miércoles, 27 de diciembre de 2023

Camilo José Cela Café de artistas FRAGMENTO CAMILO JOSÉ CELA

 

Collage de escenas sobre los habituales de un café madrileño de los años cuarenta, a través de cuyas historias conocemos sus preocupaciones, el hambre, el peso de la reciente guerra civil sobre sus vidas, las costumbres…

Un joven de provincias viaja a Madrid dispuesto a triunfar, pero a su llegada entra en un café frecuentando por artistas, literatos y gente de la bohemia, donde nadie le hace caso.

Allí conoce finalmente a Rosaura, joven de la que se enamora perdidamente.

 



 Camilo José Cela

 

 Café de artistas

 La puerta giratoria da vueltas sobre su eje. La puerta giratoria, al dar vueltas sobre su eje, tiene un ruido mimoso, casi amoroso. En la puerta giratoria hay cuatro reservados, cuatro departamentos; si los poetas son flacos y espirituales, hasta pueden caber dos en cada porción. Los departamentos de la puerta giratoria tienen la forma de las porciones del queso fresco, del blando y albo queso reconstituyente, un queso para madres lactantes. La puerta giratoria tiene un cepillito a los bordes, de arriba a abajo, para que no se cuele el frío de la calle. La puerta giratoria es un bonito símil, algo así como una metáfora a la que se le puede sacar mucho partido. El Café de Artistas está lleno de bonitos símiles.

—Se han convocado unos Juegos Florales en Huesca. Flor natural y tres mil pesetas. Tema libre.

La poesía también está llena de bonitos símiles. Lo del blanco sudario de la nieve ya se lleva poco. Ahora se estila más hacer juegos de palabras y decir «víspera» y «costado». «Víspera» es muy frutal, muy frutal; es casi como «níspero». «Costado» es muy hondo y muy religioso, muy hondo y muy religioso; es casi como «jaculatoria».

Las señoras engordan, pero no importa. Las señoras escriben sus versos y sus prosas, pero tampoco importa. Se trata de un problema de glándulas de secreción interna.

Los poetas toman café con leche, que siempre alimenta. Algún poeta, de vez en cuando, pasa, y se ahorra catorce reales. Las señoras, en cambio, no pasan jamás. Las señoras son insaciables.

—Deme un café con leche.

Un joven de provincias se siente galante.

—¿Quiere usted una copita de anisete? Yo la invito, si no le parece mal.

—¡Gracias, amor!

El joven de provincias se pone colorado y, sin querer, fija la vista en la pechuga de la señora. En su provincia no pasan estas cosas. En su provincia, las señoras están gordas, sí, pero no hacen versos: hacen calceta y filtiré. En su provincia, las señoras también hieden a vaca, sí, pero no toman anisete: toman chocolate, y no siempre.

El joven de provincias se sobrepone. ¡Animo, muchacho!

—De nada, no se merecen.

La señora de la pechuga palpitante exhala un suspiro profundo.

—Brrrr…

La señora de la pechuga esplendorosa tiene propensión a la calvicie. Eso se corrige con una loción de azufre, frotando bien, todas las mañanas, al levantarse.

—Conque por Madrid, ¿eh?

—Pues, sí, ya lo ve…

—¡Vaya, vaya!

Algunos días, en lugar de decir esto, se dice esto otro: —Lo que yo le digo a usted, pero que muy en serio, es que Balzac… Bueno, ¡para qué hablar!

Entonces, el joven de provincias se pone a pensar en Balzac y lo confunde con Stendhal. «No, no; el de Madame Bovary, el de Madame Bovary».

La señora de la amplia pechuga tiene unos días mejores que otros.

—¿Qué te pasa, Rosaurita?

El joven de provincias encuentra un poco excesivo que a aquella señora, con lo grande que es, la llamen Rosaurita.

—Nada, no me pasa nada. ¡Oh, querido mío! ¡Mil gracias!

—No hay que darlas, no hay que darlas.

Con la señora de pechuga de pavo la conversación no languidece jamás.

—Se conoce que me ha caído mal el alimento, porque me está repitiendo toda la tarde.

—Eso es mismo de la digestión; toma bicarbonato.

El joven de provincias no se atreve a tutear a Rosaurita. El joven de provincias es un chico muy respetuoso con la edad.

En la mesa de al lado, unos señores regular de trajeados hablan de poesía.

—¿Me puedes dejar tres duros? Mañana te los doy.

Al señor que pide los tres duros le deben un dineral, un verdadero dineral, de premios en los Juegos Florales. El señor que pide los tres duros tiene mucho crédito.

—¿Habéis cobrado en La Coruña?

El señor que pide los tres duros pone un gesto elegiaco.

—¡La Coruña!

Rueda sobre las mesas, rebotando en el techo y escapando por la puertecilla del teléfono, un grave ángel de silencio, un ángel instantáneo.

Rosaurita baja el cocido con anisete.

—¡Está bueno!

El joven de provincias piensa: «¡Ya puede!».

Rosaurita se mete la mano por la pechuga y saca unas cuartillas, en las que apunta tres o cuatro palabras con un lápiz que le ha prestado el camarero. Después se las vuelve a guardar, arrugadas, tibias, animales.

—¿Qué va a ser?

—Solo.

En la tertulia, que es algo así como la estación del Metro de Antón Martín, se acaba de sentar un viejo temblequeante, que tiene dentadura postiza, incontinencia de orina y una hija monja en Albacete.

—Lo que le pasa a estos poetas de ahora, ya lo sé yo pero que muy bien. ¡Vaya si lo sé!

Los contertulios no le preguntan a don Mamed qué es lo que les pasa a estos poetas de ahora. ¡Qué mala uva!

La encargada del teléfono grita:

—¡Señor García Pérez!

La señora del teléfono gritando «¡Señor García Pérez!» es algo así como el contrapunto de todas las conversaciones del café.

—Pepe, te llaman.

—Voy.

Don Mamed parece un pájaro frito; dan ganas de cogerlo por las patas y comérselo, con cabeza y todo.

—Chico: ¡un blanco, para pasar mejor a don Mamed!

Don Mamed cuenta chistecitos costumbristas, chistecitos que huelen a alcanfor, a casa cerrada, a velatorio de niña que cascó en la flor de la edad, a maestro jubilado, a tocino húmedo, a pensión de dieciocho pesetas, a retrete de casino de pueblo, a pescadilla cocida, a alcoba de criada de servir, todo revuelto.

—¡Je, je! ¿Conocen ustedes el del guardia?

—Sí, sí; ése ya lo conocemos.

A don Mamed no le importa nada prodigarse.

—¡Je, je!

Don Mamed es incansable, es un pardillo muy resistente. Don Mamed rompe a contar el chiste del guardia: —¡Je, je! Un guardia le dijo a una niñera, ¡je, je! «Oiga usted, prenda, ¿qué tal la trata el señorito?». ¡Je, je! Y la niñera fué y le dijo, ¡je, je! «Oiga usted, guardia, ¿y a usted…?».

Don Mamed sigue con su bonita historia, ¡je, je! durante un largo rato. Nadie le escucha. Al joven de provincias le hubiera gustado saber en qué iba a parar aquello del guardia y la niñera.

—¿Quiere usted traer una jarra de agua fresquita?

Los poetas, cuando piden agua, dicen siempre «fresquita». Así, en diminutivo, queda más íntimo, más cariñoso, y hay más probabilidades de que, por lo menos por compasión, le hagan caso a uno.

El joven de provincias bebe agua y vuelve a mirar la pechuga de Rosaurita.

—¡Pues no es tan vieja! ¡Yo no sé esta gente!

Rosaurita, que hace ya cerca de treinta años que ha perdido el hábito de ser mirada, ni se da cuenta.

—Los papeles no le han podido llegar muy abajo —piensa el joven de provincias—; la Rosaurita está más bien cumplida.

El joven de provincias se decidió a llamarla Rosaurita, aunque no fuese más que en el pensamiento.

—Oiga usted, señora.

La señora con formas de paloma buchona, le interrumpió: —Llámeme usted Rosaura, joven; Rosaura, como me llaman todos mis amigos, todos mis buenos compañeros de letras.

—Bueno, muy agradecido. Oiga usted, Rosaura.

—Dígame, amigo mío.

El joven de provincias se cortó, igual que la mayonesa cuando la señorita se mete en la cocina.

—Pues… No sé… Se me fué el santo al cielo… No sé lo que iba a decirla… En fin, ¡ya me acordaré!

A la Rosaura le ofrecieron un «buby» y la Rosaura empezó a echar humo por la nariz; el joven de provincias hubiera jurado que incluso antes de encenderlo.

—¡Qué tía! ¡Qué ganas tenía de echarse un «pito»!

La Rosaura, fumándose su «buby», se sentía el ombligo del mundo. Lo bueno que tienen estas gordas literarias es que son fáciles de conformar; con cualquier cosa se contentan.

—Así da gusto.

—Ya, ya.

El joven de provincias había hablado consigo mismo.

 


 II

En el bar, delante de un café con leche, un editor le explica a un novelista flaquito, con cara de padecer del hígado y quién sabe también si de hemorroides.

—Mire usted, Cirilo, dejémonos de zarandajas y de modernismos. La novela, ¿me escucha usted?

Cirilo se sobresaltó por dentro y puso un gesto casi ruin de estar atendiendo mucho.

—Sí señor, sí. La novela…

El editor siguió.

—Pues eso. La novela, dejémonos de monsergas y de modernismos, debe constar de los tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales. ¿Me entiende usted?

El novelista, por poco, le responde: —Sí, señor, le entiendo la mar de bien: fe, esperanza y caridad.

Pero pudo contenerse a tiempo.

—Sí, señor. ¡Ya lo creo! ¡Los tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales! ¡Je, je!

El editor respiró hondo y continuó.

—¿Quiere usted un cafetito?

—Bueno…

—¡Oiga, un cafetito para este señor!

El editor miró para Cirilo y Cirilo se compuso unos ojitos de oveja, unos ojitos que querían significar todo su mucho agradecimiento.

—Y esos tres elementos de que le hablo, amigo mío, esos tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales, dejémonos de gaitas y de modernismos, son, ¿sabe usted cuáles son?

—Siga, siga…

—Pues son: planteamiento, nudo y desenlace. Sin planteamiento, nudo y desenlace por más vueltas que usted quiera darle, no hay novela; hay, ¿quiere usted que se lo diga?

—Sí, señor, sí.

—Pues no hay nada, para que lo sepa. Hay, ¡fraude y modernismos!

El pobre Cirilo estaba hundido, anonadado. El editor usaba unos argumentos muy sólidos.

—Y si usted quiere que le encargue una novela, ya sabe: planteamiento, nudo y desenlace. Verbigracia: una joven huérfana trabaja como una negra para poder sacar adelante a sus once hermanitos, que también son huérfanos y están algo delicados. Para darle mayores visos de realidad, podemos decir que trabaja en el Instituto Nacional de Previsión, en la sección de seguros para Madres Lactantes. Bueno. La joven, que se llama, por ejemplo, Esmeralda de Valle Florido, o Graciella de Prado-Tierno, o algún otro nombre cualquiera, el caso es que sea bello y simbólico, conoce un día, en una cafetería americana, ¡hay que ser modernos!, a un joven apuesto, de mirar profundo, que se llama, por ejemplo, Carlos o Alberto. No se le ocurra ponerle Estanislao; comprenda que no hace bien.

—Claro; sí, señor.

—Pues eso. ¡Ya casi tenemos el planteamiento! Carlos, que es muy desgraciado, corteja a Esmeralda, que tampoco es feliz, pero Esmeralda le pone una condición. «¡Carlos!» «Dime, amor». «¡Quítate del vermú!» Carlos se aparta de la bebida y la joven pareja pasa por instantes muy dichosos. ¿Eh, qué tal?

Cirilo estaba entusiasmado.

—¡Extraordinario!

El editor sonrió, satisfecho.

—Pues nada, ¡para que vea mi afán de colaboración!, si le gusta, ¡se lo regalo!

—Gracias, don Serafín, machas gracias. ¡Nunca podré agradecerle bastante todo lo que usted hace por mí!

Don Serafín se esponjó.

—¡No hay que darlas! Bueno, vayamos ahora al nudo. Esmeralda, rebosante de dicha, esperó a que su prometido cumpliera años y le regaló un parchís. Carlos, al desempaquetar el parchís, no pudo disimular un hondo gesto de contrariedad. ¿Qué sucedía? ¿Por qué no le había agradado el presente de su amada? ¿Qué misterio encerraba el parchís? ¡Ah! ¡Ahí, precisamente ahí, estaba el misterio! ¿Le gusta a usted cómo va el argumento?

—¡Un horror! Siga usted.

—Pues ya tenemos el nudo. Pasemos ahora al tercero de los elementos tradicionales, clásicos, esenciales: al desenlace. Todo gira alrededor del parchís. ¿Estaba envenenado el parchís? ¿Traía a su mente recuerdos de su mala vida pasada, que hubiera preferido alejar de sí como una horrorífica visión? ¡Ah! Lo que sucedía era que Carlos, al ver cómo Esmeralda desenvolvía el parchís, se percató de que era cierto y bien cierto lo que siempre se había temido: que ambos eran hermanos de padre. ¡Maldición! ¡Ese gesto de ir enrollando el cordelito en un dedo le descifró todo el misterio! «¡Esmeralda!» «¡Diga! Digo, ¡dí!» «¡Nuestro amor es imposible!» «¿Y eso?» «Sí, Esmeralda, ¡una misma sangre late en nuestras venas!» «¡Caray!» «Sí, Esmeralda, ¡apartémonos el uno del otro!» Esmeralda se apartó y, ¡zas!, se desmayó. Carlos, cabizbajo, se hizo benedictino. ¿Eh? ¿Qué tal?

Cirilo no pudo menos de responder: —¡Magnífico, magnífico!

El editor siguió explicando su teoría de la novela y después se marchó. El joven de provincias se acercó a Cirilo.

—¡Hola, buenas!

Cirilo, que acababa de recibir un encargo en firme, ni le miró. ¡Estaría bueno!

—¿Le molesto?

—No, no…

El joven de provincias se acercó aún más a Cirilo a ver si se le pegaba algo.

 


 III

En tres o cuatro mesas en fila, los pintores guardan silencio. El joven de provincias, que también es un poco pintor, procura meter baza; con poca suerte, esa es la verdad. El joven de provincias no sabe bien lo que es, o lo que quiere ser, o lo que va a ser. El joven de provincias se quedó huérfano de padre y madre siendo aún muy niño. Entonces, sus tías le decían:

—Oye, Julito, hay que ir pensando en tu porvenir. ¿Qué vas a ser cuando seas mayor?

Y Julito se quedaba un poco desorientado y contestaba:

—¡Pues! ¡No sé! La verdad es que no sé…

A sus tías, aquella indecisión del Julito las sacaba de quicio.

—Pues paseante en Cortes no vas a ser, descuida. Para eso hay que tener bienes de fortuna.

—Bueno, ya saldrá algo…

El Julito, cuando sus tías se fueron para el otro mundo, malvendió lo poco que le dejaron y se vino para Madrid, a conquistar la ciudad.

—Y a invitar a copitas de anisete a la Rosaura.

—Bueno, ¡eso fué una vez!

El joven de provincias, en la tertulia de los pintores, procura meter baza:

—No, por ahora no hago más que dibujos…

—Bueno.

—Ya me meteré más tarde con el color…

—Bueno.

—Lo que quiero es preparar una exposición con cuidado…

—Bueno.

El joven de provincias guardó silencio porque adivinó que, de un momento a otro, ya no le iban a decir ni «bueno».

Los pintores aplastan las colillas contra el mármol de la mesa.

—¡Qué calidades! —pensó el joven de provincias.

El joven de provincias no se llama Julito. El joven de provincias se llama Cándido, Cándido Calzado Bustos. Cándido Calzado Bustos es flaquito, feuchín, paliducho. Cándido Calzado Bustos no va bien del vientre.

—¡Cándido!

—¡Qué!

—¿Qué tal vas?

—Mal…

Cándido Calzado Bustos hace poesías y dibujos. Si le dieran un destino en algún lado, también lo cogería. Cándido Calzado Bustos hubiera querido ser un nietzscheano. Pero no pudo. Cándido Calzado Bustos era, más bien, una monja de la caridad y hacía versitos a los niños pequeños y a los perros callejeros. Los versitos le salían muy grandilocuentes, pero quedaban bastante bien, aunque, según le habían dicho, con algunas «reminiscencias».

¡Oh, tú! Perrillo incierto,

o bien corazón que pende de nube,

o álamo,

etcétera.

Los pintores entienden poco de poesía. Como compensación, los poetas no entienden una palabra de pintura. Cándido Calzado Bustos era un poco poeta y otro poco pintor, y, claro, no distinguía; era como un negado, pero un negado de buena voluntad e incluso de principios.

—Las calidades, las calidades…

—¿Eh?

—Pues eso, las calidades.

—¡Ah!

—La pintura de Asterio se caracteriza por sus finas calidades: calidad de pez, calidad de jarra, calidad de coliflor…

—¿Quién es Asterio?

—Mi maestro.

Los camareros del Café de Artistas distinguen a los pintores buenos de los pintores malos por la cara. Con los poetas les pasa lo mismo; no fallan jamás.

—¿Ése? Ése es un ganapán que deja a deber el café.

Los camareros del Café de Artistas no se equivocan nunca.

—¿Ése? Ése es un pardillo que deja a deber el café.

Los camareros del Café de Artistas tienen una gran seguridad en sí mismos.

—¿Ése? Ése es un muerto de hambre que ni deja a deber el café.

—¿Y qué hace?

—¿Ése? Ése, pues nada; aguanta. Por no pedir, no pide ni bicarbonato.

El joven de provincias pide café, lo toma y lo paga. Conviene irse haciendo un prestigio, poco a poco. Si no, no le pedirán a uno, cuando llegue el momento, colaboraciones bien retribuidas, a veinticinco duros con descuento, poesías, artículos, cuentos. Las poesías, hasta las daría gratis. Salvo los ya muy consagrados, que cobran quince y hasta veinte duros por una poesía, los demás poetas las regalan. A los poetas, a pesar de que son agarrados, no se les suelen presentar más que ocasiones de desprendimiento. Claro que los poetas tienen, por regla general, otro oficio —delineante, maestro, confidente de la Policía—; si no, no podrían vivir.

—La pintura de mi maestro se caracteriza por sus finas calidades.

—Bueno.

En el Café de Artistas se masca un aire denso y manual, un aire que parece hecho de la misma pegajosa y estirable materia de la vejiga de la orina.

—Hace calor.

—No.

Los pintores son de variadas especies: pintores altos y delgados, pintores bajos y delgados, pintores delgados y de media estatura. Los sabios deberían determinar las escuelas de los pintores por su alzada y por sus carnes. Cándido, cuando piensa en eso, sonríe por dentro. Cándido tiene las ideas a destiempo, no lo puede evitar.

—Poesía, poesía, hada de…, bueno, hada de ambiguos ropajes. ¡Qué estupidez!

—¿Qué?

—Nada, hablaba solo.

Cándido se sorprende.

—¡Caray, para una vez que me hacen caso!

Cándido Calzado Bustos no encuentra un nombre de guerra que le acabe de llenar, un nombre de guerra que suene a nombre de gran poeta, a nombre de gran pintor, y que, de paso, no hieda a seudónimo. «Cancalbús» no le sirve; como descubrimiento, es peor que «Azorín».

El joven de provincias, con las manos en el bolsillo del pantalón, mira para el techo y procura acostumbrarse a «Cancalbús». Lo malo es que, a fuerza de repetirlo, cada vez lo encuentra más sin sentido, más vacío y extraño.

—Ahí va «Cancalbús». No; dicho así, parece el nombre de un tonto de pueblo. «Cancalbús», ¿quieres un higo? «Cancalbús», pareces un estornino sarnoso, te voy a dar un bastonazo.

La barriga del joven de provincias, a través del forro del bolsillo del pantalón, está tibia y latidora, y se mueve, para arriba y para abajo, al compás de la respiración. A la Rosaurita le acontece el mismo fenómeno en la pechuga.

Al joven de provincias no le desagrada la Rosaurita.

—Rosaurita maternal. Rosaurita de quita y pon. Rosaurita, más vale tener que desear, di que sí.

Si se pudiera leer el grasiento y blando corazón de la Rosaurita como se puede leer el colgado bofe de las vacas en las sosegadas, en las remordedoras casquerías, se hubieran aclarado muchas cosas. Pero la Rosaurita llevaba el corazón tapado con esa flor de cretona que se arranca del almohadón de la sala cuando muere el dueño de la casa y se lleva para el otro mundo —infierno, gloria, purgatorio y limbo— la llave de la despensa, la llave de hierro que guarda el aceite y el pan. Y ahora, ¿qué va a ser de la viuda? Nada, fregar despachos. O bien: y ahora, ¿qué va a ser de la viuda? Nada; se pegará la flor de cretona en la pechuga para taparse el corazón. El muerto, al hoyo; y el vivo, al bollo.

—¿Con leche, como siempre?

—Sí; tráigame también un bollo.

Rosaurita, cuando puede, mira de reojo al joven de provincias.

—¡Hijo!

Al joven de provincias se le reseca la garganta.

—Sí, sí, no está tan mal, no está tan mal… ¡Si tuviera un momento de decisión! Rosaurita, escuche. Rosaurita, atiéndame. Rosaurita, acépteme como su humilde servidor. ¡Rosaurita! ¡Qué!

El joven de provincias, de golpe, vuelve a la realidad. Cuando se tranquiliza, deja a los pintores y se acerca a Rosaurita. Si tuviera valor se le declararía. Rosaurita está hermosa como nunca. Rosaurita habla con una señora de la mesa de al lado, con una señora vagamente bigotuda que tiene todo el aire de haber sido muy desgraciada, primero con su marido, que era un barbián, y después con sus hijos, que eran un hato de golfos descastados.

—Yo tengo un vecino que es propietario de un «taxi» de los nuevos, de esos que les han bajado un poquito el piso y que sobre la puerta tienen un letrero que dice «Fácil entrada», que le puede poner un parche a su faja sin cobrarle mucho; es un hombre muy considerado. A mí me puso ya tres: uno aquí, otro aquí y otro aquí. Si no hubiese tanta gente, íbamos al tocador y se los enseñaba.

El joven de provincias procuró vencerse.

—Buenas tardes, Rosaura.

—¡Hola, amor!

La Rosaurita dirigió una mirada de hondo desprecio a la señora de la faja rota y el alma llena de sinsabores.

—¡Hola, amorcito!

—Buenas tardes, ¿está usted bien?

La Rosaurita se inclinó, sumisa y grandilocuente, como una pava a la que van a hacer el amor.

—A la vista está, amigo mío.

El joven de provincias pensó en su madre, muerta en la flor de la edad. El joven de provincias, en los momentos cumbres, pensaba siempre en su madre, muerta de tifus en la flor de la edad.

Ahora podríamos divagar: las letras de los boleros pueblan de amargos posos, de deleitosos sedimentos, los híbridos corazones de los jóvenes de provincias, de los jóvenes aficionados a las bellas artes. Hay quien cultiva, como la más rara flor, el acné juvenil, y hay, en cambio, quien se muere en la noche, igual que una lombriz desmemoriada, para después presumir delante de los amigos. En el fondo, es lo mismo: a la gente no se le quitan las ganas de comer ni el afán de pasarse la vida dando consejos al prójimo.

Rosaurita guarda en su casa, en un cajón de la cómoda, una faja llena de parches y de recuerdos.

—¡Qué gracioso, aquella tarde en la plaza de toros de Colmenar Viejo!

Rosaurita guarda entre algodones, en una caja de supositorios, el albo rosario de su primera comunión.

—¡Qué emocionante, aquella mañana en las sillas de hierro del paseo de Recoletos!

Rosaurita guarda en la vesícula las arenillas que el tiempo, ese hijo pródigo, se obstinó en no filtrar.

—¡Qué chistoso, aquel día que me cogió la mano y me dijo: «Rosaurita, dame un beso en la sien»!

Rosaurita supo que le iban a hablar.

—Oiga, Rosaura…

—Tutéame, tutéame.

—Oye, Rosaura…

—Llámame más dulcemente, dime Rosaurita.

—Oye, Rosaurita…

—¿Qué?

—Nada, se me olvidó.

El Café de Artistas está poblado de palomas torcaces que vuelan y vuelan haciendo un ruido infernal.

—Ya me acuerdo. Oye, Rosaurita.

—¿Qué?

—Pues que me gustaría tener alas como las aves y como los querubines y los serafines.

—¿Para remontarte y volar?

—No; para quedarme y abanicarte…

El joven de provincias hizo un esfuerzo inaudito, un esfuerzo tremendo.

—Para abanicarte igual que un fiel esclavo chino de oblicua mirada, sumisa trenza y tez de porcelana.

Rosaurita suspiró hondamente, como si estuviera haciendo gimnasia sueca.

Uno, inspiración.

—Calzado…

Dos, expiración.

—Llámame Cándido.

Uno, inspiración.

—Perdona.

Dos, expiración.

—Estás perdonada.

Uno, inspiración.

—Cándido.

Dos, expiración.

—¿Qué?

Uno, inspiración.

—¡Eres un ser superior!

Dos, expiración.

—No, mujer.

Rosaurita, ya más en calma, pudo continuar hablando al ritmo normal de sus pulmones.

—Sí. Cándido, te lo aseguro. ¡Eres un gigante!

Cándido Calzado Bustos vió claro por primera vez desde que llegó a Madrid. Pero su visión fué como un rápido fogonazo que pronto se borró. ¡Vaya por Dios!

—Yo soy más partidario de la poesía antigua, de la poesía eterna. A mí, estas poesías que es igual empezarlas por arriba que por abajo, no me dicen nada. A veces, esa es la verdad, me he permitido alguna licencia, pero donde esté un soneto, un buen soneto…

—Claro, lo mismo digo: ¡donde esté un buen soneto! El soneto está hecho para el amor, ¿verdad, Cándido?

—Verdad, Rosaurita, ¡una gran verdad! ¡El endecasílabo, como decía don Marcelino Menéndez y Pelayo!

—Ya, ya…

Rosaurita, que no era más tonta de lo corriente, ya había notado que el joven de provincias bizqueaba un poco.

—¡Bah, hasta le hace gracia!

El joven de provincias, más que bizco, lo que se dice bizco, era autónomo, y cada ojo se le iba para un lado, a discreción, como los cuernos de los caracoles.

martes, 26 de diciembre de 2023

RAYMOND RADIGUET El diablo en el cuerpo Edición de Lourdes Carriedo Traducción de Lourdes Carriedo FRAGMENTO

 

 

 

 

 

 


 

RAYMOND RADIGUET

El diablo en el cuerpo

 

Edición de Lourdes Carriedo

 

Traducción de Lourdes Carriedo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA EDICIÓN

MÉXICO, 1991

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

Letras Universales


 

 

 

 

 

 

Diseño de cubierta: Diego Lara

Ilustración de cubierta: Dionisio Simón

 

 

 

 

Primera edición

México, 1991

 



 

 

 

 

EL DIABLO EN EL CUERPO

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

Voy a exponerme a grandes reproches. Pero, ¿qué le voy a hacer? ¿Acaso tuve yo la culpa de haber cumplido doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra?[1]. Los trastornos que me deparó aquel periodo extraordinario fueron, sin lugar a dudas, de una índole que no suele nunca experimentarse a tal edad; pero como nada es capaz de hacernos madurar a pesar de las apariencias, habría de comportarme como un niño en una aventura en la que hasta un adulto se hubiera encontrado en apuros. No soy el único. Mis compañeros guardarán de aquella época un recuerdo que no corresponde con el de sus mayores. Que aquellos que ya están en contra mía traten de imaginar lo que la guerra supuso para muchos chicos: cuatro años de grandes vacaciones.

 

 

Vivíamos en F..., a orillas del Marne[2].

Mis padres reprobaban la amistad entre chico y chica. La sensualidad, que nace con nosotros y se manifiesta todavía a ciegas, en lugar de desaparecer por ello, aumentó.

Nunca he sido un soñador. Lo que a los demás, más crédulos, parece ensoñación, a mí me parecía tan real como el queso le parece al gato, aun a través de la campana de cristal. Sin embargo, la campana existe.

Si la campana se rompe, el gato se aprovecha, incluso si los que la rompen son sus amos y se cortan las manos.

 

 

Hasta los doce años no me recuerdo en amorío alguno, excepto el de una niña llamada Carmen a la que hice llegar, por medio de un muchacho más joven que yo, una carta en la que le declaraba mi amor. Me permitía solicitarle una cita en nombre de ese amor. Mi carta le había sido entregada por la mañana, antes de que fuera a clase. Había elegido a la única niña que se me parecía porque era muy limpia y siempre iba al colegio acompañada de una hermana pequeña, igual que yo del mío. Con el fin de que aquellos dos testigos guardaran silencio, pensé en casarlos, de algún modo. Añadí, pues, a mi carta, otra para la señorita Fauyette de parte de mi hermano, que aún no sabía escribir. Expliqué a mi hermano mi proceder, y nuestra posibilidad de encontrarnos con dos hermanas de nuestra misma edad y provistas de tan excepcionales nombres de pila. Pude comprobar tristemente que no me había equivocado respecto a la buena educación de Carmen cuando volví a clase, después de haber almorzado con mis padres, que me mimaban y nunca me reñían.

Apenas mis compañeros se habían sentado en sus pupitres —mientras que yo, como primero de la clase, me hallaba en la tarima del aula, agachado para coger de un armario los libros para la lectura en voz alta—, entró el director. Los alumnos se levantaron. Llevaba una carta en la mano. Me flaquearon las piernas, se me cayeron los libros, y los fui recogiendo mientras que el director hablaba con el profesor. Los alumnos de los primeros bancos se volvían ya hacia mí, ruborizado en el fondo del aula, pues oían que se cuchicheaba mi nombre. Por fin, el director me llamó y para reprenderme con delicadeza, sin despertar, creía él, ningún recelo entre los alumnos, me felicitó por haber escrito una carta de doce líneas sin ninguna falta. Me preguntó si la había escrito yo solo, y después me pidió que le acompañase a su despacho. No llegamos hasta allí. Me reprendió en el patio, bajo el aguacero. Lo que más confundió mis principios morales fue que considerase tan grave el haber comprometido a la niña (cuyos padres le habían informado de mi declaración), como el hecho de haber sustraído una hoja de papel de cartas. Me amenazó con enviar aquella carta a mi casa. Le supliqué que no lo hiciera. Cedió, pero advirtiéndome que guardaría la carta, y que a la primera reincidencia no podría ocultar por más tiempo mi mala conducta.

Aquella mezcla de descaro y de timidez desconcertaba y engañaba a los míos, del mismo modo que en la escuela mi gran facilidad, auténtica pereza, me hacía pasar por un buen alumno.

Volví a clase. El profesor, irónico, me llamó Don Juan. Me sentí sumamente halagado, sobre todo de que aludiera a una obra que yo conocía y mis compañeros no. Su «Buenos días, Don Juan» y mi sonrisa cómplice cambiaron la opinión de la clase sobre mí. Seguramente ya se habían enterado de que había encargado a un niño de primaria que llevase una carta a una «tía», como dicen los colegiales en su rudo lenguaje. Aquel niño se llamaba Messager[3]; no lo había elegido por su nombre, pero, en cualquier caso, semejante nombre me había inspirado confianza.

A la una había suplicado al director que no dijera nada a mi padre; a las cuatro ardía en deseos de contárselo todo. Aunque nadie me obligaba a ello, haría aquella confesión en honor a la franqueza. Sabiendo que mi padre no se enfadaría, me sentía encantado de que se enterara de mi proeza.

Se lo confesé, pues, añadiendo con orgullo que el director me había prometido una total discreción (como a una persona mayor). Mi padre quería saber si no me había inventado de cabo a rabo aquella historia de amor. Fue a ver al director. Durante aquella visita habló incidentalmente de lo que él consideraba una farsa.—¿Qué?, dijo entonces el director, sorprendido y muy molesto, ¿se lo ha contado? Me había suplicado que me callara, diciéndome que usted le mataría.

Aquella mentira del director suponía una excusa, lo que aumentó mi orgullo de hombre. Me gané al mismo tiempo el aprecio de mis compañeros y los guiños del profesor. El director ocultaba su rencor. Aquel infeliz ignoraba lo que yo ya sabía: mi padre, molesto con su conducta, había decidido dejarme terminar el año escolar y sacarme del colegio. Estábamos entonces a comienzos de junio. Mi madre, que no quería que aquello influyera sobre mis premios, sobre mis coronas, esperaba el reparto para dar la noticia. Llegado el día, y gracias a una injusticia del director, que temía confusamente las consecuencias de su mentira, fui el único de la clase que recibió la corona de oro y, por lo tanto, también el premio extraordinario. Cálculo desafortunado: el colegio perdió a sus dos mejores alumnos, pues el padre del premio extraordinario sacó a su hijo.

Alumnos como nosotros servíamos de reclamo para atraer a otros.

 

 

Mi madre me consideraba demasiado joven todavía para ir al Henri IV[4]. En su interior, ello significaba tomar el tren. Me quedé dos años en casa trabajando solo.

Me prometía alegrías sin límite, porque, al conseguir hacer en cuatro horas el trabajo que mis antiguos condiscípulos no hubieran realizado en dos días, me quedaba libre más de la mitad del día. Paseaba solo a orillas del Marne, río que era ya tan nuestro que mis hermanas decían, refiriéndose al Sena, «un Marne». Llegaba incluso a subir a la barca de mi padre, a pesar de su prohibición; pero no me atrevía a remar, sin querer confesarme que mi temor no era a desobedecerle, sino miedo, a secas. Leía, tumbado en la barca. Entre 1913 y 1914 desfilaron por allí doscientos libros. Y no eran de los que se consideraban malos libros, más bien al contrario, de los mejores, cuando no por el pensamiento, sí al menos por el mérito. Por eso, mucho más tarde, a la edad en que la adolescencia suele despreciar los libros de la Biblioteca rosa[5], tomé gusto a su encanto infantil, mientras que en aquella época no los hubiera querido leer por nada en el mundo.

El inconveniente de aquellos recreos alternados con el trabajo era que todo el año se transformaba para mí en unas falsas vacaciones. Así, mi trabajo diario era cuestión de poca cosa, pero como, aun trabajando menos tiempo que los demás, lo seguía haciendo durante las vacaciones, aquella poca cosa era como un corcho atado a la cola de un gato durante toda la vida, cuando sin duda sería preferible arrastrar una sartén durante un mes.

 

 

Las verdaderas vacaciones se acercaban, pero yo me ocupaba bien poco de ellas, puesto que para mí continuaba el mismo régimen. El gato seguía mirando el queso bajo la campana. Pero llegó la guerra. Y la campana se rompió. Los amos tuvieron otros gatos para fustigar, y el gato se alegró de ello. A decir verdad, todo el mundo estaba contento en Francia. Los niños, con sus libros de premios bajo el brazo, se apiñaban ante los carteles. Los malos estudiantes se aprovechaban del desconcierto familiar.

Todos los días íbamos, después de comer, a la estación de J..., a dos kilómetros de casa, para ver pasar los trenes militares. Nos llevábamos campánulas y se las echábamos a los soldados. Señoras en bata servían vino tinto en las cantimploras y derramaban litros y litros sobre el andén tapizado de flores. Todo aquello me deja un recuerdo de fuego de artificio. Nunca hubo tanto vino desperdiciado, tantas flores muertas. Tuvimos que engalanar las ventanas de casa.

Pronto dejamos de ir a J... Mis hermanos y mis hermanas comenzaban a hartarse de la guerra, les parecía demasiado larga. Les estropeaba la playa. Acostumbrados a levantarse tarde, ahora tenían que ir a comprar el periódico a las seis de la mañana. ¡Vaya distracción! Pero hacia el veinte de agosto, esos jóvenes monstruos recobran la esperanza. En vez de irse, se quedan a la mesa, donde se entretienen las personas mayores, para oír a mi padre. Sin duda no habría ya medios de transporte. Tendríamos que ir en bicicleta hasta muy lejos. Mis hermanos gastan bromas a mi hermana pequeña. Las ruedas de su bicicleta apenas miden cuarenta centímetros de diámetro: «Te dejaremos sola en la carretera.» Mi hermana solloza. ¡Pero con qué entusiasmo se saca brillo a las bicicletas! Ni rastro de pereza. Me proponen reparar la mía. Se levantan de madrugada para enterarse de las noticias. Mientras todos se asombran, descubro por fin el móvil de semejante patriotismo: ¡un viaje en bicicleta!, ¡hasta el mar!, un mar más lejano, más bello que de costumbre. Hubieran quemado París con tal de salir antes. Lo que aterrorizaba a Europa se había convertido para ellos en la única esperanza.

¿Acaso el egoísmo de los niños es tan diferente del nuestro? Durante el verano, en el campo, maldecimos la lluvia, mientras que los labradores la reclaman.

 


 

 

 

 

 

 

 

No es usual que un cataclismo se produzca sin fenómenos que lo anuncien. El atentado austriaco[6], el escándalo del proceso Caillaux[7], propagaban una atmósfera irrespirable, propicia a la extravagancia. Así pues, mi verdadero recuerdo de guerra precede a la guerra. Esto es lo que ocurrió:

Mis hermanos y yo solíamos burlarnos de uno de nuestros vecinos, un tipo grotesco, enano de perilla blanca tocado con capucha, concejal de Ayuntamiento, que se llamaba Maréchaud. Todo el mundo le llamaba el tío Maréchaud. Aunque éramos vecinos, no le saludábamos, cosa que le daba tanta rabia, que un día, no aguantando más, nos abordó en la calle y nos dijo: «¿Conque no se saluda a un concejal, eh?» Nos largamos de allí a toda prisa. A partir de aquella impertinencia, las hostilidades fueron manifiestas. Pero, ¿qué podía hacer contra nosotros un concejal? Al ir y al volver del colegio, mis hermanos llamaban a su timbre, con tanta más audacia cuanto que el perro, que podía tener mi edad, no era de temer.

La víspera del 14 de julio de 1914[8], cuando salía yo al encuentro de mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver un grupo de gente delante de la verja de los Maréchaud. Unos cuantos tilos podados dejaban ver su villa al fondo del jardín. Desde las dos de la tarde, su joven criada, que se había vuelto loca, se había subido al tejado y se negaba a bajar. Los Maréchaud, horrorizados por el escándalo, habían cerrado los postigos, de manera que el trágico efecto de ver a aquella loca sobre el tejado aumentaba, al parecer que la casa estaba abandonada. Algunas personas gritaban, indignadas de que los señores no hicieran nada para salvar a esa desgraciada. Ella titubeaba sobre las tejas, sin llegar a dar la impresión de estar borracha. Me hubiera gustado quedarme allí para siempre, pero nuestra criada, enviada por mi madre, vino a devolvernos a nuestros deberes. Si no, me quedaría sin fiesta. Me fui de allí con el alma en los pies, rogando a Dios que la criada siguiese todavía sobre el tejado cuando fuera a buscar a mi padre a la estación.

Y seguía en su puesto, pero los escasos transeúntes que volvían de París se apresuraban para llegar pronto a cenar y no perderse el baile. No le concedían más que un minuto de indiferencia. Tan sólo le dirigían una mirada distraída.

Por lo demás, para la criada sólo se trataba hasta entonces de un ensayo más o menos público. Debía debutar por la noche, según la costumbre, con los surtidores luminosos a modo de verdaderas candilejas. Estaban encendidos tanto los surtidores de la avenida como los del jardín, pues los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido, como notables que eran, a dejarlo a oscuras. A lo fantástico de aquella casa del crimen, sobre cuyo tejado se paseaba, como sobre el puente de un navío empavesado, una mujer de cabellos ondulantes, contribuía mucho la voz de esa mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la carne de gallina.

Como los bomberos de un pequeño municipio son «voluntarios», durante todo el día se ocupan de lo que no son bombas de incendio. Se trata del lechero, del pastelero, del cerrajero, quienes, una vez terminado su trabajo, irán a apagar el fuego, si es que no se ha extinguido por sí solo. Desde la movilización, nuestros bomberos habían formado, además, una especie de milicia misteriosa que hacía patrullas, maniobras y rondas nocturnas. Por fin llegaron esos valientes, abriéndose paso entre la multitud.

Una mujer se acercó a ellos. Era la esposa de un concejal, adversario de Maréchaud, y que, desde hacía algunos minutos, se compadecía ruidosamente de la loca. Dio algunos consejos al capitán: «Trate de cogerla con dulzura; está tan privada de ella, la pobre, en esta casa donde se la maltrata. Y sobre todo, si lo que le hace obrar así es el miedo a ser despedida, de encontrarse sin trabajo, díganle que la emplearé en mi casa. Que le doblaré el sueldo.»

Esa caridad tan ruidosa produjo escaso efecto en la multitud. Aquella señora les molestaba. Tan sólo se pensaba en la captura. Los bomberos, seis en total, escalaron la verja y rodearon la casa, trepando por todos sitios. Pero apenas uno de ellos apareció sobre el tejado, la multitud, como los niños en el guiñol, se puso a vociferar para prevenir a la víctima.

—¡Callaos! —gritaba la señora, lo cual excitaba aún más los «¡ahí va uno!» del público. Ante los gritos, la loca, armándose de tejas, lanzó una sobre el casco del bombero que había llegado a la techumbre. Los otros cinco bajaron rápidamente.

Mientras que, en la plaza del Ayuntamiento, los propietarios de los tiros al blanco, de los tiovivos, de las barracas, se lamentaban de ver tan poca clientela, en una noche en la que los ingresos debían ser fructíferos, los golfos más atrevidos escalaban los muros y se aglomeraban en el césped para presenciar la caza. La loca decía cosas que he olvidado, con esa profunda melancolía resignada que confiere a la voz ese convencimiento de que se tiene razón, de que todo el mundo está equivocado. Los golfos, que preferían ese espectáculo a la feria, querían, sin embargo, compaginar las diversiones. Por eso, temerosos de que apresaran a la loca en su ausencia, corrían a dar rápidamente una vuelta en los caballitos. Otros, más sensatos, instalados en las ramas de los tilos como para la parada de Vincennes, se contentaban con quemar luces de Bengala y cohetes.

Puede imaginarse la angustia del matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrado en medio del ruido y de los resplandores.

El concejal marido de la señora caritativa improvisaba, subido al pequeño muro de la verja, un discurso sobre la cobardía de los propietarios. Se le aplaudió.

Creyendo que era a ella a quien aplaudían, la loca saludaba con un montón de tejas en cada brazo, arrojando una cada vez que brillaba un casco. Agradecía, con su voz inhumana, que al fin se la hubiese comprendido. Tuve la imagen de una mujer, capitán pirata, que permanece sola en su barco a medio hundir.

La multitud se dispersaba ya, un poco cansada. Yo había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para satisfacer esa necesidad de mareo que tienen los niños, llevaba a los suyos de los tiovivos a las montañas rusas. En realidad, yo sentía esa extraña necesidad más vivamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera rápida e irregularmente. Aquel espectáculo, de una profunda poesía, me satisfacía más. «Qué pálido estás», había dicho mi madre. Encontré el pretexto de las luces de Bengala. Me daban, dije, un color verde.

—De todos modos, temo que esto le impresione demasiado —le dijo a mi padre.

—¡Oh! —respondió él—, no conozco a nadie más insensible. Puede contemplar lo que sea, salvo ver desollar a un conejo.

Mi padre decía eso para que me quedara. Pero sabía que el espectáculo me trastornaba. Yo notaba que también le afectaba a él. Le pedí que me subiera en sus hombros para ver mejor. En realidad, iba a desvanecerme, mis piernas ya no me sostenían.

Ahora ya no quedaban más de veinte personas. Oímos las cornetas. Anunciaban el desfile de las antorchas.

Cien antorchas alumbraban de repente a la loca, como cuando, tras la delicada luz de las candilejas, el magnesio estalla para fotografiar a una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos en señal de despedida y creyendo que era el fin del mundo, o, simplemente, que la iban a coger, se arrojó del tejado, rompió la marquesina en su caída, con un estrépito espantoso, para venir a aplastarse contra los escalones de piedra. Hasta entonces había tratado de soportarlo todo aunque me zumbaran los oídos y el corazón me fallara. Pero cuando oí que algunos gritaban: «Todavía vive», me caí de los hombros de mi padre, sin conocimiento.

Cuando volví en mí, me llevó a la orilla del Marne. Nos quedamos allí hasta muy tarde, en silencio, tendidos sobre la hierba.

A la vuelta, me pareció ver detrás de la verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la criada! Era el tío Maréchaud con el gorro de dormir contemplando los desperfectos, su marquesina, sus tejas, su césped, sus macizos, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.

Si insisto sobre un episodio semejante es porque hace comprender mejor qué cualquier otro el extraño periodo de la guerra, y cómo me impresionaba, más que lo pintoresco, la poesía de las cosas.


 

 

 

 

 

 

 

Oímos el cañonazo. Se combatía cerca de Meaux[9]. Se decía que habían capturado a unos ulanos[10] cerca de Lagny[11], a quince kilómetros de casa. Mientras mi tía hablaba de una amiga, que había huido desde los primeros días de la guerra después de haber enterrado en su jardín relojes de péndulo y latas de sardinas, pregunté a mi padre qué medio había para trasladar nuestros viejos libros; era lo que más me costaría perder.

Finalmente, en el momento en que nos disponíamos a la huida, los periódicos nos convencieron de que era inútil[12].

Mis hermanas iban ahora a J... a llevar cestos de peras a los heridos. Habían descubierto una compensación, mediocre, a decir verdad, a todos sus hermosos proyectos truncados. Cuando llegaban a J..., ¡los cestos estaban casi vacíos!

Me correspondía entrar en el liceo Henri IV; pero mi padre prefirió retenerme un año más en el campo. Durante aquel triste invierno mi única distracción era la de ir corriendo a casa de nuestro vendedor de periódicos, para estar seguro de conseguir un ejemplar del Mot[13], un periódico que me gustaba y que aparecía los sábados. Esos días nunca me levantaba tarde.

Pero llegó la primavera, amenizada por mis primeras locuras. Bajo el pretexto de ir a postular, aquella primavera salí muy a menudo a pasear, endomingado y con una jovencita a mi derecha. Yo llevaba el cepillo. Ella la bandeja con las insignias. Desde la segunda cuestación, unos compañeros me enseñaron a aprovechar bien aquellos días de libertad en los que se me arrojaba en brazos de alguna niña. A partir de entonces, nos apresurábamos a recaudar el mayor dinero posible por la mañana, entregábamos a mediodía nuestra colecta a la dama patrocinadora y nos íbamos el resto del día a golfear por las praderas de Chennevières. Por primera vez tuve un amigo. Me gustaba ir a postular con su hermana. Por vez primera me entendía con un muchacho tan precoz como yo, e incluso admiraba su belleza, su desvergüenza. Nuestro común desprecio por los de nuestra edad nos unía aún más. Nos considerábamos los únicos capaces de comprender las cosas y, además, nos creíamos los únicos dignos de mujeres. Nos creíamos hombres. Por fortuna no íbamos a estar separados. René iba ya al liceo Henri IV, y yo estaría en su clase, en cuarto. Él no tenía que estudiar griego; pero hizo por mí el gran sacrificio de convencer a sus padres para que le dejaran estudiarlo. Así, estaríamos siempre juntos. Como no había hecho el primer curso, aquello le obligaba a recibir clases particulares. Los padres de René no comprendieron nada, pues el año anterior tan sólo por las súplicas de éste habían consentido en que no estudiase griego. Vieron en ello el efecto de mi buena influencia, y, si bien soportaban a sus otros compañeros, yo era, sin duda, el único amigo que contaba con su aprobación.

Por primera vez, aquel año no me resultó aburrido ningún día de vacaciones. Me di cuenta, por tanto, de que nadie escapa a su edad, y de que mi peligroso desprecio se había fundido como el hielo desde que alguien se había ocupado de mí de la forma en que a mí me convenía. Nuestros progresos comunes acortaron a la mitad el camino que nuestro mutuo orgullo había de recorrer.

El primer día de clase, René fue para mí un guía inestimable.

Con él todo se me hacía agradable, y yo, que no podía dar un paso solo, gustaba de hacer ahora a pie, dos veces al día, el trayecto que separa el Henri IV de la estación de la Bastilla, donde tomábamos el tren.

Así transcurrieron tres años, sin más amistad y sin más esperanza que las diabluras de los jueves[14] —con las niñas que los padres de mi amigo nos proporcionaban inocentemente, invitando al mismo tiempo a merendar a los amigos de su hijo y a las amigas de su hija—, pequeños favores que nosotros obteníamos y ellas obtenían de nosotros, bajo el pretexto de jugar a las prendas.



[1] Alemania declara la guerra a Francia el 3 de agosto de 1914. Comienza la Primera Guerra Mundial.

[2] A orillas del Marne, afluente del Sena, se sitúan muchas de las ciudades mencionadas en la novela: Ormesson, La Varenne, Sucy, etc., al nordeste de París.

[3] Massager significa en francés enviado, mensajero.

[4] Conocido instituto de enseñanza media en París.

[5] Colección de novelas de aventuras muy popular en Francia.

[6] Alusión a un acontecimiento histórico concreto; el atentado austriaco hace referencia al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1915, uno de los acontecimientos decisivos para el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.

[7] Joseph Caillaux, ministro de Finanzas, hubo de dimitir de su cargo a principios de 1914, tras el asesinato por parte de su esposa del director de Le Fígaro, Gastón Calmette, quien estaba llevando a cabo una tenaz campaña de desprestigio contra ellos. El juicio y la posterior absolución de su esposa fueron muy sonados en la Francia de la época. Posteriormente, durante la guerra, Caillaux fue acusado de colaboracionismo.

[8] El 14 de julio se conmemora la toma de la bastilla en 1789, que supuso la primera intervención directa de las masas populares en el curso de la Revolución francesa. Es el día de la fiesta nacional en Francia.

[9] Meaux: en la ribera del Marne, ciudad próxima a París.

[10] Ulanos: soldados que sirvieron como mercenarios en Polonia, Prusia, Austria y Francia hasta 1918. En algunos ejércitos europeos se da tal nombre a los regimientos de lanceros a caballo.

[11] Ciudad a orillas del Marne, entre Meaux y París.

[12] En septiembre de 1914 se logra detener el avance del ejército alemán en la batalla del Marne. Gracias a la ofensiva francesa dirigida por el general Joffre, fracasa el plan estratégico alemán, que pretendía anular a Francia con la mayor rapidez.

[13] Le Mot: periódico editado por Jean Cocteau y Paul Iribe que aparece entre noviembre de 1914 y julio de 1915.

[14] Los escolares franceses no tenían clase los jueves.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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