martes, 10 de enero de 2017

Ricardo Piglia: "Conversaciones en Princeton.


*Dedicamos 30 días para transcribir el pensamiento de Ricardo Piglia. Ricardo Piglia hoy ya desaparecido nos deja toda su erudición y talento en estas conversaciones. J.Méndez Limbrick.

En los ensayos, conversaciones y entrevistas que
conforman este volumen, producidos en los
últimos años, Piglia plantea, a partir de esa forma
inicial que es para él la conversación, algunos de
los problemas de la narración y sus
consecuencias. Dos núcleos destacan en esta
búsqueda: por un lado, la renovación de los
modos de narrar ligados a la forma de la nouvelle,
y con ello las hipótesis sobre su especificidad, sus
aspectos formales, la relación con el cuento y la
novela, el estilo y las operaciones formales de
Onetti en Los adioses, la nouvelle por
antonomasia. Por otro lado, hay en estas
intervenciones, como lo señala el propio autor,
«un intento de transmitir la experiencia de escribir
y enseñar literatura». Aparecen entonces el
problema de los usos del lenguaje y la experiencia
de la narración, el lugar de la narración en la vida,
su propia obra de ficción en relación con la política
y la docencia, y la significación que estas han
tenido para él como crítico y escritor.
Con la dinámica y la argumentación propias de
toda conversación, estos textos pueden leerse o
bien como una introducción, o bien como un
recorrido actualizado por los temas fundamentales
de la producción crítica y de ficción de Ricardo
Piglia, uno de los mayores referentes de la
literatura latinoamericana.

viernes, 6 de enero de 2017

Pablo De Santis. Novela: LA TRADUCCIÓN. Finalista del Premio Planeta 1997.


La traducción es un relato policial finalista del Premio Planeta de 1997.

Los asistentes a un congreso de traducción se ven enfrentados al desafío de aclarar numerosas muertes misteriosas y ven convertidos en realidad sus sueños mas inconfesados: el estudio y la pasión por el lenguaje puede tener consecuencias trágicas.

Esta novela tiene la particularidad de que su protagonista es escritor, y la literatura en sí misma es importante para la trama.
***
(Fragmento).
PRIMERA PARTE
HOTEL DEL FARO
 “Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida. En este punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: Los sirvientes destruyen las, obras de arte para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos. Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma.”

J. L. BORGES

 I
Tengo sobre mi escritorio un faro de cerámica. Me sirve como pisapapeles, pero es sobre todo una molestia. En el pie se lee Recuerdo de Puerto Esfinge. La superficie del faro está cubierta de estrías, porque ayer, al acomodar los originales de una traducción, el faro se cayó del escritorio. Con paciencia, uní los pedazos: quien haya intentado rearmar un jarrón roto, sabe que, por minucioso que sea su empeño, hay fragmentos que nunca aparecen.
Viajé a Puerto Esfinge hace cinco años, invitado a un congreso sobre traducción. Cuando llegó a mi casa el sobre con el membrete de la universidad, pensé que se trataba de algún papel atrasado. Continuamos recibiendo por años información de asociaciones o clubes a los que ya no pertenecemos, suscripciones de revistas canceladas, saludos de veterinarios dirigidos a un gato que se perdió un siglo atrás. Aunque uno se mude, la correspondencia atrasada lo alcanza; formamos parte de inmutables listas de correo, que no aceptan cambios de interés, de vivienda o de costumbres.
La carta de la universidad no era, sin embargo, correspondencia atrasada; me escribía Julio Kuhn para invitarme al congreso. Kuhn era director del Departamento de Lingüística de la Facultad. Habíamos estudiado juntos, pero yo había abandonado la carrera poco antes de recibirme. Sabía que Kuhn conseguía financiamiento de empresas privadas para su departamento a cambio de algunos servicios técnicos. En la carta explicaba que había pensado reunir en Puerto Esfinge durante cinco días a un grupo de gente variado, como para que no se convirtiera ni en una reunión de lingüistas ni de traductores profesionales. Me había elegido a mí como traductor de textos científicos.
Hacía mucho tiempo que no me cruzaba con ninguno de mis colegas. Estábamos dispersos, y de alguna manera ninguno de nosotros consideraba la traducción como un oficio definitivo, sino más bien como un desvío a partir de otras ocupaciones. Algunos habían querido ser escritores, y habían llegado a la traducción; otros enseñaban en la universidad, y habían llegado a la traducción. Sin darme cuenta, yo también había tomado ese desvío.
Mi trabajo no facilitaba, tampoco, la comunicación con mis colegas, porque pasaba por las editoriales sólo para retirar los originales. Me cruzaba con secretarias, con directores de colección, nunca con otros traductores. Recibíamos noticias unos de otros, pero eran noticias indirectas y en su mayor parte, de meses atrás. Cuatro años antes dos traductores que trabajaban juntos en una enciclopedia habían intentado reunirnos en una especie de colegio u organización gremial, pero no habían juntado más que a un puñado. Cuando esos pocos se reunieron, una noche, frente a un programa de discusión demasiado amplio, todos se pelearon con todos, y los traductores volvieron a dispersarse.
En la carta Julio Kuhn mencionaba a los otros invitados. A unos pocos los conocía personalmente, a otros sólo de nombre. Había varios extranjeros. En la última línea estaba el nombre de Ana Despina. No había confirmado aún su participación, pero decidí confirmar la mía.
Los objetos que llevan inscripciones tales como Recuerdo de... rara vez son recuerdo de algo; el faro, en cambio, todavía me sigue enviando señales de advertencia.
 II
Mi mujer, Elena, recibió con disimulada alegría la noticia de mi viaje. Durante unos días se vería libre de mis dolores de cabeza, mis monosílabos, mis paseos nocturnos por la casa. Las jaquecas, que sufría desde los quince años, se habían acentuado en los últimos meses. Los estudios no habían servido de nada; me habían recetado medicamentos que habían acabado con mi estómago pero no con el dolor. Estas jaquecas habían sido atribuidas sucesivamente a mi columna, a factores genéticos, a problemas en la vista, a la alimentación, a mi trabajo, al stress, a la ciudad, al mundo. Preferí volver a las aspirinas.
Elena es seis años más joven que yo; como si necesitara borrar la diferencia, asume un aire de autoridad y me da siempre consejos que simulo estar dispuesto a cumplir. Elena necesita darme esos consejos, pero sabe que no es imprescindible que los cumpla; basta con que mantengamos, de tanto en tanto, un diálogo así, en el que ella ejerce la mayoría de edad, la sensatez y el orden, cualidades en las que tampoco cree.
—No te encierres en el hotel. No te preocupes por la conferencia —dijo Elena mientras supervisaba el equipaje. Agregó una camisa blanca con rayitas azules y un par de zapatos de de gamuza. Sacó la fotocopia de una traducción que tenía que revisar—: No te lleves trabajo para hacer.
Siempre empiezo yo a hacer la valija o el bolso, pero ella, acusándome de olvidadizo, ocupa mi lugar y termina la tarea con energía. Al ver el bolso cerrado, se quedó pensativa.
—Hace mucho que no viajamos a ninguna parte —dijo.
Era mentira. En los últimos seis meses habíamos hecho tres viajes. No la contradije, ya que la verdad era tan evidente para ella como para mí. Quería decir otra cosa: que quedaba fuera de este viaje, que los otros no importaban, porque éste era ahora, y ningún viaje pasado puede compararse con uno que está a punto de ocurrir.
—Vas a cumplir años lejos de mí — dijo.
Me había olvidado.
—Son solamente cuatro días. Cuando vuelvo, llamamos a los amigos y me hacés una torta con velitas.
—¿Conocés a los otros invitados? —preguntó.
Le hablé de Julio Kuhn, el anfitrión; recordé las conversaciones interminables en los cafés que estaban enfrente de la facultad. Recordaba las cosas que decían los demás pero, por suerte, no había registrado nada de lo que yo mismo decía, como si hubiera estado siempre callado frente a interlocutores ansiosos. Le hablé también de Naum, con el que había trabajado en una editorial, cuando teníamos veinte años. Elena, que no lee nunca novelas, sino solamente ensayos, conocía bien a Naum y se interesó de inmediato al saber que él iba. Sentí un aguijonazo de envidia y celos; hacía tiempo que no pensaba en Naum, y me aturdió la sensación de no poder distanciarme, como si uno viera, al pasar por la calle, a un compañero de colegio, y quisiera golpearlo por alguna ofensa de tres décadas atrás.
Naum se llamaba Silvio Naum, y firmaba sus libros S. Naum, y yo lo había llamado siempre Naum a secas.
—¿Conocés a algunas de las mujeres que invitaron? —preguntó.
Miré la lista. Señalé un par de nombres. Le expliqué que apenas las conocía y que tenían muchos años.
Antes de irme a la cama preparé el dinero, el documento y los pasajes, porque no estoy acostumbrado a levantarme temprano y a la madrugada actúo como un zombi. Miramos en la televisión un fragmento indeterminado de una película —lejos del principio, que ya habíamos visto, y lejos del final, que también habíamos visto— y nos fuimos a la cama. Ninguno de los dos se durmió de inmediato; cada uno oía al otro moverse y girar en la danza silenciosa del insomnio. La cubrí con mi brazo y creo que se quedó dormida; yo no.
Fuente:
Editorial Planeta.

jueves, 5 de enero de 2017

Jorge Luis Borges (1899 - 1986) Textos publicados en la revista Sur (1931-1980).


JULES SUPERVIELLE

Es sabido que la literatura francesa tiende a producirse en función de la historia de esa literatura. Los escritores acatan y enriquecen una tradición o deliberadamente la infringen, lo cual es otra manera de enriquecerla. Coleridge censuró a Wordsworth el haber antepuesto a un libro de versos un prólogo polémico, entorpeciendo así el goce estético, que debe ser inmediato y despreocupado, pero en Francia cada escritor quiere saber exactamente lo que hace y, mediante manifiestos y análisis, anticipa el lugar que le corresponde en la evolución de las letras. El extravagante no ignora su extravagancia y sabe que ésta no será otra cosa que un rasgo en el dibujo secular. Asistimos así al curioso espectáculo de páginas metódicamente incoherentes o pueriles a las que respalda una rigurosa justificación en prosa cartesiana. De este modo se ha creado un mundo de cenáculos y de sectas, que libran batallas incruentas, no sólo movidas por un afán de propaganda comercial o de alarde romántico, sino por la voluntad de llevar a sus últimas consecuencias cada teoría estética. No hay literatura más selfconscious que la de Francia. En ella se movió y produjo su delicada labor nuestro amigo Jules Supervielle. Al margen de anatemas y de polémicas desempeñó, elemental y simplemente, su función de poeta. Fue, en la medida de lo posible, esa cosa liviana, alada y sagrada de la definición platónica. Algo tomó de cada una de las escuelas beligerantes y no profesó ningún dogma. Abordó con fortuna la cosmogonía y el relato fantástico o arbitrario, pero sin abandonar su nativa condición de poeta.

¿Cómo definiremos esta misteriosa palabra? El mismo Supervielle propone una clave. Nos dice que el poeta es aquel que busca una idea y teme encontrarla, ya que su función es quedarse a medio camino, entre las vagas formas y símbolos que preceden a la abstracción. Yo diría que las palabras abstractas no son menos inciertas e imprecisas que las figuras de la poesía y que es lo mismo declarar, con Homero, que el Océano ha engendrado a todos los dioses o, con Tales de Mileto, que el agua es el principio, o la raíz, de todos los seres. Los dos lenguajes son igualmente reales o falsos. El de la lógica pertenece al día y a la vigilia; el del mito, a la noche, a la niñez y a la iluminación de los sueños. Nadie ignora que a Supervielle le fue concedido el hábito de este último.

Sur, Buenos Aires, N° 266, setiembre-octubre de 1960.

miércoles, 4 de enero de 2017

ALFONSO REYES (Fragmento). La filosofía helenística.


ALFONSO REYES
(Fragmento).
La filosofía helenística

  NOTICIA

 TRAS La crítica en la Edad Ateniense (1914) y el desprendimiento irregular de este libro que vino a ser La antigua retórica (1942), correspondía considerar la etapa siguiente, o sea la Edad Alejandrina (de 300 a. c. a comienzos del Cristianismo). Pero nos resultó imposible atacar de una vez el caso especial de la crítica literaria en esa edad —proyecto aplazado por ahora— sin representarnos antes, por sumario que fuese, el cuadro total de la cultura alejandrina. Comenzamos, así, por un resumen de la helenización del mundo antiguo que, aunque publicado ya anteriormente, hemos querido reproducir aquí casi íntegro, por parecemos el proemio obligado al presente estudio. ("La helenización del mundo antiguo", en Junta de sombras, México, El Colegio Nacional, 1949, pp. 346-374.)
 De modo que el examen de la crítica literaria nos lanzó al mar de la cultura. Esto nos llevó a ciertas observaciones generales que aquí aparecen, sobre la educación entre los antiguos (II, 1-4). Y la educación, campaña helenística por excelencia, puesto que venía a ser la domesticación o urbanización de un mundo recién conquistado, nos llevó a su turno a la filosofía alejandrina, alimento de los nuevos ideales.
 Había, pues, que comenzar por la filosofía (ya llegará su vez —nos decíamos— a la geografía, a la historia, etcétera), si algún día deseábamos abordar la crítica. No es la primera vez que nos acontece escribir uno o dos libros como preparación de otro: para El deslinde (1944), tuvimos antes que proceder a ciertos esclarecimientos, de que surgieron los ya citados volúmenes sobre la Edad Ateniense y La antigua retórica. Y, a la hora en que trazamos estas líneas, la necesidad de dar su sitio a cierta Mitología griega en elaboración nos ha obligado a escribir antes una Religión griega, también en trama.
 No pretendemos poseer luces propias sobre la historia de la filosofía. Nuestra línea es la línea humanística. Para mejor asear el camino, no nos queda más que cruzar el bosque y atrevernos a estas aventuras. Nos valemos, para ello, de guías autorizados, a los que seguimos a veces muy de cerca. Por ejemplo, para ciertos datos de mera información, a Bréhier, a Barth. Indicar todas nuestras fuentes sería inútil en libro de este carácter.
 El especialista podrá considerarnos acaso con alguna conmiseración, como nosotros a él, por nuestra parte. Pero andamos por la tierra algunos "especialistas en universales". No nos resignamos a estudiar los objetos de la cultura como objetos aislados. Necesitamos sumergirlos en los conjuntos históricos y filosóficos de cada época. De aquí nuestras aparentes audacias. Lo son solamente por venir de un estudiante que ha pasado ya los sesenta años, y todavía reclama el derecho juvenil a seguir leyendo, tomando notas y organizando sus lecturas.
 Este libro nace de un curso invernal en la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad Nacional de México), enero a febrero de 1943, después desarrollado más ampliamente en El Colegio Nacional, abril a junio de 1954. Al darle forma para la presente publicación se vio la conveniencia de añadir, a los primeros capítulos sobre la filosofía alejandrina, otros dos capítulos más (la Tercera Parte), de modo que, al periodo ético se suma ahora el periodo religioso, y así se completa el cuadro de la filosofía helenística.
 Respecto a la filosofía anterior, el lector con quien aquí conversamos —y que no es el catedrático, ni menos el investigador— puede referirse a la obra de W. K. C. Guthrie, Los filósofos griegos de Tales a Aristóteles, traducción de don Florentino M. Torner, publicada entre los Breviarios del Fondo de Cultura Económica (núm. 88).
 1954


PRIMERA PARTE

I. LA HELENIZACIÓN DEL MUNDO ANTIGUO

 1. EL PRESENTE LIBRO

 1. HEMOS explicado brevemente, en la Noticia, cómo fue que el estudio de la antigua crítica literaria nos condujo a representarnos el cuadro de la filosofía alejandrina, requerimiento indispensable si es que pretendíamos entender el tránsito de la época griega a la época grecorromana. Hemos explicado también cómo la necesidad de completar nuestro cuadro, aunque en un principio sólo intentábamos recorrer la filosofía propiamente alejandrina o del periodo ético, nos llevó a añadir un examen del periodo grecorromano o periodo religioso, para llegar así hasta el momento en que la filosofía pagana desaparece y deja el paso franco a la filosofía cristiana (IV, 1).

 2. Antes de entrar en nuestro asunto conviene recordar cómo aconteció, a partir de las campañas de Alejandro, la helenización del mundo y el nuevo ánimo que esa expresión trajo consigo. A ello consagramos el presente capítulo, marcando así el contorno donde luego, a partir del capítulo II, acomodaremos a la filosofía.
 El acervo de la antigua cultura desemboca en la edificación imperial del Estagirita. Y cuando éste, como los héroes trágicos, sufre el desplazamiento o sparagmós a manos de sus discípulos o sucesores, la sustancia ya unificada por él se derrama y canaliza en diversas especializaciones, para fecundizar varias zonas del espíritu.

 3. Situémonos ahora en el punto donde se cierra la Edad Ateniense y se abre la Edad Alejandrina; el instante simbólico en que Demetrio Faléreo, hijo del Liceo aristotélico y educado junto a Teofrasto, se traslada a Alejandría, nuevo emporio de la cultura, y lleva por decirlo así en su persona los gérmenes que habrán de prender en el suelo escogido para las nuevas hazañas del pensamiento. La Edad Alejandrina se extiende más o menos desde 300 a. c. hasta los comienzos de la Era Cristiana. Pero ya para entonces ha comenzado también la Edad Romana, en su doble corriente de humanismo griego y humanismo latino. ¿En qué momento los griegos dejan de corresponder a la Edad Alejandrina y corresponden ya a la Edad Romana? La partición es convencional, e inútil precisarla, el movimiento político se sobrepone a la continuidad del espíritu. La misma romanización de los distintos centros griegos no es simultánea. Y la helenización cultural de los romanos comienza antes de que éstos completen sus conquistas. Para circular libremente entre estos vaivenes fijaremos, pues, algunos hitos.
 Hemos consagrado dos cursos anteriores a la historia de la crítica en la cultura occidental. En el primero, que abarca los tres siglos fundamentales de Atenas (600 a 300 a. c), vimos cómo el instinto crítico, tempranamente revelado en los usos e instituciones de la sociedad helénica —recitación, escuela, recopilación y certamen— y singularmente apoyado en las grandes epopeyas, fue atraído y sumergido definitivamente en el seno de las interpretaciones religiosas, filosóficas, éticas y políticas. La crítica ateniense derivó hacia consideraciones generales de teoría y preceptiva, reglamentando así la poética y la retórica. Fuera de las anticipaciones que aventuró entre las libertades de la comedia, se desentendió, por lo menos en la expresión escrita, de la estimación particular de las obras, o la sometió de preferencia a criterios extraños al gusto y aun al sentido literario. Entretanto, adelantó las técnicas auxiliares de la crítica, esbozos de gramática y crítica textual y fundamentos de la métrica. Construyó una doctrina de la poesía épica y, sobre todo, de la trágica. No llegó a la comedia, o no han llegado a nosotros sus investigaciones sobre la comedia. Y aunque la lírica pronto alcanzó plena madurez y la historiografía dejó entonces obras imperecederas, la crítica no acertó a captarlas en su conceptuación: confundió la lírica en la música y —salvo los reparos aristotélicos— la historia en la retórica.
 Llegados a este punto, y ante la imposibilidad de abarcar de una vez el múltiple espectáculo que aparecía a nuestros ojos, hubo que fraccionar el estudio. Y, a modo de desprendimiento sobre una trayectoria determinada, consagramos el segundo curso a la retórica, enfocándola en sus grandes organizadores —Aristóteles, Cicerón, Quintiliano— para desembarazarnos del inmenso bulto oratorio, deslizándonos de Grecia a Roma y asomándonos a los albores de la Era Cristiana.

 4. La literatura helénica posterior a la época clásica y anterior a la Edad Media se extiende desde el fallecimiento de Alejandro hasta el fallecimiento de Justiniano —323 a. c. a 565 J. C.  Se divide en tres etapas:

 I. Helenización del mundo antiguo, hasta la batalla de Accio, año 31. Es la Edad Alejandrina, cuyas fechas rebasaremos un poco uno y otro lado para la cabal comprensión.
 Il. De Accio hasta el siglo III J. C. La conquista romana tiende a convertirse en la protección romana. Es la época grecolatina. Cada uno de los tres siglos que abarca ofrece un rasgo distintivo:
 a) Siglo J. C.—Florece la paz universal desde Augusto hasta Domiciano. Las letras latinas se desarrollan al grado que la mejor literatura, con excepción del Nuevo Testamento, se escribe en latín. Los escritores griegos parecen entonces algo oscuros, y los más dignos de nota proceden todavía de la etapa anterior.
 Siglo II J. C.— Conforme nos acercamos a este siglo, se acentúa un resurgimiento de las letras helénicas, en todos los órdenes.
 Siglo III J. C.—Se recogen los frutos de la Segunda Sofística. Auge del neoplatonismo. Longino.
 III. Siglos IV a VI J. C.—Señales de fatiga. Diocleciano busca el remedio en el despotismo oriental; Constantino, en el Cristianismo. Esta etapa tiene tres fases:
 a) Escritores cristianos.
 b) Últimos escritores paganos.
 c) Corte de letrados de Justiniano.
 De estas tres etapas sólo nos incumbe la primera, la Edad Alejandrina. Ella se divide en tres periodos:
 a) De la muerte de Alejandro a la batalla de Iso —323 a 302—. Los Sucesores riñen sobre los trozos del Imperio Alejandrino. Atenas disfruta horas de relativa prosperidad bajo la regencia del humanista Demetrio Faléreo. Florecen Teofrasto y Menandro. Aparece Epicuro.
 b) Siglo III.—Desarrollo de la cultura en las ciudades del Medite rráneo oriental. La sola Alejandría produce un millar de escritores, de que sólo llegan a nosotros unos cuantos a través de los copistas bizantinos. Florecen Licofrón, Teócrito, Calimaco, Apolonio de Rodas.
 c) Siglos II y I.—Reacción oriental y conquista romana. Florecen los críticos Aristarco y Dionisio de Halicarnaso, los eruditos anticua rios, el historiador Polibio, el geógrafo Estrabón, la filosofía judeohelénica. Quedan restos de la poesía alejandrina. Aparecen los poetas sirios Antípatro Sidonio, el dudoso Filodemo, Meleagro.
 Tal es el panorama que nos espera.

 5. Visitaremos así un mundo palpitante de novedades y sorpresas, deslumhrado ante los ensanches que las conquistas alejandrinas han dado a la tierra y al espíritu; y, en el orden de la cultura, algo ago. biado por el deber de ordenar y conservar la ponderosa herencia de Atenas. Por eso mismo, estos oficiales —que no ya creadores de la cultura— se ven en el caso de construir instrumentos. Ello les permitirá deslindar las técnicas propias de cada disciplina y descubrir poco a poco las leyes interiores que a cada una gobiernan.
 Las nuevas necesidades solicitan, por otra parte, nuevas aplicaciones. Es grande la crisis. El hombre, caído de rodillas del Olimpo y del Estado, se ve entregado a sí mismo, y la filosofía nos lo muestra absorto en la introspección moral. La vida nos lo muestra arrastrado a buscar la utilización del pensamiento. De modo que por un doble proceso, teórico y práctico a la vez —teórico en cuanto es examen de conciencia para absorber metódica y cuidadosamente el pasado, práctico en cuanto acude a exigencias sociales nunca antes conocidas—, sobreviene una diferenciación fecunda: la ciencia, desligada ya de la filosofía, se desarrolla y derrama sobre la ingeniería y la industria; la matemática empuja sus dominios, cubre la geografía descriptiva con sus fórmulas, asciende a la astronomía; nace la nueva física, insignia de la civilización occidental; la medicina logra descubrimientos anatómicos e inaugura la disección; la historia engendra tipos insólitos; la poesía se atreve con las emociones que le dicta la imprevista aventura humana; la crítica, aunque enredada de erudición y gramática, descubre su autonomía y prepara los métodos de la exégesis o ciencia de la literatura. A todo ello contribuye el hecho de que la época, por efecto de inmensa transformación histórica, considera ya la elaboración clásica que la precedió desde un punto de vista no clásico, desde otra orilla, con la objetividad de la distancia, desprendiendo así, en la literatura ateniense —tan tramada en la vida—, las puras especies culturales.

 6. Ahora bien, la crítica es fenómeno condicionado. No se explica sin la literatura. Y aunque los críticos alejandrinos viven atentos al pasado, tampoco desoyen la actualidad, antes estudian e incorporan en sus cánones a los poetas de su tiempo, a quienes juzgan según las reglas que creen extraer de los modelos antiguos. Pero la literatura tampoco se explica fuera de su ambiente histórico y cultural. Además, la literatura no se escribe exclusivamente para los críticos, sino que llama a todas las puertas. De todos los puntos del horizonte llegan los rumores que permiten establecer las normas de estimación. Si esto es verdad para cualquier sociedad y cualquier tiempo, al punto que las obras especiales sobre historia de la crítica padecen por ceñirse a los puros autores profesionales —dura necesidad económica.—, mucho más lo es para épocas y pueblos en que la profesión comienza a nacer, y sobre todo cuando la tendencia enciclopédica es predominante, como acontece en el mundo alejandrino. Los poetas a menudo son eruditos, los matemáticos cultivan a veces la historia, los ingenieros son filósofos. Tal enciclopedismo nos obligará desde luego a distribuir en distintos capítulos las referencias a un mismo autor, pues no queremos dar una lista de nombres, sino una revista de nociones. Y el deseo de hacer más comprensible la crítica situándola en su atmósfera viva nos obligará a tratar de todas las actividades que a la crítica rodean y acompañan. Nos pareció indispensable proceder con mayor elasticidad que en los cursos anteriores.
 La época que nos ocupa no ha merecido nunca una atención especial a nuestras aulas, no podemos darla por conocida. Comenzaremos, pues, por un cuadro general de la cultura alejandrina, y a su debido tiempo abordaremos la crítica y las disciplinas literarias. La historia política de este periodo ha salido mejor librada en nuestras prácticas académicas, y es lícito referirse a ella sin volver a relatarla. En la experiencia de la filosofía, procuraremos destacar las proyecciones sobre la crítica, la fase menos conocida por ventura, y nunca perder de vista la referencia histórica. Las ciencias serán objeto de una reseña general, sin descender a sus problemas específicos, según corresponde a un estudio humanístico. Filosofía, historiografía, geografía y literatura serán contempladas más de cerca, porque más de cerca nos afectan. La crítica, finalmente, será aceptada tal como entonces se produjo, con su revoltura de erudición, retórica y gramática y sin esos remilgos de buen gusto contemporáneo que a la vez mutilan y tuercen las perspectivas en algunos tratados por otros conceptos valiosísimos.

 7. Dos facultades nos persiguen, la una interna y la otra externa. De un lado, la inmensidad del campo tradicional y del campo recién descubierto, el peso abrumador de la herencia y la intensidad de la sorpresa impuesta al espíritu, hacen que los alejandrinos resulten un poco inferiores a su empresa, por más que de sus laboratorios haya surgido esta humanidad que hoy somos. De otro lado, muchísimos autores alejandrinos se han perdido hasta de la memoria; sobre otros quedan referencias más o menos tardías, más o menos inseguras; de algunas obras sólo hay extractos y fragmentos, y ninguna prácticamente está completa. Como reconstruimos mediante la imaginación y a luz de sospechas lo que pudo ser la poesía de un personaje de novela sobre el cual simplemente se nos informa que escribía versos, como nos resignamos a ignorar el ensayo de Swann sobre la pintura de Vermeer de Delft, así nos vemos forzados a proceder para con los alejandrinos.

martes, 3 de enero de 2017

Luis Spota. Novela: El tiempo de la ira. LITERATURA DE RESCATE.


Luis Spota, nacido como Luis Mario Cayetano Spota Saavedra Ruotti Castañares (Ciudad de México, 13 de julio de 1925?Ibídem, 20 de enero de 1985), fue un escritor y periodista mexicano autodidacta, autor de más 30 libros, varios de los cuales han sido traducidos a más de diez idiomas. Se inició desde muy joven en el periodismo, al que dedicó toda su vida, trabajando como entrevistador, reportero y columnista, llegando a ser director de varias importantes publicaciones. También ejerció la profesión en la radio y en la televisión, y escribió numerosos guiones cinematográficos. Su carrera periodística fue muy premiada. Es autor de cuentos, obras de teatro y sobre todo novelas, escritas con estilo periodístico, mucha acción y diálogos veloces. Normalmente, su temática gira alrededor de la vida urbana de México, su sociedad y, muy especialmente, su clase política.

Escribió las novelas `De la noche al día` (1945), `José Mojica, hombre, artista y fraile` (1947), `El coronel fue echado al mar` (1947), `Murieron a mitad del río` (1948), `Vagabunda` (1950), `Más cornadas da el hambre` (1950), `La estrella vacía` (1950), `Las grandes aguas` (1954), `Casi el paraíso` (1956), `Las horas violentas` (1958), `La sangre enemiga` (1959), `El tiempo de la ira` (1960), `La pequeña edad` (1964), `La carcajada del gato` (1964), `Los sueños del insomnio` (1966), `Lo de antes` (1968), `La plaza` (1971), `El viaje` (1971), `Las cajas` (1973), `Retrato hablado` (1975), `Palabras mayores` (1975), `Sobre la marcha` (1976), `El primer día` (1977), `El rostro del sueño` (1979), `La víspera del trueno` (1980), `Mitad oscura` (1982), `Paraíso 25` (1983), `Los días contados` (1985), `Días de poder` (póstuma, 1986), `Historia de familia` (inconclusa).

También sacó las obras de teatro `Ellos pueden esperar` (estreno 1947, Dir. José de Jesús Aceves. Teatro de Bellas Artes), `El aria de los sometidos` (estreno 1998, Teatro Rafael Solana) y `Dos veces la lluvia`.
***
Aunque esta novela se desarrolla en un país ficticio, las acciones que en ella se narran no tienen nada de imaginario. De hecho, estamos ante un recuento pormenorizado de los avatares políticos que, durante décadas, han marcado el accidentado devenir de los pueblos latinoamericanos. En estas páginas, las cuales se leen de un tirón gracias a su apasionante intriga y al vertiginoso ritmo narrativo, Spota describe la lucha emprendida por César Darío, un militar idealista e inconforme que, transformado en líder popular, se rebela en contra del dictador que oprime a sus compatriotas sin imaginar que, con el paso del tiempo, terminará siguiendo los pasos del tirano. «El tiempo de la ira», cuya primera edición se publicó en 1960, constituye uno de los trabajos novelescos más ambiciosos de Luis Spota, no sólo por la cantidad de personajes y situaciones que presenta, sino también por la amplitud de su trama y por el alcance de sus reflexiones. El libro surgió en medio del optimismo generado por los movimientos revolucionarios que, en diversos puntos de América Latina, luchaban en contra de los regímenes autoritarios y hacían frente al control político y cultural ejercido por las grandes potencias. En este contexto, dicha novela mantiene una sana distancia crítica que, sin rechazar los ideales libertarios de la época, muestra las contradicciones y peligros que anidan en el seno de dichos movimientos.
Fuente:
N.N.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

BENITO PÉREZ GALDÓS.


 NOVELA: EN EL TRANVÍA.

Publicado: 1871




 Acerca Pérez Galdós:

 Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843-Madrid, 4 de enero de 1920) fue un novelista, dramaturgo y cronista español. Se trata de uno de los principales representantes de la novela realista del siglo XIX y uno de los más importantes escritores en lengua española.

(Fragmento).
 Capítulo 1
El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Poza. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.
Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.
Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.
Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.
Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iban junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.
-¿Y usted a dónde va? -me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos.
Contestéle evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:
-Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está? con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.
Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar.
-¡Pobre condesa! -dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión-. Si hubiera seguido mis consejos no se vería en situación tan crítica.
-¡Ah! es claro, -contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora condesa.
-¡Figúrese usted -prosiguió-, que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes.
-¡Ah! ¡Si es atroz! -dije yo, participando irreflexivamente de su indignación.
-Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena.
-Ya lo creo, eso salta a la vista.
-Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: «Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas». Me parece que estoy en lo cierto.
-¡Ah! sin duda -contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa.
-Pero no es eso lo peor -añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón-, sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso… sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa.
-El marido tendrá la culpa de que lo consiga.
-Todo eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa.
-¿De veras? ¿Y quién es ese hombre? -pregunté con una chispa de curiosidad.
-Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende… qué sé yo… ¡Es una infamia!
-Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo -dije yo, descargando también el peso de mis iras sobre aquel hombre.
-Pero ella es inocente; ella es un ángel… Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós.
Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto.

martes, 27 de diciembre de 2016

Jorge Luis Borges. Sur, Buenos Aires, N° 264, mayo-junio de 1960.


ALFONSO REYES

Hacia 1919, Thorstein Veblen se preguntó por qué los judíos, pese a los muchos y notorios obstáculos que deben superar, sobresalen intelectualmente en Europa. Si no me engaña la memoria, acabó por atribuir esa primacía a la paradójica circunstancia de que el judío, en tierras occidentales, maneja una cultura que le es ajena y en la que no le cuesta innovar, con buen escepticismo y sin supersticioso temor. Es posible que mi resumen mutile o simplifique su tesis; tal como la dejo enunciada, se aplicaría singularmente bien a los irlandeses en el orbe sajón o a nosotros, americanos del Norte o del Sur. Este último caso es el que me importa; en él descubro, o quiero descubrir, la clave de la obra de Reyes.

El inglés, el portugués y el español son las lenguas de América y la contingencia de que estas lenguas formen otras, más adecuadas a la expresión de nuestro continente, puede ser un temor o una esperanza, pero no el tema de un proyecto inmediato. El uso de aquellas lenguas no significa que nos sintamos ingleses, portugueses o españoles; la historia atestigua nuestra voluntad de dejar de serlo. Esa voluntad no es una renuncia; quiere decir que somos herederos de todo el pasado y no de los hábitos o pasiones de tal o cual estirpe. Como el judío de la tesis de Veblen, manejamos la cultura de Europa sin exceso de reverencia. (En cuanto a las culturas indígenas, imaginar que las continuamos es una afectación arbitraria o un alarde romántico.)

Los astros fueron generosos con Reyes. En la República Argentina hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la incomunicada ignorancia; a Reyes le tocó una zona sensible a la gravitación del inglés y una época que no había perdido aún la costumbre de las letras francesas. Años de España lo acercaron al ayer de su sangre y una noble curiosidad lo hizo ahondar en el ayer latino y helénico. Sabiamente usó las tres armas que se permitió Stephen Dedalus: silencio, destierro y destreza. Otro favor fue ser contemporáneo de la más diversa y afortunada revolución de las letras hispánicas; hablo, naturalmente, del modernismo. Más allá de su nombre un tanto ridículo (el presente es la única forma en que se da lo real y nadie vivió en el pasado o vivirá en el porvenir) el modernismo sintió que su heredad era cuanto habían soñado los siglos y así Ricardo Jaimes Freyre pudo versificar los mitos escandinavos, como Leconte de Lisie, y Leopoldo Lugones, en El Payador, se desvió del tema pampeano para alabar a Góngora, proscripto por los académicos españoles. Una de las paradojas de aquel debate fue que los individuos de la Academia negaban o ignoraban el mejor pasado español y reducían el arte de escribir a la repetición de los refranes de Sancho o a la juiciosa variación de sinónimos. Quevedo escribió irónicamente que remudar vocablos es limpieza y la Gramática de la Academia alega esa broma para recomendar su criterio estadístico del lenguaje.

Cifrar en unos pocos nombres un complejo y vasto proceso es correr el albur de que se noten menos las inclusiones que las inevitables omisiones, pero entiendo que la renovación de la prosa cabe en el nombre de Groussac y la renovación del verso en el de Darío. Ambas iniciativas culminan en la obra de Reyes, singularmente la primera. De dos modos podemos considerarla: en sí misma, en sus inquietudes y encantos, y en su carácter de instrumento forjado para quienes manejamos hoy el idioma. Si los dioses 1° quieren, ensayaré algún día ese doble análisis; básteme hoy declarar con felicidad lo mucho que debo a su ejemplo.

La vasta biblioteca que Alfonso Reyes ha legado a su patria no es otra cosa que un símbolo imperfecto y visible. No sé si recorrió tantos volúmenes como Saintsbury o Menéndez y Pelayo, pero no será inútil recordar una diferencia que escapa al cómputo de páginas o de líneas. El campo visual de los referidos maestros no excede, en cada caso particular, el área del sujeto que trata; la memoria de Alfonso Reyes, en cambio, era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad. Esto se advertía, asimismo, en el diálogo.

Sur, Buenos Aires, N° 264, mayo-junio de 1960.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Bram Stoker. La madriguera del gusano.


Annotation
«Hay un profundo misterio entre las líneas de esta obra —afirma el biógrafo de Bram Stoker, Harry Ludlam—, y es el misterio del espíritu del hombre que la escribió». Consumido por una enfermedad tenaz, y agradavadas las dificultades financieras que siempre lo habían acosado y que ensombrecieron su vejez, Stoker publicó La madriguera del Gusano Blanco en 1911, a los 64 años. Sería su última novela. El celebrado autor de Drácula moriría en 1912, pocos días después del hundimiento del Titanic. El villano de esta peculiar novela iniciática, escrita al parecer bajo el influjo de las drogas, es una gigantesca y primitiva entidad serpentiforme, que vive en un hediondo pozo a mil pies de profundidad en el antiguo emplazamiento de un templo pagano con claras reminiscencias de Machen (yuxtaposición de supersticiones druidas, britanas, y romanas). Pero esta singular criatura primigenia, que espera pacientemente completar su ancestral tarea destructiva, adopta la forma humana de la sinuosa y bella Lady Arabella, capaz de devorar hombres y fortunas con idéntica frialdad. El tema de la mujer demonio se desdobla así en el de la supervivencia del gran gusano prehistórico, una supervivencia verdaderamente monstruosa porque elimina la noción de tiempo, haciendo que todo sea posible, que todo se convierta en pesadilla. Lady Arabella es al mismo tiempo la Mujer y el Dragón del Apocalipsis, Eva y la Serpiente, y para que no haya dudas su principal antagonista se llama apropiadamente Adam. La intrincada y divertida trama (que incluye cuatro o cinco historias bastante independientes entre sí y apenas desarrolladas), está plagada de símbolos sexuales y de una retorcida imaginería del más genuino surrealismo gótico, que no en vano atrajo al desmedido cineasta británico Ken Russell, cuya despendolada adaptación cinematográfica superó con creces sus mayores excesos y sus más gratuitas extravagancias fílmicas.
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Bram Stoker
La madriguera del gusano
Traducción Juan Antonio Molina Foix
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VALDEMAR

2001

A mi amiga BERTHA NICOLL, con afectuosa estima

 CAPÍTULO PRIMERO

 LA LLEGADA DE ADAM SALTON


Adam Salton pasó casualmente por el Empire Club de Sydney y se encontró con una carta de su tío abuelo. Poco menos de un año antes había tenido noticias del anciano caballero, Richard Salton, revelándole su parentesco y asegurándole que no había podido escribirle más pronto a causa de sus enormes dificultades en dar con el paradero de su sobrino nieto. Adam quedó muy complacido y respondió cordialmente; a menudo había oído a su padre hablar de la rama más antigua de la familia con quienes él y los suyos habían perdido el contacto hacía mucho tiempo. Había comenzado una interesante correspondencia. Adam abrió apresuradamente la carta que acababa de llegar, que contenía una amable invitación para instalarse en Lesser Hill con su tío abuelo tanto tiempo como le fuera posible.
«Verdaderamente, escribía Richard Salton, espero que se establezca aquí permanentemente. Usted sabe, mi querido muchacho, que nosotros somos los últimos descendientes de nuestra estirpe y sería conveniente que usted me sucediera cuando llegue el momento. En este año de 1860 voy a cumplir los ochenta y aun cuando nuestra familia es longeva, mi vida no puede prolongarse más allá de límites razonables. Estoy dispuesto a quererle y a proporcionarle un hogar junto a mí todo lo feliz que usted desee. Por lo tanto, venga tan pronto como reciba esta carta y compruebe la bienvenida que espero darle. Por si le facilitase las cosas, le envío una libranza bancaria de doscientas libras esterlinas. Venga pronto y podremos gozar juntos de algunos días felices. Si está a su alcance concederme el placer de su visita, envíeme lo antes posible una carta diciéndome cuándo debo esperarlo. Cuando llegue usted a Plymouth o Southampton, o a cualquier puerto a que esté destinado, espere a bordo, que me uniré a usted lo más pronto posible»
El anciano señor Salton quedó muy complacido con la respuesta de Adam y envió con toda premura un criado a su camarada sir Nathaniel de Salis, informándole de la llegada de su sobrino nieto a Southampton el día doce de junio.
El señor Salton dio instrucciones de tener preparado la mañana siguiente del día memorable un carruaje, en el que viajaría hasta Stafford, donde tomaría el tren de las once cuarenta. Esa noche la pasaría con su sobrino a bordo, lo cual sería para él una nueva experiencia; o, si el invitado lo prefería, en un hotel. En cualquier caso regresarían al hogar a la mañana siguiente. Había dado órdenes a su administrador de enviar el carruaje de postas a Southampton, listo para el regreso a casa, y de preparar los relevos de los caballos para no demorarse en el viaje. Intentaba que su sobrino nieto, que había pasado toda su vida en Australia, contemplara durante el viaje algo de la Inglaterra rural. Tenía muchos potros que él mismo criaba y adiestraba, esperando que fuera para el joven una jornada memorable. El equipaje se enviaría por tren a Stafford, adonde iría a recogerlo uno de sus carruajes. Durante el viaje a Southampton, el señor Salton se preguntaba a menudo si su sobrino nieto estaría tan emocionado como él ante la idea de encontrarse por vez primera con un pariente tan cercano. Sólo con gran esfuerzo lograba controlarse. La perspectiva sin fin de los raíles y las agujas en los alrededores de los muelles de Southampton, inflamaron de nuevo su ansiedad.
Cuando el tren se detuvo junto al andén de la estación, el anciano entrelazó sus manos hasta que de pronto se abrió violentamente la puerta del carruaje y saltó al interior un hombre joven.
—¿Cómo está usted, tío? Le he reconocido por la fotografía que me envió. Quería verle lo antes posible, pero todo es tan extraño para mí que no sabía qué hacer Sin embargo, aquí estoy. Me alegra conocerlo, señor. He soñado con este momento de felicidad durante miles de millas y ahora advierto que la realidad supera todos mis sueños —y mientras hablaban, el anciano y el joven se estrecharon cordialmente las manos.
El encuentro, que comenzó de manera tan auspiciosa, prosiguió todavía mejor. Adam, dándose cuenta de que el anciano estaba interesado en la novedad del barco, le sugirió pasar la noche a bordo, asegurándole estar dispuesto a partir a cualquier hora y en la dirección que el otro propusiera. Esta afectuosa complacencia en ajustarse a sus planes conmovió profundamente al anciano. Aceptó calurosamente la invitación, y en seguida se pusieron a conversar, no como parientes lejanos, sino más bien como viejos amigos. El corazón del anciano, vacío de afectos durante tanto tiempo, encontró un nuevo deleite. En cuanto al joven, la acogida que había recibido al desembarcar en este viejo país armonizaba del todo con los sueños habidos en sus vagabundeos en solitario, y le prometía una nueva vida plena de aventuras. Al poco tiempo el anciano aceptó plenamente la estrecha relación llamándole por su nombre de pila. Tras una larga conversación sobre temas de interés común, se retiraron ambos al camarote que iban a compartir. Richard Salton colocó afectuosamente sus manos sobre los hombros del muchacho; aunque Adam tenía veintisiete años, para su tío abuelo era, y seguiría siéndolo para siempre, un muchacho.
—Estoy muy contento de haberlo encontrado tal como es, mi querido muchacho, como el joven que siempre deseé tener por hijo en los días en que todavía alimentaba semejantes esperanzas. Sin embargo, todo eso pertenece ya al pasado. Pues, gracias a Dios, aquí comienza una nueva vida para los dos. Para usted será mucho más larga, pero todavía hay tiempo para que una parte la compartamos en común. Esperaba verle para decirle esto, porque pensaba que sería mejor no ligar su joven vida a la mía hasta haberle conocido lo suficiente como para justificar semejante aventura. Ahora puedo, en lo que a mí respecta, hablar con toda libertad, ya que desde el momento mismo en que mis ojos se posaron en usted le vi como a mi propio hijo, tal como habría sido si la voluntad de Dios hubiera elegido ese camino.
—Por supuesto que lo soy, señor, ¡de todo corazón!
—Gracias por esto, Adam —los ojos del anciano se llenaron de lágrimas y su voz tembló. Entonces, después de un prolongado silencio entre ellos, prosiguió diciendo:
—Cuando me enteré de que vendría hice mi testamento. Era normal que garantizara sus intereses desde ese momento. Aquí está la escritura; guárdela, Adam. Todo lo que tengo le pertenecerá; y si el amor y los buenos deseos, o su recuerdo, pueden hacer la vida más dulce, la suya será francamente dichosa. Ahora, mi querido muchacho, recojámonos. Partiremos por la mañana temprano y tenemos por delante un largo viaje. Espero que no le importe viajar en coche. He dispuesto el antiguo carruaje de cuatro ruedas en el que mi abuelo, y tatarabuelo suyo, se trasladaba a la Corte cuando era rey Guillermo IV. Se encuentra en perfecto estado —en aquella época se construía bien— y se ha mantenido regularmente en uso. Pero creo haber hecho algo mejor: he enviado el carruaje en el que yo mismo viajo. Los caballos los crío yo mismo y tendremos relevos dispuestos a lo largo de toda la ruta. Espero que le gusten los caballos. Han sido siempre una de las mayores aficiones de mi vida.
—Adoro los caballos, señor, y me complace poder decirle que poseo algunos. Al cumplir dieciocho años mi padre me regaló una granja para criar caballos. Me dediqué personalmente a ella y la he sacado adelante. Antes de partir, mi administrador me entregó un memorándum en el que me informaba de que tenemos más de un millar de caballos, casi todos en inmejorables condiciones.
—Me alegra mucho, hijo mío. Es otro lazo entre nosotros.
—Imagine, señor, el inmenso placer que será para mí ver Inglaterra de ese modo. ¡Y con usted!
—Gracias de nuevo, hijo mío. Por el camino le contaré todo lo relativo a su futuro hogar y sus alrededores. Como le digo, viajaremos a la antigua usanza. Mi abuelo siempre condujo un tiro con cuatro caballos y lo mismo haremos nosotros.
—Oh, gracias, señor, gracias. ¿Me permitirá tomar las riendas de vez en cuando?
—Siempre que lo desee, Adam. El tiro es suyo. Todos los caballos que utilicemos hoy, serán suyos.
—Es usted excesivamente generoso, tío.
—En absoluto. Es solamente el placer egoísta de un viejo. No ocurre todos los días que el heredero regrese a la antigua mansión de los antepasados. Y, a propósito... No, haríamos mejor en acostarnos. Le contaré el resto por la mañana.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Pablo De Santis. Novela. Los anticuarios.


Pablo De Santis es un escritor argentino (Buenos Aires, 27 de febrero de 1963).
Estudió la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, y trabajó como periodista y guionista de historietas. Publicó el álbum Rompecabezas (1995), que reúne una parte de las historietas que hizo con el dibujante Max Cachimba para la revista Fierro de la que fue Jefe de redacción.

Es autor de más de diez libros para adolescentes, por los que ganó en 2004 el Premio Konex de platino. Su primera novela, El palacio de la noche, apareció en 1987, luego le siguieron Desde el ojo del pez, La sombra del dinosaurio, Pesadilla para hackers, El último espía, Lucas Lenz y el Museo del Universo, Enciclopedia en la hoguera, Las plantas carnívoras y Páginas mezcladas, todas ellas obras dirigidas a un público juvenil.
***
Los anticuarios viven escondidos, rodeados siempre por objetos del pasado, en viejas librerías o en casas de antigüedades. No soportan los cambios ni el presente, son coleccionistas. Tienen la capacidad de evocar en los demás el rostro o los gestos de personas que han muerto. Han aprendido a controlar la sed primordial. Pero cuando se sienten atacados, vuelve el antiguo apetito.

A partir de un incidente, Santiago Lebrón quedará contaminado, convertido en un anticuario más, y mientras descubre los secretos de esa antigua tradición, conocerá el amor extraño, poderoso y perturbador que produce la sed de sangre. También deberá descubrir las estrategias para sobrevivir en un mundo hostil. Entre ellas, la obligación de acabar con la vida de aquellos que cedan a la sed, para que la tradición pueda continuar en las sombras. Pablo De Santis nos vuelve a deslumbrar, esta vez con una notable novela de vampiros ambientada en la Buenos Aires de los años cincuenta.
Fuente
N.N.

(Fragmento. Novela. LOS ANTICUARIOS).

“PRIMERA PARTE
EL MUNDO DE LO OCULTO
 En mi casa no había libros. Vi un libro por primera vez aquel día que rompí el vidrio de la escuela con una honda armada con una rama en Y, dos tiras de neumático y un pedazo de cuero. Jugábamos en el patio de tierra, en un recreo caluroso que empezaba a hacerse infinito, y yo acababa de descubrir en mí, urgente y fatal, el deseo de impresionar a una alumna nueva. Era la hija del médico, y tenía una cabellera rubia que le llegaba hasta la mitad de la espalda, unos lentes redondos que agigantaban los ojos azules y una caja de 36 lápices de colores hechos en Suiza. Hubiera podido preguntarle algo, o pedirle un lápiz prestado, pero entonces me pareció que el mundo de las palabras era pobre e insuficiente, y que jamás la alcanzaría con cortesías, bromas o insultos. En ese momento vi al zorzal, en el patio de tierra, atontado por la sed o el calor. Busqué en mi bolsillo un canto rodado y apunté al pájaro, que acababa de iniciar un vuelo torpe rumbo al techo de la escuela. La piedra no se interesó en el pájaro verdadero, y buscó, en cambio, en el cristal de la ventana, su tembloroso reflejo. El estallido del vidrio apagó todos los sonidos a mi alrededor, excepto el susurro metálico de los álamos, que ahora me sonaba lúgubre y premonitorio. La alumna nueva se agachó para recoger uno de los pedazos del vidrio, y lo miró como si nunca en su vida hubiera visto nada semejante. Indiferente a la sorpresa de los demás, miré la mano que sostenía el vidrio y descubrí el tajo diminuto y la gota de sangre. Nadie más lo veía, porque todos estaban pendientes de mí, todos esperaban ver con qué artes trataría de esconder la honda, fundirme entre los otros, simular inocencia. Pero no hice nada de eso, sólo miraba la gota de sangre en la mano de la niña, que parecía ofrecerla como algo que se ha traído de muy lejos y con enormes cuidados. El silencio duró hasta que fue pronunciado mi nombre, «Alumno Lebrón» y luego, como para que no quedaran dudas sobre mi identidad, «Alumno Santiago Lebrón», y esas palabras devolvieron sus ruidos al mundo. Volvieron las canciones de las niñas que saltaban a la soga y las onomatopeyas de abordajes piratas y disparos de Colt. Yo no pude volver tan pronto a la rutina; me arrebataron la gomera, que fue a parar a ese museo invisible donde maestras y directoras de escuela han guardado por siglos los elementos incautados, y me mandaron de castigo a la biblioteca del pueblo.
Era una casa pintada a la cal, solitaria y húmeda, que cumplía la doble función de depósito de libros y celda de aislamiento. El castigo se prolongó por una semana, y de puro aburrido empecé a curiosear los anaqueles, y a revolver entre los tomos sueltos de enciclopedias viejas y algunas novelas de aventuras. Así empecé a leer. Lo que al principio me llamó la atención fue que hubiera muchos libros con los pliegos sin guillotinar. No se me ocurrió que uno mismo debía cortar las páginas, yo pensaba que esos libros ya eran así, que era ley sagrada leerlos con dificultad, como quien espía. Libros destinados a guardar un secreto.
La alumna nueva estuvo unos pocos meses y luego se marchó, tan leve como había llegado, porque su madre se había aburrido del pueblo y obligó a su esposo a buscar un trabajo mejor. Como no abundaban las novedades en Los Álamos, durante más de un año se siguió hablando de ella y de sus lápices de colores. Nadie habló nunca de la gota de sangre, que quedó sólo para mí. También en la vida real había cosas que quedaban escondidas entre páginas sin guillotinar.
Hace muchos años que soy dueño de una librería de viejo. Está en el pasaje La Piedad; la calle es angosta y eso evita el agobio de sol. Me siento protegido por los libros, que forman paredes irregulares, los muros de mi castillo. Ya en tiempos de su antiguo dueño (Carlos Calisser, alias el Francés) la librería se llamaba La Fortaleza. Atrás está mi despacho y una escalera por la que subo a mi dormitorio. Tengo una otomana, una mesita de luz de madera lustrada, un velador de bronce. No necesito más. El cuarto no tiene ventanas. A pesar de mi edad, no me hacen falta ni lentes ni la luz del día para leer.
He aprendido que una librería debe huir por igual del orden y del desorden. Si la librería es demasiado caótica y el cliente no puede orientarse por sí mismo, se va. Si el orden es excesivo, el cliente siente que conoce la librería por completo, y que ya nada habrá de sorprenderlo. Y se va también. Téngase en cuenta que las librerías de viejo existen sólo para lectores que detestan hacer preguntas: quieren conseguir todo por sí mismos. Además, nunca saben lo que están buscando, lo saben cuando lo encuentran. En La Fortaleza dejo que principios de clasificación contradictorios coexistan: así en una pared domina el orden alfabético, en otra las rarezas, en otra las crónicas de viajes o los clásicos. Mi sección favorita es la de los tomos sueltos: un segundo volumen de Los demonios de Dostoievsky, Albertine desaparecida de Proust, el apéndice del diccionario etimológico griego de Lidell-Scott, el tomo tres de El corazón de piedra verde de Salvador de Madariaga... Esos libros, que son los clavos mayúsculos, ofrecen sin embargo, de vez en cuando, el modesto milagro: aparece un cliente al que le faltaba justo ese tomo. Es bueno ver que alguna vez, en el rompecabezas del mundo, una pieza encuentra su lugar.
En La Fortaleza no hay sólo libros. Tengo cuatro máquinas de escribir arrumbadas, a la espera de que me arme de paciencia y las arregle, y esta Hermes en la que escribo, aceitada y brillante, y que uso a veces para redactar alguna carta comercial. En los días que corren cuesta conseguir cinta de máquina, y ni hablar de repuestos, pero si la máquina todavía funciona es porque debo ser uno de los pocos en la ciudad que conoce el arte perdido de repararlas.
Olivetti, Corona, Underwood, Hermes, Continental, Remington, Royal. Todavía me parece oír el ruido de las máquinas sonando en la noche.
A los veinte años salí de mi pueblo, Los Álamos, y me vine a vivir a la ciudad. Llegué con una valija de cuero que ya en ese entonces era vieja, y que mi padre, que nunca salió del país, había cubierto de etiquetas de hoteles de Europa y grandes trasatlánticos. Conseguí un cuarto en una pensión de la calle Sarandí, enfrente del cine Gloria, y empecé a rastrear el paradero del tío Emilio, el único hermano de mi padre. Después de dos semanas de búsqueda lo encontré: tenía un taller de reparación de máquinas de escribir y calculadoras en la calle Venezuela. Atravesé el portón, que estaba abierto, y caminé entre máquinas desarmadas y latas de sardinas transformadas en ceniceros. Entraba una luz lechosa por una claraboya: en el fondo del taller estaba el tío Emilio, bien afeitado, peinado a la gomina, una medallita de oro sobre la camiseta agujereada. Ajustaba una tuerca y daba una pitada a su cigarrillo, otra vuelta y una pitada más. Me presenté y me miró sin sorpresa, como si todos los días recibiera un sobrino distinto.
—Así que vos sos Santiaguito. Tu padre, que en paz descanse, era un loco. Y decime, ¿qué sabés hacer?
No podía decirle que en Los Álamos me pasaba siempre las tardes en la biblioteca del pueblo, entre enciclopedias a las que faltaban tomos y novelas de Pierre Loti, Eugenio Sue, Emilio Salgari, Rafael Sabatini y Julio Verne. A veces me acompañaba Marcial Ferrat, mi amigo desde siempre, que sacaba y devolvía un único libro, La guerra y la paz. Nunca llegó a terminarlo. Yo había esperado en vano el ingreso de un libro nuevo, pero sólo entraron cincuenta ejemplares del mismo, Las alambradas de la memoria, los recuerdos de un estanciero de la zona. ¿Qué interés podían tener para mí esos recuerdos, que repetían lo que me rodeaba? Vacas, vacas, vacas. Yo quería que me hablaran de lo que no veía, de lo que estaba lejos. (En la juventud confundimos el extranjero con el porvenir.) Si le hubiera hablado de mis lecturas, mi tío habría pensado que era un afeminado. Le dije que sabía algo de motores, y que tal vez las máquinas de escribir no fueran tan distintas.
—Está bien. Los buenos mecánicos trabajan con el oído. Conocí a uno que no se ponía el mameluco: camisa blanca, almidonada, y nunca una manchita. Con estas máquinas también hay que trabajar con el oído. Escuchá. Tac, tac, tac.
En los días siguientes, me hizo escuchar máquinas con distintas fallas. Recorría el taller tocando una ahí y otra allá: él señalaba grandes diferencias, pero a mí me sonaban todas iguales. Empezó a darme tareas sencillas para hacer. Él se reservaba los trabajos más delicados, y a mí me tocaba armarlas y desarmarlas, o buscar las piezas en un mueble lleno de cajoncitos. Además de técnico hacía de cadete: iba a retirar las máquinas a las oficinas del centro y las devolvía después. Donde más pedían sus servicios era en el diario Últimas Noticias. A veces iba al diario tres veces en el día.
—En las máquinas de los diarios vas a ver que la X siempre está sucia. Las secretarias de las oficinas no la usan nunca, pero los periodistas se la pasan tachando.
Me había empezado a doler la espalda de tanto cargar las máquinas. Mi tío me pagaba muy poco, pero al menos aprendía un oficio. Él estaba contento con tener un discípulo:
—Lo más difícil es cuando una máquina se cae al piso. A lo mejor no hay nada completamente roto, pero la máquina entera empieza a fallar, como si hubiera perdido el alma.
A veces me invitaba a comer a un bodegón que había a la vuelta de su taller. Miraba la lista de platos, como si dudara en elegir, y decía:
—En la variedad está el gusto. —Pero pedía siempre lo mismo: bife con ensalada y queso fontina con dulce de batata.
También le gustaba hablar de mi padre. Yo tenía recuerdos borrosos; él les daba precisión, los corregía y coloreaba. Algunos hubiera preferido mantenerlos difusos y en blanco y negro. Lo único que sabía con certeza de mi padre era que había sido viajante de comercio, y que murió en un accidente de auto en el año 35, camino a Catamarca.
—Tu padre era un loco, Santiaguito. Corría con el auto como si lo persiguiera el diablo. Sabía vender. Podía venderle cualquier cosa a cualquiera. Y la clave de su éxito era que nunca trataba de convencer. Dejaba que la gente se convenciera sola. En Trenque Lauquen, en el año 28, lo arrestaron por vender un agua milagrosa que aseguraba la longevidad. En un primer momento hablaba sin convencimiento, dejaba que la gente dudara. Los frascos quedaban sin vender. Pero al terminar el speech, cuando se iba, dejaba caer como al descuido la libreta de enrolamiento. La libreta pasaba de mano en mano: ahí decía que tenía setenta años. La gente quedaba maravillada de su piel sin arrugas, del pelo negro, brillante, sin una cana: claro, en realidad tenía 34. Los frascos volaban, agua milagrosa para todos.
—Y al final lo arrestaron...
—Esas cosas pasan. A pesar de ese problemita con la justicia guardó un buen recuerdo del agua milagrosa. Se tomaba un frasco por semana. Pero el agua milagrosa no puede contra la velocidad, los malos caminos, las curvas cerradas, la lluvia.
Una tarde insistió en ir en persona a buscar una máquina al diario. Cuando volvió al taller, la dejó en la mesa, entre morsas y destornilladores, y me dio una tarjeta.
—Andá mañana a ver al fulano éste. Es el jefe de mantenimiento del diario. Quieren un técnico que esté de diez a seis en el diario, que no salga de allí. Y que, de paso, cambie los cueritos de las canillas, las lamparitas, esas cosas.
Me limpié las manos de grasa antes de tomar la tarjeta. Por más que uno se lavara las manos no había modo de sacarse la grasa por completo: quedaba entre los pliegues de los dedos, debajo de las uñas, en las líneas de la palma.
—Eso no significa que tenés que olvidarte de tu tío. Pasá, de vez en cuando.
Le dije que iba a pasar. Y que cuando me pagaran, lo iba a invitar yo al bodegón de la vuelta. Después seguimos trabajando juntos hasta que la luz de la claraboya se apagó y hubo que encender las lámparas.
Últimas Noticias tenía su propio edificio sobre Paseo Colón; una mole sombría de seis pisos. Los talleres estaban a la vuelta. Llegaba temprano, antes de la limpieza, cuando el piso todavía estaba cubierto por la ceniza de infinitos cigarrillos y por bollos de papel que escondían malogrados comienzos de notas. Los vidrios estaban siempre sucios, manchados por años de humo, y la luz de afuera nunca se decidía a entrar. Antes de ponerme a trabajar daba un lento paseo de una punta a la otra de la redacción mientras me fijaba cuáles eran las máquinas que tendría que arreglar ese día. Si alguna se averiaba, la dejaban apoyada contra el lomo, vertical. Algunas máquinas tenían inscripciones en la base: cuando un periodista moría —lo que no era nada insólito: desordenados hábitos nocturnos— se anotaba su nombre y sus dos fechas con la tempera blanca que se usaba para las correcciones. Así quien usaba la máquina sabía que antes había pertenecido a tal o cual prócer del periodismo.
Eran máquinas duras, la mayoría habían sido compradas en los inicios del diario. Walton, el fundador, había viajado a Bayenna, Nueva Jersey, en 1932, para conocer la fábrica y encargar las máquinas —Underwood modelo 5—, porque le gustaba hacer todo en persona. La foto de Walton en el puerto, junto con las cajas, colgaba enmarcada en la planta baja del diario. Quien visitaba la redacción veía antes que nada la llegada de las máquinas al puerto y a Walton con un sombrero de ala ancha, que el viento se empeñaba en arrancarle. Murió quince años después de la fundación del diario y su hijo, que en ese entonces alargaba una carrera de leyes más allá de todo plazo razonable, quedó al mando.
Las manos suaves y veloces de una mecanógrafa no hubieran estropeado una de aquellas Underwood ni en un siglo, pero los dedos de los redactores eran pesados, y las máquinas debían soportar sus arrepentimientos y cambios de humor, que se manifestaban en forma de bruscos golpes del carro o puñetazos contra el teclado. A lo largo de la jornada, distintas clases de emociones atravesaban la redacción y todas terminaban dejando alguna huella en las máquinas.
Yo me ocupaba de quitar la mezcla de pulpa y tinta que borraba los contornos de las letras; engrasaba los mecanismos, ajustaba tuercas y tornillos, y reemplazaba los diminutos resortes. Abstraído en mi trabajo, apenas me daba cuenta del movimiento a mi alrededor: primero los empleados de limpieza, que ventilaban y barrían los últimos restos de la noche —incluido algún periodista, en general Germán Hulm, que se quedaba dormido en los sillones de cuero verde del hall—, luego la señora Elsa, encargada del horóscopo, que era la primera en llegar del plantel de redacción, y diez minutos después Felipe Sachar, que entraba con un maletín ajado abarrotado de papeles, siempre a punto de explotar, pero que se abría en el instante que llegaba al escritorio, como si ese caos portátil escondiera un mecanismo de relojería. Yo ayudaba a Sachar a levantar los papeles, porque me parecía que iba contra las leyes naturales que un hombre tan voluminoso se pusiera en contacto con las regiones inferiores.
Felipe Sachar se definía como cruzadista («Decir que soy un cruzado sería una exageración») y había hecho imprimir algunas tarjetas con su nombre y profesión. Insistía: «El oficio de quienes trabajamos con el diccionario no figura en ningún diccionario». Alto y robusto, vestía siempre el mismo saco a cuadros. Su juego recibía el nombre de criptograma, porque una vez completado aparecía una frase escondida (frase que Sachar sacaba de una recopilación de citas célebres, que abusaba de Oscar Wilde y de Montaigne). Las palabras cruzadas se publicaban en la última página, junto con el horóscopo y tres tiras de historietas compradas a los sindicatos norteamericanos. A Sachar le tocaba compartir la página con Agente X 9, Trifón y Sisebuta y una historieta de guerra cuyo nombre no recuerdo, en la que siempre había un oficial pidiendo refuerzos por radio. Junto a las palabras cruzadas había una sección periodística titulada «El mundo de lo oculto», que se ocupaba de seguir los pasos de médiums, mentalistas, hipnotizadores y acólitos de Madame Blavatsky. La sección estaba firmada por Míster Talvez.
Le pregunté a la amable señora Elsa si sabía quién era el que se escondía tras el seudónimo: imaginaba que entre el autor de «El mundo de lo oculto» y la astróloga habría alguna clase de complicidad.
—Sólo el director lo sabe —respondió la señora Elsa, mientras sacaba el tejido de su cartera, como hacía siempre apenas terminaba su columna. Aun en verano tejía bufandas. Elsa era una de las pocas personas de la redacción capaces de escribir con los diez dedos, y nunca debí reparar su máquina, ya que la cuidaba como a un hijo—. Todas las tardes llega al diario un sobre a nombre del señor Walton. Es lo único que puedo decirle.
—Debe ser alguien que conoce muy bien el ambiente esotérico —dije, por decir algo.
Sachar intervino:
—No necesita conocer nada. Los esotéricos repiten siempre las mismas cosas, de fenómenos distintos sacan las mismas conclusiones. En todo encuentran mensajes: en las pirámides, en los naipes, en las estrellas, en la borra del café. Como dijo ya no recuerdo quién, el ocultismo es la metafísica de los idiotas.
La señora Elsa volvió la cabeza, ofendida, y se concentró en su tejido. Sachar quiso arreglar las cosas:
—Le aseguro que no estaba pensando en el horóscopo. Una cosa es la adivinación y otra la astrología, que es casi una ciencia. Soy Tauro y usted siempre le pega con sus predicciones.
—¿En serio?
—Palabra —Sachar se puso la mano derecha sobre el corazón—. Además, no me olvido de la bufanda que me tejió el invierno pasado.
—¿Todavía la conserva?
—La dejé olvidada en un taxímetro. Pero conservo la sensación alrededor de mi cuello. A propósito, señora Elsa, ese color me va perfecto.
En cuanto a las predicciones de la astróloga, Sachar decía la verdad: el horóscopo estaba escrito con tanta precaución que sus palabras siempre acertaban. Con el paso de los años, las predicciones habían sido reemplazadas por sabios consejos: como un hada buena, la señora Elsa hacía propaganda a la honestidad, la fidelidad, el tesón.
Las columnas del Míster Talvez no eran tan apologéticas de los profesionales de la adivinación como lo pretendía Sachar. El cruzadista estaba celoso —pensaba yo— porque en los últimos años la columna se había expandido a expensas del santoral, mientras que su juego seguía del mismo tamaño desde los comienzos del diario. Míster Talvez tomaba un personaje cada día, exponía su modo de trabajo sin afirmar jamás que su poder era cierto. Contaba la historia del arte adivinatorio sin juzgar su eficacia. Muy a menudo su columna estaba formada por pequeños textos, a veces brevísimos e incomprensibles, como si hubiera algún tipo de información en clave para lectores avisados.
—Esas columnas le hacen creer a la gente en cosas que no existen —decía Sachar mientras trazaba con un lápiz negro de punta blanda sus limpios diagramas—. En cambio yo trato de educar al lector a través de mis definiciones. Lo paseo por la historia, la literatura, la pintura, la botánica...
Sobre todo por la botánica. Sachar hacía cultivo intensivo de un diccionario de plantas, al que recurría siempre que tenía que reunir en una palabra letras que el idioma español apenas soportaba juntas. Así surgían esas definiciones que eran la pesadilla de los lectores: familia de dicotiledonias de hojas sencillas, alternas, flores en amentos, fruto indehiscente, con semillas sin albumen. Rara vez germinaban.
Cuando yo terminaba con la última máquina guardaba las herramientas en mi valija y me sentaba a conversar con él, a pesar del humo de su pipa, que era su manera de mantener una distancia de un metro y medio del resto del mundo. De vez en cuando me explicaba los trucos de su trabajo. Si no me hubiera sentado con él a charlar, si no hubiera atendido sus explicaciones, mi vida habría tomado un rumbo totalmente distinto. No hay ejercicio tan vano como ponerse a pensar en el pasado, y a decirse: si en vez de ir a esa cita, hubiera faltado, si en vez de hacer esa llamada... ¿Pero cómo sustraernos a ese juego? Creemos que todas nuestras decisiones son azarosas, que no están conectadas: hasta que aparece, demorada y nítida, la frase escondida”.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

ITALO SVEVO. Todos los relatos.

              Este volumen comprende la totalidad de los relatos que escribió Italo Svevo, uno de los mayores escritores del siglo XX. Son un reflejo de su gran literatura, de su capacidad introspectiva, y de los temas que recorren su obra: el peso de la moral sobre el individuo, el amor, la vejez, el sentimiento de culpa, el paso del tiempo, la muerte, el mundo laboral, la crítica a la burguesía. Svevo se muestra como un experto indagador en los entresijos del alma, con una capacidad asombrosa para reflejar el lado más oscuro del ser humano.
Italo Svevo (1861-1928), decepcionado por la escasa aceptación que tuvieron sus dos primeras obras, Una vida y Senilidad, renunció a la escritura. Su decisión no cambió hasta que su profesor de inglés, un irlandés peculiar llamado James Joyce, le animara a seguir escribiendo. Solo una obra más, La conciencia de Zeno, vería la luz antes de su muerte en un accidente de automóvil.
***

Italo Svevo, seudónimo de Aron Hector Schmitz (Trieste, 1861 - Motta di Livenza, 1928), hijo de madre italiana y padre alemán, fue periodista y autor de novelas, relatos y obras de teatro. Pronto se interesó por la literatura, especialmente por clásicos italianos y franceses, y la obra de Shakespeare y Turgueniev. Hoy está considerado como uno de los más grandes escritores del siglo XX, aunque sus primeras novelas, Una vida y Senilidad, pasaron inicialmente desapercibidas. Su consagración literaria llegó con La conciencia de Zeno, una obra fuertemente influida por las teorías psicoanalíticas, que recibió encendidos elogios de James Joyce.
La irrupción de la literatura de Italo Svevo en la Italia de principios del siglo XX tuvo un enorme impacto. El escritor Eugenio Montale dijo, refiriéndose a la obra literaria de Svevo, que una obra de arte de tal envergadura no sólo modificó el ambiente cultural del que surgió, sino que también actuó retrospectivamente sobre todas las obras de arte que la precedieron.
Este volumen comprende la totalidad de los relatos de Svevo, desde aquellos que publicó en el diario El independiente (como El asesino de la calle Belpoggio), donde él trabajaba, hasta algunos esbozos sin corregir escritos pocos días antes de su muerte.
El volumen está dividido en tres partes: Relatos completos, Relatos incompletos y Las confesiones de un anciano. En cada una de las partes, el orden de los relatos es cronológico. Los relatos inacabados tienen el sello inequívoco de su autor, algunos son verdaderas joyas literarias y todos tienen un enorme valor para los lectores interesados por Svevo. La tercera parte, Las confesiones de un anciano, muestra algunos esbozos de la que iba a ser una nueva novela de Svevo, interrumpida por su muerte en 1928: una continuación de La conciencia de Zeno, con sus mismos protagonistas, Zeno Cosini y su esposa Augusta.
Algunos de estos relatos están considerados por la crítica como parte de lo mejor de la obra de Italo Svevo, muy especialmente Historia del buen viejo y la muchacha hermosa y el incompleto Corto viaje sentimental. Los relatos de Svevo son un fiel reflejo de su gran literatura, de su estilo en el que asoman los clásicos cuya lectura cultivó, de su capacidad introspectiva, y de los temas y preocupaciones que recorren su obra, habitados por una elegante ironía y un sutil sentido del humor: el peso de la moral sobre el individuo, el amor, la vejez, el sentimiento de culpa, el paso del tiempo, la muerte, el mundo laboral, la crítica a la burguesía… Svevo se muestra como un experto indagador en los entresijos del alma, con una capacidad asombrosa para reflejar el lado más oscuro del ser humano. Estas ambiciones quedan presentes también en sus relatos más experimentales, como Argo y su amo, la historia de un perro contada por él mismo, o La muerte del gato, o en algunos relatos en los que se vale de elementos fantásticos para reflejar sus obsesiones.
En palabras de Eugenio Montale: «Svevo es un escritor siempre abierto. Nos acompaña, nos guía hasta cierto punto, pero no nos da nunca la impresión de haberlo dicho todo: es amplio y no saca conclusiones, como la vida. Por eso, cuando nos preguntamos qué se debe leer de él, la respuesta sólo puede ser una: leed todo, si podéis, pero no invirtáis el orden de lectura, recorred con él un camino que en su caso no es nunca reversible y dejaos conducir hasta donde le sea posible a él y a vosotros. Más allá estaréis solos, pero no lamentéis el tiempo perdido: os quedará el sentimiento de haber realizado una experiencia necesaria, de haber aumentado vuestra comprensión de la vida».

martes, 20 de diciembre de 2016

Pedro Calderón de la Barca. El gran teatro del mundo Editor: Enrique Rull.


Pedro Calderón de la Barca
El gran teatro del mundo
Editor: Enrique Rull

 INTRODUCCIÓN


  1. PERFILES DE LA ÉPOCA

El auto sacramental El gran teatro del mundo, escrito por Calderón seguramente entre 1630 y 1635, muy próximo, por tanto, a La vida es sueño, se inscribe, como esta comedia, en lo que podemos considerar la estética barroca dentro del teatro. A esa estética responde la conformación de la arquitectura del texto dramático, su escenografía, su lenguaje y la jerarquización de los personajes, escenas, y acciones. Por ello es imprescindible atender al concepto de «barroco» para comprender con la mayor de las precisiones de qué estamos hablando cuando nos referimos a este auto del dramaturgo madrileño. Desde el punto de vista histórico el período barroco no tiene, como es lógico, unas fechas claramente definidas, pero convencionalmente se suele entender por tal la época que va de la muerte de Felipe II hasta el cambio de dinastía en España con la desaparición de la dinastía austríaca por el fallecimiento de Carlos II y la subsiguiente instauración borbónica en la figura de Felipe V al comienzo del siglo XVIII. Pero esto es una verdad a medias porque el período barroco penetra en la estética literaria todavía bastante avanzado el siglo XVIII en los gustos de muchos poetas e incluso en las preferencias del público teatral, y se puede decir que hasta la prohibición de los autos sacramentales en 1765 con el triunfo de la estética neoclásica y la Ilustración no se puede hablar de la desaparición de la preeminencia barroca. Lo mismo ocurre en la arquitectura y en la pintura, cuya prolongación es evidente hasta bastante entrado en siglo. En otros campos, como la música, se puede decir que su apogeo se produce ya en pleno siglo XVIII, como ocurre en las excelsas figuras de Bach y Hándel en Alemania, Rameau en Francia, Vivaldi y Domenico Scarlatti en Italia (este último pasó los años finales de su vida en la corte española). Por todo ello hay que tener en cuenta estos hechos a la hora de considerar el término «barroco» y sus posibles límites cronológicos.
El Barroco se suele caracterizar en la arquitectura por las formas monumentales en el exterior y por las artes suntuarias en el interior (pinturas, retablos, etc.). En la pintura las composiciones renacentistas verdaderamente escenográficas de Tiziano, Tintoretto y Veronés son la base del desarrollo de los grandes pintores barrocos como Rubens, Rembrandt y Van Dyck en los Países Bajos, Tiépolo en Italia y en España, y en este último país, desde luego, el Greco, Velázquez, Zurbarán, Ribera, Murillo, Valdés Leal y otros, los cuales representan, bajo distintos aspectos, el espíritu del Barroco, desde la voluptuosidad de las formas, el claroscuro, el colorismo, la visión ascética y espiritual, y la idea de un mundo que se debate entre el gozo de la vida y la visión tenebrista de la muerte y sus símbolos religiosos. Se puede decir que en la literatura tenemos todos estos mismos contrastes estéticos e ideológicos. Góngora, Lope de Vega y Quevedo representan todo ello en forma máxima y la herencia que dejan es perceptible en el lenguaje y en la visión del mundo de Calderón de la Barca, tanto en sus dramas, como en sus comedias, sus autos sacramentales y sus entremeses. El llamado despectivamente en su época «culteranismo», por asimilación consciente con «luteranismo» como sinónimo de herejía, no es sino una forma extrema de la estética gongorina de la que no se iban a liberar ni sus más acerbos críticos. El conceptismo está muy vivo en Quevedo y en Gracián, y no es sino una forma de ingenio en la expresión de las ideas llevado a un límite, que por otra parte no es enteramente nuevo, pues los juegos de ingenio verbal ya estaban muy presentes desde los Cancioneros del siglo XV en España.
Además, el Barroco no nace exactamente de una oposición al Renacimiento, sino como una prolongación del mismo, de sus ideales humanísticos, alumbrados por los caracteres religioso-místicos de esa época en España. Si a esto añadimos las especiales circunstancias históricas del momento tendremos que entender que la situación política y social de la España barroca procede de la peculiar idea imperial de Carlos V, de la herencia que deja a su hijo Felipe II de dimensiones casi inabarcables, y del agotamiento económico y social subsiguiente al mantenimiento, guerras e inseguridad que alejan en el hombre español el sentimiento de equilibrio y optimismo renacentistas. Crisis que se refleja muy bien en la obra cervantina, principalmente en el Quijote, y de la que serán herederos los artistas de la época que estamos viendo. Frente al idealismo renacentista surge el desengaño de la realidad de la que se hace sátira a veces cruel, como sucede en El Buscón de Quevedo o en El diablo cojuelo de Vélez de Guevara. Así, lo satírico y burlesco toma carta de naturaleza incluso en la poesía, donde los temas clásicos son puestos en tela de juicio y se hace burla de ellos por muy serios que pudieran ser (como sucede con las fábulas de Píramo y Tisbe, Hero y Leandro, Apolo y Dafne, Dido y Eneas, Céfalo y Procris, etc.).
La situación histórica no corre paralela al auge de la vida cultural, y el Imperio que consiguió mantener y ampliar incluso Felipe II empieza a dar muestras de resquebrajamiento con Felipe III, Felipe IV (al que todavía denominan el Grande), y de franca decadencia ya con Carlos II. En realidad, frente al gobierno burocrático y personal del Felipe II, surgen en los monarcas que le suceden los validos que tratan de mantener un poder a veces al margen de los débiles reyes a quienes más que asesorar sustituyen en las labores políticas. La corrupción en la atribución de responsabilidades y de cargos, el dispendio de dinero en lujos excesivos por parte de la nobleza y de la corte, el aumento de la pobreza y los conflictos bélicos, en los que es ya raro el triunfo de los ejércitos españoles en Europa, traen como consecuencia el desánimo, la incertidumbre y a la vez la incredulidad de que el papel del país ya no juega en el concierto mundial ni el influjo, ni el poder que tuvo antes. No obstante, las artes florecen por la ayuda de los monarcas y de muchos nobles que ejercen de mecenas y colaboran en el mantenimiento y ayuda de artistas y escritores. Las Academias literarias tienen todavía un papel importante, la Iglesia protege los bienes de la cultura y colabora en el sostén de actos de beneficencia que ayudan a paliar el hambre y la miseria de muchos desgraciados, pese a que en ciertos casos algunas de sus jerarquías se oponen por ejemplo al teatro profano. De la misma manera la corrupción invade el mundo eclesiástico con la relajación de las costumbres, la venta de bulas y otros beneficios espirituales. Ya esto había intentado ser atajado por la Reforma protestante en algunos aspectos que incluso atañían a la ortodoxia, por lo que la llamada Cotrarreforma plasmada en el Concilio de Trento (1542) intentó remediar mediante la plasmación de unos dogmas que evitaran o contrarrestaran la influencia de la herejía y de paso corrigieran los propios vicios de la Iglesia. Esto es lo que constituyó la verdadera Reforma católica a la que se adhirieron los monarcas españoles como paladines de la nueva ortodoxia, y gracias a la influencia de la Iglesia en los púlpitos, en la enseñanza y en la vida cotidiana pudieron sembrar constantemente. Esta influencia se halla en los escritores y artistas del Barroco, en la llamada imaginería, en el cultivo de temas religiosos en el arte (santos, místicos, mártires, vírgenes, escenas de los evangelios y de las Sagradas escrituras en general, que hallamos en todos los pintores españoles mencionados antes, en los escultores y en las grandes catedrales e iglesias barrocas), y en la literatura: temas doctrinales, morales, teológicos, de poesía religiosa profundamente sentida, como en Lope de Vega y Valdivielso, o en el auge del auto sacramental, en el propio Lope, en Tirso y sobre todo en Calderón, que para muchos ha representado y representa en este género no sólo la culminación del arte teatral, sino la más perfecta muestra del barroco doctrinal en el auto como género y fiesta religiosa y popular a la vez.

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FILOSOFÍA Y LITERATURA

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