa Nacional de Valores

y en la Bolsa de Londres.

Repito, a la semana exacta, me dirigí a la Torre, sin

nadie para dar fe de donde me iba. Ese sería el mejor

o mi mejor secreto guardado: la Torre de los Cuervos.

La Torre estaba en idénticas condiciones que la

última vez: en el primer piso, unos bombillos de poca

fuerza iluminaban la Torre de Esmeril, así llamada por

mí. Cientos de escombros, cientos de máquinas de escribir

y utilería de oficina: archivadores de metal, sillas

ejecutivas, mesas para salas de reuniones, pisapapeles,

papel carbón nunca utilizado, tinteros a medio usar,

folders, clips, engrapadoras, estaban por todos lados…

Pasé bordeando un enorme escritorio hasta topar de

frente con el ascensor.

En el último piso, estaba el gran salón con la cúpula

de cristal. En un flash me pareció ver al Maestro Oficiante,

pero no; se trataba de la luz de unos bombillos

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

489

en la vía pública que proyectaban con los objetos del

salón una sombra simulando a una persona recostada

en los sillones.

El lugar me fascinó desde la primera reunión con

el Maestro Oficiante. Existían dos lugares con el mismo

efecto narcótico, un efecto que, combinado con los

opiáceos, me llenaban de una paz y una tranquilidad

sin parangón: la Torre de Francesco Rocco, poseedora

en los meses de invierno de una vista incomparable

con las puestas de sol, y la otra era mi Torre Ave Fénix.

La Torre de los Cuervos me producía un sentimiento

diferente, me producía un sentimiento de prohibición

y de egoísmo a la vez. Nadie, a excepción de

mí, gozaba de su paisaje, de los colores ámbares a la

distancia, con un sol estático a perpetuidad, un sol

inmutable. Pero en su inmutabilidad –lo sabía– se fraguaba

una especie de rotación constante y nos acompañaba

con la vulgaridad de nuestra cotidianidad y

mezquina naturaleza humana.

Me recosté en el sillón acariciando el anillo con la

piedra púrpura mirando el ocaso de un sol moribundo,

de una puesta de sol condenada a la eternidad. En

medio de esas imágenes, me dormí. Son esos segundos

que se pasa de la vigilia a un sueño profundo en una

especie de encantamiento.

Recuperé la conciencia. Observé la cúpula de cristal

donde en su exterior un enorme cuervo picoteaba

una y otra vez el vidrio, en una insistencia que me

llamó la atención.

Recordé las palabras del Maestro Oficiante respecto

de los cuervos y su comportamiento inteligente.

“¿Será que el enorme cuervo quiere entrar?”,

me dije. Me incliné del sofá y miré el gran ventanal.

Se construía en una porción de la enorme vidriera

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

490

una ventana lo suficiente grande por donde podría

pasar el ave. No estaba muy convencido de lo que haría.

Yo, don Julián Casasola Brown, abriéndole una ventana

a un pajarraco; me pareció una locura, pero lo hacía.

Caminé hasta la ventana y la abrí. Un aliento frío y

de madrugada perforó mi nariz y, sin poder tener una

reacción, el cuervo ingresó al salón posándose en un

columpio cerca del cielorraso.

—Pensé que no me iba dejar entrar, mi señor.

Escuché una voz. El pajarraco se columpiaba. Volví

a mirar en derredor. Aun con la poca luz del salón, se

percibían los objetos y la mayoría de los muebles. No, el

salón estaba vacío, al menos el único ser humano era yo.

Supuse que el cansancio y la tensión acumulada

en los últimos días me hacían ver o percibir “cosas”

y el pajarraco no estaba columpiándose cerca de una

columnata de mármol.

Y de nuevo escuché la misma voz… ¿Sucedía?

—Espero, J. C., que tengamos una buena relación

de sirviente a sire, igual a la tenida con mi anterior amo

–dijo tan claro la voz que era innegable lo escuchado.

Volví a mirar en derredor, nada salido de lo normal:

allí estaba el pajarraco en su columpio, allí estaban los

claroscuros, ¿Qué sucedía? Pensé: “La mente me hace

pasar por una pésima broma”. Escuché la voz:

—Soy yo.

—¿Soy yo? –me dije.

—Sí, soy yo… Bertolino.

—¿Y quién es Bertolino? –repuse.

—Yo. ¡Acá! –respondió la voz con cierto reproche

por no poderla ubicar en el salón.

Por un segundo dirigí la vista en donde se ubicaba

el cuervo y escuché la voz.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

491

—Sí, soy yo Bertolino, el cuervo –y, en los instantes

de escuchar la frase, el ave extendió las alas en un

intento de alzar vuelo, pero no lo hizo, las cerró y se

me quedó mirando.

»Bertolino no mueve el pico cuando habla y mi

señor escucha. Mi señor escucha en su mente, pero

soy yo, Bertolino, el nuevo sirviente. Así me llamó el

primer amo y señor.

—¿Y cuándo fue? –dije creyendo que me estaba

volviendo loco.

—Hace demasiado tiempo atrás. Cuando nació

el Horizonte de Sucesos y la Zona Fantasma. Siempre

he sido el emisario: Bertolino, el emisario. Y sí, sí, nací

cuervo, no soy el alma condenada de un hombre en un

cuervo… no, no… Bertolino ha sido cuervo desde su

nacimiento. Cuervo de plumas negras y pico gigante.

Bertolino, el cuervo.

En ese momento entendí las palabras del Maestro

Oficiante al señalarme lo inteligente que son los

cuervos.

—Bertolino de pico grande; Bertolino, sirviente del

nuevo amo, del nuevo sire –dijo el ave y con su enorme

pico golpeteaba la cadena del columpio–. Bertolino será

su emisario y los ojos de Bertolino serán sus ojos. Las

ocasiones que mi sire cierre los ojos, Bertolino mirará

por mi señor. En ocasiones, no sucede –aclaró el ave.

—Y ¿de qué me sirve mirar lo mirado por un cuervo?

–pregunté.

—Es incorrecta la pregunta hecha a Bertolino. No

es lo visto por un cuervo: es lo que desea ver mi sire.

¡Eso es diferente! –agregó.

—¡Ahhh, también sos astuto con las palabras! –repuse

mirando al ave y sus plumas de un negro azabache,

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

492

de un negro metálico, y cuando alzaba las alas los tonos

del plumaje variaban tornasolados.

—Y también juego al ajedrez. Mi antiguo amo y

señor me enseñó, mi primer sire.

[Faltan varias páginas. Otras páginas están manchadas

con tinta e ilegibles algunos pasajes].

(5)

[…]

Bertolino se hizo mi confidente, mi sombra.

Bertolino tenía razón. En ocasiones, cerraba los ojos

y me veía en el columpio, meciéndome… Ignoro cómo y

quién educó el enorme pajarraco. También ignoro para

qué fines se educó. Supuse que los maestros oficiantes

lo tenían para espiar a los cofrades, en los que no se

confiaba. Ignoro si Bertolino no mentía en lo contado.

A Bertolino sí lo utilicé para espiar, no a los cofrades;

lo utilicé para espiar un relato cruel y doloroso para mí.

En la historia por contar, Bertolino fue mi “yo” presente,

los ojos de Bertolino fueron mis ojos y también mi

relator de las últimas semanas de lo sucedido a Beatriz

Muriel Nigroponte… aunque nunca lo supiera la abogada.

Bertolino conocía todas mis flaquezas humanas,

porque hablar de virtudes sería egolatría de mi parte.

(6)

¿Que si me sirvió la ayuda de Bertolino? ¡Sí! Jamás

hubiera podido penetrar en los lugares más

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

493

insospechados sin su ayuda. Y la prueba se dio con la

abogada Beatriz Muriel Nigroponte y su lenta agonía

que por medio de los ojos de Bertolino observé. En ocasiones,

sí; en ocasiones no… La observación se dio por

razones que ni yo ni Bertolino controlábamos. Quizá

nuestro poder mental no era lo suficiente poderoso y

las imágenes telepáticas se daban fragmentadas, borrosas.

Entonces, Bertolino me propuso que vigilaría y

haría una descripción de lo visto y escuchado.

He aquí fragmentos de los episodios y diálogos

entre Bertolino y yo en el desenlace fatal y muerte de

Beatriz Muriel Nigroponte […].

(7)

Hoy al filo de la medianoche he mandado a hacer

un recorrido por la Zona Fantasma a Bertolino. Más

que recorrido por la Zona Fantasma le pedí un favor:

visitar el apartamento de Beatriz Muriel Nigroponte.

Me confesó lo siguiente: “Cerca del apartamento,

permanecía un grupo de zanates graznando una y otra

vez. El ruido alertó a la abogada. Apenas los zanates

vieron mi llegada, decidieron marcharse del lugar. La

luz del apartamento se encendió y pude observar una

tenue luz en las habitaciones contiguas a la principal.

Más tarde, abrió una de las ventanas del balcón. Miró

hacia los árboles, donde habían estado los zanates, pero

fue una mirada más de reproche que de curiosidad…”.

[…]

—Mi amo y señor está empeñado en apagar la vida

de Beatriz en una forma cruel –me advirtió Bertolino.

No le contesté.

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

494

[Falta una página].

Ayer conversé con Bertolino en la Torre de los

Cuervos. Le ordené espiar de madrugada a Beatriz,

que la vigilara. Me relató lo siguiente:

—Beatriz se recostó en un enorme sillón a leer.

—¿Qué leía Beatriz? –pregunté.

—No lo pude precisar, mi sire –contestó Bertolino–.

Me parece que es un libro antiguo, por la tapa y

contratapa.

—Ahhh, está leyendo mi libro, el libro obsequiado

–dije con un placer erótico, un placer que no deseaba

confesarme.

—¿El libro que usted le obsequió, sire? –preguntó

Bertolino con curiosidad.

—Lo sé, Bertolino, lo sé. Sí, es un libro de tapas duras

color negro. Es el libro. Es parte del juego “oscuro”

que según ella “yo le hago”.

—Ahhh, entiendo, mi sire. ¿Cómo decirlo sin sonar

a grosería? Ella sabe que usted desea… “ella deje

de ser…”.

—En términos generales, esa es la idea…

—¿Sigo contando…, sire?

—¿Bertolino, el cuervo, tiene otras cosas para contar?

–reproché a Bertolino.

—Sire, usted me ordenó: “vigilar” y yo vigilo. Pues

la joven leía un libro de tapas color negro. Era un libro

de tapas tan negras como mis plumas. Allí estaba ella,

cuan larga es la bella Beatriz, acostada en el sillón y,

de repente, abrió los ojos sobresaltada. Murmuró unas

palabras, no tenían sentido para mí, sire. Se refería a la

lectura, se refería a un poema. Se asomó por la ventana

durante largo tiempo, su rostro me pareció pálido y me

dije: “De seguro Beatriz debe estar bastante enferma”.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

495

»Yo me quedé en uno de los árboles del parque a

muchos metros debajo de su ventana… ¿Quién puede

ver en la noche a un cuervo con su plumaje más negro

que la misma noche? ¿Quién puede ver los ojos y el pico

de Bertolino más negros que los pozos de donde nació

la oscuridad? Y de vez en cuando alcé vuelo para ver

qué hacía Beatriz. ¿Qué hacía? Al promediar las 2:30

a. m., después de recorrer la habitación descalza y semidesnuda,

se recostó en el sillón y se puso a leer… Y

entonces, yo Bertolino, el cuervo, me posé en la cornisa

de su ventana por segunda vez.

[…]

Hoy he mandado a Bertolino para vigilar a mi contendora,

a la bella Beatriz Muriel Nigroponte. De regreso

a la Torre de los Cuervos, esto me relató Bertolino:

—Mi sire, no hay mucho por contar. Después de

bañarse, leer los periódicos y ver televisión por cable,

llamó por teléfono.

»A las pocas horas llegó un joven, le entregó un

paquete. Lo abrieron y era hierba; enrolaron la hierba

y empezaron a fumar. Escuché al joven que se trataba

de opio traficado en la Zona Fantasma.

»El joven marchó y Beatriz se tumbó con poca

ropa en el sofá. Permaneció por minutos sin moverse

y con los ojos cerrados.

»Dos temas más, mi sire: el joven de la visita se

llama Fernando y esto sucedió hoy.

[…]

Conversé con Bertolino en la Torre de los Cuervos.

Me preguntó si la muerte inminente de Beatriz

era por sospechas, rencor, reproche o por qué no por

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

496

un erotismo no correspondido. Le respondí que existía

de todo un poco y me quedé mirando estático el panorama

de ese sol moribundo in perpetuum… distanciado,

atemporal.

—¿Cómo? –respondió Bertolino.

—Ella sabía de nosotros. Ella conoce mis secretos.

Peligra la Cofradía, peligra lo construido por mí. Ella

investiga, ella sabe que yo sé. Ella sabe de “el juego oscuro”,

como ella le llama a nuestra relación –respondí.

Antes de marcharme de la Torre de los Cuervos, le advertí

a Bertolino que lo quería de regreso por la noche.

[…]

Bertolino llegó entrada la noche. Me comentó lo

siguiente:

—En la tarde, en medio de un fuerte aguacero,

sobrevolé el apartamento de la abogada. Unos zanates

me vieron y se alejaron de los árboles en el parque. Allí

estuve hasta que la lluvia amainó y pude sobrevolar

con tranquilidad cerca de los ventanales. Llegó una

enfermera y estuve atento en la cornisa escuchando

los consejos de la mujer. Nada especial: unas dosis de

morfina inyectadas para el dolor.

—Me produce demasiada resequedad en la boca

y sed –escuché decir a Beatriz.

—Son los efectos colaterales de la morfina, no se

puede hacer nada. Tome suficiente agua, Beatriz –contestó

la enfermera mientras le inyectaba en el brazo

una primera dosis de la droga.

La enfermera se marchó y Beatriz se hundió en el

sofá a mirar por cable una película.

—¿Alguien más la visitó? –pregunté.

EL HACEDOR DE SOMBRAS. BOLA NEGRA

497

—No, mi sire. Nadie más que la enfermera. Solo

hizo varias llamadas telefónicas y estuvo con su computadora

escribiendo e investigando en la Internet.

—¿Investigando en la Internet, Bertolino?

—Sí, eso me pareció. Eso fue después de ver televisión.

Ahhh, se me olvidaba contarle que escuché a

Beatriz (no supe con quién hablaba) que estaban investigando

el bufete Iglesias, a su amigo Arthur Blackwood

y a usted. Una investigación…, no escuché más, no sé

quién investiga.

—¿Pesquisas paralelas? –dije–. ¿Una investigación

paralela, la de alguna autoridad judicial?

—No sé, mi sire. No escuché toda la conversación,

la ventana la cerró… fraccionado… frases algunas con

sentido y otras sin sentido –respondió Bertolino.

[Texto sin concluir y con el bosquejo de un cuervo.

Se supone que el dibujo se refiere a Bertolino].

Horas más tarde

En la última conversación, Bertolino se marchó

para regresar muy de noche a la Torre de los Cuervos,

donde yo lo estaba esperando:

—Sire, recuerda la pregunta de quién estaba investigando

el bufete, de quién estaba investigando a

sus amigos. ¿Recuerda que mi sire lo preguntó? Hay

noticias: es una persona llamada el Mamulón Zúñiga,

una persona allegada a la abogada Beatriz.

—¿Seguro?

—Sí. El otro interesado es el señor Ernesto Miranda

Rojas, el agente del OIC, el jefe supremo en las

averiguaciones.

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

498

—¿Otro tema? –repuse.

—Ningún otro, mi sire.

[Texto fragmentado].

—Hoy, mi sire, la abogada Beatriz estaba ligera de

ropas, con los pies descalzos, hablando por teléfono. Se

tumbó en el sofá y, de inmediato, ella misma se inyectó

la morfina. Percibí una especie de modorra, no se movía

o no se movió del sofá por más de cuarenta minutos.

Entreabría los ojos para ver la televisión, pero la modorra

y el sueño le superaban y se dormía por lapsos.

Al final, Beatriz se quedó dormida durante varias horas

hasta que la despertó la luz del sol. Apenas clareó, la

miré abriendo las ventanas del balcón. A los minutos,

me retiré a donde estaban mis otros hermanos, acá a

la Torre de los Cuervos.

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