martes, 5 de abril de 2022

Ensayos Michel de Montaigne.Capítulo LI De la vanidad de las palabras.

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Capítulo LI

De la vanidad de las palabras

 

Decía un antiguo retórico que su oficio consistía «en abultar las cosas haciendo ver grandes las que son pequeñas»; algo así como un zapatero que acomodara unos zapatos grandes a un pie chico. En Esparta hubieran azotado al tal retórico por profesar un arte tan artificial y   -260-   embustero. Arquidamo, rey de aquel Estado, oyó con extrañeza grande la respuesta de Tucídides al informarle de quién era más fuerte en la lucha, si Pericles o él: «Eso, dijo el historiador, no es fácil de saber, pues cuando yo le derribo por tierra en la pelea, convence a los que le han visto caer de que no ha habido tal cosa.» Los que disfrazan y adoban a las mujeres son menos dañosos que los retóricos, porque al cabo no es cosa de gran monta dejar de verlas al natural, mientras que aquéllos tienen por oficio engañar no a nuestros ojos, sino a nuestra razón, bastardeando y estropeando la esencia de la verdad. Las repúblicas que se mantuvieron mejor gobernadas, como las de Creta y Lacedemonia, hicieron poco mérito de los oradores. Aristón define cuerdamente la retórica: «Ciencia para persuadir al pueblo.» Sócrates y Platón la llamaban: «Arte de engañar y adular»; los que niegan que esa sea su esencia, corrobóranlo luego en sus preceptos. Al prescindir los mahometanos de la instrucción para sus hijos por considerarla inútil, y al reflexionar los atenienses que la influencia de la misma, que era omnímoda en su ciudad, resultaba perniciosa, ordenaron la supresión de la parte principal de la retórica, que es mover los afectos del ánimo: juntamente exordios y peroraciones. Es un instrumento inventado para agitar y manejar las turbas indómitas y los pueblos alborotados, que no se aplica más que a los Estados enfermos, como un medicamento; en aquellos en que el vulgo o los ignorantes tuvieron todo el poderío como en Atenas, Rodas y Roma; donde los negocios públicos estuvieron en perpetua tormenta, allí afluyeron los oradores. Muy pocos personajes se ven en esas otras repúblicas que gozaran de gran crédito sin el auxilio de la elocuencia. Pompeyo, César, Craso, Luculo, Lentulo y Metelo, encontraron en ella su supremo apoyo para procurarse la autoridad y grandeza que alcanzaron; más se sirvieron de la palabra que de las armas; lo contrario aconteció en tiempos más florecientes, pues hablando al pueblo L. Volumnio en favor de la elección consular de Q. Fabio y P. Decio, decía: «Ambos son hombres nacidos para la guerra, grandes para la acción; desacertados en la charla oratoria; espíritus verdaderamente consulares por todas sus cualidades; oís que son sutiles, elocuentes y sabios, no son aptos sino para la ciudad, para administrar justicia en calidad de pretores.» La elocuencia floreció más en Roma cuando el estado de los negocios públicos fue peor; cuando la tempestad de las guerras civiles agitaba a la nación: del propio modo un campo que no se ha roturado se cubre de más frondosos matorrales. Parece desprenderse de aquí que los gobiernos que dependen de un monarca han menester menos de la elocuencia que los otros, pues la torpeza y docilidad de la generalidad, impeliéndola a ser manejada y moldeada por el oído al dulce son de aquella música, sin que pueda   -261-   pesar ni conocer la verdad de las cosas por la fuerza de la razón, no se encuentra fácilmente en un solo hombre, siendo más viable librar al pueblo por el buen gobierno y el buen consejo de la impresión de aquel veneno. Macedonia y Persia no produjeron ningún orador de renombre.

Todo lo que precede me ha sido sugerido por un italiano, con quien acabo de hablar, que sirvió de maestresala al cardenal Caraffa, hasta la muerte del prelado; me ha referido aquél los deberes de su cargo, endilgándome un discurso sobre la ciencia de la bucólica con gravedad y continente magistrales, lo mismo que si me hubiese hablado de alguna grave cuestión teológica; me ha enumerado menudamente la diferencia de apetitos: el que se siente cuando se está en ayunas; el que se experimenta al segundo o tercer plato; los medios que existen para satisfacerlo ligeramente o para despertarlo y aguzarlo; la técnica de sus salsas, primero en general, luego particularizando las cualidades de cada una; los ingredientes que las forman y los efectos que producen en el paladar y en el estómago; la diferencia de verduras conforme a las estaciones del año: cuáles han de servirse calientes y cuáles deben comerse frías, y la manera de presentarlas para que sean más gratas a la vista. Después de este discurso me ha hablado del orden con que deben servirse los platos en la mesa, y sus reflexiones abundaban en puntos de vista muy importantes y elevados


 Nec minimo sano discrimine refert,

quo gestu lepores, et quo gallina secetur[1];

 

 


 

todo ello inflado con palabras magníficas y ricas, las mismas que se emplean cuando se habla del gobierno de un imperio. Tratándose de elocuencia he creído oportuno traer a colación a mi hombre:


Hoc salsum est, hoc adustum est, hoc lautum est parum

illud recte; iterum sic memento: sedulo

moneo, quae possum, pro mea sapientia.

Postremo, tamquam in speculum, in patinas,Demea,

inspicere jubeo, et moneo, quid facto usus sit.[2]

 


Los griegos mismos alabaron grandemente la disposición y el orden que Paulo Emilio observó en un banquete que dio en honor de aquéllos cuando volvieron de Macedonia. Pero no hablo aquí de los efectos; hablo sólo de las palabras.

Yo no sé si a los demás les sucede lo que a mí; yo no puedo precaverme, cuando oigo a nuestros arquitectos inflarse   -262-   con esos majestuosos términos de pilastras, arquitrabes, cornisas, orden corintio o dórico y otros análogos de su jerga, mi imaginación va derecha al palacio de Apolidón, y luego veo que todo ello no son más que las mezquinas piezas de la puerta de mi cocina.

Al oír pronunciar los nombres de metonimia, metáfora, alegoría y otros semejantes de la retórica, ¿no parece que quiere significarse alguna forma de lenguaje rara y peregrina? pues en el fondo todo ello no son más que palabras con las cuales se califica la forma del discurso que vuestra criada emplea en su sencilla charla.

Artificio análogo a éste es el distinguir los empleos de nuestro estado con nombres soberbios sacados de los romanos, aunque no tengan con los antiguos ninguna semejanza, y todavía menos autoridad y poderío. También constituye otro engaño, de que algún día se hará justo cargo a nuestro siglo, el aplicar indignamente, a quien mejor se nos antoja, los sobrenombres más gloriosos, que la antigüedad no concedió sino a uno o dos personajes en cada siglo. Platón llevó el dictado de divino por universal consentimiento, y nadie ha intentado disputárselo. Los italianos que se vanaglorian, con motivo, de tener el espíritu más despierto y la razón más sana que las demás naciones de su tiempo, acaban de gratificar al Aretino con el mismo sobrenombre que a Platón acompaña. Ese escritor, salvo una forma hinchada, en la que sin duda abundan los rasgos ingeniosos, pero que tienen mucho de artificiales y rebuscados, y alguna elocuencia, no veo que sobrepase en nada a los demás autores de su tiempo; ¡le falta tanto para alcanzar aquella divinidad antigua! El calificativo de grandes se lo colgamos a príncipes que en nada sobrepasan la grandeza popular.



[1]  No es una cosa baladí el modo de componérselas para trinchar una liebre o una gallina. JUVENAL, Sat., v. 123. (N. del T.)

[2]  Eso está muy salado, esto quemado; eso no tiene el gusto bastante fuerte, eso sabe muy bien: acordaos de prepararlo lo mismo en otra ocasión. Los doy los mejores consejos que se me alcanzan, según mis modestas luces. En fin, Demea, los invitó a mirarse en la vajilla como en un espejo, y los enseñó todo cuanto de bueno tienen que hacer. TERENCIO, Adelfos, acto III, v, 71. (N. del T.) 


lunes, 4 de abril de 2022

Aulo Persio Flaco. SÁTIRAS. INTRODUCCIÓN. INTRODUCCIONES GENERALES DE MANUEL BALASCH y MIGUEL DOLÇ INTRODUCCIONES PARTICULARES, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE MANUEL BALASCH BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 153 EDITORIAL GREDOS



 INTRODUCCIÓN GENERAL

1. La vida

Si la edad imperial nos ofrece en Roma la más variada producción satírica, desde la sutileza

refinada y fría de Petronio o la diatriba violenta y amarga de Juvenal a la mordacidad ampliamente

humana de Marcial, no la deja de animar también la sátira estoica, marcadamente formalista, de

Persio. Nació Aulo Persio Flaco, caballero romano, el 4 de diciembre del año 34 de la era cristiana

en Volaterra (Volterra), antigua ciudad etrusca. Los datos más extensos y verídicos sobre su vida

nos han sido transmitidos por la Vita del poeta, debida al famoso gramático M. Valerio Probo1, que

vivió en la época de los Flavios; esta biografía que encabezaba, al parecer, una edición comentada

de las Sátiras de Persio, pertenece a aquella serie de esbozos biográficos con que el gramático

ilustraba sus recensiones y comentarios de poetas como Terencio, Lucrecio, Virgilio y Horacio, y

recuerda, por su disposición y analogías, las biografías de poetas que nos quedan del De viris

illustribus de Suetonio.

Hijo de una acomodada familia ecuestre, Persio perdió, cuando apenas contaba seis años de

edad, a su padre; confiado a los cuidados y a la enseñanza de su madre, Fulvia Sisena, y de su tía —

damas de una sociedad impregnada del mos maiorum—, tuvo, en medio de un discreto lujo, una

educación excelente, sin duda de carácter estoico. Su madre se unió en segundas nupcias con Fusio,

un caballero romano tal vez oriundo de Luna (Luni); gracias a esta unión, el muchacho tuvo la

oportunidad de pasar temporadas, incluso unos años más tarde, en la costa lígur. Hasta sus doce

* Este texto no se incluye en la edición de Gredos, pero se incluye aquí por su importancia para el conocimiento de las

Fuentes del poeta [Nota del escaneador]

1 Puede verse el texto de esta Vita en las ediciones de Persio, más adelante citadas, de Jahn, Cartault, Ramorino, Owen,

Villeneuve o Clausen.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 3

años, es decir, hasta el 46, Persio permaneció en Volterra; parece que más tarde su madre, que de

nuevo había enviudado, se lo llevó consigo a Roma.

En la capital continuó Persio los estudios iniciados en su ciudad natal. Allí frecuentó las escuelas

de dos célebres maestros, el gramático Q. Remio Palemón, profesor asimismo de Quintiliano, y el

rétor Verginio Flavo. A sus dieciséis años, la edad de vestir la toga viril, tuvo la fortuna de trabar

amistad, que nunca abandonaría, con el que iba a ser el verdadero director espiritual de su

conciencia hasta la muerte, Aneo Cornuto, un africano de Leptis Magna, el cual, establecido en

Roma bajo Claudio, fue uno de los representantes más conspicuos del estoicismo y permaneció en

Roma, rodeado del afecto general, incluso durante los catorce años del reinado de Nerón, hasta que

este Emperador lo desterró en el 682. En su Sátira V, Persio nos ha dejado una impresionante prueba

de esta predilección recíproca y nunca menguada.

Gracias a Cornuto, Persio se relacionó con eminentes miembros de aquella peña de estoicos que,

bajo el despotismo de Nerón, conservaban viva en la soledad la llama de la doctrina de Crisipo y

Cleantes. En la misma escuela de Cornuto tuvo como condiscípulo a Lucano, cinco años más joven

que Persio, y tan ferviente admirador de los escritos de éste, que, al escucharlos, proclamaba que

esto era poesía auténtica, y su producción simples fruslerías. La Vita nos transmite los nombres de

otros compañeros de la primera adolescencia de Persio que conocemos vagamente o sólo por la

mención del biógrafo: Claudio Agaturno, Petronio Aristócrates, Cesio Baso —destinatario de la

Sátira VI—, Calpurnio Estatura, Servilio Noniano, Plocio Macrino —al que va dedicada la Sátira

II—. Más tarde, conoció a Séneca, pero «sin sentirse atraído por su talento». La observación del

biógrafo es significativa: Persio adolescente, de carácter riguroso, de una pieza, difícilmente podía

congeniar con el talento brillante, pero frondoso y desmedido, y con el espíritu, sólo

superficialmente estoico, del maestro de Córdoba. Persio debía de considerar a Séneca como un

«aficionado» de la poesía3. Durante diez años, en cambio, gozó del tierno afecto del filósofo estoico

P. Clodio Trásea Peto —cuya esposa, Arria la menor, era parienta de nuestro poeta—, con quien

hizo un viaje que le había de procurar, con su intimidad, una dedicación más rendida todavía a los

principios del Pórtico 4.

Breve, como la de Tibulo o la de Catulo, fue la existencia de Persio. En una hacienda que poseía

cerca de la Vía Apia, a ocho millas de Roma, murió el 24 de noviembre del 62, víctima de una

dolencia de estómago. No había cumplido los veintiocho años de edad. Probablemente era de

complexión débil desde su mismo nacimiento; de aquí la necesidad que sentía en los últimos años

de su vida del benigno clima invernal de Luni, donde poseía una mansión. Su vida había

transcurrido tranquila, sin sobresaltos, entre la familia, los amigos y los correligionarios, sin

conocer ni querer otra cosa fuera de este círculo selecto de damas y patricios virtuosos, de poetas

delicados y escritores, de filósofos, pensadores y héroes; de costumbres morigeradas, de pudor

virginal, de comportamiento sociable, el poeta se había mantenido sobrio y modesto, ejemplarmente

afectuoso con su madre, su hermana, su tía paterna. Los arranques de irascibilidad, enojo o

descontento que aparecen en su obra, si no se justifican como nacidos exclusivamente de los efectos

que produjo en su alma la filosofía estoica, serían un reflejo de su constitución orgánica, de su salud

delicada. Al morir, legó a la madre y a la hermana su patrimonio, cerca de dos millones de

sestercios5; a Cornuto, por medio de un codicilo escrito a su madre, cien mil sestercios, o veinte

libras de plata labrada, y toda su biblioteca, integrada esencialmente por los setecientos libros de

Crisipo. Cornuto aceptó la herencia de estas obras, pero renunció a la manda pecuniaria.

2 Sobre Cornuto, véase R. REPPE, De L. Annaeo Cornuto, Leipzig, Teubner, 1906, y V. PALLADINI, «maestro di

Persio», Scritti per XIX Centen. di Persio, Lucca, Artigianelli, 1936.

3 Como lo conceptuaba QUINTILIANO, X 1,129.

4 Véase C. MARTHA, Les moralistes sous l'empire Romain, París, 1865, 116-119.

5 Unos 120 millones de pesetas actuales (1990).

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2. La obra

Persio escribió poco, lentamente y con esfuerzo. Casi en su infancia, según el biógrafo, había

escrito una praetexta, un libro de aventuras o viajes —tal vez alusivo al que efectuó con su pariente

Trásea Peto— y unos versos en honor de Arria la mayor, la heroica mujer de Cecina Peto, la del

inmortal apóstrofe: Paete, non dolet6. Sin embargo, muerto el poeta, Cornuto, en un ademán de

verdadera amistad, persuadió a la madre de Persio a destruir estos escritos, por no considerarlos

dignos de ser publicados.

Nos ha llegado sólo el libro de sus Sátiras, que Persio dejó inacabado. Probablemente la muerte

le sorprendió en la mitad de su tarea, y no pudo limar sus escritos. Podríamos incluso sospechar que

el poeta no destinaba sus versos al público, sino a la simple lectura privada ante su auditorio de

correligionarios: él mismo se enorgullece de no abrigar la menor ambición literaria y de renunciar a

los aplausos de los oyentes, aunque acepta sus halagos porque no tiene un corazón de piedra. Así,

parece seguro que, en el haz de sus seis sátiras, la primera y la sexta fueron compuestas

precisamente como primera y última de la serie. En cambio, el orden cronológico de las otras piezas

es del todo inseguro, ya que se trata de una especie de ejercicios escolares, de pruebas

experimentales, procedentes de circunstancias ocasionales, y no de la vida o de sucesos auténticos.

Cornuto se dedicó a su revisión o emendatio, y, después de haber suprimido algunos versos en la

última sátira, a fin de darle la apariencia de obra concluida, cedió el manuscrito a Cesio Baso, que

reclamaba insistentemente el honor de ser el editor de Persio.

¿Cuándo salió a la luz pública la primera edición de las Sátiras, facilitada por la ayuda de estos

dos amigos incondicionales? Probablemente poco después del fallecimiento del poeta, tal vez

alrededor del año 63, ciertamente antes de la muerte de Lucano y Petronio, en vida de Nerón, es

decir, antes del 68. La admiración y la impaciente curiosidad que suscitó el libro, apenas publicado,

entre los hombres de letras y el gran público, debió de obedecer a diversas razones, entre las que no

sería aventurado contar la misma simpatía suscitada por la malograda y virtuosa figura del poeta, la

extraña novedad del estilo, la misma oscuridad —de que hablaremos— y particularmente el carácter

circunstancial de la obra. La Sátira I, inspirada en el libro X de Lucilio, y escrita con vehemencia,

era una invectiva contra la retórica ampulosa, contra la manía de hacer versos, tan generalizada, y

de hacerlos conocer en recitaciones públicas; en el fondo, es una sátira personal contra Nerón, la

encarnación más visible de aquel estado casi patológico de la cultura romana de la época. Otro

detalle contribuye a abonar este punto de vista. El biógrafo confirma el conocido episodio, según el

cual el verso 121 de dicha sátira decía: auriculas asini Mida rex habet, y que Cornuto, temiendo

que el Emperador interpretara la frase como una alusión directa, generalizó su sentido dándole la

forma que registran todos los códices: auriculas asini quis non habet? Con todo, la precaución de

Cornuto de poco iba a servirle: a pesar del matiz proverbial que había adquirido la expresión

persiana, todo el mundo vislumbraba el retrato de Nerón a lo largo de la sátira. Al cabo de pocos

años, en el 65, Cornuto era desterrado, precisamente por Nerón, juntamente con su colega, el estoico

Musonio Rufo. Sería, sin embargo, contraproducente el afán de entresacar muchas posibles

alusiones a Nerón en Persio; sin haber dejado de metérselo entre cejas en ciertas ocasiones, el poeta

vivía demasiado al margen del monstruo y del tumulto de la vida para tenerlos siempre presentes.

Estas seis sátiras —que suman un total de 650 hexámetros— es cuanto nos queda de Persio; sólo

esta cuerda satírica vibra en su inspiración, pero ella sola fue suficiente para ganarse la atención de

sus contemporáneos y de la posteridad. Encontramos, sin embargo, en los manuscritos, al comienzo

o al final, una serie de catorce versos —trímetros escazontes—, que normalmente han sido

considerados como prólogo o como epílogo de las Sátiras. Trátase de un centón de reminiscencias

eruditas, como parece sugerir de entrada el mismo uso del escazonte, propio de los filósofos cínicos

y satirizantes; por su sentido se relacionan con el principio de la Sátira I; no por otra causa se ha

6 Sobre el famoso episodio, cf. PLINIO, Ep. III 16, 6; TÁCITO, An. XVI 34, 2, y MARCIAL, I 14, 1.

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sospechado a veces que Persio comenzó su obra sirviéndose de dicho metro y que luego cambió de

idea, tal vez para adaptarse con mayor rigor a los modelos clásicos de la sátira, Lucilio y Horacio.

No es fácil que nos encontremos ante una contaminación de dos epigramas. En resumen, no es un

prólogo ni un epílogo, sino simplemente un fragmento o un ejercicio juvenil, que no añade ningún

mérito a la gloria del poeta.

3. Ética y arte

¿Qué razón impulsó a Persio a dedicarse a la sátira? Su biógrafo lo manifiesta de forma explícita:

apenas dejados los maestros, habiendo leído el libro X de Lucilio, se animó fervorosamente a seguir

el ejemplo del magnífico modelo: con un verso luciliano abría, precisamente, su Sátira I. No es

improbable, por otro lado, que orientara al poeta hacia el campo de la sátira el magisterio de

Cornuto —cuyas enseñanzas nunca serían olvidadas por el poeta—: la influencia del admirado

maestro se refleja no sólo en la Sátira V que le dedicó, sino en todo el librito, ya que su contenido

se inspira profundamente en la doctrina del Pórtico, a excepción de la Sátira I, de carácter literario,

escrita contra un público corrompido en el gusto y el espíritu, incapaz de apreciar la esencia del arte

y la sabiduría. El análisis de ciertas apreciaciones literarias expuestas principalmente en esta pieza,

así como sus mismos procedimientos de composición, denuncian que era enemigo de las exageradas

influencias griegas, particularmente del alejandrinismo; de donde, su admiración por el arcaísmo

viril de los antiguos poetas latinos.

Absolutamente estoicos, en efecto, son los pensamientos sobre la disposición espiritual con que

hay que dirigirse a la divinidad (Sátira II), la teoría de las pasiones, consideradas como

enfermedades del alma (III), la doctrina sobre el perfeccionamiento personal, que se obtiene

bajando a menudo a nuestro interior y no censurando al prójimo (IV), la esencia de la libertad,

derivada del dominio sobre las propias pasiones (V), y, en fin, el argumento acerca del recto uso de

las propias rentas sin despilfarro y sin tacañería (VI). En consecuencia, la obra de Persio es

básicamente filosófica y didáctica y, en cierta manera, convencional, casi desentendida de la

auténtica vida vivida, de los vicios dominantes en la Roma neroniana. Por otro lado, no debemos

olvidar que toda la verdadera filosofía bajo el Imperio, representada principalmente por Lucano,

Persio y Séneca, deriva del estoicismo, y que, en Roma, fue también la filosofía estoica una de las

armas ocultas más poderosas de la oposición a los césares, una de las formas más sutiles del

republicanismo ideológico.

No deja de ser impresionante esta posición del ingenuo adolescente volterrano, discreto y

enfermizo, pero moralmente encadenado a los principios de una escuela severísima, que sólo

disponía de la «pluma» para desatar su ímpetu agresivo y señalar el camino de la virtud, sin conocer

por experiencia a los hombres y las miserias de su época. Conoce la maldad, no por su propia

experiencia, sino por sus lecturas. Sólo la indudable sinceridad de su palabra justifica tal actitud.

Todo es en él intransigencia y desabrimiento; vocablos como radere y mordax son frecuentes en sus

versos. Como ocurre con los enfermos, a quienes la dolencia física deforma la visión clara de la

realidad de la vida, Persio lo ve todo empañado u obscuro y refunfuña contra todo y contra todos.

¿Podríamos ver aquí un rasgo de su Etruria natal, poco propicia al alborozo? De todas formas, el

contraste parece sólo aparente: la sátira a menudo se compagina a la perfección con la moral, la

filosofía y la religión; no en vano se ha comparado la doctrina estoica con la predicación cristiana.

Persio quiere hombres perfectos, elevándolos por encima de vanidades y desdichas; ataca a los

cobardes, los politicastros, los haraganes, los viciosos, tanto si son centuriones, patricios, el mismo

Emperador, como si son viles plebeyos, proponiéndoles el espejo de la verdadera libertad humana,

de las limitaciones de la vida, de la abnegación. Sustancialmente su doctrina coincide con la

intención moralizadora que entrevemos todavía en los fragmentos salvados del naufragio de la obra

de Lucilio, y no difiere del pensamiento expresado en los Sermones de Horacio, su otro gran

modelo, al cual deliberadamente imita y a veces refunde. Pero, ¡qué desigualdad entre la sabiduría

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aprendida en los libros y el furor del viejo poeta de Sesa Aurunca disparado en la Roma

republicana, o el escéptico y sonriente humorismo del epicúreo venusino, libre de vínculos de

escuela y primoroso explorador de los defectos humanos!

Es cierto que entre Horacio y Persio existen diferencias, no sólo de temperamento y escuela, sino

también por las condiciones de las respectivas circunstancias históricas. Horacio, que asiste a la

restauración de Roma bajo Augusto, puede confiar todavía en un mejoramiento social; Persio, que

vive bajo Nerón, amargado sin duda por las torpezas y los delitos del monstruo laureado, se encierra

voluntariamente en su torre de marfil o lo ataca a hurtadillas, lejos de toda sospecha, cuando, poco

después, Juvenal fustigará enfáticamente los escándalos de la Urbe y Marcial escribirá el mayor

epigramatario objetivo de todos los tiempos. Nuestro satírico, hurtado a la realidad, no se mueve de

sus dominios ideales y teóricos, de su intención totalizadora. Un aspecto de esta indeterminación

podemos comprobarlo en la misma lista de nombres propios mencionados en las Sátiras: raramente

acude Persio a personajes reales designándolos individualmente; la misma pauta seguirá en sus

ataques el epigramista bilbilitano. Sólo los nombres de los destinatarios de las Sátiras son

evidentemente de personajes reales; todos, o casi todos, los restantes son ficticios y usados con la

finalidad exclusiva de dar una fisonomía viva a las ejemplificaciones y a las categorías sociales —el

rufián Estayo, el arúspice Ergena o el arriero Dama—; los mismos nombres históricos —Craso,

Bruto, Mercurio, Batilo— pertenecen al pasado y tienen igualmente valor prototípico. La única

excepción es Cota Mesalino, mencionado específicamente como muestra de la corrupción a que lo

habían reducido los vicios. Todo ello se explica si se tiene en cuenta que la sátira persiana no

rezuma una sola gota de veneno: agitada en el campo de las ideas, es sosegada con las personas.

Como

Horacio, no se dobla Persio a la invectiva personal. El aequus animus de Horacio y la virtus de

Persio convergen en la idea de una rectitud moral, de una dignidad rigurosamente humana.

No conviene, por tanto, extremar las conclusiones. El contenido de la sátira de Persio no es un

producto exclusivamente formalista o reflejo: no ve siempre los vicios y los defectos a través del

cristal de sus propias lecturas y de las máximas filosóficas, sino, más bien, situándolos en la esfera

donde acaban por encontrarse siempre aquellos que, menospreciando las normas éticas más

comunes, dan libre curso a sus pasiones. La época de Persio revive en las Sátiras, representada en el

mal gusto de los hombres de letras, en la sordidez del pueblo bajo, en el orgullo de los nobles y en

el despotismo del Emperador, expresada con la más íntima convicción filosófica. No son raras en su

obra las hermosas sentencias y los análisis agudos del alma. Se ha estudiado minuciosamente su

carácter estoico, casi pretendiendo que Persio aspiró a hacer servir la sátira como simple vehículo

de las ideas del Pórtico; pero no raramente se levanta por encima de las doctrinas filosóficas, hasta

lograr que sus tendencias no sean solamente las de un teórico o un doctrinario. El poeta no pierde de

vista, de raíz, la vida: es significativo, en efecto, que no vague alrededor de principios

especulativos, sino de principios que sirvan de norma a la vida interior, que dirijan y gobiernen, en

suma, la conducta humana y civil del civis, hombre libre y miembro de una sociedad. Sería, por

tanto, incongruente negar toda intención política a sus sátiras.

Se podría, en todo caso, sospechar que Persio, tan inmaturo para el arte como para la vida, es un

satírico malgré lui. En el período formativo de toda vida de artista no encontró su camino, no supo

sistematizar su ideal literario como resultado de unas vivencias y una lucha artística. Lo pone de

manifiesto un examen de la forma literaria, de la lengua y del estilo de las Sátiras. No sólo por el

contenido de los argumentos, sino también por la forma y su desarrollo, la sátira de Persio se

conecta con la de sus predecesores Lucilio y Horacio. Como ellos, usa en las seis piezas el

hexámetro dactílico, que Lucilio había fijado de forma decisiva en el libro V de su primera serie,

después de las inseguras variedades métricas de los primeros libros. Las sátiras de Persio son

asimismo sermones de tono familiar, esmaltadas de descripciones, anécdotas históricas, recuerdos

mitológicos, reflexiones y máximas: a veces, en forma de epístola dirigida a un conocido; otras, a

manera de diálogo con el lector o con un interlocutor imaginario. La imitación persiana, de vez en

cuando literal, de Lucilio y Horacio, es un hecho incuestionable; por lo que afecta a Lucilio, ante la

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pobreza material de lo que nos queda del gran satírico, el parangón con Persio resultará siempre

insuficiente y provisional; en cambio, no resistirá Persio la comparación con Horacio, del que se

sitúa muy por debajo en la agilidad transparente y en la desenvoltura elegante, características del

arte horaciano.

La obra de Persio es muy a menudo un mosaico de reminiscencias de Horacio, desde el motivo

entero de una sátira o la representación de toda una escena hasta meros conceptos, ecos o frases

dichas con idénticos vocablos; esta imitación ha sido estudiada una y otra vez en diversas épocas.

Ya I. Casaubon, en el siglo XVII, consagró una famosa disertación al tema, en la que sistematizaba

todas las derivaciones horacianas en Persio7; la discusión ha sido reanudada y completada a

menudo, no sin cierta petulancia. Con todo, pese a las innumerables reminiscencias horacianas,

clasificadas por la más exigente avaricia crítica, nunca la sátira de Persio podrá ser considerada

como un retoño del animus horaciano. Horacio y Persio forman dos centros espirituales

independientes, sin puntos de contacto, sin ninguna vibración común, aunque se trate de dos

satíricos, con analogías y calcos. Persio no puede ser explicado por Horacio. La imitación persiana

de Horacio es un hecho puramente incidental. No debe olvidarse, a propósito de estas reflexiones, el

curioso concepto que tuvieron en general de la imitación los antiguos, que se deleitaban, al leer a un

autor, en percibir recuerdos y ecos, personalmente modificados, de otro escritor. Por otro lado,

existía realmente una tradición de pensamientos, metáforas, fórmulas y tipismos continuada entre

los satíricos romanos: la originalidad y la variedad del arte consistían en presentar bajo nueva luz el

viejo y obligado recuerdo. Persio ha evitado esta frialdad de recetario mediante una sucesión de

imágenes fuertes, enérgicas y renovadas: en él la imitación se convierte paradójicamente en parte

esencial de la espontaneidad del discurso, en elemento vital, en jugo y sangre de su arte; su

imitación, en suma, es un procedimiento meramente literario, un barniz del alma, una sensación del

espíritu que late por toda la materia viva. De aquí que, para entender su arte, hay que penetrarlo una

y otra vez, quebrantando esta costra de erudición, prejuicios y confusiones tradicionales.

Mediante esta operación de análisis íntimo, llegaría a parecernos un pretexto —en el sentido

etimológico del vocablo— el mismo factor satírico del poeta: ¿qué quedaría, entonces de Persio?

Un paisaje fragmentario, sin duda, pero positivo, genuino, perdurable. Lo que se nos presenta, a

través de los detalles y las rendijas de su obra, es un pequeño mundo vigoroso, un arte

auténticamente realista, una revelación lírica embrionaria. He aquí el principal valor artístico de las

Sátiras. Los croquis que Persio incrusta aquí y allá en sus composiciones, pintando al vivo escenas

y caracteres humanos, quedan grabados para siempre en la fantasía. Obsérvese, por ejemplo, el

efecto pintoresco del poeta en boga que se dispone a recitar sus versos en un auditorium,

impecablemente acicalado, luciendo la gran sortija que le regalaron en su aniversario, y sube a la

cathedra, después de haberse enjuagado la garganta con gargarismos, y empieza a vocalizar con voz

tierna y mirada lánguida sus poemas (I 15-19); o el brutal realismo del libertino que, después de

hundir el vientre blancuzco en el baño, se sienta a la mesa y, presa de temblor agónico, deja caer de

las manos, rechinándole los dientes, la copa espumosa y las viandas grasientas de la boca

entreabierta (III 98-102); o la caricatura medio goyesca de la abuela o la tía que coge al bebé de la

cuna y, tras humedecerle con saliva la frente y los labios a fin de librarle del aojamiento, lo hace

saltar en sus brazos y pide a los dioses que le concedan éxitos y fortuna, de forma que el rey y la

reina lo deseen por yerno, se lo disputen las muchachas y nazcan rosas donde él ponga los pies (II

31-38). ¡Cómo se desahoga su pecho agradecido, en una corriente de emoción, ante la paterna

afectuosidad de Cornuto! (V 26-29, 41-51). En otras ocasiones, la reproducción de las actividades

humanas es una simple silueta o un esbozo improvisado: tal es la descripción de los juegos

infantiles (III 48-51), el gracioso aguafuerte de la manumisión del muletero Dama (V 75-79), el

diálogo de la emulación entre la avaricia y la pereza (V 132-139) o el reposo otoñal en la costa lígur

(VI 6-8). Estos fragmentos revelan por sí solos unas dotes de auténtico artista, son voces aisladas de

7 I. CASAUBON, Persiana Horati imitatio, ensayo publicado como apéndice a su edición de las Sátiras, París, 1605,

525-558.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 8

un lirismo espontáneo y seguro.

Si incluso en estos casos Persio pagó tributo a una moda, el recurso no escamotea ninguna

partícula a la sinceridad artística. Ya J. Lido, el erudito bizantino del siglo VI, afirmaba8 que Persio

había querido imitar los mimos de Sofrón, consistentes en cuadros de género o en breves apuntes

populares, muy admirados en la Antigüedad y leídos preferentemente por el mismo Platón. Y, en

efecto, no pocas expresiones familiares, crudas y a veces obscuras, de las sátiras de Persio aluden a

los ademanes y procedimientos de los mimógrafos, como al describir las muecas que se hacen a

espaldas de la gente (I 59 y ss.), o las risotadas de la juventud que se mofa de los estoicos,

juzgándolos locos o quijotes de la filosofía (V 86-87), o la actitud de la soldadesca que no daría un

as por un sabio (V 189-191).

Persio no ríe como Marcial ni retumba como Juvenal; cuando intenta reírse, la risa se le quiebra

de pena o se le muere degollada por la sentencia filosófica. Esquiva todos los excesos, todas las

estridencias; hay en él un fondo de inapetencia, de resignación apagada, de indecisión de la

voluntad: sólo de esta forma aparenta cierta semejanza con Horacio. De aquí que no fuera

reformador ni innovador ni opositor. Si pretende colocarse enfrente de su época, no sabe

desprenderse de sus vicios: al satirizar los versos de moda, vacíos de contenido, cubiertos de vana

frondosidad y de mitología patética, lo hace por medio de versos elegantes y redondeados que

habrían levantado una tempestad de aclamaciones en una recitatio y que contribuyeron sin duda al

éxito inmediato de sus Sátiras. Pero es un secreto y un privilegio de artista fustigar las modas sin

renunciar a ser portavoz de sus consecuencias. Por otro lado, la moda es una ley del tiempo, de la

que no consigue librarse ni el escritor más rígido y más independiente. Desde este punto de vista,

Persio tiene en Séneca, a quien conoció, pero sin dejarse seducir por su talento, un espíritu fraterno.

Si Persio, en lugar de ser un joven morum lenissimorum, verecundiae virginales, como dice su

biógrafo, hubiera sido un carácter virulento, tal vez hubiera renovado la sátira o la lírica latina. No

se le puede regatear el temperamento poético ni las dotes de un buen versificador; es cierto que a

veces construye el hexámetro con dificultad y técnica imperfecta, pero no debe olvidarse que el

hexámetro satírico gozaba de libertades especiales; en no pocos de sus versos, el acento rítmico del

dáctilo del quinto pie no coincide con el acento tónico de la palabra en que cae, ocasionando así

finales inarmónicos, como sucede igualmente en Horacio.

Quizá su juventud o su época frustraron la realización que hace vislumbrar su obra: la de un

lírico, si hubiera vivido bajo un libre régimen republicano, y no en un período de vida frenética y

hedonística, y, más concretamente, la de un poeta pindárico, como ponen de manifiesto, si no sus

vuelos de inspiración, sí su organización de saltos, inconexiones y premuras. Pero sobre su ánimo,

esencialmente lírico y sentimental, acabaron por actuar la influencia de la sátira de Lucilio y el

estoicismo de Cornuto. El poeta creyó que la sátira, tal como la habían transmitido sus

predecesores, podía acoger a un tiempo su arte y su doctrina, convirtiendo la sabiduría en poesía. En

consecuencia, el verdadero valor artístico de Persio responde siempre a una doble corriente, a un

dualismo lírico-satírico, que sólo llega a fundirse en la concepción unitaria del estoicismo, en la voz

de una minoría intelectual que, a partir de Nerón, más que profesar un sistema filosófico,

enarbolaba una bandera de combate. Persio, en definitiva, no es un genio; pero tampoco sus Sátiras

son, como a veces se ha insinuado, una de las más enojosas creaciones del arte poético, ni su lectura

constituye, por la forma, un martirio; es un talento prematuro, que sabe unir a una delicada

sensibilidad la capacidad de abordar las ideas generales y los grandes problemas de la aventura

humana. Como filósofo, posee al mismo tiempo la finura de Séneca, la firmeza de Epicteto y la

claridad de Marco Aurelio; como satírico, es menos carialegre que Horacio y menos brillante que

Juvenal, pero su acento es sin duda más íntimo y más profundo.

8 Cf. Lido, De magistr. , I 41

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 9

4. La obscuridad

Hay que confesar, sin embargo, que, sin ser insoportable, como ciertos críticos aseguran, la obra

de Persio resulta difícil para el lector actual. Persio es uno de los escritores menos accesibles. Tan

innegable como la gloria que coronó inmediatamente la breve producción del poeta, es su dificultad,

que poco a poco fue creciendo hasta hacerse legendaria. Los exegetas han ido embrollando la

cuestión, han acentuado la dificultad, hasta el punto de hacer creer que para Persio cualquier

expresión natural, incluso la más sencilla, era tabú. Ahora bien, haciendo caso omiso de

exageraciones y leyendas, ¿qué carácter presenta esta obscuridad, que llegó a parecer impenetrable?

En primer lugar, un hecho es indiscutible. Para glorificar la obra de Persio, sus contemporáneos

tuvieron que entenderla: afirmar que la admiración es un resultado frecuente de la incomprensión,

como alguien ha apuntado, no es sino escaparse por la tangente; en tales casos, dicha admiración

grotesca, que todos hemos conocido en alguna ocasión, se reduce a pequeños núcleos de pedantes y

alabarderos, pero no encuentra eco en los ámbitos conscientes. Pese a todo, no puede negarse que a

menudo una neblina, tal vez pasajera, se extiende ante los ojos del lector y no le permite seguir el

proceso y encadenamiento de las ideas. Se necesita, en una palabra, la máxima atención y el más

laborioso análisis para no creer de vez en cuando que nos hallamos ante una esfinge.

Esta obscuridad, frecuentemente confundida con la ambigüedad o la anfibología, ya fue

advertida por los antiguos. Elocuentes, aunque del todo legendarias, son las anécdotas, tantas veces

repetidas, según las cuales San Ambrosio, irritado por no lograr entender a Persio, tiró el libro

gritando: Si non vis intellegi, non debes legi, mientras que San Jerónimo, por el mismo motivo, lo

lanzó al fuego para que las llamas alumbraran el pavoroso antro. Sería ocioso buscar en las obras de

los dos Santos Padres ninguna expresión que justificara la leyenda; San Jerónimo, por el contrario,

cita constantemente a Persio, haciendo ver que lo entiende y aprecia de veras. Pero en la baja

latinidad, y especialmente entre los escritores no romanos, la lectura de Persio se había hecho

sumamente difícil. La penosa impresión persistió a través de los autores de los siglos X y XI, puesto

que en no pocos manuscritos de las Sátiras aparecen un Incipit y un Explicit parafraseados en rudos

epigramas, que comparan al autor, por su obscuridad, al mismo infierno. Valga como ejemplo:

«Comienza Persio, por todas partes obscuro orco; como el infierno, así permanece él en sus

tinieblas». En otros epigramas, la poesía de Persio, por sus contorsiones de lengua y estilo, es

comparada al rabo de un cochinillo. Probablemente estos versos, breves y harto vulgares, derivan de

una fuente única, muy anterior a los mismos manuscritos que nos los transmiten, sin que parezca

arriesgado sospechar que se entroncan con la emendatio de Barcelona de que luego hablaremos.

De donde se desprende que, alejados por siglos de distancia de la época del poeta, los copistas

tropezaban con dificultades que a la sazón no podían descifrar la filología ni los conocimientos del

latín. Fácilmente se comprende que, frente a las construcciones violentas, a los pensamientos poco

claros y no siempre trabados entre sí, a los vocablos nuevos o usados en sentido distinto del

corriente, los amanuenses poco expertos perdiesen los estribos. Todavía en unos tiempos más

cercanos a los nuestros, J. César Escalígero y su hijo José se enfurecían contra Persio, un ostentator

febriculosae eruditionis, declarándolo ineptus, porque cum legi vellet quae scripsisset, intellegi

noluit quae legerentur9. El mismo Casaubon, pese a su decisiva contribución al esclarecimiento de

las dificultades de Persio y a su defensa contra el ataque de Escalígero, admitía que el poeta,

especialmente en las Sátiras I y IV, gustó de refugiarse en el enigma, mientras Cornuto le debía de

susurrar insistentemente al oído la antigua palabra skoJtison “obscurece”. De esta forma, Persio fue

siempre retenido por el autor más obscuro de toda la latinidad. Auctor difficillimus y obscurus vates

se lee en la portada de diversas ediciones y explanaciones antiguas. Dicha obscuridad, ya

proverbial, halla todavía un eco en sor Juana Inés de la Cruz y en Boileau, el cual, sin embargo, en

L'Art poétique, señalaba acertadamente que Persio en ses vers obscurs, mais serrés et pressants, /

9 J. C. ESCALIGERO, Hypercrit. 6, y Ars Poet. III 97.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 10

affecta d'enfermer moins de mots que de sens.

Desde su punto de vista, la crítica no era del todo incongruente. El problema, finalmente, fue

planteado con precisión por O. Jahn, en su edición fundamental de Persio (1843), cuando reconocía

que es imposible procurarse un texto crítico del poeta prescindiendo de un comentario

interpretativo; a su vez, C. F. Hermann precisó que las dificultades del satírico dependen más de la

naturaleza del texto que de las dudas de lectura, es decir, que en el caso de Persio es más necesaria

la tarea del intérprete que la del crítico. ¿Qué grado de verdad, en suma, hay que reconocer en la

encarnizada hostilidad de los detractores del poeta?

Las dificultades existen, evidentemente, en sus Sátiras. Pero dificultad no equivale a obscuridad,

como advertía G. Papini, refiriéndose a Dante Alighieri. Toda gran obra permanecerá siempre

obscura para quien la aborda sin la seriedad y la preparación especial que exige la aproximación de

cada uno de los niveles culturales en sus diversos aspectos. Baste recordar los casos de los poemas

homéricos, de Virgilio, del mismo Dante, de Quevedo, de P. Valéry o de C. Riba. Persio pertenece,

sin ser un genio, a este linaje de escritores privilegiados. Para entenderlo, hay que excluir, de

entrada, la sospecha de que el poeta persiguiera deliberadamente esta obscuridad, hasta el punto de

no comprenderse a sí mismo; no podemos dejarnos arrastrar por las leyendas que vieron en él un

skoteinoJtato" el «más sombrío»; es peligroso convertirse en Edipo de una esfinge imaginaria,

porque el trance es un juego difícil y nos recuerda un nombre mítico que no se vio acompañado de

la buena suerte. Parece injusto que para entenderlo nos esforcemos en renunciar a las reglas de la

latinidad. Los modernos progresos filológicos nos permiten penetrar íntimamente en sus secretos;

hoy, con voluntad y reflexión, podemos gozar de su lectura como sucedió a sus contemporáneos: he

aquí un principio indiscutible.

Ahora bien, debemos reconocer que la proclamación milenaria de la obscuridad de Persio no

carece de fundamento. Esta «tenebrosidad», hoy casi vencida del todo, procede de diversas causas.

En primer lugar, de la concisión característica de su estilo quebrado, vigoroso, abrupto; no

raramente, la exposición de su pensamiento carece del nexo más rígidamente indispensable; unas

veces, al precipitársele el pensamiento en la expresión, cierra las premisas sobrentendiendo la

conclusión; otras, la conclusión supone unas premisas inexistentes. Las transiciones suelen ser

bruscas, improvisadas; el lector se ve obligado a reflexionar, a leer entre líneas, a releer todo el

pasaje o toda la composición para entender, casi por sorpresa, el encadenamiento de las ideas; y no

todos los lectores se imponen, desgraciadamente, dicho esfuerzo. Otra razón es la forma dialogada a

que Persio recurre a menudo, introduciendo en el discurso un supuesto interlocutor o fingiendo la

reproducción de sus palabras; no siempre se logra distinguir con claridad si habla el interlocutor, el

poeta, o si interviene repentinamente otro personaje; así el recurso artístico del diálogo llega a

resultar en sus manos un lamentable «fiasco»; la diversa distribución de los elementos dialogísticos

entre los intérpretes puede no influir a veces sensiblemente en el sentido de un pasaje, pero otras

veces da lugar a profundas modificaciones. Otras razones pueden ser el afán del poeta, tal vez

demasiado amante de locuciones insólitas o nuevas para herir la imaginación del lector o del oyente,

por servirse aquí y allá de metáforas o metonimias audaces, coloreadas, extrañas, a veces dobles,

que a la primera ojeada no permiten desvelar su pensamiento; o su propensión al uso, tal vez

deliberado, de frases ambivalentes o ambiguas, susceptibles de diversas interpretaciones; o las

frecuentes alusiones, también corrientes en Marcial o Juvenal, a costumbres, sucesos y recuerdos de

su tiempo, ciertamente claras para sus contemporáneos, pero enigmáticas por su mismo desgaste

ante la posteridad, si no van acompañadas de comentarios minuciosos. Podrían añadirse a estas

causas su falta de fantasía poética, su inexperiencia de escritor, las características de su sermo, su

muerte prematura. Persio dejó inacabada su obra: nuestro juicio no puede prescindir de esta

fatalidad. Sólo así se comprenderán objetivamente sus notables cualidades de pensamiento y estilo,

de reproducción artística de las circunstancias ambientales, de eficacia ética, de entusiasmo por el

bien, existentes en sus Sátiras.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 11

5. Supervivencia y fortuna

Estas últimas cualidades ocasionaron, sin duda, en la Antigüedad la fama de Persio. Ya hemos

visto cómo, según el testimonio del biógrafo, se entusiasmaba Lucano con la lectura de las Sátiras y

qué éxito inmediato de público acogió su publicación. Un crítico tan sagaz como Quintiliano, que

cita e incluso imita a Persio, dejó en su reseña de los escritores griegos y romanos el famoso juicio:

Multum et verae gloriae quamvis uno libro Persius meruit10. Unos años antes, Marcial, al

recomendar la brevedad como don inestimable en literatura, había cerrado un epigrama con el

dístico: Saepius in libro numeratur Persius uno / quam levis in tota Marsus Amazonide11. Es cierto

que Juvenal, al recordar los grandes satíricos de Roma, no menciona a Persio, pero se sirve en

diversos pasajes de su obra de frases típicamente persianas. Sólo la época frontoniana, de tendencia

arcaizante, carece de alusiones a nuestro poeta. Pero luego se multiplican las citas y los elogios, a lo

que contribuye el espíritu de los primeros siglos del Cristianismo, cuya ética concordaba con el

valor moral y no pocas ideas de la doctrina estoica. Persio es recordado por los apologistas y los

padres de la Iglesia: Tertuliano, Lactancio, Jerónimo, Agustín, Isidoro de Sevilla; es conocido por

los poetas, como Ausonio, Prudencio, Sedulio y Sidonio Apolinar; es mencionado y estudiado por

los gramáticos más famosos, como Diomedes, Donato, Servio y Probo.

A esta misma época, a comienzos del siglo v, se remonta la más antigua emendatio o revisión

conocida del texto de las Sátiras: exactamente al año 402, en que un erudito, Flavio Julio

Trifoniano Sabino, revisó en Barcelona un manuscrito de Persio, arquetipo de los códices posteriores,

al que puede atribuirse la denominación de recensio Sabiniana o Barcinonensis. Los

códices de Persio se multiplicaron notablemente a partir del siglo IV hasta el punto de que no hay

ninguna biblioteca en Europa que no posea uno más o menos antiguo o reciente. Aunque su número

puede llegar al centenar y medio, la moderna crítica textual sostiene que, para obtener un buen

texto, basta acudir a unos pocos, no más de diez, los más antiguos y de reconocida autoridad. Todos

los indicios y testimonios demuestran que Persio no dejó, durante la Edad Media, de ser leído,

buscado, glosado y transcrito con un incesante afán, que perdura hasta los tiempos modernos, al

menos por lo que atañe al interés de los eruditos, a pesar de las opiniones hostiles al poeta por la

dificultad o el hermetismo de su estilo. Puede afirmarse que, después de Virgilio, Horacio y

Juvenal, Persio ha sido el poeta latino que ha gozado del mayor número de escoliastas y

comentaristas.

La época humanística continuó dedicando al poeta toda la atención de editores y glosadores, pero

no cesaron —aunque de forma esporádica—, como advertíamos más arriba, las voces de

incomprensión o de abierta censura, entre los estudiosos, ante la producción satírica de Persio.

Contra la irrupción, a veces desabrida y brutal, de tales detractores se levantaron los disidentes,

entre los cuales sobresalió el que más derecho tenía de asumir la defensa de Persio por haber sido,

después de los antiguos escoliastas, el que más que nadie contribuyó a explorar y esclarecer la

mentalidad del poeta: el humanista suizo Isaac Casaubon (1559-1614). Éste, al admitir que Persio

ensombreció deliberadamente, una y otra vez, su pensamiento, se anticipaba al juicio de los críticos

modernos ante el fenómeno de la poesía hermética. No siempre son suficientes la nitidez o la

cordura para explicar la obscuridad: los temas más inocentes, como acontece en Persio, pueden ser

víctimas del mismo conflicto. Las modernas ediciones comentadas de Persio y la abundancia de

ensayos, artículos y monografías que se han dedicado al satírico12 no olvidan las sabias directrices

de Casaubon, sin dejar de reconocer las frecuentes ambigüedades que presenta su estilo: tampoco

escasean éstas en el mismo Virgilio. Sólo los poetas mediocres no suscitan discusiones ni necesitan

intérpretes.

MIQUEL DOLÇ

10 QUINTILIANO, X 1 , 94; cf. XII 10, 26

11 MARCIAL, IV 29, 7-8.

12 Véanse en la Bibliografía los principales títulos.

Aulo Persio Flaco S á t i r a s 12

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domingo, 3 de abril de 2022

La sátira In su l t o s y b u r l a s EN LA LITERATURA DE LA ANTIGUA ROMA.



La sátira

Insultos y burlas en la literatura

de la antigua Roma

La afición de los políticos a mentir y robar

ha acompañado todas las edades del hombre.

Desde el siglo -v, y durante mil años, los escritores

romanos combatieron la codicia y falsedad

de sus gobernantes con un género literario dedicado

a criticarlos y ridiculizarlos, la sátira. Fue mucho más

que un simple derecho al pataleo, se convirtió

en un ejercicio de la libertad de expresión

en el que no se ahorran burlas, insultos, sarcasmos,

ironías y provocaciones. A muchos autores

les costaría la vida, pero al menos acabaron sus días

mortales con esa fiesta de la risa que entraña la burla

para los pueblos a orillas del Mediterráneo.

Pollux Hernúñez ha repasado y traducido las mejores

sátiras de la antigua Roma, desde las de Lucilio hasta

las de Claudiano, pasando por Horacio, Plauto, Juvenal,

Marcial... Todos ellos se mofan alegremente de

unos dirigentes demasiado parecidos a los.nuestros.

BREVIARIOS DE REY LEAR [52]

La sátira

In su l t o s y b u r l a s

EN LA LITERATURA DE LA ANTIGUA ROMA

*** 

I

Definamos en primer lugar el título de este opúsculo.

Por la «antigua Roma» entiendo aquí en su sentido

más amplio la civilización que nace con la República

romana a principios del siglo -V y desaparece con

la caída del Imperio mil años después. Invito, pues, al

lector a sobrevolar la historia de ese milenio para describir

y comentar lo que sus autores satíricos escribieron

o, más exactamente, lo que nos queda de ellos.

En cuanto al concepto de «sátira», este breve ejemplo

de Marcial servirá para ilustrar las consideraciones teóricas

que seguirán:

Pensando en tu novia, Andrés,

te depilas pecho, axilas,

pubis, minga, piernas, pies.

¿En quién pensarás, Andrés,

cuando el culo te depilas?1

Una sátira es una composición artística, en este caso

literaria, que critica a alguien o algo ridiculizándolo.

17

Crítica y ridículo: dos conceptos clave que definen el

contenido y la forma de un género con multitud de

ramificaciones: el insulto, la

invectiva, la obscenidad, la

pulla, la burla, el sarcasmo, la

ironía, la parodia.

Analicemos para empezar

el primer elemento: la crítica.

¿Cuáles son los motivos que

pueden llevar a alguien a criticar

a un congénere? Infinitos

y muy humanos: la diferencia

de opiniones, el prurito

de llevar la contraria, la

envidia, el odio, la venganza, o simplemente las ganas

de incordiar y divertirse, como parece ser el caso en

este epigrama de Marcial. Podría pensarse, pues, que

la sátira es la hez de la literatura, un género desconocedor

de los principios morales más elementales,

como el respeto al prójimo. Muy al contrario: la sátira

no es sino la expresión de una sólida convicción

moral y muy frecuentemente su autor es un idealista

decepcionado convertido en moralista. Por eso suele

decirse que la sátira fustiga los vicios humanos.

En cuanto al segundo elemento, el ridículo, todos

sabemos que la risa, la burla, es un arma poderosísima, 

pues el que ríe de otro lo hace porque de alguna

manera y en ese momento se considera superior a él.

La risa es la manifestación de una victoria intelectual,

la expresión de una libertad verdaderamente inalienable

e ilimitada. Por eso la sátira vive en la transgresión:

transgresión de lo mesurado, de lo decente,

de lo que está bien, y utilización

de lo desmesurado,

de lo obsceno y de lo

censurable, para producir

risa.

Como la crítica y el

ridículo producen placer,

e incluso morbo, no es sor- . 

prendente que el sátiro- de la comedia latina.

grafo se granjee fácilmente

la complicidad del lector, y que la sátira sea uno de

los géneros más leídos, o vistos, pues hoy la televisión

está suplantando al libro en este como en otros campos.

Trasponiendo a Roma estos breves postulados teóricos,

sintetizados en los conceptos «crítica» y «ridículo

», entenderemos fácilmente la gran afición que

siempre tuvieron los romanos por la sátira, pues se

corresponden con dos características peculiares de la

civilización romana, que hacían de la existencia de la

sátira algo natural e incluso necesario.

19

Los logros de la civilización romana, muchos de

ellos todavía vivos y útiles, siguen sorprendiéndonos.

El pueblo de pastores que llegó a dominar el Mediterráneo

y todas sus civilizaciones, el pueblo que con sus

instituciones jurídicas, políticas y administrativas echó

los cimientos de Occidente y dio una cultura y una

lengua a medio mundo, logró todo esto porque sus

ciudadanos creían en un gran destino y en una voluntad

para conseguirlo. Esa voluntad se asentaba (además

de en las legiones), en el principio de la participación

activa del ciudadano en la sociedad. El derecho

a participar políticamente en la res pu blica supone

un intercambio constante de pareceres, una tendencia

casi natural a la persuasión, a la crítica de la

opinión contraria, a la condena de aquello de lo que

se disiente, y todo esto hace entrar en juego la responsabilidad

moral del individuo. Es esta capacidad

para intervenir en la realidad circundante lo que explica

sin duda la abundancia de autores que sienten la

necesidad de expresarse, de convencer, de dar lecciones,

de criticar y censurar lo que otros más potentes,

más aviesos o más necios que ellos imponen de una u

otra manera en ese entorno común.

Además de esta predisposición política a la persuasión,

al didactismo, a la crítica, hay en los romanos,

en los latinos, en los italianos y quizá en todos

20

los pueblos mediterráneos, una propensión innata a

lo festivo, a lo burlesco, a lo obsceno, a la risa en general,

que se manifiesta de innumerables maneras, incluso

en los momentos más solemnes. Cuando en el año

-46 Julio César celebró su triunfo por la conquista de

las Galias y cabalgaba tras una larga procesión de prisioneros,

botín, armas y

toda la parafernalia del

desfile militar, sus

propios hombres iban

cantando tras él algo

que no suele oírse en los

desfiles de hoy:

i

Ficha de lupanar..

¡Guardad las mujeres, romanos,

que aquí viene el follador calvo!2

Y esto:

En las Galias bien te follaste

el oro que en Roma sacaste.3

Y Vespasiano, sabiendo que, como todo buen emperador,

sería divinizado después de morir, se mofó de la

tradición y de las buenas maneras cuando le llegó el

momento. Estas fueron sus últimas palabras (año +79):

21

¡Vaya! Parece que me estoy haciendo dios.4

La crítica y el ridículo están

omnipresentes en la vida cotidiana

y en la literatura de los romanos desde

los primeros tiempos hasta el

final del Imperio. Pero antes de

entrar en la historia de la sátira

romana, conviene explicar el significado

que para los romanos tenía

Mosaico de Pompeya. k ^ ra «sátira».

Satura quidem tota nostra est: «La sátira es una cosa

totalmente nuestrá»5. Así escribía el profesor de retórica

Quintiliano hace 1.900 años, en un breve repaso histórico

de la literatura de Grecia y Roma. Como se sabe,

la literatura romana, como tantas otras cosas, sigue los

pasos de la cultura griega, y por eso no deja de sorprender

que alguien tan autorizado como Quintiliano

hable de originalidad romana en este campo, sobre todo

cuando sabemos que los griegos llevaban ya siete siglos

leyendo obras de contenido altamente satírico, desde

los violentísimos yambos de Arquíloco y las despiadadas

caricaturas femeninas de Simonides de Amorgo,

hasta las mordaces comedias de Aristófanes, así como

los versos burlescopornográficos de Sotades.

22

En latín, la palabra satura (pronuncíese como esdrújula)

era originalmente un adjetivo que significaba «llena

», «repleta» (de su raíz se derivan «saturar», «satisfacer

» y «saciar»). Este adjetivo, aplicado, por ejemplo, a

una fuente llena de frutas diversas que se ofrecía a los

dioses, o de alimentos mezclados que se servían a la

mesa, acabó convirtiéndose en sustantivo con el significado

de ensalada o macedonia, y de aquí mezcolanza,

revoltillo de cosas y más concretamente de versos

variados. Es interesante observar que la misma evolución

semántica se ha producido en castellano con el término

«ensalada», que originalmente fue adjetivo y que,

ya en el siglo de Oro, Covarrubias definía así:

El plato de verduras que se sirve a la mesa [...] Y

porque en la ensalada echan muchas yerbas diferentes

[...] y de mucha diversidad se haze un plato, llamaron

ensaladas un género de canciones que tienen diversos

metros.

Y el mismo Covarrubias nos recuerda el paralelismo

a que aludo, añadiendo:

Este modo de misceláneas compararon los antiguos

al plato de ensalada al qual llamaron saturam.

23

La satura, al igual que la ensalada, era pues una

especie de popurrí. ¿De qué? ¿Cómo este popurrí vino

a significar lo que actualmente entendemos por sátira?

¿Por qué la palabra satura se transforma en sátira?

Para responder a esto, debemos remontarnos a los

albores de la cultura romana.

Cuenta Tito Livio que, a raíz de la visita que hizo

a Roma una compañía de bailarines etruscos en el año

-364, los jóvenes romanos iniciaron la costumbre de

improvisar y lanzarse versos burlescos y que esta costumbre

evolucionó hasta dar lugar a un espectáculo

compuesto de canciones variadas acompañadas de

música y movimiento6. Este espectáculo de variedades

se llamó satura y, dado su origen, debía de contener

elementos burlescos. Así pues, este pasaje de Tito

Livio nos proporciona el testimonio más antiguo del

dato que ahora nos interesa: la primera alusión a algo

que llevaba el nombre de satura y que era satírico.

Esta satura dramática, como se la ha llamado, desapareció

cuando el teatro regular se inició en Roma a

mediados del siglo -III, pero la palabra satura continuó

utilizándose, pues es lógico que el autor de versos

variados como los de la satura escénica siguiera llamando

de la misma manera a sus composiciones aunque

no se representaran en el escenario. El primer autor

conocido que hizo esto es el padre de la literatura

24

Escena de comedia en un relieve de Pompeya.

romana, Ennio, que cultivó todos los géneros literarios

en el primer tercio del siglo -II.

Después de él, muchos otros lo practicaron y así

se fue creando un género de características propias que

podría definirse así: composición poética de intención

didáctica en la que el autor expresa libremente sus opiniones

sobre personas y circunstancias de la vida cotidiana,

a menudo de manera burlesca e incluso obscena,

y desde luego siempre crítica. En cuanto a la forma,

se conservó el lenguaje coloquial de la satura original

y, a veces, el diálogo, pero la diversidad de metros

25

WWm

^ ί ·

λ

fue perdiéndose con el tiempo y la forma canónica del

género acabó siendo el hexámetro dactilico, un verso

sólido y altisonante de origen griego muy apto para

la exhortación moral.

Este género es el que Quintiliano, con toda razón,

atribuye al genio romano y cuyos representantes más

ilustres fueron Lucilio, Horacio,

Persio y Juvenal., Pero, fuera

de las convenciones de este

género, había otras formas de

criticar ridiculizando. El mismo

Quintiliano llama sátiras a las

menipeas de Varrón, que son

muy distintas en forma y contenido

de las que acabo de definir,

y muchos son los autores de

obras altamente satíricas que

utilizan otros medios de expresión,

como es el caso de Séneca, Petronio y los epigramistas.

Además raro es el poeta, dramaturgo, orador

o ensayista latino que no deslice algún elemento

satírico en sus obras. Así pues, por sátira debemos

entender aquí dos cosas. En sentido estricto: el género

glosado por Quintiliano, que podríamos llamar

«alta sátira». En sentido lato: lo satírico que produjeron

los autores latinos y que se encuentra en muchos


de ellos. Aquí me voy a ocupar de ambas.

Mas antes de ahondar en ello, concluyamos estas

consideraciones introductorias con un punto de etimología.

Dada la frecuente presencia de lo obsceno

en la sátira y la creciente influencia griega en la cultura

romana, con el paso del tiempo los romanos mismos

llegaron a suponer que la palabra satura procedía

del griego satyra, es decir algo propio de los sátiros

(seres mitad hombre mitad cabra, símbolos de la lujuria),

y empezó a escribirse con y7. Finalmente esta y

se transformó en i, que es la que han recibido las lenguas

europeas modernas.

Pasemos ya a la historia de la sátira romana.

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