sábado, 8 de agosto de 2020

JAIME ALAZRAKI LA PROSA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES TEMAS - ESTILO



JAIME ALAZRAKI
LA PROSA NARRATIVA DE
JORGE LUIS BORGES
TEMAS - ESTILO
f e
BIBLIOTECA ROMANICA HISPANICA
EDITORIAL GREDOS, S. A.
MADRID
JAIME ALAZRAKI, 1968.
EDITORIAL GREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 83, Madrid. España.

Gráficas Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 83. Madrid, 1968. — 3052
P R E F A C IO
La novedad y complejidad de los temas de la narrativa de
Jorge Luis Borges han absorbido casi por completo la atención de
los críticos y estudiosos de su obra- Desde las páginas de Amado
Alonso dedicadas a exaltar las excelencias de la prosa de Borges
muy poco se ha agregado a su autorizado juicio. Su fórmula “ estilo
tan estilo” , a pesar de su irrecusable verdad, se ha convertido en
uno de esos axiomas que por facilitar la valoración y el acceso a
una literatura nos exime de la comprobación directa y del examen
interno del consagrado canon. Son como esos telegramas que lo
dicen todo y que, sin embargo, lo dejan todo por decir : podemos
recibirlo como una verdad concluyente o bien como una hipótesis
que es necesario demostrar. El presente estudio es un intento de
demostración de esa hipótesis unánimemente aceptada.
La selección de un método de trabajo nos puso frente a la mui'
tiplicidad de posibilidades en que hoy se debate la estilística en
todas las literaturas occidentales y frente a la difícil tarea de escoger
aquella posibilidad de estudio y análisis que mejor se aviniera a lo
peculiar de la prosa narrativa del autor de Ficciones. El primer punto
de apoyo lo encontramos en esa aserción de Dámaso Alonso de
“ que para cada estilo hay una indagación estilística única, siempre
distinta, siempre nueva cuando se pasa de un estilo a otro” , y tal
vez las denominaciones de “ new criticism” , “ formalismo ruso y
“ estilística” en sus versiones alemana, española, francesa e italiana
8 La prosa narrativa de Borges
sean de por si una prueba de la imposibilidad de un método único
y de la necesidad de aunar los hallazgos de cada escuela a los fines
del mejor estudio de una obra en particular. Es lo que parcialmente
hemos hecho.
Para reducir el radio semántico de la palabra estilo hemos creído
necesario y útil deslindar dos conceptos a menudo empleados como
equivalentes: estructura y estilo. Entendemos que el primero atiende
a la composición de la narración y el segundo, en cambio, a la
textura de la prosa; mientras el primero trata de la organización de
los tejidos o planos narrativos en órganos, en estructuras, el segundo
se concentra en el examen del tejido mismo y de sus células
lingüísticas. Es claro que tanto la estructura como el estilo son categorías
abstractas, modos de estudio y aproximación a la creación
literaria cuyo rasgo mas distintivo es su intrínseca unidad. La tarea,
o una de las tareas, de la critica seria, entonces, investigar el grado
de eficacia con que esa unidad ha sido lograda, y a tal efecto
descompone, abstrae, simplifica. La mera constatación de un recurso
narrativo o estilístico es, sin embargo, un hecho gratuito ; lo
que importa es mostrar la eficiencia de ese recurso en el buen
funcionamiento de la obra. Pensamos, por ejemplo, en un ingenioso
estudio de Román Jakobson en el cual intenta demostrar la
correlación entre versificación y visión del mundo en la obra del
poeta checo Karel Hynek Macha, o, empleando la terminología
de Saussure reacunada por Dámaso Alonso, en “ la relación entre
significante y significado” . Consecuentemente, hemos dividido nuestro
estudio en dos partes. En la primera procuramos definir los
temas de las ficciones de Borges hasta donde esto es posible en
una literatura de motivación metafísica y de invención fantástica.
Ayudándonos de sus reveladores ensayos hemos intentado escrutar
la motivación que anima cada cuento y que de alguna manera hace
palpitar los episodios de la fábula. En la segunda parte estudiamos
la prosa no como entidad en si misma sino como carne de la narración,
como creación lingüística que trasciende su árida condición
de signo para transformarse en vehículo expresivo. Expresivo no
solo de una individualidad creadora o de una determinada intensidad
de estilo sino, además, de las implicaciones del tema.
Prefacio 9
Tal vez sea esta la oportunidad mas propicia para manifestar mi
mas honda gratitud a mi querido y admirado maestro Gonzalo Sobejano
por su consejo lucido y su sensible orientación, mi cálido
agradecimiento a don Andres Iduarte por su constante estímulo y
su sabia palabra de maestro y amigo y mi sincero reconocimiento
a Miss Heidrun Lettermann por su amable ayuda en la lectura
de los textos en alemán.
J. A.
University of California,
San Diego (La Jolla)

viernes, 7 de agosto de 2020

Gerardo Diego Segunda antología de sus versos . PRÓLOGO.



Gerardo Diego
 Segunda antología de sus versos 
(1941-1967)
 Col. AUSTRAL; Espasa-Calpe
Madrid, 1967
3ª Edición, 1977

PRÓLOGO


El presente libro, como de su título puede deducirse, es la continuación del que sin más diferencia que el adjetivo primero apareció en su día como número 219 de esta misma simpática, popular y ya tan caudalosa Colección Austral. Y digo no en su año sino en su día, porque lo primero que tengo que explicar es por qué se repite la fecha 1941 como límite de cierre de aquel libro y de arranque de éste. Fue 1941, año por otra parte de graves dificultades para mí como para tantos seres humanos, uno de los más fecundos en la historia de mi poesía, refugio y consuelo para uno mismo y para mis próximos y deseables lejanos —prójimos todos— por lo que supone de afirmación, a veces desesperada, de fe en medio de la lucha por el pan y por la paz. Y como si la entrega del original de mi Antología en el mes de febrero hubiese estimulado mi inquietud productora, mientras que en las pocas semanas transcurridas del nuevo año no escribí sino estrictamente las cuatro poesías indicadas en la Tabla cronológica, luego, mientras esperaba turno, corregía pruebas o distribuía y firmaba ejemplares, multipliqué mis apuestas a la perduración —que eso son siempre los ensayos ilusionados de poesía— con abundancia quizá viciosa y que puede calcularse a tenor de la nueva Tabla al final de este libro.
Son, pues, veintisiete años largos —escribo este prólogo en junio— los que abarca esta Segunda Antología, período aún mayor que el de la otra y en conjunto de producción más activa. Por eso esta selección tiene que ser en justicia más extensa. Y sin embargo los libros representados no lo están en conjunto tan suficientemente porque he tenido que someterme a las normas de extensión máxima que muy lógicas razones editoriales marcan. Esta vez calculo que lo aquí incluido no excederá de la quinta parte de lo impreso en mis libros, con algunas muestras de los aún no aparecidos. Por lo cual acaricio la idea —sobre todo por lo que entraña de sentirme joven y dispuesto a seguir hasta que Dios quiera— de preparar dentro de algunos años una tercera antología, en la cual vuelva a espigar de los libros de esta segunda no pocos poemas que no son ni peores ni mejores pero sí tan míos como los que el lector puede encontrar aquí. Ha sido casi el azar el que ha dispuesto sacrificar a unos y salvar a otros, ya que no había cabida para todos.
Y sin embargo mi poesía —lo reconozco— es desigual, más desigual de calidad o de logro y hasta de intención o ambición que lo es la de otros poetas, mis rigurosos contemporáneos y queridos amigos. Tratar de disculpar esta excesiva benevolencia para con mis hijos del espíritu me llevaría muy lejos, y me he propuesto que estas páginas sean las menos posibles.
También me considero dispensado de volver a insistir sobre cuanto dije en mi Primera Antología acerca de la diversidad de estímulos, de propósitos y de técnicas de mi obra poética. Allí quedó claramente expresado lo que pienso y siento y es, al menos para mí, cabal justificación. No obstante, y aunque aquellos párrafos se han citado muchas veces, no deja de ser frecuente aún en libros y artículos críticos sobre mí acusarme de algo así como veleidad, frivolidad o juego y hasta de «piruetas creacionistas», y esta definición circense adscribirla, como travesura, a mi juventud principiante, antes de sentar la cabeza. El lector de este volumen podrá comprobar que he seguido siendo fiel a tales libertades y apariencias de anarquía mental —la procesión constructiva y la coherencia poética va por dentro— hasta el mismo año pasado, en que entregué a la imprenta para las ediciones del Instituto de Cultura Hispánica una nueva serie de poemas creacionistas o poscreacionistas para añadir a mi Biografía incompleta y seguir así incompletándola. Por otra parte, la mayor parte de los poemas de la primera edición los compuse después de 1941.
Y es que para expresar ciertas honduras misteriosas o para crear objetivamente cuadros o sinfonías de palabras de emoción generalmente patética o trágica, a mí me es preciso servirme de la libertad imaginativa y del rigor asociativo, exactamente lo mismo que le sucede a cualquier músico o a los pintores que pretenden lograr obras autónomas frente a las apariencias de la realidad.
Y esto es todo cuanto tenía que decir. Mi fe en la
Poesía sigue siendo fundamental en mi vida. Fe quiere decir que la Poesía existe y que el hombre no podría vivir sin ella. Nada más humano, nada más generoso como ofrenda, de un hombre a los demás hombres, y tanto más generoso si no se lo hace agradecer subrayándoselo en su contexto mismo.-
Y gracias a todos. A cuantos han seguido mi modesta obra con fidelidad de amigos suyos y míos. A cuantos me han ayudado con el ejemplo de su trabajo poético —contemporáneos, clásicos—, contagiándome de fiebre creadora y de ilusión en la posibilidad y la eficacia de la palabra poética. A los que han escrito sobre mis versos con elogios que me abruman. Y hasta a aquellos que me han imitado, a veces hasta el plagio, yo creo que inocente. Y más que a todos ellos, a los que espontáneamente han venido c mí por carta o en persona y me han confesado el consuelo o el descubrimiento de sí mismos que mi poesía les procuró. Por esas solas queridísimas relaciones de alma a alma, bien vale la pena de haber trabajado tantos miles de horas. No hay penas de amor perdidas, todas las penas de amor son ganadas.
1967

jueves, 6 de agosto de 2020

Miguel de Unamuno El hermano Juan o El mundo es teatro Vieja comedia nueva.

            

E

l hermano Juan o El mundo es teatro es una obra de teatro de Miguel de Unamuno, escrita en 1929, publicada en 1934 y estrenada en 1954. Calificada por el autor como «vieja comedia nueva».

La obra retoma el mito de Don Juan, pero desde otra perspectiva: la vejez del mito. Don Juan, arrepentido de sus desmanes amorosos, que visto en perspectiva no le han producido una vida gratificante y han provocado las desgracias de muchas mujeres, se recluye en un convento y, desde allí intenta recomponer la vida de las damas a las que ha provocado tanto dolor.

 


 




 Miguel de Unamuno

El hermano Juan o El mundo es teatro

Vieja comedia nueva

 

 


 

«¡Mi querido lector! ¡Lee, si es posible, en voz alta! ¡Y si lo haces, gracias por ello! Y si no lo haces tú, mueve a otros a ello, y gracias a cada uno de ellos y a ti de nuevo. Al leer en voz alta recibirás la más fuerte impresión, la de que tienes que habértelas contigo mismo y no conmigo que carezco de autoridad ni con otros que te serían distracción.»

SOEREN KIERKEGAARD, Prólogo (del 1 de agosto de 1851) a Para examen de conciencia, dedicado a sus contemporáneos.

 

 


 PRÓLOGO

Este prólogo es, en realidad de apariencia, un epílogo. Como casi todos los prólogos. Aunque… ¿sí? ¿Nacen los hombres —a contar entre éstos a los llamados entes de ficción, personajes de drama, de novela o de narración histórica— , nacen de las ideas los hombres, o de éstos aquéllas? ¿Es el hombre una idea encarnada —en carne de ficción , o es la idea un hombre historiado, eternizado así? Voy a contarte, lector, cómo me nació este mi «El Hermano Juan».

Un compañero de letras, Julio de Hoyos, que había escenificado mi «Nada menos que todo un hombre» (novela) dejándomelo reducido a «Todo un hombre» (drama), me propuso llevar a escena mi «Niebla» —¿por qué la llamé nivola? Lo tuve, desde luego, por un despropósito. Mí Augusto Pérez, el héroe —héroe, sí— de mi «Niebla», se afirma frente a mí y aun en contra de mí, el autor del libro —del libro, no de Augusto Pérez—, sosteniendo que él, y no yo, es la verdadera realidad histórica, el que de veras existe y vive —sólo vivir es existir—, y yo un mero pretexto para que él exista y viva en los lectores de su historia. Y lo tuve por despropósito porque no cabe en escenario de tablas un personaje de los que llamamos de ficción representado allí por un actor de carne y hueso, y que afirme que él, el representado, es el real y no quien lo representa, y menos el autor de la pieza, que puede estar hasta materialmente muerto. ¿Y cuando pre sumí después que acaso se propusiera proyectarme a mí, al autor, cinematográfica mente, y acaso hacerme hablar por fonógrafo? ¡Antes muerto! Sólo se vive por la palabra viva, hablada o escrita, no de máquina. Y entonces me di cuenta de que la verdadera escenificación, realización histórica, del personaje de ficción estriba en que el actor, el que representa al personaje, afirme que él y con él el teatro todo es ficción y es ficción todo, todo teatro, y lo son los espectadores mismos. Que es igual que lo otro, que lo que parece inverso. Son dos términos al parecer contradictorios, mas que se identifican. ¿Qué más da que se afirme que es todo ficción o que es todo realidad? Y me acordé al punto de Don Juan Tenorio y de su leyenda.

Porque toda la grandeza ideal, toda la realidad universal y eterna, esto es: histórica, de Don Juan Tenorio consiste en que es el personaje más eminentemente teatral, representativo, histórico, en que está siempre representado, es decir, representándose a sí mismo. Siempre queriéndose. Queriéndose a sí mismo y no a sus queridas. Lo material, lo biológico, desaparece junto a esto. La biología desaparece junto a la biografía, la materia junto al espíritu.

Si Don Quijote dice «¡Yo sé quién soy!», Don Juan nos dice lo mismo, pero de otro modo: «¡Yo sé lo que represento! ¡Yo sé qué represento!» Así como Segismundo sabe que se sueña. Que es también representarse. Se sueñan los tres y saben que se sueñan. Don Juan se siente siempre en escena, siempre soñándose y siempre haciendo que le sueñen, siempre soñado por sus queridas. Y soñándose en ellas. ¿Y la lujuria? ¿la libido —pues que este término latino han puesto en modo los especialistas biológicos—? ¿la… —no la llamaremos amor—, la rijosidad? ¡Bah! No se trata de biología, sino de biografía; no de materia, sino de espíritu; no de física, sino de metafísica. O sea de historia. Porque la metafísica es historia y la historia es metafísica. Y la filosofía, ¿qué es sino la historia del desarrollo del pensamiento universal humano?

Hay dos principales concepciones llamadas materialistas de la historia, dos materialismos históricos: el de Carlos Marx y el de Segismundo Freud. Y frente a ellas, y en gran parte contra ellas, una que podríamos llamar concepción —acaso mejor: sentimiento— histórica de la materia. Hay la concepción materialista del hambre, la de la conservación del individuo material, del animal humano, y hay la de la reproducción, que es también conservación, conservación del género material humano, del linaje. Y las dos, en el fondo, se completan y hasta se funden. ¿Es que el animal humano —como los demás anima les— se conserva para reproducirse, o se reproduce para conservarse? A los biólogos con el problema. Y ellos os marearán con el metabolismo, el anabolismo y el catabolismo. Y el estómago y los órganos sexuales.

Mas frente a esta doble concepción materialista de la historia —dirigida ésta por el hambre y por la libido — hay la concepción histórica de la materia, la de la personalidad. Algún filósofo la llama vanidad. Y con ella, si queréis, la envidia. Así la leyenda bíblica que abre la verdadera historia humana, la de la guerra, la de la lucha por la vida —struggle for life—, con el asesinato de Abel por su hermano Caín, no se lo hace cometer a éste en aquél ni por hambre ni por celo, ni disputándole pan ni disputándole hembra. Sino que Caín, el labrador, mata a Abel, al pastor de ovejas, porque Yahvé, el Señor, ve con buenos ojos las ofrendas de Abel y no las de Caín. O sea que ve con buenos ojos al uno y no al otro. Y le mata Caín a Abel por envidia. En el fondo, lucha de personalidad, de representación. No es lo que aquí juega la necesidad física, material, de conservarse ni la de reproducirse, sino la necesidad psíquica, espiritual, de representarse y con ello de eternizarse, de vivir en el teatro que es la historia de la humanidad. O en este caso bíblico, la de ser recibido en la mente, en la memoria, del Creador de cielo y tierra, de que este Señor le mire. «Aquel día me miró Dios» o «vino a verme Dios», dicen los campesinos, labrado res o pastores, cuando se refieren a alguno en que les nació o les medró fortuna. Y a esta concepción histórica volveré pronto.

Hánse apoderado de la figura histórica de Don Juan, y hasta han pretendido acotársela, los biólogos, los fisiólogos, los médicos —y hasta, entre éstos, los psiquiatras!—, y hánse dado a escudriñar sí es —no si era— un onanista, un eunucoide, un estéril —ya que no Un impotente— , un homosexual, un esquizofrénico —¿qué es ésto?— , acaso un suicida frustrado, un ex-futuro suicida. A partir, en general, de que no busca sino el goce del momento. Ni siquiera conservarse, menos reproducirse, sino gozarse. Proceso catabólico, que diría un biólogo.

¿Un onanista? Hay quien lo cree. Y son los más groseros de concepción. Un onanista… en la hembra. Un perfecto egoísta, que es siempre, aun en la más íntima compañía y en el más apretado abrazo, un solitario. Que ni siquiera trata de adentrarse en la hembra, en su presa, de fundirse con ella, sino a lo más de ensimismarse, no de enajenarse, en ella. Y nada de conocerla. De conocerla en el hermoso sentido bíblico cuando se dice de un varón que conoció a su mujer. Que es para él mujer y no hembra, persona y no animal. Por algo los fieles cristianos han identificado la tentación del conocimiento, de probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, con la tentación de la concupiscencia carnal.

Ese Don Juan, entendido así, como un gozador solitario, aunque en compañía, es a lo más como el rano —el macho de la rana—, que, aunque fecunda los huevos de la hembra, lo hace fuera de ésta, si bien la tiene cogida, la palpa, la ve y la huele. Otros animales, ni eso siquiera. Ni conocen materialmente a la hembra, ni la ven, ni la tocan, ni la huelen. Lo de la compenetración, lo de la fusión, se queda para el espermatozoo masculino y para el óvulo femenino, que no se sabe que tengan psique. Y éstos sí que se digieren mutuamente, se entredevoran, se funden, se conjugan. Los otros se limitan a gozarse un momento a sí mismos.

Y aquí se enredan nuestros biólogos en teorías sobre la homosexualidad, y cómo el goce, que es el medio, borra el fin, que es la reproducción. Suponiendo, claro está, que la naturaleza tenga fines, sea finalista. Aunque no será eso de la homosexualidad fruto de un oscuro instinto malthusiano? Gozar el goce del momento, gozar inmediatamente lo mediato, sin sentido de la finalidad, que es la reproducción, la continuidad y continuación de la especie. El pobre animal no se conoce fuera de sí. Y ni aun en sí; conocerse. A lo sumo la hembra tiene una más o menos vaga conciencia de maternidad futura.

¿Reproducirse? ¿Gozarse fuera de sí, en otros? ¿Tener conocimiento y conciencia y contento de la finalidad trascendente del acto sexual? A lo sumo Don Juan se goza a sí mismo —hay quien lo cree— fuera de sí, pero en la representación de los demás. «¡Aivá, pa'a que se le diga!» —que decíamos de niños cuan do alguien hacía algo por jactancia. Y aquí entra ya la vanidad. Y con ella la historia, la leyenda.

El legítimo, el genuino, el castizo Don Juan parece no darse a la caza de hembras sino para contarlo y para jactarse de ello. Recuérdese la lista de sus víctimas, de sus pie zas cobradas, que presenta el Don Juan del drama de Zorrilla. Y recuérdense sus desafíos. ¿Por celos? No, el Burlador no los siente. Como acaso no siente el celo. Lo que le atosiga es asombrar, dejar fama y nombre. Y hasta sacrifica la eficacia a la espectacularidad. Baudelaire, que fué un dandy fracasado y en rigor un solitario, nos ha dado la más profunda interpretación —teatral, ¡claro!— de Don Juan cuando nos le describe entrando en los Infiernos, en la barca de Caronte, rompiendo por en medio del rebaño de sus víctimas, que se retuercen y mugen —entre ellas la casta y flaca Elvira pareciendo reclamarle una suprema sonrisa en que brillara el dulzor de su primer juramento— , y él, Don Juan, tranquilo, doblado sobre su espadón, miraba el surco y no se dignaba ver nada…

 mais le calme héros, courbé sur sa rapiére,

regardait le sillage et ne daignait rien voir.

 Pero se dignaba ser mirado —y admirado—, darse a las miradas de los demás. Este es Don Juan.

Ser mirado, ser admirado, y dejar nombre. ¡Dejar nombre!

El nombre es lo que hace al hombre hombre y no mero animal, no macho ni hembra. Y aquí conviene que el lector recuerde que en latín homo (en acusativo hominem, nuestro «hombre») es el nombre de la especie, que incluye a los dos sexos: vir, varón, y mulier, mujer —por no decir «macho» y «hembra»—, y que podríamos traducir por persona. Tan «hombre», tan persona es la mujer como el varón cuando dejan de ser macho y hembra. Y en alemán, Mensch abarca a los dos, al Man, o Varón, y a la Weibe, o Mujer. Es la categoría común de humanidad. Y cabe decir que el verdadero hombre, el hombre acabado, cabalmente humano, es la pareja, compuesta de padre y madre. Es la célula humana personal. Y a ese hombre acabado le hace el nombre. Pero no ciertamente el que parecía buscar ese pobre Don Juan soltero, esto es, solitario.

Con el hombre acabado, con la pareja humana, aparecen la paternidad y la maternidad conscientes, y con esto alborea el nombre, esto es, la historia. Y con la historia, con la tradición histórica, la religión. Los animales no reconocen ni abuelos ni nombres; carecen de abolengo y de lenguaje. Y la tradición es, sobre todo, como el lenguaje, maternal. Decimos lengua madre, y no sólo porque el nombre «lengua» sea femenino, pues no se dice lenguaje padre. Ni el compadraje es comadreo. El sentimiento maternal es tradicional y conservador; anabólico, que diría un fisiólogo en su jerga. La leche de la cultura brota de pechos maternales, y lo demás es mera literatura.

El sentido de maternidad —y con ello de paternidad— , que es arranque de la historia, de la tradición, del nombre, pare la religiosidad. La religión que ha de salvar el alma, el nombre, en la historia, se encumbra al reconocer un padre celestial, sea Zeus pater —Ju-piter— , sea otro. «Padre nuestro que estás en los cielos», se nos ha enseñado a rezar desde niños.

Y dejando por ahora si Don Juan es padre —y digo es y no fué, porque ahora no me refiero a ninguno de los Don Juanes puramente literarios, cuyo estudio abandono a los eruditos— , vengamos a cómo, cuando aparece en nuestra historia por obra de poe tas que lo sacan del fondo de la conciencia nacional y popular, aparece envuelto en religiosidad, temeroso, sí es que no amoroso, del Padre celestial, del que nos salva el nombre, pero… El Burlador de Sevilla, el Don Juan de Tirso de Molina, quiere gozar del momento que pasa, gozarse en el goce que pasa, sobre todo en el del engaño; mas cuando se le despierta y le escuece la con ciencia religiosa, el antuvio del remordimiento, se la sacude con el «si tan largo me lo fiáis»… Y Zorrilla, tradicionalmente español como Tirso, vio en la vida del Tenorio un misterio religioso que envuelve al meramente erótico. Don Juan quiere salvar el alma de la muerte. Y se la salva ella, Inés, su seducida, por el amor. La querida, maternal ya, en un abrazo de amor —abrazo del amor y la muerte— se lo lleva al cielo. Y este drama, tan hondamente sentido por Zorrilla como un misterio religioso, es, hoy todavía, en España, un acto de culto católico nacional. Y popular o laico. Cada año, por los días de la conmemoración de los difuntos, de las benditas ánimas del Purgatorio, el pueblo acude, como a una misa, a una procesión, a un funeral, a ver y a oír y a admirar, a temer y a compadecer a Don Juan, y a ver y a oír y a compadecer y aun a adorar a Doña Inés —«doña Inés del alma mía»—, maternal y virginal a la vez. Ya que toda verdadera madre es virgen y toda verdadera virgen es madre. Mujer y no hembra, mujer con nombre y con historia.

¿Por qué se enamoran de Don Juan sus víctimas? ¿Es que, como sostienen ciertos autores, sienten la supuesta feminidad de él? ¿Acaso por una suerte de homosexualidad femenina? ¡Quiá! Es que le compadecen. Le agradecen, ante todo, que se fije en ellas, que les reconozca personalidad, siquiera física, corporal. Y que las quiera —aun sin él propia mente quererlo— hacer madres. Hay vanidad en ello, regodeo de sentirse distinguida la preferida y de distinguirse así. Pero hay, además, y acaso sobre todo, compasión maternal. «¡Que no sufra el pobre por mí!» Alguna vez la víctima coge a Don Juan, se lo arrima a sus pechos, se lo apechuga, y acaso se los pone en la boca. ¡Pobre Don Juan!

La redención final de Don Juan en el misterio —místico y simbólico— español de Zorrilla se acaba por la intercesión de una medianera, de una intercesora: Doña Inés, la religiosa. A ésta perdona el Señor primero, y la perdona como Jesucristo a la peca dora evangélica que entró en casa de un fariseo donde el Redentor se hallaba y le ungió con mirra y lloró a sus píes y se los bañó en lágrimas y se los enjugó con su melena —la de ella— y se los besó, y a las murmuraciones del fariseo respondió Él con una parábola y con reproches, y luego per donó a la pecadora sus pecados enseñándole que porque había amado ella mucho, pues a quien poco se le perdona es que amó poco. Y luego: «¡tu fe te ha salvado; vete en paz!» (Lucas, VII.)

Pues así también a la pobre Inés, la religiosa de nuestro misterio español, el de Zorrilla, la enamorada religiosamente del Burlador, se le perdona porque amó mucho, porque se compadeció de Don Juan, ¡pobrecito!, y así pudo traspasarle su perdón y en nombre de Jesucristo perdonarle, pues llegaba el fin de la fianza, del «si tan largo me lo fiais»…, llegaba el arrepentimiento. Y aquí hace Doña Inés no de novia, ni de prometida, ni de esposa, sino de hermana de la caridad. Hermana y de la caridad. Hermana que es ser madre. Y ¿qué son las víctimas del Burlador sino sus hermanas de la caridad? Caridad, y no en el sentido físico amor, agape y no eros, caridad, compasión, amor fraternal, que es a la vez maternal. O pater nal, en otro caso. Y he aquí por qué en esta mi reflexión del misterio de Don Juan sus mujeres aparecen hermanas y él, Don Juan, el Hermano Juan. Y con ello medianero, intercesor. Y ellas maternales y hermánales, corredentoras.

Consabido es que el verdadero tormento de la mujer —de la mujer, no de la hembra es el de la maternidad marrada; que las pobres monjitas en su celda rinden culto al Niño Jesús, más que al Esposo. Consabido es —y lo he desarrollado en mi libro sobre «La agonía del cristianismo»— todo el juego que juega en nuestra religión el misterio del celibato. San Agustín, que fué padre según la carne, que tuvo un hijo de ésta, escribe, celebrando el celibato —y la viudez— , que con él se llenaría mucho antes la Ciudad de Dios —de almas, ¡claro!— y se aceleraría antes el acabamiento del siglo.

Sí, lo sé; hay la misticidad carmelitana, teresiana, la de la solitaria contemplación infusa, la de los trasportes y arrebatos y des mayos a solas —el Amado y la Amante— , y la tras verberación, y los desposorios y el matrimonio espirituales. Religión de solitarios, de solteros. El franciscano M. R. P. Fray Juan de los Ángeles, en el capítulo XI de su «Lucha espiritual y amorosa entre Dios y el alma», estampa, escribiendo del «afecto único del Esposo», esta frase terrible: «Yo para Dios y Dios para mí, y no más mundo.» El colmo del monacato, de la solitariedad, de la negación de la maternidad y de la paternidad, de la historia, de la vida de la humanidad, del alma universal y común a los hombres! Y el que eso escribía se hacía llamar R. P. ¡Reverendo padre! ¿Padre?

Frente a eso se revolvió otro monje, fray Martín Lutero, agustino éste, que quiso ser padre según la carne, como lo había sido San Agustín, y para ello tomó por mujer a una monja, para hacerla madre, y no se revolvió contra esa ascética y mística de solitarios por lujuria, por apetito carnal, sino por sentimiento de paternidad, que es a la vez sentimiento de filialidad. Y sintió su relación con su Dios, no como de esposo a esposa —o de esposa a esposo—, sino como de hijo a padre. Y su sentimiento de la fe fué un sentimiento de filialidad, de abando no en manos del Padre. «En tus manos, Se ñor, encomiendo mi espíritu.» Y tiró a santificar la vida civil en que hay padres e hijos según la carne del espíritu y según el espíritu de la carne. Que no basta llenar de al mas la Ciudad de Dios.

Ese amor puramente místico, el de la contemplación infusa, el del Cantar de los Cantares entendido a lo supuesto divino, el de «yo para Dios y Dios para mí, y no más mundo», se parece mucho a otro amor de otro solitario, al amor intellectualis de Benedicto —Baruc o Benito— Spinoza, otro terrible amador ahogado en la eternidad, ¡á qué de cosas en esos deliquios y soliloquios místicos! En las almas vulgares —y son las más— desviadas en ellos, el amor se reduce a amorío y el habla con el Amado a no más que hablillas y habladurías.

Mas el amor de fruto, y de continuidad, y de conservación, y de tradición, nos da la santa costumbre. Reproducirse es conservar la identidad espiritual del linaje, la personalidad histórica. Y no es que se reproduce uno para no morir, sino es que se muere por haberse reproducido, por haberse dado. El goce de reproducirse —carnal o espiritualmente, en hijos o en obras— es un éxtasis, un rapto, un enajenamiento y un goce de muerte. De muerte y de resurrección. Es anonadarse como individuo separado y distinto. Y Don Juan, aun sin saberlo, se buscaba en sus víctimas. No quería morirse sin más.

En aquel estupendo canto de Leopardi al amor y la muerte — «Amore e Morte»— nos dice cómo donde llega al corazón el amor se desprecia la vida y se siente uno pronto a peligrar por él y nace el coraje, y la prole humana se hace sabia en obras, y no en pensamientos vanos, como suele:

 e sapiente in opre,

non in pensiero in van, siccome suole,

divien l’umana prole.

 ¡Sabia en obras! ¡En obras de vida! Y al nacer en el corazón profundo un amoroso afecto,

 languido e stanco insiem con esso in petto

un desiderio di morir si sente.

 ¡El amor y la muerte! Pero una muerte que es reproducción, o sea resurrección. Cuando en el misterio dramático de Ernesto Renán, «La abadesa de Jouarre», se encuentra ésta, la abadesa, en los calabozos del Terror revolucionario con su antiguo prometido, condenados ambos a muerte, antes de ir a morir se unen en un anheloso enlace de amor y de muerte, y como luego son indultados de la muerte, resulta fruto carnal de aquel amor mortal.

Tomemos al caso, por otra parte, un terrible documento del amor propiamente donjuanesco, de la sensualidad monacal, esto es, solitaria. Es el de las tan conocidas y celebradas «Cartas de una religiosa portuguesa». La religiosa — ¿religiosa?— fué Sor Mariana Alcoforado, de Beja, en el Alemtejo de Portugal. La metieron niña en un convento de franciscas, en la misma Beja, y allí creció, en aquel convento mundano del Portugal del siglo XVII —Mariana nació en 1640— , mustia flor de tiesto conventual, allí, donde se madura —«se goza», dicen por aquí los campesinos— tan temprano. A sus veinticinco años se le metió en su celda, en su alcoba, el conde de Chamilly, un militar francés que iba de campaña. ¿Un Don Juan? No; la Don Juan —por no decir la Doña Juana— parece que fué ella, ella la seductora. El pobre caballero la abandonó, y ella siguió de tornera en el convento. En 1669 se publicaron, traducidas al francés, las cartas de Sor Mariana. ¡Qué cartas! También ella sen tía placer en sacrificar a su querido su vida. Sufrió éxtasis —de amor mundano y carnal—, sintiéndose una vez más de tres horas abandonada de todos sus sentidos. Se moría de amor. Y de ausencia, ¡claro! Le pedía al pobre conde de Chamilly, ausente, que le hiciese sufrir aun más males. «Conozco —le decía— demasiado que todos los movimientos que ocupaban mi cabeza y mi corazón no se reflejaban en ti más que por algunos placeres que acababan con ellos.» Pero decía preferir sufrir aun más a olvidarle. «Vale más sufrir lo que sufro a gozar los placeres lánguidos que te dan tus queridas de Francia.» Y añade esto, francamente diabólico y demoníaco: «Me envanezco de haberte pues to en estado tal de no tener sin mí más que placeres imperfectos… quiero que todo el mundo lo sepa y no hago de ello secreto; estoy encantada de haber hecho lo que hice por ti contra toda clase de decencia.» Y se desmaya la pobre franciscana al acabar la carta, o así lo dice, al menos. «¿Cómo es posible que con tanto amor no haya podido hacerte del todo dichoso?», le dice, y añade: «Lamento por tu amor solo los placeres infinitos que has perdido; ¿tenías que no haber querido gozar de ellos? Ah, si los hubieras conocido te habrías encontrado, sin duda, con que eran más sensibles que el de haber me engañado; habrías sentido que se es más dichoso y que se encuentra algo más sensible —touchant, dice el texto francés— cuan do se quiere violentamente que cuando se es querido… Estoy furiosamente celosa de todo lo que te dé goce y toque a tu corazón y gusto en Francia…» Y luego le acusa de no haber buscado sino placeres groseros! ¡Es el colmo! «He experimentado que me eras menos querido que mi pasión.» Y luego habla del orgullo ordinario de su sexo, y estalla así: «¿Por qué no me dejas mi pasión? Estoy con vencida de que encontraré acaso en este país —en Portugal— un amante más fiel, pero, ¡ay!, ¿quién podrá darme amor?… Un corazón tierno no olvida jamás lo que le ha hecho sentir transportes que no conocía y de que era capaz… Hace falta artificio para hacerse querer; hay que buscar con destreza medios de inflamar; el amor solo no da amor…»

¡Amor, amor! ¿Qué entendía, o mejor, qué sentía por amor, a sus veintisiete años, aquella inflamable hermana tornera del conven to de franciscas de Beja, en el Alemtejo? ¡Y no poder leer esas cartas en el portugués nativo en que de seguro fueron escritas! En ellas late ese terrible llamado amor conventual, de un erotismo místico o de un misticismo erótico, ese amor de solitarios. Solitarios de celda o de alcoba. Lo que no apare ce en esa Sor Mariana Alcoforado, llena del orgullo ordinario de su sexo —lo dice ella misma—, es la mujer en el hondo sentido, es la madre y la virgen. Es el suyo el caso tal vez más típico de donjuanismo femenino.

Y contra eso, la costumbre, la santa costumbre, el cauce de la vida más íntima y entrañada, el amor humano, el que funda y basa la tradición, la historia, la humanidad. A las pobres víctimas de Don Juan se les arrancó a la costumbre, al amor nuestro de cada día —el Padre nuestro que está en los cielos nos le dé hoy—, al que hace a la mujer y a su hombre hombre. Los dos un hombre solo, una persona, dos espíritus en una carne. Que es lo mismo que dos carnes en un espíritu.

Confieso que estas pobres mujeres que pasan por el tablado de mi «El Hermano Juan» están apenas delineadas. Pero es que las mujeres de mis obras de ficción, mis criaturas —y a la vez criadoras— femeninas no son, cabalmente, de línea. Pasan por mis obras casi siempre en silencio, a lo más susurrando, rezando, callándose al oído —al oído del corazón— de sus hombres, ungiéndolos con el rocío de su entrañada humanidad.

La Josefa Ignacia del Pedro Antonio de mi «Paz en la guerra», «todas las mañanas, con el alba, iba a misa a su parroquia, y cuando en el viejo devocionario de márgenes mugrientas y grandes letras, libro que hablándole en vascuence era el único al que sabía entender, llegaba al hueco de la oración en que decía se pidiese a Dios la gracia especial que se deseara obtener, sin mover los labios, de vergüenza, mentalmente, hacía años en que, día por día, pedía un hijo a Dios». Que al fin se lo mandó. A que muriese en la guerra. Y muerto ya en ella, y muerta Josefa Ignacia después de haber reposado «sus dulces ojos rodeados de serenidad, ojos en que se pintaba la hondura de la larga costumbre de convivencia con él», con su Pedro Antonio, sintió éste que de nuevo se le robustecía la voluntad de vivir, «de vivir para el goce de esperar la hora en que habría de reunirse a su hijo y su mujer».

La pobre Marina, la Materia, la mujer del Don Avito Carrascal de mi «Amor y Pedagogía», pasa como una sombra dolorosa y redentora, reparadora, como una madre virginal por entre la locura pedagógica de su marido, que al fin cae desfallecido en su brazos, a la vista del suicidio del hijo, gimiendo: «¡Madre!»

La Julia de mi «Nada menos que todo un hombre», la del pobre Alejandro Gómez, tirano de timidez, orgulloso de humildad, la que sufre de no saber si es o no querida, muere dichosa —muerte que es amor, como el amor es muerte— al oír que a la congojosa pregunta de ella, de Julia: «¿Quién eres, Alejandro?», solloza él: «¿Yo? ¡Nada más que tu hombre…, el que tú me has hecho!»

¿Qué he de decir de «La tía Tula»? Esta mujer ejemplar, dechado de virginidad maternal, de maternidad virginal, se muere arrepentida de no haber cedido a la carne de Ramiro.

Y hasta la Angela Carballino de mi «San Manuel Bueno, mártir» vive en la congoja de si su maestro, su padre y hermano espiritual, casi su ídolo, creía o no creía, o creía sin creer que creía.

¿A qué ir recorriendo las demás? Algunas son varoniles, hay tal cual casi donjuanesca, pero todas son, en el fondo, mujeres. Y es que cuando se conoce bien a una mujer se conoce a todas, en cuanto mujeres, se en tiende. Y no hace falta acudir a clínica de psiquiatría.

Y vuelve siempre y de nuevo el problema —llamémosle así pues que nos las habernos con biólogos— de la relación de Don Juan, del macho, a sus víctimas. O acaso lo inverso. Ya he dicho de la pareja, del verdadero hombre. Jorge Meredith, el hondo poeta, el autor de «El Egoísta» (The Egoist), uno de los más ahincados escudriños en las entra ñas del donjuanismo, ha dejado dicho en su poema «La prueba de la hombría» (The test of manhood) —¡escrito a sus setenta y tres años!— que la Tierra encuentra al cabo para la mujer un hombre para empujar a la pareja a la mira de sus miras.

 Then Earth her man for woman finds at last,

To speed the pair unto her goal of goals.

 ¿Es Don Juan acaso la pura masculinidad —no precisamente virilidad o varonilidad— , el puro catabolismo que diría un pedante de biología, sin lo común a los hombres todos, varones o mujeres, sin hombría y sin verdadero sentido de paternidad? Pues la paternidad es humanidad, es hombría, y es por lo tanto maternidad también. El hombre varón que se sienta de veras hombre, se siente a la vez padre e hijo y hermano, y se siente madre también. Los hombres verdaderamente padres se sienten madres; sienten la comezón y hasta el escozor de sus tetillas atrofiadas. ¿Es así Don Juan? ¿O no es, más bien, como el zángano de la colmena, que sólo siente la comezón —y hasta escozor— de acudir a fecundar a la reina, a la paridora, aunque no por esto sólo madre? Pues no es ella la que cría —y criar es crear, bien lo dice la palabra misma— alas crías, alas abejas. Y para cada reina —para cada escogida— hay varios zánganos, los más de ellos supernumerarios o sustitutos. Interinos acaso. Como los más de los Don Juanes, supernumerarios, sustitutos e interinos también. Mientras la vida civil de la colmena, de la humanidad en nuestro caso, de la Ciudad del Hombre, depende del cuido de amor, de la santa costumbre, de las obreras, de las abejas madres y padres de verdad —madres paternales, padres maternales— , digan lo que quieran los entomólogos y los apicultores, que crían la familia y conservan el enjambre.

¿O es que acaso no representará Don Juan lo… —lo, género neutro— lo que precede a la diferenciación de sexos? Que no es precisa mente la niñez, ya que Don Juan tiene poco o apenas si tiene nada de niño. Más de viejo prematuro. No ambiguo, ni epiceno, ni común de dos, sino neutro. Y en último caso tal vez un medianero, un tercero, un Celestino, o digámoslo con su nombre castizo: un alcahuete, de ordinario inconsciente. Un alcahuete como esos abejorros —zánganos a su modo— que llevan de flor en flor el polen fecundante. De ellos, de los alcahuetes, dijo nuestro señor Don Quijote que era el suyo «oficio de discretos y necesarísimo en la república» —no dijo en el reino— «bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida». Con todo lo demás que al caso puede leerse en el Libro. Y en este mi librillo de «El Hermano Juan o el mundo es teatro» podrá ver el lector —u oír el oyente y espectador, sí llega a representarse en tablas— esbozada esa doctrina. No más comentarios críticos al paño, no hacer más de Maese Pedro que predica desde detrás de bastidores.

Porque estas reflexiones metafóricas, estas disertaciones al paño, de Maese Pedro, pre cedieron o siguieron al drama? ¿Le engendra ron, o fueron engendradas por él? Dios lo sabrá. Aunque sí, lo sabemos. La sangre, por la carne, hace el hueso, hace su tuétano, y el hueso, el tuétano, hace carne y sangre. La idea nace de la palabra y la palabra de la idea, pues que son lo mismo. Y en rigor la embriología —hay que ser pedante de vez en cuando, esto es: erudito; no basta quedarse en aficionado, en poeta— , la embriología nos enseña que el esqueleto surge de la piel; lo que llamamos fondo, d£ lo que llamamos forma, lo de dentro de lo de fuera, lo que queda de lo que pasa. Aunque en última verdad queda y pasa todo, el paso es de queda, y la queda es de paso. Y por lo que a esta mi obra hace, estoy firmemente persuadido de que si algo de ella ha de quedar será lo que superficialmente llamamos superficial, lo artístico, o, mejor dicho: lo poético, la envoltura, la forma, el cuerpo con su tez colorada —encarnada, de carne—, con sus vetas de venas azules y hasta con sus nudillos en que asoma el esqueleto revestido. Y en cuanto a éste, al esqueleto propiamente tal, en cuanto a la osa menta, dejo su estudio a los anatómicos o di secadores —críticos los llaman unos, e historiadores de la cultura otros… ¡de la cultura!— que se dedican al estudio del eslaboneo de las ideas. ¿Y qué han de hacer si no saben o no pueden —y no digo que no quieren, pues el que no quiere es que no sabe o que no pue de— engendrar, como hombres cabales, hijos de carne y sangre y hueso dentro?

Y basta. Maese Pedro se retira del paño.

Salamanca, julio de 1934.


miércoles, 5 de agosto de 2020

Pleamargen. Poesía 1940-1948.


Pleamargen. Poesía 1940-1948 presenta la obra poética de madurez del fundador y teórico del movimiento superrealista, André Breton (1896-1966), durante la década decisiva que arranca con el estallido de la II Guerra Mundial. Son años signados por el exilio y el vagabundeo: estancias en Martinica, Santo Domingo y finalmente Nueva York, viajes por los Estados Unidos, el redescubrimiento fascinado del amor en la persona de la pianista chilena Elisa Bindhoff —causa final y centro irradiador de la escritura de Arcano 17, uno de los textos mayores del superrealismo— y su posterior regreso al París de posguerra en 1946. Si su poesía puede haber quedado un tanto oscurecida, al menos entre los lectores de habla hispana, por su condición de icono de la vanguardia histórica, este libro —traducido y editado con rigor y excepcional atención al detalle por Xoán Abeleira — nos recuerda que André Breton era, sobre todas las cosas, poeta, uno de los más hondos y luminosos de su tiempo, capaz de reactivar la capacidad mistérica y hechicera de la palabra. Este amplio volumen recoge poemas centrales de la obra de Breton como Pleamargen (1940), Fata Morgana (1940), Estados generales (1943) y Oda a Charles Fourier (1945), así como el que quizá sea su testamento creador, su palabra más depurada: Arcano 17. Escribir sobre André Breton con un lenguaje que no sea el de la pasión es imposible. Breton: el lenguaje de la pasión - la pasión del lenguaje. Toda su búsqueda, tanto o más que exploración de territorios psíquicos desconocidos, fue la reconquista de un reino perdido: la palabra del principio, el hombre anterior a los hombres y las civilizaciones.

André Breton Pleamargen Poesía 1940-1948
ePub r1.0 Titivillus 17.09.18
André Breton, 2015 Traducción: Xoán Abeleira Álvarez Editor digital: Titivillus ePub base r1.2

martes, 4 de agosto de 2020

La gran obra no...LA VOCES DE LA NOVELA.

"La gran obra  no
reside exclusivamente en los recursos técnicos, pero tampoco existe fuera de ellos"
.

Decir entre autor, narrador y personajes implica dístínguir...TACCA ÓSCAR. LAS VOCES DE LA NOVELA


Decir entre autor, narrador y personajes implica dístínguir,
fundamentalmente, entre los dos primeros. y éste es
otro de los puntos que nos interesa subrayar. No creemos
que haya duda sobre la categoría y función del narrador.
Baste con recordar que el narrador no es simplemente el
autor: su misión es más precisa: contar. Pero lo que llamamos
autor exige cierta aclaración. El autor no es, naturalmente,
el hombre (Stendhal no es sencillamente Beyle), pero
tampoco simplemente el hombre escribiente, l'homme-a-laplumeo
La entidad del autor no está dada por la distancia
que va del hombre en pantuflas a la del hombre en su escritorio.
En la 'literatura', el autor es una convención bastante
diferente de lo que el autor es para el resto de la producción
escrita. Cuando Michelet, por ejemplo, escribe, podemos suponer
que las ideas del autor son las del hombre, y en tal
sentido, la diferencia no es otra que la que va del hombre
práctico a la del hombre que escribe. En literatura, en cambio,
la noción de autor supone una entidad algo diferente:
un hombre de oficio (poético) acuciado por el afán de crear
y, sobre todo,' de haber creado. Un mundo, o tan siquiera
una comarca. No es bastante decir (en la novela) que da la
palabra a un narrador (entendiendo por narrador esa entidad
precisa del relator que cuenta, en lenguaje mimético, y con
crédito irrestringido por parte de todos los lectores). Encontramos,
al margen de este lenguaje estrictamente narrativo,
dudas, interrogaciones, apreciaciones, reflexiones, generalizaciones
-lo que se ha dado en llamar 'íntrusíonest-c-,
que atribuimos al autor: esas dudas, esas reflexiones, no
siempre trasuntan el pensamiento real del escritor, del hornbre-
que-escribe. Tales reflexiones, que no pueden pertenecer
al narrador -porque otra es su misión-, tampoco suelen
ser las del hombre: son exigidas por el libro y aportadas
por el oficiante. La categoría de 'autor' es la del escritor que
18 Las voces de la novela
pone todo su oficio, todo su pasado de información literaria
y artística, todo su caudal de conocimiento e ideas (no sólo
las que .en la vida sustenta) al servicio del.:sentido unitario
'de la obra que elabora. Esta entidad que llamamos 'autor'
asoma muchas veces en ei libro, detrás del narrador, no confiando
enteramente en él, arreglando, componiendo, aclarando,
acotando, completando 11. Su intervención es a veces
solapada y sutil, otras burda e insufrible. Esa imagen del
autor no es, por consiguiente, una para todos los libros de
un mismo escritor, sino una diferente para cada libro. La
imagen del 'autor' que utilizamos no es, obviamente, más
que una convención puramente ídeal ".

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MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO

  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

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