martes, 27 de diciembre de 2016

Jorge Luis Borges. Sur, Buenos Aires, N° 264, mayo-junio de 1960.


ALFONSO REYES

Hacia 1919, Thorstein Veblen se preguntó por qué los judíos, pese a los muchos y notorios obstáculos que deben superar, sobresalen intelectualmente en Europa. Si no me engaña la memoria, acabó por atribuir esa primacía a la paradójica circunstancia de que el judío, en tierras occidentales, maneja una cultura que le es ajena y en la que no le cuesta innovar, con buen escepticismo y sin supersticioso temor. Es posible que mi resumen mutile o simplifique su tesis; tal como la dejo enunciada, se aplicaría singularmente bien a los irlandeses en el orbe sajón o a nosotros, americanos del Norte o del Sur. Este último caso es el que me importa; en él descubro, o quiero descubrir, la clave de la obra de Reyes.

El inglés, el portugués y el español son las lenguas de América y la contingencia de que estas lenguas formen otras, más adecuadas a la expresión de nuestro continente, puede ser un temor o una esperanza, pero no el tema de un proyecto inmediato. El uso de aquellas lenguas no significa que nos sintamos ingleses, portugueses o españoles; la historia atestigua nuestra voluntad de dejar de serlo. Esa voluntad no es una renuncia; quiere decir que somos herederos de todo el pasado y no de los hábitos o pasiones de tal o cual estirpe. Como el judío de la tesis de Veblen, manejamos la cultura de Europa sin exceso de reverencia. (En cuanto a las culturas indígenas, imaginar que las continuamos es una afectación arbitraria o un alarde romántico.)

Los astros fueron generosos con Reyes. En la República Argentina hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la incomunicada ignorancia; a Reyes le tocó una zona sensible a la gravitación del inglés y una época que no había perdido aún la costumbre de las letras francesas. Años de España lo acercaron al ayer de su sangre y una noble curiosidad lo hizo ahondar en el ayer latino y helénico. Sabiamente usó las tres armas que se permitió Stephen Dedalus: silencio, destierro y destreza. Otro favor fue ser contemporáneo de la más diversa y afortunada revolución de las letras hispánicas; hablo, naturalmente, del modernismo. Más allá de su nombre un tanto ridículo (el presente es la única forma en que se da lo real y nadie vivió en el pasado o vivirá en el porvenir) el modernismo sintió que su heredad era cuanto habían soñado los siglos y así Ricardo Jaimes Freyre pudo versificar los mitos escandinavos, como Leconte de Lisie, y Leopoldo Lugones, en El Payador, se desvió del tema pampeano para alabar a Góngora, proscripto por los académicos españoles. Una de las paradojas de aquel debate fue que los individuos de la Academia negaban o ignoraban el mejor pasado español y reducían el arte de escribir a la repetición de los refranes de Sancho o a la juiciosa variación de sinónimos. Quevedo escribió irónicamente que remudar vocablos es limpieza y la Gramática de la Academia alega esa broma para recomendar su criterio estadístico del lenguaje.

Cifrar en unos pocos nombres un complejo y vasto proceso es correr el albur de que se noten menos las inclusiones que las inevitables omisiones, pero entiendo que la renovación de la prosa cabe en el nombre de Groussac y la renovación del verso en el de Darío. Ambas iniciativas culminan en la obra de Reyes, singularmente la primera. De dos modos podemos considerarla: en sí misma, en sus inquietudes y encantos, y en su carácter de instrumento forjado para quienes manejamos hoy el idioma. Si los dioses 1° quieren, ensayaré algún día ese doble análisis; básteme hoy declarar con felicidad lo mucho que debo a su ejemplo.

La vasta biblioteca que Alfonso Reyes ha legado a su patria no es otra cosa que un símbolo imperfecto y visible. No sé si recorrió tantos volúmenes como Saintsbury o Menéndez y Pelayo, pero no será inútil recordar una diferencia que escapa al cómputo de páginas o de líneas. El campo visual de los referidos maestros no excede, en cada caso particular, el área del sujeto que trata; la memoria de Alfonso Reyes, en cambio, era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad. Esto se advertía, asimismo, en el diálogo.

Sur, Buenos Aires, N° 264, mayo-junio de 1960.

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