CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
sábado, 8 de agosto de 2020
JAIME ALAZRAKI LA PROSA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES TEMAS - ESTILO
viernes, 7 de agosto de 2020
Gerardo Diego Segunda antología de sus versos . PRÓLOGO.
PRÓLOGO
jueves, 6 de agosto de 2020
Miguel de Unamuno El hermano Juan o El mundo es teatro Vieja comedia nueva.
E
l hermano Juan o El mundo es teatro es una obra de teatro de Miguel de Unamuno, escrita en 1929, publicada en 1934 y estrenada en 1954. Calificada por el autor como «vieja comedia nueva».La
obra retoma el mito de Don Juan, pero desde otra perspectiva: la vejez del
mito. Don Juan, arrepentido de sus desmanes amorosos, que visto en perspectiva
no le han producido una vida gratificante y han provocado las desgracias de
muchas mujeres, se recluye en un convento y, desde allí intenta recomponer la
vida de las damas a las que ha provocado tanto dolor.
El hermano Juan o El mundo es teatro
Vieja comedia nueva
«¡Mi querido lector! ¡Lee, si es posible, en
voz alta! ¡Y si lo haces, gracias por ello! Y si no lo haces tú, mueve a otros
a ello, y gracias a cada uno de ellos y a ti de nuevo. Al leer en voz alta
recibirás la más fuerte impresión, la de que tienes que habértelas contigo
mismo y no conmigo que carezco de autoridad ni con otros que te serían
distracción.»
SOEREN
KIERKEGAARD, Prólogo (del 1 de agosto de 1851) a Para examen de conciencia, dedicado a sus contemporáneos.
PRÓLOGO
Este
prólogo es, en realidad de apariencia, un epílogo. Como casi todos los
prólogos. Aunque… ¿sí? ¿Nacen los hombres —a contar entre éstos a los llamados
entes de ficción, personajes de drama, de novela o de narración histórica— ,
nacen de las ideas los hombres, o de éstos aquéllas? ¿Es el hombre una idea
encarnada —en carne de ficción , o es la idea un hombre historiado, eternizado
así? Voy a contarte, lector, cómo me nació este mi «El Hermano Juan».
Un
compañero de letras, Julio de Hoyos, que había escenificado mi «Nada menos que
todo un hombre» (novela) dejándomelo reducido a «Todo un hombre» (drama), me
propuso llevar a escena mi «Niebla» —¿por qué la llamé nivola? Lo tuve, desde
luego, por un despropósito. Mí Augusto Pérez, el héroe —héroe, sí— de mi
«Niebla», se afirma frente a mí y aun en contra de mí, el autor del libro —del
libro, no de Augusto Pérez—, sosteniendo que él, y no yo, es la verdadera
realidad histórica, el que de veras existe y vive —sólo vivir es existir—, y yo
un mero pretexto para que él exista y viva en los lectores de su historia. Y lo
tuve por despropósito porque no cabe en escenario de tablas un personaje de los
que llamamos de ficción representado allí por un actor de carne y hueso, y que
afirme que él, el representado, es el real y no quien lo representa, y menos el
autor de la pieza, que puede estar hasta materialmente muerto. ¿Y cuando pre
sumí después que acaso se propusiera proyectarme a mí, al autor,
cinematográfica mente, y acaso hacerme hablar por fonógrafo? ¡Antes muerto!
Sólo se vive por la palabra viva, hablada o escrita, no de máquina. Y entonces
me di cuenta de que la verdadera escenificación, realización histórica, del
personaje de ficción estriba en que el actor, el que representa al personaje,
afirme que él y con él el teatro todo es ficción y es ficción todo, todo
teatro, y lo son los espectadores mismos. Que es igual que lo otro, que lo que
parece inverso. Son dos términos al parecer contradictorios, mas que se
identifican. ¿Qué más da que se afirme que es todo ficción o que es todo
realidad? Y me acordé al punto de Don Juan Tenorio y de su leyenda.
Porque
toda la grandeza ideal, toda la realidad universal y eterna, esto es:
histórica, de Don Juan Tenorio consiste en que es el personaje más
eminentemente teatral, representativo, histórico, en que está siempre
representado, es decir, representándose a sí mismo. Siempre queriéndose. Queriéndose
a sí mismo y no a sus queridas. Lo material, lo biológico, desaparece junto a
esto. La biología desaparece junto a la biografía, la materia junto al
espíritu.
Si
Don Quijote dice «¡Yo sé quién soy!», Don Juan nos dice lo mismo, pero de otro
modo: «¡Yo sé lo que represento! ¡Yo sé qué represento!» Así como Segismundo
sabe que se sueña. Que es también representarse. Se sueñan los tres y saben que
se sueñan. Don Juan se siente siempre en escena, siempre soñándose y siempre
haciendo que le sueñen, siempre soñado por sus queridas. Y soñándose en ellas.
¿Y la lujuria? ¿la libido —pues que este término latino han puesto en modo los
especialistas biológicos—? ¿la… —no la llamaremos amor—, la rijosidad? ¡Bah! No
se trata de biología, sino de biografía; no de materia, sino de espíritu; no de
física, sino de metafísica. O sea de historia. Porque la metafísica es historia
y la historia es metafísica. Y la filosofía, ¿qué es sino la historia del
desarrollo del pensamiento universal humano?
Hay
dos principales concepciones llamadas materialistas de la historia, dos
materialismos históricos: el de Carlos Marx y el de Segismundo Freud. Y frente
a ellas, y en gran parte contra ellas, una que podríamos llamar concepción
—acaso mejor: sentimiento— histórica de la materia. Hay la concepción
materialista del hambre, la de la conservación del individuo material, del
animal humano, y hay la de la reproducción, que es también conservación,
conservación del género material humano, del linaje. Y las dos, en el fondo, se
completan y hasta se funden. ¿Es que el animal humano —como los demás anima
les— se conserva para reproducirse, o se reproduce para conservarse? A los
biólogos con el problema. Y ellos os marearán con el metabolismo, el anabolismo
y el catabolismo. Y el estómago y los órganos sexuales.
Mas
frente a esta doble concepción materialista de la historia —dirigida ésta por
el hambre y por la libido — hay la concepción histórica de la materia, la de la
personalidad. Algún filósofo la llama vanidad. Y con ella, si queréis, la envidia.
Así la leyenda bíblica que abre la verdadera historia humana, la de la guerra,
la de la lucha por la vida —struggle for
life—, con el asesinato de Abel por su hermano Caín, no se lo hace cometer
a éste en aquél ni por hambre ni por celo, ni disputándole pan ni disputándole
hembra. Sino que Caín, el labrador, mata a Abel, al pastor de ovejas, porque
Yahvé, el Señor, ve con buenos ojos las ofrendas de Abel y no las de Caín. O
sea que ve con buenos ojos al uno y no al otro. Y le mata Caín a Abel por envidia.
En el fondo, lucha de personalidad, de representación. No es lo que aquí juega
la necesidad física, material, de conservarse ni la de reproducirse, sino la
necesidad psíquica, espiritual, de representarse y con ello de eternizarse, de
vivir en el teatro que es la historia de la humanidad. O en este caso bíblico,
la de ser recibido en la mente, en la memoria, del Creador de cielo y tierra,
de que este Señor le mire. «Aquel día me miró Dios» o «vino a verme Dios»,
dicen los campesinos, labrado res o pastores, cuando se refieren a alguno en
que les nació o les medró fortuna. Y a esta concepción histórica volveré
pronto.
Hánse
apoderado de la figura histórica de Don Juan, y hasta han pretendido
acotársela, los biólogos, los fisiólogos, los médicos —y hasta, entre éstos,
los psiquiatras!—, y hánse dado a escudriñar sí es —no si era— un onanista, un
eunucoide, un estéril —ya que no Un impotente— , un homosexual, un
esquizofrénico —¿qué es ésto?— , acaso un suicida frustrado, un ex-futuro
suicida. A partir, en general, de que no busca sino el goce del momento. Ni
siquiera conservarse, menos reproducirse, sino gozarse. Proceso catabólico, que
diría un biólogo.
¿Un
onanista? Hay quien lo cree. Y son los más groseros de concepción. Un onanista…
en la hembra. Un perfecto egoísta, que es siempre, aun en la más íntima
compañía y en el más apretado abrazo, un solitario. Que ni siquiera trata de
adentrarse en la hembra, en su presa, de fundirse con ella, sino a lo más de
ensimismarse, no de enajenarse, en ella. Y nada de conocerla. De conocerla en
el hermoso sentido bíblico cuando se dice de un varón que conoció a su mujer.
Que es para él mujer y no hembra, persona y no animal. Por algo los fieles
cristianos han identificado la tentación del conocimiento, de probar el fruto
del árbol de la ciencia del bien y del mal, con la tentación de la
concupiscencia carnal.
Ese
Don Juan, entendido así, como un gozador solitario, aunque en compañía, es a lo
más como el rano —el macho de la
rana—, que, aunque fecunda los huevos de la hembra, lo hace fuera de ésta, si
bien la tiene cogida, la palpa, la ve y la huele. Otros animales, ni eso
siquiera. Ni conocen materialmente a la hembra, ni la ven, ni la tocan, ni la
huelen. Lo de la compenetración, lo de la fusión, se queda para el espermatozoo
masculino y para el óvulo femenino, que no se sabe que tengan psique. Y éstos
sí que se digieren mutuamente, se entredevoran, se funden, se conjugan. Los
otros se limitan a gozarse un momento a sí mismos.
Y
aquí se enredan nuestros biólogos en teorías sobre la homosexualidad, y cómo el
goce, que es el medio, borra el fin, que es la reproducción. Suponiendo, claro
está, que la naturaleza tenga fines, sea finalista. Aunque no será eso de la
homosexualidad fruto de un oscuro instinto malthusiano? Gozar el goce del
momento, gozar inmediatamente lo mediato, sin sentido de la finalidad, que es
la reproducción, la continuidad y continuación de la especie. El pobre animal
no se conoce fuera de sí. Y ni aun en sí; conocerse. A lo sumo la hembra tiene
una más o menos vaga conciencia de maternidad futura.
¿Reproducirse?
¿Gozarse fuera de sí, en otros? ¿Tener conocimiento y conciencia y contento de
la finalidad trascendente del acto sexual? A lo sumo Don Juan se goza a sí
mismo —hay quien lo cree— fuera de sí, pero en la representación de los demás.
«¡Aivá, pa'a que se le diga!» —que decíamos de niños cuan do alguien hacía algo
por jactancia. Y aquí entra ya la vanidad. Y con ella la historia, la leyenda.
El
legítimo, el genuino, el castizo Don Juan parece no darse a la caza de hembras
sino para contarlo y para jactarse de ello. Recuérdese la lista de sus
víctimas, de sus pie zas cobradas, que presenta el Don Juan del drama de
Zorrilla. Y recuérdense sus desafíos. ¿Por celos? No, el Burlador no los
siente. Como acaso no siente el celo. Lo que le atosiga es asombrar, dejar fama
y nombre. Y hasta sacrifica la eficacia a la espectacularidad. Baudelaire, que
fué un dandy fracasado y en rigor un
solitario, nos ha dado la más profunda interpretación —teatral, ¡claro!— de Don
Juan cuando nos le describe entrando en los Infiernos, en la barca de Caronte,
rompiendo por en medio del rebaño de sus víctimas, que se retuercen y mugen
—entre ellas la casta y flaca Elvira pareciendo reclamarle una suprema sonrisa
en que brillara el dulzor de su primer juramento— , y él, Don Juan, tranquilo,
doblado sobre su espadón, miraba el surco y no se dignaba ver nada…
mais le
calme héros, courbé sur sa rapiére,
regardait le sillage et ne daignait rien
voir.
Pero se dignaba ser mirado —y admirado—,
darse a las miradas de los demás. Este es Don Juan.
Ser
mirado, ser admirado, y dejar nombre. ¡Dejar nombre!
El
nombre es lo que hace al hombre hombre y no mero animal, no macho ni hembra. Y
aquí conviene que el lector recuerde que en latín homo (en acusativo hominem,
nuestro «hombre») es el nombre de la especie, que incluye a los dos sexos: vir, varón, y mulier, mujer —por no decir «macho» y «hembra»—, y que podríamos
traducir por persona. Tan «hombre», tan persona es la mujer como el varón
cuando dejan de ser macho y hembra. Y en alemán, Mensch abarca a los dos, al Man,
o Varón, y a la Weibe, o Mujer. Es la
categoría común de humanidad. Y cabe decir que el verdadero hombre, el hombre
acabado, cabalmente humano, es la pareja, compuesta de padre y madre. Es la
célula humana personal. Y a ese hombre acabado le hace el nombre. Pero no
ciertamente el que parecía buscar ese pobre Don Juan soltero, esto es,
solitario.
Con
el hombre acabado, con la pareja humana, aparecen la paternidad y la maternidad
conscientes, y con esto alborea el nombre, esto es, la historia. Y con la
historia, con la tradición histórica, la religión. Los animales no reconocen ni
abuelos ni nombres; carecen de abolengo y de lenguaje. Y la tradición es, sobre
todo, como el lenguaje, maternal. Decimos lengua madre, y no sólo porque el
nombre «lengua» sea femenino, pues no se dice lenguaje padre. Ni el compadraje
es comadreo. El sentimiento maternal es tradicional y conservador; anabólico,
que diría un fisiólogo en su jerga. La leche de la cultura brota de pechos
maternales, y lo demás es mera literatura.
El
sentido de maternidad —y con ello de paternidad— , que es arranque de la
historia, de la tradición, del nombre, pare la religiosidad. La religión que ha
de salvar el alma, el nombre, en la historia, se encumbra al reconocer un padre
celestial, sea Zeus pater —Ju-piter—
, sea otro. «Padre nuestro que estás en los cielos», se nos ha enseñado a rezar
desde niños.
Y
dejando por ahora si Don Juan es padre —y digo es y no fué, porque ahora
no me refiero a ninguno de los Don Juanes puramente literarios, cuyo estudio
abandono a los eruditos— , vengamos a cómo, cuando aparece en nuestra historia
por obra de poe tas que lo sacan del fondo de la conciencia nacional y popular,
aparece envuelto en religiosidad, temeroso, sí es que no amoroso, del Padre
celestial, del que nos salva el nombre, pero… El Burlador de Sevilla, el Don
Juan de Tirso de Molina, quiere gozar del momento que pasa, gozarse en el goce
que pasa, sobre todo en el del engaño; mas cuando se le despierta y le escuece
la con ciencia religiosa, el antuvio del remordimiento, se la sacude con el «si
tan largo me lo fiáis»… Y Zorrilla, tradicionalmente español como Tirso, vio en
la vida del Tenorio un misterio religioso que envuelve al meramente erótico.
Don Juan quiere salvar el alma de la muerte. Y se la salva ella, Inés, su
seducida, por el amor. La querida, maternal ya, en un abrazo de amor —abrazo
del amor y la muerte— se lo lleva al cielo. Y este drama, tan hondamente
sentido por Zorrilla como un misterio religioso, es, hoy todavía, en España, un
acto de culto católico nacional. Y popular o laico. Cada año, por los días de
la conmemoración de los difuntos, de las benditas ánimas del Purgatorio, el
pueblo acude, como a una misa, a una procesión, a un funeral, a ver y a oír y a
admirar, a temer y a compadecer a Don Juan, y a ver y a oír y a compadecer y
aun a adorar a Doña Inés —«doña Inés del alma mía»—, maternal y virginal a la
vez. Ya que toda verdadera madre es virgen y toda verdadera virgen es madre.
Mujer y no hembra, mujer con nombre y con historia.
¿Por
qué se enamoran de Don Juan sus víctimas? ¿Es que, como sostienen ciertos
autores, sienten la supuesta feminidad de él? ¿Acaso por una suerte de
homosexualidad femenina? ¡Quiá! Es que le compadecen. Le agradecen, ante todo,
que se fije en ellas, que les reconozca personalidad, siquiera física,
corporal. Y que las quiera —aun sin él propia mente quererlo— hacer madres. Hay
vanidad en ello, regodeo de sentirse distinguida la preferida y de distinguirse
así. Pero hay, además, y acaso sobre todo, compasión maternal. «¡Que no sufra
el pobre por mí!» Alguna vez la víctima coge a Don Juan, se lo arrima a sus
pechos, se lo apechuga, y acaso se los pone en la boca. ¡Pobre Don Juan!
La
redención final de Don Juan en el misterio —místico y simbólico— español de
Zorrilla se acaba por la intercesión de una medianera, de una intercesora: Doña
Inés, la religiosa. A ésta perdona el Señor primero, y la perdona como
Jesucristo a la peca dora evangélica que entró en casa de un fariseo donde el
Redentor se hallaba y le ungió con mirra y lloró a sus píes y se los bañó en
lágrimas y se los enjugó con su melena —la de ella— y se los besó, y a las
murmuraciones del fariseo respondió Él con una parábola y con reproches, y
luego per donó a la pecadora sus pecados enseñándole que porque había amado
ella mucho, pues a quien poco se le perdona es que amó poco. Y luego: «¡tu fe
te ha salvado; vete en paz!» (Lucas, VII.)
Pues
así también a la pobre Inés, la religiosa de nuestro misterio español, el de
Zorrilla, la enamorada religiosamente del Burlador, se le perdona porque amó
mucho, porque se compadeció de Don Juan, ¡pobrecito!, y así pudo traspasarle su
perdón y en nombre de Jesucristo perdonarle, pues llegaba el fin de la fianza,
del «si tan largo me lo fiais»…, llegaba el arrepentimiento. Y aquí hace Doña
Inés no de novia, ni de prometida, ni de esposa, sino de hermana de la caridad.
Hermana y de la caridad. Hermana que es ser madre. Y ¿qué son las víctimas del
Burlador sino sus hermanas de la caridad? Caridad, y no en el sentido físico
amor, agape y no eros, caridad, compasión, amor fraternal, que es a la vez maternal.
O pater nal, en otro caso. Y he aquí por qué en esta mi reflexión del misterio
de Don Juan sus mujeres aparecen hermanas y él, Don Juan, el Hermano Juan. Y
con ello medianero, intercesor. Y ellas maternales y hermánales, corredentoras.
Consabido
es que el verdadero tormento de la mujer —de la mujer, no de la hembra es el de
la maternidad marrada; que las pobres monjitas en su celda rinden culto al Niño
Jesús, más que al Esposo. Consabido es —y lo he desarrollado en mi libro sobre
«La agonía del cristianismo»— todo el juego que juega en nuestra religión el
misterio del celibato. San Agustín, que fué padre según la carne, que tuvo un
hijo de ésta, escribe, celebrando el celibato —y la viudez— , que con él se
llenaría mucho antes la Ciudad de Dios —de almas, ¡claro!— y se aceleraría
antes el acabamiento del siglo.
Sí,
lo sé; hay la misticidad carmelitana, teresiana, la de la solitaria
contemplación infusa, la de los trasportes y arrebatos y des mayos a solas —el
Amado y la Amante— , y la tras verberación, y los desposorios y el matrimonio
espirituales. Religión de solitarios, de solteros. El franciscano M. R. P. Fray
Juan de los Ángeles, en el capítulo XI de su «Lucha espiritual y amorosa entre
Dios y el alma», estampa, escribiendo del «afecto único del Esposo», esta frase
terrible: «Yo para Dios y Dios para mí, y no más mundo.» El colmo del monacato,
de la solitariedad, de la negación de la maternidad y de la paternidad, de la
historia, de la vida de la humanidad, del alma universal y común a los hombres!
Y el que eso escribía se hacía llamar R. P. ¡Reverendo padre! ¿Padre?
Frente
a eso se revolvió otro monje, fray Martín Lutero, agustino éste, que quiso ser
padre según la carne, como lo había sido San Agustín, y para ello tomó por
mujer a una monja, para hacerla madre, y no se revolvió contra esa ascética y
mística de solitarios por lujuria, por apetito carnal, sino por sentimiento de
paternidad, que es a la vez sentimiento de filialidad. Y sintió su relación con
su Dios, no como de esposo a esposa —o de esposa a esposo—, sino como de hijo a
padre. Y su sentimiento de la fe fué un sentimiento de filialidad, de abando no
en manos del Padre. «En tus manos, Se ñor, encomiendo mi espíritu.» Y tiró a
santificar la vida civil en que hay padres e hijos según la carne del espíritu
y según el espíritu de la carne. Que no basta llenar de al mas la Ciudad de
Dios.
Ese
amor puramente místico, el de la contemplación infusa, el del Cantar de los
Cantares entendido a lo supuesto divino, el de «yo para Dios y Dios para mí, y
no más mundo», se parece mucho a otro amor de otro solitario, al amor intellectualis de Benedicto —Baruc o
Benito— Spinoza, otro terrible amador ahogado en la eternidad, ¡á qué de cosas
en esos deliquios y soliloquios místicos! En las almas vulgares —y son las más—
desviadas en ellos, el amor se reduce a amorío y el habla con el Amado a no más
que hablillas y habladurías.
Mas
el amor de fruto, y de continuidad, y de conservación, y de tradición, nos da
la santa costumbre. Reproducirse es conservar la identidad espiritual del
linaje, la personalidad histórica. Y no es que se reproduce uno para no morir,
sino es que se muere por haberse reproducido, por haberse dado. El goce de
reproducirse —carnal o espiritualmente, en hijos o en obras— es un éxtasis, un
rapto, un enajenamiento y un goce de muerte. De muerte y de resurrección. Es
anonadarse como individuo separado y distinto. Y Don Juan, aun sin saberlo, se
buscaba en sus víctimas. No quería morirse sin más.
En
aquel estupendo canto de Leopardi al amor y la muerte — «Amore e Morte»— nos
dice cómo donde llega al corazón el amor se desprecia la vida y se siente uno pronto
a peligrar por él y nace el coraje, y la prole humana se hace sabia en obras, y
no en pensamientos vanos, como suele:
e
sapiente in opre,
non in pensiero in van, siccome suole,
divien l’umana prole.
¡Sabia en obras! ¡En obras de vida! Y al
nacer en el corazón profundo un amoroso afecto,
languido
e stanco insiem con esso in petto
un desiderio di morir si sente.
¡El amor y la muerte! Pero una muerte que es
reproducción, o sea resurrección. Cuando en el misterio dramático de Ernesto
Renán, «La abadesa de Jouarre», se encuentra ésta, la abadesa, en los calabozos
del Terror revolucionario con su antiguo prometido, condenados ambos a muerte,
antes de ir a morir se unen en un anheloso enlace de amor y de muerte, y como
luego son indultados de la muerte, resulta fruto carnal de aquel amor mortal.
Tomemos
al caso, por otra parte, un terrible documento del amor propiamente
donjuanesco, de la sensualidad monacal, esto es, solitaria. Es el de las tan
conocidas y celebradas «Cartas de una religiosa portuguesa». La religiosa —
¿religiosa?— fué Sor Mariana Alcoforado, de Beja, en el Alemtejo de Portugal.
La metieron niña en un convento de franciscas, en la misma Beja, y allí creció,
en aquel convento mundano del Portugal del siglo XVII —Mariana nació en 1640— ,
mustia flor de tiesto conventual, allí, donde se madura —«se goza», dicen por
aquí los campesinos— tan temprano. A sus veinticinco años se le metió en su
celda, en su alcoba, el conde de Chamilly, un militar francés que iba de
campaña. ¿Un Don Juan? No; la Don Juan —por no decir la Doña Juana— parece que
fué ella, ella la seductora. El pobre caballero la abandonó, y ella siguió de
tornera en el convento. En 1669 se publicaron, traducidas al francés, las
cartas de Sor Mariana. ¡Qué cartas! También ella sen tía placer en sacrificar a
su querido su vida. Sufrió éxtasis —de amor mundano y carnal—, sintiéndose una
vez más de tres horas abandonada de todos sus sentidos. Se moría de amor. Y de
ausencia, ¡claro! Le pedía al pobre conde de Chamilly, ausente, que le hiciese
sufrir aun más males. «Conozco —le decía— demasiado que todos los movimientos
que ocupaban mi cabeza y mi corazón no se reflejaban en ti más que por algunos
placeres que acababan con ellos.» Pero decía preferir sufrir aun más a
olvidarle. «Vale más sufrir lo que sufro a gozar los placeres lánguidos que te
dan tus queridas de Francia.» Y añade esto, francamente diabólico y demoníaco:
«Me envanezco de haberte pues to en estado tal de no tener sin mí más que
placeres imperfectos… quiero que todo el mundo lo sepa y no hago de ello
secreto; estoy encantada de haber hecho lo que hice por ti contra toda clase de
decencia.» Y se desmaya la pobre franciscana al acabar la carta, o así lo dice,
al menos. «¿Cómo es posible que con tanto amor no haya podido hacerte del todo
dichoso?», le dice, y añade: «Lamento por tu amor solo los placeres infinitos
que has perdido; ¿tenías que no haber querido gozar de ellos? Ah, si los
hubieras conocido te habrías encontrado, sin duda, con que eran más sensibles
que el de haber me engañado; habrías sentido que se es más dichoso y que se
encuentra algo más sensible —touchant,
dice el texto francés— cuan do se quiere violentamente que cuando se es
querido… Estoy furiosamente celosa de todo lo que te dé goce y toque a tu
corazón y gusto en Francia…» Y luego le acusa de no haber buscado sino placeres
groseros! ¡Es el colmo! «He experimentado que me eras menos querido que mi
pasión.» Y luego habla del orgullo ordinario de su sexo, y estalla así: «¿Por
qué no me dejas mi pasión? Estoy con vencida de que encontraré acaso en este
país —en Portugal— un amante más fiel, pero, ¡ay!, ¿quién podrá darme amor?… Un
corazón tierno no olvida jamás lo que le ha hecho sentir transportes que no
conocía y de que era capaz… Hace falta artificio para hacerse querer; hay que
buscar con destreza medios de inflamar; el amor solo no da amor…»
¡Amor,
amor! ¿Qué entendía, o mejor, qué sentía por amor, a sus veintisiete años,
aquella inflamable hermana tornera del conven to de franciscas de Beja, en el
Alemtejo? ¡Y no poder leer esas cartas en el portugués nativo en que de seguro
fueron escritas! En ellas late ese terrible llamado amor conventual, de un
erotismo místico o de un misticismo erótico, ese amor de solitarios. Solitarios
de celda o de alcoba. Lo que no apare ce en esa Sor Mariana Alcoforado, llena
del orgullo ordinario de su sexo —lo dice ella misma—, es la mujer en el hondo
sentido, es la madre y la virgen. Es el suyo el caso tal vez más típico de
donjuanismo femenino.
Y
contra eso, la costumbre, la santa costumbre, el cauce de la vida más íntima y
entrañada, el amor humano, el que funda y basa la tradición, la historia, la
humanidad. A las pobres víctimas de Don Juan se les arrancó a la costumbre, al
amor nuestro de cada día —el Padre nuestro que está en los cielos nos le dé
hoy—, al que hace a la mujer y a su hombre hombre. Los dos un hombre solo, una
persona, dos espíritus en una carne. Que es lo mismo que dos carnes en un
espíritu.
Confieso
que estas pobres mujeres que pasan por el tablado de mi «El Hermano Juan» están
apenas delineadas. Pero es que las mujeres de mis obras de ficción, mis
criaturas —y a la vez criadoras— femeninas no son, cabalmente, de línea. Pasan
por mis obras casi siempre en silencio, a lo más susurrando, rezando,
callándose al oído —al oído del corazón— de sus hombres, ungiéndolos con el
rocío de su entrañada humanidad.
La
Josefa Ignacia del Pedro Antonio de mi «Paz en la guerra», «todas las mañanas,
con el alba, iba a misa a su parroquia, y cuando en el viejo devocionario de
márgenes mugrientas y grandes letras, libro que hablándole en vascuence era el
único al que sabía entender, llegaba al hueco de la oración en que decía se
pidiese a Dios la gracia especial que se deseara obtener, sin mover los labios,
de vergüenza, mentalmente, hacía años en que, día por día, pedía un hijo a
Dios». Que al fin se lo mandó. A que muriese en la guerra. Y muerto ya en ella,
y muerta Josefa Ignacia después de haber reposado «sus dulces ojos rodeados de
serenidad, ojos en que se pintaba la hondura de la larga costumbre de
convivencia con él», con su Pedro Antonio, sintió éste que de nuevo se le
robustecía la voluntad de vivir, «de vivir para el goce de esperar la hora en
que habría de reunirse a su hijo y su mujer».
La
pobre Marina, la Materia, la mujer del Don Avito Carrascal de mi «Amor y
Pedagogía», pasa como una sombra dolorosa y redentora, reparadora, como una
madre virginal por entre la locura pedagógica de su marido, que al fin cae
desfallecido en su brazos, a la vista del suicidio del hijo, gimiendo:
«¡Madre!»
La
Julia de mi «Nada menos que todo un hombre», la del pobre Alejandro Gómez,
tirano de timidez, orgulloso de humildad, la que sufre de no saber si es o no
querida, muere dichosa —muerte que es amor, como el amor es muerte— al oír que
a la congojosa pregunta de ella, de Julia: «¿Quién eres, Alejandro?», solloza
él: «¿Yo? ¡Nada más que tu hombre…, el que tú me has hecho!»
¿Qué
he de decir de «La tía Tula»? Esta mujer ejemplar, dechado de virginidad
maternal, de maternidad virginal, se muere arrepentida de no haber cedido a la
carne de Ramiro.
Y
hasta la Angela Carballino de mi «San Manuel Bueno, mártir» vive en la congoja
de si su maestro, su padre y hermano espiritual, casi su ídolo, creía o no
creía, o creía sin creer que creía.
¿A
qué ir recorriendo las demás? Algunas son varoniles, hay tal cual casi
donjuanesca, pero todas son, en el fondo, mujeres. Y es que cuando se conoce
bien a una mujer se conoce a todas, en cuanto mujeres, se en tiende. Y no hace
falta acudir a clínica de psiquiatría.
Y
vuelve siempre y de nuevo el problema —llamémosle así pues que nos las habernos
con biólogos— de la relación de Don Juan, del macho, a sus víctimas. O acaso lo
inverso. Ya he dicho de la pareja, del verdadero hombre. Jorge Meredith, el
hondo poeta, el autor de «El Egoísta» (The
Egoist), uno de los más ahincados escudriños en las entra ñas del
donjuanismo, ha dejado dicho en su poema «La prueba de la hombría» (The test of manhood) —¡escrito a sus
setenta y tres años!— que la Tierra encuentra al cabo para la mujer un hombre
para empujar a la pareja a la mira de sus miras.
Then
Earth her man for woman finds at last,
To speed the pair unto her goal of goals.
¿Es Don Juan acaso la pura masculinidad —no
precisamente virilidad o varonilidad— , el puro catabolismo que diría un
pedante de biología, sin lo común a los hombres todos, varones o mujeres, sin
hombría y sin verdadero sentido de paternidad? Pues la paternidad es humanidad,
es hombría, y es por lo tanto maternidad también. El hombre varón que se sienta
de veras hombre, se siente a la vez padre e hijo y hermano, y se siente madre
también. Los hombres verdaderamente padres se sienten madres; sienten la
comezón y hasta el escozor de sus tetillas atrofiadas. ¿Es así Don Juan? ¿O no
es, más bien, como el zángano de la colmena, que sólo siente la comezón —y
hasta escozor— de acudir a fecundar a la reina, a la paridora, aunque no por
esto sólo madre? Pues no es ella la que cría —y criar es crear, bien lo dice la
palabra misma— alas crías, alas abejas. Y para cada reina —para cada escogida—
hay varios zánganos, los más de ellos supernumerarios o sustitutos. Interinos
acaso. Como los más de los Don Juanes, supernumerarios, sustitutos e interinos
también. Mientras la vida civil de la colmena, de la humanidad en nuestro caso,
de la Ciudad del Hombre, depende del cuido de amor, de la santa costumbre, de
las obreras, de las abejas madres y padres de verdad —madres paternales, padres
maternales— , digan lo que quieran los entomólogos y los apicultores, que crían
la familia y conservan el enjambre.
¿O
es que acaso no representará Don Juan lo… —lo, género neutro— lo que precede a
la diferenciación de sexos? Que no es precisa mente la niñez, ya que Don Juan
tiene poco o apenas si tiene nada de niño. Más de viejo prematuro. No ambiguo,
ni epiceno, ni común de dos, sino neutro. Y en último caso tal vez un
medianero, un tercero, un Celestino, o digámoslo con su nombre castizo: un
alcahuete, de ordinario inconsciente. Un alcahuete como esos abejorros
—zánganos a su modo— que llevan de flor en flor el polen fecundante. De ellos,
de los alcahuetes, dijo nuestro señor Don Quijote que era el suyo «oficio de
discretos y necesarísimo en la república» —no dijo en el reino— «bien ordenada,
y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida». Con todo lo demás que al
caso puede leerse en el Libro. Y en este mi librillo de «El Hermano Juan o el
mundo es teatro» podrá ver el lector —u oír el oyente y espectador, sí llega a
representarse en tablas— esbozada esa doctrina. No más comentarios críticos al
paño, no hacer más de Maese Pedro que predica desde detrás de bastidores.
Porque
estas reflexiones metafóricas, estas disertaciones al paño, de Maese Pedro, pre
cedieron o siguieron al drama? ¿Le engendra ron, o fueron engendradas por él?
Dios lo sabrá. Aunque sí, lo sabemos. La sangre, por la carne, hace el hueso,
hace su tuétano, y el hueso, el tuétano, hace carne y sangre. La idea nace de
la palabra y la palabra de la idea, pues que son lo mismo. Y en rigor la
embriología —hay que ser pedante de vez en cuando, esto es: erudito; no basta
quedarse en aficionado, en poeta— , la embriología nos enseña que el esqueleto
surge de la piel; lo que llamamos fondo, d£ lo que llamamos forma, lo de dentro
de lo de fuera, lo que queda de lo que pasa. Aunque en última verdad queda y
pasa todo, el paso es de queda, y la queda es de paso. Y por lo que a esta mi
obra hace, estoy firmemente persuadido de que si algo de ella ha de quedar será
lo que superficialmente llamamos superficial, lo artístico, o, mejor dicho: lo
poético, la envoltura, la forma, el cuerpo con su tez colorada —encarnada, de
carne—, con sus vetas de venas azules y hasta con sus nudillos en que asoma el
esqueleto revestido. Y en cuanto a éste, al esqueleto propiamente tal, en
cuanto a la osa menta, dejo su estudio a los anatómicos o di secadores
—críticos los llaman unos, e historiadores de la cultura otros… ¡de la
cultura!— que se dedican al estudio del eslaboneo de las ideas. ¿Y qué han de
hacer si no saben o no pueden —y no digo que no quieren, pues el que no quiere
es que no sabe o que no pue de— engendrar, como hombres cabales, hijos de carne
y sangre y hueso dentro?
Y
basta. Maese Pedro se retira del paño.
Salamanca,
julio de 1934.
miércoles, 5 de agosto de 2020
Pleamargen. Poesía 1940-1948.
Pleamargen. Poesía 1940-1948 presenta la obra poética de madurez del fundador y teórico del movimiento superrealista, André Breton (1896-1966), durante la década decisiva que arranca con el estallido de la II Guerra Mundial. Son años signados por el exilio y el vagabundeo: estancias en Martinica, Santo Domingo y finalmente Nueva York, viajes por los Estados Unidos, el redescubrimiento fascinado del amor en la persona de la pianista chilena Elisa Bindhoff —causa final y centro irradiador de la escritura de Arcano 17, uno de los textos mayores del superrealismo— y su posterior regreso al París de posguerra en 1946. Si su poesía puede haber quedado un tanto oscurecida, al menos entre los lectores de habla hispana, por su condición de icono de la vanguardia histórica, este libro —traducido y editado con rigor y excepcional atención al detalle por Xoán Abeleira — nos recuerda que André Breton era, sobre todas las cosas, poeta, uno de los más hondos y luminosos de su tiempo, capaz de reactivar la capacidad mistérica y hechicera de la palabra. Este amplio volumen recoge poemas centrales de la obra de Breton como Pleamargen (1940), Fata Morgana (1940), Estados generales (1943) y Oda a Charles Fourier (1945), así como el que quizá sea su testamento creador, su palabra más depurada: Arcano 17. Escribir sobre André Breton con un lenguaje que no sea el de la pasión es imposible. Breton: el lenguaje de la pasión - la pasión del lenguaje. Toda su búsqueda, tanto o más que exploración de territorios psíquicos desconocidos, fue la reconquista de un reino perdido: la palabra del principio, el hombre anterior a los hombres y las civilizaciones.
André Breton Pleamargen Poesía 1940-1948
ePub r1.0 Titivillus 17.09.18
André Breton, 2015 Traducción: Xoán Abeleira Álvarez Editor digital: Titivillus ePub base r1.2
martes, 4 de agosto de 2020
La gran obra no...LA VOCES DE LA NOVELA.
Decir entre autor, narrador y personajes implica dístínguir...TACCA ÓSCAR. LAS VOCES DE LA NOVELA
Decir entre autor, narrador y personajes implica dístínguir,
fundamentalmente, entre los dos primeros. y éste es
otro de los puntos que nos interesa subrayar. No creemos
que haya duda sobre la categoría y función del narrador.
Baste con recordar que el narrador no es simplemente el
autor: su misión es más precisa: contar. Pero lo que llamamos
autor exige cierta aclaración. El autor no es, naturalmente,
el hombre (Stendhal no es sencillamente Beyle), pero
tampoco simplemente el hombre escribiente, l'homme-a-laplumeo
La entidad del autor no está dada por la distancia
que va del hombre en pantuflas a la del hombre en su escritorio.
En la 'literatura', el autor es una convención bastante
diferente de lo que el autor es para el resto de la producción
escrita. Cuando Michelet, por ejemplo, escribe, podemos suponer
que las ideas del autor son las del hombre, y en tal
sentido, la diferencia no es otra que la que va del hombre
práctico a la del hombre que escribe. En literatura, en cambio,
la noción de autor supone una entidad algo diferente:
un hombre de oficio (poético) acuciado por el afán de crear
y, sobre todo,' de haber creado. Un mundo, o tan siquiera
una comarca. No es bastante decir (en la novela) que da la
palabra a un narrador (entendiendo por narrador esa entidad
precisa del relator que cuenta, en lenguaje mimético, y con
crédito irrestringido por parte de todos los lectores). Encontramos,
al margen de este lenguaje estrictamente narrativo,
dudas, interrogaciones, apreciaciones, reflexiones, generalizaciones
-lo que se ha dado en llamar 'íntrusíonest-c-,
que atribuimos al autor: esas dudas, esas reflexiones, no
siempre trasuntan el pensamiento real del escritor, del hornbre-
que-escribe. Tales reflexiones, que no pueden pertenecer
al narrador -porque otra es su misión-, tampoco suelen
ser las del hombre: son exigidas por el libro y aportadas
por el oficiante. La categoría de 'autor' es la del escritor que
18 Las voces de la novela
pone todo su oficio, todo su pasado de información literaria
y artística, todo su caudal de conocimiento e ideas (no sólo
las que .en la vida sustenta) al servicio del.:sentido unitario
'de la obra que elabora. Esta entidad que llamamos 'autor'
asoma muchas veces en ei libro, detrás del narrador, no confiando
enteramente en él, arreglando, componiendo, aclarando,
acotando, completando 11. Su intervención es a veces
solapada y sutil, otras burda e insufrible. Esa imagen del
autor no es, por consiguiente, una para todos los libros de
un mismo escritor, sino una diferente para cada libro. La
imagen del 'autor' que utilizamos no es, obviamente, más
que una convención puramente ídeal ".
Archivo del blog
- enero (5)
- febrero (2)
- marzo (1)
- julio (2)
- agosto (2)
- septiembre (2)
- octubre (4)
- febrero (5)
- marzo (5)
- abril (4)
- mayo (4)
- junio (5)
- julio (3)
- agosto (4)
- septiembre (4)
- octubre (4)
- noviembre (4)
- diciembre (4)
- enero (14)
- febrero (41)
- marzo (25)
- abril (32)
- mayo (22)
- junio (6)
- julio (2)
- agosto (1)
- septiembre (2)
- octubre (18)
- noviembre (28)
- diciembre (18)
- enero (30)
- febrero (17)
- marzo (22)
- abril (26)
- mayo (30)
- junio (20)
- julio (7)
- agosto (21)
- septiembre (26)
- octubre (34)
- noviembre (19)
- diciembre (9)
- enero (22)
- febrero (16)
- marzo (27)
- abril (27)
- mayo (31)
- junio (16)
- julio (9)
- agosto (24)
- septiembre (27)
- octubre (28)
- noviembre (18)
- diciembre (17)
- enero (20)
- febrero (17)
- marzo (23)
- abril (31)
- mayo (36)
- junio (40)
- julio (27)
- agosto (33)
- septiembre (27)
- octubre (31)
- noviembre (28)
- diciembre (27)
- enero (31)
- febrero (25)
- marzo (25)
- abril (12)
- mayo (24)
- junio (39)
- julio (38)
- agosto (32)
- septiembre (26)
- octubre (26)
- noviembre (27)
- diciembre (20)
- enero (18)
- febrero (26)
- marzo (22)
- abril (23)
- mayo (26)
- junio (18)
- julio (18)
- agosto (21)
- septiembre (4)
- abril (18)
- mayo (25)
- junio (19)
- julio (24)
- agosto (19)
- septiembre (28)
- octubre (15)
- noviembre (22)
- enero (15)
- febrero (21)
- marzo (29)
- abril (23)
- mayo (24)
- junio (17)
- julio (8)
- agosto (20)
- septiembre (11)
- octubre (19)
- noviembre (18)
- diciembre (19)
- enero (13)
- febrero (2)
- marzo (8)
- abril (23)
- mayo (30)
- junio (21)
- julio (18)
- agosto (32)
- septiembre (26)
- octubre (30)
- noviembre (8)
- diciembre (13)
- enero (16)
- febrero (17)
- marzo (13)
- abril (10)
- mayo (21)
- junio (9)
- julio (1)
- agosto (8)
- septiembre (21)
- octubre (23)
- noviembre (11)
- diciembre (6)
- enero (5)
- febrero (15)
- marzo (11)
- abril (22)
- mayo (12)
- junio (23)
- julio (9)
- agosto (12)
- septiembre (17)
- octubre (17)
- noviembre (22)
- diciembre (12)
- enero (16)
- febrero (14)
- marzo (9)
- abril (16)
- mayo (14)
- junio (20)
- julio (18)
- agosto (13)
- septiembre (22)
- octubre (25)
- noviembre (13)
- diciembre (20)
- enero (24)
- febrero (15)
- marzo (7)
- abril (16)
- mayo (2)
- junio (9)
- julio (18)
- agosto (24)
- septiembre (7)
- octubre (1)
- noviembre (12)
- diciembre (14)
- enero (18)
- febrero (25)
- marzo (26)
- abril (8)
MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO
Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...
