miércoles, 30 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


 (En la gráfica:Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges  madre del escritor argentino Jorge Luis Borges).
Miércoles 30 de noviembre de 1966. Clase Nº 19 Poemas de Robert Browning.                                                                                                     Una charla con Alfonso Reyes. The Ring and the Book.


Proseguimos ahora con el estudio de la obra de Robert Brow-ning. Recuerdo que a éste le preguntaron una vez el sentido de un poema suyo, y él contestó: "Lo escribí hace tiempo. Cuando lo hice, Dios y yo sabíamos lo que significaba. Ahora, sólo Dios lo sabe", para eludir la contestación.
Hablé de algunos poemas menores suyos, y hay un poema que yo querría recomendar a ustedes, pero que no puedo exponer siquiera ligeramente. Es quizás el más extraño de todos, y se titu-la "Childe Roland to the Dark Tower Came".  "Childe Roland", "childe" no significa "niño" aquí. Es un antiguo título de noble-za y se escribe con una "e". "Childe Roland a la oscura torre lle-gó", esta línea está tomada de Shakespeare:  es el nombre de una balada que se ha perdido. Es quizá lo más extraño del poema, de los poemas de Browning. El gran poeta americano Carl Sandburg ha escrito un poema titulado "Manitoba Childe Roland".  Cuen-ta cómo le leyó ese poema a un niño  en una granja en Minneso-ta, y cómo el niño no entendía nada —quizás el lector tampoco lo entendiera del todo— pero cómo los dos se dejaron llevar por la fascinación del misterio de ese poema que nunca ha sido ex-plicado. Está lleno de circunstancias mágicas. Ocurre evidente-mente en la Edad Media. No una Edad Media histórica, sino la Edad Media de los libros de caballerías, de los libros de la biblio-teca de Don Quijote.
Y ahora, antes de hablar de The Ring and the Book, quiero referirme a otros poemas de Browning, un poco al azar. Hay uno que se titula: "Mr. Sludge, the Medium",  "El señor Sludge, el médium". El protagonista de este poema es un médium, un falso médium que le sacaba mucho dinero a un millonario ame-ricano que está desesperado por la muerte, por la reciente muer-te de su mujer. Mister Sludge ha puesto en comunicación al viu-do con el espíritu de la mujer muerta. Y luego ha sido descubier-to por aquél, por el propio millonario americano, y el otro dice que lo va a denunciar a la policía, por impostor, pero finalmente dice que no hará nada a condición de que Mr. Sludge, el falso médium, le cuente la verdadera historia de su carrera, una carre-ra hecha de imposturas. Y el otro dice que oyó hablar de espiri-tismo y pensó que podía aprovecharlo, que no es difícil engañar a personas que están deseosas de ser engañadas. Que en realidad los engañados por él —sin excluir al propio señor iracundo que lo amenaza— han sido cómplices, han cerrado los ojos ante mentiras burdas. Le dice cómo él al principio les mostraba a sus víctimas textos escritos de la propia mano de Homero, y que co-mo él no conocía el alfabeto griego, las palabras griegas estaban representadas por redondeles y por puntos "antes que encontra-ra el libro útil que sabe". Después fue adquiriendo su confianza y llega a una especie de exaltación de sí mismo y luego, de pron-to, al abandono de sí mismo, y quiere recuperar la confianza de su víctima. Le dice al otro que si no oye en ese momento la voz de su querida mujer, de esa mujer a quien él mismo ha aprendi-do a querer a través del amor del otro y del diálogo con su espí-ritu. El otro lo amenaza entonces con violencias físicas. Mr. Sludge sigue confesando la verdad y llegamos así al final del poe-ma. Un largo poema, porque Browning había estudiado muy bien el tema, el tema de las imposturas médium. Llegamos al fi-nal a esta conclusión del todo inesperada por el lector y por quienes han seguido la historia de sus imposturas y el mecanis-mo de sus viejas imposturas. Al final el médium, a quien el otro está a punto de atacar, de castigar físicamente, le dice que todo lo que ha dicho es verdad, que no ha sido un impostor. En cuanto a las cartas de su mujer muerta, él las llevaba escondidas en las mangas del saco. "Sin embargo —agrega—, yo creo que hay al-go en el espiritismo, yo creo en el otro mundo", a pesar de todas sus trampas. Es decir, el protagonista reconoce que ha sido un impostor, pero eso no quiere decir que no haya otro mundo y que no haya espíritus. Se ve cómo a Browning le gustaban las si-tuaciones y las almas ambiguas. Por ejemplo, en este caso, el im-postor es asimismo un creyente.
Hay un poema breve titulado "Memorabilia",  "cosas dignas de ser recordadas", en latín. El título creo que está tomado de al-gunas escenas intercaladas en la obra del gran místico sueco Swedenborg. Es el caso de dos señores que están conversando, y resulta que uno de ellos ha conocido al poeta ateo Shelley,  ese poeta que influyó tanto en la juventud. Y uno le dice al otro: "Pero cómo, ¿usted le habló a Shelley? ¿Usted lo vio, le habló y usted le contestó? ¡Qué raro es todo esto y sin embargo es ver-dadero!" Y el otro le dice que una vez tuvo que atravesar un pá-ramo, un páramo que tenía su nombre y que sin duda tenía su uso, su empleo, su destino en el mundo. Y sin embargo él se ha olvidado de todo. Lo que él recuerda es una pluma de águila. To-do lo demás, las millas en blanco, ha sido borrado. Ahí él vio y él recogió y puso en su pecho la pluma del águila, y se ha olvi-dado de lo demás. Así ocurre en su vida, en otras circunstancias. El ya se ha olvidado, pero recuerda su encuentro con Shelley. 
Este año yo lo conocí a Alfonso Reyes. Él me habló del gran poeta mexicano Othón,  y yo le dije: "¿Cómo? ¿Usted lo cono-ció a Othón?" Y Reyes se acordó inmediatamente del poema de Browning y repitió la primera estrofa:

Ah, did you once see Shelley plain,
And did he stop and speak to you?
And did you speak to him again?
How strange it seems, and new!

Y luego, al final:

A moulted feather, an eagle-feather
Well, I forget the rest. 

Y hay otro poema sobre un hombre que está muriéndose, y viene un pastor, un pastor protestante, que evidentemente le di-ce que el mundo es un valle de lágrimas.  Y el hombre le dice: "Do I see the world as a valley of tears? No, reverend Sir, not I": "¿Veo yo acaso el mundo como un valle de lágrimas? No, reve-rendo señor, no yo". Y entonces él, que está desfigurado y mu-riéndose, le dice que lo que él recuerda del mundo no tiene na-da que ver con un valle de lágrimas. Que lo que él recuerda es una casa, una quinta en la que vive una mujer, sin duda una sir-vienta con la cual él tuvo amores. Y para describir la topografía de la casa, él se vale de las botellas de remedio de la mesa de luz. Y él dice que "esa cortina que hay ahí es verde o es azul para una persona sana, pero a mí me sirve para recordar la persiana de la casa, cómo era, y el callejón que había al lado, porque yo, escu-rriéndome por ahí, podía llegar a la puerta, y allí estaba ella, es-perándome". "Yo sé" —dice—, "that all this is improper", "que todo es impropio, que todo esto es indecente, pero estoy mu-riéndome".  Y entonces le dice que él recuerda esos amores ilí-citos con la sirvienta. Eso es lo único que él recuerda, eso es lo único que la vida le ha dejado en esos últimos momentos, y lo que él recuerda al fin, sin remordimientos.
Hay otro poema cuyo protagonista es Caliban.  Browning había leído un libro sobre las fuentes que usó Shakespeare y so-bre las divinidades patagónicas, un dios llamado Setebos. Y Browning se basa en esas noticias sobre la religión de los indios patagónicos para este poema, titulado "Caliban sobre Setebos".
Y hay otro poema: "El amor entre las ruinas",  y éste se de-sarrolla en la campaña de Roma. Y hay un hombre —podemos suponer que es un pastor— que habla de las ruinas y que descri-be el esplendor de una ciudad que había existido ahí. Habla de los reyes, de los miles de jinetes, de los palacios, de los banque-tes, un tema parecido a la elegía anglosajona de "La Ruina". Y después dice que él solía encontrarse ahí con una muchacha, y que esa muchacha lo esperaba, y que él veía el amor en sus ojos antes de acercarse a ella y abrazarla. Concluye diciendo que de todo lo que hay en el mundo lo mejor es el amor, que a él le bas-ta con el amor, que qué le importan los reyes e imperios que ha-yan desaparecido. Porque hay en Browning —y yo no he habla-do suficientemente de ello— muchos poemas de amor, de amor físico también. Y es este tema del amor el que se refiere en el li-bro que trataremos hoy, antes de hablar de Dante Gabriel Ros-setti —que funda la fraternidad prerrafaelista, Pre-Raphaelite Brotherhood, y que es algo posterior a Browning—. Pero el gran libro de Browning, un libro escrito con una técnica muy curio-sa, es The Ring and the Book, "El anillo y el libro". No sé si al-guno de ustedes vio un admirable film japonés que se estrenó hace muchos años titulado Rashômon.  Ahora, el autor del argu-mento de ese film, Akutagawa,  fue el primer traductor japonés de Browning, y tomó la técnica de este admirable film de The Ring and the Book de Browning. Salvo que The Ring and the Book es mucho más complejo que el film. Lo cual se explica, porque un libro puede ser mucho más complejo que un film. En el film tenemos la historia de un samurai que atraviesa la selva con su mujer. Lo ataca un bandolero. El bandolero mata a la mu-jer, y luego tenemos tres versiones de un mismo hecho. Una la cuenta el samurai, otra la cuenta el bandolero y otra la cuenta el espíritu de la mujer a través de la boca de una bruja. Y las tres historias son diferentes. Sin embargo, se refieren a un mismo he-cho. Ahora, Browning intentó algo parecido, pero algo mucho más difícil, porque a Browning le interesaba la búsqueda de la verdad. Empecemos por el título del libro: The Ring and the Book, "El anillo y el libro". Esto puede explicarse así: Browning empieza diciendo que para hacer un anillo —y el anillo viene a ser una metáfora del libro que él está a punto de escribir, que ya ha empezado a escribir, The Ring and the Book— es necesaria una aleación de metales. El anillo no puede estar hecho de oro puro, es necesario mezclar el oro con otros metales de ley más baja. Y él, para hacer el libro, ha tenido que agregar al oro —es-ta humildad también es típica de Browning—, él ha tenido que mezclar metales más bajos, los metales de su propia imaginación. En cuanto al metal puro, él lo ha encontrado. Lo ha encontrado, pero ha tenido que extraerlo también de un libro que encontró en un puesto en Florencia, y ese libro es la historia de un proce-so criminal que ocurrió un siglo antes en Roma.
Ese libro ha sido traducido al inglés, publicado por la Every-man's Library, que ustedes conocerán, bajo el título de The Old Yellow Book,  El viejo libro amarillo. Ese libro contiene toda la historia de un proceso criminal, una historia muy sórdida, una historia bastante horrible. Ahí se trata de un conde que se ha ca-sado con una mujer campesina creyendo que ella era una mujer rica. Luego él la ha repudiado, la ha encerrado en un convento. Ella ha logrado huir del convento para ir a vivir en casa de sus padres. Y ahí aparece el conde, que sospecha que ella ha sido adúltera, que ella ha tenido amores con un sacerdote. Ahí el con-de ha sido acompañado de varios asesinos, han entrado en la ca-sa y la han matado. Luego él ha sido arrestado, y el libro contie-ne las declaraciones del asesino y algunas cartas. Browning leyó y releyó, y entró en todos los pormenores de esta historia sórdi-da. Finalmente el conde es condenado a muerte por el asesinato de su mujer. Y entonces Browning resolvió averiguar cuál era la verdad y escribió The Ring and the Book.
Y en The Ring and the Book tenemos repetida, creo que diez veces, la misma historia. Y lo curioso, lo original, es que la his-toria —a diferencia de lo que ocurre con Rashômon— es, en lo que se refiere a los hechos, la misma. El lector del libro llega a conocerla perfectamente. Pero la diferencia está en el punto de vista de cada personaje.  Posiblemente Browning se inspiró en las novelas epistolares que estaban de moda durante el siglo XVIII y a principios del XIX. Creo que Die Wahlverwandtschaf-ten, Las afinidades electivas, de Goethe,  pertenece a este géne-ro. Y se inspiró también en las novelas de Wilkie Collins. Co-llins, para aligerar el largo relato de sus tramas policiales, hacía que la historia fuera pasando de un personaje a otro. Y esto le servía para un fin satírico. Por ejemplo, tenemos un capítulo es-crito por uno de los personajes. Ese personaje cuenta que él aca-ba de conversar con Fulano de Tal, a quien él impresionó mucho por la agudeza y profundidad de lo que dijo. Y luego pasamos al otro capítulo, escrito por el interlocutor, y en ese capítulo vemos que acaba de hablar con el autor del otro capítulo, y que el otro lo aburrió extraordinariamente con las imbecilidades que dijo. Es decir, hay un juego de contrastes y de sátira.
Ahora, Browning toma este método de las diversas personas que cuentan el cuento, pero no lo usa sucesivamente. Es decir, un personaje no le pasa el cuento a otro. Cada personaje cuenta su historia, que es la misma historia, desde el principio hasta el fin. Y la primera parte está dedicada por Browning a Elizabeth Barrett, que había muerto. Y al final le dice: "Oh, lírico amor, mitad ángel, mitad pájaro, toda una maravilla y un incontenible deseo". Y dice cómo a veces él ha mirado el cielo y le ha pareci-do ver un lugar en que el azul del cielo es más azul, es más apa-sionado, y pensaba que ella podía estar ahí. Recuerdo los prime-ros versos: "Ah, lyric Love, half angel, half bird, and all a won-der, and a wild desire". Y luego tenemos el primer canto del poe-ma, titulado "Half Rome". Y ahí tenemos los hechos, los hechos contados por un individuo cualquiera que ha visto a Pompilia — Pompilia es la mujer asesinada—, ha quedado impresionado por su belleza, y está seguro de la culpa, de la injusticia del asesina-to. Luego tenemos otro capítulo, que se titula "Half Rome" también, "Media Roma". Y ahí la misma historia está referida por un señor, un señor que ya tiene cierta edad, que se la cuenta a su sobrino. Y le dice que el conde, al matar a su mujer, ha obra-do con justicia. Y él es un partidario del conde, del asesino. Des-pués tenemos "Tertium quid", "tercero en discordia", y este per-sonaje cuenta la historia, y la cuenta con lo que él cree que es im-parcialidad: que la mujer tenía su parte de razón, que el matador tenía su parte de razón también. Cuenta la historia con tibieza.
Tenemos después la defensa del sacerdote. Después tenemos la defensa del conde. Y luego tenemos lo que dicen el fiscal y el defensor. El fiscal y el defensor usan un dialecto jurídico, y es como si no hablaran del asunto: están continuamente detenidos por escrúpulos judiciales. Es decir, hablan, digamos, fuera de la historia.
Y luego hay algo que puede ser lo que la mujer hubiera di-cho. Al final tenemos una especie de monólogo del conde, que ha sido condenado a muerte. El conde ya aquí abandona sus subterfugios, sus mentiras y cuenta la verdad. Cuenta cómo él ha sido torturado por los celos, cómo su mujer lo ha engañado, có-mo ella fue cómplice en el engaño inicial. Él creía que al casarse con ella se casaba con una mujer de dinero. Lo han engañado, y ella es cómplice de ese engaño. Y mientras él va diciendo estas cosas va amaneciendo. Y ve con horror la luz gris de la mañana. Vienen a buscarlo para llevarlo a la horca. Y entonces él conclu-ye con estas palabras: "Pompilia, ¿vas a dejar que me asesinen?" —dice él, que la ha asesinado a ella—. "Pompilia, will you let them murder me?" Y luego al final habla el Papa. El Papa repre-senta aquí la sabiduría y la verdad. El Papa cree que es justo que el asesino sea ejecutado. Y luego tenemos algunas reflexiones de Browning.
Ahora, yo he comparado a Browning con Kafka.  Ustedes recordarán aquel poema, "Temores y escrúpulos", que he exami-nado al principio, ese poema sobre la ambigüedad de las relacio-nes del creyente con Dios. El creyente reza, pero no sabe si hay un oyente, un interlocutor. No sabe si hay un diálogo realmen-te. Pero en este libro —y ésta es la diferencia fundamental entre Browning y Kafka— Browning lo sabe. No está simplemente jugando con su imaginación. Browning cree que hay una verdad; Browning cree que hay o no hay un culpable. Él cree, es decir que siempre lo atrajo la ambigüedad del misterio esencial de las reacciones humanas y el Universo, pero Browning creyó en una verdad; Browning escribió este libro, Browning imaginó, Brow-ning recreó este episodio criminal, para llegar a investir una ver-dad. Y creyó haber llegado a ella usando, desde luego, ese metal que él llamaba más bajo, el metal de la aleación con el oro, el me-tal de su imaginación.
Browning fue esencialmente un optimista. Hay un poema de Browning titulado "Rabí Ben Ezra".  El rabino Ben Ezra fue un rabino español,  y dice Chesterton que es típico de Browning que, cuando éste quiso decir su verdad final sobre el mundo, so-bre el hombre, sobre nuestras esperanzas, puso esa verdad en boca de un oscuro rabino español de la Edad Media, un rabino olvidado, del cual apenas si sabemos que vivió en Toledo y des-pués en Italia, y se quejó siempre de su mala suerte. Dijo que él tenía tan mala suerte que si él se hubiera puesto a vender velas, el sol no se hubiera puesto nunca, o si él se hubiera puesto a ven-der mortajas, los hombres hubieran sido bruscamente inmorta-les. Y Browning pone en boca de este Rabí Ben Ezra el concep-to al cual llegó sobre el mundo. El concepto de que todo lo que no logramos en la Tierra lo lograremos —o acaso lo estamos lo-grando— en el Cielo. Y él dice que lo que nos pasa a nosotros, lo que nosotros vemos, es como el arco de una circunferencia. Nosotros vemos apenas un fragmento o un arco siquiera muy leve, pero la circunferencia, la felicidad, la plenitud, existe en al-guna otra parte y existirá también para nosotros. Y Browning llega también al concepto de que la vejez no es simplemente una declinación, una mutilación, una pobreza. La vejez es una pleni-tud también, porque en la vejez entendemos las cosas.  Y él lle-gó a creer en esto. Este poema es otro de los grandes poemas de Browning, y concluye con esta idea: que la vejez sea la perfec-ción de la juventud.
Había empezado con la metáfora del arco trunco y del círcu-lo pleno y total. Hay una vasta bibliografía sobre Browning. Hay una enciclopedia hecha sobre Browning,  con explicacio-nes muchas veces absurdas de los poemas. Dice por ejemplo que el poema "Childe Roland to the Dark Tower Came", "Childe Roland a la torre oscura llegó", es un poema contra la vivisec-ción.  Hay otras explicaciones absurdas. Pero quizás el mejor li-bro sobre Browning, un libro de agradabilísima lectura, es un li-bro que Chesterton publicó en la primera década de este siglo, en el año 1907 o 1909, creo, y que figura en la admirable serie "English Men of Letters"  Y leyendo una biografía de Chester-ton, escrita por su secretaria, Maisie Ward,  leí que todas las ci-tas de Browning que hace Chesterton en el libro estaban equivo-cadas. Pero estaban equivocadas porque Chesterton había leído tanto a Browning que lo había aprendido de memoria. Y lo ha-bía aprendido tan bien que no había sido necesario para él con-sultar la obra de Browning una sola vez. Y se había equivocado precisamente porque lo conocía.  Es una lástima que el correc-tor de la serie "English Men of Letters", Leslie Stephen,  padre de Virginia Woolf, haya restablecido el texto original. Hubiera sido interesante comparar cómo son los versos de Browning en el texto original y cómo aparecen en la edición de Chesterton. Desgraciadamente fueron corregidos, y en el libro impreso tene-mos el texto de Browning. Hubiera sido muy lindo saber cómo Chesterton transfiguró en su memoria —la memoria también es-tá hecha de olvidos— los versos de Browning.
Tengo una especie de remordimiento. Me parece que he sido injusto con Browning. Pero con Browning sucede lo que sucede con todos los poetas, que debemos interrogarlos directamente. Creo sin embargo haber hecho lo bastante para interesarlos a us-tedes en la obra de Browning. La lástima es, como ya dije, que Browning escribió en verso su obra. Si no, sería reconocido aho-ra como uno de los grandes novelistas y como uno de los cuen-tistas más originales de la lengua inglesa. Aunque si lo hubiera hecho en prosa hubiéramos perdido también mucha admirable música. Porque Browning dominó el verso inglés. Lo dominó tanto como Tennyson, como Swinburne o como cualquier otro. Pero es indudable que para un libro como The Ring and the Book, un libro que consta de la misma historia repetida muchas veces, hubiera sido mejor la prosa. Lo curioso de The Ring and the Book, al cual vuelvo ahora, es que aunque cada personaje cuenta los mismos hechos, aunque no hay ninguna diferencia en cuanto a lo que refiere, hay una diferencia fundamental en lo que corresponde a la psicología humana, y es el hecho de que cada uno de nosotros se cree justificado. Por ejemplo, el conde admi-te que es un asesino, pero la palabra "asesino" es una palabra de-masiado general, y esta convicción la tenemos leyendo otros li-bros. Si leemos, por ejemplo, Macbeth, o si leemos Crimen y cas-tigo —o como creo que se llama en el original, "Culpa y expia-ción"— de Dostoievsky, no sentimos que Macbeth o que Ras-kolnikov sean asesinos. Esa palabra es demasiado franca. Vemos cómo los hechos los han ido llevando a cometer un asesinato, lo cual no es lo mismo que ser un asesino. ¿Acaso un hombre que-da agotado por lo que ha hecho? ¿Acaso un hombre no puede cometer un crimen, y no puede acaso su crimen estar justifica-do? El hombre ha sido llevado a su ejecución por miles de cir-cunstancias. En el caso de Macbeth, por ejemplo, tenemos en la primera escena a las tres brujas, que son tres parcas también. Es-tas brujas le profetizan hechos que ocurren. Y entonces Mac-beth, al ver que esas profecías son justas, llega a pensar que tam-bién ha sido predestinado a asesinar a Duncan, su rey, y luego a cometer los otros asesinatos. Y lo mismo ocurre en The Ring and the Book: ninguno de los personajes miente, pero cada uno de los personajes se siente justificado. Ahora, Browning cree que hay un culpable final, que ese culpable es el conde, aunque él cree que está justificado por las circunstancias que lo han lleva-do al asesinato de su mujer.
Y Chesterton en su libro sobre Browning habla de otros grandes poetas, y dice que Homero puede haber pensado por ejemplo: "Yo les diré la verdad sobre el mundo, y les diré la ver-dad basándome en la caída de una gran ciudad, en la defensa de esa ciudad", e hizo la Ilíada. Y luego otro poeta, cuyo nombre ya hemos olvidado, dice: "Yo les diré la verdad sobre el mundo, y la diré basándome en lo que sufrió un hombre justo, en los re-proches de sus amigos, en la voz de Dios que baja desde un tor-bellino", y escribió el Libro de Job. Y otro poeta pudo decir: "Yo les diré la verdad sobre el mundo, y la diré describiéndoles un viaje imaginario o visionario por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso", y ese poeta es Dante. Y Shakespeare pudo haber pen-sado: "Yo les diré la verdad sobre el mundo narrándoles la his-toria de un hijo que supo, por la revelación de un espectro, que su madre había sido una adúltera y una asesina", y escribió Hamlet. Pero lo que Browning hizo fue más extraño. Dijo: "He buscado la historia de un proceso criminal, una historia sórdida de adulterio, la historia de un asesinato, una historia de menti-ras, de impostores. Y basándome en esa historia, sobre la cual to-da Italia habló, y la cual toda Italia olvidó, yo les revelaré la ver-dad sobre el mundo", y escribió El anillo y el libro.
En la próxima clase hablaré del gran poeta inglés de origen italiano Dante Gabriel Rossetti, y empezaré describiendo su trá-gica historia personal. Y luego veremos dos o tres de sus poemas, sin excluir algunos de sus sonetos, esos sonetos que han sido considerados quizá los más admirables de la lengua inglesa.

lunes, 28 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


Lunes 28 de noviembre de 1966.  Clase Nº 18

Vida de Robert Browning.                                                                                       La oscuridad de su obra. Sus poemas.


Hablaremos hoy del más oscuro de los poetas de Inglaterra: Ro-bert Browning. Este apellido pertenece al grupo de apellidos que, aunque están al parecer en idioma inglés, son de origen sa-jón. Robert Browning fue hijo de un inglés, pero su abuela era escocesa y su abuelo —uno de ellos— fue alemán de origen ju-dío. Era lo que hoy llamaríamos un inglés típico, por la mezcla de sangres. En cuanto a su familia y sociedad, estaban en buena posición, pertenecían a la alta burguesía. Es decir, Browning na-ció en un barrio aristocrático, pero en el que había conventillos.
Browning nace en 1812, el mismo año que nace Dickens, pe-ro el paralelo termina ahí. Sus vidas y ellos mismos son muy dis-tintos. Robert Browning se educó, más que en ningún otro lu-gar, en la biblioteca de su padre. Tuvo de resultas de esto una vasta cultura, ya que todo le interesaba y todo leía, y especial-mente la cultura judía. Sabía idiomas, por ejemplo el griego. El practicar y traducir fue su refugio espiritual durante muchos años, sobre todo en los últimos de su vida.
Su vida de hombre rico que se supo desde un principio des-tinado a la poesía fue, sin embargo, una vida dramática. Y tanto es así que esa vida fue llevada posteriormente a la escena y a la pantalla del cinematógrafo. Es decir que es una vida que despier-ta interés por su trama. La que luego fue su esposa,  Elizabeth Barrett, había sufrido de joven una áspera caída que le lesionó la columna vertebral. Elizabeth vivió desde entonces en su casa, rodeada de un ambiente de médicos, de gente que cuchicheaba, que hablaba en voz baja. Estaba dominada por su padre, y el pa-dre creía que el deber de su hija era resignarse a su condición de inválida. Así que le estaba absolutamente prohibido recibir visi-tas, para evitar que éstas la alterasen. Elizabeth tenía sin embar-go vocación poética. Publicó al fin un libro, Poesías traducidas del portugués, que llamó poderosamente la atención de Robert Browning.  El libro de Miss Barrett era sin duda el libro de una mujer apasionada. Así que Browning le escribe, y entablaron ambos una relación epistolar. Las cartas son oscuras, están escri-tas en un dialecto común a los dos, propio, construido con alu-siones a poetas griegos. Hasta que al fin Browning le propuso ir a visitarla. Ella reaccionó alarmadísima. Le respondió que era imposible, que los médicos le habían prohibido la agitación que le produciría la visita de un desconocido. Se enamoraron y él le propuso matrimonio. Ella dio entonces el paso decisivo de su vi-da: accedió a dar una vuelta en coche a espaldas de su padre. Ha-cía años que ella no salía de casa. Estaba asombrada. Bajó del co-che, caminó unos pasos y comprobó que el aire frío de la tarde no le hacía daño. Tocó un árbol, silenciosamente. Y le contestó a Browning que escaparía con él y que se casarían en secreto.
A los pocos días de casados huyeron a Italia. El padre no perdonó nunca a Elizabeth, ni siquiera en el momento en que la enfermedad de ella se agravó. Tiró —como él siempre hacía— sus cartas y no perdonó lo que él consideraba una traición. Ro-bert y Elizabeth se establecieron en Italia. Era la época de la li-beración. La casa de los Browning estaba permanentemente vi-gilada. Browning sentía un vivo amor por Italia, como muchos de sus contemporáneos. Le interesaba la lucha de un país contra otro por su libertad. Le interesaba, entonces, la lucha de Italia contra Austria. Consiguió al fin que su mujer se restableciera sa-tisfactoriamente, hasta el punto de escalar montañas a su lado. No tuvieron hijos.  Fueron, sin embargo, muy felices. Hasta que al fin ella muere, y entonces Browning escribió su obra capital: The Ring and the Book, El anillo y el libro. Vuelve entonces por último a Londres y se dedica a la literatura. Es ya un autor fa-moso, y es tenido por oscuro —como fueron tenidos Góngora y otros—. Se llegó al punto de que en Londres se fundó una Browning Society dedicada a interpretar sus poemas. Hoy, de ca-da poema hay dos o varias explicaciones. En la enciclopedia se pueden buscar los títulos de los poemas de Browning, y se en-cuentran una o varias explicaciones que se han dado. En las reu-niones de esa sociedad, los miembros leían artículos, a veces po-lémicos, en los que cada uno daba su interpretación de algún poema. Browning solía asistir a esas reuniones. Iba, aceptaba el té, oía las interpretaciones, agradecía y decía que le habían dado mucho que pensar. Pero nunca se comprometía con ninguno.
Es notable que Browning fuera tan amigo de Tennyson, que se jactaba de que su obra entera era de una claridad virgiliana. Y sin embargo los dos fueron muy amigos y ninguno aceptaba que se hablara mal del otro. Robert Browning siguió publicando li-bros, entre ellos una traducción de Eurípides. Muere en 1889, envuelto en una especie de gloria un poco extraña. Después de la muerte de su mujer hubo otro amor, pero que nunca fue proba-do fehacientemente. Elizabeth era una mujer que no sólo era poetisa, sino que le interesaba la política italiana. Browning co-noció el latín, el alemán, el griego, el inglés antiguo. La oscuri-dad de Browning no es una oscuridad verbal. No hay un verso en sus poemas que no sea comprensible. Pero la interpretación total de sus poemas es difícil, y hay algunos en que se ha decla-rado la imposibilidad de comprensión. Es una oscuridad psico-lógica. Oscar Wilde dijo del novelista George Meredith,  por su obra, que era un Browning en prosa. Browning usó, según él, el verso como un medio para escribir prosa. 
Browning tenía una facilidad casi fatal para el verso. Abun-dó en rimas que Valle Inclán  siguió luego en su Pipa de Kif poe-mas exclusivamente escritos con rimas de ese tipo. Si Browning hubiera elegido la prosa y no el verso, sería uno de los grandes cuentistas de la lengua inglesa. Pero en esa época se le daba pre-dominante importancia a la poesía, y los versos de Browning se distinguen especialmente por sus virtudes musicales. A Brow-ning le interesaron también los estudios de la casuística, rama fi-losófica que se ocupa de la ética. Le interesaron los caracteres complejos y contradictorios. Entonces inventó una forma de poemas lírico-dramáticos en primera persona, en los que quien habla no es el autor sino un personaje. Esto tiene un lejano pre-cedente en el "Lamento de Deor".
Ahora, veamos los poemas. Veamos uno de los menos cono-cidos, pero más característicos, "Fears and Scruples",  "Temores y escrúpulos". Es un poema de dos páginas, que no es oscuro, pero como todos los poemas de Browning tiene la virtud de no parecerse a ningún otro poema de los suyos. El protagonista, el "yo" del poema, en un hombre desconocido del que ni siquiera se nos dice el nombre o la época en que vivió. Este hombre cuen-ta, o cree contar, con un amigo famoso al que ha visto en muy pocas ocasiones. Lo ha mirado y sonreído. El amigo es autor de hazañas ilustres, el amigo es famoso en todo el mundo, y él man-tiene correspondencia con el amigo desconocido. El pobre hom-bre admite que las hazañas han sido atribuidas a otro y no a su amigo ilustre. Ha llevado las cartas que recibe a que las examina-ran peritos calígrafos y le han dicho que son apócrifas. Pero él acaba por decir que cree en esas cartas, en la autenticidad de ellas y de las hazañas, y que toda su vida ha sido enriquecida por esa amistad. Los otros niegan, tratan de quitarle esa fe. Y al final aparece la pregunta: "¿Y si ese amigo fuera Dios?" Y de esta ma-nera el poema resulta una parábola del hombre que reza y no sa-be si su plegaria cae en el vacío o es recogida por alguien, por un remoto oyente. "What is that friend who is God?", ¿Qué es ese amigo que es Dios?
Veamos ahora otro poema. Este es "Mi última duquesa", en el que se refiere a Ferrara . El que habla es el duque de Ferrara, en la época del Renacimiento. Habla con un señor que viene de parte de otro aristócrata para arreglar el casamiento del duque, que es viudo, con la hija de aquel aristócrata. El duque recibe al huésped en una sala del palacio, donde le muestra una cortina y le dice: "Esta cortina no suele descorrerse". Aquí se muestra el carácter celoso del duque, porque lo que la cortina mantiene oculto es un óleo de la última mujer. El huésped, al fin, admira la espléndida tela. El duque habla entonces de la sonrisa de su mujer. Dice que sonreía a todos, que sonreía con facilidad, qui-zá con demasiada facilidad. Era muy bella, "la pintura no puede reproducir exactamente sus mejillas". Era muy bella y su cora-zón se alegraba fácilmente. Se amaban; la quería y ella lo había querido. Pero al verla tan feliz sospechaba que en sus ausencias ella seguía feliz y sonriente. Entonces dio órdenes y "todas sus sonrisas cesaron". Comprendemos entonces que el duque ha he-cho envenenar a su mujer. Luego bajan por la escalera para ir a comer, y el duque le muestra a su huésped una estatua. Antes se ha hablado de la dote, pero este asunto no trae preocupación, porque sabe de la generosidad del aristócrata, y sabe también que su futura esposa sabrá ser duquesa de Ferrara, honor que ella acepta —no sabemos si como un cumplido o sin darse cuen-ta de lo que representa—. El fin general del poema es mostrar el carácter del duque, tal como se nos presenta.
"Cómo esto lo impresionó a un contemporáneo"  es el títu-lo de un curioso poema que ocurre en Valladolid. El protagonis-ta puede ser, acaso, Cervantes, o algún otro famoso escritor es-pañol. El "yo" del poema es el de un señor burgués que dice que conoció en su vida solamente a un poeta, que puede describirlo aproximadamente, aunque no está del todo seguro de que sea un poeta. Y lo describe diciendo que era un hombre vestido con dignidad modesta que llegó a ser conocido por todos. El traje lo llevaba gastado en los codos y en los bordes del pantalón. La ca-pa en un tiempo había sido lujosa. Recorría la ciudad seguido por su perro, y al caminar proyectaba sobre las calles llenas de sol una sombra negra y alta. No miraba a nadie, pero todos lo miraban a él. Y sin embargo, aunque a nadie miraba, parecía que se fijaba en todo. Por la ciudad corrió la voz de que ese hombre era realmente el que gobernaba la ciudad, que no era el alcalde. Y en esto nos recuerda las actitudes de Víctor Hugo que, deste-rrado, se llamaba a sí mismo a pesar de eso "el testigo de Dios" y "el sonámbulo del océano". Es de notar que también Shakes-peare habla de "los espías de Dios". 
Se decía [de este hombre] que todas las noches mandaba in-formes al rey —aquí debemos pensar en la palabra "rey" como igual a "Dios"—, y que en su casa vivía suntuosamente, y era servido por esclavas desnudas, y que en las paredes había gran-des telas de Tiziano. Pero el burgués lo siguió una vez y compro-bó que eso era falso: el hombre se sentaba en la puerta, con las piernas cruzadas sobre el perro. La casa era nueva, recién habi-tada, y en la mesa comía con el ama de llaves. Jugaba luego con la baraja y, antes de las doce, se iba a dormir. Lo imagina luego al morir, y luego imagina huestes de ángeles que lo rodean y lo llevan a Dios por su servicio u oficio de observar a los hombres. El burgués concluye diciendo que "nunca fui capaz de escribir un verso, vamos a divertirnos". 
Otro poema es "Karshish",  narrado por un médico árabe. Es un poema extenso, escrito por el médico a su maestro. La época es la del gobernador anterior al Islam. Dice que el maes-tro lo sabe todo, que él recoge las migajas que caen de aquella sa-biduría.
La primera parte del poema es puramente profesional; de-muestra el interés de Browning por la medicina. Lo esencial del poema es un caso de catalepsia. Antes el relator ha hablado de sus experiencias extrañas: fue asaltado por bandoleros, herido; debió usar una piedra pómez, hierbas medicinales, piel de ser-piente. Como decía, lo esencial del poema es un caso de catalep-sia inducida para provocar una curación.
Es llevado a una aldea. Allí un hombre que estuvo enfermo fue curado por un médico que le produjo un estado semejante a la muerte. Hasta el corazón dejó de latir, y entonces el médico fue a verlo y el enfermo le dijo que había estado muerto y que había resucitado. El médico trató de conversar con él, pero el otro no oía nada, no le importaba nada, o bien le importaba to-do. Entonces quiso conocer al médico, y le dijeron que aquel que había curado al hombre había muerto en un motín, y otros le dijeron que murió ejecutado. Vuelve entonces a saludar al maestro y el poema concluye. El enfermo resucitado es Lázaro, el médico muerto es Cristo. Y todo así, indicado de paso por el poeta.
Poema análogo a éste es aquel en que aparece un "tirano de Siracusa".  Un artista universal recibe una carta del tirano. A es-te artista le ha tocado vivir una época tardía. Dice que sus poe-mas son perfectos como los de Homero, sólo que ha llegado des-pués de Homero. Ha escrito sobre filosofía. El filósofo ignora-ba cómo el hombre es devuelto a la ignorancia. Y el tirano quie-re saber si es que hay alguna esperanza de inmortalidad para el hombre. El filósofo, que ha leído los diálogos platónicos, que habla de Sócrates, dice que hay una secta que afirma eso, que afirma que Dios ha encarnado en un hombre. Y el filósofo dice que la secta está equivocada. El filósofo y el tirano han estado cerca de la verdad cristiana, pero ninguno de los dos la ve, no se dan cuenta. En Anatole France podemos encontrar un argumen-to semejante.

domingo, 27 de noviembre de 2016

AES TRIPLEX. ROBERT LOUIS STEVENSON.


AES TRIPLEX
ROBERT LOUIS STEVENSON


LOS CAMBIOS labrados por la muerte son en sí mismos tan brutales y definitivos, tan terribles y melancólicos en sus consecuencias, que este hecho se mantiene aparte en la experiencia del hombre, y no tiene paralelo sobre la tierra. Sobrepasa todos los acciden-tes, pues es el último de ellos. Algunas veces salta de repente sobre sus víctimas, como un asesino; otras veces somete a un sitio continuo a su ciudadela y tarda algunos años en tomársela, y cuando su asunto está realizado, deja una dolorosa devastación en las vidas de otras personas, y arranca el clavo del que muchas amistades subsidiarias pendían. Hay sillas vacías, ca-minatas solitarias y camas individuales durante la noche. Además, al llevarse a nuestros amigos, la muerte no se los lleva por completo, sino que deja detrás suyo un residuo burlón, trágico e intolerable, que debe ser afanosamente disimulado. De ahí un capítulo entero de aspectos y costumbres asombrosas, desde las pirámides de Egipto hasta las horcas y los túmulos. Las personas más pobres tienen algo so-lemne cuando se dirigen a la tumba; los epitafios restauran lo menos memorable; y en orden de preser-var alguna muestra de respeto por nuestros viejos amores y amistades, debemos acompañarlos con las más severas y absurdas ceremonias, mientras el coche fúnebre alquilado espera ante la puerta. Todo esto, y muchas cosas de la misma suerte, acompañado de la elocuencia de los poetas, ha recorrido un largo ca-mino para inducir a la humanidad al equívoco. Ade-más, en muchas filosofías el error ha sido asumido, y asumido con todo tipo de lógicas; aunque en la vida real el bullicio y el ajetreo al conceder a la gente poco tiempo para pensar, no les deja tiempo suficiente para equivocarse peligrosamente en la práctica.
De hecho, aunque de pocas cosas se habla con más temerosos susurros que de esta perspectiva de la muerte, pocas tienen menos influencia sobre la con-ducta bajo circunstancias saludables. Todos hemos oído hablar de ciudades de Suramérica construidas sobre las faldas de empinadas montañas, y de cómo, aún en ese ambiente tremendo, los habitantes no están ni un tris más impresionados por la solemnidad de su condición mortal que si estuvieran cultivando jardines en la más fértil esquina de Inglaterra. Se celebran serenatas, cenas, y hay mucha galantería bajo los mirtos. Y mientras tanto, los cimientos tiemblan bajo los pies, las entrañas de la montaña gruñen, y en cualquier momento, a la luz de la luna, las ruinas vivientes pueden saltar hasta el cielo y arrojar al polvo a la humanidad y sus festejos. En los ojos de la gente muy joven, y de los muy viejos, hay algo temerario y desesperado en tal zona. No parece creíble que matri-monios respetables con sombrillas, puedan tener ape-tito por la cena a escasa distancia de la montaña ardiente. La vida ordinaria comienza a oler, a tener el aspecto de una gran bacanal, cuando se prosigue tan cerca de una catástrofe; e incluso el queso y las ensaladas, según parece, difícilmente pueden ser sa-boreados en tales circunstancias, sin cierto aire de desafío al creador. Este debería ser lugar desierto, salvo para los ermitaños dedicados a la oración y la penitencia, o para los pobres demonios entregados a una perpetua borrachera.
Y, sin embargo, cuando se lo piensa detenidamen-te, la situación de estos ciudadanos sudamericanos es apenas un pálido reflejo del estado ordinario de la humanidad. Este mundo, que viaja ciega y velozmente en un espacio atestado, entre un millón de otros mundos que viajan ciega y velozmente en direcciones contrarias, puede de repente chocar y explotar al igual que una papeleta. ¿Y qué, considerado patológi-camente, es el cuerpo humano con todos sus órganos, sino una bolsa de petardos? El menor de los cuales es tan peligroso al todo, como el polvorín del barco al barco; y con cada partícula de aire que aspiramos, con cada comida que ingerimos, estamos poniendo uno o varios de ellos en peligro; y si estuviéramos tan devo-tamente apegados (como algunos filósofos pretenden que lo estamos) a la idea abstracta de la vida o estuviéramos la mitad de lo asustados que pretenden que estamos ante el subversivo accidente que todo lo concluye, las trompetas sonarían y nadie atendería su llamado a la batalla; la bandera de despedida podrá ondear en el mástil, pero ¿quién abordará un barco que se pierde en el mar? Pensemos (si estos filósofos estuvieran en lo cierto) .con qué preparativos de espíritu afrontaríamos los peligros diarios de la mesa del comedor, lugar más mortal que cualquier campo de batalla, donde la más grande proporción de nues-tros antepasados dejaron sus huesos?
¿Qué mujer se aventuraría al matrimonio, el cual es mucho más peligroso que el mar más agitado? ¿y qué significaría el envejecer? Pues, mirado desde cierta distancia, a cada paso que damos en la vida encontramos la capa de nieve más delgada bajo nues-tros pies, y a nuestro alrededor y detrás de nosotros vemos cómo nuestros contemporáneos se hunden en ella. Cuando un hombre se acerca a los setenta años, el que su existencia continúe es tan sólo un milagro; y cuando tiende sus viejos huesos sobre el lecho para pasar la noche, hay una sobrecogedora probabilidad de que no vea la luz del nuevo día. ¿Se preocupan por esto, en realidad, los ancianos? Obviamente, no. Jamás fueron más felices. Tienen su trago de ponche cada noche, y cuentan las historias más picantes; oyen acerca de la muerte de personas de su edad, o aún menores, no como una terrible advertencia, sino con un placer simple, pueril, de haberlos sobrevivido. Y cuando una corriente de aire podría apagarlos como si de una vela que parpadea se tratara, o un ligero resbalón quebrarlos como si estuvieran hechos de cristal, sus viejos corazones palpitan acompasada-mente y sin temor, y continúan, entre risas, muchos años, comparados con los cuales el Valle de Balaclava sería tan pacífico y seguro como un campo de criquet de un pueblo en domingo. Se podría tranquilamente preguntar (si consideramos el peligro únicamente) si fue una hazaña más osada la de Curcio al sumergirse en el abismo, que la de un viejo de noventa años que se desviste y se sube a la cama. De hecho, uno de los más memorables temas a considerar, es ver con qué despreocupación y alegría avanza la humanidad por el Valle de las Sombras de la Muerte. Se trata de unaselva llena de trampas, a cuyo final, para quienes temen el último esfuerzo, está la ruina irrevocable. Sin embargo, vamos divertidos, como si se tratara de una excursión para el Derby. Tal vez el lector recuerda una de las humorísticas ocurrencias del deificado Caligula; cómo procuró una vasta concurrencia de personas en ánimo de fiesta sobre un puente de la bahía Baiae; y cómo, cuando estaban en el clímax de la diversión, lanzó a la Guardia Pretoriana a que los acometiera y los arrojara al mar. No se trata de una mala reproducción en miniatura de cómo la natura-leza se comporta con la transitoria raza humana. Sólo que, ¡qué amenazada se halla la excursión, incluso mientras dura, y en qué profundas aguas, que ningún nadador podrá cruzar, en las que las pálidas Pretoria-nas Divinas nos arrojan al final!
Vivimos el tiempo que tarda en consumirse una cerilla; hacemos saltar el corcho de una botella de jengibre y el terremoto nos engulle un instante des-pués. ¿No es extraño, no es incongruente, no es, en el más elevado sentido de la razón humana, increíble que pensemos tanto en la botella de jengibre y tan poco en el terremoto que nos devora? El amor a la Vida y el temor a la Muerte son dos frases famosas que cuanto más pensamos en ellas son más difíciles de entender. Es un hecho bien sabido que una inmensa proporción de los accidentes de barco jamás ocurri-rían si la gente mantuviera la escota a mano, en lugar de sujetarla; y sin embargo, a menos que se trate de un caballero de armas tomar o de un marino profesio-nal, todas las criaturas de Dios la sujetan. i Qué extraño ejemplo de la despreocupación humana y de la desvergonzada osadía frente a la muerte!
Nos confundimos con frases metafísicas que intro-ducimos a las conversaciones corrientes. No tenemos idea de lo que la muerte es, aparte de las circunstan-cias y de algunas de sus consecuencias para otros; aunque tenemos alguna experiencia de la vida, no hay un sólo hombre sobre la tierra que se haya elevado tanto en sus abstracciones que tenga siquiera una visión práctica del significado de la palabra vida.
Toda la literatura, desde Job y Omar Khayan a Thomas Carlyle o Walt Whitman, no es otra cosa que una tentativa de contemplar la condición humana con tal amplitud de mira que nos permita elevarnos de la condición del vivir a una Definición de la Vida; y nuestros sabios nos dan casi la mejor satisfacción que está a su alcance, cuando dicen que es un vapor, una apariencia, o que está hecha del mismo tejido que los sueños. La filosofía, en su sentido más rígido, se ha aplicado a esta labor por años; y luego de que una miríada de cabezas brillantes se han devanado los sesos en el asunto, y montañas de palabras se han apilado unas sobre otras en secos y nebulosos volúme-nes que no tienen fin, la filosofía tiene el honor de exponernos, con modesto orgullo, su contribución: que la vida es una Permanente Posibilidad de Sensa-ción. ¡Verdaderamente un gran resultado! Un hom-bre puede muy bien amar la carne, la cacería, o una mujer; pero con seguridad, no una Permanente Posi-bilidad de Sensación. Puede sentir temor de un precipicio, del dentista, de un enemigo armado de un garrote, incluso del enterrador; pero no ciertamente de la muerte en abstracto. Podemos hacer trampa con la palabra vida en sus múltiples sentidos hasta cuando nos fatiguemos de hacerlo. Podemos argumentar en los términos de todas las filosofías que existen sobre la tierra, pero un hecho continúa siendo cierto: que no amamos la vida, en el sentido de que estemos hondamente preocupados por su conservación; que lo que amamos no es, propiamente hablando, la vida, sino vivir. En las ideas del menos precavido hay un poco de previsión; los ojos de ningún hombre están absolutamente fijos en la hora que pasa; pero aunque tenemos cierta anticipación de la buena salud, del buen clima, del vino, de las ocupaciones, del amor, de la auto-estima, la suma de estas previsiones no consti-tuye para nadie una visión general de sus posibilidades y recursos. Tampoco son aquellos que más las cuidan, los más escrupulosos en cuanto a su seguridad perso-nal. El estar hondamente interesados en los acciden-tes de la propia existencia, el obtener el máximo pro-vecho de la compleja textura de la experiencia hu-mana, lleva a los hombres a olvidar tomar precau-ciones y a arriesgar su cuello por cualquier cosa. Pues, con seguridad, el amor a la vida es más fuerte en un alpinista que cuelga de un lazo sobre un precipicio, o en un cazador que cabalga alegremente sobre una va-lla, que en una criatura que vive a dieta y que camina distancias calculadas en interés de su constitución.
Sobre este asunto ambos bandos han pronunciado una buena cantidad de tonterías: llorosos predicado-res que reducen la vida a la mera dimensión de una procesión funeraria, tan corta que difícilmente puede ser decente; y melancólicos incrédulos que suspiran por la tumba como si de un mundo demasiado lejano se tratara. Ambos bandos deben sentirse un poco apenados de sus logros cuando se acomodan en sus sillas para cenar. De hecho, una buena comida y una
botella de vino son una respuesta para la mayoría de los trabajos sobre este asunto. Cuando el corazón del hombre se enciende por las viandas, olvida una buena cantidad de sofistiquerías y se eleva hasta la rosada zona de la contemplación. La Muerte puede estar tocando a la puerta, como la estatua del Comendador. Tenemos algo entre manos, gracias a Dios, dejémosla pues que llame. Las campanas que llaman a duelo se escuchan por doquier. Por todas partes, y a todas horas, alguien se está despidiendo de todos sus dolo-res y éxtasis. También para nosotros la trampa está tendida. Pero estamos tan encariñados con la vida, que no hay lugar para entretenernos con el terror de la muerte. Es una luna de miel para cada uno de nosotros, y no la más larga. Poca culpa tenemos si entregamos nuestro corazón a esta resplandeciente novia, a los apetitos, al honor, a la hambrienta curiosi-dad de la mente, al placer de los ojos en la naturaleza, al orgullo por la agilidad de nuestro cuerpo.
Todos nosotros hablamos de las sensaciones. Pero en cuanto se refiere a preocuparse por la Permanencia de la Posibilidad, la cabeza de un hombre se halla por lo general desnuda y sus sentidos bastante embotados antes de que llegue eso. Sea que consideremos la vida como una callejuela que conduce a un paredón, un fondo de saco, como dicen los franceses; sea que la consideremos como un portal o un gimnasio, donde aguardamos nuestro turno y preparamos nuestras facultades para algún destino más noble; sea que gritemos en un púlpito, o nos lamentemos en libritos de poesía atea a propósito de la vanidad de la vida y de su brevedad; sea que aspiremos a largos años de salud y vigor, o estemos a punto de montarnos a unasilla de ruedas como paso previo al ataúd; en todas y cada una de estas situaciones hay sólo una conclusión posible: que un hombre debe taparse los oídos contra cualquier terror paralizante y correr el camino que le corresponde con una mente tranquila. Seguramente nadie habrá retrocedido con mayor angustia en el corazón y terror ante el pensamiento de la muerte que nuestro respetado filólogo Samuel Johnson; y, sin embargo, sabemos lo poco que afectó su conducta, con qué sabiduría y osadía recorrió su camino, con qué fresca y vívida vena habló sobre la vida. Ya viejo, se aventuró a viajar por los Highlands; y su corazón, recubierto de bronce, no retrocedió ante veintisiete tazas de té.
Como el coraje y la inteligencia son las dos mejores cualidades que un hombre puede cultivar, corres-ponde a la inteligencia como primera tarea reconocer la precariedad de la vida, y como la primera del valor el no dejarse abatir ante el hecho. Un aire franco y de algún modo temerario, el no mirar con demasiada ansiedad hacia adelante, ni perder el tiempo en sollozos plañideros respecto al pasado, son sellos del hombre bien armado para este mundo.
Y no sólo bien armado para sí mismo, sino para servir a los demás como buen amigo y buen ciuda-dano. No buscamos a los cobardes para proponerles cosas; no hay nada tan cruel como el pánico; el hombre que siente menos temor por su propio pe-llejo, tiene más tiempo para los demás. El químico aquel que decidió hacer sus paseos con zapatos de hojalata, y que se alimentaba únicamente de leche tibia, logró que su trabajo se resintiera por las preocu-paciones de la digestión. Tan pronto como la prudencia hizo aparición en su cerebro, como un hongo lúgubre, encontró su primera expresión en la parálisis de sus actos generosos. La víctima comenzó a enco-gerse espiritualmente; comenzó a desarrollar una afi-ción por salitas con temperatura regulada y a extraer su moral de los zapatos de hojalata y de la leche tibia.
Los cuidados del cuerpo o del alma se vuelven tan definitivos, que todos los ruidos del mundo externo comienzan a llegar débiles y adelgazados a la salita con temperatura regulada; y los zapatos de hojalata avan-zan uniformemente sobre sangre y lluvia. Ser pruden-te en exceso es osificarse; y aquél demasiado escrupu-loso termina quedándose fijo en un punto. En cambio, el hombre que tiene su corazón a flor de piel y una veleta rondando en su cerebro, que reconoce que su vida es algo para ser usado y arriesgado alegremente, hace una muy diferente amistad con el mundo, man-tiene sus latidos rítmicos y rápidos, reúne ímpetus a medida que corre, y si su meta es algo mejor que un fuego fatuo, puede convertirse al final en una conste-lación. El Señor cuida de su salud; el Señor toma cuidado de su alma, dice. Tiene la clave de su posición y avanza entre el peligro y la incongruencia hacia su meta. La muerte le apunta desde todos lados con sus baterías preparadas, igual que a nosotros; sorpresas desafortunadas le rodean; amigos y conocidos sujetan las manos en una suerte de sínodo elegíaco sobre su camino ¿y qué le preocupa de todo esto a él? Siendo un verdadero amante del vivir, un hombre con algo espontáneo en su interior, puede, como cualquier otro soldado, en cualquier otra guerra mortífera, apresurar su paso hasta llegar a su objetivo. ` ` i Un título de nobleza, o la Abadía de Westminster!",gritaba Nelson en su estilo brillante, juvenil, heroico.
Estos son grandes incentivos. No por ninguno de estos, sino por la simple satisfacción de vivir, de ocuparse de sus asuntos de esta o de otra manera, el hombre valiente y servicial de cada nación se arriesga en el peligro y salva los obstáculos de la prudencia. Pensemos en el heroísmo de Johnson, en aquella soberbia indiferencia hacia la limitación mortal que le fijó sobre su diccionario y lo llevó triunfante hasta el final. ¿Quién, de haber considerado prudentemente las cosas, se habría embarcado en un trabajo más considerable que una postal de medio penique? ¿Quién habría proyectado una novela por entregas, luego de que Dickens y Thackeray habían caído a mitad de camino? ¿Quién habría hallado valor para comenzar a vivir, de haberse entretenido en la consi-deración de la muerte?
Y al fin y al cabo, ¡qué equívoco tan lamentable y penoso en todo aquello! Privarse de todas la ventajas de la vida en una salita con temperatura regulada, como si eso no fuese morir cien veces y a lo largo de diez años sin interrupción. ¡Como si eso no fuera estar muerto en vida, sin gozar siquiera de las tristes inmunidades de la muerte! ¡Como si eso no fuera morir, y ser sin embargo los pacientes espectadores de muestro propio estado lamentable! La Posibilidad Permanente se preserva, pero las sensaciones cuida-dosamente se mantienen al alcance de los brazos, como si se mantuviera una placa fotográfica en un cuarto oscuro. Es mejor perder la salud como un dilapidador, que malgastarla como un miserable. Es mejor vivir y encontrar la muerte viviendo que morir diariamente en una habitación de enfermo. Empecemos pues nuestro folio. Aún si el doctor no nos asegura un año de vida, aún si duda de que pueda ser un mes, tomemos un impulso valeroso y veremos qué podemos hacer con una semana. No es sólo en las empresas concluidas en las que advertimos labores útiles. Hay un espíritu en el hombre que supera el final más imprevisto. Todos los que han deseado de corazón hacer un buen trabajo, han hecho un buen trabajo, aunque hayan muerto antes de firmarlo. Todo corazón que ha latido con fuerza y alegremente ha dejado tras de sí un esperanzador impulso, y ha mejorado la tradición de la humanidad. Y aún si la muerte alcanza a la gente, como una trampa abierta, en mitad de carrera, mientras planeaban vastos proyectos y gigantescos cimientos, inflamados de es-peranza y sus bocas llenas de jactancioso lenguaje, si son, pues, detenidos y silenciados, ¿no hay algo valiente y animoso en tal final? Y, ¿no se entrega la vida de mejor grado arrojándola al precipicio, que regándola miserablemente, para terminar en un delta arenoso? Cuando los griegos compusieron aquella hermosa frase de que los amados de los dioses mueren jóvenes, no puedo evitar pensar que tenían sus ojos puestos en este tipo de muerte. Pues seguramente, cualquiera que sea la edad en la que la muerte alcance a un hombre, es joven para morir. No se tolera que la muerte arranque ni siquiera una ilusión del corazón. En el clímax de la vida, con un pie en el punto más alto de la existencia, se pasa de golpe al otro lado. Cuando aún se oye el ruido del mazo y del cincel, las trompetas apenas comienzan a sonar arrastrando con él nubes de gloria, este espíritu afortunado y lleno de vida, es lanzado a la vida espiritual.

viernes, 25 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires


Viernes 25 de noviembre de 1966.  Clase Nº 17

La época victoriana. Vida de Charles Dickens.
Novelas de Dickens. William Wilkie Collins.
The Mystery of Edwin Drood, de Dickens.


Si vemos la historia de la literatura francesa, comprobamos que es posible estudiarla tomando como referencia las fuentes de que se ha nutrido. Pero este sistema de estudio no es aplicable a In-glaterra, no concuerda con el carácter inglés. Como he dicho al-guna vez, "cada inglés es una isla". El inglés es especialmente in-dividualista.
La historia de la literatura que hacemos, y que hace la gran mayoría, recurre a un expediente, cómodo, que es la división de la historia literaria en épocas: dividir a los escritores, repartirlos en épocas. Y esto sí puede aplicarse a Inglaterra. Así que nosotros vamos ahora a ver uno de los períodos más notables que hay en la historia de Inglaterra, que es la época victoriana. Pero la carac-terización de ésta ofrece el inconveniente de ser muy extensa: Su duración va del año 1837 al año 1900, un largo reinado. Y además nos encontraríamos con que la definición es difícil y riesgosa. Nos costaría, por ejemplo, encuadrar a Carlyle, ateo que no creía ni en el Cielo ni en el Infierno. Parecería una época conservado-ra, pero el auge mayor del socialismo corresponde a esa época. Es también el momento de los grandes debates entre ciencia y reli-gión, entre los que sostenían la verdad de la Biblia contra los par-tidarios de Darwin. Debemos anotar que, sin embargo, hay [en-tre los defensores de] la Biblia grandes visiones del presente. La época victoriana se caracterizó por la gran reserva que mostró re-ferente a lo sensual o sexual. Sin embargo, Sir Richard Burton  traduce el libro árabe Perfumed Garden,  que llega a tener su al-ma. Es también por esa época, en 1855, que Walt Whitman escri-be su libro Leaves of Grass. Es el gran auge del Imperio Británi-co. A pesar de eso, varios escritores se mostraron y actuaron sin partidismos: Chesterton, Stevenson, etcétera.
La época victoriana fue una época de debates y discusiones. Su tendencia no fue tan marcadamente protestante. Hay, por ejemplo, un fuerte movimiento que nace en Oxford y que pro-pende al catolicismo. La unión de todos estos elementos con-trastantes es de difícil definición, pero de todas maneras existe. Todos los elementos son unidos por una atmósfera común pero cambiante, que abarca setenta y tantos años.
Y en ese período encuadramos a Charles Dickens. Nace en 1812 y muere en 1870. Es un hombre que surge del pueblo, de la clase media inferior. Su padre era empleado de comercio y mu-chas veces conoció la cárcel por deudas. El hijo fue un escritor comprometido, que dedicó buena parte de su obra a combatir en favor de ciertas reformas. No podemos decir que Dickens las ha-ya conseguido. Y quizás esto venga a explicarnos el que se haya perdido tanto en nuestro recuerdo esta calidad de reformador que poseía Dickens. Él también vivió con el temor de que un acreedor lo enviara a la cárcel por deudas, y abogó por la refor-ma de las escuelas, de las cárceles, de sistemas de trabajo. Pero si la reforma fracasa, la obra que desarrolla el reformador parece carecer de validez. Si tiene éxito, tiene necesariamente que per-der actualidad. Es decir, la idea de que un individuo tiene que vi-vir su vida, por ejemplo, cosa que ahora nos parece un lugar co-mún, fue en su momento una idea revolucionaria. Es el caso de Casa de muñecas de Ibsen.
Ahora, el peligro de la literatura social es que no tiene total aceptación. En el caso de Dickens, la parte social de su obra es evidente. Fue un revolucionario. Su infancia fue muy dura. Para esto debemos leer David Copperfield, donde él ha pintado el ca-rácter de su padre también. Dickens es un hombre que vive al borde de la ruina, es un deudor vitalicio que posee un extrava-gante optimismo acerca del porvenir. Su madre fue una mujer muy buena pero confusa y disparatada en sus acciones. Él tuvo que trabajar desde niño en un depósito. Luego fue reportero, ta-quígrafo. Hacía reseñas de los debates de la Cámara de los Co-munes pero con mucho mayor realismo que Johnson, que ya he-mos visto cómo lo hacía.
Dickens fue un habitante de Londres. En su libro Historia de dos ciudades, A Tale of Two Cities, basado en la Revolución Francesa, se ve que en realidad Dickens no podía escribir una historia de dos ciudades. Él fue habitante de una sola ciudad: Londres.
Empezó por el periodismo y llegó a la novela por ese cami-no. Y al estilo resultante fue fiel, se mantuvo en él durante toda su vida. Sus novelas se publicaban por entregas, en folletín, y su resonancia fue tal que los lectores seguían la suerte de sus perso-najes como si fueran verdaderos. Recibió una vez centenares de cartas, por ejemplo, en que se pedía que no muriera el protago-nista de la novela.
Ahora, a Dickens no le interesaba demasiado el argumento, sino más bien los personajes, el carácter de los personajes. El ar-gumento es casi un mero medio mecánico para que progrese la acción. No hay una real evolución de carácter en los personajes. Son los medios, los acontecimientos, los que modifican a los personajes, como ocurre en la realidad.  Los personajes que Dic-kens crea viven en un perpetuo éxtasis de ser ellos mismos. Sue-le diferenciarlos según dialectos: usa para unos un dialecto espe-cial. Esto es visible en la versión original en inglés.
Pero Dickens adolece de exceso de sentimentalismo. No es-cribe al margen de su obra. Se identifica con cada uno de sus per-sonajes. El primero de sus libros que logró una gran adhesión popular fue Los papeles póstumos del Club Pickwick,  que fue publicado por entregas. Al principio le sugirieron que utilizara ciertas ilustraciones, y a ellas Dickens iba acomodando el texto. Y a medida que escribía el libro iba imaginando caracteres, inti-maba con ellos. Sus personajes poco a poco adquirieron vida propia. Así pasa con Mr. Pickwick, que adquiere singular rele-vancia y es un caballero de carácter firme. Lo mismo ocurre con los otros personajes. El sirviente ve ciertas ridiculeces en su amor, pero llega a quererlo muchísimo.
Dickens había leído poco, pero entre sus primeras lecturas se contó la traducción del libro de Las Mil y Una Noches y los no-velistas ingleses de influencia cervantina, novela de camino, en la que el hecho de que los personajes se trasladen crea la acción, las aventuras saltan al encuentro de los personajes.  Pickwick pier-de un proceso, lo cree injusto y resuelve no juzgarlo y sufrir la condena. Su sirviente, Sam Weller, incurre en deudas que no quiere pagar y lo acompaña a la cárcel. Es notable la afición de Dickens por los nombres extravagantes: Pickwick, Twist, Chuzzlewit, Copperfield. Y se podrían mencionar muchos más. Llegó a hacer fortuna con la literatura, y la fama. Su único rival era Thackeray.  Pero aun a éste se cuenta que su hija le dijo una vez: "Papá, ¿por qué no escribe usted libros como el señor Dic-kens?" Thackeray era más bien un cínico, a pesar de que no fal-tan en sus obras momentos sentimentales. Dickens era incapaz de pintar un caballero, pero los hay en su obra. Conoció a la ba-ja y a la alta burguesía íntimamente, pero no así a la aristocracia, que raras veces aparece en su obra. Thackeray lo hace porque la conocía bien. Dickens porque se sentía plebeyo. Estas diferentes circunstancias las debemos hacer destacar: los diferencian.
Dickens recorrió Inglaterra haciendo lecturas públicas de su obra. Elegía capítulos dramáticos. Por ejemplo, la escena del proceso de Pickwick. Utilizaba una voz distinta para cada per-sonaje, y lo hacía con extraordinario talento dramático. Los oyentes lo aplaudieron extraordinariamente. Se dice que sacó el reloj, vio que disponía de una hora y cuarto, y que el tiempo de aplausos hizo perder parte de la lectura. Intentó repetir la expe-riencia de Inglaterra en los Estados Unidos, pero allí se hizo an-tipático. Primero, porque declaró que era abolicionista, y segun-do, porque defendió la causa de los derechos del autor. El se sin-tió perjudicado y ofendido porque le parecía absurdo que los editores norteamericanos se enriquecieran imprimiendo partes cortadas de sus obras. Los norteamericanos pensaron, por el contrario, que estaba muy mal que él protestara por ese proce-der. Así que al volver a Inglaterra publicó American Notes, pero pareció no darse cuenta de que Inglaterra estaba poblada de per-sonajes ridículos, mientras que los norteamericanos eran una na-ción nueva, y atacó [a estos últimos] acerbamente. Como he di-cho, Dickens gozó de gran popularidad, se hizo rico por su obra, y viajó a Francia, a Italia, pero sin tratar de comprender a esos países. Buscó continuamente episodios humorísticos que referir. Murió en 1870. Le interesaron muy poco las teorías literarias. Era un hombre genial, que se interesaba a lo más en la ejecución de sus obras.
La estructura de sus novelas hace que sus caracteres se divi-dan en buenos y malos, absurdos y queribles. Quería hacer un poco lo del Juicio Final en sus obras, y por eso muchos de sus fi-nales son artificiales, porque los malvados son castigados y los buenos reciben premios.
Hay dos rasgos para destacar. Dickens descubrió dos cosas importantes para la literatura posterior: la niñez, su soledad, sus temores. Esto se debe a su vida, a la vida a la que fue lanzado desde niño. En realidad, no se sabe de cierto sobre su niñez. Cuando Unamuno habla de la madre nos asombra. Por último, Groussac ha dicho que es absurdo que se dediquen capítulos a la infancia, que es para él una edad vacía, y que no se detenga en la juventud y en la adultez. Dickens es el primer novelista que ha-ce que la infancia de los personajes sea importante.
Dickens descubre además el paisaje de ciudad. Los paisajes eran de campos, de montañas, selvas, ríos. Dickens trata sobre Londres. Es uno de los primeros que descubre la poesía de los lugares menesterosos y sórdidos.
En segundo lugar, debemos destacar que le interesó el lado melodramático y trágico, junto con el caricaturesco. Sabemos por los biógrafos que esto influyó en Dostoievsky, en sus asesi-natos inolvidables. En la novela Martin Chuzzlewit,  los perso-najes hacen un viaje en una especie de diligencia, uno bajo el po-der del otro. Chuzzlewit ha tomado la decisión de matar a su compañero. El coche se vuelca. Hace lo posible para que los ca-ballos lo maten, pero se salva. Al llegar a la posada cierra la puer-ta [de su habitación y se duerme] pero sueña que lo mata. Atra-viesa el bosque y al salir está solo, no arrepentido: tiene temor de que al llegar a la casa lo esperará el asesinado. Dickens describe a Chuzzlewit, que sale solo del bosque. No está arrepentido de lo que ha hecho, pero tiene el temor, el absurdo temor, de que al llegar a la casa lo estará esperando el hombre que ha asesinado.
Y luego, en Oliver Twist, tenemos una pobre muchacha, Nancy, y a esa pobre muchacha la estrangula Bill Sikes, que es un rufián. Y luego tenemos la persecución de Bill Sikes. Bill Si-kes tiene un perro que lo quiere mucho, y Bill lo mata porque teme ser identificado por el perro que lo acompaña. Dickens era muy amigo de Wilkie Collins.  No sé si ustedes han leído La pie-dra lunar o La dama de blanco.  Dice Eliot que estas novelas son las más extensas de la literatura policial, y acaso las mejores. Dic-kens colabora con Wilkie Collins en unas piezas de teatro que se representan en casa de Dickens. Y dice Elliot que Dickens debe haber dado a los papeles —porque era un excelente actor— una individualidad que no poseen en la obra. Wilkie Collins era un maestro en el arte de entretejer argumentos muy complicados, pero nunca confusos. Es decir, las tramas tienen muchos hilos, pero el lector los tiene a mano. En cambio Dickens, en todas sus novelas anteriores, había entretejido arbitrariamente los argu-mentos. Dijo Andrew Lang  que si él tuviera que contar el ar-gumento de Oliver Twist y lo amenazaran con la pena de muer-te, él, que admiraba tanto a Oliver Twist, iría ciertamente a la horca.
Dickens, en su última novela, The Mystery of Edwin Drood,  El misterio de Edwin Drood, se propuso escribir una novela policial bien construida, a la manera de las que su amigo Wilkie Collins, maestro en el género, hacía. Y la novela ha que-dado inconclusa. Pero para la primera entrega —porque Dickens siempre fue fiel al sistema de los folletines; Dickens suele publi-car sus novelas en volumen cuando habían aparecido en folle-tín— dio una serie de instrucciones a su ilustrador. Y en una de ellas vemos a uno de los personajes en un capítulo que Dickens no alcanzó a escribir, y ese personaje no proyecta una sombra. Y algunos han conjeturado que no proyecta sombra porque es un espectro. En el primer capítulo, uno de los personajes ha fuma-do opio y tiene visiones. Y esa visión puede pertenecer a la obra. Y dice Chesterton que Dios fue generoso con Dickens, ya que le concedió un final dramático. En ninguna de las novelas de Dic-kens, dice Chesterton, importaba el argumento: importaban los personajes, con sus manías, su vestimenta siempre igual y su vo-cabulario especial. Pero al final Dickens resuelve escribir una novela de argumento importante, y casi en el momento en que Dickens está por denunciar al asesino, Dios ordena su muerte, y así nunca sabremos cuál fue el verdadero secreto, el oculto argu-mento de Edwin Drood —dice Chesterton—, salvo cuando nos encontremos con Dickens en el cielo. Y entonces —dice Ches-terton—, lo más probable es que Dickens ya no se acuerde y si-ga tan perplejo como nosotros. 
Yo, para concluir, quería decirles que Dickens es uno de los grandes bienhechores de la humanidad. No por las reformas por las cuales abogó y en las cuales logró éxito, sino porque ha crea-do una serie de personajes. Uno puede ahora tomar cualquier novela de Dickens, abrirla en cualquier página, con la certidum-bre de seguir leyéndola y deleitándose.
Quizá la mejor novela para trabar conocimiento con Dic-kens, ese conocimiento que puede ser precioso en nuestra vida, sea la novela autobiográfica David Copperfield, en la que hay tantas escenas de la infancia de Dickens. Y después Los papeles póstumos del Pickwick Club. Y luego, yo diría el Martin Chuzz-lewit, con sus descripciones deliberadamente injustas de Améri-ca y el asesinato de Jonas Chuzzlewit, pero la verdad es que ha-ber leído algunas páginas de Dickens, haberse resignado a ciertas malas costumbres suyas, su sentimentalismo, sus personajes me-lodramáticos, es haber encontrado un amigo para toda la vida.

jueves, 24 de noviembre de 2016

MARGUERITE YOURCENAR. OPUS NIGRUM.


MARGUERITE
YOURCENAR
OPUS NIGRUM

INTRODUCCIÓN
MARGUERITE YOURCENAR O LA FORMA DE LA HISTORIA
Con la historia sucede algo muy curioso: no se hace cuando se produce, sino siempre después, no pasa sino que se fabrica, no sucede sino que es algo que se inventa una vez que haya sucedido. Esto es, que la historia es la forma que luego damos a lo que pasó, no exactamente aquello que pasó y que cuando pasaba pocas veces parecía ser historia. Esto es algo que se hace mucho más evidente en nuestros días, cuando la simultaneidad de los acontecimientos y de su transmisión, con la increíble expansión de los medios de comunicación y de las técnicas informáticas, ponen a cada instante en las manos del hombre todo lo que sucede en el universo entero. Pero esta multiplicación de la información, seguida de la instantaneidad y de la simultaneidad de toda ella, no provoca una sensación de historia estructurada, ni mucho menos, sino la de un desorden esencial, un caos: lo contrario precisamente de la sensación que produce la historia, intento desesperado de los historiadores por implantar un orden en el caótico devenir de la humanidad.
Pero para implantar un orden es preciso establecer un sentido, cosa a la que pocos historiadores llegan, pues suele ser patrimonio de los pensadores, de los creadores y de los artistas. Se suele decir que el arte de la literatura reside en la memoria, lo que es verdad en gran medida; y también que la literatura consiste en un ir y venir entre la memoria y la historia, expresando con palabras dispuestas para ser más intensamente recordadas y repetidas —esto es, sentidas— este constante viaje de ida y vuelta. La literatura nació con la rima, el ritmo y el verso, y luego se multiplicó en todas las direcciones para llegar a ser «la máxima lengua posible», según las teorías del académico Francisco Rico.
Y esta lengua con la que expresan de la máxima manera posible las idas y venidas entre la memoria y la historia la crean los artistas, los escritores. De ahí la vigencia del género histórico, que es algo tan real como ficticio. En efecto, desde la Biblia y la Ilíada, la literatura se ancla en la historia, real, mitificada o imaginada, independientemente de la verdad o mentira que superficialmente —esto es, en cuanto a su contenido aparente— predique su propio texto. Lo que sucedió fue que en un momento determinado de la historia de la literatura, concretamente en el romanticismo, y merced sobre todo al escocés Walter Scott, se puso de moda en el mundo el género de la «novela histórica» que, con altos y bajos, ha pervivido hasta nuestros días, y que precisamente en la última década hace furor en el mercado occidental. Y dentro de él, la gran triunfadora final ha sido precisamente esta extraordinaria y profunda escritora francobelga, que falleció el 18 de diciembre de 1987, Marguerite Yourcenar. Dos meses antes, había sido elegida como el mejor escritor europeo en un congreso en Estrasburgo, pero ya para entonces estaba cargada de premios y honores, era miembro de las Academias de Francia y Bélgica, había sido traducida a casi todos los idiomas, y sus obras ocupaban desde hacía años los primeros lugares en las listas de libros más vendidos del mundo entero.
Y aquí cabe hacer una doble matización. En primer lugar, que el género de la novela histórica no es el que define por completo la obra de la escritora —que ha escrito muchos libros de otra temática y sentido— sino el que le llevó a la fama. Pero, como todo gran creador, Marguerite Yourcenar desborda a su propia fama, y es una narradora histórica pero también una pensadora, una asombrosa artista del estilo, ha escrito además ensayos, novelas largas y cortas, teatro y poesía; su obra, tan dispersa en los géneros que cultivó, circula por todos los momentos de la historia, desde la antigüedad clásica griega y latina hasta la época de la ascensión de los fascismos, pasando por las culturas orientales y la época de las convulsiones de la Reforma en la Europa del siglo XVI, y además por todos los espacios también, pues va desde escenarios japoneses y americanos hasta los europeos, españoles, y así sucesivamente: y una obra que al final no es demasiado extensa, pues consta de quince libros en prosa, dos de poemas, seis piezas teatrales y seis volúmenes de traducciones, pero cuyo rigor y profundidad alcanzan cotas inéditas en las letras universales de nuestros días. La novela histórica, por lo tanto, es el género que proporcionó celebridad a la escritora, el que la hizo triunfar universalmente, pero no el que la define en su totalidad.
El segundo matiz que hay que subrayar es que este triunfo ha sido lento, y sobre todo tardío. Para ceñirnos al ámbito simplemente hispánico habrá que advertir que desde la primera aparición de un libro de la Yourcenar en castellano hasta que su obra se impuso definitivamente, colocando esa misma obra durante dos años en las listas de libros más vendidos, y ocupando además los primeros lugares, transcurrieron casi treinta años. Pues se trataba además del mismo libro, una de las obras maestras de la escritora, las Memorias de Adriano, en la no menos valiosa traducción del gran narrador argentino Julio Cortázar, que apareció primero en Buenos Aires, en 1955, sin que apenas se advirtiera, y que en los años ochenta irrumpió como un meteoro en el mercado español, siendo reeditado desde entonces sin parar.
Aún hay más: en 1960, se publicaba en Buenos Aires también otra novela de Yourcenar, El tiro de gracia, en 1970 aparecía en Barcelona una primera versión de esta Opus Nigrum —bajo el título de El alquimista —libro que, al pasar inadvertido, fue posteriormente saldado en algunos grandes almacenes— y que en 1977 aparecía en Madrid, en traducción de Emma Calatayud, que luego se convertiría en la gran traductora de casi toda la obra de la escritora, su primera novela, no muy larga desde luego pero que es una de las mejores pese a su precocidad, Alexis o el tratado del vano combate.
Bueno, pues todo esto había sido ya publicado en España sin que ni el gran público ni gran parte de la crítica pareciera haberse enterado. Pero cuando en 1980 los medios de comunicación conectaron sus focos sobre Marguerite Yourcenar con motivo de su elección como miembro de la Academia Francesa —y era la primera mujer en la historia que alcanzaba esta dignidad, en una institución tan prestigiosa como tenazmente misógina, hasta el punto de que la misma Real Academia Española había roto ese tabú un año antes— la sorpresa fue general. ¿Quién era esta escritora casi secreta, que, aunque relativamente conocida en Francia y otros países occidentales donde ya había sido traducida, presentaba una obra de tal magnitud y bastante desconocida del gran público?
Marguerite Yourcenar, nacida en Bruselas en 1903, en el seno de una familia francobelga, hija de un aristócrata francés venido a menos y de una heredera de la gran burguesía belga —que falleció a los diez días del nacimiento de su hija—no se llamaba en realidad así, sino que formó este nombre literario al principio de su carrera mediante un anagrama imperfecto de parte de su apellido paterno. Su nombre completo, si se cuenta también el apellido materno, fue el de Marguerite, Antoinette, Jeanne, Marie, Ghislaine, Cleenewerck de Crayencour y Cartier de Marchienne; su padre era de la región de Lille, en Francia, y su madre de la de Namur, en Bélgica, y el nacimiento de la escritora se produjo durante una estancia temporal de sus padres en Bruselas, en una casa ya derruida de la avenida Louise. Tras la muerte de la madre, el padre se trasladó a vivir con su hija recién nacida a Francia, a una propiedad familiar de su región natal denominada el castillo de Mont-Noir, mansión que también resultó posteriormente destruida durante la guerra. Así, los escenarios familiares y vitales de Marguerite Yourcenar han ido desapareciendo uno tras otro de manera implacable. Durante su infancia, la niña fue educada con rigor y flexibilidad, merced a preceptores privados, y alternaba su existencia en Mont-Noir con otras en casa de su familia paterna en Lille y otras más en Bruselas con sus parientes por parte de madre. También su padre la arrastró con cierta frecuencia al sur de Francia durante los veranos y las vacaciones. De todas formas, a partir de 1912, Michel Cleenewerck de Crayencour se instala con su hija en París, en un barrio elegante, en una casa que también desaparecería después. La guerra de 1914 les sorprende en la costa belga, de donde padre e hija se trasladan a Gran Bretaña huyendo del conflicto. La niña sigue sus estudios de manera intermitente, profunda y flexible como siempre, guiada por sus preceptores y su propio padre, primero en los suburbios de Londres y posteriormente en París, de donde se trasladan finalmente al sur de Francia a finales de la guerra. Aprende el latín, el griego y el italiano, empezando a leer poesía en estos idiomas, y adquiere sus primeros conocimientos del inglés.
A los dieciséis años, compone un poema dialogado basado en la leyenda de ícaro, El jardín de las quimeras, que se publica, pagado por su padre, en 1921. Y al año siguiente otro libro de poemas, Los dioses no han muerto, muestra que ya no se trata de ejercicios de diletante —aunque sean de alguna manera bastante escolares— sino de una vocación en debida forma. Durante todo el período de entreguerras, Marguerite Yourcenar —que ya ha adoptado este nombre de pluma, que se convertirá en el suyo legal en Estados Unidos en 1947— viaja con su padre por toda Europa, por el Mediterráneo, Italia, Grecia, Centroeuropa y España, comienza a escribir ensayos y textos de creación que va publicando lentamente en algunas revistas francesas de la época y proyecta una vasta construcción novelesca que nunca llegará a realizar, pero que es el germen de otras obras posteriores. En efecto, esta artista adolescente planeaba la creación de una vasta novela, Remous (Remolinos), que contase a través de múltiples personajes la historia de varias familias europeas que se mezclaban entre sí a través de cuatro siglos. Llegó a escribir más de quinientas páginas de este proyecto que, sin embargo, quedó inconcluso y jamás se publicó. Sin embargo, tres fragmentos aparecerían en un volumen en 1934 bajo el título La muerte conduce el atelaje, título del que también renegaría posteriormente y que jamás reeditó. En realidad, este volumen contenía tres novelas cortas, que luego sufrieron distintos destinos. La primera, D’après Greco, se convirtió en Anna Sóror, historia de un incesto sucedido en Nápoles bajo la dominación española en el siglo XVI, que pasaría casi sin variantes a una de sus obras finales, Como el agua que fluye, que se publicó en 1981. En esta última obra se incluyen también otras dos narraciones, Un hombre oscuro y Una hermosa mañana, que son la reelaboración profunda de temas incluidos en otro de los relatos del libro de 1934, D’après Durero, el tercer relato, D’après Rembrandt daría origen, después de muchas reelaboraciones, a toda una obra larga e independiente que además es una de sus obras maestras, Opus Nigrum, como tan excelentemente se ha traducido la expresión francesa «L’oeuvre en noir», la «obra en negro», según las operaciones de los alquimistas del renacimiento.
También son estos los años en los que Marguerite Yourcenar siente la llamada del emperador Adriano, y cuando, según se agotaba la inspiración de Remous, iba surgiendo en su interior lo que después sería su autobiografía, El laberinto del mundo, de la que llegó a publicar en vida los dos primeros volúmenes, Recordatorios y Archivos del Norte —que son sobre todo un análisis y recreación de la historia de sus familias paterna y materna durante varios siglos, y al parecer ha dejado terminado en el momento de su desaparición el tercer tomo, que llevará el título de Quoi, l’éternité?, pero que todavía no se ha publicado en el momento en que redacto estas líneas. En 1922, la escritora es testigo de la marcha de los fascistas de Mussolini sobre Roma, que luego le servirá para otra de sus novelas, de inspiración claramente antifascista, Denario del sueño, que tras publicarse poco antes de la gran guerra no sería reeditada, bastante modificada, en su versión definitiva hasta 1959. Durante todos estos años publica sus primeros poemas también y alguna obra teatral o relatos de inspiración oriental. Aunque el influjo de André Gide —el gran maestro de las juventudes literarias de aquella época en Francia y en Europa— y sus viajes por Centroeuropa le llevarían a redactar dos célebres novelas, Alexis, o el tratado del vano combate, y El tiro de gracia, publicadas respectivamente en 1929 y 1939, donde se abre paso un tema de inspiración gidiana, el de la homosexualidad. La primera de esas dos breves novelas llamó poderosamente la atención de la crítica más rigurosa de aquel tiempo. Ese mismo año, en 1929, fallece su padre en un clínica suiza en Lausanne, pero la escritora prosigue sus peregrinaciones por Europa, tras haber intentado recobrar los restos de su herencia materna. En 1930 publicaba otra novela de la que después también renegaría, La nueva Eurídice, y una obra de teatro, El diálogo en la marisma. En 1934 publica los dos libros citados anteriormente, Denario del sueño y La muerte conduce el atelaje, y durante los cuatro años siguientes viaja por Grecia, donde escribe los textos de uno de sus libros más importantes, Fuegos, compuesto por textos líricos de un posible diario personal, intercalados entre varios relatos inspirados en la mitología clásica pero con lecciones morales permanentes, que se publicó en 1936. Y dos años después aparecería otra obra extraña y personal, Los sueños j las suertes, una especie de ensayo sobre los sueños, que incluye relatos de sus propias pesadillas. Traduce también a Virginia Woolf —Las olas— y a Henry James —Lo que Maisie sabía— así como al gran poeta griego de Alejandría Constantin Kavafys, al que dedicó asimismo un largo ensayo introductorio. Tras su encuentro con la profesora norteamericana Grace Frick, que sería su traductora al inglés y su compañera durante toda su vida, visita por vez primera Estados Unidos, donde conecta con los cantos espirituales negros, con los que escribiría después una gran antología y ensayo. Tras la publicación en 1939 de El tiro de gracia, Marguerite Yourcenar escapa de la segunda guerra mundial que ha estallado en Europa y se exilia en los Estados Unidos, donde se dedica en principio a tareas docentes, a pesar de carecer de títulos universitarios, en un trabajo en el que la calidad y profundidad de sus conocimientos y su vasta cultura, tras la ayuda inicial de Grace Frick, se le abrieron las puertas con sencillez. Con el tiempo, ambas amigas se instalarían en la isla de los Monts-Déserts, situada en la costa atlántica norteamericana, frente al Estado de Maine, alternando sus trabajos docentes con los de la traducción y la escritura de creación.
De 1948 a 1950 redacta las Memorias de Adriano, cuya publicación en 1951 le valió el premio de novela de la Academia Francesa y el comenzar a ser ya bastante conocida al menos en Francia. Durante los largos años de la postguerra, Marguerite Yourcenar vuelve a emprender numerosos viajes, va siendo reconocida en otras partes, recibe varios doctorados «honoris causa», publica su segunda gran novela Opus Nigrum, en 1968 —que le valió el premio Femina—, entra dos años después en la Academia Belga de literatura y recibe al siguiente la Legión de Honor. Inicia la publicación de su autobiografía ya citada, la edición de algunas obras anteriores revisadas como ya he dicho, sus traducciones poéticas, algunas piezas teatrales más, sus libros de ensayos, como A beneficio del inventario o, mucho después, El tiempo, ese gran escultor, y acompaña y asiste a su amiga Grace Frick en una dolorosa enfermedad que la llevará a la tumba en 1979. Y al año siguiente llegó su elección como miembro de la Academia Francesa, que rompía así con su misógina tradición de tres siglos y medio. Durante estos años también, Marguerite Yourcenar se sintió tentada por algunos temas misteriosos, como los del mundo de las drogas y los alucinógenos del brujo don Juan descritos por Carlos Castañeda, o el del suicidio del escritor japonés Yukio Mishima, al que dedicó un libro —Mishima o la visión del vacío— pero también combatió en temas más políticos, como en la defensa de los negros y los derechos civiles en Estados Unidos, en favor de la paz universal, contra la proliferación nuclear, contra la superpoblación y en favor de la ecología, del medio ambiente, de la naturaleza y de los animales. Sin embargo, y a pesar de que toda su vida y su obra es un gran ejemplo para la lucha por los derechos de la mujer, nunca se acercó a los movimientos feministas, pues le desagradaban sus radicalismos y sus exageraciones.
En los últimos años de su vida, Marguerite Yourcenar alternó su residencia en la propiedad de la isla de Mont-Déserts —una mansión campesina denominada «Petite plaisance»— con sus viajes y conferencias en el mundo entero, y la recepción de múltiples premios, honores y homenajes. Publicó su ensayo sobre Mishima, una asombrosa antología de la poesía griega clásica, La corona y la lira, revisó alguna obra anterior y en 1983 sufrió un grave accidente en Kenia que hizo temer por su vida, hasta que, finalmente, falleció en un hospital de Washington a finales de 1987, cuando contaba ochenta y cuatro años de edad.
Como diría André Malraux, la muerte de un hombre convierte su vida en destino. Marguerite Yourcenar hizo de su propia vida y de su obra un constante peregrinar por todos los rincones del mundo, tanto en su geografía como en su historia; se paseó, en su existencia o en su imaginación repleta de sabiduría y cultura, por los lugares y las épocas más dispares, pero siempre acercando al hombre y a la mujer de hoy a los grandes temas del pasado, o convirtiendo el pasado en los moldes más conflictivos del mundo contemporáneo. En su afán de discreción y de objetividad, nada de su vida personal ha pasado a su literatura, exceptuando sus obsesiones y temas preferidos. En su autobiografía, que todavía no lo es a la espera de su tercer volumen, ya que sólo habla de sus estirpes familiares más que de su propia vida, empieza citando un lema oriental «¿Cómo sería tu rostro antes de que tu padre y tu madre se encontraran?» Y cuando tiene que hablar de sí misma, al principio de esta misma obra, empieza separándose del tema para siempre: «El ser que llamo yo...». Dejando aparte su poesía, que traspasa toda su obra, su teatro —seis piezas— y sus ensayos, su obra propiamente narrativa, si se prescinde de algunos libros juveniles ya citados —La nueva Eurídice y La muerte conduce el atelaje, ya citados— consta tan sólo de cinco novelas largas, y veintidós cortas reunidas en tres volúmenes estas últimas: Como el agua que fluye, Fuegos, y Novelas orientales. Sus novelas largas son las ya citadas Alexis, o el tratado del vano combate, El tiro de gracia, Denario del sueño, Memorias de Adriano y Opus Nigrum, siendo estas dos últimas los dos grandes pilares sobre los que se asienta su obra entera. La primera de las dos se basa en el monólogo, imaginario, pero perfectamente verosímil —Yourcenar cuidaba al milímetro sus reconstrucciones históricas, a las que no cabe objetar el menor error, y cuando extrapola algo ella es la primera que lo advierte— del emperador Adriano, que intentaba consolidar el territorio de Roma justo antes de que se desmoronase, debatiendo sobre la naturaleza humana, sobre el tema del amor y la homosexualidad, sobre el arte, las religiones y los dioses, en el momento en que vacilaba la antigua civilización y los viejos valores iban a ser sustituidos por otros nuevos, pues el cristianismo se anunciaba como nueva fuerza emergente. Pero Adriano es un personaje histórico real y existente, mientras que en Opus Nigrum la escritora iba a basar su fábula, tan coherente, imaginaria y real como la anterior, sobre un personaje perfectamente inventado, el alquimista, médico y filósofo Zenón, cuya peregrinación por la Europa de su tiempo, justo cuando el cristianismo se divide en dos, a causa de la Reforma protestante, constituye una gran novela de aventuras, una lección filosófica y una fabulación moral universal.
La propia escritora, en la «nota de autor» incluida en este volumen relata, con su habitual exactitud y elegancia, cómo nació esta obra y cuáles fueron sus principales fuentes de inspiración. Es otra vez la historia de un mundo vacilante, de lucha de dos grandes fuerzas que se contraponen, un juego de contraluces que iluminan el corazón humano de una vez para siempre, y ya desde el principio, en la cita de Pico de la Mirándola que abre el volumen, se le cita con su nombre primero y universal, Adán. Zenón podría haber nacido en Brujas en 1510 aproximadamente, y su vida recorrería el mundo civilizado y conflictivo de su tiempo como un estandarte en favor de la luz y de la independencia, de la ciencia y de la tolerancia, cuando catolicismo y protestantismo se oponen cada vez más cruelmente, y empieza la decadencia del imperio español, lo que causará su muerte voluntaria que podría hasta imaginarse feliz. Los modelos para la figura de Zenón han sido muchos, desde Erasmo de Rotterdam o Leonardo da Vinci, o Vesalio, o Galileo y Giordano Bruno hasta Campanella y Miguel Servet, el gran científico español perseguido tanto por el catolicismo como por el calvinismo protestante. Esta novela es un relato de aventuras, una lección ética, un tratado de historia y un magistral poema.

Rafael Conte.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


 Miércoles 23 de noviembre de 1966.  Clase Nº16

Vida de Thomas Carlyle. Sartor Resartus, de Carlyle.                                 Carlyle, precursor del nazismo.                                                                             Los soldados de Bolívar según Carlyle.


Hablaremos hoy de Carlyle. Carlyle es de aquellos escritores que deslumbran al lector. Recuerdo que cuando yo lo descubrí, hacia 1916, pensé que era realmente el único autor. Aquello me sucedió después con Walt Whitman, me había sucedido con Víc-tor Hugo, me sucedería con Quevedo. Es decir, pensé que todos los demás escritores eran unos equivocados simplemente porque no eran Thomas Carlyle. Ahora, esos escritores que deslumbran, que parecen el prototipo del escritor, suelen acabar por abru-marnos. Empiezan siendo deslumbrantes y corren el albur de ser a la larga intolerables. Lo mismo me sucedió con el escritor fran-cés León Bloy,  con el poeta inglés Swinburne y, a lo largo de una larga vida, con muchos otros. Se trata en todos esos casos de escritores muy personales, tan personales que uno acaba por aprender las fórmulas del estupor, el deslumbramiento que pre-paran.
Veamos algunos hechos de la vida de Carlyle. Carlyle nació en un pueblito de Escocia en el año 1795 y murió en Londres —en el barrio de Chelsea, donde se conserva su casa— el año 1881. Es decir, una larga y laboriosa vida consagrada a las letras, a la lectura, al estudio y a la escritura.
Carlyle fue de origen humilde. Sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, fueron campesinos. Y Carlyle era escocés. Es común confundir ingleses con escoceses. Pero se trata, a pesar de la unión política, de dos pueblos esencialmente distintos. Escocia es un país pobre, Escocia ha tenido una historia sangrienta de lu-cha entre los diversos clanes. Y además, el escocés en general suele ser más intelectual que el inglés. O mejor dicho, el inglés no suele ser intelectual y casi todos los escoceses lo son. Esto puede ser obra de las discusiones religiosas, pero si bien es cier-to que el pueblo de Escocia se dedicó a discutir la teología, es porque era intelectual. Esto suele ocurrir con las causas que tien-den a ser efectos y los efectos que se confunden con las causas también. En Escocia las discusiones religiosas eran comunes, y conviene recordar que Edimburgo fue, con Ginebra, una de las dos capitales del calvinismo en Europa. Lo esencial del calvinis-mo es la creencia en la predestinación, basada en el texto bíblico, "muchos los llamados y pocos los elegidos".
Carlyle estudió en la iglesia de la parroquia de su pueblo, luego en la Universidad de Edimburgo y a los veintitantos años tuvo una suerte de crisis espiritual o de experiencia mística que él ha descrito en el más extraño de sus libros: Sartor Resartus. Sartor Resartus significa en latín "el sastre remendado" o "el sas-tre zurcido". Ya veremos por qué eligió este extraño título. Lo cierto es que Carlyle había llegado a un estado de melancolía motivado sin duda por la neurosis que lo persiguió durante toda su vida. Carlyle había llegado al ateísmo, no creía en Dios. Pero la melancolía del calvinismo seguía persiguiéndolo aun cuando él creía haberla dejado atrás. La idea de un Universo sin esperan-za, un Universo cuyos habitantes están condenados en una in-mensa mayoría al Infierno. Y luego una noche él recibió una suerte de revelación. Una revelación que no lo libró del pesimis-mo, de la melancolía, pero que le dio la convicción de que el hombre puede salvarse por el trabajo. Carlyle no creía que nin-guna obra humana tuviese valor perdurable. Pensaba que cuan-to los hombres pueden hacer estética o intelectualmente es de-leznable y es efímero. Pero al mismo tiempo creía que el hecho de trabajar, el hecho de hacer cualquier cosa, aunque esa cosa sea deleznable, no es deleznable. Existe una antología alemana de sus trabajos, que se publicó durante la Primera Guerra Mundial y que se titulaba Trabajar y no desesperarse.  Este es uno de los efectos del pensamiento de Carlyle.
Carlyle, desde que se dedicó a las letras, había adquirido una cultura miscelánea y muy vasta. Por ejemplo, él y su mujer, Jane Welsh,  estudiaron sin maestros el español y leían un capítulo del Quijote en el texto original cada día. Y ahí hay un pasaje de Carlyle en el cual él contrasta el destino de Byron y el destino de Cervantes. Piensa en Byron, un aristócrata, hermoso, atleta, un hombre de fortuna, que sin embargo sentía una melancolía inex-plicable. Y piensa en la dura vida de Cervantes soldado y prisio-nero, que sin embargo escribe una obra, no de quejas, sino de ín-timas y a veces escondidas alegrías en el Quijote.
Carlyle se traslada a Londres —ya antes había sido maestro de escuela y había sido colaborador de una enciclopedia, la En-ciclopedia de Edinburgh— y colabora para las revistas. Publica artículos, pero debemos recordar que un artículo entonces era lo que llamaríamos hoy un libro o una monografía. Ahora un ar-tículo suele constar de cinco o diez páginas, antes un artículo so-lía constar más o menos de unas cien páginas. Así, los artículos de Carlyle y de Macaulay son verdaderas monografías, y algu-nos alcanzan las doscientas páginas. Actualmente serían libros.
Un amigo suyo le recomendó el estudio de la lengua alema-na. Inglaterra, movida por las circunstancias políticas —ya por el hecho de la victoria de Waterloo los ingleses y los prusianos fue-ron hermanos de armas— estaba descubriendo Alemania, estaba descubriendo la afinidad que durante siglos había olvidado con las otras naciones germanas, con Alemania, con Holanda, y na-turalmente con los países escandinavos. Carlyle estudió alemán, se entusiasmó con la obra de Schiller, y publicó —éste fue su pri-mer libro— una biografía de Schiller  escrita en un estilo correc-to, pero en un estilo común. Luego leyó a un escritor romántico alemán, Johann Paul Richter,  un escritor que podríamos llamar soporífero, un relator de sueños místicos lentos y a veces lángui-dos. El estilo de Richter es un estilo lleno de palabras compues-tas y de cláusulas largas, y este estilo influyó en el estilo de Carlyle, salvo que Richter deja una impresión apacible. En cam-bio Carlyle era esencialmente un hombre fogoso, de modo que fue un escritor oscuro. Carlyle descubrió también la obra de Goethe, que no era conocida entonces salvo de un modo muy fragmentario fuera de su patria, y creyó encontrar en Goethe a un maestro. Digo "creyó encontrar", porque es difícil pensar en dos escritores más distintos. En el olímpico y —como lo llaman los alemanes— sereno Goethe, y en Carlyle, atormentado como buen escocés por la preocupación ética.
Carlyle fue además un escritor infinitamente más impetuoso que Goethe y más extravagante que Goethe. Goethe empezó siendo romántico, luego se arrepintió de su romanticismo inicial y llegó a una tranquilidad que podríamos llamar "clásica". Carlyle escribió sobre Goethe en revistas de Londres. Esto con-movió mucho a Goethe, ya que aunque Alemania había llegado entonces a una plenitud intelectual, políticamente no había lo-grado su unidad. La unidad de Alemania se logra en el año 1871, después de la guerra franco-prusiana. Es decir, para el mundo Alemania era entonces una colección heterogénea de pequeños principados, ducados, un tanto provinciana, y para Goethe el hecho de que lo admiraran algunas personas de Inglaterra fue lo que sería para un sudamericano, por ejemplo, el hecho de ser co-nocido en París o en Londres.
Carlyle publicó luego una serie de traducciones de Goethe. Tradujo las dos partes de Wilhelm Meister, los "Años de Apren-dizaje" y los "Años de Viaje".  Tradujo a otros románticos ale-manes, entre ellos al fantástico Hoffman.  Luego publicó Sartor Resartus  y luego se dedicó a la historia, y escribió ensayos so-bre el famoso affaire del collar de diamantes, la historia de un pobre hombre en Francia a quien le hacen creer que María An-tonieta había aceptado un regalo suyo —el ensayo lo toma del conde Cagliostro —, y sobre temas muy diversos. Entre ellos encontramos un ensayo sobre el doctor Francia, tirano de Para-guay,  un ensayo que contiene —y esto es típico de Carlyle— una vindicación del doctor Francia. Luego Carlyle escribe un li-bro titulado Vida y correspondencia de Oliver Cromwell.  Es natural que admirara a Cromwell. Cromwell, que en pleno siglo XVII hace que el rey de Inglaterra sea juzgado y condenado a muerte por el Parlamento. Esto escandalizó al mundo, como lo escandalizaría después la Revolución Francesa y mucho después la Revolución Rusa.
Finalmente, Carlyle se establece en Londres y allí publica La historia de la Revolución Francesa,  su obra más famosa. Carly-le le prestó el manuscrito a su amigo, autor del famoso tratado de lógica, Stuart Mill.  Y la cocinera de Stuart Mill usó el ma-nuscrito para encender el fuego de la cocina. Quedó así destrui-da una obra de años. Pero Stuart Mill consiguió que Carlyle aceptara una suma mensual hasta reescribir su obra. Este libro es uno de los más vívidos de la obra de Carlyle, pero que no tiene la vividez de la realidad sino la vividez de un libro visionario, la vividez de una pesadilla. Recuerdo que cuando leí aquel capítu-lo en que Carlyle describe la fuga y la captura de Luis XVI re-cordé haber leído algo parecido antes: estaba pensando en la fa-mosa descripción de la muerte de Facundo Quiroga, uno de los últimos capítulos del Facundo de Sarmiento. Carlyle describe la fuga del rey en un capítulo que se llama "La noche de las espue-las". Describe cómo el rey se detiene en una taberna y allí un muchacho lo reconoce. Lo reconoce porque la efigie del rey es-taba grabada en el anverso de una moneda y lo delata. Luego lo arrestan y finalmente lo llevan a la guillotina.
La mujer de Carlyle, Jane Welsh, era socialmente superior a él, era una mujer muy inteligente y se considera que sus cartas pueden contarse entre las mejores del epistolario inglés.  Carly-le vivió entregado a su obra, a sus conferencias, a su labor en cierto modo profética, y descuidó bastante a su mujer. Después de la muerte de ella, Carlyle escribió pocas cosas importantes. Antes él había dedicado catorce años a escribir la Historia de Fe-derico el Grande de Prusia,  un libro de lectura difícil. Había una gran diferencia entre Carlyle hombre, a pesar de su ateísmo religioso y piadoso, y Federico, que era ateo escéptico y que ig-noraba cualquier escrúpulo moral. Después de la muerte de su mujer Carlyle escribe una historia de los primeros reyes de No-ruega  basada en la Heimskringla del historiador islandés Sno-rri Sturluson, del siglo XIII, pero en este libro ya no encontramos el fuego de las primeras obras.
Y ahora veamos el pensamiento de Carlyle, o algunos rasgos de ese pensamiento. En la clase anterior yo dije que para Blake el mundo era esencialmente alucinatorio. El mundo era una alu-cinación lograda por los cinco engañosos sentidos con que nos ha dotado el Dios superior que hizo esta Tierra, Jehová. Ahora bien, esto corresponde en filosofía al idealismo, y Carlyle fue uno de los primeros divulgadores del idealismo alemán en Ingla-terra. En Inglaterra el idealismo ya existía en la obra del obispo irlandés Berkeley. Pero Carlyle prefirió buscarlo en la obra de Schelling y en la obra de Kant. Para estos pensadores, y para Berkeley, el idealismo tiene un sentido metafísico. Nos dicen que lo que nosotros creemos la realidad, digamos, el mundo de lo visible, de lo tangible, de lo gustable, no puede ser la realidad: se trata simplemente de una serie de símbolos o de imágenes de la realidad que no pueden parecerse a ella. Y así Kant habló de la cosa en sí que está más allá de nuestras percepciones. Todo esto lo comprendió perfectamente Carlyle. Carlyle dijo que de igual modo que vemos un árbol verde, podríamos verlo azul si nues-tros órganos visuales fueran distintos, de igual forma que al to-carlo lo sentimos como convexo, podríamos sentirlo como cón-cavo si nuestras manos estuvieran hechas de otra manera. Esto está bien, pero los ojos y las manos pertenecen al mundo exter-no, al mundo aparencial. Carlyle toma pues la idea fundamental de que este mundo es aparente, y le da un sentido moral y un sentido político. Swift había dicho que todo en este mundo es aparente, que nosotros llamamos "obispo", digamos, a una mi-tra y a una vestidura colocadas de cierto modo, que llamamos "juez" a una peluca y a una toga, que llamamos "general" a una cierta disposición de ropa, de uniforme, de casco, de charreteras. Carlyle toma esta idea y escribe así el Sartor Resartus, o "Sastre zurcido".
Este libro es una de las mayores mistificaciones que la histo-ria de la literatura registra. Carlyle imagina un filósofo alemán que enseña en la Universidad de Weissnichtwo —en aquel tiem-po pocas personas conocían el alemán en Inglaterra, de modo que él podía utilizar sin peligro estos nombres —. Le daba a su filó-sofo imaginario el nombre de Diógenes Teufelsdrockh, es decir Diógenes Escoria —la palabra "escoria" es un eufemismo, aquí la palabra es más fuerte— del Diablo, y le atribuye la escritura de un vasto libro titulado Los trajes, la ropa, su formación y su obra, su influencia. Esta obra lleva como subtítulo: "Filosofía del tra-je". Carlyle entonces imagina que lo que llamamos Universo es una serie de trajes, de apariencias. Y Carlyle alaba a la Revolución Francesa, porque ve en la Revolución Francesa un principio de la admisión de que el mundo es apariencia y de que hay que des-truirla. Para él, por ejemplo, el reinado, el papado, la república, eran apariencias, eran ropa usada que convenía quemar, y la Re-volución Francesa había comenzado por quemarla. Entonces el Sartor Resartus viene a ser una biografía del imaginario filósofo alemán. Ese filósofo es una especie de transfiguración del mismo Carlyle. Allí él cuenta, situándola en Alemania, su experiencia mística. Cuenta la historia de un amor desdichado, de una mu-chacha que parece quererlo y que lo deja, lo deja solo con la no-che. Luego describe conversaciones con ese filósofo imaginario y da copiosos extractos de ese libro que no existió nunca y que se llamaba "Sartor", el sastre. Ahora, como él sólo da extractos de ese libro imaginario, llama a su obra "El sastre remendado".
El libro está escrito de un modo oscuro, lleno de palabras compuestas y llenas de elocuencia. Si tuviéramos que comparar a Carlyle con algún escritor de la lengua española, pensaríamos por empezar de un modo casero en las más impresionantes pá-ginas fuertes de Almafuerte.  Podemos pensar también en Una-muno, que tradujo al español La Revolución Francesa de Carly-le y sobre el cual Carlyle influyó. En Francia podríamos pensar en León Bloy.
Y ahora veamos el concepto de la historia de Carlyle. Según Carlyle existe una escritura sagrada. Esa escritura sagrada no es, salvo parcialmente, la Biblia. Esa escritura es la historia univer-sal. Esa historia, dice Carlyle, que estamos obligados a leer con-tinuamente, ya que nuestros destinos son parte de la historia universal. Esa historia que estamos obligados a leer incesante-mente y a escribir, y en la cual —agrega— también nos escriben. Es decir, nosotros no sólo somos lectura de esa escritura sagra-da sino letras, o palabras, o versículos de esa escritura. Ve al Uni-verso, pues, como a un libro. Ahora, este libro está escrito por Dios, pero Dios para Carlyle no es una personalidad. Dios está en cada uno de nosotros, Dios está escribiéndose y realizándose a través de nosotros. Es decir, Carlyle viene a ser panteísta: el único ser que existe es Dios, pero Dios no existe como un ente personal sino a través de las rocas, a través de las plantas, a tra-vés de los animales y a través de los hombres. Y sobre todo a tra-vés de los héroes. Carlyle dicta en Londres una serie de confe-rencias tituladas: De los héroes, del culto de los héroes y de lo he-roico en la historia.  Dice Carlyle que los hombres han recono-cido siempre la existencia de los héroes, es decir de seres huma-nos superiores a ellos, pero que en épocas primitivas el héroe es concebido como un dios, y así la primera conferencia suya se ti-tula: "El héroe como dios", y característicamente toma como ejemplo al dios escandinavo Odín. Dice que Odín fue un hom-bre muy valiente, muy leal, un rey que dominó a otros reyes, y que sus contemporáneos y los sucesores inmediatos lo diviniza-ron, lo vieron como un dios. Luego tenemos otra conferencia: "El héroe como profeta", y Carlyle elige como ejemplo a Maho-ma. Mahoma, que hasta entonces sólo había sido objeto de es-carnio para los cristianos de Europa occidental. Carlyle dice que Mahoma, en la soledad del desierto, se sintió poseído por la idea de la soledad o unidad de dios, y que así fue dictando el Corán. Tenemos otros ejemplos: el héroe como poeta, Shakespeare. Luego, como hombre de letras: Johnson y Goethe. Y el héroe como militar, y elige —aunque él detestaba a los franceses— a Napoleón.
Carlyle descreía profundamente de la democracia. Hay quie-nes han considerado —y entiendo que con toda razón— a Carlyle como precursor del nazismo, pues creyó en la superio-ridad de la raza germánica. Los años 1870-71 fue la guerra fran-co-prusiana. Casi toda Europa —lo que fue Europa intelec-tual— estaba de parte de Francia. El famoso escritor sueco Strindberg  escribiría después: "Francia tenía razón, pero Pru-sia tenía cañones". Esto es lo que se sintió en toda Europa. Carlyle estaba de parte de Prusia. Carlyle creyó que la fundación del Imperio Alemán sería el principio de una era de paz para Eu-ropa —[tras] lo acaecido luego con las guerras mundiales pudi-mos apreciar lo erróneo de su juicio—. Y Carlyle publicó dos cartas en las cuales decía que el conde de Bismarck fue un hom-bre incomprendido y que el triunfo "de la Alemania, que piensa profundamente, sobre la frívola, vanagloriosa y belicosa Fran-cia" sería un beneficio para la humanidad. En el año sesenta y tantos había ocurrido en Estados Unidos la Guerra de Sece-sión,  y todos en Europa estaban de parte de los estados del nor-te. Esta guerra, según ustedes saben, no empezó siendo una gue-rra de abolicionistas —de enemigos de la esclavitud— en el nor-te, contra partidarios y poseedores de esclavos en el sur. Jurídi-camente, los estados del sur quizá tuvieran razón. Los estados del sur pensaron que ellos tenían derecho a separarse de los es-tados del norte y alegaron argumentos legales. Lo grave es que en la Constitución de los Estados Unidos no se había contem-plado muy bien la posibilidad de que algunos estados pudieran separarse. El tema era ambiguo y los estados del sur, cuando Lincoln fue elegido presidente, resolvieron separarse de los esta-dos del norte. Los estados del norte dijeron que los del sur no tenían derecho a separarse, y Lincoln, en uno de sus primeros discursos, dijo que no era abolicionista, pero que creía que la es-clavitud no debía extenderse más allá de los primitivos estados del sur, no debía llevarse, por ejemplo, a estados nuevos como Texas o California. Pero luego, a medida que la guerra fue más encarnizada —la Guerra de Secesión fue la guerra más encarni-zada del siglo XIX— , ya se confundía la causa del norte con la causa de la abolición de la esclavitud.
La causa del sur se había confundido con la de los partidarios de la esclavitud, y Carlyle, en un artículo titulado "Shooting Nia-gara",  se puso de parte del sur. Dijo que la raza negra era infe-rior, que el único destino posible del negro era la esclavitud, y que él estaba de parte de los estados del sur. Agregó un argumen-to sofístico que es propio de su humorismo —porque Carlyle en medio de su tono profético era un humorista también—: dijo que él no comprendía a quienes combatían la esclavitud, que él no veía qué ventaja podía haber en cambiar de sirvientes continua-mente. Le parecía mucho más cómodo que los sirvientes fueran vitalicios. Lo cual puede ser más cómodo para los amos, pero quizá no lo sea para los sirvientes.
Carlyle llega a condenar a la democracia. Por eso Carlyle, a lo largo de toda su obra, admira a los dictadores, a los que llamó strong men, "hombres fuertes". La frase ha perdurado todavía. Por eso escribió el elogio de Guillermo el Conquistador, escri-bió en tres volúmenes el elogio del dictador Cromwell, alabó al doctor Francia, alabó a Napoleón, alabó a Federico el Grande de Prusia. Y dijo en cuanto a la democracia que no era otra cosa si-no "la desesperación de encontrar hombres fuertes", y que sola-mente los hombres fuertes podían salvar a la sociedad. Definió con una frase memorable a la democracia como "el caos provis-to de urnas electorales". Y escribió sobre el estado de cosas en Inglaterra. Recorrió toda Inglaterra, prestó mucha atención a los problemas de la pobreza, de los obreros —él era de estirpe cam-pesina—. Y dijo que en cada ciudad de Inglaterra veía el caos, veía el desorden, veía la absurda democracia, pero que al mismo tiempo había algunas cosas que lo confortaban, que lo ayudaban a no perder del todo la esperanza. Y esos espectáculos eran para él los cuarteles —en los cuarteles hay por lo menos orden— y las cárceles. Éstas eran las dos cosas capaces de regocijar el espíritu de Carlyle.
Tenemos pues en todo lo que he dicho un cierto programa del nazismo y el fascismo concebido antes del año 1870. Más particularmente del nazismo, ya que Carlyle creía en la superio-ridad de las diversas naciones germánicas, en la superioridad de Inglaterra, de Alemania, de Holanda, de los diversos países es-candinavos, sobre los otros. Esto no impidió que Carlyle fuera en Inglaterra uno de los mayores admiradores de Dante. Su her-mano  publicó una traducción admirable, literal, en prosa ingle-sa, de la Divina Comedia de Dante. Y Carlyle admiró natural-mente a los conquistadores griegos y romanos, a los vándalos y a César.
En cuanto al cristianismo, Carlyle creía que ya estaba desa-pareciendo, que ya no había ningún porvenir para él. Y en cuan-to a la historia, él veía la salvación en los hombres fuertes, y pen-saba que los hombres fuertes pueden estar —como lo diría des-pués Nietszche, que sería en cierto modo su discípulo— más allá del bien y del mal. Es lo que había dicho antes Blake: una mis-ma ley para el león y para el buey es una injusticia.
No sé qué libro de Carlyle les podría recomendar a ustedes. Yo creo que si saben inglés el mejor libro será el Sartor Resartus. O, si les interesa, lean —si les interesa menos el estilo y más las ideas de Carlyle—, lean las conferencias que él reunió bajo el tí-tulo de El culto de los héroes y de lo heroico en la historia. En cuanto a su obra más extensa, a la que dedicó catorce años, La vida de Federico el Grande, es un libro en el que hay brillantes descripciones de batallas. Las batallas le salían muy bien a Carly-le siempre. Pero a la larga se nota que el autor se siente muy le-jos del héroe. El héroe era ateo y amigo de Voltaire. No le inte-resaba.
La vida de Carlyle fue una vida triste. Acabó enemistándose con sus amigos. Él predicaba la dictadura y era dictatorial en su conversación. No admitía contradicciones. Sus mejores amigos fueron apartándose de él. Su mujer murió trágicamente: estaba paseándose en su coche por Hyde Park cuando murió de un ata-que al corazón. Y Carlyle sintió después el remordimiento de ser un poco culpable de su muerte, ya que él se había desentendido de ella. Creo que Carlyle llegó a sentir, como nuestro Almafuer-te lo sintió, que la felicidad personal estaba negada para él, que su neurosis le quitaba toda esperanza de ser personalmente feliz. Y por eso buscó su felicidad en el trabajo.
Me olvidaba de decir —es un rasgo meramente curioso— que en uno de los primeros capítulos de Sartor Resartus, al ha-blar de trajes, dice que el traje más sencillo de que él tiene noti-cias es el usado por la caballería de Bolívar en la guerra sudame-ricana. Y aquí tenemos una descripción del poncho como "una frazada con un agujero en el medio", y debajo él imagina al sol-dado de caballería de Bolívar, lo imagina —simplificándolo un poco— "mother naked", desnudo como cuando salió del vientre de su madre, cubierto por el poncho, y con su sable y con su lan-za solamente. 

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