sábado, 24 de diciembre de 2016

Pablo De Santis. Novela. Los anticuarios.


Pablo De Santis es un escritor argentino (Buenos Aires, 27 de febrero de 1963).
Estudió la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, y trabajó como periodista y guionista de historietas. Publicó el álbum Rompecabezas (1995), que reúne una parte de las historietas que hizo con el dibujante Max Cachimba para la revista Fierro de la que fue Jefe de redacción.

Es autor de más de diez libros para adolescentes, por los que ganó en 2004 el Premio Konex de platino. Su primera novela, El palacio de la noche, apareció en 1987, luego le siguieron Desde el ojo del pez, La sombra del dinosaurio, Pesadilla para hackers, El último espía, Lucas Lenz y el Museo del Universo, Enciclopedia en la hoguera, Las plantas carnívoras y Páginas mezcladas, todas ellas obras dirigidas a un público juvenil.
***
Los anticuarios viven escondidos, rodeados siempre por objetos del pasado, en viejas librerías o en casas de antigüedades. No soportan los cambios ni el presente, son coleccionistas. Tienen la capacidad de evocar en los demás el rostro o los gestos de personas que han muerto. Han aprendido a controlar la sed primordial. Pero cuando se sienten atacados, vuelve el antiguo apetito.

A partir de un incidente, Santiago Lebrón quedará contaminado, convertido en un anticuario más, y mientras descubre los secretos de esa antigua tradición, conocerá el amor extraño, poderoso y perturbador que produce la sed de sangre. También deberá descubrir las estrategias para sobrevivir en un mundo hostil. Entre ellas, la obligación de acabar con la vida de aquellos que cedan a la sed, para que la tradición pueda continuar en las sombras. Pablo De Santis nos vuelve a deslumbrar, esta vez con una notable novela de vampiros ambientada en la Buenos Aires de los años cincuenta.
Fuente
N.N.

(Fragmento. Novela. LOS ANTICUARIOS).

“PRIMERA PARTE
EL MUNDO DE LO OCULTO
 En mi casa no había libros. Vi un libro por primera vez aquel día que rompí el vidrio de la escuela con una honda armada con una rama en Y, dos tiras de neumático y un pedazo de cuero. Jugábamos en el patio de tierra, en un recreo caluroso que empezaba a hacerse infinito, y yo acababa de descubrir en mí, urgente y fatal, el deseo de impresionar a una alumna nueva. Era la hija del médico, y tenía una cabellera rubia que le llegaba hasta la mitad de la espalda, unos lentes redondos que agigantaban los ojos azules y una caja de 36 lápices de colores hechos en Suiza. Hubiera podido preguntarle algo, o pedirle un lápiz prestado, pero entonces me pareció que el mundo de las palabras era pobre e insuficiente, y que jamás la alcanzaría con cortesías, bromas o insultos. En ese momento vi al zorzal, en el patio de tierra, atontado por la sed o el calor. Busqué en mi bolsillo un canto rodado y apunté al pájaro, que acababa de iniciar un vuelo torpe rumbo al techo de la escuela. La piedra no se interesó en el pájaro verdadero, y buscó, en cambio, en el cristal de la ventana, su tembloroso reflejo. El estallido del vidrio apagó todos los sonidos a mi alrededor, excepto el susurro metálico de los álamos, que ahora me sonaba lúgubre y premonitorio. La alumna nueva se agachó para recoger uno de los pedazos del vidrio, y lo miró como si nunca en su vida hubiera visto nada semejante. Indiferente a la sorpresa de los demás, miré la mano que sostenía el vidrio y descubrí el tajo diminuto y la gota de sangre. Nadie más lo veía, porque todos estaban pendientes de mí, todos esperaban ver con qué artes trataría de esconder la honda, fundirme entre los otros, simular inocencia. Pero no hice nada de eso, sólo miraba la gota de sangre en la mano de la niña, que parecía ofrecerla como algo que se ha traído de muy lejos y con enormes cuidados. El silencio duró hasta que fue pronunciado mi nombre, «Alumno Lebrón» y luego, como para que no quedaran dudas sobre mi identidad, «Alumno Santiago Lebrón», y esas palabras devolvieron sus ruidos al mundo. Volvieron las canciones de las niñas que saltaban a la soga y las onomatopeyas de abordajes piratas y disparos de Colt. Yo no pude volver tan pronto a la rutina; me arrebataron la gomera, que fue a parar a ese museo invisible donde maestras y directoras de escuela han guardado por siglos los elementos incautados, y me mandaron de castigo a la biblioteca del pueblo.
Era una casa pintada a la cal, solitaria y húmeda, que cumplía la doble función de depósito de libros y celda de aislamiento. El castigo se prolongó por una semana, y de puro aburrido empecé a curiosear los anaqueles, y a revolver entre los tomos sueltos de enciclopedias viejas y algunas novelas de aventuras. Así empecé a leer. Lo que al principio me llamó la atención fue que hubiera muchos libros con los pliegos sin guillotinar. No se me ocurrió que uno mismo debía cortar las páginas, yo pensaba que esos libros ya eran así, que era ley sagrada leerlos con dificultad, como quien espía. Libros destinados a guardar un secreto.
La alumna nueva estuvo unos pocos meses y luego se marchó, tan leve como había llegado, porque su madre se había aburrido del pueblo y obligó a su esposo a buscar un trabajo mejor. Como no abundaban las novedades en Los Álamos, durante más de un año se siguió hablando de ella y de sus lápices de colores. Nadie habló nunca de la gota de sangre, que quedó sólo para mí. También en la vida real había cosas que quedaban escondidas entre páginas sin guillotinar.
Hace muchos años que soy dueño de una librería de viejo. Está en el pasaje La Piedad; la calle es angosta y eso evita el agobio de sol. Me siento protegido por los libros, que forman paredes irregulares, los muros de mi castillo. Ya en tiempos de su antiguo dueño (Carlos Calisser, alias el Francés) la librería se llamaba La Fortaleza. Atrás está mi despacho y una escalera por la que subo a mi dormitorio. Tengo una otomana, una mesita de luz de madera lustrada, un velador de bronce. No necesito más. El cuarto no tiene ventanas. A pesar de mi edad, no me hacen falta ni lentes ni la luz del día para leer.
He aprendido que una librería debe huir por igual del orden y del desorden. Si la librería es demasiado caótica y el cliente no puede orientarse por sí mismo, se va. Si el orden es excesivo, el cliente siente que conoce la librería por completo, y que ya nada habrá de sorprenderlo. Y se va también. Téngase en cuenta que las librerías de viejo existen sólo para lectores que detestan hacer preguntas: quieren conseguir todo por sí mismos. Además, nunca saben lo que están buscando, lo saben cuando lo encuentran. En La Fortaleza dejo que principios de clasificación contradictorios coexistan: así en una pared domina el orden alfabético, en otra las rarezas, en otra las crónicas de viajes o los clásicos. Mi sección favorita es la de los tomos sueltos: un segundo volumen de Los demonios de Dostoievsky, Albertine desaparecida de Proust, el apéndice del diccionario etimológico griego de Lidell-Scott, el tomo tres de El corazón de piedra verde de Salvador de Madariaga... Esos libros, que son los clavos mayúsculos, ofrecen sin embargo, de vez en cuando, el modesto milagro: aparece un cliente al que le faltaba justo ese tomo. Es bueno ver que alguna vez, en el rompecabezas del mundo, una pieza encuentra su lugar.
En La Fortaleza no hay sólo libros. Tengo cuatro máquinas de escribir arrumbadas, a la espera de que me arme de paciencia y las arregle, y esta Hermes en la que escribo, aceitada y brillante, y que uso a veces para redactar alguna carta comercial. En los días que corren cuesta conseguir cinta de máquina, y ni hablar de repuestos, pero si la máquina todavía funciona es porque debo ser uno de los pocos en la ciudad que conoce el arte perdido de repararlas.
Olivetti, Corona, Underwood, Hermes, Continental, Remington, Royal. Todavía me parece oír el ruido de las máquinas sonando en la noche.
A los veinte años salí de mi pueblo, Los Álamos, y me vine a vivir a la ciudad. Llegué con una valija de cuero que ya en ese entonces era vieja, y que mi padre, que nunca salió del país, había cubierto de etiquetas de hoteles de Europa y grandes trasatlánticos. Conseguí un cuarto en una pensión de la calle Sarandí, enfrente del cine Gloria, y empecé a rastrear el paradero del tío Emilio, el único hermano de mi padre. Después de dos semanas de búsqueda lo encontré: tenía un taller de reparación de máquinas de escribir y calculadoras en la calle Venezuela. Atravesé el portón, que estaba abierto, y caminé entre máquinas desarmadas y latas de sardinas transformadas en ceniceros. Entraba una luz lechosa por una claraboya: en el fondo del taller estaba el tío Emilio, bien afeitado, peinado a la gomina, una medallita de oro sobre la camiseta agujereada. Ajustaba una tuerca y daba una pitada a su cigarrillo, otra vuelta y una pitada más. Me presenté y me miró sin sorpresa, como si todos los días recibiera un sobrino distinto.
—Así que vos sos Santiaguito. Tu padre, que en paz descanse, era un loco. Y decime, ¿qué sabés hacer?
No podía decirle que en Los Álamos me pasaba siempre las tardes en la biblioteca del pueblo, entre enciclopedias a las que faltaban tomos y novelas de Pierre Loti, Eugenio Sue, Emilio Salgari, Rafael Sabatini y Julio Verne. A veces me acompañaba Marcial Ferrat, mi amigo desde siempre, que sacaba y devolvía un único libro, La guerra y la paz. Nunca llegó a terminarlo. Yo había esperado en vano el ingreso de un libro nuevo, pero sólo entraron cincuenta ejemplares del mismo, Las alambradas de la memoria, los recuerdos de un estanciero de la zona. ¿Qué interés podían tener para mí esos recuerdos, que repetían lo que me rodeaba? Vacas, vacas, vacas. Yo quería que me hablaran de lo que no veía, de lo que estaba lejos. (En la juventud confundimos el extranjero con el porvenir.) Si le hubiera hablado de mis lecturas, mi tío habría pensado que era un afeminado. Le dije que sabía algo de motores, y que tal vez las máquinas de escribir no fueran tan distintas.
—Está bien. Los buenos mecánicos trabajan con el oído. Conocí a uno que no se ponía el mameluco: camisa blanca, almidonada, y nunca una manchita. Con estas máquinas también hay que trabajar con el oído. Escuchá. Tac, tac, tac.
En los días siguientes, me hizo escuchar máquinas con distintas fallas. Recorría el taller tocando una ahí y otra allá: él señalaba grandes diferencias, pero a mí me sonaban todas iguales. Empezó a darme tareas sencillas para hacer. Él se reservaba los trabajos más delicados, y a mí me tocaba armarlas y desarmarlas, o buscar las piezas en un mueble lleno de cajoncitos. Además de técnico hacía de cadete: iba a retirar las máquinas a las oficinas del centro y las devolvía después. Donde más pedían sus servicios era en el diario Últimas Noticias. A veces iba al diario tres veces en el día.
—En las máquinas de los diarios vas a ver que la X siempre está sucia. Las secretarias de las oficinas no la usan nunca, pero los periodistas se la pasan tachando.
Me había empezado a doler la espalda de tanto cargar las máquinas. Mi tío me pagaba muy poco, pero al menos aprendía un oficio. Él estaba contento con tener un discípulo:
—Lo más difícil es cuando una máquina se cae al piso. A lo mejor no hay nada completamente roto, pero la máquina entera empieza a fallar, como si hubiera perdido el alma.
A veces me invitaba a comer a un bodegón que había a la vuelta de su taller. Miraba la lista de platos, como si dudara en elegir, y decía:
—En la variedad está el gusto. —Pero pedía siempre lo mismo: bife con ensalada y queso fontina con dulce de batata.
También le gustaba hablar de mi padre. Yo tenía recuerdos borrosos; él les daba precisión, los corregía y coloreaba. Algunos hubiera preferido mantenerlos difusos y en blanco y negro. Lo único que sabía con certeza de mi padre era que había sido viajante de comercio, y que murió en un accidente de auto en el año 35, camino a Catamarca.
—Tu padre era un loco, Santiaguito. Corría con el auto como si lo persiguiera el diablo. Sabía vender. Podía venderle cualquier cosa a cualquiera. Y la clave de su éxito era que nunca trataba de convencer. Dejaba que la gente se convenciera sola. En Trenque Lauquen, en el año 28, lo arrestaron por vender un agua milagrosa que aseguraba la longevidad. En un primer momento hablaba sin convencimiento, dejaba que la gente dudara. Los frascos quedaban sin vender. Pero al terminar el speech, cuando se iba, dejaba caer como al descuido la libreta de enrolamiento. La libreta pasaba de mano en mano: ahí decía que tenía setenta años. La gente quedaba maravillada de su piel sin arrugas, del pelo negro, brillante, sin una cana: claro, en realidad tenía 34. Los frascos volaban, agua milagrosa para todos.
—Y al final lo arrestaron...
—Esas cosas pasan. A pesar de ese problemita con la justicia guardó un buen recuerdo del agua milagrosa. Se tomaba un frasco por semana. Pero el agua milagrosa no puede contra la velocidad, los malos caminos, las curvas cerradas, la lluvia.
Una tarde insistió en ir en persona a buscar una máquina al diario. Cuando volvió al taller, la dejó en la mesa, entre morsas y destornilladores, y me dio una tarjeta.
—Andá mañana a ver al fulano éste. Es el jefe de mantenimiento del diario. Quieren un técnico que esté de diez a seis en el diario, que no salga de allí. Y que, de paso, cambie los cueritos de las canillas, las lamparitas, esas cosas.
Me limpié las manos de grasa antes de tomar la tarjeta. Por más que uno se lavara las manos no había modo de sacarse la grasa por completo: quedaba entre los pliegues de los dedos, debajo de las uñas, en las líneas de la palma.
—Eso no significa que tenés que olvidarte de tu tío. Pasá, de vez en cuando.
Le dije que iba a pasar. Y que cuando me pagaran, lo iba a invitar yo al bodegón de la vuelta. Después seguimos trabajando juntos hasta que la luz de la claraboya se apagó y hubo que encender las lámparas.
Últimas Noticias tenía su propio edificio sobre Paseo Colón; una mole sombría de seis pisos. Los talleres estaban a la vuelta. Llegaba temprano, antes de la limpieza, cuando el piso todavía estaba cubierto por la ceniza de infinitos cigarrillos y por bollos de papel que escondían malogrados comienzos de notas. Los vidrios estaban siempre sucios, manchados por años de humo, y la luz de afuera nunca se decidía a entrar. Antes de ponerme a trabajar daba un lento paseo de una punta a la otra de la redacción mientras me fijaba cuáles eran las máquinas que tendría que arreglar ese día. Si alguna se averiaba, la dejaban apoyada contra el lomo, vertical. Algunas máquinas tenían inscripciones en la base: cuando un periodista moría —lo que no era nada insólito: desordenados hábitos nocturnos— se anotaba su nombre y sus dos fechas con la tempera blanca que se usaba para las correcciones. Así quien usaba la máquina sabía que antes había pertenecido a tal o cual prócer del periodismo.
Eran máquinas duras, la mayoría habían sido compradas en los inicios del diario. Walton, el fundador, había viajado a Bayenna, Nueva Jersey, en 1932, para conocer la fábrica y encargar las máquinas —Underwood modelo 5—, porque le gustaba hacer todo en persona. La foto de Walton en el puerto, junto con las cajas, colgaba enmarcada en la planta baja del diario. Quien visitaba la redacción veía antes que nada la llegada de las máquinas al puerto y a Walton con un sombrero de ala ancha, que el viento se empeñaba en arrancarle. Murió quince años después de la fundación del diario y su hijo, que en ese entonces alargaba una carrera de leyes más allá de todo plazo razonable, quedó al mando.
Las manos suaves y veloces de una mecanógrafa no hubieran estropeado una de aquellas Underwood ni en un siglo, pero los dedos de los redactores eran pesados, y las máquinas debían soportar sus arrepentimientos y cambios de humor, que se manifestaban en forma de bruscos golpes del carro o puñetazos contra el teclado. A lo largo de la jornada, distintas clases de emociones atravesaban la redacción y todas terminaban dejando alguna huella en las máquinas.
Yo me ocupaba de quitar la mezcla de pulpa y tinta que borraba los contornos de las letras; engrasaba los mecanismos, ajustaba tuercas y tornillos, y reemplazaba los diminutos resortes. Abstraído en mi trabajo, apenas me daba cuenta del movimiento a mi alrededor: primero los empleados de limpieza, que ventilaban y barrían los últimos restos de la noche —incluido algún periodista, en general Germán Hulm, que se quedaba dormido en los sillones de cuero verde del hall—, luego la señora Elsa, encargada del horóscopo, que era la primera en llegar del plantel de redacción, y diez minutos después Felipe Sachar, que entraba con un maletín ajado abarrotado de papeles, siempre a punto de explotar, pero que se abría en el instante que llegaba al escritorio, como si ese caos portátil escondiera un mecanismo de relojería. Yo ayudaba a Sachar a levantar los papeles, porque me parecía que iba contra las leyes naturales que un hombre tan voluminoso se pusiera en contacto con las regiones inferiores.
Felipe Sachar se definía como cruzadista («Decir que soy un cruzado sería una exageración») y había hecho imprimir algunas tarjetas con su nombre y profesión. Insistía: «El oficio de quienes trabajamos con el diccionario no figura en ningún diccionario». Alto y robusto, vestía siempre el mismo saco a cuadros. Su juego recibía el nombre de criptograma, porque una vez completado aparecía una frase escondida (frase que Sachar sacaba de una recopilación de citas célebres, que abusaba de Oscar Wilde y de Montaigne). Las palabras cruzadas se publicaban en la última página, junto con el horóscopo y tres tiras de historietas compradas a los sindicatos norteamericanos. A Sachar le tocaba compartir la página con Agente X 9, Trifón y Sisebuta y una historieta de guerra cuyo nombre no recuerdo, en la que siempre había un oficial pidiendo refuerzos por radio. Junto a las palabras cruzadas había una sección periodística titulada «El mundo de lo oculto», que se ocupaba de seguir los pasos de médiums, mentalistas, hipnotizadores y acólitos de Madame Blavatsky. La sección estaba firmada por Míster Talvez.
Le pregunté a la amable señora Elsa si sabía quién era el que se escondía tras el seudónimo: imaginaba que entre el autor de «El mundo de lo oculto» y la astróloga habría alguna clase de complicidad.
—Sólo el director lo sabe —respondió la señora Elsa, mientras sacaba el tejido de su cartera, como hacía siempre apenas terminaba su columna. Aun en verano tejía bufandas. Elsa era una de las pocas personas de la redacción capaces de escribir con los diez dedos, y nunca debí reparar su máquina, ya que la cuidaba como a un hijo—. Todas las tardes llega al diario un sobre a nombre del señor Walton. Es lo único que puedo decirle.
—Debe ser alguien que conoce muy bien el ambiente esotérico —dije, por decir algo.
Sachar intervino:
—No necesita conocer nada. Los esotéricos repiten siempre las mismas cosas, de fenómenos distintos sacan las mismas conclusiones. En todo encuentran mensajes: en las pirámides, en los naipes, en las estrellas, en la borra del café. Como dijo ya no recuerdo quién, el ocultismo es la metafísica de los idiotas.
La señora Elsa volvió la cabeza, ofendida, y se concentró en su tejido. Sachar quiso arreglar las cosas:
—Le aseguro que no estaba pensando en el horóscopo. Una cosa es la adivinación y otra la astrología, que es casi una ciencia. Soy Tauro y usted siempre le pega con sus predicciones.
—¿En serio?
—Palabra —Sachar se puso la mano derecha sobre el corazón—. Además, no me olvido de la bufanda que me tejió el invierno pasado.
—¿Todavía la conserva?
—La dejé olvidada en un taxímetro. Pero conservo la sensación alrededor de mi cuello. A propósito, señora Elsa, ese color me va perfecto.
En cuanto a las predicciones de la astróloga, Sachar decía la verdad: el horóscopo estaba escrito con tanta precaución que sus palabras siempre acertaban. Con el paso de los años, las predicciones habían sido reemplazadas por sabios consejos: como un hada buena, la señora Elsa hacía propaganda a la honestidad, la fidelidad, el tesón.
Las columnas del Míster Talvez no eran tan apologéticas de los profesionales de la adivinación como lo pretendía Sachar. El cruzadista estaba celoso —pensaba yo— porque en los últimos años la columna se había expandido a expensas del santoral, mientras que su juego seguía del mismo tamaño desde los comienzos del diario. Míster Talvez tomaba un personaje cada día, exponía su modo de trabajo sin afirmar jamás que su poder era cierto. Contaba la historia del arte adivinatorio sin juzgar su eficacia. Muy a menudo su columna estaba formada por pequeños textos, a veces brevísimos e incomprensibles, como si hubiera algún tipo de información en clave para lectores avisados.
—Esas columnas le hacen creer a la gente en cosas que no existen —decía Sachar mientras trazaba con un lápiz negro de punta blanda sus limpios diagramas—. En cambio yo trato de educar al lector a través de mis definiciones. Lo paseo por la historia, la literatura, la pintura, la botánica...
Sobre todo por la botánica. Sachar hacía cultivo intensivo de un diccionario de plantas, al que recurría siempre que tenía que reunir en una palabra letras que el idioma español apenas soportaba juntas. Así surgían esas definiciones que eran la pesadilla de los lectores: familia de dicotiledonias de hojas sencillas, alternas, flores en amentos, fruto indehiscente, con semillas sin albumen. Rara vez germinaban.
Cuando yo terminaba con la última máquina guardaba las herramientas en mi valija y me sentaba a conversar con él, a pesar del humo de su pipa, que era su manera de mantener una distancia de un metro y medio del resto del mundo. De vez en cuando me explicaba los trucos de su trabajo. Si no me hubiera sentado con él a charlar, si no hubiera atendido sus explicaciones, mi vida habría tomado un rumbo totalmente distinto. No hay ejercicio tan vano como ponerse a pensar en el pasado, y a decirse: si en vez de ir a esa cita, hubiera faltado, si en vez de hacer esa llamada... ¿Pero cómo sustraernos a ese juego? Creemos que todas nuestras decisiones son azarosas, que no están conectadas: hasta que aparece, demorada y nítida, la frase escondida”.

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