lunes, 26 de noviembre de 2018

MARCEL PROUST. UN GIGANTE DE LA LITERATURA UNIVERSAL.



En busca del tiempo perdido o —de acuerdo con otras traducciones— A la búsqueda del tiempo perdido o A la busca del tiempo perdido1​ (À la recherche du temps perdu, en francés) es una novela de Marcel Proust, escrita entre 1908 y 1922 que consta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927, de las que las tres últimas son póstumas. Es ampliamente considerada una de las cumbres de la literatura francesa y universal.
Más que del relato de una serie determinada de acontecimientos, la obra se mete en la memoria del narrador: sus recuerdos y los vínculos que crean. De ahí que el título no sea El tiempo perdido (como era El paraíso perdido de Milton), sino En busca del tiempo perdido.
Las siete partes son:


Sinopsis

Marcel, joven hipersensible perteneciente a una familia burguesa de París de principios del siglo XX, quiere ser escritor. Sin embargo, las tentaciones mundanas le desvían de su primer objetivo; atraído por el brillo de la aristocracia o de los lugares de veraneo de moda (como Balbec, ciudad imaginaria de la costa normanda), crece a la vez que descubre el mundo, el amor, y la existencia de la homosexualidad. La enfermedad y la guerra, que le apartarán del mundo, también propiciarán que tome conciencia de la extrema vanidad de las tentaciones mundanas y de su aptitud para llegar a ser escritor y ser capaz de fijar el tiempo perdido.
El primer volumen empieza con pensamientos del narrador acerca de su dificultad para conciliar el sueño («Mucho tiempo llevo acostándome temprano»). En esta primera parte se encuentra el famoso fragmento en el que revive literalmente un episodio de su infancia, mientras toma una magdalena mojada en el té. Estas líneas se han convertido quizá en las más conocidas de Proust y reflejan el tratamiento que hace Proust de la memoria involuntaria a lo largo de toda su obra.
Un amor de Swann, la segunda parte de Por el camino de Swann, se publica con frecuencia separado. Esta obra cuenta las peripecias sentimentales de Charles Swann con Odette de Crécy, y al tratarse de una historia independiente y relativamente corta, se considera que puede ser una buena introducción a la obra y es estudiada a menudo en los centros educativos franceses. El lector, ya sea de edad mediana o joven, encuentra forzosamente un poco de sí mismo en Swann enamorado y con su amor fortalecido por las contrariedades que va hallando.
Para una descripción más detallada de la trama, puede leerse el ensayo «Como llegó a ser escritor el pequeño Marcel», de Gérard Genette (en Figuras), o «Proust y los nombres», de Roland Barthes (en 'El grado cero de la escritura: seguido de nueve ensayos críticos').

La biografía de Proust como clave para entender la novela

Conviene conocer las relaciones que Proust mantuvo con los distintos miembros de su familia. Así, las figuras femeninas de su vida (la madre; la abuela; la tía; la amiga de juegos infantiles; la sirvienta, las amigas-protectoras de tertulia; la amante que en realidad es una figura masculina; hombres homosexuales; Mme de Sévigné y sus cartas) son elementos centrales en la novela. Con estas figuras Proust mantuvo una relación especialmente estrecha durante su vida. Se puede decir que En Busca ... es una gran novela de personajes femeninos y que la masculinidad no aparece bien estudiada, o al menos aparece retratada de un modo poco halagador: el personaje masculino a excepción (quizás) del narrador, suele ser presentado como un ser simple o virilmente tonto en sus manifestaciones (Bloch; Saint-Loup; el director de Hotel en Balbec), o adyacente a un personaje femenino (padre; marido de Mme Verdurin; marido de Duquesa...), cruel (M. de Charlus; Norpois, Duque de Guermantes), asexuado e intelectualizado (Brichot, Bergotte) o engañado (Swann). El modelo de masculinidad más positivo y delicado en la novela es Swann, quien es, sin embargo, retratado como un hombre obsesionado enfermizamente por una mujer.
Por el contrario, la figura de su padre apenas aparece ficcionalizada en la novela. El padre del protagonista es un personaje que se cita de pasada pero que no se analiza ni se le presta atención ni ejerce una influencia mencionable. A partir de "La prisonnière" desaparece prácticamente de la narración y no sabemos nada de él. Es sabido que Proust mantuvo una relación difícil y distante con su padre. Desde este punto de vista también, la novela pierde en autenticidad y realismo. El padre del narrador es un personaje ausente, distante, poco decisivo en la vida del personaje y en los acontecimientos de la narración, lo cual es sorprendente cuando se piensa que el personaje vive en casa con sus progenitores. Desde este punto de vista, podríamos aventurarnos a decir, que la novela puede ser interpretada como un ajuste de cuentas literario con su padre: lo convierte en un personaje insignificante.



Elementos de reflexión

La empresa de Proust es paradójica: el narrador proustiano (y no el escritor) al estudiar los detalles más nimios en un medio muy específico (la alta burguesía y la aristocracia francesa de principios del siglo XX) afirma haber alcanzado lo universal. Sin embargo, la filosofía y la estética de la obra de Proust tienen amplios referentes en su época:

La homosexualidad como tema

Es difícil recordar a un autor anterior a Proust que haya escrito tan prolijamente sobre la homosexualidad, masculina y femenina. Ello le confiere una gran modernidad para la época en que la novela fue escrita. Proust era homosexual, pero sus convicciones religiosas por un lado, y la presión familiar y social por otro, le abocaron a vivir su homosexualidad de un modo secreto. Marcel Proust llegó a batirse en duelo para "limpiar su honor", tras haber sido acusado de mantener relaciones inapropiadas con un amigo suyo de juventud. Al escribir esta novela, por un lado, Proust analiza exhaustivamente la homosexualidad, tema que obsesiona al narrador-protagonista (el cual, paradójica o no tan paradójicamente, parece fascinado por las relaciones homosexuales secretas, pero como un espectador que, a fin de cuentas, las desaprueba), y por otro, realiza una declaración velada a su propia homosexualidad. Los personajes homosexuales o bisexuales son numerosos: Albertine, M. de Charlus, Morel, Robert de Saint-Loup, sin ser exhaustivos. Se puede afirmar que, en este apartado, es un precursor de la novela y el arte homosexual moderno. Desde este punto de vista, se puede decir que la novela es la cristalización literaria artística del desgarramiento interno de Proust en la vivencia-no vivencia y aceptación-negación de su propia sexualidad.

Otros temas

La riqueza de esta novela se basa también en la diversidad de temas que interesan a Proust, y que son tratados de un modo más o menos exhaustivo:

  • El tiempo y sus efectos en la psique de las personas: edad, enfermedad, amor, muerte.
  • Las relaciones sociales, las relaciones de entre clases sociales.
  • La novela, el teatro, la música, la poesía, la arquitectura religiosa.
  • La lengua francesa, el lenguaje, la descripción del lenguaje según la clase social, los topónimos.
  • La amistad, la enemistad, la traición, el engaño, la disimulación.
  • La vida de la alta sociedad, los diálogos.
  • La Historia de Francia, las familias de la nobleza, los personajes históricos franceses.
  • La política, la guerra, la táctica militar, las relaciones internacionales.

El estilo de Proust

Su estilo es muy especial y se compone de frases muy largas. Sus contemporáneos aseguran que de hecho, se trataba prácticamente del modo en el que el autor hablaba, lo cual es destacable si se tiene en cuenta que Proust era asmático. La redacción de sus extensas frases recuerdan el ritmo lento de la respiración del asmático. Se cuenta, además, cómo solía hacer innumerables adiciones a los textos en las galeradas previas a la edición final, hasta agregar folios e incluso tomos completamente nuevos. Este ritmo, podría decirse «ahogado», que alarga sus frases, sumado al ímpetu frenético de su escritura, se pueden entender más claramente a partir de ciertas observaciones: algunos de sus amigos y conocidos más cercanos sospechaban en Proust los rasgos del hipocondríaco. Según se sabe, el escritor vivía bajo la firme convicción de una muerte temprana y una constante mala salud. Cuando empieza a redactar En busca del tiempo perdido ha pasado poco más de un año de la muerte de su madre y su asma parece haber empeorado, tiene casi cuarenta años y no ha escrito ningún texto narrativo especialmente significativo, a excepción de Los placeres y los días, en el que se recopilan diversos relatos cortos, y Jean Santeuil, una novela inédita que sólo se publicará de forma póstuma; libros en los que se exploran algunos de los temas que se desarrollarán luego con mayor madurez literaria en En busca del tiempo perdido, como lo son la evocación sensorial, el recuerdo, las sexualidades tabú o la profanación de la madre. Al abordar la lectura de su extensa novela se puede identificar la constante presencia de la muerte como el agente provocador de la redacción febril y la frase intrincada que estimula el ejercicio de la escritura al precio de amenazar constantemente su continuidad.
Un elemento importante para considerar el estilo artístico de Proust es conocer su propia formación intelectual. Proust estudió y terminó en primer lugar Derecho, siguiendo la recomendación o directriz o imposición paterna. Solo después estudia su Licence ès Lettres, para desilusión del padre. Por ello, la frase de Proust recuerda mucho a la frase legal, repleta de matizaciones y subapartados y excepciones. Su frase es compleja, larga y matizada, como la frase legal, pero estética y bella. Este estilo caracolado, barroco, repleto de comparaciones y metáforas, resulta difícil de abordar para no pocas personas de lengua materna francesa. Es habitual encontrarse con frases que ocupan media página y más. Estamos frente a una creación de un artista sumamente refinado y culto que, no solamente vierte su gran complejidad psicológica en la narración, sino que también no duda impregnarla con su vasta cultura y en salpicarla con numerosas citas y alusiones a otras obras, lugares y personajes históricos (ficcionalizados o no).
La frase proustiana es también de una gran belleza poética. Su magistral uso de la digresión y su representación de los diálogos (de una gran sutileza psicológica y descriptiva) hace que el ritmo de la lectura de la novela sea ameno y variado, a pesar de la complejidad y densidad de su frase descriptiva.
Este particular ejercicio creador se nutrirá también en la voluntad del autor de abarcar la realidad en todas sus posibles percepciones, en todas las facetas del prisma de los diferentes participantes, y agregándoles además su gran extensión en la dimensión del tiempo y sus efectos sobre la identidad, la sociedad y las relaciones. Esto, si bien constituye una obra singular que parece aún hoy resistirse a ser incluida fácilmente en la homogeneidad de un «ismo» o de una tendencia literaria más amplia, concuerda con las preocupaciones de los impresionistas: la realidad sólo tiene sentido a través de la percepción, real o imaginaria, del sujeto. En nuestros días, se han reconocido las notables proximidades entre Proust y el impresionismo, y él mismo confiesa las similitudes entre su proyecto estético y esta tendencia particular de la pintura cuando en el tomo de A la sombra de las muchachas en flor articula un personaje que es pintor y se guía por principios de creación parecidos, que le permiten agregar algo nuevo a una imagen cotidiana al permearla de su individualidad como creador.
El prisma no es sólo el de los distintos actores, es también el del autor, que se encuentra con el tiempo que pasa desde distintos ángulos, el punto de vista del presente, el punto de vista del pasado, el punto de vista del pasado tal y como lo revivimos en el presente. Pero no son los aspectos psicológicos e introspectivos los únicos que aparecen en la obra. Los aspectos sociológicos —Walter Benjamin se refiere agudamente a esta capacidad para retratar de Proust como una «fisiología del chisme»— están presentes en muchos sitios (oposición entre el mundo aristocrático de la duquesa de Guermantes y el mundo de la burguesa arribista de Madame Verdurin, el mundo de los criados representado por Françoise, las controversias políticas de la época aparecen a través de la polémica que generó el caso Dreyfus, la sexualidad singular del «invertido», que es el modo en que el narrador prefiere referirse al homosexual varón). Esta complejidad, que aquí apenas abarcamos, nos sitúa el ciclo de En busca del tiempo perdido, entre las «novelas mundo» como puedan serlo la Comedia humana de Honoré de BalzacRayuela de Julio Cortázar o los Rougon-Macquart de Émile Zola.

Principales personajes

  • El narrador
  • Su madre, su abuela
  • Albertine Simonet: personaje inspirado en Alfred Agostinelli, quien en 1913 pidió trabajo a Marcel Proust. Proust le dio el cargo de secretario y ayudante.

Otros personajes importantes

  • Swan, Odette de Crécy y Gilberte.
  • Robert de Saint-Loup (amigo del narrador).
  • Bloch (amigo del narrador).
  • El Barón M. de Charlus y su amante Morel.
  • La Duquesa y el Duque de Guermantes.
  • Mme Verdurin, la tertuliana dominante.
  • M. Brichot, el erudito.
  • M. Norpois, el diplomático.

Traducciones al español

Portada del primer volumen de Por el camino de Swann (Espasa-Calpe, 1920).
El poeta Pedro Salinas inició en 1920, junto con José María Quiroga Plá, la traducción de la obra, de la que llegó a completar tres volúmenes (1920, 1922, 1931). Los restantes cuatro libros fueron traducidos por Marcelo Menasché, para la edición argentina de Santiago Rueda (1947); por Fernando Gutiérrez, para la edición española de José Janés (1952) y por Consuelo Berges, para la edición, también española, de Alianza Editorial (publicados en 1967, 1968, 1968 y 1969 respectivamente).
En la década de 1990 se iniciaron dos nuevas traducciones: de Mauro Armiño, para la Editorial Valdemar, y de Carlos Manzano, para la editorial Lumen.
Existe una nueva traducción que abandona los anticuados modismos de las anteriores, realizada por Estela Canto, para la editorial Losada.

Una famosa magdalena

Uno de los fragmentos más conocidos y nombrados de En busca del tiempo perdido tiene lugar en la primera de las obras, Por el camino de Swann, cuando el narrador rememora recuerdos de su infancia al comer una magdalena con una taza de , ya que asocia el sabor, la textura y el aroma de la magdalena con ese mismo estímulo vivido años atrás, en la niñez, en los viajes que hacía con sus padres a la casa de la tía Leoncia. Con ello, una vulgar magdalena se ha convertido en el símbolo proustiano del poder evocador de los sentidos. Durante los siguientes seis tomos, el protagonista proustiano se encontrará una y otra vez con esta especie de epifanía sensorial y mnemónica que le llevará a lugares de su memoria que estarán vedados a la simple rememoración sistemática.
Esta experiencia del «tiempo puro», como la llama Maurice Blanchot, configurará la estructura de la novela hasta su tomo final de El tiempo recobrado, cuando la misma experiencia de evocación de la magdalena se repita en otras formas y a partir de otros estímulos, y lleve al narrador y a los lectores al mismo instante de gestación que ha dado inicio a toda la saga.
El «tiempo puro» de la narración ficcional, mezclado en una compleja ecuación narrativa con el «tiempo destructor» de un Marcel Proust que agoniza y escribe perseguido por la certeza de su mortalidad, hacen que la experiencia puramente estética y sensorial de la magdalena adquiera una densidad llena de referentes reales atravesados por la experiencia profundamente humana del tiempo y su poder deletéreo sobre los hombres, del mismo modo en que el arte da en rescatar y purificar la belleza de la vida cotidiana, pero necesita de esta misma cotidianidad para cubrirse de sentido. En el evento de la magdalena y el té, Proust logra resumir las íntimas contrariedades del objeto estético en su relación con la vida, la muerte y la memoria.
Fuente wikipedia y otras fuentes.
Recopilación: Dr. Enrico Pugliatti.


domingo, 25 de noviembre de 2018

100 años de literatura costarricense. Tomo II. Escritor: Jorge Méndez Limbrick. (Fragmento. TEMPORALIDADES SIMULTÁNEAS).


Escritor: Jorge Méndez Limbrick.
(Fragmento. TEMPORALIDADES SIMULTÁNEAS).
En este aspecto de Noche sonámbula la acerca al conjunto de la narrativa contemporánea costarricense. Se ha señalado, en la obra de Carlos Cortés y Rodrigo Soto, por ejemplo, una preocupación común por la incomunicación. La situación particular en que aparecen los personajes de esta narrativa se vuelve un síntoma de la crisis de la comunicación en general. La misma narración literaria se vuelve más difícil, hermética, generalmente porque el texto le dificulta expresamente al lector la comprensión de lo lo leído.
La literatura entonces, para algunos de estos autores ya no es un medio para comunicar experiencias o conocimientos previos, deja de ser un instrumento. Con ello, tal vez, se muestra una conciencia adquirida sobre la escritura como un juego, jugar con los textos, literarios e históricos, desafiar al lector, alterar los géneros (literarios). Al volverse más compleja la comprensión de lo leído surge la sospecha de un gesto de desafío, de provocación y hasta de burla del lector. Es una posibilidad que lanzan estos textos difíciles al público mayoritario de estas últimas décadas, acostumbrado, por el contrario, a la lectura fácil, sin mayores complicaciones narrativas ni necesidades eruditas. Un reto que, de todas maneras, es desde ya una valiente contribución al conjunto de la narrativa costarricense contemporánea.


Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 997.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Marguerite Yourcenar Mishima o la visión del vacío

El 24 de noviembre de 1970, Yukio Mishima, a los cuarenta y cinco años de edad, se daba muerte ritual abriéndose el vientre para ser decapitado luego por un amigo. Dejaba sobre una mesa un trozo de papel que decía: «...La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre...» Esta ceremonia, a un tiempo ejemplar y terrible, le conducía en cierto modo al vacío metafísico cuya fascinación había experimentado desde su primera juventud. Marguerite Yourcenar pone toda la agudeza de su inteligencia al servicio de esta singular aventura humana, que adivina a un tiempo próxima y extraña en Mishima o la visión del vacío. Su análisis se organiza en torno a los momentos esenciales de la vida y de la obra de Mishima: el trasfondo biográfico, los primeros libros siguientes, los años de desasosiego que impulsan a Mishima a remodelar su propio cuerpo, el trasfondo político, la acción y la obsesión del seppuku, la muerte. 
Un gran nombre de la literatura occidental como Marguerite Yourcenar despliega la belleza de su prosa y desmenuza, en un modelo de estudio biográfico y literario, los mecanismos psicológicos de un gran escritor oriental, y descubre las ambiciones, los triunfos, las flaquezas, las caídas interiores y, en suma, el valor del torturado personaje. Mishima o la visión del vacío es una aportación de primer orden a la cultura actual.

Investigador: DR. Enrico Pugliatti.

***

Marguerite Yourcenar


Mishima o la visión del vacío

Título original: Mishima ou La vision du vide
Marguerite Yourcenar, 1980
Traducción: Enrique Sordo



El 24 de noviembre de 1970, Yukio Mishima, a los cuarenta y cinco años de edad, se daba muerte ritual abriéndose el vientre para ser decapitado luego por un amigo. Dejaba sobre una mesa un trozo de papel que decía: «...La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre...» Esta ceremonia, a un tiempo ejemplar y terrible, le conducía en cierto modo al vacío metafísico cuya fascinación había experimentado desde su primera juventud. Marguerite Yourcenar pone toda la agudeza de su inteligencia al servicio de esta singular aventura humana, que adivina a un tiempo próxima y extraña en Mishima o la visión del vacío. Su análisis se organiza en torno a los momentos esenciales de la vida y de la obra de Mishima: el trasfondo biográfico, los primeros libros siguientes, los años de desasosiego que impulsan a Mishima a remodelar su propio cuerpo, el trasfondo político, la acción y la obsesión del seppuku, la muerte. 
Un gran nombre de la literatura occidental como Marguerite Yourcenar despliega la belleza de su prosa y desmenuza, en un modelo de estudio biográfico y literario, los mecanismos psicológicos de un gran escritor oriental, y descubre las ambiciones, los triunfos, las flaquezas, las caídas interiores y, en suma, el valor del torturado personaje. Mishima o la visión del vacío es una aportación de primer orden a la cultura actual. 
Investigador: Dr. Enrico Pugliatti.
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Marguerite Yourcenar
 Mishima o la visión del vacío
Título original: Mishima ou La vision du vide
Marguerite Yourcenar, 1980
Traducción: Enrique Sordo
 La Energía es la delicia eterna
William Blake
La boda del cielo y del infierno
Si la sal pierde su sabor, ¿cómo devolvérselo?
Evangelio según San Mateo
cap. V, 13

Morid con el pensamiento cada mañana, y ya no temeréis morir.Hagakure, tratado japonés del siglo XVIII
 Siempre es difícil juzgar a un escritor contemporáneo: carecemos de perspectiva. Y aún es más difícil juzgarlo si pertenece a su civilización que no es la nuestra y con lo cual entran en juego el atractivo del exotismo y la desconfianza ante el exotismo. Esas posibilidades de equívoco aumentan cuando, como ocurre con Yukio Mishima, el escritor ha absorbido ávidamente los elementos de su propia cultura y los de Occidente; y, en consecuencia, lo que para nosotros es normal y lo que para nosotros es extraño se mezclan en cada obra en unas proporciones diferentes y con unos efectos y unos aciertos muy diversos. No obstante, es esa mezcla lo que hace de él, en muchas de sus obras, un auténtico representante de un Japón también violentamente occidentalizado, pero marcado a pesar de todo por algunas características inmutables. En el caso de Mishima, la forma en que las partículas tradicionalmente japonesas han ascendido a la superficie y han estallado con su muerte, le convierte, en cambio, en el testigo y, en el sentido etimológico del término, en el mártir del Japón heroico al que él había llegado, por así decirlo, a contracorriente.
Pero la dificultad aún crece más —sean cuales sean el país y la civilización de que se trate— cuando la vida del escritor ha sido tan variada, rica, impetuosa y a veces tan sabiamente calculada como su obra, que tanto en la una como en la otra advertimos los mismos fallos, las mismas marrullerías y las mismas taras, pero también las mismas virtudes y, finalmente, la misma grandeza. Inevitablemente se establece un equilibrio inestable entre el interés que sentimos por el hombre y el que sentimos por su obra. Ya se acabó el tiempo en que se podía saborear Hamlet sin preocuparse mucho de Shakespeare: la burda curiosidad por la anécdota biográfica es un rasgo de nuestra época, decuplicado por los métodos de una prensa y de unos media que se dirigen a un público que cada vez sabe leer menos. Todos tendemos a tener en cuenta, no solamente al escritor, que, por definición, se expresa en sus libros, sino también al individuo, siempre forzosamente difuso, contradictorio y cambiante, oculto aquí y visible allá, y, finalmente —quizás sobre todo— al personaje, esa sombra o ese reflejo que el propio individuo (y éste es el caso de Mishima) contribuye a proyectar a veces, por defensa o por bravata, pero más allá o más acá de los cuales el hombre real ha vivido y ha muerto en ese secreto impenetrable que es el de cualquier vida.
Hay ahí muchas posibilidades de errores de interpretación. Hagamos caso omiso de ellas, pero recordemos siempre que la realidad central hay que buscarla en la obra: en ella es donde el escritor ha preferido escribir, o se ha visto forzado a escribir, lo que al fin y al cabo importa. Y, sin duda alguna, la muerte tan premeditada de Mishima es una de sus obras. Sin embargo, una película como Patriotismo, un relato como la descripción del suicidio de Isao en Caballos desbocados, proyectan su luz sobre el final del escritor y lo explican en parte, mientras que la muerte del autor a lo sumo autentifica las obras sin explicarlas.
Es indudable que algunas anécdotas de infancia y de juventud, al parecer reveladoras, merecen ser retenidas en un breve sumario de esta vida, pero esos episodios traumatizantes nos llegan en su mayor parte a través de Confesiones de una máscara y se encuentran también, diseminadas con formas diferentes, en unas obras novelescas más tardías, elevadas al rango de obsesiones o de puntos de partida de una obsesión inversa, definitivamente instaladas en ese poderoso plexo que rige todas nuestras emociones y todos nuestros actos. Interesa ver cómo esos fantasmas crecen y decrecen en la mente de un hombre igual que las fases de la luna en el cielo. Y es indudable que algunos relatos contemporáneos más o menos anecdóticos, algunos juicios emitidos en vivo, como una instantánea imprevista, sirven a veces para completar, para verificar o contradecir el autorretrato que el propio Mishima ha hecho de esos incidentes o de esos momentos-choque. Sólo a través del escritor podemos oír sus vibraciones profundas, como cada uno de nosotros oye desde dentro su voz y el rumor de su sangre.
Lo más extraño es que muchas de esas crisis emocionales del niño o del adolescente Mishima nacen de una imagen sacada de un libro o de una película occidental a los que el joven japonés, nacido en Tokyo en 1925, se abandonó. El muchachito que se deshace de una bella ilustración de su libro de estampas porque su criada le explica que se trata, no de un caballero, como él cree, sino de una mujer llamada Juana de Arco, experimenta el hecho como engaño que le ofende en su masculinidad pueril: lo interesante para nosotros es que fuese Juana la que le inspiró esa reacción, y no una de las numerosas heroínas del Kabuki disfrazada de hombre. En la famosa escena de eyaculación ante una fotografía del San Sebastián de Guido Reni, el excitante hallado en la pintura barroca italiana se comprende tanto mejor cuanto que el arte japonés, incluso en sus estampas eróticas, nunca conoció como el nuestro la glorificación del desnudo. Aquel cuerpo musculoso, pero en el límite de sus fuerzas, postrado en el abandono casi voluptuoso de la agonía, no lo habría dado ninguna imagen de un samurai entregado a la muerte: los héroes del Japón antiguo aman y mueren con su caparazón de seda y de acero.
Otros recuerdos-choque son, por el contrario, exclusivamente japoneses. Mishima no olvida el del bello «cosechador del suelo nocturno», eufemismo poético que quiere decir vendimiador, figura joven y robusta que desciende por la colina con el resplandor del sol poniente. «Esta imagen es la primera que me atormentará y la que me ha aterrado toda la vida». Y el autor de Confesiones de una máscara probablemente no se equivoca al unir el eufemismo mal explicado al niño con la noción de no sabemos qué Tierra a la vez peligrosa y divinizada[1]. Pero cualquier niño europeo podría enamorarse de la misma manera de un sólido jardinero cuya actividad totalmente física y cuyas ropas, que permiten adivinar las formas del cuerpo, le alejan de una familia demasiado correcta y demasiado estirada. Tiene un sentido análogo, pero turbador como la embestida que describe, la escena del hundimiento de las verjas del jardín, un día de procesión, por los jóvenes portadores de palanquines cargados de divinidades shinto, bamboleadas de un lado a otro de la calle sobre aquellos hombros vigorosos; el niño, confinado en el orden o en el desorden familiar, siente por primera vez, atemorizado y aturdido, pasar sobre él el gran viento del exterior; todo lo que allí se sugiere continuará contando para él: la juventud y la fuerza humanas, las tradiciones percibidas hasta entonces como una rutina y que bruscamente adquieren vida; las divinidades que reaparecerán después con la forma del «Dios Salvaje» que se encarna en el Isao de Caballos desbocados y, más tarde, en El ángel podrido[2], hasta que la visión del gran vacío búdico lo borra todo.
Ya en su novela de principiante, La sed de amar, cuya protagonista es una joven medio loca de frustración sensual, la enamorada se arroja durante una procesión orgiástica y rústica sobre el torso desnudo de un joven jardinero y halla en ese contacto un momento de violenta felicidad. En Caballos desbocados ese recuerdo reaparece también, con mayor evidencia, aunque decantado, casi fantasmal, como esos crocos de otoño cuyas flores brotan abundantemente en primavera y reaparecen luego, inesperadas, menudas y perfectas, al final del otoño, en forma de muchachos que sacan y extienden con Isao unas carretadas de lirios sagrados en el recinto de un santuario, y que Honda, el mirón-vidente[3], contempla, como el propio Mishima, a través de una perspectiva de más de veinte años.
En ese tiempo, el autor había experimentado una vez en persona ese delirio de esfuerzo físico, de fatiga, de sudor, de enmarañamiento gozoso en una multitud, cuando decidió colocarse la faja frontal de los portadores de palanquines sagrados durante una procesión. Una fotografía nos lo muestra muy joven todavía, y por una vez sonriente, con el kimono de algodón abierto por el pecho, igual en todo a sus compañeros de carga. Sólo un joven sevillano de hace algunos años, en la época en que el turismo aún no había ganado por la mano a la fiebre religiosa, habría podido sentir la misma embriaguez enfrentando, en una de las blancas calles andaluzas, el paso de la Macarena con el de la Virgen de los Gitanos. De nuevo aparece la misma imagen orgiástica de Mishima, aunque esta vez descrita por un testigo, durante uno de los primeros grandes viajes del escritor, perplejo dos noches seguidas ante el magma humano del Carnaval de Río, y no decidiéndose hasta el tercer día a sumergirse en aquella muchedumbre enroscada y amasada por la danza. Pero aún es más importante el momento inicial de rechazo o de miedo vivido por Honda y Kioyaki, cuando huyen ante los gritos salvajes de los esgrimidores de kendo, que Isao y el propio Mishima lanzaron más tarde a pleno pulmón. En todos los casos, un repliegue o un temor que precede al abandono desordenado o a la disciplina exacerbada, que son una misma cosa.
La costumbre es iniciar un esbozo de este género con la presentación del ambiente familiar del escritor; si yo no la he seguido es porque ese fondo apenas importa, porque ni siquiera hemos visto perfilarse sobre él la silueta del personaje. Como toda familia que ya ha salido, desde hace varias generaciones, del anonimato popular, ésta impresiona sobre todo por la extraordinaria variedad de rangos, de grupos y de culturas que se entrecruzan en ese ambiente que, visto desde fuera, parece bastante fácil de asediar. En realidad, como tantas familias de la gran burguesía europea de la época, el linaje paterno de Mishima apenas sale del campesinado hasta comienzos del siglo XIX, para acceder a los títulos universitarios, entonces escasos todavía y muy apreciados, o a cargos más o menos elevados como funcionarios del Estado. El abuelo fue gobernador de una isla, pero se retiró a consecuencia de un asunto de corrupción electoral. El padre, empleado de ministerio, era considerado como un burócrata moroso y comedido que compensaba con su vida circunspecta las imprudencias del abuelo. Sabemos poco de él; sólo un gesto que nos sorprende: en tres ocasiones, durante sus paseos a través del campo, a lo largo de la vía férrea, levantó, nos dice, al niño en sus brazos, a un metro apenas del expreso que pasaba furiosamente, dejando que el pequeño fuese afectado por aquellos torbellinos de velocidad, sin que éste, ya estoico o tal vez petrificado, lanzase un solo grito. Extrañamente, aquel padre poco cariñoso, que habría preferido ver a su hijo haciendo carrera en el funcionariado y no en la literatura, sometía al niño a una prueba de aguante muy semejante a las que Mishima se impondría a sí mismo años después[4].
La madre presenta unos contornos más nítidos. Nacida en una de esas familias de pedagogos confucianos que representan tradicionalmente la médula misma de la lógica y de la moralidad japonesas, fue al principio casi privada de su hijo aún muy pequeño, que pasó a manos de la aristocrática abuela paterna, mal casada con el gobernador de la isla. Hasta mucho después no tendrá ocasión de recuperar al niño; luego se interesará por sus trabajos literarios de adolescente embriagado de literatura; pensando en ella, a los treinta y tres años, edad tardía en el Japón para pensar en un matrimonio, Mishima se decide a recurrir a una intermediaria a la antigua usanza, para que aquella madre, a la que se creía erróneamente cancerosa, no tuviese el pesar de morir sin ver asegurada la continuación del linaje. La víspera de su suicidio, Mishima dio a sus padres lo que él sabía su último adiós en su casita puramente nipona, modesto anejo de su ostentosa villa a la occidental. La única referencia importante que poseemos de aquella ocasión es la de la madre, típica de toda solicitud maternal: «Parecía muy fatigado…». Sencillas palabras que recuerdan hasta qué punto aquel suicidio no fue, como creen los que nunca han pensado en tal final para sí mismos, un brillante y casi fácil gesto, sino un ascenso extenuante hacia lo que aquel hombre consideraba, en todos los sentidos de la palabra, su fin propio.



viernes, 23 de noviembre de 2018

FRAGMENTO. NOCHE SONÁMBULA. NAVEGACIÓN Y LLEGADA.

NAVEGACIÓN Y LLEGADA. 
Todo arde: el cielo, el aire, el mar. Todo arde en este mediodía: cielo y mar se confunden en esta lenta marcha, en esta navegación de azul bruñido. Las velas se inflan de un calor, de un vaho; empujan las naves en su perfecta simetría hacia una costa que todavía no se ve.
Aire caliente en el mediodía. Aire caliente en las quillas de los barcos, en su rompimiento con las olas; esmeralda transparente, verde profundo, azul plata, celeste azul son los colores que miran; más púrpura debería ser el cielo, púrpura las aves que ahora divisan: púrpura su vuelo, púrpura su canto, púrpura la brisa, púrpura el mar, las olas, la cenefa blanca de la playa, púrpura los barcos: de púrpura las velas, los mástiles, la madera.
Aire caliente en el mediodía, en este desierto acuático, de pequeños espejos centelleantes, de sonámbulas voces se cargan las once naves. Los soldados miran las armaduras; acero humeante, filos dormidos en las espadas. Los soldados no piensan, nunca han pensado… son parte del Todo, de la Unidad, del Muy Alto y Poderoso e Invictísimo Príncipe y Emperador Carlos V.
Todo arde: el cielo, el aire, el mar…

(Fragmento. Novela. Noche Sonámbula. Editorial EUNED 1997).
 AUTOR: JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK.

100 años de literatura costarricense. EL TIEMPO SUPRAHISTÓRICO. ESCRITOR: JORGE MÉNDEZ LIMBRICK.


EL TIEMPO SUPRAHISTÓRICO. Dra: Margarita Rojas G
Aunque las dos novelas policíacas de Méndez Limbrick se ambientan en la época contemporánea y no podrían considerarse novelas históricas, en ambas hay cierta experimentación con el plano temporal. En Mariposas negras, mediante un relato insertado se retrocede hasta la antigüedad romana; el narrador es Macrón, un herbolario de la época del emperador Augusto. La inclusión de esa época histórica permite enlazar los acontecimientos del presente dentro de una especie de plan suprahistórico, que atraviesa las épocas desde la antigüedad. De esa manera, el texto parece sugerir que así como existe una subciudad bajo la ciudad que normalmente todos vemos, a lo largo de los siglos ha habido una cofradía que actúa impunemente, hereda sus leyes y se mueve a través de los continentes.
En la otra novela, El laberinto del verdugo, el tiempo histórico retrocede un poco menos en la línea temporal y también se adelanta. El tiempo se materializa en varias zonas urbanas que no siempre poseen un referente real en la ciudad conocida. Así, algunos acontecimientos se desarrollan en una ciudad del futuro: se viaja, por ejemplo, a través de distintos distritos de San José en un metro periférico; también la ciudad universitaria presenta características futuristas: la biblioteca es toda electrónica y tiene diez pisos.
Respecto al pasado, el tiempo se materializa sobre todo en el archivo del país que cuida el nonagenario Gran Archivero de la Noche, hábil restaurador de libros viejos y exdelincuente adicto a la morfina. Este construyó un laberinto donde guarda la historia no oficial de Costa Rica, dédalo que se llama, como la novela, el Laberinto del verdugo.
Sin embargo, donde mejor queda atrapada la temporalidad es en los libros que transitan desde distintas épocas y pasan de mano en mano. En el país, el Archivero no solo es el guardián de tesoros bibliográficos nacionales, desde joven asombró por su poder para la restauración de las joyas patrimoniales hasta el punto que “cualquiera sospechaba que el escribano o el gobernador de Cartago refrendaba los documentos el día anterior” (p. 235).

Pero el tiempo que se repasa en el Octaedro del Gran Archivero es sobre todo el de la criminalidad; los asesinatos de jóvenes en el presente se conectan con otros que se remontan a la primera mitad del siglo XX. Así, ante la inoperancia de la investigación policial, un periodista y el Archivero encuentran las claves que solucionan los crímenes en los viejos periódicos y archivos que resguarda aquel. El pasado no solo ofrece la información necesaria al presente sino que este repite los hechos sucedidos antes; de este modo, el mal resulta ser una presencia perenne, que cobija todas las épocas.
Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 1000-1002.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

jueves, 22 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. Dos mujeres por conocer SUSAN SONTAG.


Dos mujeres por conocer

SUSAN SONTAG

Conocí a Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi editor norteamericano, Roger Straus (desaparecido en 2004), me invitó a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser día de calor, el hotel había dispuesto un café al aire libre en la acera frente al Museo Metropolitano. Busqué la cabeza blanca y rizada de Straus, un hombre seductor, con un toque de dandy neoyorquino de los años treinta, una risa domeñada y una mirada traviesa. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Roger había fundado la firma Farrar & Straus y se había distinguido, rara avis, por la atención prestada a autores extranjeros. La nueva literatura italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese, Levi), pero su interés por Latinoamérica fue iniciático. Fue Straus quien rescató del anonimato a la chilena María Luisa Bombal y redescubrió para la lengua inglesa al brasileño Machado de Assis, además de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier.
Ahora entraba yo a la legión literaria de Straus, pero él, aquel caluroso día de verano, me preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jamás pertenecería a legión alguna, pues era dueña de una individualidad que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parecía una heroína bíblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo —que no una concesión— de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: “¿Qué opinas de la relación entre Hegel y Feuerbach?”. Esto, que en otra persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dejó, en efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto de que Susan Sontag planteaba toda la relación de amistad a partir del respeto y el desafío a la inteligencia del otro. No se trataba, en realidad, de hablar de dos filósofos alemanes, sino de establecer de inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O viceversa.
Que ese inmenso talento de Susan Sontag no se detenía en la razón, sino que comprendía al corazón, lo llegué a entender a lo largo de una amistad que, si no fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginación, información, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicción profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos: comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabras sobreviene la “selva salvaje” de la violencia, la ignorancia y la guerra de todos contra todos.
No minimizo la producción literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el horror de otra. Su batalla política final la dio contra el gobierno de George W. Bush y los peligros de una política externa producto de la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en el propio Estados Unidos, las libertades públicas. Fue la primera y más fuerte de los intelectuales del norte contra la pandilla de la Casa Blanca y las teorías suicidas del unilateralismo y la guerra preventiva.
La inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar su importancia moral. Ello no bastaría, sin embargo, para olvidar que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de América y del mundo. Y seguramente, una de las más renovadoras. Su gran aporte consistió en revelar el valor de lo popular, la importancia de lo que parecería menos importante, el cine, la moda, la cursilería, el camp, la relevancia de lo marginal, excéntrico, perecedero, las obras del tiempo en su sentido más radical. Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribió Platón. Ese movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como Contra la interpretación y La voluntad radical.
Sontag, dentro de la caverna de Platón, veía la proyección del cine de Fassbinder y de Ichikawa, del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que Sontag entró de lleno en temas que claman nuestra atención y no la obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo estético. La enfermedad en general. Y el sida en particular. Metáforas del mal que quisiéramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las llevó a la luz pública, a la reflexión humanista, a la revelación. Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, trátese de la tuberculosis ayer o del sida hoy.
Lo hizo con el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. El benefactor, Estuche de muerte, Yo, etcétera, El amante del volcán y En América son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es la reserva primaria de la sensibilidad.
Sontag” quiere decir “Domingo”. Pero el día de Susan Sontag no es jornada de reposo, ni día del Señor. Es día de Luz. Y si escribo la palabra con ele mayúscula es porque esta mujer victoriosa, vencedora de la enfermedad, expatriada de la muerte, americana universal, pensadora insatisfecha, crítica de su patria cuando Estados Unidos se traiciona a sí mismo, hermana de las incontables víctimas de la violencia histórica, pensadora del pasado para entender mejor el presente, definitiva definitoria de la “interpretación” de la modernidad, es, sobre todo, novelista.
¿Qué clase de novelista? En la gran línea de Hermann Broch, polifónica. El amante del volcán y En América, son coros narrativos en los que la gran ensayista, heredera de Walter Benjamin y de Isaiah Berlin, expande el territorio de la narrativa para incluir historia, filosofía, pasión personal, biografía, ensayo y fábula, todo ello inmerso en una conciencia del mundo que, mágicamente, excluye la conciencia autoral.
Hay un “yo” invisible en las novelas de Sontag y nada ilustra mejor este aserto que el “capítulo cero” de En América, la obertura casi operística de un “drama gioccoso”, que diría Mozart, en la que los personajes de la obra están todos presentes en una reunión espectral, atemporal, puramente imaginativa, a la cual asiste ese “yo” invisible que enseguida desaparecerá para dar curso a la obsesiva saga de los expatriados —que no inmigrantes— a una América que sólo inaugura su modernidad gracias a su extranjeridad —el flujo de Europa al Nuevo Mundo— y luego se incorpora a la derrota del olvido norteamericano, el país que quiere ser puro futuro.
Por eso Susan Sontag aterriza en América como un ave solitaria, bella y ligeramente amenazante, para decirle a sus compatriotas:
Recuerden.
La memoria propuesta por Sontag no es ajena a la incomodidad de saber que la insatisfacción es el motor de la energía y que la felicidad es sólo un instante fugaz, y no ese derecho beato prometido por los documentos de la fundación norteamericana. “Mi América se llama Europa”, declara Sontag con orgullo desafiante. El desafío es el de ampliar constantemente el horizonte de la cultura. Hallar la unidad posible sólo en virtud de una cultura multidimensional. Asumir la carga del pasado, y darle a todo ello forma literaria. Sontag, la narradora de ficciones, asume el descrédito de las viejas máximas de la crítica doméstica anglosajona (ejemplo: E. M. Forster en Aspectos de la novela). Sontag niega la buena educación de escribir novelas con inicio, mitad y fin. Y se suma, junto con sus amigos Juan Goytisolo y José Saramago (entre otros), a la creación de novelas de proceso y transición interminable…
Mi América se llama Europa”, dice la eminente ganadora del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003. Esa “vieja Europa” despreciada por lo que Susan Sontag denomina, sin titubeos, el fundamentalismo imperialista del gobierno de George W. Bush, “un presidente robot”, mera figura de una sociedad movida por la fuerza, la ambición y el lucro. Lo que Sontag denuncia es la mentira como velo de la violencia. Nos pide reflexionar sobre la violencia de quienes designan y deciden la realidad de la guerra. Lloremos juntos, dijo, el 11-S, pero no seamos estúpidos juntos. Estados Unidos es fuerte, pero tiene que ser algo más que “fuerte”. Tiene que ser una promesa con memoria, una libertad crítica, un derecho radicado en la humanidad de cada ciudadano. “Hay tanto que admirar. Hay tanto que deplorar”, dice esta mujer de tiempos múltiples, la Sontag moderna que nos describe, en El amante del volcán y En América, que la experiencia nacional sólo se intensifica mediante la experiencia universal. Y que un escritor no es lo que representa, sino lo que escribe.
Tuve muchos momentos de amistad con ella. Como co-jurados —conjurados— en el Festival Cinematográfico de Venecia del año 1967, cuando disputamos preferencias estéticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini y Juan Goytisolo y yo —montoneros hispánicos— a favor del, finalmente, premiado Buñuel. En las playas del Lido, Susan tenía por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los cafés de Manhattan, descubrió antes que nadie en América la gran novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero y me confió —alegría compartida— que “ésa es la novela que me hubiese gustado escribir”. Este sentimiento de la admiración y la sorpresa —la capacidad de descubrir y querer lo desconocido, prueba de juventud permanente— era habitual en ella y nos llevaba a sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado inadvertido. Recuerdo así su contagiosa lectura de Sebald, de Nádas, de Manea, de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo Pedro Páramo prologó.
La invité a participar en las conferencias acerca de la geografía de la novela en El Colegio Nacional de México donde, rodeada del entusiasmo del público y del amistoso calor de Juan Goytisolo, José Saramago, Sealtiel Alatriste y J. M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral de cómo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de Sarajevo, la obra de Samuel Beckett Esperando a Godot, y cómo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolvía a los espectadores ese otro nombre de la acción que llamamos “esperanza”. La vi por última vez en Montreal el mes de marzo del 2004. Recuperada de dos batallas contra el cáncer, me dijo sonriendo: “Como en el beisbol, la tercera es la vencida. Three strikes and you are out”.
La “vencida” llegó con la Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese diálogo reciente en Montreal, cuando Susan culminó nuestra conversación sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmación: “La condición femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo, a la ley, a la plena personalidad, será el tema central del siglo XXI”.
Recordé, escuchándola, viéndola transformada por la enfermedad, a la joven de 18 años que se atrevió a pedirle una entrevista a Thomas Mann en Los Ángeles y, ya frente a él, no supo qué decir. La admiración la rindió. Pero acaso un día, Susan recordó al Settembrini de La montaña mágica cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no esté dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor.
Y acaso recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la imagen de la niña Susan interpretando el papel de la fiera Pearl Chávez —ya de grande, Jennifer Jones— en la película Duelo al sol. Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva para siempre la mirada melancólica de una niña morena, de cabellera larga con flores en el pelo.

MARÍA ZAMBRANO

Cuando, unánimemente, los miembros del jurado para el Premio Cervantes 1988 decidimos otorgarlo a María Zambrano, fue, sin duda, el extraordinario valor de su obra de pensadora, su prosa diáfana, su amplitud y profundidad temática, el carácter insustituible de sus libros, lo que nos motivó principalmente.
Otras consideraciones inmediatas saltaron, asimismo, a la vista. Ésta era la primera vez, en catorce ediciones, que se le daba el premio a una mujer. La primera vez, también, que se galardonaba el género del ensayo como forma principal de la escritura premiada.
Pablo Antonio Cuadra, recuerdo, añadió otra consideración: La trayectoria transatlántica de María Zambrano, sus años de exilio y su resistencia en las tierras mexicanas, cubanas y chilenas, nos permitían añadir que éste era un premio hispanoamericano. ¿No lo son, sin embargo, todos los premios para todos los libros escritos en nuestra lengua? El concepto de la “literatura mundial” de Goethe empieza a ser no sólo ideal, sino realidad en nuestro tiempo. Las reducciones literarias, como las misiones jesuitas en el Paraguay, pueden salvar a algunas buenas almas (en este caso, las del nacionalismo literario) pero a costa del aislamiento y, finalmente, de la muerte. Cultura aislada es cultura muerta. Sólo el contacto vivifica. Atenas se muere de curiosidad, y vive. Tenochtitlan vive de terror, y muere.
¿Existen, estrictamente, literaturas española, mexicana o venezolana? El siglo pasado, Giuseppe de Sanctis hubiese dicho que sí: la historia de la literatura es una serie de historias nacionales. En los tiempos actuales de comunicaciones masivas e instantáneas, interdependencias de toda suerte y adelantos tan maravillosos en ocasiones como detestables en otras, no quedan provincias literarias que puedan gozar de autarquía. Las Albanias literarias pierden todo sentido cuando es la literatura misma, en todas partes, la que constantemente pierde territorios, novedades, antiguos privilegios que le han sido arrebatados, sin muchos miramientos, por cine, televisión, periodismo, medios masivos… Así como nadie escribe ya cartas si cuenta con un teléfono, nadie lee novelas si puede verlas gracias a su antena parabólica.
La necesidad de potenciar el pensamiento, la imaginación y el lenguaje escritos se vuelve, en estas circunstancias, algo más que casual, algo más que fatal: se convierte en algo necesario. ¿Qué puede decirse mediante la literatura que no puede decirse de ninguna otra manera? La verdad de un solo corazón o de una sola aldea, claro que sí, pero postulado, más allá de ese corazón o de esa aldea, como eso que de María Zambrano decimos todos: como un texto insustituible, que persuada por ser escritura, no porque pertenezca a tal o cual geografía.
Desacreditada la referencia nacional de la literatura, resalta aún más la necesidad de potenciar el texto por otros medios. Entonces sí que la lengua en que el texto está escrito se convierte en el puente entre un solo corazón y muchos corazones. Entonces sí que para potenciar el texto hay que potenciar la lengua en que está escrito. La nuestra es el castellano y escribiendo en español, aunque seamos mexicanos, argentinos o extremeños, encontramos el territorio inicial que nos une en vez de dividirnos; que nos relaciona en vez de aislarnos.
Nuestra participación en la literatura mundial tiene que partir de nuestra identificación dentro del área lingüística común del castellano. Quizás, algún día, vayamos más allá de este signo verbal. Por lo pronto, ni la provincia ni el cosmos, sino una patria común de la imaginación y del pensamiento dichos en español. Y esto no sólo vale para nosotros, sino para las demás áreas lingüísticas. El poderoso idioma inglés contemporáneo incluye al británico Bruce Chatwin, al indostánico Salman Rushdie, al trinitario Derek Walcott, a la sudafricana Nadine Gordimer, al nigeriano Wole Soyinka… El género novelístico, visto con un prisma nacional, resulta pobre: no hay más de dos o tres figuras, a veces ninguna, en cada nación. Pero, internacionalmente, es posible observar una de las constelaciones más brillantes de la historia narrativa: de Grass a García Márquez a Goytisolo, de Kundera a Konrad, de Joan Didion a Anita Desai…
La obra de María Zambrano no sólo enfoca la visión de nuestra comunidad lingüística y de su capacidad para imaginar y para pensar en español. Además, hace de esta virtud re-ligadora (religiosa en este sentido) una actividad política (en el sentido, también, de reunir, religar, revelar la relación entre las cosas, las asociaciones posibles y los parentescos olvidados). Lenguaje, pensamiento e imaginación, inseparables en su obra, poseen para mí, hispanoamericano como ella, una significación muy especial. La figura central del pensamiento de Zambrano se llama Antígona. Y sin Antígona “el proceso trágico de la familia y de la ciudad no hubiera podido proseguir, ni arrojar su sentido”.
Esta lectura de Zambrano devuelve a nuestra literatura (lenguaje, imaginación, pensamiento) la resonancia trágica de la cual, sobre todo de nuestro lado americano del Atlántico, ha carecido. Bautizados por la utopía —la imaginación de América importa más que su descubrimiento—, hemos sido los huérfanos más abandonados de la Tragedia. Si el mundo moderno se despojó del pensamiento trágico para consagrar un optimismo beato (y barato) del progreso y la felicidad, en América evocar la tragedia es traicionar nuestra acta de fundación, que es la Utopía.
Hemos querido ganar el tiempo mediante la negación (u-topos) de un espacio que nos agobia (“¡Se los tragó la selva!”). Por ello, hemos corrido el riesgo de perder ambos. Todo lenguaje, nos propone Bajtin, es una cronotopía. La dimensión temporal de esta ecuación, nos recuerda María Zambrano, se pierde sin la Tragedia, porque sólo ella nos permite darle valor al tiempo, transformando la experiencia en conocimiento. Si esto se entiende (y se vive), los medios de comunicación masiva constituyen tan sólo (y qué bien que así sea) el reino de la información. Pero el dominio (y el demonio) de la experiencia transmutada en conocimiento es el de la literatura. Y su paso necesario (ni casual, ni fatal: otra vez necesario) es la Tragedia, que elimina el simplismo maniqueo (bueno o malo: conflicto de virtudes, tan cómodo para los medios de información y diversión) y se instala en el conflicto de valores: tanto Antígona y su valor, que es la familia, como Creonte y su valor, que es la ciudad, tienen razón. Por eso es trágico el conflicto, porque las dos partes son justas. El melodrama le pertenece a Dallas, a Dynasty y a veces al teatro político: qué bien. La tragedia le pertenece a Sófocles y a quienes saben transformar la experiencia en conocimiento: Kafka, Faulkner, Broch, Beckett, contemporáneamente. Y esta singular pareja: María Zambrano y su hermana Antígona.
La literatura de la América española, engolosinada con su promesa utópica (ruiseñor y albatros de nuestra historia) rara vez ha frisado la cronotopía de la Tragedia. Quizá sólo los poetas, Vallejo, Neruda y Lezama, narrador también en su Paradiso y, en su laberinto, el general de García Márquez. María Zambrano nos recuerda a todos los que escribimos en español que corremos el riesgo de disfrazar la destrucción con la Utopía. Pues nuestro engolosinamiento con la catástrofe histórica puede ser el reverso de la medalla utópica. Un desastre seguido de la ilusión que nos impide juzgar la experiencia y convertirla en conocimiento, ¿Cuánto tiempo antes de que la ilusión engendre su propia destrucción? Nada, minutos apenas antes de que ambas —la violencia y la quimera— caigan en ese abismo que rodea a la ciudad que se llama, dice Zambrano, el Caos. Una palabra sin plural.
Pues de eso se trata, finalmente. De construir la Ciudad, y ni el clamor perpetuo sobre la catástrofe, ni su espasmódico trueque por la ilusión, pueden sustituir el trabajo de la Tragedia, que es conflicto de valores, conflicto antagónico y antigónico en el que las partes no se aniquilan unas a otras, sino que se resuelven la una en la otra: familia y ciudad en Antígona, hombre y dios en Prometeo… Y si éste es devorado por haber usado su libertad, ¿sería más libre, se pregunta Max Scheler, si no la hubiese empleado? Y si Antígona cae en los infiernos, añade Zambrano, ¿viviría en un paraíso si careciese de su tumba y de su soledad? Antígona, nos da a entender nuestra escritora, se ha ganado el tiempo para vivir su muerte. Ello supone que se ha ganado también, antes o después de su muerte, el tiempo para morir su vida.
La obra de María Zambrano nos deslumbra porque nos revela que a partir de nuestra lengua podemos llegar al nivel auténtico de la imaginación y, finalmente, del conocimiento, que trascienden pero no anulan, jamás, al lenguaje mismo. Restaurando el pensamiento trágico que le da tiempo a nuestra experiencia lingüística para convertirse en conocimiento, María Zambrano y su hermana Antígona nos religan, nos poetizan y nos salvan a todos del desastre, éste sí irredento porque es lineal y mata a sus propios tiempos, de un progreso ciego y autocomplaciente.
María Zambrano restaura las “eras imaginarias” —otra vez Lezama— de una civilización —la nuestra— a fin de ofrecernos una plenitud que no necesita reducir o sacrificar ninguno de sus componentes: lengua, pensamiento, imaginación. Ningún espacio: el de una ciudad, un mar o una tumba. Ningún tiempo: el de una experiencia y su ritmo lingüístico propio para llegar a ser conocimiento.
Sentada en la soledad oscura de su piso madrileño en el que los árboles le pintan luz al sol y el sol, a pesar de todo, se abre paso a ese “estado de sueño” que era, para Zambrano, “estado inicial de nuestra vida”.
Para ella, se abandona el sueño para darle paso a la vigilia. ¿Qué sucede en el sueño para que de él nazca la vigilia? En el sueño no nos hacemos preguntas. Nunca disentimos. Nunca “pensamos”. En sueños “no existe el tiempo… Al despertar nos asalta el tiempo”. Y ya en el tiempo, convertimos en pasado lo que nos pasa. De lo contrario, todo nos sería contemporáneo y la vida sería una pesadilla. ¿Necesitamos, por esto, al sueño para obtener una semblanza, al despertar, de la sucesión del tiempo? ¿Es el sueño la compensación de la simultaneidad temporal?, le pregunto a Zambrano la tarde en que la visité en Madrid.
La pregunta me importa porque la condición misma de la novela moderna ha consistido en proponer lo imposible: la simultaneidad —Woolf, Faulkner— contra la sucesión. Entender lo imposible. Saber de antemano que va a fracasar. ¿Es una consolación para esto la filosofía?
No sé si Zambrano me responde con lástima, con incertidumbre o con simple verdad:
En sueños no se puede hacer nada.
¿En qué momento se puede entonces hacer? ¿Al despertar?
Exiliada tras la muerte de “la República niña”, peregrina de México y Cuba, París y el Jura, al cabo reintegrada a España, María Zambrano nos dio a todos una lección. Ella hizo este viaje, no para recuperar el pasado, sino para volver a nacer. Ni nostalgia ni esperanza, sino un reconocimiento del hombre occidental que disipe lo que se ha perdido.
Tarea enorme esta que propuso Zambrano, porque al cabo le niega inocencia a los que ya son, luego a ella misma —pero le abre paso a lo que sigue, a lo que viene, a la pobreza que se requiere para seguir naciendo.
Ha recordado, otra vez, esta lección de María Zambrano en mi propio país, México, donde una élite fatigada (soy parte de ella) es incapaz de diseñar el porvenir de una población de gente joven: la mitad de la nación, portadora de ideas, confrontamientos y soluciones que ni siquiera adivinamos. El mundo, recordaba ella, era “oficialmente” idealista, pues el idealismo puede ser una barrera a la verdad inquietante, resuelta, conflictiva, buscona…
¿Y necesaria? —le pregunto.
La libertad sólo se encuentra a través de la necesidad.
¿Y la literatura?
María Zambrano no me contestó. La visito en un gran apartamento madrileño, arbolado en la calle, oscuro en el mediodía, donde ella parece esperar algo —todo, nada— sentada en la penumbra.




miércoles, 21 de noviembre de 2018

NOCHE SONÁMBULA. NOVELA. J.MÉNDEZ-LIMBRICK.


LABERÍNTICA PALABRA.
Más allá del Tiempo y del Espacio, en sus propios límites, quizá empujado un poco por la luz y un poco por la sombra; cerrando y abriendo los ojos en un principio como el sonámbulo que mira sin mirar y solo escuchando el murmullo de voces que te atrapan lentamente, llegas.
¿Arde tu pupila en el Tiempo, en las imágenes que ahora son proyectadas en la luz o se consume el Tiempo en tu pupila?
¿Mueren para siempre las imágenes en los rebaños de las sombras? ¿Eres el túmulo de siglos pasados, de aceros que golpean otros aceros, de gritos, de cánticos, de diversidad de lenguas: de caballos que relinchan; de leña que arde junto a la herejía y la religión? ¿Eres un haz de sombras o el prisma que proyecta la luz contenida de otros siglos?

(Fragmento. Novela. Noche Sonámbula).
Editorial: EUNED 1997.

ESCRITOR: ALFONSO CHASE. 100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE.


ESCRITOR: ALFONSO CHASE. 
En los relatos de Alfonso Chase destaca la preocupación por el problema del tiempo. Aparece, en primer lugar, una reflexión sobre su transcurrir, como sucede en el cuento “Los relojes”, incluido en Mirar con inocencia (1975), en el que el narrador recuerda un episodio triste de su infancia. Se trata del embargo de los bienes familiares de los cuales él logra salvar únicamente los relojes de todos: “- No ve, mamá, los relojes. Lo único que no nos pudieron quitar fueron los viejos tiempos”.
En Los juegos furtivos (1968) hay una reflexión reiterada y múltiple sobre dicho problema, que el texto mismo se encarga de explicitar. “ Mi vida como una carta sellada que hoy, mañana, otro día, debo abrir para buscar el tiempo que he perdido en laberintos o callejuelas”. En esta novela quien habla va recordando en forma desordenada varios episodios de su infancia y adolescencia. Cada recuerdo es como un hilo, que conduce a otro, y así va tejiendo su biografía y encontrando su identidad. De esta manera, el personaje toma forma a medida que progresa el relato de sus recuerdos. Por un lado, las remembranzas y el tiempo dan origen al personaje: somos los que podemos recordar, parece decir la novela. Por otro lado, el personaje solo puede surgir cuando acaba el relato de sus recuerdos.
Pero la referencia al problema del tiempo no termina allí. Los juegos furtivos consiste en una narración compleja que mezcla datos de la historia nacional. Hay pasajes relativos a la guerra civil de 1948, menciones a la cultura de la época, críticas a los burócratas, la clase media consumista costarricense y al Partido Liberación Nacional. Sin embargo, dichos datos no se presentan únicamente como partes de una realidad externa (la historia) sino como elementos de una biografía personal.
Una tercera referencia al tiempo en la novela de Chase es la constante alusión a la música. Más allá de la mención explícita a obras musicales, los capítulos, así como la obra en su totalidad, se intentan estructurar musicalmente (“Allegro vivace”, “Adagio” y “Finale”). Desde el punto de vista de la audición, la música se presenta como un fenómeno lineal: uno escucha las notas una tras otra, es decir, la parte melódica. Pero, a la vez, cuando se trata de varios instrumentos o voces que suenan simultáneamente, existe la parte armónica, es decir, la coincidencia de varios sonidos en el mismo momento. Por esta razón, la música se escribe en un pentagrama y una partitura.
La novela sigue un principio de composición semejante.
Así, la obra literaria se sirve de una narración que dispone los hechos como si fuera un mosaico, lo que produce un efecto de disgregación. En Los juegos furtivos lo anterior se relaciona, además, con otro tipo de complejidades técnicas, como por ejemplo el hecho de que en algunas partes el narrador se dirija explícitamente a un interlocutor – el tú – que a veces parece ser él mismo cuando era niño: “Tienes ocho años y te escondes debajo de la mesa. Oyes las discusiones”. El aparente desdoblamiento del narrador recuerda el motivo del espejo, constante en relatos y poemas de Chase.
El personaje de Los juegos furtivos es un joven escritor; lo mismo sucede en un cuento posterior, “Prontuario del servidor” (El hombre que se quedó adentro del sueño, 1994). En este relato se alternan fragmentos impresos en dos distintos tipos de letras. La diferencia gráfica sirve para sugerir que se trata de dos versiones sobre la realidad, dos modos opuestos de considerar la vida. Por un lado, la versión oficial del escritor como un burócrata conforme con el sistema; por otro, su propia aversión a ese sistema.

Sin embargo, ya la misma versión oficial deja ver entre líneas la realidad alienante. Los juegos que se van construyendo a lo largo de los distintos fragmentos conducen a una confusión acerca de la realidad y a una situación como de espejos dentro de espejos. Como dice el epígrafe del cuento, las varias maneras de escribir reflejan diferentes maneras de concebir la realidad. Pero nunca se logra llegar a saber cuál de ellas es la verdadera.

Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 820, 821,822,823.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

martes, 20 de noviembre de 2018

LECTURAS COMPLEMENTARIAS. 100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE. TOMO II


100 AÑOS DE LITERARTURA COSTARRICENSE.
MARGARITA ROJAS-FLORA OVARES.
TOMO II
LECTURAS COMPLEMENTARIAS.

Carlos Fco Monge, páginas 4942-944.
Silvia Castro 945-949.
Rodrigo Soto 950-968.
Carlos Cortés 969-985.
Mario Zaldívar 986-989.
Jorge Méndez Limbrick 990-1002.
Anacristina Rossi 1003-1021.
Ana Istarú 1022-1033.
Guillermo Arriaga 1034-1040.
Catalina Murillo 1053-1056.
Jorge Ramírez Caro 1056-1062.
Daniel Quirós 1063-1077.

Warren Ulloa 1078-1100.

Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

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ORTEGA Y GASSET MUSAS LEJANAS PRÓLOGO

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