sábado, 7 de diciembre de 2019

PHILIP ROTH LA CONJURA CONTRA AMÉRICA. Fragmento.



Philip Milton Roth (Newark, Nueva Jersey, 19 de marzo de 1933 - 22 de mayo de 2018) fue un escritor estadounidense de origen judío, conocido sobre todo por sus novelas, aunque también ha escrito cuentos y ensayos. Entre sus obras más conocidas se encuentran: la colección de cuentos `Goodbye, Columbus` (1959), la novela `El mal de Portnoy` (1969), y su «trilogía americana», publicada en los años 1990, compuesta por las novelas `Pastoral americana` (1997), ganadora del Pulitzer, `Me casé con un comunista` (1998), y `La mancha humana` (2000).

Muchas de sus obras reflejan los problemas de asimilación e identidad de los judíos de Estados Unidos, lo cual lo vincula con otros autores estadounidenses como Saul Bellow, Premio Nobel en 1976, o Bernard Malamud, que también tratan en sus obras la experiencias de los judíos estadounidenses.

Gran parte de la obra de Roth explora la naturaleza del deseo sexual y la autocomprensión. Su ficción se caracteriza por el monólogo íntimo, pronunciado con un sentido de humor rebelde y la energía histérica a veces asociada con el héroe y el narrador de `El mal de Portnoy` (1969), la novela que le trajo la fama.

Roth creció en el barrio Weequahic de Newark, como el segundo hijo de una familia judío estadounidense recién emigrada de la región europea de Galitzia. Después de graduarse de la educación media superior a la edad de 16, Roth fue a la Universidad de Bucknell donde obtuvo el reconocimiento de grado B.A. en Inglés. Comenzó el doctorado en Filosofía, que nunca terminó. Luego procedió a hacer un posgrado en la Universidad de Chicago, obteniendo una maestría en literatura inglesa para luego trabajar brevemente como instructor en el programa de escritura de la universidad. Roth empezó entonces a enseñar escritura creativa en la Universidad de Iowa y en Princeton. Posteriormente continuó ejerciendo como profesor en la Universidad de Pennsylvania donde enseñó literatura comparada hasta que se retiró definitivamente de la docencia en 1992.

Fue durante su estancia en Chicago que Roth conoció al novelista Saul Bellow y a Margaret Martinson, quien se convertiría en su primera esposa. Aunque se separaron en 1963, y ella falleció en un accidente automovilístico en 1968, su matrimonio disfuncional dejó una marca indeleble en su escritura. Más específicamente, Martinson es la inspiración para el personaje femenino en varias de las novelas de Roth, incluyendo a Maureen Tarnopol en `Mi vida como hombre`, y, muy probablemente, Mary Jane Reed (o La Changa) en `El mal de Portnoy`.

Entre el fin de sus estudios y la publicación de su primera novela en 1959, Roth sirvió dos años en el ejército y luego escribió cuentos y críticas para varias revistas, incluyendo reseñas cinematográficas para The New Republic. Su primer libro, `Goodbye, Columbus`, que contiene 5 cuentos cortos y una novela breve, ganó el prestigioso National Book Award en 1960. Después publicó dos largas pero poco leídas novelas: Letting Go y Cuando ella era buena. No fue sino hasta la publicación de su tercera novela, `El mal de Portnoy`, en 1969, que Roth encontró el éxito, tanto en ventas como en buenas críticas literarias.

Durante la década de 1970, Roth experimentó con varios estilos, desde la sátira política en` Nuestra pandilla` hasta la fantasía kafkiana `El pecho`. Para el final de la década, Roth se había creado un alter ego llamado Nathan Zuckerman, quien sería el protagonista de varias novelas autoreferenciales aparecidas entre 1979 y 1986.

Uno de los periodos más fructíferos en la carrera literaria de Roth comenzó con `Operación Shylock` (1993) y siguió con `El teatro de Sabbath` (1995), donde presentó a su protagonista más decadente en la forma de un viejo titiritero. Este personaje está en completo contraste con su novela `Pastoral americana`, que se enfoca en la vida de un atleta y de la tragedia que le abruma cuando su hija se convierte en terrorista. En `Me casé con un comunista` (1998) la trama se centra en la era de McCarthy, en `La mancha humana` Roth examina la situación política estadounidense de la década de 1990. `El animal moribundo` (2001) es una novela corta que explora acercamientos con la dicotomía de eros y thanatos, del amor y la muerte.

Philip Roth es probablemente el autor más premiado de su generación. Dos de sus novelas han ganado el National Book Award, otras dos fueron finalistas, exactamente la misma situación se da con el galardón del Círculo de Críticos Nacional del Libro. También ha ganado dos premios del PEN Club y un Pulitzer por su novela `Pastoral americana` en 1997. En 2001, `La mancha humana` obtuvo el premio británico WH Smith Literary como libro del año. El crítico Harold Bloom opinó en 2003 que Roth era uno de los cuatro escritores norteamericanos vivos más importantes que todavía producían, junto con Thomas Pynchon, Don DeLillo y Cormac McCarthy. `La conjura contra América` (2004) ganó el Sidewise para historia alternativa, así como el premio de la Sociedad Estadonidense de Historiadores. También por esa novela, Roth volvió a recibir el WH Smith Literary Award. Ha sido honrado por su ciudad natal con placas colocadas en su honor en octubre de 2005 en la casa donde pasó buena parte de su infancia. En mayo de 2006 le fue otorgado el Nabokov del PEN Club.

Tan influyente y prolífica ha sido su carrera literaria en los Estados Unidos que existe una revista semestral llamada Philip Roth Studies (Estudios sobre Philip Roth) auspiciada por la Purdue University Press y la Philip Roth Society (que no está afiliada de modo alguno con Roth o sus editores).

Algunos sucesos en la vida de Roth han sido examinados por la prensa estadounidense. Por ejemplo, de acuerdo con su novela pseudoconfesional `Operación Shylock` (1993), Roth sufrió un colapso nervioso a finales de los años 1980.

En 1990 se casó con la actriz inglesa Claire Bloom, se separaron en 1994 y, en 1996, ella publicó unas memorias de ese matrimonio, poco halagadoras para Roth, tituladas `Leaving a Doll`s House`.

`Elegía` se publicó en mayo de 2006 y es una meditación acerca de la enfermedad, el deseo y la muerte.

A principios de 2006, Sam Tanenhaus, director del The New York Times Book Review envió una `breve carta en la que pedía a un par de cientos de escritores, críticos, editores y otros estudiosos de la literatura, que por favor identificaran a la mejor obra de ficción estadounidense publicada en los últimos 25 años. De los 22 libros citados por los ciento y pico de jueces `entre los que figuraban dos novelistas hispanoamericanos, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa-, 6 novelas eran de Roth: `Pastoral americana`, `La contravida`, `Operación Shylock`, `El teatro de Sabbath`, `La mancha humana` y `La conjura contra América`. Los resultados se publicaron el 21 de mayo de ese año y, en el ensayo que los acompañaba, el crítico A. O. Scott, decía: `Si hubiéramos buscado al mejor escritor de los últimos 25 años, él (Roth) hubiera ganado`.

Roth ha publicado dos libros autobiográficos: `Los hechos` (1988), donde narra sus recuerdos desde la infancia hasta que se convierte en un reputado (y controvertido) novelista y `Patrimonio. Una historia verdadera` (1991), en el que cuenta la muerte de su padre a causa de un tumor cerebral. Este libro ganó el Premio del Círculo de Críticos Nacional del Libro.

En España, las novelas de Roth han sido publicadas por Alfaguara, Mondadori y Seix Barral. La mayoría están traducidas por Jordi Fiblà.

En 2012, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Cuatro meses después de anunciados los ganadores de este importante galardón español y antes de la ceremonia de entrega `a la que se excusó de asistir debido a una reciente operación en la columna `, Roth declaró en octubre a la revista francesa `Les Inrockuptibles` que dejaba de escribir y que `Némesis` sería su `último libro`. Lori Glazer `vicepresidenta de Hougton Mifflin, la editorial que publica las obras de Roth- confirmó el 9 de noviembre la decisión del escritor.


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Novela de historia-ficción que desarrolla la idea de lo que hubiera pasado si Charles Lindbergh, el famoso aviador de los años 20, hubiera sido elegido presidente de los Estados Unidos en 1940, alejando a su país de la política favorable a Gran Bretaña en su conflicto con la Alemania nazi e instaurando determinadas políticas en contra de los judíos y otras minorías.

Dos son las principales aportaciones de la novela, al margen de la especulación histórica:

La primera es que el narrador es el hijo menor de una familia judía de clase media que lucha por comprender el entorno a través de los retales de realidad que atisba a través de los noticiarios radiofónicos, periódicos, conversaciones familiares, etc. Este peligroso cóctel lleva al pequeño desde el sentimiento de orgullo hasta el temor por su propia vida creando un marco opresivo no atemperado por elementos de esperanza más allá de la figura de su padre. Precisamente la capacidad de transmitir esa perplejidad desde el punto de vista de un niño que actúa y piensa como tal es uno de los mayores méritos de la novela.

La segunda es el reflejo de un mundo basado en valores como el esfuerzo, el trabajo callado y el mérito personal en el ámbito individual y el sentimiento de ciudadanía y sus responsabilidades en el ámbito público, valores todos ellos representados en la figura del padre. Roth huye del maniqueísmo, ya que la coherencia lleva a este cabeza de familia a poner en peligro la existencia de todos ellos al no aceptar la posibilidad de que una nación haya perdido la capacidad de actuar con rectitud y justicia en defensa de todos sus ciudadanos. En su propia derrota se alza, sin embargo, como el único personaje que parece tener un motor de conducta dictado por algo más que las extremas circunstancias del momento histórico en que se desarrolla la trama.


Recopilador: Dr: Enrico Pugliatti.



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PHILIP ROTH


LA CONJURA CONTRA AMÉRICA





TRADUCCIÓN: Carlos Fibla





1
Junio de 1940 - octubre de 1940

VOTAD POR LINDBERGH O VOTAD POR LA GUERRA


El temor gobierna estas memorias, un temor perpetuo. Por su­puesto, no hay infancia sin terrores, pero me pregunto si no ha­bría sido yo un niño menos asustado de no haber tenido a Lind­bergh por presidente o de no haber sido vástago de judíos.
En junio de 1940, cuando se produjo el primer sobresalto —la nominación, por parte de la Convención Republicana en Filadelfia, de Charles A. Lindbergh, el héroe norteamericano de la aviación y de fama internacional, como candidato a la pre­sidencia—, mi padre tenía treinta y nueve años, era agente de seguros y tenía una educación de enseñanza media elemental, con unos ingresos de algo menos de cincuenta dólares a la se­mana, cantidad suficiente para pagar a tiempo las facturas bá­sicas, pero poco más. Mi madre, que había querido estudiar magisterio pero no se lo pudo costear, que al finalizar la ense­ñanza secundaria había vivido en casa de su familia y trabajado como secretaria en una empresa, que había evitado que nos sin­tiéramos pobres durante la peor época de la Depresión, admi­nistrando el salario que mi padre le entregaba cada viernes con tanta eficiencia como la que mostraba en el manejo de la casa, tenía treinta y seis. Mi hermano, Sandy, alumno de séptimo curso con un talento prodigioso para el dibujo, tenía doce, y yo, alumno de tercero con un trimestre de adelanto —y coleccionis­ta embrionario de sellos, estimulado, como les sucedía a millones de niños, por el filatélico más importante del país, el presidente Roosevelt—, tenía siete.

Vivíamos en el primer piso de una pequeña casa de «dos fa­milias y media» (dos pisos completos en las dos primeras plantas y medio piso en la última planta), en una calle bordeada de ár­boles y formada por casas de madera con escalinatas de ladrillo rojo en la entrada, cada entrada con un tejado a dos aguas y un jardincillo delimitado por un seto bajo. Habían erigido la barria­da de Weequahic poco después de la Primera Guerra Mundial, en unos terrenos agrícolas que se extendían por el borde no urbanizado de Newark, y, en un gesto imperialista, una media docena de calles recibieron los nombres de jefes navales victo­riosos en la guerra entre España y Estados Unidos, mientras que al cine del barrio lo llamaron Roosevelt, nombre del quinto primo de FDR., y vigesimosexto presidente del país. Nuestra calle, la avenida Summit, estaba en la cima de la colina, un pro­montorio tan alto como cabe esperar en cualquier ciudad por­tuaria que no suele alzarse más de treinta metros por encima de las salinas al norte y el este y las aguas de la bahía profunda que se halla justo al este del aeropuerto y que se curva alrededor de los depósitos de petróleo en la península de Bayonne, donde se mezclan con las de la bahía de Nueva York para fluir más allá de la estatua de la Libertad y penetrar en el Atlántico. Si mirá­bamos hacia el oeste desde la ventana trasera de nuestro dormi­torio, a veces el alcance de nuestra visión tierra adentro llegaba hasta el oscuro límite de la vegetación arbórea de los Watchungs, una sierra baja bordeada de grandes fincas y barrios residenciales ricos y escasamente poblados —el extremo del mundo conoci­do— que se hallaba a unos doce kilómetros de nuestra casa. A una manzana al sur se encontraba la población obrera de Hillside, la mayoría de cuyos habitantes eran gentiles. La linde con Hillside señalaba el comienzo del condado de Union, una Nueva Jersey por completo distinta.
En 1940 éramos una familia feliz. Mis padres eran personas sociables y hospitalarias, sus amigos habían sido seleccionados entre los colegas de mi padre y las mujeres con las que mi madre había ayudado a organizar la Asociación de Padres y Profesores en la recién construida escuela de la avenida Chancellor, adon­de íbamos mi hermano y yo. Todos eran judíos. Los hombres del barrio o bien tenían negocios (los dueños de la confitería, el col

 
mado, la joyería, la tienda de prendas de vestir, la de muebles, la estación de servicio y la charcutería, o propietarios de pequeños talleres industriales junto a la línea Newark-Irvington, o autóno­mos que trabajaban como fontaneros, electricistas, pintores de brocha gorda o caldereros), o eran vendedores de a pie, como mi padre, que un día tras otro por las calles de la ciudad y las casas de la gente iba vendiendo sus géneros a comisión. Los médicos y abogados judíos, así como los comerciantes triunfadores que po­seían grandes tiendas en el centro de la ciudad, vivían en casas unifamiliares en las calles que partían de la vertiente oriental de la colina donde estaba la avenida Chancellor, más cerca del par­que Weequahic, con sus prados y árboles, ciento veinte hectáreas de terreno ajardinado cuyo estanque con botes, campo de golf y pista de carreras de caballos trotones separaba la sección de Weequahic de las plantas industriales y las terminales de carga que se sucedían a lo largo de la Ruta 27 y el viaducto del Ferrocarril de Pensilvania al este de esa zona, el floreciente aeropuerto más al este y el mismo borde del continente todavía más al este, los depó­sitos y muelles de la bahía de Newark, donde se descargaban mer­cancías procedentes del mundo entero. En el borde occidental del barrio, el extremo sin parque donde vivíamos, residía algún que otro maestro de escuela o farmacéutico, pero por lo demás pocos eran los profesionales entre nuestros vecinos más cercanos y, desde luego, allí no vivía ninguna de las prósperas familias de empresarios o fabricantes. Los hombres trabajaban cincuenta, se­senta, o incluso setenta o más horas a la semana; las mujeres lo hacían continuamente, con escasa ayuda de aparatos ahorradores de esfuerzo, lavando la ropa, planchando camisas, remendando calcetines, dando vuelta a los cuellos, cosiendo botones, prote­giendo las prendas de lana contra la polilla, puliendo muebles, barriendo y fregando los suelos, lavando las ventanas, limpiando los fregaderos, las bañeras, los lavabos y los fogones, pasando el aspirador por las alfombras, cuidando de los enfermos, yendo a la compra, cocinando, dando de comer a los parientes, aseando ar­marios y cajones, supervisando las tareas de pintura y las repara­ciones domésticas, preparándolo todo para las prácticas religio­sas, pagando las facturas y llevando las cuentas de la familia, al mismo tiempo que se ocupaban de la salud, la ropa, la limpieza,

 
los estudios, la nutrición, la conducta, los cumpleaños, la disci­plina y la moral de sus hijos. Unas pocas mujeres trabajaban con sus maridos en las cercanas calles comerciales, ayudadas por sus hijos mayores al salir de la escuela y los sábados, repartiendo en­cargos y ocupándose de las existencias y la limpieza.
El trabajo, más que la religión, era lo que, a mi modo de ver, identificaba y distinguía a nuestros vecinos. En el vecindario na­die llevaba barba ni vestía al anticuado estilo del Viejo Mundo, y nadie usaba kipá ni en la calle ni en las casas que solía visitar con mis amigos de la infancia. Los adultos ya no realizaban las prácticas externas, reconocibles, de la religión, si es que la prac­ticaban en serio de alguna manera, y, aparte de los tenderos más viejos, como el sastre y el carnicero kosher (y los abuelos acha­cosos o decrépitos que se veían obligados a vivir con sus vásta­gos adultos), casi nadie del barrio hablaba con acento. En 1940, los padres judíos y sus hijos que vivían en el rincón sudoeste de la ciudad más grande de Nueva Jersey hablaban entre ellos en un inglés norteamericano que se parecía más a la lengua habla­da en Altoona o Binghamton que a los dialectos que hablaban a las mil maravillas nuestros homólogos judíos en los cinco distri­tos situados al otro lado del Hudson. Troqueladas en el escapa­rate de la carnicería y grabadas en los dinteles de las pequeñas sinagogas del barrio había palabras hebreas, pero en ningún otro lugar, excepto en el cementerio, tenía uno ocasión de ver el al­fabeto del libro de oraciones más que en las cartas familiares en la lengua materna empleadas sin cesar por prácticamente todo el mundo para todos los fines concebibles, importantes o triviales. En el quiosco que se alzaba ante la esquina de la confitería, el número de clientes que compraban Racing Form era diez veces superior a los que se llevaban el diario en yiddish, el Forvertz.
Israel aún no existía, seis millones de judíos aún no habían dejado de existir, y la relación que tenía con nosotros la lejana Palestina (bajo protectorado británico desde la disolución, en 1918, por parte de los aliados victoriosos, de las remotas pro­vincias del extinto Imperio otomano) era un misterio para mí. Cuando un forastero que llevaba barba y a quien jamás había visto sin sombrero se presentaba cada pocos meses, después de que hubiera oscurecido, para pedir en un inglés chapurreado

 
una contribución destinada al establecimiento de una patria na­cional judía en Palestina, yo, que no era un niño ignorante, no acababa de entender qué estaba haciendo aquel hombre en nues­tro rellano. Mis padres nos daban, a mí o a Sandy, un par de mo­nedas para depositarlas en su alcancía, y yo siempre pensaba que ese acto generoso obedecía menos a la amabilidad que al deseo de no herir los sentimientos de un pobre viejo que, año tras año, parecía incapaz de meterse en la cabeza el hecho de que, desde hacía tres generaciones, ya teníamos una patria. Cada mañana, en la escuela, juraba fidelidad a la bandera de nuestra patria. Junto con mis compañeros de clase, entonaba un canto a sus maravillas en el salón de actos. Celebraba con entusiasmo las festividades nacionales, y sin pensar dos veces en mi afinidad con los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, el pavo de Acción de Gracias o los dos encuentros consecutivos de béisbol que se celebraban entre los mismos equipos el 30 de mayo, el día en que se deco­ran las tumbas de los soldados. Nuestra patria era los Estados Unidos de América.
Entonces los republicanos proclamaron a Lindbergh candi­dato a la presidencia y todo cambió.
Durante casi una década, Lindbergh fue un gran héroe en nues­tro barrio, como lo era en todas partes. La realización de su vuelo de treinta y tres horas y media sin escalas, en solitario, desde Long Island a París en el minúsculo monoplano Spirit of Saint Louis incluso coincidió casualmente con el día de primavera de 1927 en que mi madre supo que estaba embarazada de mi hermano mayor. En consecuencia, el joven aviador cuya audacia había emocionado a América y al mundo entero y cuyo logro señala­ba un futuro de progreso aeronáutico inimaginable, llegó a ocu­par un lugar especial en la galería de anécdotas familiares que generan la primera mitología cohesiva de cualquier niño. El mis­terio del embarazo y el heroísmo de Lindbergh se combinaron para otorgar a mi propia madre una distinción que bordeaba lo divino: nada menos que una anunciación global había acompa­ñado a la concepción de su primer hijo. Más adelante, Sandy dejaría constancia de aquel momento con un dibujo que ilus

 
traba la yuxtaposición de esos dos espléndidos acontecimientos. En el dibujo —completado a la edad de nueve años y que, invo­luntariamente, emitía cierto tufo a cartel soviético—, Sandy la imaginaba a kilómetros de casa, entre una alegre multitud en la esquina de Broad y Market. Es una esbelta joven de veintitrés años, de cabello oscuro y con una sonrisa que refleja un saluda­ble júbilo, de manera soprendente está sola y lleva un delantal de cocina con flores estampadas en el cruce de las dos vías más concurridas de la ciudad, una mano muy abierta ante el delan­tal, donde la anchura de sus caderas es aún engañosamente ju­venil, mientras que con la otra solo ella entre la multitud señala al cielo, al Spirit of Saint Louis, que sobrevuela visiblemente el centro de Newark, justo en el momento en que ella se da cuen­ta de que, en una proeza no menos triunfal para un ser huma­no que la de Lindbergh, ha concebido a Sanford Roth.
Sandy tenía cuatro años y yo, Philip, aún no había nacido cuando, en marzo de 1932, el primer hijo de Charles y Anne Morrow Lindbergh, un niño cuyo nacimiento veinte meses atrás había sido ocasión de júbilo nacional, fue secuestrado de la nue­va y aislada casa familiar, en la rural Hopewell, estado de Nue­va Jersey. Unos dos meses y medio después se descubrió por ca­sualidad el cadáver en descomposición del bebé, en un bosque a pocos kilómetros de distancia. O bien lo habían asesinado o bien había muerto por accidente, tras ser arrancado de la cuna y, en la oscuridad, todavía envuelto en la ropa de cama, sacado a través de la ventana del cuarto infantil del primer piso y bajado hasta el suelo por una escala improvisada, mientras su madre es­taba ocupada en sus habituales actividades nocturnas en otra par­te de la casa. En febrero de 1935, cuando concluyó el juicio por rapto y asesinato en Flemington, Nueva Jersey, con la condena de Bruno Hauptmann —un ex presidiario alemán de treinta y cinco años que vivía en el Bronx con su esposa alemana—, la audacia del primer piloto del mundo en efectuar el vuelo trans­atlántico en solitario estaba impregnada de un patetismo que le convertía en un titán mártir comparable a Lincoln.
Después del juicio, los Lindbergh abandonaron Estados Uni­dos con la esperanza de que una expatriación temporal prote­giera a un nuevo bebé Lindbergh y ellos pudieran recuperar en c

 
ierta medida la intimidad que ansiaban. La familia se trasladó a un pueblecito de Inglaterra, y desde allí, como ciudadano par­ticular, Lindbergh empezó a viajar a la Alemania nazi, unos via­jes que lo convertirían en un infame para la mayoría de los ju­díos norteamericanos. En el transcurso de cinco visitas, durante las que pudo familiarizarse de primera mano con la magnitud de la maquinaria bélica alemana, fue agasajado con ostentación por el mariscal del aire Góring y condecorado ceremoniosa­mente en nombre del Führer, y por su parte expresó con toda franqueza la alta consideración en que tenía a Hitler, dijo de Alemania que era la «nación más interesante» del mundo y cali­ficó a su líder de «gran hombre». Y todo este interés y admira­ción los manifestó después de que las leyes de Hitler de 1935 hubieran privado a los judíos de Alemania de sus derechos civi­les y sociales y de sus propiedades, anulado su ciudadanía y pro­hibido que contrajeran matrimonio con arios.
En 1938, cuando empecé a ir a la escuela, el de Lindbergh era un nombre que provocaba en nuestra casa la misma clase de in­dignación que las retransmisiones radiofónicas dominicales del padre Coughlin, el sacerdote de la zona de Detroit que editaba un semanario de derechas llamado Justicia social y cuya virulen­cia desataba las pasiones de una audiencia considerable cuando el país pasaba por momentos difíciles. En noviembre de 1938 —el año más oscuro y siniestro para los judíos de Europa en die­ciocho siglos— tuvo lugar el peor pogromo de la historia mo­derna, la Kristallnacht, instigado por los nazis en toda Alemania: las sinagogas fueron incendiadas, las residencias y los negocios de los judíos fueron destruidos y, durante una noche que presa­giaba el monstruoso futuro, millares de judíos fueron sacados a la fuerza de sus casas y transportados a campos de concentra­ción. Cuando le sugirieron a Lindbergh que, como respuesta a esa violencia sin precedentes perpetrada por un Estado contra sus propios ciudadanos, considerase la posibilidad de devolver la Cruz de Oro decorada con cuatro cruces gamadas que le había concedido, en nombre del Führer, el mariscal del aire Góring, se negó a hacerlo, diciendo que renunciar públicamente a la Cruz de Servicio del Águila Alemana constituiría un «insulto innece­sario» a los dirigentes nazis.


Fuente:

ROTH, Philip
Published by Debolsillo, Colombia (2007)
ISBN 10: 9586393968  ISBN 13: 9789586393966
Used  Encuadernación de tapa blanda  Quantity Available: 1
Seller:
Maria Sanchez
(CARACAS, MI, Venezuela)
Rating
Book Description Debolsillo, Colombia, 2007. Encuadernación de tapa blanda. Condition: Bien. Sin Sobrecubierta. Traducción de Jordi Fibla. Seller Inventory # 005958

viernes, 6 de diciembre de 2019

James Salter La última noche.


            Grande entre los grandes escritores norteamericanos contemporáneos, James Salter es famoso por su escritura despojada, hecha de palabras certeras y silencios elocuentes. Su incuestionable prestigio, cimentado a lo largo de casi cincuenta años con tan sólo siete libros publicados, se vio reforzado, si cabe, con la aparición de La última noche en abril de 2005, un auténtico acontecimiento literario, puesto que había que remontarse hasta 1988 para hallar su anterior libro de ficción inédito (Anochecer).
            La última noche contiene diez relatos magistrales, en los que, a partir del retrato íntimo de las relaciones entre hombres y mujeres, salen a la luz los temas favoritos del autor: el amor, el desengaño, el deseo, la traición, la soledad. En el cuento que da título al libro, y que Frank Conroy ha definido como «una indiscutible obra maestra», una mujer enferma de cáncer terminal pide a su marido y a una amiga que la ayuden a adelantar su muerte, con resultados inesperados para los tres. Maestro del estilo, admirado por escritores como John Irving, Richard Ford o Susan Sontag, Salter describe la intimidad con una prosa casi pictórica, en un juego de luces y sombras sin aparente solución. En todos sus personajes, el recuerdo de la felicidad y del éxtasis convive con los efectos devastadores de la traición, llevándonos finalmente a reflexionar sobre si cambiamos con el paso del tiempo o estamos condenados a repetir los mismos errores; o dicho de otro modo, si existe alguna relación entre quienes fuimos en nuestra juventud y las personas en que nos convertimos en la madurez.


              

            James Salter

 La última noche

 

 

            ePub r1.3

            P3lµdµ5 17.09.13



            Título original: Last night

            James Salter, 2005

            Traducción: Luis Murillo Fort

            Diseño de portada: Yuri Dojc / Getty Images

            Editor digital: P3lµdµ5

            ePub base r1.0

              



            George Plimpton
            hadada



 Cometa

 

 

            Philip se casó con Adele un día de junio. Estaba nublado y hacía viento. Después salió el sol. Había pasado bastante tiempo desde la primera boda de Adele, que vestía de blanco: zapatos de salón blancos con tacón bajo, falda larga blanca ceñida a las caderas, blusa blanca vaporosa con sujetador blanco debajo, y un collar de perlas de agua dulce. Se casaron en la casa que ella había obtenido con el divorcio. Todos sus amigos estuvieron presentes. Adele creía en la amistad. En la sala no cabía un alfiler.
            —Yo, Adele —dijo con voz clara—, me entrego a ti, Phil, enteramente como esposa…
            Detrás de ella, en calidad de padrino de boda, un tanto ajeno a la ceremonia, estaba su hijo pequeño, y prendido de las bragas llevaba algo prestado, un pequeño disco de plata, en realidad una medalla de san Cristóbal que su padre había llevado durante la guerra; Adele había tenido que bajarse varias veces la cintura de la falda para mostrarla. Cerca de la puerta, con la sensación de formar parte de una visita guiada, una anciana sujetaba a su perrito mediante el puño de un bastón enganchado al collar del animal.
            En el banquete Adele sonrió de felicidad, bebió más de la cuenta, rió y se rascó los brazos desnudos con largas uñas de corista. Su nuevo marido la admiraba, podría haber lamido la palma de sus manos como un ternero la sal. Ella, en los últimos fulgores de su belleza, era aún lo bastante joven para ser guapa, aunque demasiado mayor para tener hijos, al menos si dependía de ella. Se acercaba el verano. Entre la bruma de la media tarde, ella aparecería con su bañador negro, toda more­na, con el sol detrás. Una robusta silueta que caminaba por la arena recién salida del mar, sus piernas, su pelo empapado de nadadora, su gracia femenina, toda des­preocupación e indolencia.
            Montaron casa juntos, básicamente al gusto de ella. Eran sus muebles y sus libros, pese a que muchos no los hubiera leído. A Adele le gustaba contar anécdotas sobre DeLereo, su primer marido. —Frank, se llamaba—, heredero de un imperio de camiones de basura. Ella lo llamaba Delerium, pero sus anécdotas no carecían de cariño. La lealtad —le venía de la infancia, así como de su experiencia de casada, ocho agotadores años, como so­lía decir— era su código. Reconocía que los términos del matrimonio habían sido muy simples: su trabajo consistía en vestirse, tener la cena lista y dejarse follar una vez al día. En una ocasión, en Florida habían alquilado una barca con otra pareja para ir a pescar macabíes frente a la costa de Bimini.
            —Cenaremos bien —había dicho DeLereo muy contento—, subiremos a bordo y nos acostaremos. Por la mañana habremos pasado la corriente del Golfo.
            La cosa empezó así pero terminó diferente. El mar estaba muy agitado. No llegaron a cruzar la corriente del Golfo —el capitán era de Long Island y se extravió—. DeLereo le dio cincuenta dólares para que le ce­diera el timón y se fuera abajo.
            —¿Sabe algo de navegación? —preguntó el capitán.
            —Más que usted —respondió DeLereo.
            Adele, tumbada en el camarote, pálida como la cera, le había dado un ultimátum:
            —Encuentra un puerto como sea o prepárate para dormir solo.
            Philip Ardet conocía de sobra la anécdota, así como otras muchas. Era un hombre varonil y elegante, y al hablar retiraba un poco la cabeza como si su inter­locutor fuera la carta de un restaurante. Había conocido a Adele en el campo de golf cuando ella estaba aprendiendo a jugar. Era un día húmedo y el campo estaba casi desierto. Adele y un amigo se encontraban en el tee de salida cuando un tipo medio calvo que llevaba una bolsa de tela con varios palos preguntó si podía jugar con ellos. Adele pegó un drive pasable. El amigo mandó su bola al otro lado de la valla, colocó una segunda y la golpeó por arriba, haciendo que saliera rasa. Un tanto tímidamente, Phil extrajo un viejo palo del tres y mandó su bola unos doscientos metros calle abajo, perfecta­mente centrada.
            Así era él, capaz y tranquilo. Había estado en Princeton y en la armada. Tenía pinta de haber estado en la armada, decía Adele: sus piernas eran fuertes. La primera vez que salieron juntos, él comentó que le su­cedía algo curioso: caía bien a ciertas personas y mal a otras.
            —A las que caigo bien, suelo dejarlas de lado.
            Adele no estaba segura de qué había querido decir pero le gustó su semblante un poco avejentado, especialmente alrededor de los ojos. Le pareció un hombre de verdad, aunque tal vez no el que había sido en tiempos. Además era listo, según le gustaba a ella explicar, más o menos como lo sería un profesor de universidad.
            Gustarle a ella era meritorio, pero gustarle a él parecía en cierto modo más valioso todavía. Phil irradiaba cierto desapego del mundo. Era como si no se tomara en serio a sí mismo, como si estuviera por encima de eso.
            Luego resultó que no ganaba mucho dinero. Escribía para una revista de economía. Ella ganaba casi lo mismo vendiendo casas. Había empezado a engordar un poco. Esto fue unos años después de casarse. Toda­vía era guapa —su cara lo era—, pero su figura se había redondeado un poco. Solía irse a la cama con una copa, tal como hacía a los veinticinco años. Phil, con una americana encima del pijama, leía sentado. Algunas mañanas andaba de esta guisa por el jardín. Ella bebió un sorbo y lo observó.
            —¿Sabes una cosa?
            —¿Qué?
            —He disfrutado del sexo desde que tenía quince años.
            Phil levantó la vista.
            —Yo no me estrené tan pronto —reconoció.
            —Pues deberías.
            —Buen consejo, pero llega un poco tarde.
            —¿Recuerdas cuando tú y yo empezamos?
            —Sí.
            —Casi no podíamos parar —dijo ella—. ¿Te acuerdas?
            —El promedio no está mal.
            —Ya, estupendo.
            Cuando él se durmió, ella vio una película. Las estrellas de cine también envejecían, también tenían problemas con el amor. Pero era diferente: ya habían obtenido grandes recompensas. Siguió mirando, pensativa. Pensó en lo que había sido, en lo que había tenido. Podría haber sido una estrella.
            Qué sabía Phil: estaba dormido.
            Llegó el otoño. Una noche estaban en casa de los Morrissey. El era un abogado alto, albacea de muchas herencias y depositario de otras más. Leer testamentos había sido su verdadera educación, una mirada al alma humana, decía él.
            Otro de los comensales era un hombre de Chicago que había hecho fortuna con los ordenadores, un papa­natas, como se vio enseguida, que propuso un brindis durante la cena.
            —Por el fin de la privacidad y la vida digna —dijo.
            Estaba con una mujer apagada que recientemente había descubierto que su marido se entendía con una negra de Cleveland, aventura que por lo visto había durado siete años. Incluso podía ser que tuvieran un hijo.
            —Entenderéis por qué para mí venir aquí es como un soplo de aire fresco —dijo ella.
            Las mujeres se mostraron solidarias. Sabían lo que tenía que hacer: reconsiderar completamente los últimos siete años.
            —Es verdad —convino su acompañante.
            —¿Qué es lo que hay que reconsiderar? —quiso saber Phil.
            Le respondieron con impaciencia. El engaño, dije­ron, la mentira: ella había sido engañada todo aquel tiempo. Mientras tanto, Adele se estaba sirviendo más vino. Con la servilleta tapó el mantel donde había derramado ya una copa.
            —Pero fueron tiempos felices, ¿no es cierto? —preguntó inocentemente Phil—. Eso pasó a la historia. No es posible cambiarlo. No se puede convertir en infelicidad.
            —Esa mujer me robó a mi marido. Me robó todo cuanto él había prometido.
            —Perdona —dijo Phil en voz baja—. Son cosas que pasan a diario.
            Hubo un coro de protestas, las cabezas adelanta­das como los gansos sagrados. Sólo Adele guardó silencio.
            —A diario —repitió él con voz ahogada, seca, la voz de la razón o cuando menos de los hechos.
            —Yo nunca le robaría a otra el marido —dijo entonces Adele—. Jamás. —Su rostro adquiría un tono de cansancio cuando bebía, un cansancio que conocía todas las respuestas—. Y jamás rompería una promesa.
            —Creo que no lo harías —coincidió Phil.
            —Tampoco me enamoraría de uno de veinte años.
            Estaba hablando de la profesora, la chica que había aparecido aquella vez, rebosante de juventud.
            —Desde luego que no.
            —El abandonó a su mujer —les dijo Adele.
            Silencio.
            La media sonrisa de Phil había desaparecido, pero su semblante aún era agradable.
            —Yo no abandoné a mi mujer —dijo en voz que­da—. Fue ella la que me echó.
            —Abandonó a su mujer y a sus hijos —continuó Adele.
            —No los abandoné. Además, entre nosotros ya no había nada. Llevábamos así más de un año. —Lo dijo sin alterarse, casi como si le hubiera sucedido a otro—. Era la profesora de mi hijo —explicó—. Me enamoré de ella.
            —Y empezaste una historia con ella —sugirió Morrisey.
            —Pues sí.
            Existe amor cuando pierdes la capacidad de hablar, cuando ni siquiera puedes respirar.
            —Al cabo de dos o tres días —confesó Phil.
            —¿Allí mismo, en tu casa?
            Phil negó con la cabeza. Tenía una extraña sensación de impotencia. Se estaba abandonando.
            —En casa no hice nada.
            —Abandonó a su mujer y a sus hijos —repitió Adele.
            —Ya lo sabías —dijo Phil.
            —Los dejó plantados. Llevaban casados quince años, desde que él tenía diecinueve.
            —No llevábamos quince años casados.
            —Tenían tres hijos —precisó Adele—, uno de ellos retrasado.
            Algo ocurría: Phil se estaba quedando sin habla, una sensación parecida a la náusea en el pecho. Como si es­tuviera renunciando a fragmentos de un pasado íntimo.
            —No era retrasado —acertó a decir—. Sólo… te­nía dificultades para aprender a leer, eso es todo.
            En ese instante le vino a la cabeza una dolorosa imagen de sí mismo y de su hijo. Una tarde habían remado hasta el centro del estanque de un amigo y se habían zambullido, los dos solos. Era verano. Su hijo tenía seis o siete años. Había una capa de agua cálida sobre otra, más profunda, de agua fría, del verde descolorido de ranas y algas. Nadaron hasta el otro extremo y luego volvieron. La cabeza rubia y la cara nerviosa de su hijo asomando a la superficie como los perros. Año de alegría.
            —Cuéntales el resto —dijo Adele.
            —No hay nada que contar.
            —Resulta que esa profesora era una especie de call girl. La sorprendió en la cama con un tío.
            —¿Es verdad? —preguntó Morrissey.
            Estaba acodado en la mesa, con la barbilla apoyada en la mano. Crees que conoces a alguien, te lo parece porque cenas con él o con ella, juegas a las cartas, pero en realidad no es así. Siempre te llevas una sorpresa. Uno no sabe nada.
            —No tuvo importancia —murmuró Phil.
            —Pero el muy burro se casa con ella —continuó Adele—. La chica va a Ciudad de México, donde él es­taba trabajando, y se casan.
            —No entiendes nada, Adele —repuso Phil. Que­ría añadir algo, pero no pudo. Era como estar sin resuello.
            —¿Todavía hablas con ella? —preguntó Morrissey con toda tranquilidad.
            —Sí, sobre mi cadáver —dijo Adele.
            Ninguno de ellos podía saber, ninguno podía visualizar Ciudad de México y aquel primer año increíble, conduciendo hasta la costa para pasar el fin de semana, cruzando Cuernavaca, ella con las piernas desnudas al sol, y los brazos, la sensación de mareo y sumisión que experimentaba con ella, como ante una foto prohibida, ante una subyugante obra de arte. Dos años en México ajenos al naufragio, él fortalecido por la devoción que ella le inspiraba. Aún podía ver su cuello inclina­do hacia delante y la curva de su nuca. Aún podía ver las finas trazas de hueso que recorrían su tersa espalda como perlas. Aún podía verse a sí mismo, el que era antes.
            —Hablo con ella —admitió.
            —¿Y tu primera mujer?
            —También hablo con ella. Tenemos tres hijos.
            —La abandonó —dijo Adele—. Es todo un Casanova.
            —Hay mujeres que tienen mentalidad de poli —dijo Phil a nadie en particular—. Esto está bien, esto otro no. En fin… —Se puso en pie. Lo había hecho todo mal, se daba cuenta, mal y a destiempo. Había echado a pique su vida—. Pero hay algo que puedo decir con el corazón en la mano: si se presentara la oportunidad, volvería a hacerlo.
            Una vez hubo salido, los demás siguieron hablan­do. La mujer cuyo marido había sido infiel durante siete años sabía qué se sentía.
            —Finge que no puede evitarlo —dijo—. A mí me ocurrió lo mismo. Pasaba por delante de Bergdorf’s un día y vi en el escaparate un abrigo verde que me gustó y entré a comprarlo. Un poco más tarde, en otro lugar, vi uno que me pareció mejor que el primero, y me lo compré. Total, cuando acabé tenía cuatro abrigos verdes en el armario, y todo porque no fui capaz de dominar mis deseos.
            El cielo, fuera, su bóveda superior, estaba cuajado de nubes y las estrellas se veían borrosas. Adele final­mente lo vio: estaba de pie en la parte más oscura. Se acercó a él con paso tambaleante. Vio que tenía la cabeza levantada. Se detuvo a unos metros de él y levantó también la cabeza. El cielo empezó a girar. Adele dio un par de pasos imprevistos para mantener el equilibrio.
            —¿Qué estás mirando? —preguntó al fin.
            Phil no respondió. No tenía intención de responder. Y luego:
            —El cometa —dijo—. Salía en la prensa. Se supo­ne que hoy es la noche que se ve mejor.
            Hubo un silencio.
            —No veo ningún cometa —dijo ella.
            —¿No?
            —¿Dónde está?
            —Justo ahí encima —señaló él—. No se distingue de cualquier otra estrella. Es eso que sobra al lado de las Pléyades. —Phil conocía todas las constelaciones. Las había visto surgir con la oscuridad sobre costas de­soladoras.
            —Vamos, ya lo mirarás mañana —dijo ella, casi como si lo consolara, pero no se acercó a él.
            —Mañana no estará. Sólo pasa una vez.
            —¿Y tú cómo sabes dónde estará? —dijo ella—. Vamos, es tarde, marchémonos.
            Phil no se movió. Al cabo de un rato ella se encaminó hacia la casa, donde, ostentosamente, todas las ventanas del piso y la planta baja estaban encendidas. El se quedó donde estaba, contemplando el cielo, y luego la miró a medida que se iba haciendo pequeña al cruzar el césped, alcanzar primero el aura, luego la luz, y al cabo tropezar en los escalones de la cocina.

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