jueves, 15 de septiembre de 2022

Vidas imaginarias Marcel Schwob. LITERATURA DE RESCATE.


 

Vidas imaginarias

 

Schwob Marcel

Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 23 de agosto de 1867 - París, 26 de febrero de 1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima al simbolismo.

Hijo de una familia judía acomodada e ilustrada, instalada en Nantes en 1875 (su padre, que llegó a escribir una obra de teatro con Julio Verne, compró allí el diario Le Phare de la Loire), se trasladó a París para seguir sus estudios en el Liceo Louis-le-Grand, en donde reveló sus dotes como políglota. Fracasó en su intento de ingresar en la Escuela Normal Superior, pero en 1888 obtuvo la licenciatura de letras.

En 1884, descubrió a Robert Louis Stevenson (La isla del tesoro), que será uno de sus modelos y a quien traducirá. Fue también un apasionado del argot, en especial del lenguaje de los coquillards medievales, utilizado por Villon en sus baladas en jerga. Schwob publicó unas series de textos breves, a mitad de camino entre el relato y los poemas en prosa, en los que crea procedimientos literarios que tendrán influencia en autores posteriores. Así, el Libro de Monelle (1894) es precursor de Los alimentos terrestres, de André Gide, y La cruzada de los niños (1896) prefigura de Mientras agonizo, de William Faulkner, lo mismo que Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski. Igualmente, Jorge Luis Borges escribió que Vidas imaginarias (1896) fue el punto de partida de su narrativa al tomarlo como modelo para su Historia universal de la infamia.

En 1900, se casó con la actriz Marguerite Moreno, a la que había conocido en 1895. De salud muy delicada, Schwob emprenderá viaje a Jersey y a Samoa, y escribirá un relato del accidentado viaje a la isla polinesia, en donde Stevenson acababa de morir. Falleció poco después de regresar a Francia, a la edad de 37 años. Fue inhumado en el Cementerio de Montparnasse.

RECOPILADOR: DR. ENRICO PUGLIATTI.

***

Marcel Schwob

ESTUDIO PRELIMINAR

 

"Ayer Schwob estuvo en casa hasta las dos de la mañana. Me pareció como si tomara entre sus dedos finos mi cerebro y le diera vueltas, poniéndolo a la luz. Hablaba de Esquilo, comparándolo con Rodin. Analizaba Los siete contra Tebas y la rivalidad de Eteocles y Polínices y la manera geométrica, arqui­tectural, en que esta obra se halla compuesta: tantos enemigos contra tantos, tantos versos, diez por ejemplo, para cada jefe. . . De pronto la lámpara se apagó. En­cendí las velas del piano. El rostro de Schwob quedó en la sombra. Siento que ese muchacho ejercerá en mí una influencia enorme."

Aquel 20 de marzo de 1891 Jules Renard escucha durante horas a su sereno y meticuloso encantador, sin ocasión, deseos, ni fuerzas, tal vez, para escapar del subyugamiento. Pero el acaso llega para librarlo transitoriamente, la sombra que arrebata el rostro al seductor le da un respiro y en ese respiro entra justo el reconocimiento de su condición de subyugado; al­canza para eso antes de que renazca el influjo.

Lo sucedido aquella noche supone una relación y una situación que se repiten con cada lectura de Schwob, porque el aura de "encantamiento" que se desprendía del hombre, ha pasado intacta, cuando no crecida, a lo que escribió. Es esta cualidad primordial de la obra lo que en seguida percibe el lector y lo que lo envuelve de punta a cabo, de la primera a la última línea, placenteramente. Después, cuando "se apaga la lámpara y hay que encender las velas del piano", no se puede evitar que la curiosidad pique, quere­mos desentrañar el misterio, descubrir los elementos de que se compone el embrujo, saber "qué hay adentro"

Uno de los primeros que se embarcó en la indaga­ción fue Remy de Gourmont. "El genio particular de Schwob es una especie de sencillez pavorosamente compleja, que hace que, mediante la disposición y armonía de una serie de detalles justos y precisos, sus narraciones den la sensación de un detalle único. La ironía de estos cuentos y relatos biográficos raramente aparece acentuada (...); por lo general, es más bien latente, se difunde en sus páginas como una veladura a primera vista apenas perceptible. Schwob, en el curso de su narración, nunca siente la necesidad de hacer comprender sus invenciones, no es en modo alguno explicativo, y ello aguza la impresión de ironía por el contraste natural que se descubre ante un hecho que nos parece maravilloso o abominable y la breve­dad desdeñosa de un cuento".

Esta estimación de Remy de Gourmont encierra des claves que nos permiten entrever el mecanismo por dentro. Una está en lo referido a "la disposición y armonía de una serie de detalles justos y precisos. . ." Todas las narraciones de Schwob parecerían estar ar­madas alrededor de una sucesión breve de estos deta­lles "justos y precisos". Irrumpen con calculada in­termitencia en el relato para jugar un papel inusitado, porque así se trate de la narración de un rasgo –fí­sico o de carácter–, de la mención de la circunstancia en la que encuadra tal o cual hecho o de la parca indicación de un acontecimiento cósmico, lo que tienen en común es siempre su índole insólita. Y, sin em­bargo, están intercalados en la narración como avales de veracidad y cumplen con su cometido a la perfección. Casi desmienten lo contado una vez por Merimée: "Si la elección del detalle es desdichada, ya no hay ilusión. Un marinero contaba que había visto al fan­tasma de su capitán, muerto algunos días antes. –Sa­lía de la gran escotilla con su sombrero de tres picos. . .

–Cuéntale eso a los soldados –dijo uno de sus com­pañeros–. Fantasmas se ven con bastante frecuencia, pero con sombrero de tres picos, nunca. . .".1

Pues bien; los cuentos "desdeñosamente cortos" de Schwob están atinadamente salpicados de fantasmas con sombrero de tres picos, sin los cuales todo lo demás resultaría falaz, o por lo menos improbable.

Acaso fuera ese su camino para alcanzar a expre­sar su realidad tal como el admirado Stevenson había configurado la suya: "El realismo de Stevenson es perfectamente irreal y (...) por eso es todopoderoso. Stevenson no miró nunca las cosas sino con los ojos de su imaginación (...). Ya habíamos encontrado en muchos escritores el poder de realzar la realidad con el color de las palabras; yo no sé si podría encon­trarse fuera de él imágenes que, sin la ayuda de las palabras, sean más violentas que las imágenes rea­les (...), son imágenes irreales, puesto que ningún ojo humano podría verlas en el mundo que conocemos. Y sin embargo son, hablando con propiedad, la quin­taesencia de la realidad".2

Esto va por los detalles. Nos queda ahora la se­gunda clave, la de la tenuidad de la ironía y la en apariencia improcedente naturalidad, con ribetes de displicencia, con que se trata lo maravilloso y abomi­nable.

La relación de atrocidades y maravillas con tono neutro, despojado de todo énfasis, pero sustentada por una ironía apenas discernible aunque siempre actuante y sostenida por una cadencia que registra sin alharaca la magnitud de las emociones, puede ser vista como una variante de aquella "prosa apasionada" en la que pensó De Quincey, habida cuenta de que "la pasión puede ser durante mucho tiempo contenida por la me­ticulosidad y la ironía", según comentó Pierre Leyris.

Es probable que el punto de encuentro y de fusión del detalle exacto y desquiciado y de la prosa cálida y ponderada –parienta del "milagro de una prosa musical sin ritmo y sin rima, lo bastante dúctil y lo bastante dura como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, los sobresaltos de la conciencia", ambicionado por Baudelaire– sea el foco del cual emane el sortilegio.

Pero lo que importa, para nuestra dicha y regocijo, es que ninguna inspección lo anula ni recorta, pervive v está cerca, podemos desentendernos de los engranajes recónditos y disfrutarlo, sin perjuicio de volver a hur­gar en sus entrañas, cuando ya lo hayamos atravesado, para descifrar otras mil explicaciones posibles.

Los historiadores de la literatura ubicaron a Schwob en el "simbolismo", marbete puesto a un momento de la historia de las letras para el cual Hubert Juin juzgó forzoso encontrar una "definición coherente, exacta y de aplicación constantemente segura". "Lo que se sabe, con toda evidencia –explicó– es que entre 1885 y 1900 una cierta poesía agonizaba y que otra, con tanteos extraños, se esforzaba por nacer. Y nos acostumbramos, para no perder tiempo, a llamar par­nasianos a los moribundos y simbolistas a los inno­vadores. Los historiadores puristas introdujeron, en ese instante y en ese lugar, sutilezas de acomodamiento: hay, dijeron, decadentes que no son simbolistas y versolibristas que, bien vistos, no son ni decadentes  ni  sim­bolistas, a decir  verdad". Fue Bretón quien  en  1911 advino para

 

 

 

1 Merimée, P.: Oeuvres completes, Eludes de littérature russe, t. 1, París, H. Champion, 1931.

2 Schwob, M.: Spicilége, 1896 (en Jarry, Schwob et Stevenson, por Anne de Latis, Dosiers acenonétes du Collége de Pataphysique, n° 5).

sentenciar tajante que "a decir verdad, no hay decadente que no haya sido simbolista o versilibrista y a la recíproca", 3 dictamen al cual se pliega Juin.

Allí está Schwob, entre simbolistas y decadentes, más cerca de estos últimos, junto a ellos, unido a ellos por los rasgos en común que se creyó encontrarles; y está aquí, sobre todo aquí, en las Vidas imaginarias, solo, magnífico superviviente, salvado por lo único que cada hombre llega a poseer realmente de sí mismo, sus rarezas.

 

Los mecanismos persuasivos y desconcertantes que arma, figuraciones de ese su fantástico "sin espectros ni fantasmas", pero con profusión de alucinados "cu­yas alucinaciones bastan para espantarnos" 4, asienta en su inconmensurable erudición, en esa cultura "un poco talmúdica que de todo hacía acopio" 5. El principio de esa cultura se remonta a los más tempranos días de la infancia.

Su padre fue condiscípulo de Gustave Flaubert, ami­go de Théophile Gautier, a quien admiraba, y aven­turó algunas líneas en el Corsaire Satán, la publica­ción de Baudelaire. En 1849 incurrió en un vaudeville intitulado Abdallah, que nunca fue representado ni publicado, en connivencia con otro de sus amigos, Julio Verne.

En 1882 la familia Schwob decidió enviar a su hijo a estudiar en París, donde tendría que vivir con su tío León Cahun, hermano de su madre, Mathilde. Este tío era el muy docto autor de unos cuantos libros y ocupaba el cargo de bibliotecario en jefe de la Bi­blioteca Mazarine, en el Instituto de Francia. Y ese, el Instituto de Francia, fue el primer alojamiento de Marcel en París.

Pero agregadas a su educación convencional, que fue esmeradísima, hubo muchas lecturas, diversas y constantes. Con el tiempo, nada de lo literario le fue extraño. Llegó a conocer al dedillo y a barajar con deslumbrante soltura las letras griegas, latinas, me­dievales y sobre todo, las inglesas, que prefirió. Marcel Schneider 6 escribió que en Meredith aprendió la paciencia para las observaciones minuciosas, y que satisfizo su gusto por lo maravilloso y extraordinario con la lectura de Shakespeare, Poe y los ingleses del siglo XIX, Stevenson y Swimburne en particular.

Le tocó vivir el tiempo ya señalado para siempre con "el sobrenombre tan famoso como peligroso de bélle époque, apodo hasta cierto punto explicable si se acepta que "de 1880 a 1910 Francia conoció la más grande epidemia de risa de su historia. Los dia­rios cómicos se contaban por decenas y Le Rire (La Risa) tiraba 150.000 ejemplares"7. Se reía en el mu­sic-hall, en el circo, en el café concert...

Levantados y envueltos por este jolgorio se expan­dían los Catulle Mendés y los Louis Veuillot, ovacio­nados por la gente de orden; y moría sin escándalo Lautreamont y vivían malamente Verlaine, Rimbaud, Corbiére, Laforgue. . ., sin que se diera por enterada la "élite poseedora de los secretos de la elegancia y del buen gusto, dada a lo exquisito y a lo refinado"8.

 

 

 

3 Juin, H.: "Des fanatiques de l'ecriture: les symbolistes", Magazine Littéraire, n° 52, París, mayo 1971.

4 France, Anatole: Le Temps, 12 de julio de 1891.

5 Juin, H.: Prólogo a Le roi au masque d'or / Vies imaginaires / La croisade des enfants, París, U.G.E., 1979.

6 Schneider, M.: La littérature fantastique en Franco, París. Fayad, 1964.

7 Carriére, J. C: Humour 1900 (Presentación), París, Edit. Ju. 1963.

8 Juin, H.: "Chiméres fin de siécle". Magazine Littéraire, N° 35, París, diciembre de 1969.

Hubo dos mujeres en la vida de Schwob. Una se llamó Louise, y de ella poco y nada se sabe. Una prostituta, insinúan como al pasar las malas lenguas: una pobre obrera, afirman con benevolencia las almas rectas. Era, según parece, una chiquilina pequeña y endeble que abusaba del café y del tabaco, según cuenta Pierre Champion. Se convirtió en la Monelle del Livre de Monelle y murió abatida por la pobreza y la tuberculosis a pesar de los muchos cuidados que Schwob le prodigó. La otra fue Marguerite Moreno, la celebérrima y talentosa actriz de la Comedia Francesa. Su relación fue larga –se encontraron en enero de 1895 y se separaron a la muerte de Schwob, diez años des­pués– y poco común– pues por entonces hizo presa de él una enfermedad de la cual sólo se sabe que fue extraña y atroz. "A fines de aquel mismo año –refiere su biógrafo, el ya citado Pierre Champion– fue ope­rado por primera vez. Luego tuvo que soportar cuatro operaciones más debido a un mal misterioso que los mé­dicos diagnosticaban de modo diverso. Desde entonces Schwob fue sólo un inválido condenado a arrastrar una vida lánguida y precaria, mutilado, herido irreparable­mente en su dignidad de hombre. . .". No obstante, con­trajeron matrimonio en Londres en setiembre de 1900. La enfermedad le carcomió cuerpo y alma. Agriado el carácter, se tornó intratable y poco a poco fue que­dando solo. En octubre de 1901 se embarcó hacia las Samoa, en la estela de su querido y admirado Steven­son, quien allí había muerto y estaba enterrado y al que los nativos evocaban con cariño como al "tusitala", "el que cuenta historias". En marzo de 1902 regresó a París y, sobreponiéndose a los embates renovados de la enfermedad, continuó viajando y trabajando hasta el 26 de febrero de 1905, fecha de su muerte, a los 37 años de su nacimiento, acaecido en Chaville, distrito de Versailles, el 23 de agosto de 1867.

 

Julio Pérez Millán

miércoles, 14 de septiembre de 2022

LA MUERTE MORADA Gustav Meyrink





Gustav Meyrink

El monje Laskaris y

otros relatos extraños

y esotéricos

Valdemar - Gótica 66


PRÓLOGO

Gustav Meyer (1868-1932), más conocido por el

pseudónimo de Gustav Meyrink, entró en el mundo

literario forzado por unas circunstancias adversas que

dieron un vuelco radical a su vida. Joven propietario de

un Banco en Praga, provocador de escándalos, duelista,

estudioso del ocultismo, fue víctima de una

confabulación que estuvo a punto de costarle la libertad

y la salud. Por fortuna se declaró su inocencia, pero su

reputación profesional quedó definitivamente dañada y

poco después tuvo que hacer pública su bancarrota.

Tras esa triste experiencia, que le obligó a

abandonar, completamente arruinado, la ciudad donde

había residido durante veinte años, la literatura se

convirtió en su refugio y en un precario medio de vida.

En su obra vertió no sólo sus profundos conocimientos

de ocultismo, alquimia, espiritismo y de las más

variadas corrientes esotéricas, sino también una aguda

intención crítica y satírica, fruto de sus roces con la

sociedad de su tiempo. La publicación de la novela El

golem, ambientada en una Praga fantástica ya misteriosa,

cimentó su fama literaria, poniendo de manifiesto su

extraordinaria capacidad para recrear atmósferas

siniestras y sobrenaturales, que envuelven al lector como

una segunda realidad y ejercen una ominosa fuerza de

atracción.

En este volumen hemos reunido una serie de relatos y

cuentos que participan de los temas de sus grandes

novelas, entre las que destacan El Ángel de la Ventana

de Occidente o El dominico blanco. Son pequeñas

piezas maestras que reflejan las peculiares obsesiones

del autor, obsesiones que le acompañaron durante toda

su vida y que intentaba expresar desde las perspectivas

más variadas. La alquimia, la búsqueda de la piedra de

la sabiduría, la inmortalidad del hombre, eran, entre

otras, las cuestiones que más le inquietaban, estudiando

con tenacidad la literatura especializada, los textos de

los personajes históricos más enigmáticos, como Roger

Bacon o John Dee. Por añadidura, él mismo

experimentaba con su propio cuerpo, sometiéndolo con

una intransigencia rayana en el fanatismo a los ejercicios

más exigentes. No obstante, su voluntad de llegar a los

límites del saber y de la experiencia, desembocaba una y

otra vez en decepciones y en una amarga frustración,

dada la cantidad de estafadores y diletantes que

frecuentaban (y siguen frecuentando) esos campos del

saber. Su insobornable sed de autenticidad, pese a todo,

se mantuvo incólume hasta el último día de su vida.

Los relatos y cuentos que hemos reunido,

seleccionados de sus colecciones Historias de

alquimistas y Murciélagos, nos ofrecen, asimismo, una

idea clara de la técnica literaria y de las estrategias

empleadas por el autor para captar la atención del

lector, aunque Meyrink prefería hablar de «sugestión»

antes que de técnica o estilo literarios. Con frecuencia

sus textos generan una atmósfera extraña, con tonos

místicos, que una y otra vez se ve rasgada por

elementos irónicos y grotescos de crítica social. A

veces el horror se funde con el absurdo en una

simbiosis angustiosa y desesperanzadora. También se

percibe en sus textos un poso melancólico o una visión

triste y desengañada de la existencia, pero sin caer en

el cinismo. Inspirado por Hoffmann, Poe y Dickens,

cuya obra tradujo al alemán, Gustav Meyrink logró

plasmar en sus novelas y cuentos una fascinante

personalidad y un espíritu sensible y lúcido. Su

originalidad creadora sigue siendo, pese a muchos

intentos, inimitable.

J. Rafael Hernández Arias

*** 

LA MUERTE MORADA

Gustav Meyrink

El tibetano calló.

Su figura desgarbada permaneció todavía algún tiempo de pie, inmóvil, erecta, y luego desapareció en la selva.

Sir Roger Thornton miraba fijamente la hoguera. Si no fuera un penitente, un sanyasin, aquel tibetano que, además, iba en peregrinación a Benarés, no hubiera creído ni una sola de sus palabras. Pero un sanyasin no miente ni puede ser engañado.

¡Y luego aquellas contracciones crueles en el rostro del asiático! ¿O sería que se dejó engañar por el resplandor de la hoguera que se reflejaba en los ojos mongoles?

Los tibetanos odian a los europeos y guardan celosamente sus mágicos secretos, con los que esperan aniquilar un día a los orgullosos extranjeros, cuando suene la hora.

Sea como fuere, Sir Roger Thornton desea comprobar con sus propios ojos si efectivamente existen fuerzas ocultas en ese pueblo extraño. Pero necesita compañeros, hombres valerosos cuya voluntad no se quiebre ante los horrores de un mundo diferente.

El inglés pasa revista a sus compañeros… Aquel afgano sería el único entre los asiáticos para ser tomado en cuenta. Es intrépido como una fiera, pero supersticioso. Así, pues, sólo queda su criado europeo.

Sir Roger lo toca con la punta de su bastón. Jaburek quedó completamente sordo a los diez años, pero sabe leer cada palabra de los labios de su amo, por muy rara que sea.

Sir Roger le cuenta con expresivos gestos lo que oyó decir al tibetano… A unas veinte jornadas del lugar donde se encuentran, en un valle de las laderas del Himavat, exactamente señalado, hay un trozo de tierra sumamente extraño. Por tres de sus lados se elevan muros rocosos, cortados a pico; el único acceso está cerrado por gases ponzoñosos que emanan continuamente del suelo y matan al instante a todo ser viviente que pretenda pasar. En el desfiladero, que cubre unas cincuenta millas cuadradas, en medio de la vegetación más exuberante, vive, al parecer, una pequeña tribu de raza tibetana que, según el rumor, va tocada de rojos gorros puntiagudos y adora a un ser malvado y satánico en forma de pavo real. Ese ser diabólico enseñó a los habitantes la magia negra, y en el transcurso de los siglos les ha ido revelando misterios que un día habrán de transformar el globo terrestre. Se dice que les enseñó una especie de melodía capaz de aniquilar en un instante al hombre más fuerte.

Jaburek sonrió desdeñosamente.

Sir Roger le explicó que se proponía cruzar los lugares envenenados con ayuda de escafandras y balones de aire comprimido y luego penetrar en el interior del misterioso desfiladero.

Jaburek movió la cabeza en señal de asentimiento y se frotó con satisfacción las sucias manos.

El tibetano no había mentido. Allá abajo se extendía, cubierta de verdor, la extraña garganta: un cinturón de tierra amarillenta, desértica y corroída por las erosiones separaba el desfiladero del mundo exterior en una anchura que se tardaba media hora en recorrer. El gas que surgía del suelo era ácido carbónico puro.

Sir Roger Thornton, que desde la cumbre de una colina pudo apreciar la anchura de aquel cinturón, decidió emprender la marcha a la mañana siguiente. Las escafandras que había encargado en Bombay funcionaban perfectamente.

Jaburek llevaba los dos rifles de repetición y diversos instrumentos que su amo consideraba indispensables.

El afgano se negó tenazmente a acompañarlos y declaró estar dispuesto a meterse en una cueva de tigres, pero que se cuidaría mucho de hacer nada que pudiera comprometer su alma inmortal.

Así, los únicos osados fueron los dos europeos.

Los cascos de cobre de las escafandras refulgían al sol y lanzaban extrañas sombras al suelo esponjoso del que ascendían, en innumerables y diminutas burbujas, las letales emanaciones. Sir Roger imprimió a su marcha un ritmo muy rápido para evitar el consumo del aire comprimido antes de haber cruzado la zona de los gases. Todo lo veía turbio, como a través de una tenue capa de agua. La luz del sol, de un verde fantasmal, teñía los lejanos glaciares del «techo del mundo», que levantaba sus gigantescos perfiles como un singular páisaje de muerte.

Finalmente, hallaron verde césped, y Sir Roger encendió un fósforo para cerciorarse de la presencia del aire atmosférico en todos los niveles. Después se quitaron los cascos y descargaron los balones de aire.

A sus espaldas se elevaba la muralla de gas, como una temblorosa masa de agua. En el aire flotaba un aroma embriagador de flores de amberia.

Tornasoladas mariposas, del tamaño de una mano, cubiertas de raros dibujos, descansaban con las alas abiertas, como si fueran libros de magia, sobre inmóviles flores.

Caminando bastante separados uno de otro, ambos se dirigieron hacia un bosquecillo que les cerraba el horizonte. Sir Roger hizo una señal a su sordo criado, porque le pareció haber oído un ruido. Jaburek preparó el rifle.

Al llegar a un extremo del bosque, una pradera se ofreció a su vista. Apenas a un cuarto de milla inglesa, unos cien hombres, evidentemente tibetanos, tocados con gorros rojos, habían formado un semicírculo y esperaban a los intrusos. Sir Roger avanzó, seguido de su criado.

Los tibetanos llevaban las habituales zamarras de piel de carnero; mas, a pesar de ello, casi no parecían seres humanos, tan espantosamente feos y deformes eran sus rostros. Dejaron que los dos hombres se acercaran más, y de pronto, a una orden de su jefe, levantaron todos a la vez las manos, se oprimieron con fuerza los oídos y gritaron algo.

Jaburek miró interrogativamente a su amo y levantó el rifle porque el extraño movimiento de los tibetanos le pareció una señal de ataque. Pero lo que sus ojos vieron le heló la sangre en las venas: en torno a su amo se había formado una masa gaseosa, agitada y remolineante, parecida a la que habían atravesado poco antes. La figura de Sir Roger perdió los contornos, como si hubiese sido desbastada por el remolino; la cabeza tornó se puntiaguda; toda la masa se hundió en sí misma, como en fusión, y en el lugar donde hacía un instante se encontraba el audaz inglés había ahora un cono de color violeta claro del tamaño de un pilón de azúcar.

El sordo Jaburek fue presa de la ira. Los tibetanos seguían gritando y él observaba con gran atención sus labios para descifrar lo que decían. Era siempre una y la misma palabra.

De pronto, el jefe de los tibetanos dio un salto adelante y todos se callaron, al tiempo que bajaban las manos. Como panteras se arrojaron sobre Jaburek. Este empezó a disparar contra la multitud, que se detuvo por un instante. Instintivamente, les gritó la palabra que poco antes había leído en sus labios.

—¡Emelen! ¡E… me… len! —rugía, una y otra vez, hasta que el desfiladero se estremeció como agitado por las fuerzas de la naturaleza.

Todo lo veía como a través de unos lentes de gran intensidad y el suelo parecía hundirse bajo sus pies… Pero sólo duró un momento; ahora veía de nuevo con claridad. Los tibetanos habían desaparecido, como antes su amo, y sólo incontables pilones de azúcar color lila se levantaban ante él.

El jefe de los tibetanos aún vivía. Las piernas se le habían convertido en una papilla azulenca y el tronco comenzaba a encogerse: era como si el hombre estuviese siendo digerido por un ser del todo transparente. No llevaba gorro rojo, sino una especie de tocado en forma de mitra donde se movían unos ojos amarillos.

Jaburek le descargó un culatazo en el cráneo, pero no pudo evitar que el moribundo le hiriera en el pie con una hoz arrojada en el último momento.

Miró a su alrededor. La soledad era absoluta. El aroma de las flores de amberia se intensificó y se hizo casi punzante. Parecía emanar de los conos color lila, que Jaburek se puso a observar ahora. Todos eran iguales y estaban formados de la misma materia gelatinosa de color morado claro. Era imposible encontrar los restos de Sir Roger entre todas aquellas moradas pirámides.

Jaburek arreó un puntapié en la cara del jefe tibetano muerto y rechinando los dientes, volvió sobre sus pasos. Desde lejos vio sobre la hierba, brillando al sol, los dos cascos. Llenó el balón de aire con una bomba portátil y penetró en la zona gaseosa. El camino parecía no acabar nunca. El infeliz sentía que las lágrimas mojaban sus mejillas. ¡Oh, Dios, su amo estaba muerto! ¡Muerto aquí, en la lejana India! Los gigantes helados del Himalaya bostezaban cara al cielo. ¡Qué les importaba el dolor de un pequeño corazón humana!

Jaburek trasladó fielmente al papel, palabra por palabra, todo lo que había sucedido y no comprendía, y dirigió su escrito al secretario de su amo, que residía en Bombay, en la calle Adheritollah, número 17. El afgano se encargó de llevarlo. Poco tiempo después, Jaburek murió, porque la hoz del jefe tibetano estaba envenenada.

«Alá es Uno y Mahoma su profeta», rezó el afgano, tocando el suelo con la frente. Los cazadores hindúes cubrieron el cadáver con flores y lo incineraron, entre cantos piadosos, sobre una hoguera de leña.

Alf Murad Bey, el secretario, palideció al recibir el horrible mensaje y transmitió el escrito a la redacción de la Indian Gazette.

El nuevo diluvio llegó.

La Indian Gazette, que publicó el «caso de Sir Roger Thornon», apareció al día siguiente con tres horas de retraso. Un accidente extraño y horripilante tuvo la culpa del retraso: Birendranath Naorodjee, redactor del periódico, y dos empleados subalternos, que solían revisar las páginas con él a medianoche, antes de salir la edición, desaparecieron del despacho sin dejar rastro. En lugar de ellos había en el suelo tres cilindros azulencos y gelatinosos, y junto a ellos el periódico recién impreso. Apenas acababa la policía, con la petulancia de siempre, de tomar las primeras declaraciones, cuando llegaron las noticias de innumerables casos similares.

Personas que leían periódicos desaparecían por docenas ante la vista de la asustada multitud que cruzaba las calles, presa de agitación. Innumerables pirámides moradas quedaban esparcidas alrededor, en las escaleras, mercados y callejuelas, hasta donde abarcaba la vista.

Al anochecer, Bombay quedó medio despoblada. Una orden de las autoridades sanitarias dispuso la inmediata clausura del puerto, así como de todo tráfico con el exterior, a fin de impedir la propagación de la nueva epidemia, pues no podía tratarse de otra cosa. El telégrafo y el cable zumbaron día y noche mandando al mundo entero la terrible noticia y detalles del «caso de Sir Roger Thornton».

Al día siguiente, la cuarentena fue levantada, como extemporánea. Mensajes de terror de todos los países anunciaban que la «muerte morada» se propagaba por tantas partes, casi simultáneamente, y amenazaba con despoblar la tierra. Todo el mundo perdió la cabeza y la sociedad civilizada parecía un gigantesco hormiguero en que un mozo de aldea había metido su pipa encendida.

En Alemania, la epidemia estalló primero en Hamburgo. Austria, donde no se leen más que las noticias locales, se libró durante algunas semanas.

El primer caso ocurrido en Hamburgo fue particularmente estremecedor. El pastor Stüiken, hombre al que la edad venerable había vuelto casi sordo, estaba sentado por la mañana a la mesa del desayuno, rodeado de sus familiares: Teobaldo, el hijo mayor, con su larga pipa de estudiante; Yette, la fiel esposa, y Mina y Tina. En una palabra, todos, todos. El anciano padre acababa de desplegar un periódico inglés recién llegado y leía a los suyos el relato del «caso de Sir Roger Thornton». Apenas había pronunciado la palabra Emelen e iba a fortalecerse con un sorbo de café, cuando advirtió, preso de horror, que sólo lo rodeaban conos de gelatina morada. De uno de ellos sobresalía aún la larga pipa estudiantil. Todas las cuatro almas se las llevó el Señor a su seno. El piadoso anciano cayó desmayado.

Una semana más tarde, la mayor parte de la humanidad estaba muerta. Le fue reservado a un sabio alemán poder arrojar un poco de luz sobre los acontecimientos. La circunstancia de que la epidemia respetase a los sordos y sordomudos, le sugirió la idea de que se trataba de un fenómeno puramente acústico. En su solitaria buhardilla de estudioso llevó al papel una larga conferencia científica y anunció con algunas frases su lectura pública.

El sabio, en su exposición, se refirió a ciertos escritos religiosos hindúes, casi desconocidos, que trataban acerca de la provocación de tormentas de fluidos astrales remolineantes mediante la pronunciación de ciertas palabras y fórmulas secretas, y fundamentó su relato en las más modernas experiencias en el campo de la teoría de las vibraciones y radiaciones.

Pronunció su disertación en Berlín, y fue tal la afluencia de público, que tuvo que valerse de un tubo acústico mientras leía las largas frases. Cerró su memorable discurso con las siguientes lapidarias palabras:

—Vayan a ver a un especialista del oído para que los vuelva sordos y cuídense de pronunciar la palabra… Emelen.

Un segundo después, el sabio y sus oyentes no eran más que conos inanimados de gelatina, pero el manuscrito no fue destruido, fue conocido y estudiado, y así la humanidad pudo evitar su total exterminio.

Algunos decenios más tarde, estamos en 19…, una nueva generación de sordomudos puebla el globo terrestre. Usos y costumbres son diferentes, las clases y la propiedad han sido desplazadas. Un especialista del oído gobierna al mundo. Las partituras han sido arrojadas a la basura, junto con las viejas recetas de los alquimistas de la Edad Media. Mozart, Beethoven y Wagner se han vuelto ridículos, como antaño Alberto Magno y Bombasto Paracelso. En las cámaras de tormento de los museos, algún piano polvoriento muestra sus viejos dientes.

Nota del autor: Se advierte al estimado lector que no pronuncie en voz alta la palabra Emelen.

martes, 13 de septiembre de 2022

GUILLOTINA Victor Hugo

 


GUILLOTINA

Victor Hugo

Sucedió en D. una aventura trágica.

Un hombre fue condenado a muerte por asesinato. Era un desgraciado, no completamente ignorante, no del todo falto de instrucción, que había sido titiritero en las ferias, y memorialista. Aquella causa metió mucho ruido en la ciudad. La víspera del día fijado para la ejecución del reo, el capellán de la cárcel cayó enfermo. Era menester un sacerdote para que asistiera al reo en sus últimos momentos. Se fue a buscar a un cura, el cual parece que rehusó asistirle, diciendo que aquello no le concernía. «Yo —dijo— nada tengo que ver con esa tarea, ni con ese saltimbanqui; también yo estoy enfermo, además, esta no es mi función». Se le repitió esta respuesta al obispo quien dijo: «El señor cura tiene razón; esa misión no es de él, es mía». Inmediatamente marchó a la cárcel, bajó al calabozo del saltimbanqui, le llamó por su nombre, le dio la mano y le habló. Pasó todo el día a su lado, olvidando el alimento y el sueño, pidiendo al reo que rezara por la vida de él, el obispo.

Le dijo las mejores verdades, que era un amigo; obispo sólo para bendecir. Le enseñó todo, tranquilizándole y consolándole. Aquel hombre iba a morir desesperado; la muerte era para él un abismo. En pie y estremecido sobre el umbral lúgubre de la tumba, retrocedía horrorizado. No era bastante ignorante para ser absolutamente indiferente. La sentencia, rápida y profunda sacudida, había, en cierto modo, roto acá y allá en torno suyo ese cercado que nos separa del misterio de las cosas, y al cual llamamos vida. Miraba sin cesar fuera de este mundo por aquellas fatales brechas, y sólo alcanzaba a ver tinieblas. El obispo le hizo ver una luz.

Al día siguiente, cuando fueron a buscar al reo, el obispo estaba allí. Le siguió, y se presentó a la vista del pueblo con su traje morado, con su cruz episcopal al cuello, al lado de aquel miserable amarrado y sujeto con cuerdas.

Subió con él a la carreta, y luego al cadalso. El reo, taciturno y abatido la víspera, estaba animado y radiante, pero contrito. Sentía que su alma se había reconciliado, y esperaba en Dios. El obispo le abrazó, y en el momento en que la cuchilla iba a caer le dijo: «Aquel a quien el hombre mata, Dios le resucita: aquel a quien sus hermanos repelen, lo acoge, el Padre. Orad, creed, entrad en la vida. El Padre está allí».

Cuando bajó del cadalso había alguna cosa en su mirada que hizo que el pueblo le abriese camino. No se sabía qué era más de admirar en él, si su palidez o su serenidad… Al volver a aquella humilde habitación, que él llamaba sonriendo «su palacio», dijo su hermana: «Acabo de oficiar de pontífice».

Como las cosas más sublimes son por lo general las menos comprendidas, no faltó gente que, comentando la conducta del obispo, dijera que aquello «era teatro». Pero fue sólo un comentario de salón. El pueblo, que nunca supone malicia en las acciones verdaderamente santas, quedó estremecido y admirado.

En cuanto al obispo, la vista de la guillotina fue para él un golpe terrible, del cual tardó mucho tiempo en reponerse.

En efecto: el patíbulo, cuando está ante nuestros ojos levantado, en pie, derecho, tiene algo que alucina. Se puede abrigar cierta indiferencia hacia la pena de muerte, no pronunciarse ni en pro ni en contra, no decir que sí ni que no, mientras no se ha visto una guillotina; pero si se llega a encontrar una, la sacudida es violenta; es menester decidirse, y tomar partido en pro o en contra de ella.

Los unos la admiran, como De Maistre; los otros la execran, como Beccaria. La guillotina es la concreción de la ley: se llama «vindicta», no es neutral, ni os permite que lo seáis tampoco. Quien llega a divisarla, se estremece con el más misterioso de los estremecimientos. Todas las cuestiones sociales alzan sus interrogantes en torno de aquella cuchilla.

El cadalso es una visión: no es un tablado, ni una máquina, ni mecanismo inerte de madera, de hierro y de cuerdas. Parece que es una especie de ser, que tiene no sé qué sombría iniciativa. Se diría que aquellas cuerdas tienen voluntad. En la horrible meditación en que aquella vista sume al alma, el patíbulo aparece terrible y como teniendo conciencia de lo que hace. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre. El patíbulo es una especie de monstruo fabricado por el juez y por el carpintero; un espectro, que parece vivir de una especie de vida espantosa, hecha y amasada con todas las muertes que ha dado.

Así, la impresión fue horrible y profunda: al siguiente día de la ejecución, y aun muchos días después, el obispo estuvo abatido. Habíase desvanecido la serenidad casi violenta del fatal momento, y el fantasma de la justicia social le asediaba. Él, que de ordinario recababa de todas sus acciones una satisfacción tan pura, parecía como que se acusaba en esta, como que le causaba pesar el haberla llevado acabo. A intervalos hablaba consigo mismo, y murmuraba a media voz lúgubres monólogos. He aquí uno que su hermana oyó y recogió una noche:

—No creía que esto fuese tan monstruo. Acaso es una falta absorberse en la ley divina hasta el punto de no acordarse de la ley humana. Sólo a Dios pertenece la muerte. ¿Con qué derecho tocan los hombres a esta cosa desconocida?

Con el tiempo estas impresiones se atenuaron y acaso se borraron del todo. Sin embargo, se observó que desde entonces el obispo evitaba pasar por la plaza de las ejecuciones.

A cualquier hora se podía llamar a monseñor Myriel a la cabecera de los enfermos y de los moribundos. No ignoraba que aquél era su mayor deber y su mayor tarea. Las viudas y los huérfanos no necesitaban llamarle; iba él mismo. Sabía sentarse y callar largas horas al lado del hombre que había perdido la mujer que amaba, o de la madre que había perdido a su hijo; y así como sabía el momento de callar, conocía también el instante en que debía de hablar. ¡Oh qué admirable consuelo llevaba! No trataba de borrar el dolor con el olvido sino de agrandarlo y dignificarlo por la esperanza. Decía: «cuidado con la manera con que recordáis a los muertos. No penséis en lo que se pudre. Mirad fijamente, con atención, y veréis la viva luz de vuestro amado difunto allá en el fondo del cielo». Sabía aconsejar y tranquilizar al hombre desesperado, señalando con el dedo al hombre resignado, y transformar el dolor del que mira a una fosa, enseñándole la paz del que mira a una estrella.

lunes, 12 de septiembre de 2022

LA EJECUCIÓN DE TROPPMANN Iván Turgueniev I

 


LA EJECUCIÓN DE TROPPMANN

Iván Turgueniev

I

En el mes de febrero de este año, cuando me encontraba en París, almorzando en casa de unos amigos, recibí una inesperada invitación de Máxime Ducamp para asistir a la ejecución de Troppmann.

No se trataba sólo de su ejecución: Ducamp me proponía contarme entre los raros privilegiados autorizados a entrar en la misma prisión.

El espantoso crimen cometido por Troppmann no había sido todavía olvidado y, en aquellos momentos, París se interesaba tanto o más por él y por su próxima ejecución como por el nuevo misterio pseudo-parlamentario o por el asesinato de Victor Noir, muerto a manos del príncipe Pedro Bonaparte, tan sorprendentemente absuelto después.

En todos los escaparates de los fotógrafos se exhibían series enteras de retratos que representaban a un joven robusto, de frente amplia, ojos negros y pequeños, y labios gruesos. Era el ilustre asesino de Pantin.

Desde hacía varias noches, miles de personas humildes se reunían en los alrededores de la Roquette para ver si se montaba ya la guillotina, y no se dispersaban hasta pasada la medianoche.

Tomado de sorpresa por la invitación de Ducamp, no lo pensé mucho y acepté. Una vez dada mi palabra de acudir a la cita, delante de la estatua del príncipe Eugenio, en el bulevar del mismo nombre, a las once de la noche, no quise echarme atrás. Un falso pudor me lo impedía. Que nadie pensara que me faltaba valor.

Como castigo que me impongo a mí mismo, y como enseñanza para los demás, quiero contar todo lo que vi, quiero revivir las penosas impresiones de aquella noche. Quizá, así, mi relato no sólo satisfaga la curiosidad del lector sino que, además, le sirva de alguna utilidad.

II

Ducamp nos esperaba ante la estatua del príncipe Eugenio, acompañado de unos hombres. Entre ellos se encontraba el señor Claude, el célebre jefe de la policía, a quien Ducamp me presentó.

Los demás eran, igual que yo, visitantes privilegiados, periodistas, reporteros, etcétera. Ducamp me previno de que, probablemente, tendríamos que pasar la noche sin dormir, en la casa del comandante de la prisión. La ejecución de los condenados tiene lugar, en invierno, a las siete de la mañana, pero teníamos que estar allí antes de la medianoche; de lo contrario, no podríamos atravesar el gentío.

Desde la estatua del príncipe Eugenio hasta la Roquette no hay más de medio kilómetro. Por el momento, no vi nada extraordinario. En los bulevares había la misma multitud de siempre. Quizá se podía notar que todo el mundo avanzaba en la misma dirección, incluso algunos, sobre todo las mujeres, como a tirones. Además, todos los cafés y todas las tabernas relucían con sus luces, lo que era raro en un barrio tan alejado del centro, sobre todo, a una hora tan tardía. La noche no era de niebla sino empañada, húmeda sin lluvia, fría sin escarcha, una verdadera noche francesa de enero.

El señor Claude declaró que ya era el momento de partir, y nos pusimos en camino.

Conservaba su tranquilidad de hombre ocupado en quien semejantes acontecimientos no producían más sensación que el deseo de descargarse, lo más rápidamente posible, de un deber falto de alegría.

El señor Claude es un hombre de unos cincuenta años, de talla media, rechoncho, de anchos hombros, cabellos muy cortos y rasgos pequeños, casi minúsculos. Sólo la frente, el mentón y la nuca son excesivamente anchos. Una energía inquebrantable se revela en su voz, monótona y seca, en sus ojitos, pálidos y grises, en sus dedos cortos y fuertes, en sus pies musculosos, en todos sus movimientos, lentos pero firmes. Es, según se dice, un maestro en su arte, una persona astuta que inspira un gran terror a todos los ladrones y asesinos. Los criminales políticos no estaban bajo su jurisdicción.

Su colega, el señor J., al que Ducamp también me alabó mucho, tiene el aspecto de un hombre afable, casi sentimental, de maneras más delicadas.

Aparte de estos dos señores, y quizá también de Ducamp, todos estábamos —o quizá así me lo pareció— un poco incómodos y algo confusos aunque seguíamos valientemente la fila, como en una cacería.

A medida que nos aproximábamos a la prisión, había más gente a nuestro alrededor, aunque no se tratara de una verdadera muchedumbre. No se oían gritos ni conversaciones en voz alta. Estaba claro que la representación no comenzaba todavía. Sólo los chiquillos se agitaban alrededor y, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón y bajando la visera de sus gorras hasta la nariz, caminaban de acá para allá con ese paso arrastrado, ese paso de oca que sólo se ve en París y que, en un abrir y cerrar de ojos, se convierte en una marcha ágil, parecida a los saltos que dan los monos.

—¡Miradle, miradle, es él! —dijeron algunas voces a mi alrededor.

—¿Sabe usted? —me dijo Ducamp—, le confunden con el verdugo.

Un buen principio, pensé.

El Señor de París, como aquí llaman al verdugo, al que conocí esa misma noche, es canoso, como yo, y tiene mi misma talla.

Súbitamente, apareció un espacio no demasiado ancho, flanqueado, a ambos lados, por unos edificios parecidos a cuarteles, con un aspecto sucio y de una arquitectura vulgar.

Era la plaza de la Roquette.

A la izquierda se encuentra la prisión de los detenidos juveniles; a la derecha, la casa donde se mantenía a los condenados a muerte o prisión de la Roquette.

III

Esta plaza estaba cortada, a lo ancho, por cuatro filas de soldados. Otras cuatro filas semejantes se alineaban cuatro cientos pasos detrás de las primeras. Generalmente, no suele haber soldados; pero, esta vez, el gobierno, a causa del renombre de Troppmann y del estado de los ánimos, caldeados por el asesinato de Noir, creía conveniente no limitarse solamente a la policía y adoptaba medidas extraordinarias.

Las puertas principales de la Roquette se encontraban justo en medio del espacio vacío dejado por los soldados. Algunos guardias urbanos se paseaban lentamente ante estas puertas.

Un joven oficial, bastante grueso, con muchos galones en el quepis, se precipitó sobre nuestro grupo con una insolencia que me recordó el tiempo pasado en mi patria; pero se calmó al reconocer a los suyos.

Con grandes precauciones, se entreabrieron las puertas para dejarnos pasar a un pequeño puesto militar. Después de habernos registrado e interrogado convenientemente, nos condujeron, a través de dos patios interiores, uno grande y uno pequeño, a la residencia del comandante.

Este comandante, un hombre fuerte, alto, con bigotes y perilla grises, la figura típica de un elegante oficial francés, de nariz aquilina, ojos inmóviles y rapaces y cráneo muy pequeño, nos recibió con sencillez y amabilidad. Pero, en contra de su voluntad, sus gestos y sus palabras revelaban que se trataba de un mocetón sólido, un servidor ciegamente adicto que no se detendría ante la ejecución de una orden de su amo, cualquiera que fuera esta. Por lo demás, ya había dado pruebas de su celo: la noche del golpe de Estado del 2 de diciembre había ocupado, con su batallón, la imprenta del Moniteur.

Como un auténtico caballero, puso a nuestra disposición su residencia, que se encontraba en el segundo piso del cuerpo principal y que constaba de cuatro piezas bastante bien amuebladas. En dos de estas habitaciones había chimeneas con el fuego encendido. Una pequeña galga, con una pata dislocada y ojos tristes, como si se sintiera también prisionera, cojeaba de una alfombra a otra, agitando la cola. Nosotros —me refiero a los visitantes— éramos ocho.

A algunos los conocía por fotos (Sardou, Albert Wolf), pero yo no quería hablar con nadie.

Nos sentamos en unas sillas. Ducamp había salido con el señor Claude.

Ni que decir tiene que Troppmann era el tema de nuestras conversaciones y el centro de todos nuestros pensamientos.

El comandante nos informó que se había dormido a las nueve de la noche y que reposaba con un sueño profundo; que, al parecer, no estaba seguro del éxito de su recurso de gracia; que él mismo, el propio comandante, le había suplicado que dijera toda la verdad; que, como anteriormente, afirmaba con obstinación que tenía cómplices a los que no quería nombrar; que probablemente se derrumbaría en el último minuto; que, por lo demás, comía con apetito y no leía, etc.

Algunos de nosotros discutían sobre si había que dar crédito a las afirmaciones del criminal, ya que se había mostrado como un mentiroso incorregible. Repetían los detalles del crimen, se preguntaban por el dictamen de los frenólogos acerca de Troppmann, se ponía sobre el tapete la cuestión de la pena de muerte.

Pero todo ello era tan blando, tan trivial, las frases eran tan comunes que los mismos que hablaban no tenían ganas de continuar.

Pero, al mismo tiempo, no nos sentíamos con ánimos para hablar de otra cosa por respeto a la muerte y al hombre que le estaba consagrado.

Estábamos poseídos por una lenta inquietud que nos hacía languidecer. Nadie se aburría, pero esta sensación punzante era peor que el aburrimiento. Parecía, de antemano, que esta noche no tendría fin. Yo sólo sentía una cosa y era que no tenía derecho a encontrarme en el lugar donde estaba, que ninguna razón filosófica o psicológica justificaba mi presencia.

Entró el señor Claude y nos contó cómo el célebre Jud se le había escapado de entre los dedos. Pero no perdía la esperanza de atraparle si es que todavía estaba vivo. De repente, resonó un pesado crujido de ruedas y, unos momentos después, vinieron a decirnos que había llegado la guillotina. Todos nos arrojamos a la calle, como regocijados.

IV

Delante de las puertas se había detenido un carruaje cerrado, uncido a tres caballos en fila. Algo apartado, había otro carruaje de dos ruedas, bajo, pequeño, con la apariencia de una caja ovalada, uncido a un caballo. Como luego supimos, estaba destinado a recibir el cuerpo, después del suplicio, y llevarlo al cementerio.

Cerca del carruaje, se podía ver a varios obreros con sus blusas cortas.

Un señor de alta estatura, con sombrero redondo, corbata blanca y un gabán de verano sobre los hombros, daba órdenes en voz baja. Era el verdugo.

Todas las autoridades, el comandante, el señor Claude, el comisario de policía del barrio y los demás le rodearon para saludarle.

—¡Ah, señor Indric! ¡Buenas noches, señor Indric! —se les oía exclamar. Su verdadero apellido era Heidenreich.

Era alsaciano.

También nuestro grupo se le acercó.

Por un momento, se había convertido en el centro de la atención general.

En la manera de tratarle se advertía una familiaridad tensa pero respetuosa, como si le quisiéramos decir: «Nosotros no le despreciamos. Usted es siempre un personaje muy importante». Algunos del grupo llegaron a estrecharle la mano como señal de buen gusto.

Sus manos son bellas, muy blancas.

Me acordé del Poltava de Puchkin:

El verdugo jugaba con sus manos blancas.

El señor Indric era muy sencillo, muy tranquilo, muy educado, con una cierta gravedad patriarcal. Parecía ser consciente de que para nosotros, esta noche era el protagonista después de Troppmann, como su primer ministro.

Los obreros abrieron el carruaje y comenzaron a sacar las partes constitutivas de la guillotina que tenían que levantar allí mismo, a quince pasos de la puerta. Dos linternas comenzaron a moverse adelante y atrás, iluminando con círculos de luz los adoquines cuadrados del empedrado.

Miré mi reloj: sólo era medianoche.

El aire se había ido haciendo cada vez más oscuro y más frío.

Ya se había reunido una gran multitud de gente.

Detrás del cordón de soldados que se alineaban ante el espacio cuadrado, reservado al cadalso, comenzó a elevarse un griterío.

Me acerqué a los soldados. Inmóviles, estaban un poco apretados y habían roto la regularidad primitiva de sus filas.

Su fisonomía no expresaba nada: sólo un frío aburrimiento y una paciencia obediente.

También los rostros que veía detrás de los cascos de los soldados, detrás de los tricornios de los guardias urbanos, los rostros de los «blusones» y de los obreros, expresaban lo mismo, aunque con una mezcla de sonrisa indefinible. Desde el fondo de la multitud, que se movía pesadamente y que iba avanzando, sonaron unas exclamaciones.

—¡Hola, Troppmann! ¡Hola, Lambert…! No tendríais que estar aquí.

Gritos, silbidos agudos. Hasta nosotros llegaba, claramente, el ruido de broncas y de insultos a causa de las peleas por un lugar adecuado para ver el espectáculo. Se elevaba, serpenteando, un fragmento de canción cínica. De repente, sonaba una aguda risa que era coreada por otras y que moría en una amplia explosión. Pero la verdadera cuestión no había empezado todavía. No se oían ni los gritos antidinásticos, que se preveían, ni el rugido tempestuoso de la Marsellesa.

Volví a acercarme a la guillotina, que se elevaba lentamente.

Un señor, peinado con tirabuzón, moreno, con un sombrero gris, probablemente un abogado, estaba de pie junto a la guillotina, y lanzaba una arenga gesticulando con la mano derecha, con el índice señalando arriba y abajo mientras flexionaba las rodillas para acompañar el esfuerzo. Había asumido la tarea de demostrar a los dos o tres señores que le rodeaban, enfundados en gabanes abotonados hasta el cuello, que Troppmann no era un asesino sino un maníaco.

—Un maníaco, y voy a demostrado. Sigan mi razonamiento —afirmaba—. Su móvil no era el asesinato sino un orgullo que yo tacharía de desmesurado… Sigan mi razonamiento.

Los señores con gabán seguían su razonamiento pero, a juzgar por sus fisonomías, es dudoso que les convenciera.

Un obrero, que se encontraba en la plataforma de la guillotina, incluso le miraba con un desprecio mal disimulado.

Volví al piso del comandante.

V

Varios de nuestros camaradas se habían reunido allí de nuevo.

El amable comandante les ofrecía un ponche americano.

Se empezaba a discutir, una vez más, sobre si Troppmann continuaba durmiendo, sobre lo que debía sentir y si el ruido de la muchedumbre llegaría hasta él a pesar de la distancia que había entre su celda y la calle, etc.

El comandante nos enseñó una montaña de cartas dirigidas a Troppmann.

Este —decía— no quería leerlas. La mayoría eran bromas vulgares, burlas; pero había también algunas cartas serias en las que se le conminaba a arrepentirse, a confesado todo. Un pastor metodista le enviaba toda una disertación teológica en veinte páginas. También había esquelas de mujeres. En algunas se encontraban incluso flores, margaritas, siempre vivas.

El comandante nos contó que Troppmann había intentado hacerse suministrar un veneno por el farmacéutico de la prisión y le escribió una carta que el otro, ni que decir tiene, había remitido a la autoridad correspondiente.

Me pareció que nuestro anfitrión no podía comprender por qué nos tomábamos tanto interés por una bestia tan mala y despreciable como Troppmann y aceptaba nuestra curiosidad como una frivolidad propia de hombres de mundo, de gente que estaba fuera de la órbita militar.

Después de haber charlado un instante, nos dispersamos cada uno por nuestro lado. Durante toda la noche deambulamos como almas en pena. Entrábamos en las habitaciones. Nos sentábamos unos junto a otros; nos informábamos respecto a Troppmann, mirábamos nuestros relojes, bostezábamos, después bajábamos una vez más al patio. Una vez en la calle, volvíamos y nos sentábamos de nuevo.

Algunos se contaban anécdotas picantes, se intercambiaban frases baladíes. Se discutía de política, de teatro, del asesinato de Victor Noir. Otros intentaban bromear, contar chistes. Pero nada de esto funcionaba sino que más bien provocaba unas risas desagradables, sin eco, una adhesión ficticia.

Encontré un pequeño canapé en la primera habitación y allí me instalé, con dificultad, intentando dormir. Desde luego, no me dormí ni me adormecí ni por un instante.

El ruido de la multitud era cada vez más fuerte, más compacto e ininterrumpido.

Hacia las tres de la mañana, según el señor Claude, que entraba, se sentaba en una silla, se dormía enseguida y volvía a salir, llamado por algunos de sus subordinados, se habían reunido ya más de veinticinco mil personas.

El ruido que organizaban me sorprendía por su semejanza con los bramidos del flujo y reflujo del mar, el mismo infinito «crescendo» wagneriano que no asciende regularmente sino con grandes murmullos y gigantescos derrumbes.

Las notas agudas de las voces de las mujeres y de los niños surgían como finas salpicaduras sobre un zumbido colosal. En todo ello se ponía de manifiesto la potencia brutal de una fuerza de la naturaleza.

A veces se amortigua por un instante, como si se recogiera y se durmiera… y, de repente, aumenta, se hincha y retumba como dispuesta a lanzarse y a desgarrarlo todo, retrocede, se calma poco a poco y después vuelve a aumentar… en un continuo sin fin. ¿Qué significa este ruido?, pensaba yo. ¿Impaciencia? ¿Alegría? ¿Odio? No, no es el eco de ningún sentimiento individual humano. Es, sencillamente, el ruido y el fragor de la naturaleza.

Hacia las tres, salí a la calle, quizá por décima vez. La guillotina estaba preparada. Confusos, más extraños que terribles, se dibujaban sobre el cielo oscuro, sus dos postes, separados un metro uno del otro, con la línea oblicua de la cuchilla que los unía. Yo suponía que estos dos postes se hallarían a mayor distancia. Su proximidad daba a la máquina una esbeltez lúgubre, la esbeltez de un largo cuello estirado como el de un cisne.

Un cesto de mimbre, alargado como una maleta, de un color rojo oscuro, me provocaba una sensación de asco. Sabía que los verdugos arrojarían a este cesto el cadáver caliente, palpitante todavía, y la cabeza cortada.

Un poco antes había llegado la guardia municipal que se había colocado, formando un amplio semicírculo, ante la fachada de la prisión. Los caballos resoplaban de vez en cuando, mordían sus frenos y saludaban con la cabeza. En el pavimento, entre sus patas delanteras, blanqueaban grandes charcos de espuma. Los jinetes dormitaban, sombríos, bajo sus gorros de piel calados hasta los ojos.

Las líneas de soldados, que cortaban la pequeña plaza para contener a la masa, habían reculado. Delante de la prisión, quedaba un espacio vacío, un cuadrado de trescientos pasos.

Avancé hacia uno de los cordones de tropas y miré detenidamente al pueblo que se estrujaba detrás y que gritaba como una fuerza de la naturaleza, es decir, estúpidamente.

Recuerdo el rostro de un joven «blusón» de unos veinte años. Tenía la cabeza inclinada y sonreía como si pensara en algo muy divertido. Alzaba la cabeza, inesperadamente, abría su gran boca y gritaba, sin articular palabra; después agachaba de nuevo la cabeza y volvía a reír.

¿Qué pasaba en el interior de este hombre? ¿Por qué se condenaba así mismo a pasar una noche de tormento, sin sueño, soportando una inmovilidad de casi ocho horas?

Mi oído no captaba las frases aisladas. Sólo algunas veces, a través del estruendo ininterrumpido, percibía los gritos agudos de los que vendían alguna publicación sobre Troppmann, sobre su vida, ejecución y últimas palabras. O bien, en algún lugar, a lo lejos, surgía una disputa, una risa estúpida, un graznido de mujer satisfecha…

Esta vez sí que oí la Marsellesa, pero sólo cantada, por cinco o seis personas y, además, con interrupciones. Pero la Marsellesa sólo alcanza su significado cuando está cantada por miles de voces.

—¡Abajo Pedro Bonaparte! —burló una voz profunda.

—Oooooh, ah —gritaban, airadas, las que le hacían coro.

Los gritos de parte de esta multitud habían cobrado, repentinamente, el ritmo mesurado de una polca conocida con la música de Los farolillos.

Se respiraba la atmósfera pesada de las muchedumbres; un olor áspero ascendía… Todos estos cuerpos estaban empapados de mucho vino: entre ellos había numerosos borrachos. No en vano las tabernas dejaban ver sus rojas señales al fondo del paisaje.

La noche, de oscura, pasó a ser negra; el cielo nublado se ennegreció completamente.

En lo alto de los árboles dispersos, que se erigían como fantasmas, se veían pequeños grupos. Eran los niños que los habían escalado. Silbaban y piaban como pájaros posados entre las ramas. Uno de ellos cayó por tierra y se mató al romperse la columna vertebral. Pero su caída sólo provocó una risa que pronto se apagó.

Al volver a nuestro piso, y al pasar cerca de la guillotina, distinguí, en la plataforma, al verdugo rodeado de un pequeño grupo de curiosos. Estaba realizando un ensayo

para ellos. Hacía bascular la plancha, sujeta por una bisagra, sobre la que se inmovilizaba al criminal, y que, al caer, entra por su extremo en el agujero que hay entre los dos largueros. Después hacía caer el hacha que bajaba pesadamente y sin trabas, con un ronroneo sordo y precipitado.

No me detuve a ver esta representación, no subí a la plataforma. A cada momento aumentaba, dentro de mí, el sentimiento de un pecado, grave y desconocido, y de una secreta vergüenza. Quizá deba añadir a este sentimiento, la impresión de que los caballos, uncidos a los furgones y que comían tranquilamente la avena de los sacos ante la puerta de la prisión, me parecían los únicos seres inocentes que había entre todos nosotros.

Me hundí, de nuevo, en mi pequeño sofá y, en adelante, me dediqué a escuchar el ruido del reflujo del mar.

VI

Contra lo que se afirma ordinariamente, la última hora pasó más deprisa, sobre todo más que la segunda o la tercera. Quedamos asombrados al saber que habían sonado las seis y que sólo nos separaba una hora del momento de la ejecución. Dentro de media hora, a las seis y media, debíamos entrar en la celda de Troppmann.

La somnolencia desapareció al instante en todos los rostros.

No sé lo que sintieron los demás, pero mi corazón sufrió una fuerte opresión.

Aparecieron caras nuevas.

El capellán, un hombrecillo de rostro magro, llegó como un relámpago, con su larga vestidura negra de sacerdote en la que resaltaba la cinta roja de la Legión de honor. Iba cubierto con un sombrero bajo y de ala ancha.

El comandante nos había preparado una colación. En el salón, sobre la mesa redonda, aparecieron grandes cuencos de chocolate… Yo ni siquiera me acerqué aunque el anfitrión, hospitalario, me aconsejó que me reconfortara porque el aire matinal puede ser pernicioso. Comer en este momento me pareció repugnante. Dios mío, ¡había llegado la hora de los festines!

No tengo derecho, me decía por centésima vez desde el comienzo de la noche.

—¿Y él? ¿Continúa durmiendo? —preguntó alguien, tragando, a pequeños sorbos, su chocolate.

Todos hablaban de Troppmann sin nombrarle, pero no podía haber otro él.

—Duerme —respondió el comandante.

—¿A pesar de este horrible ruido?

Y, en efecto, el ruido había aumentado y rugía con una voz ronca. El rugiente coro ya no iba in crescendo pero bramaba victorioso, alegremente.

—Su celda está detrás de un triple cerco de murallas —respondió el comandante.

El señor Claude miró su reloj.

—Las seis y veinte.

Estoy seguro de que todos nos estremecimos interiormente.

Sin embargo, tomamos con parsimonia nuestros sombreros y seguimos, ruidosamente, a nuestro guía.

VII

Salimos al gran patio de la prisión y allí, en un rincón a la izquierda, tuvo lugar algo semejante a una revista de los presentes.

Después, se nos introdujo en una habitación estrecha y totalmente vacía, con un único taburete en medio.

—Aquí se hace la «toilette» al condenado —me murmuró, al oído, Ducamp.

No todos pudimos entrar. Éramos trece personas en total, incluyendo al comandante, al capellán, al señor Claude y a su ayudante.

Durante los dos o tres minutos que pasamos en esta habitación —en los que se levantó un acta notarial—, la idea de que no teníamos ningún derecho a hacer lo que hacíamos, de que al asistir con fingida gravedad al asesinato de un ser semejante a

nosotros representábamos una comedia ilegal y abominable, cruzó por última vez por mi mente.

Tan pronto como nos pusimos de nuevo en marcha detrás del señor Claude, por un corredor ancho, adoquinado con piedra y levemente iluminado por dos lamparillas, tuve la sensación de que todo iba a suceder pronto, en un minuto, en un segundo.

Por unas escaleras, subimos precipitadamente a otro corredor que también atravesamos; después, descendimos por una estrecha escalera de caracol y nos encontramos ante una puerta de hierro.

—Aquí es.

El guardián abrió con precaución, la puerta giró sobre sus goznes sin ruido y entramos todos, lentamente y en silencio, en una habitación bastante amplia, de paredes amarillas, con una ventana con rejas y con una cama deshecha en la que no se había acostado nadie.

La luz de un gran quinqué iluminaba por igual y bastante nítidamente todos los objetos. Yo me mantenía un poco detrás de los demás y recuerdo que parpadeaba. A pesar de ello, vi enseguida, unpoco de lado, frente a mí, un rostro de cabellos y ojos negros que se movía lentamente, de izquierda a derecha, y que nos envolvía a todos con una mirada fija y redonda.

Era Troppmann.

Se había despertado antes de nuestra llegada. Estaba junto a la mesa en la que había escrito a su madre una carta de adiós, por los demás, bastante banal.

El señor Claude se quitó el sombrero y se aproximó a él.

—Troppmann —dijo con su voz seca, ni alta ni baja pero sin réplica posible—, hemos venido a informarle de que su recurso de gracia ha sido rechazado y que ha llegado, para usted, la hora de la reparación.

Troppmann levantó sus ojos hacia él, pero la mirada fija de antes había desaparecido.

Miraba tranquilo, casi somnoliento, y no dijo nada.

—¡Hijo mío! —exclamó el sacerdote con voz sorda. Y se aproximó a él por el otro lado—: ¡Valor!

Troppmann le miró de la misma manera que al señor Claude.

—Yo sabía que no se comportaría como un cobarde —dijo este con tono convencido, volviéndose hacia nosotros—. Yo respondo de él una vez que ha recibido el primer choque.

Como un profesor que quiere dar ánimos a su discípulo, le llama, de una manera previa, buen muchacho.

—¡Oh, no tengo miedo! —dijo Troppmann volviéndose al señor Claude—. No tengo miedo.

Su voz de barítono adolescente era completamente plana.

El sacerdote sacó un frasquito de su bolsillo.

—¿Quiere un poco de vino, hijo mío?

—No, gracias —respondió Troppmann con un saludo cortés.

El señor Claude se dirigió, de nuevo, a él.

—¿Continúa afirmando que no es culpable del crimen por el que está condenado?

—Yo no he herido a nadie.

—Sin embargo… —intentó intervenir el comandante.

—Yo no he herido a nadie.

En los últimos tiempos, Troppmann, en desacuerdo con lo que había declarado anteriormente, comenzaba a afirmar que, a decir verdad, había llevado a la familia Kink al lugar del asesinato, pero que habían sido sus cómplices los que los habían matado y que la herida de su mano se debía a que había querido defender a los pequeños. De hecho, en el proceso había mentido como mintieron otros criminales antes que él.

—¿Continúa usted afirmando que tuvo cómplices?

—Sí.

—¿No puede usted darnos sus nombres?

—No puedo… no quiero… no quiero.

La voz de Troppmann se había ido elevando y su rostro se iluminó durante un segundo. Pareció que iba a enfadarse.

—Bien, bien —respondió rápidamente el señor Claude como si quisiera demostrar que sólo le interrogaba para cumplir una formalidad inevitable y que ahora iba a pasar a otra cosa.

Troppmann debía desnudarse. Dos guardianes se aproximaron a él y comenzaron a quitarle la camisa de fuerza, una especie de blusón azul de una tela áspera, con correas y hebillas, con largas mangas de tela de saco, de cuyos extremos descendían unos fuertes cordeles que le ceñían los riñones y la cintura.

Troppmann continuaba de lado, a dos pasos de mí. Se hubiera podido decir que su rostro era hermoso a no ser por una boca prominente, con labios hinchados como los de un animal, en cuyo fondo se distinguían unos dientes dispersos, dispuestos como en abanico. Cabellos espesos, oscuros, un poco quemados, largas cejas, ojos expresivos y saltones, una frente despejada y blanca, una nariz recta con una pequeña protuberancia y pequeñas bandas de pelusilla en el mentón…

Si alguien encontrara un rostro semejante fuera de una prisión, sin todos estos accesorios, seguramente le causaría una buena impresión. Cabezas como estas se ven a millares entre los jóvenes obreros, entre los alumnos de escuelas públicas, etc.

La talla de Troppmann era mediana; tenía una esbeltez de adolescente. Me pareció un efebo; es cierto que no tenía más de veinte años. El color de su piel era natural, sano, un poco rosado.

No palideció a nuestra entrada. No había ninguna duda de que había dormido durante la noche.

No levantaba la mirada y su respiración era profunda y regular como la de un hombre que sube con precaución a una alta montaña. Sacudió dos veces los cabellos como si quisiera rechazar una idea desagradable. Levantó la cabeza, elevó sus ojos al techo y lanzó un suspiro apenas perceptible.

Aparte de este movimiento, casi instintivo, no se percibía en él ningún signo, no sólo ni de miedo sino ni siquiera de emoción o inquietud. Nosotros estábamos, sin duda, más pálidos y emocionados que él.

Cuando se le liberó de las mangas de saco de la camisola, la sostuvo sobre el pecho con una sonrisa de contento mientras se la desabrochaban por detrás.

Es lo que hacen los niños cuando se les desviste.

Después, se quitó la camisa y se puso otra que abotonó cuidadosamente. Resultaba sorprendente contemplar los movimientos amplios y libres de aquel cuerpo desnudo, de aquellos miembros desnudos destacando sobre el fondo amarillo de las paredes de la prisión. Después se inclinó, se puso sus botines, empujando con los talones y las suelas contra el suelo y contra la pared para que sus pies entrasen mejor y más cómodamente. Todo esto lo hacía con un aire desenvuelto, rápido, casi alegremente, como si hubiéramos venido a invitarle a dar un paseo.

Él callaba, nosotros callábamos también y nos miraba alzando involuntariamente los hombros en señal de extrañeza. Estábamos sorprendidos de la sencillez de sus movimientos, una sencillez que, como todos los actos naturales de la vida, tenía mucho de elegancia.

Uno de nuestros camaradas, que encontré casualmente al día siguiente, me dijo que durante nuestra estancia en la celda de Troppmann, pensó todo el tiempo que no estábamos en 1870 sino en 1794, que no éramos unos simples ciudadanos sino jacobinos que llevaban a la ejecución no a un asesino vulgar, sino a un marqués legitimista, a un adicto al antiguo régimen, a un aristócrata cortesano.

Es sabido que los condenados a muerte, tras leerles la sentencia, o bien caen en una inmovilidad absoluta, como si se murieran y descompusieran antes de tiempo, o se ponen bravucones, o caen en la desesperación, lloran, tiemblan, piden gracia.

Troppmann no pertenecía a ninguna de estas categorías, para sorpresa del mismo señor Claude. Hago constar aquí que, si Troppmann hubiese comenzado a llorar o a gritar, mis nervios no hubieran podido soportarlo y habría escapado. Pero, ante esta tranquilidad, ante esta sencillez, ante —incluso diría— esta modestia, todos mis sentimientos de repugnancia hacia un asesino sin piedad, ante un monstruo que había cortado la cabeza a unos niños mientras gritaban «mamá, mamá» y de piedad por un hombre a quien la muerte estaba próxima a engullir, se confundieron en uno solo: el asombro.

¿Qué era lo que sostenía a Troppmann? ¿Acaso, aunque en apariencia no se mostraba afectado, hacía teatro ante los espectadores y nos estaba dedicando su última representación? ¿Se trataría de un valor innato, de un amor propio avivado por las palabras del señor Claude, del pensamiento de la lucha que tenía que manejar hasta el final o de cualquier otro sentimiento desconocido?

Es un misterio que se llevó consigo a la tumba.

Hay quien todavía piensa que Troppmann no gozaba de la plenitud de sus facultades. Ya he hablado antes de un abogado, de sombrero gris, al que no he vuelto a ver. La inutilidad, la necedad al masacrar a toda la familia Kink podría, de alguna manera, servir de base a esta convicción.

VIII

Pero hete aquí que ha terminado con sus botines. Se ha vuelto a incorporar y se ha inclinado como diciendo: ya estoy listo.

Le ponen, de nuevo, la camisa de fuerza.

El señor Claude nos pide a todos que salgamos y que dejemos a Troppmann solo con el sacerdote.

No esperamos más de dos minutos en el corredor. Su reducida silueta, su cabeza pequeña, desafiantemente echada hacia atrás, volvió a estar, de nuevo, entre nosotros. Su sentimiento religioso era débil y, probablemente, cumplió como meras formalidades los últimos actos de arrepentimiento ante el sacerdote que le enfrentaba a sus pecados.

Nuestro grupo, con Troppmann incluido, subió inmediatamente la escalera de caracol que habíamos bajado un cuarto de hora antes y que estaba sumergida en la más completa oscuridad. El quinqué se había apagado.

Fue un minuto terrible.

Todos nos apresuramos a alcanzar el rellano superior. Nos empujábamos, chocábamos con los hombros. Uno de nosotros perdió el sombrero. Alguien, detrás, gritaba encolerizado: «Pero, ¡por Dios!, encended la lámpara, iluminad esto».

Y aquí mismo, entre nosotros, ¿cómo estaba el desgraciado contra el que nos estrujábamos?

¿No pasaría por su cabeza la idea de arrojarse… dónde, aprovechando la oscuridad? No importaba dónde, ¿a un rincón alejado de la prisión y romperse allí la cabeza contra un muro? Al menos la muerte se la habría dado él mismo.

No sé si este pensamiento se les había ocurrido también a los demás pero se demostró que era gratuito. Todo nuestro grupo, con el hombrecillo en el centro, emergió en el corredor desde las profundidades de la escalera. Evidentemente, Troppmann pertenecía a la guillotina y comenzaba la marcha hacia ella.

IX

Esta marcha se parecía mucho a una fuga. Troppmann caminaba delante de nosotros con pasos elásticos, rápidos, casi a saltos. Él se apresuraba y nosotros nos apresurábamos también tras él. Algunos incluso le adelantaron, por la derecha y por la izquierda, para mirarle, una vez más, a la cara. Así cruzamos el corredor y descendimos por otra escalera. Troppmann saltaba, de cuatro en cuatro, los escalones. Recorrimos otro corredor, saltamos más escalones y nos encontramos en la habitación con un solo taburete, de la que ya he hablado y donde se hacía la «toilette» del condenado.

Entramos por una puerta y, por la puerta de enfrente, apareció el verdugo, con paso grave, corbata blanca, vestido de negro, con aspecto de diplomático o de pastor.

Detrás de él, entró un viejecito regordete, también vestido de negro: su primer ayudante, el verdugo de Beauvais.

El viejecito llevaba en la mano una bolsita de piel.

Troppmann se detuvo delante del taburete. Todos se colocaron a su alrededor. El verdugo y su ayudante, el viejecito, se colocaron a su derecha, el sacerdote, también a la derecha, un poco más hacia delante.

El viejo abrió con una llave la cerradura del bolso, sacó una correa de piel con hebillas, largas y cortas, y arrodillándose con dificultad detrás de Troppmann empezó a ligarle los pies. Troppmann, involuntariamente, puso un pie sobre el extremo de una de las correas. El viejecito intentó soltarle y dijo dos veces:

—Perdón, señor.

Después tocó a Troppmann en la pantorrilla. El otro se volvió rápidamente y, con su habitual saludo cortés, levantó el pie y separó la correa.

Mientras, el sacerdote leía en un librito plegarias en francés.

Se aproximaron otros dos ayudantes, quitaron con rapidez la camisola a Troppmann, le pusieron las manos a la espalda, se las ataron en cruz y le cubrieron el cuerpo con correas. El verdugo en jefe daba órdenes señalando con el dedo aquí y allá. Llegó un momento en que no había en las correas la cantidad de agujeros necesarios para los clavos de las hebillas. El que había hecho los agujeros pensó que serían manipulados por un hombre fuerte. El viejecito comenzó a hurgar en su bolso, se llevó la mano a los bolsillos y, después de haber rebuscado, sacó de uno de ellos una lezna curva con ayuda de la cual se puso a perforar, con esfuerzo, la correa. Sus inhábiles dedos, inflamados por la gota, le obedecían mal. Además, la piel era espesa y nueva. Hacía un agujero, probaba: había que apretar un poco más. Probablemente, el sacerdote adivinó que la cosa no iba bien. Dos veces miró por encima del hombro y retrasó las palabras de la plegaria para dar tiempo al viejo a terminar su trabajo.

Finalmente, terminó la operación durante la cual confieso francamente que me había invadido un sudor frío. Todos los clavos habían entrado donde debían.

Al atado de las hebillas le sucedió otra formalidad.

Pidieron a Troppmann que se sentara en el taburete ante el que se mantenía de pie. El mismo anciano gotoso iba a proceder al corte de sus cabellos. Sacó unas tijeras pequeñas y, torciendo los labios, con precaución, cortó primero el cuello de la camisa de Troppmann, la misma camisa que le habían puesto hacía un momento, cuyo cuello se hubiera podido cortar antes. La tela estaba plisada y no cedía al corte mal afilado.

El verdugo en jefe lanzó una mirada al trabajo y pareció descontento: el corte no era lo suficientemente grande. Hizo una indicación con la mano: el viejecito gotoso volvió a comenzar su faena y cortó un gran pedazo de tela que dejó al descubierto la parte alta de la espalda y los omoplatos.

Troppmann hizo un movimiento: hacía frío en la habitación.

Entonces el viejo pasó a los cabellos. Posó su regordeta mano izquierda en la cabeza de Troppmann, que la inclinó obedientemente, y con la derecha empezó a cortarle el pelo.

Mechones de cabellos castaños, tupidos, se deslizaron sobre sus hombros y cayeron sobre el parqué. Uno de ellos se deslizó hasta mis botas.

Troppmann continuaba inclinando la cabeza obedientemente; el sacerdote seguía retrasando el recitativo de la plegaria.

No podía separar mi vista de sus manos, antes manchadas de sangre y ahora colocadas una sobre otra sin defensa; sobre todo, no podía apartar la mirada de este cuello fino de adolescente. La imaginación, a pesar mío, trazaba sobre él un rayo transversal.

Aquí, pensaba yo, dentro de unos minutos, caerá el hacha de doscientos kilos quebrando las vértebras y cortando los músculos y los nervios.

Y el cuerpo parecía no esperar nada semejante, tan terso, sano y blanco como era…

Casi sin darme cuenta me planteé esta pregunta: ¿En qué piensa, en este momento, esta cabeza tan dulcemente inclinada? ¿Se mantiene firme, con los dientes apretados, sólo por obstinación, con la única idea de no demostrar un desfallecimiento? ¿O bien desfilan por ella los recuerdos del pasado, en avalanchas extremadamente variadas y, quizá, insignificantes? ¿Contempla la mueca agonizante de un miembro cualquiera de la familia Kink?, o bien esta cabeza intenta, sencillamente, no pensar en nada y no hace más que repetirse a sí misma: Vamos a ver… esto no es nada…, ¿menos que nada?

Y lo repetirá hasta que la muerte se desplome sobre ella, cuando ya haya pasado el tiempo de la aflicción…

Y el viejecito cortaba, continuaba cortando. Los cabellos crujían bajo la presión de las tijeras.

Finalmente, también esta operación llegó a término.

Troppmann se enderezó bruscamente y sacudió la cabeza.

Generalmente, este es el momento en que los condenados que todavía pueden hablar dirigen sus últimas súplicas al director de la prisión, recuerdan las deudas o el dinero que dejan, dan las gracias a sus guardianes, piden que hagan llegar a sus padres una última carta o bien un mechón de sus cabellos con su último adiós.

Pero Troppmann no era, evidentemente, un condenado corriente. Desdeñó semejantes ternezas y no pronunció ni una sola palabra. Esperaba silenciosamente. Se le arrojó sobre los hombros una chaqueta corta. El verdugo lo cogió por el codo.

—Veamos, Troppmann, —clamó la voz del señor Claude en medio de aquel silencio sepulcral—, dentro de un momento todo habrá terminado. ¿Persiste en declarar que tuvo cómplices?

—Sí, señor, persisto —respondió Troppmann con el mismo tono agradable y firme de barítono, y se inclinó un poco hacia adelante como si se excusara cortésmente y lamentara no poder contestar de otra manera.

—Pues bien, vamos —dijo el señor Claude. Y nos pusimos en camino.

Salimos al gran patio de la prisión.

X

Eran las siete menos un minuto, pero el cielo apenas había aclarado y el mismo vapor oscuro lo envolvía todo y borraba los contornos de las cosas.

Apenas franqueamos el umbral, el mugido de la muchedumbre nos alcanzó como una oleada incesante y terriblemente agitada.

Pisando los adoquines del patio, nuestro pequeño grupo, que ahora era menos compacto, se dirigió rápidamente hacia las puertas.

Algunos de nosotros, entre los que me contaba, se habían quedado atrás y yo, aunque caminaba con los demás, me mantenía un poco separado.

Troppmann trotaba con pasos cortos y apresurados. Las ligaduras le obstaculizaban la marcha. ¡Qué pequeño me parecía, casi un niño!

De repente, con lentitud, como unas fauces, se abrieron los dos batientes de las puertas, acompañadas por un gran rugido de la masa alegre, satisfecha. Súbitamente, el monstruo de la guillotina nos miró, con sus dos postes negros y su cuchilla suspendida.

Tuve un estremecimiento que me heló el corazón. Me pareció que un frío invadía el patio. A pesar de todo, miré, una vez más, a Troppmann. Este se echó para atrás, con la cabeza alta, doblando las rodillas como si alguien le hubiera dado un golpe en el pecho.

—Va a desvanecerse —murmuró alguien cerca de mí.

Pero se recuperó enseguida y avanzó con paso firme.

Detrás de sus pasos, aquellos de nosotros que deseaban ver cómo caía su cabeza, se precipitaron a la calle… Yo no tuve bastante dominio sobre mí mismo y me detuve delante de la puerta.

Vi al verdugo levantarse como una torre negra, en el lado izquierdo de la plataforma. Vi a Troppmann separarse del grupo que estaba abajo y comenzar a subir los escalones. Había diez escalones. Le vi pararse y volverse; le oí decir:

—Decid al señor Claude…

Después, al llegar arriba, unos hombres situados a derecha e izquierda, se precipitaron sobre él como una araña sobre una mosca.

No oí el final de la frase. Era: «Decid al señor Claude que persisto». Troppmann no quiso privarse de esta última alegría de dejar el tormento de la duda en la mente de sus jueces y del público.

A continuación, le vi caer hacia adelante y vi las suelas de sus zapatos cortar el aire.

Me detuve y esperé. La tierra parecía moverse bajo mis pies…

Me pareció que esperaba muchísimo tiempo.

Tuve tiempo para darme cuenta de que, a la aparición de Troppmann, el ruido de la multitud calló como un monstruo que se duerme.

Un silencio sin respiración.

Delante de mí se encontraba un centinela, un joven de mejillas rosadas. Pude advertir que me miraba con una sorpresa estúpida, con terror. Pensé que este soldado podía haber nacido en un pueblito perdido, en el seno de una buena y pacífica familia… ¡Y hay que ver lo que le tocaba contemplar!

Entonces se oyó un ligero ruido de maderas que chocan. Era la caída de la media luna superior de la guillotina con la recortadura transversal que dejaba pasar la cuchilla, la media luna que sujeta el cuello del criminal e inmoviliza su cabeza; después, algo retumbó sordamente, rugió y eructó como si se tratara de la expectoración de un animal. No puedo encontrar una comparación más exacta.

Todo se cubrió de niebla.

Alguien me sostuvo por el brazo; miré: era el ayudante del señor Claude, el señor J., al que, como he sabido después, mi amigo Ducamp había encargado que me observara.

—Está usted muy pálido, ¿quiere agua? —me dijo sonriendo.

Le di las gracias y volví al patio que, en aquellos momentos, me pareció como un refugio contra el terror que hacía estragos al otro lado de las puertas.

XI

Nuestro grupo se reunió junto al poste que había cerca de la puerta para despedirnos del comandante y dejar a la multitud el tiempo de dispersarse.

Allí me dirigí y supe que, estando ya en la tabla, Troppmann volvió de repente la cabeza de tal manera que no entró en la media luna y los verdugos se vieron obligados a arrastrarle hasta ella tirándole de los cabellos. Entonces mordió a uno de ellos, el verdugo jefe, en un dedo.

Inmediatamente después de la ejecución, mientras el cuerpo era arrojado a la carreta y se lo llevaban a toda prisa, dos hombres aprovecharon el inevitable tumulto, lograron romper el cordón que formaban los soldados y, subiendo hasta la guillotina, empaparon sus pañuelos en la sangre que se filtraba a través de las grietas del suelo.

Yo oía todas las conversaciones como en un sueño. Me sentía muy fatigado, y no era el único. Todos estaban agotados aunque, aparentemente, se sintieran mejor, como si de sus hombros hubiera desaparecido un gran peso.

Pero ninguno de nosotros, absolutamente ninguno, ofrecía el aspecto de un hombre que ha asistido a la ejecución de un acto de justicia social. Todos intentaban apartarse de esta idea y rechazar la responsabilidad del asesinato.

Ducamp y yo nos despedimos del comandante y volvimos a nuestras casas.

Delante de nosotros, un océano entero de seres humanos, hombres, mujeres y niños, movía sus olas desagradables y sucias.

Casi todos callaban.

Solamente unos «blusones» se increpaban entre ellos:

—¿Dónde vas tú?

—¿Y tú?

Y los vagos saludaban con silbidos a las mantenidas que pasaban en coche.

¡Qué rostros tan sombríos, macilentos y soñolientos! ¡Qué expresión de fatiga, de decepción, de desanimado desprecio, sin motivo alguno! Es verdad que no vi muchos borrachos. Quizá ya habían tenido tiempo de recogerlos o bien se habían recuperado por sí mismos.

La vida diaria volvía a reclamar a estas gentes.

¿Por qué, qué sensación les había sacado de los raíles de su existencia? Es terrible pensar en lo que se ocultaba debajo de todo esto.

A doscientos pasos aproximadamente de la prisión, encontramos un coche libre al que subimos. Durante el camino, Ducamp y yo discutimos sobre lo que acabábamos de ver, a propósito de lo cual él había escrito, hacía poco tiempo, palabras tan elocuentes y ciertas en la Revue des Deux Mondes. Hablamos de la barbarie inútil y superflua de todo este procedimiento medieval gracias al cual la agonía de un criminal dura treinta minutos, de las seis y veintiocho a las siete… del asco por todos los disfraces, por el corte de cabellos, por los viajes por escaleras y corredores…

—¿Con qué derecho se realiza todo esto? ¿Por qué se mantiene este rito indignante? ¿Es justificable la pena de muerte?

Hemos contemplado la impresión que produce este espectáculo en el pueblo; su lado edificante es inexistente. Apenas una milésima parte de la masa, no más de cincuenta o sesenta personas, han podido ver algo a la escasa luz de esta hora tan temprana, a través de las filas de soldados y de la grupa de los caballos. ¿Y los demás? ¿Qué utilidad, por mínima que sea, han podido sacar de esta noche de insomnio, de borrachera, de holgazanería y de perversión?

Recordaba al joven que gritaba tontamente y cuyo rostro observé durante unos minutos. ¿Volvería hoy al trabajo odiando más que ayer la holgazanería y el vicio?

¿Qué provecho he obtenido yo mismo? ¿Un sentimiento de admiración involuntaria por el asesino, el monstruo moral que ha dado pruebas de su desprecio por la muerte?

¿Cómo puede desear el legislador que se produzcan impresiones como la mía? ¿De qué objetivo moral se puede seguir hablando después de tantos desmentidos proporcionados por la experiencia?

Pero no quiero plantear un discurso que me llevaría demasiado lejos.

¿Existe hoy alguien que ignore que el asunto de la pena de muerte es actualmente una de esas cuestiones irremisibles en cuya resolución trabaja la humanidad contemporánea?

Sería un motivo de contento para mí y me perdonaría a mí mismo, por una curiosidad insana, si mi relato proporcionara algún argumento a los defensores de la abolición de la pena de muerte o, al menos, a la supresión de la costumbre de su práctica en público.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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