viernes, 9 de junio de 2023

Agota Kristof La analfabeta FRAGMENTO.

 




           Once breves capítulos para once momentos de la intensa vida de Agota Kristof.

Una obra autobiográfica que sintetiza en once fragmentos, los once momentos fundamentales de una existencia apasionada. Unas páginas que han sido definidas por la crítica como «un regalo para el intelecto». Un trayecto vital que describe primero a una joven que devora libros en húngaro para luego dar la palabra a una escritora reconocida en otro idioma, el francés. De la infancia feliz a la pobreza después de la guerra, los años de soledad en el internado, la muerte de Stalin, la lengua materna y las lenguas enemigas como el alemán y el ruso, la huida de Austria y la llegada a Lausanne (Suiza) con su bebé.

Una historia hecha de historias llenas de lucidez y humor. Sus palabras nunca son tristes, son implacablemente justas y precisas. Todo el mundo de Agota Kristof está aquí, en este libro caracterizado por frases breves, minimalistas, diminutas en las que se perciben en todo momento las grandes reflexiones y los poderosos pensamientos que las han provocado.

 


 

Agota Kristof

 La analfabeta

 

 

 


Título original: L’analphabète

Agota Kristof, 2004

Traducción: Juli Peradejordi

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

 

 

 


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 Inicios

 

 

Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.

Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.

Mi padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el primero hasta el sexto. En la misma aula. La escuela está separada de nuestra casa sólo por el patio, y las ventanas del colegio dan al huerto de mi madre. Cuando me encaramo a la ventana más alta del comedor veo a toda la clase con mi padre delante, de pie, escribiendo en la pizarra negra.

El aula de mi padre huele a tiza, a tinta, a papel, a calma, a silencio, a nieve incluso en verano.

La gran cocina de mi madre huele a animal muerto, a carne cocida, a leche, a mermelada, a pan, a ropa húmeda, a pipí del bebé, a agitación, a ruido, al calor del verano… incluso en invierno.

Cuando el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un «castigo».

Salimos de casa. Mi hermano se detiene delante del cobertizo en el que guardamos la leña:

—Yo prefiero quedarme aquí. Voy a cortar un poco de leña pequeña.

—Sí. Mamá se pondrá contenta.

Atravieso el patio, entro en la gran sala y me detengo cerca de la puerta. Bajo los ojos. Mi padre me dice:

—Acércate.

Me acerco y le digo a la oreja:

—Castigada… mamá…

—¿Nada más?

Me pregunta «nada más» porque a veces tengo que entregarle sin decir nada una nota de mi madre, o debo pronunciar las palabras «médico» o «urgencia», o bien únicamente un número: 38 o 40. Todo esto por culpa del bebé, que se pasa el día enfermo.

Le digo a mi padre:

—No. Nada más.

Me da un libro con imágenes:

—Ve y siéntate.

Voy al fondo de la clase, donde siempre hay lugares vacíos detrás de los mayores.

Fue así como, muy joven, por casualidad y sin apenas darme cuenta, contraje la incurable enfermedad de la lectura.

Cuando vamos de visita a casa de los parientes de mi madre, que viven en una ciudad cercana, en una casa que tiene luz y agua, mi abuelo me toma de la mano y, juntos, recorremos el vecindario.

El abuelo saca un diario del bolsillo de su levita y dice a los vecinos:

—¡Mirad! ¡Escuchad!

Y a mí me dice:

—¡Lee!

Y yo leo. Normalmente, sin errores, y tan rápido como me lo pida.

Dejando de lado este orgullo de abuelo, mi enfermedad de la lectura me traerá sobre todo reproches y desprecio:

«No hace nada. Se pasa el día leyendo.»

«No sabe hacer nada más.»

«Es la tarea más pasiva de todas.»

«Perezosa.»

Y, sobre todo, «Lee en vez de…».

¿En vez de qué?

«Hay miles de cosas más útiles, ¿no?»

Incluso ahora, por la mañana, cuando la casa se vacía y todos mis vecinos se van a trabajar, tengo un poco de cargo de conciencia por instalarme en la mesa de la cocina a leer los diarios durante horas en vez de… fregar los platos del día anterior, ir de compras, lavar y planchar la ropa, hacer mermeladas o pasteles…

Y, ¡sobre todo!, en vez de escribir.

 


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 De la palabra
 a la escritura

 

 

Ya desde muy pequeña me gustaba contar historias. Historias inventadas por mí misma.

A veces viene a visitarnos mi abuela, para ayudar a mi madre. Por la noche, la abuela nos acuesta; intenta dormirnos con cuentos que ya hemos escuchado centenares de veces.

Salgo de mi cama y le digo a la abuela:

—Las historias las explico yo, no tú.

Me sienta sobre sus rodillas y me acuna:

—Cuéntame, cuéntame, pues…

Comienzo por una frase, no importa cuál, y todo se encadena. Aparecen personajes, mueren o desaparecen. Hay los buenos, los malos, los pobres y los ricos, los vencedores y los vencidos. «No se acabará nunca», balbuceo sobre las rodillas de la abuela:

—Y después… y después…

La abuela me deja en la cama plegable, baja la llama de la lámpara de petróleo y se va a la cocina.

Mis hermanos duermen y yo también. Pero la historia sigue en mi sueño, hermosa y terrorífica.

Lo que más me gusta es explicarle historias a mi hermanito Tila. Es el preferido de mamá. Tiene tres años menos que yo, así que se cree todo lo que le cuento. Por ejemplo, lo llevo hasta un rincón del jardín y le pregunto:

—¿Quieres que te cuente un secreto?

—¿Qué secreto?

—El secreto de tu nacimiento.

—No hay ningún secreto en mi nacimiento.

—Pues sí, pero sólo te lo diré si me juras que no se lo contarás a nadie.

—Te lo juro.

—Pues mira, eres un niño encontrado. No eres de nuestra familia. Te encontraron en un campo, abandonado y desnudo.

Tila dice:

—No es verdad.

—Mis padres te lo explicarán más adelante, cuando seas mayor. Si supieras qué pena nos dabas, tan delgado, tan desnudo…

Tila empieza a llorar. Lo tomo en brazos:

—No llores. Te quiero como si fueras mi propio hermano.

—¿Tanto como a Yano?

—Casi. Al fin y al cabo Yano es mi hermano de verdad.

Tila reflexiona:

—Entonces, ¿por qué tengo el mismo apellido que vosotros? ¿Por qué mamá me quiere más que a vosotros dos? Os castiga todo el rato, a ti y a Yano. A mí nunca.

Se lo explico:

—Tienes el mismo apellido porque se te adoptó oficialmente. Y si mamá es más buena contigo que con nosotros, es porque quiere demostrar que no hace ninguna diferencia entre tú y sus verdaderos hijos.

—¡Yo soy su verdadero hijo!

Tila chilla, corre hacia la casa:

—¡Mamá, mamá!

Corro detrás de él:

—Me has jurado que no dirías nada. ¡Era una broma!

Demasiado tarde. Tila llega a la cocina, se arroja a los brazos de mamá:

—Dime que soy tu hijo. Tu verdadero hijo. Tú eres mi verdadera madre.

Me castigan, desde luego, por haber explicado necedades. Me arrodillo frente a una mazorca de maíz en una esquina de la habitación. Enseguida llega Yano con otra mazorca y se arrodilla a mi lado.

Le pregunto:

—¿Por qué te han castigado?

—No lo sé. Sólo he acariciado la cabeza de Tila y le he dicho «te quiero, bastardito».

Reímos. Sé que lo ha hecho expresamente para que le castigaran, por solidaridad, y porque sin mí se aburre.

Explicaré muchas otras burradas a Tila; lo intento también con Yano, pero él no me cree porque tiene un año más que yo.

Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: «No me gustan». Cuando, separada de mis padres y mis hermanos, ingreso en un internado de una ciudad desconocida, donde, para soportar el dolor de la separación, sólo me queda una solución: escribir.

 


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 Poemas

 

 

Cuando entro en el internado tengo catorce años. Yano, mi hermano, está interno desde hace un año, pero en otra ciudad. Tila todavía está con mi madre.

No se trata de un internado para jovencitas ricas, sino todo lo contrario. Es algo entre un cuartel y un convento, entre un orfelinato y un reformatorio.

Somos más o menos doscientas chicas de entre catorce y dieciocho años, alojadas y mantenidas gratuitamente por el Estado.

Tenemos dormitorios donde caben de diez a veinte personas, con literas cubiertas por jergones y mantas grises. Nuestros armarios, metálicos, estrechos, están en el pasillo.

A las seis de la mañana nos despierta una campana, y una vigilante medio dormida viene a controlar las habitaciones. Algunas alumnas se esconden debajo de la cama, otras bajan al jardín corriendo. Después de dar tres vueltas por el jardín, hacemos ejercicio durante diez minutos. Luego subimos corriendo y, ya dentro del edificio, nos lavamos con agua fría, nos vestimos y después bajamos al comedor. Nuestro desayuno está compuesto de café con leche y una rebanada de pan.

Distribución del correo del día anterior: cartas abiertas por la dirección. Justificación:

«Sois menores de edad. Reemplazamos a vuestros padres.»

A las siete y media partimos hacia la escuela en fila india, cantando canciones revolucionarias mientras atravesamos la ciudad. Los niños se paran para vernos pasar, silban y nos dicen piropos y palabras vulgares.

Al volver de la escuela, comemos y luego vamos a la sala de estudio, donde nos quedamos hasta la hora de cenar.

En las salas de estudio se exige un silencio total.

¿Qué hacer durante todo este tiempo? Los deberes, desde luego, pero los deberes te los quitas de encima enseguida, especialmente porque no tienen ningún tipo de interés.

También se puede leer, pero sólo tenemos libros de «lectura obligatoria» que se leen enseguida y que, en su mayoría, no tienen el más mínimo interés.

Así pues, durante estas horas de silencio forzado, empiezo a redactar una especie de diario y me invento una escritura secreta para que nadie pueda leerlo. Anoto en él mis desgracias, mi pesar, mi tristeza, todo lo que por la noche me hace llorar en silencio en la cama.

Lloro la pérdida de mis hermanos, de mis padres, de la casa de la familia, en la que ahora viven unos extranjeros.

Lloro sobre todo mi libertad perdida.

Es cierto que tenemos la posibilidad de recibir visitas los domingos por la tarde en el «salón» del internado, incluso de chicos, en presencia de una vigilante. También nos dejan pasear, incluso con chicos, los domingos por la tarde, pero sólo por la calle principal de la ciudad. También se pasea una vigilante.

Pero no me dejan ir a ver a mi hermano Yano, que está a veinte kilómetros de aquí, en la misma situación que yo, y que tampoco puede venir a verme. Nos han prohibido abandonar la ciudad, aunque, de todos modos, no tenemos dinero para el tren.

También lloro mi infancia, nuestra infancia, la de los tres, Yano, Tila y yo.

Se acabaron las carreras descalzos por el bosque sobre el suelo húmedo hasta «la roca azul»; se acabó subirse a los árboles o caer cuando se quiebra una rama podrida; se acabó Yano, que me levantaba de mi caída; se acabaron los paseos nocturnos por el tejado; se acabaron las denuncias de Tila a mi madre.

En el internado, las luces se apagan a las diez de la noche. Una vigilante controla las habitaciones.

Leo aún, si tengo algo que leer, a la luz reverberante. Luego, cuando me duermo llorando, nacen frases en la noche. Dan vueltas a mi alrededor, cuchichean, adquieren un ritmo, riman, cantan, se convierten en poemas:

«Ayer, todo era más bello,

la música en los árboles

el viento en mis cabellos

y en tus manos tendidas

el Sol.»

miércoles, 7 de junio de 2023

TENEBRAE — 1982 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 




  TENEBRAE

 

— 1982 —

 

 

John Saxon, protagonista del que bien puede ser considerado el primer giallo de la historia, «La muchacha que sabía demasiado» de Mario Bava. Para la fotografía. Argento contó con Luciano Tovoli, artífice del deslumbrante cromatismo de «Suspiria», aunque, esta vez, el cineasta buscaba una textura situada a las antípodas de aquella.

Los homicidios que suceden de noche los he iluminado como a pleno sol —explicó Argento a raíz del estreno— porque quería subrayar que las tinieblas también se manifiestan a la luz del día”.

 

 

  Sinopsis

 

 

La llegada a Roma del escritor norteamericano de novelas policíacas Peter Neal (Anthony Franciosa) coincide con el asesinato de una delincuente de poca monta (Anjia Pieroni). El asesino ha seguido el método descrito en el último libro de Neal. En el aereopuerto romano. Neal es recibido por su agente Bullmer (John Saxon). Durante la rueda de prensa, el novelista se enfrenta a las agresivas preguntas de una antigua amiga periodista. Tilde (Mirella D’Angelo). A la salida del aereopuerto les espera Anne (Daria Nicolodi), secretaria personal y amiga íntima del escritor, y Gianni (Christiano Borromeo), ayudante de Bullmer. Una vez en su apartamento, Neal se encuentra con el detective Giermani (Giuliano Gemma) y la inspectora Altieri (Carola Stagnaro), que le informan del reciente asesinato. El policía le entrega un anónimo que ha encontrado debajo de su puerta y que reproduce una frase de su novela. Unas imágenes ilustran lo que puede ser un traumático recuerdo: una hermosa joven (Eva Robins) pasea por la playa en compañía de un grupo de admiradores. Uno de ellos, al ser rechazado por ella, la abofetea y huye. El grupo le persigue hasta alcanzarle y la muchacha le golpea brutalmente y le introduce el tacón de su zapato rojo en la boca. Durante la noche, Tilde y su amante son asesinadas en la casa que comparten. Neal reconoce a Jane (Verónica Lario), su mujer, a la que creía en Nueva York, espiándole por los alrededores. Más tarde, se entrevista con el periodista televisivo Christiano Berti (John Steiner), que se refiere a “la perversidad humana” de sus novelas. Maria (Lara Wendel), hija del recepcionista de los apartamentos en que Neal se aloja, es asesinada. Un nuevo anónimo amenaza directamente al escritor, que decide investigar por su cuenta. Las sospechas le llevan hasta el estrambótico periodista televisivo. Por la noche, y en compañía de Gianni, entra en la casa de Christiano. Gianni y Neal se separan. El primero ve morir a Christiano de un contundente hachazo. Gianni corre en busca de Neal, al que ayuda a recobrar el sentido. Gianni está impresionado por lo que ha visto, pero confiesa al escritor la inquietud que le provoca un detalle que no puede recordar. Nuevas imágenes de un flashback interrumpen el relato. La muchacha de la playa pasea con un acompañante (Michele Soavi). Alguien les observa. La joven se queda unos instantes sola. El observador se aproxima a ella, la apuñala y se apodera de sus zapatos rojos. Neal acude a la agencia de Bullmer y le anuncia su intención de dejar Roma. Una vez solo. Bullmer deja entrar a Jane: ambos se funden en un apasionado beso y se citan para más tarde. Jane recibe en su apartamento unos zapatos rojos, que cree que son un regalo de Bullmer. Este aguarda la llegada de Jane en una plaza pública, pero alguien lo apuñala. Neal se despide de Anne y Gianni. Éste anuncia su intención de regresar a casa de Christiano para recordar el detalle que le obsesiona. Una vez en el lugar, el joven da con la pieza que permite reconstruir lo sucedido: Christiano, un momento antes de morir, se confesó autor de las muertes. Nada de ello explica la muerte de Christiano, pero mientras Gianni se interroga por el nuevo misterio, alguien lo estrangula. El mismo asesino entra en el apartamento de Jane y la mata a golpes de hacha. La figura se hace visible: es el propio Peter Neal, que no duda en matar a un nuevo visitante, la inspectora Altieri. El detective Giermani y Anne detienen a Neal: éste confiesa su plan, consistente en aprovechar la cadena de asesinatos abierta por Christiano para incluir en ella su venganza personal contra Bullmer y Jane, que estaban manteniendo una relación amorosa a sus espaldas. Neal, después de confesar, se corta el cuello con una navaja de afeitar. Giermani y Anne regresan al coche. El policía revela que Neal fue, en su adolescencia, acusado de matar a una joven, pero se le absolvió por falta de pruebas. Una intuición hace que el detective regrese junto a los cadáveres. El cuerpo de Neal ha desaparecido: la navaja utilizada para el suicidio resulta ser falsa. El policía cae abatido por el hacha que empuña el escritor. Anne corre a la casa y Neal se dispone a asesinarla, pero la oportuna caída de una escultura de hierro acaba finalmente con el criminal.

 

 

 

 

 

La que fuera Mater Lacrimarum, recibe su justo castigo en «Tenebrae».

 

 

 

  La muerte en la escritura

 

 

«Tenebrae» se inicia de forma similar a «Inferno»: la lectura de las primeras frases de un libro. Aunque la temática de los textos ha cambiado (de la alquimia y sus arcanos hemos pasado al universo popular del best-seller policíaco), la pauta rectora es similar: rasgar el primer velo de un enigma.

El impulso se había convertido en irresistible. Sólo existía una respuesta a la furia que le torturaba. Y así cometió su primer asesinato. Había roto el tabú más hondamente arraigado, y no encontró ninguna culpa, ni ansiedad, ni miedo, sino libertad. Cada humillación que se interponía en su camino podía ser apartada con el simple acto de la aniquilación: el asesinato”.

La lectura, oficiada ritualmente por unas manos enguantadas, culmina con la quema simbólica del ejemplar. La siguiente secuencia parece nacer de sus llamas: un solitario Peter Neal atraviesa en bicicleta un puente, un puente que le aleja de alguna parte familiar y le lleva hasta un territorio de signo liminal, mágico, fuera del tiempo. Un movimiento habitual en el cine de Argento. El cineasta elige para la ocasión el barrio romano de Eur, un satélite residencial de la época de Mussolini que Argento no vacila en definir como “una especie de ciudad futurista, imaginaria, que no existe”. Peter Neal aterriza en esta Roma encantada para protagonizar un viaje simbólico al universo de sus libros, y acceder al corazón de las tinieblas que palpita en su reverso. No en vano, el cineasta define el film como “un rito ancestral donde uno se sacrifica a sí mismo, siendo crucificada su parte oscura al final de la ceremonia”. Sobre esta tierra de nadie, de casas blancas, cuidadoso césped y perpetua luz solar, se instaura una realidad imposible, subordinada a la lógica de las novelas policíacas: un asesino mata siguiendo a pies juntillas las descripciones de la novela de Neal; Bullmer, el agente literario del escritor, lleva un sombrero salido de un nostálgico guardarropía hard-boiled; el policía encargado de la investigación, el capitán Giermani, se declara entusiasta del género y lector empedernido de Rex Stout, Mike Spillane, Ed Me Bain y del propio Peter Neal; paradójicamente, es incapaz de descubrir al asesino antes de la última pagina, circunstancia que influirá decisivamente en su muerte; Neal confiesa al joven Gianni su técnica novelística —“Estas cosas siempre son aburridas, pero si dejas a un lado la parte aburrida, puedes obtener un best-seller”— en pleno asalto a la casa del sospechoso Cristiano Berti —acción que les convierte en genuinos personajes de pulp—; Neal cita una frase de ‘El perro de Bakerville’ (“Cuando se ha eliminado lo imposible, aquello que queda, por improbable que parezca, será la verdad”), los asesinatos, organizados, como en «Rojo oscuro», en forma de sequenza lunga, encuentran un posible parangón en aquellos capítulos que, encabezados por el nombre de la víctima, caracterizaban la estructura de algunas novelas de William Irish. En las páginas de este giallo encarnado, Neal interpreta el papel de carismático escritor de historias de misterio reciclado a detective, mientras, en off, su parte oscura trama una despiadada intriga criminal sobre la cual pretende mantener el más absoluto control demiúrgico. Pero es Argento quien maneja los hilos y hace del film una arquitectura que, como la academia de baile de «Suspiria» y el edificio de apartamentos de «Inferno», atrapa al personaje y lo transforma. El cineasta juega con Neal, acosándolo con una cámara que finge ser la subjetividad de Cristiano Berti, su perverso fan, pero que, en realidad, oculta un vacío a la espera de ser ocupado por la parte oscura del escritor. Argento se divierte haciendo de Neal un personaje esquizofrénico que no duda en confesar a Giermani:

Tengo la corazonada de que hay algo que se me escapa, una pieza que no encaja… Como si alguien que debiera estar muerto siguiera vivo, o alguien que debiera estar vivo ya estuviera muerto”.

Un comentario sobre sí mismo que refleja el estado de transición surrealista al que está sometido en este país de las maravillas que Argento recrea en el barrio de Eur. Antes de volcarse al abismo, Neal se detiene en el umbral de la puerta de su apartamento y mira unos segundos hacia dentro, despidiéndose para siempre del impoluto escritor con charme. El personaje queda personaje escindido entre el estereotipo que vemos en pantalla y su sombra, aquella que encabezaría el flashback, y que Neal contendría vanamente con pastillas: una figura siniestra siempre fuera de campo que planearía los crímenes y asesinaría sin que su otra mitad se enterase de nada.

 

 

 

 

 

Nada que ver con las zapatillas rojas de Dorothy.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Elsa. El primer asesinato viene precedido de una espera que intercala distintos motivos de tensión, que tienen como protagonista a una delincuente de poca monta (interpretada por Anja Pieroni, la que fuera Mater Lacrimarum en «Inferno»): el robo de un libro —‘Tenebrae’, de Peter Neal—, un plano subjetivo que la focaliza durante unos segundos, el incidente con el encargado de seguridad que la sorprende, el altercado con un impertinente vagabundo… Pero la auténtica inquietud se hace palpable a partir de la angulación en picado que recoge la entrada de la muchacha en su apartamento y se materializa con esa mano surgida de ninguna parte, que hace pensar por un momento en «Repulsión» de Polanski. Un montaje veloz y certero resuelve la secuencia. Mientras una de las manos sostiene la navaja de afeitar contra el cuello de Anja Pieroni, la otra arranca las páginas del libro de Neal y se las introduce en la boca. Los planos se suceden siguiendo un mecanismo que privilegia el detalle por encima del conjunto (ahora la navaja que desciende, ahora el ojo de la muchacha) hasta culminar con el plano de la bola de papel de la boca cayendo al suelo, como inapelable certificado de su muerte. Argento muestra la caída del cuerpo mediante tres planos sucesivos que congelan y suspenden el instante: el rostro de la joven deslizándose fuera de campo / el cuerpo desplomándose visto desde el exterior a través de una cortina / el cuerpo en el suelo, víctima de los flashes fotográficos del asesino.

—Tilde. Como preludio al asesinato de la periodista y de su amante, la cámara se decanta por una inenarrable y desprejuiciado ejercicio de vuelo libre, de más de dos minutos y medio de duración, durante los cuales recorre ingrávidamente los cuatro puntos cardinales de la fachada del edificio de las dos futuras víctimas. El movimiento prueba el talante de un cineasta siempre dispuesto a saltarse la ley, un maquinista outsider aquejado de un desmesurado amor por el cine, que comanda el más loco de los trenes eléctricos que jamás han circulado por la historia del Séptimo Arte. «Tenebrae», por supuesto, no sería la misma sin el trazo de esa cámara especial llamada Louma sobre el plano. En ese trazo cinematográfico se superponen una mirada demiúrgica y otra depredadora. Esta segunda mirada se diría excitada por el propio artilugio que la genera, y que trueca su voracidad escoptofílica por pulsión criminal cuando las manos del asesino entran en campo: ojos y manos de un cineasta que anhela dejar sus huellas más allá de la pura dimensión tecnológica de su aventura cinematográfica. El asesinato de Tilde se vertebra a partir del desgarro que produce la navaja en la camiseta de la víctima, justo en el instante en que ésta se desnuda y la pasa por su cuello. Ese desgarro estimula la retórica del cuadro dentro del cuadro: vemos el rostro de la joven a través del agujero que la navaja deja en el vestido, y vemos, luego, al asesino, desde el punto de vista de Tilde, siempre a partir del agujero de la camiseta. La violencia que el criminal inflige a la mujer se traslada cinematográficamente a la mano: el encuadre la retiene y la aísla; sólo a través de ella y de sus movimientos crispados nos llega noticia del horror que acontece fuera de campo. El plano se enhebra con otro que muestra la rotura de un jarrón: de la mano que sintetiza el cuerpo pasamos al objeto cuya rotura conjura a la muerte.

—Maria. Sequenza lunga de diez minutos. Estamos en el cubil del asesino: el encuadre recoge la fotografía de una joven prostituta. A continuación, dos rápidos planos del sótano, y un tercero de una bombilla encendida que la mano del criminal apaga: acaba de designar a la próxima víctima. Sin embargo, al abandonar su macabro refugio, olvida las llaves en la cerradura. La importancia de esas llaves —repiqueteando en primer plano— va a centrar obsesivamente estos prolegómenos de la futura secuencia de asesinato. Justo en el momento en que va abordar a su próxima víctima, en un descampado, el asesino repara en la ausencia de las llaves: escuchamos el familiar repiqueteo de las mismas, antes de que Argento inserte de nuevo, casi musicalmente, dos primeros planos de las mismas, todavía colgando de la cerradura del sótano. La decisión del criminal de volver al sótano, al percibir su olvido, es primordial para un azaroso cambio de víctima: del plano de la prostituta asediada pasamos por corte directo a un primer plano de Maria, la hija del recepcionista de los apartamentos donde vive Neal, que, debido a un cúmulo de circunstancias azarosas —una discusión con su novio la ha dejado sola en una calle donde, inesperadamente, es perseguida por un perro hasta ponerse a salvo de él en el dichoso sótano—, acabará siendo asesinada.

Ese extraño giro que toman los acontecimientos —una adolescente perseguida durante la noche por un perro, a través de un solitario paisaje, que encuentra refugio en una casa abandonada cuyo sótano esconde un terrible secreto— hace pensar nuevamente en los cuentos clásicos que inspiraron «Suspiria». A diferencia, sin embargo, del film anterior, la atmósfera carece ahora del menor pliegue expresionista. Basta comparar la huida a través del bosque de la primera víctima de «Suspiria» con la de Maria. En los dos casos se impone un travelling lateral, pero las noches pertenecen a distintas tesituras. Al caserón neogótico y coloristico se opone una casa de líneas claras, acogedora de una modernidad que actúa de exorcismo frente a cualquier sospecha de un posible Mal en su interior. Pero entre las paredes luminosas, abiertas, en perfecta comunión con un exterior de impecable césped y agua domesticada, Maria encuentra un personaje enfermizo, que Argento filma como una sombra viviente, sin otro rasgo visible que la navaja que empuña y que, al final, sustituye por un hacha, instrumento de lectura bárbara en contraposición a la racionalidad arquitectónica del lugar.

 

 

 

 

 

El erotismo del miedo.

 

 

—Bullmer. El agente literario que encarna John Saxon es asesinado en medio de una plaza pública, a plena luz del día, rodeado de gente. La secuencia se constituye en antítesis rigurosa de aquella que mostraba la muerte del pianista ciego en «Suspiria», también en una plaza, pero de noche, en estricta soledad, y a consecuencia de inasibles fuerzas sobrenaturales. El cineasta italiano recurre en «Tenebrae» a una planificación que persigue, ante todo, la escala humana, para intensificar un clima de absoluta normalidad, del que nada malo puede esperarse. Hay, en Bullmer, algo del espíritu de Milton Arbogasth, el detective que interpretaba Martin Balsam en «Psicosis», un halo de inocencia que hace posible aplicarle la misma sentencia de Truffaut: “Il arrive comme une fleur… se faire cueillir”. Bullmer, sentado en un banco, mira a derecha e izquierda, motivando una sucesión de contraplanos que reflejan de manera realista aquello que le rodea: una pelea en la terraza de un bar, la discusión de una pareja, un niño jugando con una pelota. El método es semejante al utilizado en la secuencia del parque de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». La rítmica combinación de plano/contraplano sienta el tiempo en la secuencia hasta llegar a una hipertrofia de la cotidianidad que la vuelve agresiva. Bullmer se levanta y alguien choca con él. La ausencia inicial de música deja paso a un tema desasosegante, que prepara el inminente crimen. Una sombra irrumpe sobre el rostro de Bullmer, que se muestra sorprendido al reconocer a su imprevisto acompañante y definitivamente perplejo ante el cuchillo que se clava en su vientre una y otra vez. El agente literario agoniza junto al banco con una gran mancha de sangre en la camisa.

 

  De la muerte en flashback a la muerte de Jane

 

 

Argento estructura el flashback que remite al primer crimen juvenil de Neal en tres tiempos que interrumpen la narración, sembrándola de la ambigüedad que requiere todo buen giallo. Es una incógnita (¿A quién pertenecen esos recuerdos?) que actúa de comodín al poder señalar a cualquiera de los personajes del film. Al margen de lo sugerente de las imágenes, llama la atención el lugar que ocupan los distintos tiempos en la narración. El primero funciona como segmento desestabilizador que indica un sospechoso poseído por demonios: el flashback como máscara de la que pueden participar todos. El segundo es más significativo, y entronca con el pesimismo del que Argento siempre ha hecho gala a la hora de pronunciarse sobre la pareja. Después de la muerte de Christiano, Anne se queda a pasar la noche en el apartamento de Neal para atenderle de la pedrada que le ha dejado sin sentido. La profesionalidad y la amistad de la pareja se diluyen en un repentino e inevitable beso. Es, sin duda, el principio de algo, y Argento lo filma consciente de ello… para, a renglón seguido, hacerlo pedazos, al insertar el segundo tiempo del flashback y, una vez concluido éste, volver al apartamento, ya pasada la noche, para mostrar a Anne sola en el sofá. Hemos pasado de la intimidad amorosa a un despertar que contagia el frío al que la relación está condenada. El pasado, la locura y el crimen implícitos en el flashback ocupan el espacio simbólico de la elipsis, interponiéndose entre las dos secuencias, robándoles la posibilidad del amor y del sexo. El tercer tiempo surge después del brutal asesinato de Jane, y cierra la estructura de la venganza antes de acceder a las últimas piezas: los zapatos rojos de la joven de la playa golpeando al acompañante rechazado / Jane recibiendo unos zapatos rojos / Bullmer asesinado, Jane luciendo los zapatos / Jane abatida a golpes de hacha / flashback con el asesinato de la joven, después desposeída de los zapatos rojos. Ese rojo se adivina como una encendida nota de color sobre el blanco dominante, una pincelada de pura abstracción plástica que va saltando de plano en plano, formando una especie de nota musical obsesiva que se mantiene a lo largo de todo el metraje.

 

 

 

 

 

Morirá a pleno sol.

 

 

 


  Gianni

 

 

En la muerte de Gianni por estrangulamiento destaca el plano que muestra la mirada del joven focalizada desde el punto de vista del asesino. Unos ojos miran hacia otros ojos que no vemos. Es un instante de tensión extrema. Lo que ve Gianni es casi tan terrible como la muerte que se lo lleva. El espectador deberá, sin embargo, esperar todavía un recorrido de varias secuencias para encontrar cara a cara el contraplano que le muestre el rostro del asesino, aunque las sospechas sobre su identidad empiezan a gestar una imagen que está más allá del retrato de humo. Uno de los variados alicientes de volver a «Tenebrae» es intentar, en un ejercicio de funambulismo inspirado en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», reconstruir a través de los ojos del joven Gianni la expresión del rostro del que parte la mirada de Peter Neal. De esa imposibilidad y de su deseo nace uno de los alicientes alquímicos del cine Argento.

 

 

  Los ojos de Peter Neal

 

 

Peter Neal es, al menos en apariencia, un personaje encantador, un escritor de novelas de terror víctima de un loco que convierte sus asesinatos de ficción en cadáveres auténticos. Detrás de Neal se extiende una larga tradición novelística y cinematográfica que ha hecho del oficio de escritor un protagonista de privilegio para las intrigas criminales. Argento practica una sangrienta deconstrucción de su escritor a través de la figura de Anthony Franciosa, una estrella norteamericana de buen ver, con un pasado cinematográfico y televisivo en el que ha encarnado a más héroes que villanos. Nos acomodamos a su estereotipo y al esquema argumental que trae consigo: un escritor metido a improvisado detective para esclarecer unos asesinatos. Ese espejismo empieza a desvanecerse a partir del momento en que Neal es golpeado por una piedra, sin que la narración fílmica se haga testimonio de ello. Es en este preciso instante en que los ojos de Neal empiezan a significar por encima de su apostura física. Hay una posterior mirada en Neal que nos sorprende, una mirada que se marca a hierro candende en el plano, y que es el primer eco del estigma canceroso que tensa su interior. Se produce al visitar el escritor el despacho de Bullmer para comunicarle que abandona el país: una llamada telefónica atrae la atención del editor, Neal se levanta y le mira antes de despedirse. Es un fragmento casi efímero en la navegación de la secuencia, que capta las tinieblas que se impacientan bajo su máscara. Antes de partir supuestamente para París, en la mencionada escena en que Neal abandona el apartamento de los días romanos después de cerrar la luz, se detiene justo en la puerta y mira hacia dentro. No sabemos bien lo que están buscando sus ojos, si un gesto de comunión con esa oscuridad que ya le posee o la nostalgia de Anne y de lo que pudiera haber sido. No vemos su rostro, sólo una silueta negra tomada en plano general.

 

 

  El rostro de Peter Neal

 

 

En el último acto de «Tenebrae», ya en el vórtice de la lost highway, un Peter Neal fuera de sí arremete, hacha en mano, con lo que queda del dramatis personae, y, en una violenta performance, simula su propia muerte: A esa amalgama de gestos y actos de gusto hiperbólico se une la caída de las máscaras y el mirar de frente de los supervivientes. Es difícil describir la imagen patética —aunque no terminal— que ofrece Neal ante los ojos de Anne y del inspector Giermani. De la primitiva figura estereotipada del escritor sólo permanece un cuerpo empapado con la sangre de quienes ha asesinado. A este Neal enfermo solo le resta un acto acorde con su actual estado: exhibir su suicidio en primer plano con una navaja de afeitar. Pero Argento nos reserva la sorpresa de su resurrección: cuando, tras descubrir que el suicidio de Neal ha sido una farsa, Giermani se agacha para coger un pañuelo con las iniciales del escritor, aparece detrás suyo el auténtico rostro de Peter Neal, hueco de memoria y remordimientos, que abate el hacha sin el menor escrúpulo. Ese rostro tenebroso de Neal emergiendo, como una forma sagrada, detrás del capitán Giermani, permite a éste descubrir, demasiado tarde, la verdad que guarda la ultima página de la novela viviente de su autor favorito. Neal es ahora un Hyde por fin dispensado de su ingenuo papel heroico, que ya no vacila en levantar el hacha contra la mujer que ama. Pero esa parte oscura en estado puro, más allá del bien y del mal, es destruida por una oportuna escultura de metal que Dario Argento ha colocado ahí para recordar a su criatura que es él quien dirige el giallo, y quien escribe el epílogo que sigue a su última página.

sábado, 3 de junio de 2023

INFERNO — 1979 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 




  INFERNO

 

— 1979 —

 

 

Durante su estancia en Nueva York para promocionar «Suspiria» y poner en marcha la producción de «Zombi», Argento empezó a escribir el guión para el segundo film de la inconclusa trilogía ‘dell’occulto’. Dado que el propósito inicial del director era rodar el film en Inglaterra, Argento inició un exhaustivo rastreo de escenarios posibles, siguiendo huellas de pintores prerrafaelitas, como Dante Gabriel Rossetti, William Morris y E. Bume-Jones. La película, sin embargo, se acabó rodando en Nueva York y Roma, muy especialmente en el barrio de Coppedé de la ciudad italiana. El casting previsto contaba con el protagonismo de James Woods, pero éste dejó plantado el proyecto para ir a rodar “El campo de cebollas” de Harold Becker. Le sustituyó Leigh McCloskey, al que se unieron Irene Miracle (“La elegí porque era una buceadora fenomenal e iba a la perfección para la secuencia de la casa inundada. Nunca había visto una actriz que supiera desenvolverse tan bien bajo el agua. ¡Extraordinaria!”), y los reincidentes Gabriele Lavia —el Carlo de «Rojo oscuro»— Alida Valli —la pérfida miss Tanner de «Suspiria»— y Daria Nicolodi. El conjunto se completó con el veterano Feodor Chaliapin y con Sacha Pitoeff, el enigmático M de «El año pasado en Marienbad». Para el peculiar tratamiento fotográfico. Argento aceptó la recomendación de Luciano Tovoli, y contrató a Romano Albani. La labor escenográfica continuó a manos de Giuseppe Bassan que se esmeró en el diseño de unos muy sui generis interiores ‘art decó’. Decisiva fue también la colaboración de Mario Bava en el apartado de efectos especiales, tanto para el incendio final, como para la espectacular aparición de la Muerte, que resolvió mediante un complejo juego de espejos. Keith Emerson, del mítico trío Emerson, Lake & Palmer compuso, finalmente, una banda sonora que se inspiraba en los “Carmina Burana”.

 

 

 

 

 

El barrio de Coppedé sirve de fastuoso escenario a la operística «Inferno».

 

 

  Sinopsis

 

 

La joven Rose Elliot (Irene Miracle) indaga sobre su casa neoyorquina, a partir de una raro volumen escrito por un arquitecto, Varelli. El libro hace mención a las Tres Madres —Mater Tenebrarum, Mater Suspiriorum, Mater Lacrimarum—, tres perversas mujeres que dirigen el mundo desde tres casas que dicho arquitecto construyó en distintas ciudades: Nueva York, Roma y Friburgo. El texto revela una serie de claves para resolver el hermetismo que las envuelve: el olor pestilente que anuncia la proximidad de sus moradas es la primera clave, “la segunda clave está oculta en el sotano”, “la tercera clave esta bajo la suela de tus zapatos”… Rose envía una carta a su hermano, que vive en Roma, para contarle sus extrañas pesquisas. Después, visita al misterioso anticuario Kazanian (Sacha Pitocff), que es quien le ha proporcionado el libro. De vuelta, una trampilla en el suelo le llama la atención y recuerda la segunda clave que menciona el texto. Rose se adentra en un subsuelo lleno de agua, donde pierde las llaves de su casa. Se sumerge entonces en el pozo, y descubre una vivienda que guarda todavía el mobiliario y su decoración barroca. En uno de los cuadros que cuelgan de la pared aparece el nombre Mater Tenebrarum. Rose se hace con la llave, pero, al ir a emerger, se topa con un cadáver putrefacto que le complica el retorno. Una vez fuera, corre hacia su casa sin percatarse de que alguien la observa. En un aula de la universidad de Roma, Mark Elliot (Leigh Me Closkey) asiste a una clase de música centrada en el ‘Va pensiero’ de Verdi. Sobre la mesa está la carta de su hermana todavía por abrir. Mark se siente atraído por una extraña joven (Anja Pieroni), que le susurra unas palabras ininteligibles. Su actitud llama la atención de Sara (Eleonora Giorgi), amiga del joven norteamericano. Al finalizar la clase, Mark abandona el lugar ligeramente aturdido, y se olvida de la carta. Sara se hace cargo de ella. Durante el trayecto en taxi, Sara lee la carta y ordena al taxista cambiar de dirección. A medida que se aproximan al nuevo destino, Sara percibe un olor desagradable. Al descender del taxi se hace una pequeña herida en el dedo. Ya en la biblioteca, pide un ejemplar de ‘El libro de las Tres Madres’ y toma la decisión de sustraerlo, no sin cierta inquietud, pues le ha parecido oír el susurro de su nombre entre las estanterías próximas. Aprovecha el momento del cierre y se dirige hacia la salida, pero se pierde en el dédalo de pasillos. En el sótano encuentra un laboratorio de alquimia y a su raro morador que, al ver el libro que lleva, intenta recuperarlo a cualquier precio. Sara deja el libro, y escapa. Temerosa de que algo pueda sucederle, busca la compañía de Carlo (Gabriele Lavia), un vecino de su apartamento. Llama a Mark y le ruega que venga de inmediato. La luz del apartamento empieza a fallar y Carlo se ofrece para arreglarlo. Al ir junto a él, Sara descubre con estupor que ha sido asesinado, suerte que ella misma no tarda en correr. Mark llega a la casa y se encuentra con el cadáver de su compañera. Al abandonar el lugar, ve a la misteriosa joven de la universidad, que lo observa desde un coche en marcha. Mark llama por teléfono a su hermana. Ésta le pide que se reúna con ella urgentemente, pero unas interferencias dan al traste con la conversación. Rose se siente en peligro y, tras cortarse con el pomo de la puerta, huye por los pasillos del edificio dejando la dudosa seguridad de su apartamento. La huida, sin embargo, no la lleva muy lejos: unas manos al otro lado de una ventana se apoderan de ella y la asesinan. Mark viaja hasta Nueva York. En el vestíbulo del edificio conoce a algunos de los excéntricos inquilinos: un anciano paralítico (Feodor Chaliapin), su enfermera (Verónica Lazar) y la portera encargada de la finca (Alida Valli). Mark sólo recibirá sincera ayuda de la Condesa Elise (Daria Nicolodi), una joven enfermiza que está bajo los cuidados de John, su mayordomo (Leopoldo Mastelloni). La condesa, amiga íntima de la desaparecida Rose, le habla de la obsesión que siente su hermana por el mito de las Tres Madres y su vinculación con el edificio. Al regresar a su apartamento, Elise se percata de que sus pies están manchados de sangre. Vuelve junto a Mark, y descubren en la moqueta el origen de ésta, que se prolonga por el pasillo hasta una puerta. Mark sigue las manchas, mientras Elise le aguarda en el pasillo. El joven se interna por un intrincado espacio lleno de pasillos y escaleras. Al abrir uno de los conductos de aire se siente mareado y pierde el sentido. Una figura encapuchada se le acerca. Mientras, una Elise angustiada corre en busca de Mark. A través de una de las cristaleras, el encapuchado que arrastra el cuerpo del joven la descubre. La condesa intenta escapar, pero las puertas se cierran misteriosamente, trazándole un único camino. En una de las habitaciones vacías es atacada por voraces gatos y rematada a cuchillo por el siniestro encapuchado. Mark llega, malherido, hasta el vestíbulo del edificio. La portera y algunos inquilinos le observan con frialdad. Vuelve en sí en el apartamento de Rose. Kazanian y Mark dialogan. El anticuario le avanza la noticia del eclipse que va a tener lugar durante la noche. Durante el mismo. Kazanian aprovecha para deshacerse de los gatos que tanto le incordian. Pero ratas de las cloacas —ayudadas circunstancialmente por un individuo— acaban con él. Carol, la encargada de la finca, y John, el mayordomo, mueren en extrañas circunstancias: a John le arrancan los ojos y Carol perece por ignición. El fuego que prende en Carol se extiende, segundo a segundo, por el lugar. Paralelamente, Mark da con la última clave —“…bajo la suela de tus zapatos”—, con lo que abre un boquete en el suelo que lo conduce por diversas galerías que desembocan en el alma del edificio. Allí se encuentra con el anciano inválido, que no es otro que Varelli, al que se enfrenta en defensa propia. Agonizante, el viejo arquitecto se confiesa esclavo de las madres, advirtiéndole de la crueldad sin límites de Mater Tenebrarum, anfitriona de la casa. El último resorte del enigma descansa en la enfermera que, desde el interior de un gran espejo, se descubre como la Muerte. El fuego salva la situación, y Mark escapa del agonizante edificio que perece con sus oscuros secretos.

 

 

 

 

 

¡Los ojos como platos!

 

  Las tres claves de “Inferno”

 

 

La matriz fundadora de la incompleta trilogía de las tres Madres descansa en un texto de Thomas de Quincey titulado ‘Levana and Our Ladies of Sorrow’, que formaba parte de ‘Suspiria De Profundis’ una continuación de ‘Confesiones de un inglés comedor de opio’, su obra más famosa. El ensayista inglés, amigo del gran poeta romántico William Wordsworth, trazaba en dicho capítulo una somera y orfebrerista descripción de la enigmática tríada de hermanas, a las que bautizaba con los perturbadores nombres de Mater Lacrimarum, Mater Suspiriorum y Mater Tenebrarum. Con ellas. Argento construyó el imaginario maligno que le valió de pasaporte para adentrarse en el ámbito de lo fantástico. De él nos da sucinta cuenta la voz en off del arquitecto Varelli, que documenta la curiosidad de Rose Elliot, la protagonista inicial del film, y que la orienta en los arcanos del enigmático edificio en el que vive y por el que se obsesiona:

No sé el precio que tendrá que pagar por romper lo que nosotros los alquimistas llamamos silentium. Las experiencias de nuestros colegas deberían prevenirnos para no trastornar a los profanos. Yo, Varelli, arquitecto que vive en Londres, conocí a las Tres Madres, y diseñé y construí para ellas tres viviendas, una en Roma, otra en Nueva York, y la tercera en Friburgo. No descubrí, hasta que era demasiado tarde, que desde esos tres lugares las Tres Madres dirigen el mundo a través del dolor, las lágrimas y las tinieblas. Mater Suspiriorum, la madre de los suspiros, la más vieja, vive en Friburgo; Mater Lacrimarum, madre de las lágrimas, la más bella de las hermanas, lleva la dirección desde Roma; Mater Tenebrarum, la madre de las tinieblas, la más joven y cruel de las tres, controla Nueva York. Y yo construí sus horribles casas, depósitos de asquerosos secretos. Esas así llamadas madres son, en realidad, perversas madrastras, incapaces de crear vida, infames hermanas engendradas en el Infierno. Los hombres se equivocaron al darles a esas criaturas un nombre tan sencillo y terrorífico. En efecto, ellas fueron tres hermanas al mismo tiempo que madres, igual que hay tres Musas, tres Gracias, tres Parcas y tres Furias. La tierra sobre la que las tres casas han sido construidas se convertirá con el tiempo en algo muerto y portador de plagas; y en la zona de su alrededor olerá terriblemente. Ésa es la primera clave para descubrir el secreto, la primera y la más importante de las claves. La segunda clave del secreto venenoso de las tres hermanas está oculto en el sótano. Allí se encuentra el retrato y el nombre de la hermana que vive en la casa. Ésa es la ubicación de la segunda clave. La tercera clave está en la suela de tus zapatos. Ahí está la tercera clave”.

La imagen de un abrecartas y un llavero nos adentran en el tejido onírico de «Inferno». Dos objetos que, por una vez, no pertenecen a la colección privada de ningún sádico. Ambos reposan sobre la mesa de estudio de Rose Elliot, a la espera de que la trama delirante del film los reclame. El llavero motivará el descenso acuático de la protagonista y será el causante indirecto del hallazgo de la segunda clave; y el abrecartas permitirá arrancar a Mark las tablas del piso y acceder a la tercera clave que proclama el texto de Varelli.

 

 

 

 

 

Las manos de Dario Argento, maquilladas para la ocasión.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

La estructura de «Inferno» recuerda en cierta medida aquellos Films ingleses, preferentemente de la Amicus, en los que diferentes personajes desarrollaban distintas historias, pero todas determinadas por un mismo decorado, que actuaba de catalizador y de verdugo. El interior del edificio protagonista aísla a sus moradores de la rugiente y bulliciosa Nueva York. Están fuera del tiempo, sometidos a una disciplina de lo irracional que les da un aire anacrónico que influye en su ambivalente aureola entre grotesca y fantasmagórica. En este sentido. Rose Elliot y Mark serían como intrusos en medio de este magma surrealista.

—Sara y Rose. El film se organiza a partir de una sucesión de bloques que defienden su independencia, y al mismo tiempo se integran en el engranaje narrativo general del film. Todos ellos acaban con la muerte de algún personaje. Los itinerarios paralelos, aunque complementarios, de Rose Elliot en Nueva York y Sara en Roma compondrían el primer bloque. Las similitud en las pruebas que deben afrontar apoyaría esta idea. El agua —y la noche, por supuesto— es el elemento a través del cual entran en contacto con la morada de las Madres: Rose sumergiéndose en la habitación inundada, y Sara empapándose én medio de una tormenta que se diría rescatada —taxista incluido— de «Suspiria». Tanto el edificio de Nueva York como la biblioteca romana detentan un mismo número, el 49, y un olor nauseabundo les precede. Hay una predilección por un desplazamiento físico siempre en constante descenso. El miedo y el desaliño acompañan a ambas heroínas cuando cruzan el hall de sus respectivos edificios, en dos secuencias de trazado casi análogo. Ambas sufren una pequeña herida que sangra (Sara al bajar del taxi y Rose al cortarse con el pomo de la puerta), y dos objetos de cristal se rompen poco antes de ser asesinadas. Un lagarto comiéndose una mariposa anuncia la muerte de Sara, y Rose tropieza con un par de lagartos disecados poco antes de ser asesinada. Finalmente, destaca el encuentro de las dos mujeres con sendos cadáveres, uno ya putrefacto, entre las aguas amnióticas de los dominios de Mater Tenebrarum en Nueva York, y el otro, todavía caliente, en el cuarto de los fusibles del apartamento romano de Sara. La secuencia del asesinato de Sara es un ejemplo locuaz del mejor cine de Argento. La joven, después de las angustias pasadas en la sede de Mater Lacrimarum, pide ayuda a un circunstancial vecino. Antes de que la pareja acceda al apartamento de Sara, se nos muestra un plano de su interior: un largo pasillo que repercute en el cultivo de la inquietud. Argento subraya la endeblez de la alianza entre Sara y su vecino, aislándolos con la planificación: cada uno observa al otro desde su hermético plano. Sara pone en el tocadiscos el ‘Va pensiero’ de Verdi que habíamos oído ya durante la clase de música. Hay un plano bellísimo de Sara mirando fuera de campo al que le siguen tres planos de aproximación a la luna llena coincidiendo con el crescendo musical. La luna está vinculada simbólicamente a la muerte, a lo acuático y a la feminidad: tres planos consecutivos de ella como tres son el numero de Madres malditas. El cortejo fatídico está en marcha: el plano de un lagarto devorando una mariposa (qué mejor símil para el destino que aguarda a la joven), el plano de unas manos enguantadas en perversa sesión de papiroflexia y un enigmático plano de una desconocida que se ahorca (Mater Tenebrarum, documentaba De Quincey en ‘Levana and Our Ladies Of Sorrow’, es la instigadora de los suicidios). Un inesperado bajón en la luz va a enviar a Carlo, el vecino complaciente, a la habitación de los fusibles. Para ello se dispone a entrar en el pasillo: la cámara parece que va a acompañarle. Sin embargo, Argento corta a un plano de Sara preocupada. La voz en off de Carlo la tranquiliza. Un nuevo corte nos lleva a uno de los movimientos de cámara más enigmáticos del cine del autor de «Rojo oscuro»: un lento travelling que recorre el pasillo en dirección a la habitación de los fusibles ¿Qué hay detrás de ese plano? ¿Es la mirada de Carlo? Y si es así, ¿por qué Argento no nos muestra el contraplano? La ambigüedad invita al miedo. Sea lo que sea, es difícil no reprimir un escalofrío. Sara acude en pos de Carlo, al que aún podemos oír en off. De la oscuridad, sin embargo, surge su rostro desencajado: un cuchillo atraviesa su cuello. En su agonía, se aterra a la aterrorizada Sara. Verdi llena el último resquicio sonoro de la secuencia (“El ‘Va pensiero’ verdiano —dice Argento— se inicia en el auditorio para proseguir después en el apartamento donde se producirá el crimen. He utilizado el fragmento en dos contextos diferentes porque quería mostrar como todo cambia según la situación, en el primer momento el ‘Va pensiero’ es un hermosísima composición, en el siguiente es la música de la muerte”). La mano enguantada del ejecutor arranca el cuchillo del cuello de Carlo y lo clava en la espalda de Sara: la fisicidad del crimen es insoportablemente contagiosa. La mano enguantada cierra la puerta de la habitación en un gesto que explícita el final de la secuencia —y del ‘Va pensiero’— y convoca un elipsis perfecta: Mark sale del ascensor y entra en el apartamento de Sara para descubrir su cadáver. El acoso y derribo de Rose conjuga de nuevo algunos de los recursos expresivos que mejor esgrime el cineasta. La suerte que corre la joven posee, como hemos dicho, evidentes analogías rituales con respecto a Sara: el agua, la herida con sangre, el objeto de cristal que se rompe y la perturbadora imagen de un reptil. Rose abandona la dudosa seguridad del apartamento para perderse en una sensual escenografía de definición abstracta y teatral sometida a la frialdad de unos azules en litigio pictórico con la intensidad encendida de los rojos. La profundidad de campo, que permite la prolongación del espacio hacia dentro, se combina con la movilidad de la cámara, que recrea la persecución antes que el seguimiento. Esa cámara franquea la cortina transparente para perseguir a la atemorizada Rose y la acompaña hasta que sale de campo por la derecha para, seguidamente, girar sobre sí misma y encuadrarnos la cortina que abría el plano con una sombra amenazante filtrándose a través de ella. El desenlace posee la crueldad visual de corte preciso que a estas alturas es ya marca de fábrica: el vacío de una ventana y medio cristal que actúa como afilada guillotina. Argento recurre al contraste de colores: al encuadre en rojo del cristal que desciende implacable le opone el encuadre de la carne en azul de la víctima. Un driping de sangre chocando contra la pared explícita con elocuencia el destino final de Rose. La desolación del fundido en negro nos aleja del instante y del lugar.

 

 

 

 

 

El imaginario de ‘Dylan Dog’ bebe de las mejores fuentes del cine de Argento.

 

 

—La condesa Elise. El segundo bloque correspondería a la llegada de Mark a Nueva York, y su relación con la condesa Elise, y se prolongaría hasta el asesinato de ésta. En dicho tramo. Argento empeña parte de sus energías en insuflar vida orgánica a la construcción neogótica. Mientras Elise le habla de las Tres Madres, la cámara inicia un lento movimiento de aproximación a una rejilla que engulle y transporta sus imprudentes palabras hasta el núcleo del edificio. Más tarde, esa misma arquitectura bloqueará las cerraduras e impondrá un trayecto a la condesa que concluirá con su muerte. Los moradores de la casa tienen algo de figuras grotescas fuera del tiempo, figuras que solo pueden tener existencia en al ámbito que las cobija, fantasmas ajenos a la gran urbe neoyorquina que la casa intenta alejar de su realidad, descontextualizados náufragos que alguna vez tuvieron un asidero seguro en novelas y películas policíacas de los que son proyección: el ama de llaves, la frágil y enfermiza esposa rica, el mayordomo, el inválido. Mark es un intruso que viene del exterior y que lleva el exterior consigo como una marca que lo diferencia, de ahí la incomodidad que se establece al contactar con la excéntrica tribu. El joven musicólogo encuentra, sin embargo, un aliado en Elise. La breve historia que Argento levanta en torno al personaje no pasa desapercibida. La enfermedad nerviosa, la perpetua soledad que la circunda, el inquietante mayordomo que la atiende —atención a la mirada fuera de campo de éste en dirección a un punto que no nos es desvelado— enhebran una atmósfera mórbida, al estilo de Bava y Freda, confeccionada en el crisol del extrañamiento, en la que priva la angulación en picado —el plano del mayordomo preparando el baño posee algo que escapa a la mera acción que se está llevando a cabo— y, por encima de todo, el silencio. Ese silencio que vuelve a imponerse después de la muerte de Elise: Mark, ignorante de la suerte que ha corrido, llama a la puerta de su apartamento. Un corte directo nos lleva al interior del mismo: la cámara se desliza —en el más absoluto silencio— hasta encuadrar al mayordomo expectante, del que fluye un quietismo que aterra de veras. La muerte de Elise sigue las constantes habituales de Argento, que tienen en la dialéctica entre espacio y figura su mejor representación. Escaleras, pasillos, cortinas, ventanas y el arropamiento colorístico son accidentes conocidos del paisaje, a los que debe unirse la fuerza del sentimiento de soledad, aspecto que volvería a conectar con las representaciones pictóricas de Hopper. Por otra parte, la Eloise debatiéndose contra los gatos mientras vemos al detalle sus bocas mordiéndola, posee algunos rasgos que incitan a pensar en su posible influencia para la futura concepción del segmento de los gatos reviviendo a la defenestrada Michelle Pfeiffer en el film de Tim Burton «Batman vuelve» («Batman Returns», 1994).

—Kazanian. Los dos siguientes bloques están formados por las historias de Kazanian, el anticuario tullido, por un lado, y por John y Carol (el criado de la condesa y la portera de la finca) por el otro. A priori, la ubicación de Kazanian en «Inferno» se intuye como un acto reflejo del pianista ciego de «Suspiria». Sin embargo, Argento diseña para el anticuario una mini trama de tono a lo Poe que consolida al personaje por encima de su espectacular muerte. Encerrado en su claustrofóbica tienda, Kazanian es un solitario, un marginado, hosco con quienes le rodean y con un odio visceral por los gatos que invaden su hogar. El anticuario tullido protagoniza una de las sequenze lunghe más inolvidables del cine de Dario Argento. Una acción miserable va a convertirse en una gran aria de muerte: Kazanian aprovecha la noche del eclipse para deshacerse de sus odiados intrusos felinos. El impresionante escenario con los rascacielos y la luna, que sirve de fondo operístico y pictórico, contrasta con la naturaleza a ras de suelo, de aguas infectas, desperdicios y ratas. Kazanian se interna imprudentemente en la laguna fecal en busca de la profundidad idónea para ahogar a los gatos. Argento describe minuciosamente el dificultoso avance del anticuario, modelando para la secuencia un tempo lento sobre el cual se va manifestando un sostenido desasosiego. Muertos los gatos, Kazanian pierde el equilibrio y cae al agua. El eclipse y el teclado de Keith Emerson se unen para dar comienzo a la inapelable justicia poética de la Madres: la mano del hombre pugna por un apoyo y revienta una caja de cartón podrido llena de ratas. El eclipse parece obrar sobre los roedores, que enloquecen y se lanzan sobre la indefensa víctima. Las ratas se multiplican aterradoramente en los encuadres. Los gritos de Kazanian llegan hasta la camioneta de un vendedor ambulante de hot dogs que corre en su ayuda. O, al menos, eso es lo que pensamos. Argento prescinde del rostro del recién llegado, y le convierte en un pariente urbano del Leatherface de «La matanza de Texas», que le inflige al pobre Kazanian una expeditiva misericordia con un cuchillo de carnicero.

 

 

 

 

 

El auténtico rostro de Mater Tenebrarum, entre las llamas purificadoras.

 

 

—John y Carol. Su relación nos remite a los melodramas criminales de Mario Bava y Ricardo Freda, de quienes el film toma prestados la atmósfera malsana y los interiores con prodigalidad en cortinajes, cuadros y espejos, que acogen la vida de estos personajes. Poco hay que decir respecto a sus dos muertes casi elípticas, excepto que conjuran nuevamente elementos neurálgicos en el cine de Argento: la oscuridad (o las cuencas vacías de los ojos de John) y el fuego (o el cuerpo abrasado de la mujer).

—La muerte en el espejo. El último bloque es similar al de «Suspiria». Allí, Suzy Banyon dejaba a un lado su pasividad y se aventuraba hacia el vientre del monstruo. Mark actúa de la misma manera. Una imagen del joven superpuesta a otra del mar le vincula al motivo del agua, y le alinea con la estela de Rose y de Sara. El número tres se revela imprescindible para alcanzar el definitivo arcano: en «Suspiria» se necesitaba también un relevo de tres (Pat, Sara y Suzy) para llegar hasta Helena Marcos. Sam Dalmas cruzaba una pequeña puerta que le conducía hasta la galería de arte donde le aguardaba la letal Monica Ranieri en «El pájaro de las plumas de cristal». Argento reinterpreta aquí la secuencia en clave fantástica: Mark franquea el umbral —la composición de los encuadres es semejante— y llega hasta la gran sala de la pérfida Mater Tenebrarum. El tema del espejo unido a la madre terrible aparecía por vez primera en «Rojo oscuro»: el reflejo de Marta en el espejo proclamaba ya el advenimiento del dominio de las Tres Madres. En «Suspiria», Suzy descubría la entrada secreta en una imagen especular. Ahora un espejo se interpone entre el héroe y su adversario: un espejo que se quiebra para mostrar a la Muerte. Tiziano Sciavi debió tener presente este bellísimo instante a la hora de imaginar los reiterados encuentros con la Muerte que protagoniza su carismático detective de cómic Dylan Dog. La secuencia final, con el interior de la casa envuelta en llamas, nos muestra a Mark reflejado en varios espejos que estallan a su paso, sugiriendo quizás la posibilidad de que el personaje esté escapando a través de ellos para volver a esa normalidad representada por la calle inesperadamente llena de camiones de bomberos, que intentan sofocar el fuego de «Inferno».

Dos años después de «Inferno», y tras trabajar en un guión sobre vagabundos neoyorquinos que prometía ser tan terrorífico que amedrentó a su productor Dino de Laurentis (“Trataba del hambre, la pobreza, la desesperación, enormes banquetes canibalísticos donde la gente era descuartizada y devorada”), Dario Argento regresó al giallo con «Tenebrae», dejando aparcado su esperado proyecto de cerrar la trilogía fantástica de Las Tres Madres. La idea de base para «Tenebrae» nació del molesto acoso al que Argento fue sometido por parte de un insistente admirador, durante su estancia en Los Ángeles. Cabe intuir, también, que la memoria cinéfila de Argento retrocediera hacia uno de los últimos films de su admirado Fritz Lang, «Más allá de la duda». Si, en esa película maestra, Dana Andrews se prestaba a interpretar como protagonista una ficción criminal de la que resultaba finalmente ser culpable, también «Tenebrae» recurre a la conversión sorprendente del héroe de su film en asesino. Para el papel protagonista, el cineasta pensó en Christopher Walken, pero fue finalmente Anthony Franciosa el elegido para caracterizar a Peter Neal, el escritor de novelas policíacas que esconde bajo su citarme intelectual las tinieblas que dan título al film. A Franciosa se unieron Giuliano Gemina, Daria Nicolodi y, de forma no poco autoconsciente, el veterano

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