CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 16 de noviembre de 2016
BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
(En la gráfica: Adolfo Bioy Casares).
Miércoles 9 de noviembre de 1966. Clase Nº 11
El movimiento romántico. Vida de James Macpherson. La invención de Ossian. Opiniones sobre Ossian. Polémica con Johnson. Reivindicación de Macpherson
Esta clase va a durar diez minutos menos que las anteriores, por-que he prometido dar una conferencia sobre Víctor Hugo. De modo que les pido disculpas a ustedes, y hablaremos hoy, preci-samente, del movimiento romántico, que es el movimiento en el cual tuvo tanta parte Víctor Hugo.
El movimiento romántico es acaso el más importante que re-gistra la historia de la literatura, quizá porque no sólo fue un es-tilo literario, porque no sólo inauguró un estilo literario, sino un estilo vital. En el siglo pasado tuvimos a Zola, el naturalista. Y Emile Zola, el naturalista, es inconcebible sin Hugo, el románti-co. Luego, aún ahora tenemos personas que son nacionalistas o comunistas y lo son de un modo romántico, aunque prefieran alegar razones de orden económico-social, o de lo que fuera. He dicho que hay un estilo de vida romántico. Por ejemplo, un ca-so famoso sería el de Lord Byron. La poesía de Byron ha sido —injustamente a mi entender— excluida de una famosa antolo-gía de la poesía inglesa publicada hace unos años. Pero Byron si-gue representando uno de los tipos románticos. Byron, que va a Grecia a morir por la libertad de ese país oprimido entonces por los turcos. Y tenemos poetas de destino romántico, uno de los poetas máximos de la lengua inglesa, Keats, que muere tubercu-loso. Diríase que la muerte joven es parte del destino romántico. Ahora bien, ¿cómo definir el Romanticismo? La definición es difícil, precisamente porque todos sabemos de qué se trata. Si yo digo "neorromántico", ustedes saben precisamente lo que quie-ro decir, lo mismo que si hablo del sabor del café o del sabor del vino: saben exactamente a qué me refiero, aunque no podría de-finirlo, sería imposible hacerlo sin recurrir a una metáfora.
Yo diría, sin embargo, que el sentimiento romántico es un sentimiento agudo y patético del tiempo, unas horas de delecta-ción amorosa, la idea de que todo pasa, un sentimiento más pro-fundo de los otoños, de los crepúsculos de la tarde, del pasaje de nuestras propias vidas. Hay una obra de filosofía histórica muy importante, La decadencia de Occidente, del filósofo prusiano Spengler, y en este libro, que se escribió durante los trágicos años de la Primera Guerra Mundial, Spengler enumera los gran-des poetas románticos de Europa. Y en esa lista, que abarcará una línea en la que figuran Hölderlin, Goethe, Hugo, Byron, Wordsworth, el que encabeza la lista es James Macpherson, un poeta casi olvidado. Acaso alguno de ustedes oye su nombre por primera vez. Pero todo el movimiento romántico es inconcebi-ble, impensable, sin James Macpherson. El destino de Macpher-son es un destino muy curioso, un destino de hombre que deli-beradamente se borra para la mayor gloria de su patria, Escocia.
Macpherson nace en los Highlands de Escocia, en las Tierras Altas de Escocia, en las serranías de Escocia, el año 1736, y mue-re el año 1796. Ahora, la fecha oficial del movimiento románti-co en Inglaterra es el año 1798, es decir, es posterior en dos años a la muerte de Macpherson. Y para Francia, la fecha oficial sería el año 1830, el año de la "bataille de Hernani", el año en que hu-bo aquella ruidosa polémica entre los partidarios del drama Her-nani de Hugo y sus adversarios. Y así el Romanticismo empieza en Escocia y llega después a Inglaterra —donde había sido pre-figurado, pero sólo prefigurado por el poeta Gray, autor de la "Elegía compuesta en un cementerio de aldea" admirablemen-te traducida al español por el argentino Miralla. Luego llega a Alemania por obra de Herder. Luego se difunde por toda Eu-ropa y llega asaz tardíamente a España. Casi podríamos decir que España, un país que figura tanto en la imaginación de los poetas románticos de otros países, produjo un solo poeta esen-cialmente romántico, los otros son más bien oradores por escri-to. Este al que me refiero es, naturalmente, Gustavo Adolfo Béc-quer, discípulo del gran poeta judeo-alemán Heine. Y no discí-pulo de toda la obra de Heine, sino de los comienzos, del Lyris-ches Intermezzo, "Intermedio lírico", de Heine.
Pero volvamos ahora a Macpherson. El padre de Macpher-son era granjero, era de origen humilde, y la familia, según pare-ce, no era de origen celta sino de origen inglés, diríamos sajón. Aún ahora en Escocia a los ingleses los llaman despectivos y burlones "los sajones" Esta palabra es común en el lenguaje oral de Escocia y de Irlanda también.
Macpherson nace y se cría en un lugar agreste al norte de Es-cocia, donde se hablaba aún un idioma gaélico, es decir un idio-ma celta, afín naturalmente al galés, al irlandés y a la lengua bre-tona que llevaron a Bretaña —llamada antes Armórica— los bri-tanos que se refugiaron de las invasiones sajonas del siglo V. Por eso se habla aún ahora de Gran Bretaña, para distinguirla de la pequeña Bretaña, de Francia. Y en Francia llaman Bretagne a aquella región del país en que se habla el idioma bretón, que se creyó afín a los patois durante algún tiempo, simplemente por-que como los franceses no entienden ninguno de los dos dedu-jeron que se trataba de idiomas parecidos, lo cual es parte de una profunda ideología.
Ahora bien, el conocimiento que tuvo Macpherson del idio-ma gaélico era un conocimiento oral. El no pudo leer nunca los manuscritos gaélicos, que usaban una escritura distinta. Podría-mos pensar en un correntino culto aquí, es decir un hombre que tiene un conocimiento oral del guaraní, pero que acaso no po-dría explicarnos muy bien las leyes gramaticales de ese idioma. Este Macpherson se educó en la escuela primaria de su pueblo, luego en la Universidad de Edimburgo. Había oído muchas ve-ces cantar a los bardos. No sé si he hablado ya de ellos. Ustedes saben que Escocia estaba dividida —y en cierto modo aún está—, dividida en clanes. Esto ha sido una lástima para la historia de Escocia, porque los escoceses se han encontrado luchando, no sólo contra los ingleses y los daneses, sino guerreando entre sí. Y así, quien ha recorrido Escocia, como yo, se ha sentido atraí-do por el espectáculo de pequeños castillos en lo alto de las lar-gas —más que altas— colinas de Escocia. Esas ruinas que se des-tacan contra un cielo de atardecer. Y digo atardecer porque hay regiones del norte de Escocia en las cuales aunque brille el sol —la palabra "brille" es un término raro aquí— hay desde el cre-púsculo de la mañana al crepúsculo de la tarde una luz semejan-te a la del atardecer, lo cual no deja de entristecer un poco al ex-tranjero.
Macpherson había oído a los bardos, y los grandes clanes de Escocia tenían bardos que estaban encargados de relatar la his-toria y las hazañas de la familia. Esos eran poetas, y cantaban na-turalmente en el idioma gaélico. Es parecida a la organización de la literatura que hubo en todos los países celtas. No sé si les dije que en Irlanda la carrera literaria duraba diez años. Uno tenía que pasar diez exámenes sucesivos. Al principio sólo podía usar metros sencillos, digamos el endecasílabo, y sólo podía tratar diez temas. Y luego, una vez dado el examen, que se daba oral-mente, en una habitación oscura, le daban el tema al poeta, el metro que debía usar, le llevaban alimento. Y al cabo de dos o tres días iban a interrogarlo y le permitían tratar otros temas y usar otros metros. Y al cabo de diez años un poeta llegaba al gra-do más alto, pero para llegar a él tenía que tener un conocimien-to cabal de la historia, de la mitología, de la jurisprudencia, de la medicina —que se entendía como la magia en aquellos días—, y recibía una pensión del gobierno. Usaba además un lenguaje tan recargado de metáforas, que sólo sus colegas podían entenderlo. Y tenía derecho a más provisiones, a más caballos, a más vacas que el rey de cada uno de los pequeños reinos de Irlanda o de Gales. Ahora, esta misma prosperidad de la orden de los poetas determinó su ruina. Porque según la leyenda, llegó la ocasión en que un rey tuvo que oír su alabanza, la pronunciaron dos de los poetas principales de Irlanda, y el rey no estaba versado en el es-tilo gongorino de los poetas, no entendió una sola palabra de la alabanza. Y decidió disolver la orden y los poetas quedaron en la calle. Pero en las grandes familias de Escocia se reanudó un grado un tanto inferior de esa orden: el grado de bardo. Y esto lo oyó James Macpherson cuando era muchacho. Y tendría unos veinte años cuando publicó un libro titulado Cantares heroicos de Escocia vertidos de la lengua gaélica a la lengua inglesa por James Macpherson .
Estos cantares tenían un carácter épico, y había ocurrido al-go que ahora no entendemos del todo y que tendré que explicar, pero algo fácilmente comprensible. En el siglo XVIII, y durante muchos siglos, se había pensado que Homero era indiscutible-mente el más grande de los poetas. Y a pesar de lo que dijo Aris-tóteles, se llegó a creer que el género literario de la Ilíada y la Odisea era el género superior. Es decir que un poeta épico era inevitablemente superior a un poeta lírico o a un poeta elegiaco. De modo que cuando los literatos de Edimburgo —Edimburgo era una ciudad no menos intelectual, y quizá más intelectual que Londres— supieron que Macpherson había recogido fragmen-tos épicos en las Tierras Altas de Escocia, esto los impresionó mucho. Porque les dejó entrever que existiera la posibilidad de una antigua epopeya, y esto daría a Escocia una primacía litera-ria sobre Inglaterra y sobre todas las otras regiones modernas de Europa. Y aquí interviene un personaje curioso, el Doctor Blair, autor de una retórica que ha sido traducida al español, y que an-da todavía por ahí.
Blair leyó los fragmentos traducidos por Macpherson. No conocía el idioma gaélico, y entonces él y un grupo de caballe-ros escoceses le proveyeron de una suerte de beca a Macpherson para que recorriera las serranías de Escocia y recogiera antiguos manuscritos —él dijo que los había visto— y anotara además cantares de los bardos de las diversas grandes casas de Escocia. James Macpherson aceptó el encargo. Lo acompañó un amigo, un amigo más versado que él en el idioma gaélico, capaz de leer los manuscritos. Y al cabo de poco más de un año, Macpherson volvió a Edimburgo y publicó un poema llamado Fingal. que atribuyó a Ossian, que es la forma escocesa del nombre irlandés Oísin, y Fingal, que es la forma escocesa del nombre irlandés Finn.
Naturalmente, los escoceses quisieron nacionalizar esas le-yendas que eran de origen irlandés. No sé si les he dicho que en la Edad Media la palabra "Scotus" significaba "irlandés", no "es-cocés". Y así tenemos al gran filósofo panteísta Escoto Erígena, cuyo nombre significaba "Scotus", irlandés, y "Erígena", nacido en Erin, Irlanda. Es como si se llamara "Irlandés Irlandés". Aho-ra bien, lo que había hecho Macpherson era recoger fragmentos. Esos fragmentos pertenecían a ciclos distintos. Pero lo que él ne-cesitaba, lo que él quería para su querida patria Escocia era un poema, y así reunió esos fragmentos. Naturalmente, había que llenar intervalos, y él los llenó con versículos —después veremos por qué digo "versículos"— de su propia invención. Hay que advertir también que el concepto de traducción que rige ahora no es el que regía en el siglo XVIII. Por ejemplo, la Ilíada de Po-pe, que era considerada una versión ejemplar, es lo que hoy lla-maríamos una versión muy libre.
Entonces, Macpherson publica su libro en Edimburgo, y hu-biera podido hacer una traducción rimada, pero felizmente eli-gió una forma rítmica, basada en los versículos de la Biblia, so-bre todo los salmos. Hay una traducción española de Fingal pu-blicada en Barcelona que Macpherson atribuye a Ossian, hijo de Fingal. Y Macpherson representa a Ossian como a un viejo poe-ta ciego que canta en el castillo derruido de su padre. Y aquí ya tenemos el sentimiento del tiempo que es típico de los románti-cos. Porque en la Ilíada o en la Odisea, por ejemplo, o aun en la Eneida, que es una epopeya artificial, se siente el tiempo, pero no se siente que las cosas han ocurrido hace mucho tiempo, eso es lo típico del movimiento romántico. Hay unos versos de Wordsworth que yo querría recordar aquí. El oye a una mu-chacha escocesa cantando —ya volveremos sobre estos versos— y se pregunta cuáles son los temas que está cantando y dice: "Es-tá cantando cosas desventuradas y antiguas, y batallas que ocu-rrieron hace mucho tiempo". Dice Spengler que el siglo XVIII fue el primero en que se construyeron ruinas artificiales, esas ruinas que vemos todavía en las márgenes de los lagos. Y podríamos decir que una de esas ruinas artificiales fue el Fingal, atribuido a Ossian, de Macpherson.
Como Macpherson no quería que los personajes fueran ir-landeses, hizo de Fingal, padre de Ossian, rey de Morgen, que vendría a ser la costa septentrional y occidental de Escocia. Fin-gal sabe que Irlanda ha sido invadida por los daneses. Y enton-ces él acude a ayudar a los irlandeses, él los vence y vuelve. Si nosotros leyéramos ahora el poema, nos encontraríamos con mu-chas frases que pertenecen al dialecto poético del siglo XVIII. Pe-ro esas frases, naturalmente, pasarían inadvertidas entonces, y lo que se notaba eran lo que hoy llamaríamos "frases románticas". Por ejemplo, hay un sentimiento de la naturaleza, hay en el poe-ma una parte que habla de las neblinas azules de Escocia, se ha-bla de las montañas, de las selvas, de las tardes, de los crepúscu-los. Luego, las batallas no están descriptas de un modo circuns-tancial: se usan grandes metáforas, a la manera romántica. Si dos ejércitos entran en batalla, se habla de dos grandes ríos, de dos grandes cataratas que mezclan sus aguas. Y luego tenemos una escena como ésta: un rey entra en una asamblea. Ha resuelto li-brar batalla contra los daneses al día siguiente. Y entonces los otros comprenden la decisión que él ha tomado, antes que él di-ga una palabra, y el texto dice: "Vieron la batalla en sus ojos, la muerte de millares en su lanza" Y si no, se habla del rey que va de Escocia a Irlanda "alto en la proa de su nave" Y cuando se ha-bla del fuego se lo llama "rojo hilo del yunque", quizá con una reminiscencia lejana de las kennings.
Ahora, este poema se apoderó de la imaginación de Europa. Y podrían enumerarse centenares de admiradores. Pero voy a mencionar a dos asaz inesperados. Uno de ellos fue Goethe. Si ustedes no encuentran una versión del Fingal de Macpherson, pueden encontrar la traducción de dos o tres páginas en esa no-vela ejemplar del romanticismo que se llama Los pesares del jo-ven Wertber, traducidas literalmente del inglés al alemán por Goethe. Y Werther, protagonista de esta novela, dice: "Ossian —no diría Macpherson, naturalmente— ha desplazado a Home-ro en mi corazón". Hay una palabra en Tácito, una palabra —no recuerdo cuál en este momento— que se refiere a los cantares militares de los germanos. Y en aquel tiempo se confundía a los germanos con los celtas, sus enemigos. De modo que toda Euro-pa se sintió heredera de ese poema, toda Europa, y no sólo Es-cocia. Y el otro inesperado admirador de Ossian fue Napoleón Bonaparte. Un erudito italiano, el abate Cesarotti, había vertido al italiano el Ossian de Macpherson. Y sabemos que Napoleón llevó consigo en todas sus campañas, del sur de Francia a Rusia, un ejemplar del Ossian de Cesarotti. Y en las arengas de Napo-león a sus soldados, en esas arengas que precedieron las victorias de Jena, de Austerlitz y la derrota final de Waterloo, se han ad-vertido ecos del estilo de Macpherson. Bástenos con estos dos ilustres y tan diversos admiradores.
En Inglaterra, en cambio, la reacción fue un poco distinta, o del todo, por obra del Doctor [Samuel] Johnson. El Doctor Johnson despreciaba y odiaba a los escoceses, aunque su biógra-fo James Boswell era escocés. [Johnson] era además un hombre de gustos clásicos. Y a él tenía que molestarle sobremanera la idea de que Escocia, hacia el siglo VI o VII, hubiera producido una larga epopeya. Además, sin duda Johnson sintió la amenaza que había para la literatura clásica que él reverenciaba en esta obra nueva en que ya estaba de pleno el movimiento romántico. Boswell registra una conversación entre Johnson y el doctor Blair: Blair le dijo que no cabía duda alguna sobre lo antiguo de este texto, y le dijo: ¿Cree usted que muchos jóvenes de nuestro tiempo serían capaces de escribir un poema como éste? Y John-son le contestó: "Sí señor —muy gravemente dijo—, muchos hombres, muchas mujeres y muchos niños" Además, Johnson esgrimió otro argumento no menos grave. El argumento es que Macpherson decía que ese poema era una traducción literal de manuscritos antiguos, y le dijo que mostrara esos manuscritos.
Según algunos biógrafos de Macpherson, éste trató de con-seguirlos o publicarlos de alguna manera. La polémica entre Johnson y Macpherson siguió encendida como nunca. Macpher-son llegó a publicar un libro para probar la semejanza entre su poema y los textos. Pero sea como fuere, Macpherson fue acusa-do de falsario. Y sin duda, si esto no se hubiese hecho, no vería-mos hoy en él a un gran poeta. Pasó Macpherson el resto de su vida prometiendo la publicación de los manuscritos. Llegó a un punto tal que propuso publicar los originales pero en griego. Es-to, por supuesto, era una manera de ganar tiempo, que es lo que él trataba de hacer.
Actualmente no nos interesa que el poema sea o no apócri-fo, sino el hecho de que en él ya está prefigurado el movimiento romántico. Hay sin embargo una polémica entre Johnson y Macpherson que sigue viva. Existe un intercambio de corres-pondencia bastante nutrido entre ambos. Pero pese a Johnson, el estilo de Macpherson, del Ossian de Macpherson, cundió por toda Europa y con él se inaugura el movimiento romántico, en él ya está dado el movimiento romántico. En Inglaterra tenemos un poeta, Gray, que escribe una elegía dedicada a los muertos anónimos de un cementerio. En Gray encontramos ya el tono melancólico del romanticismo [también] en el libro Reliquias de antigua poesía. En él hay traducciones de romances y baladas escocesas, y un prólogo extenso en el que se reivindica el hecho de que la poesía es obra del pueblo. Esta obra del obispo Percy es importante por su valor intrínseco y porque inspira un libro de Herder, Voces del pueblo, en el que hay, ya no sólo cantares de Escocia, sino Lieder alemanes, baladas tradicionales, etc. Con él ya se extiende a Alemania la búsqueda de las "creaciones del pueblo", como lo evidencia el título del libro.
Hemos de ver que sin Macpherson y estas elegías del obispo Percy, el movimiento romántico se hubiera dado —era casi po-dríamos decir un algo histórico— pero con características muy distintas. Además, hemos de hacer notar que a nadie se le ocu-rrió que la cuestión podía referirse a Macpherson, y que éste, co-mo autor del poema, se había mostrado originalísimo. La versi-ficación que emplea no es tal, sino una prosa rítmica no usada nunca en obra original alguna anterior a él. Así que por sólo es-te hecho podemos considerarlo un precursor de Whitman y de cuanto escritor ha trabajado y escrito en verso libre. Jamás hu-biera podido darse tal como se dio el libro Leaves of Grass de Whitman, con el estilo que emplea, sin el aporte originalísimo de Macpherson.
Y si hay un rasgo noble que debemos tener en cuenta al juz-gar a Macpherson, es que él nunca quiso ser considerado poeta, que él lo que quiso fue sacrificarse a la mayor gloria de Escocia, que sacrificó la fama y renunció al título de poeta por eso. Sabe-mos, además, que escribió una gran cantidad de poesías y que las destruyó por notarlas semejantes a los bardos de Escocia, sin ser como la de ellos. Así que a esa producción propia renunció tam-bién.
Veremos en la próxima clase cómo continuó el Romanticis-mo, ya en otro país, Inglaterra.
martes, 15 de noviembre de 2016
BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
Lunes 7 de noviembre de 1966. Clase Nº 10
Samuel Johnson visto por Boswell.
El arte de la biografía. Boswell y sus críticos.
El doctor Johnson había llegado ya a los cincuenta años de edad. Había publicado su diccionario, por el que ganó mil quinientas libras esterlinas —que luego se hicieron mil seiscientas ya que los editores decidieron darle cien más al final del trabajo— y su actividad decreció. Publicó luego su edición de Shakespeare, que en realidad completó a causa de que los editores ya habían reci-bido el pago de los suscriptores, por lo que era necesario que tal edición se completara. Por lo demás, el doctor Johnson se dedi-có a la conversación.
Fue por ese tiempo que la Universidad de Oxford, en la que no había podido recibirse, decidió otorgarle el grado de Doctor "Honoris Causa". Fundó un club, que presidía dictatorialmente, según consta en la biografía de James Boswell, y luego de la pu-blicación del diccionario se encontró famoso, conocido, pero no rico. Así que su vida transcurrió por un tiempo en la pobreza, en la que vivía "with pride of literature", con orgullo de la literatu-ra. Pero según el relato de Boswell, parece que exageró la nota. Tenía en realidad una cierta tendencia a la haraganería, de modo que durante un tiempo vivió casi sin hacer nada, una vez publi-cado el diccionario, sin duda trabajando en la edición de Shakes-peare que mencionamos. Lo cierto es que tenía, a pesar de sus numerosas obras, una tendencia natural a la haraganería. De he-cho, prefería conversar a escribir. Así que únicamente trabajó en esa edición de Shakespeare, que fue una de sus últimas obras, porque le llegaron quejas y luego sátiras, y esto lo decidió a completar la obra, sobre el hecho de que los suscriptores ya ha-bían pagado.
Johnson tenía un especial temperamento. Durante un tiem-po le interesó vivamente el tema de los fantasmas. Y tanto lo in-teresó que dedicó algunas noches a pasarlas en una casa desierta para ver si podía encontrar alguno. Parece que no lo logró. Hay un pasaje famoso del escritor escocés Thomas Carlyle, creo que está en su Sartor Resartus —el nombre quiere decir "el sastre re-mendado, el sastre zurcido", ya veremos por qué—, en el cual él habla de Johnson, dice que Johnson quería ver un fantasma. Y Carlyle se pregunta: "¿Qué es un fantasma? Un fantasma es un espíritu que ha tomado forma corporal y que aparece un tiempo entre los hombres". Y luego agrega Carlyle: "¿Cómo no se le ocurrió a Johnson, ante el espectáculo de las multitudes huma-nas que él amaba tanto en las calles de Londres, que si un fantas-ma es un espíritu que ha tomado durante un breve lapso de tiem-po una forma corporal, cómo no se le ocurrió que esas muche-dumbres de Londres eran fantasmas, y que él mismo era un fan-tasma? ¿Qué es cada hombre sino un espíritu que ha tomado una breve forma corporal y que luego desaparece? ¿Qué son los hombres sino fantasmas?"
Fue por ese tiempo que el gobierno tory, conservador, y no whig, liberal, decidió reconocer la importancia de Johnson y acordó otorgarle una pensión. Y el conde de Bute fue comisio-nado para tratar del asunto con Johnson. Y esto fue así, ya que no se animaban a otorgársela directamente debido a la fama de Johnson y a sus múltiples declaraciones sobre pensiones y otras cosas de esta índole. Tanto es así que era famosa su definición de una pensión, que aparece en el diccionario, según la cual una pensión es una suma periódica recibida por un mercenario del Estado, generalmente por haber traicionado a su patria. Y como Johnson era un hombre muy violento, no se animaban a otor-garle la pensión sin haberlo consultado con él. Corría la leyen-da, o la historia, de que Johnson había tenido una discusión con un librero y lo había derribado de un golpe, dado no con un bas-tón sino con un volumen, con un infolio, lo cual hace más lite-raria la anécdota y atestigua además la fuerza de Johnson, ya que los infolios supongo que son de difícil manejo, sobre todo para el caso de una pelea.
Johnson accedió, digamos, a una entrevista con el primer mi-nistro, el cual entonces, con sumo tacto, lo sondeó sobre el tema y le aseguró que le otorgarían esa pensión —que era de trescien-tas libras esterlinas al año, suma considerable para esa época— y no por lo que haría —eso significaba que el Estado no lo com-praba a Johnson— sino por lo que había hecho. Y Johnson agra-deció el honor y, más o menos, dio a entender que podían otor-garle esa pensión sin temor de una reacción áspera de su parte. No sé si recordé o no que a Kipling le ofrecerían siglos después ser poeta laureado, y que Kipling no quiso serlo aunque era ami-go personal del rey. Dijo que el aceptar ese honor trabaría su li-bertad para criticar al gobierno cuando éste obrara mal. Además Kipling pensó, sin duda, que no agregaba nada a su fama litera-ria el ser nombrado poeta laureado. Johnson aceptó la pensión, lo cual provocó numerosas sátiras. Nadie dejó de recordar su de-finición de una pensión, y más tarde en una librería ocurrió algo que sin duda no fue importante para él en el momento. General-mente los hechos importantes de nuestras vidas son triviales cuando ocurren. Llegan a ser importantes después.
Estaba pues en una librería cuando encontró a un joven, Ja-mes Boswell. Este joven había nacido en Edimburgo en el año 1740 y moriría el año 1795. Era hijo de un juez. En Escocia los jueces tenían derecho al título de Lord y podían elegir el lugar de donde querían ser Lords. Ahora, el padre de Boswell tenía un pequeño castillo en ruinas. Escocia abunda en castillos en ruinas, castillos pobres situados en lo alto de las Highlands, de las tie-rras altas de Escocia, y a diferencia de los castillos del Rhin, que dan idea de una vida opulenta, de pequeñas cortes más o menos fastuosas, éstos no, dan la impresión de una vida de batallas, de duras batallas con los ingleses. El castillo se llamaba Auchinleck. El padre de Boswell era, por consiguiente, Lord Auchinleck y así también el hijo. Pero no era un título, digamos, originario, de nacimiento, sino un título judicial. Ahora, aunque Boswell era inclinado a las letras, sus padres quisieron destinarlo a la aboga-cía. Él estudió en Edimburgo y luego, durante más de dos años, en la Universidad de Utretcht, en Holanda. Esto era también de las costumbres de la época: estudiar en varias universidades, en las Islas Británicas y en el continente. Diríase que Boswell había presentido su destino. Así como Milton supo que sería un poe-ta antes de haber escrito una sola línea, Boswell siempre sintió que él sería biógrafo de algún hombre ilustre de la época. Y así visitó a Voltaire, trató de acercarse a los hombres ilustres de la época. Visitó a Voltaire en Berna, en Suiza, se hizo amigo de Jean Jacques Rousseau —se hizo amigo por quince o veinte días, por-que Rousseau era un hombre de pésimo genio— y luego se hizo amigo de un general italiano, Paoli, de Córcega. Y cuando vol-vió a Inglaterra escribió un libro sobre Córcega y, en una fiesta que se dio en Stratford upon Avon para celebrar el aniversario del nacimiento de Shakespeare, se presentó vestido como aldea-no de Córcega. Y para que la gente lo reconociera como autor del libro sobre Córcega, llevaba un cartel en el sombrero en el que había escrito "Corsica's Boswell", "Boswell el de Córcega", y esto lo sabemos por su testimonio y por el testimonio de sus contemporáneos.
Johnson sentía una animadversión especial contra los esco-ceses, de modo que el hecho de que le presentaran al joven Bos-well como escocés no actuó en su favor. No recuerdo en este momento el nombre del dueño de la librería, pero sé que un amigo de Johnson —y que lo fue después de Boswell— dijo que no podía imaginar nada más humillante para el hombre que el hecho de que ese librero le diera una palmada en el hombro. Desde luego que esto no ocurrió durante la primera entrevista: Johnson no hubiera permitido que lo palmearan tampoco. Y Johnson habló mal de Escocia, y luego se quejó de su amigo Ga-rrick, el famoso actor David Garrick,y dijo que Garrick le había negado unas entradas para una señora amiga de él. Estaba repre-sentando una pieza, no sé cuál, de Shakespeare. Y entonces Bos-well dijo: "No puedo creer que Garrick obrara de un modo tan mezquino". Ahora, Johnson hablaba mal de Garrick, pero no permitía que otros lo hicieran. Es un privilegio que él se reserva-ba dada la estrecha amistad que los unía a los dos. Y entonces le dijo [a Boswell]: "Señor, he conocido a Garrick desde la infan-cia, y no permito que se haga ninguna observación contra él", aunque él [mismo] acababa de hacerla. Y Boswell tuvo que pe-dirle disculpas. Y luego Johnson se fue, sin saber que había ocu-rrido algo muy importante para él, algo que determinaría su fa-ma más que su diccionario, más que Raselas, más que la tragedia Irene, más que su traducción de Juvenal, más que sus periódicos. Boswell se quejó un poco del modo duro en que lo había trata-do Johnson, pero el otro le juró que los modales de Johnson eran bruscos, y que él creía que Boswell podía aventurarse a un se-gundo encuentro con Johnson. Naturalmente, no había teléfo-nos entonces, las visitas se anunciaban. Pero Boswell dejó pasar tres o cuatro días y luego se presentó en casa de Johnson y éste lo recibió bien.
Ahora, ocurre algo muy extraño con Boswell, algo que ha si-do interpretado de dos modos diversos. Voy a tomar las dos opi-niones extremas: la del ensayista e historiador inglés Macaulay, que escribió al promediar el siglo XIX, y la de Bernard Shaw, escrita, creo, hacia 1915 o algo así. Luego hay toda una gama de juicios intermedios entre los dos. Dice Macaulay que la primacía de Homero como poeta épico, de Shakespeare como poeta dra-mático, de Demóstenes como orador, de Cervantes como nove-lista, no es menos indiscutible que la primacía de Boswell como biógrafo. Y luego dice que estos diversos nombres eminentes de-bieron su eminencia a su talento o a su genio, y que lo extraño de Boswell es que él debe su primacía como biógrafo a su insen-satez, a su inconsciencia, a su vanidad y a su imbecilidad. Luego cita una serie de casos en los cuales Boswell aparece como un personaje ridículo. Dice que si a cualquier otra persona le hubie-ran ocurrido las cosas que le ocurrieron a Boswell, hubiera que-rido que lo tragase la tierra. En cambio, Boswell se dedicó a pu-blicar estos hechos. Por ejemplo, un desaire que le hizo una du-quesa en Inglaterra, el hecho de que todos los miembros del club al cual llegó a pertenecer creían que no podía existir una perso-na menos inteligente que Boswell. Pero Macaulay olvida que de-bemos la narración de casi todos estos hechos al mismo Boswell. Además, yo creo a priori que una persona de escasas luces pue-de escribir un buen verso. Yo he conocido poetas, "de cuyo nombre no quiero acordarme", que eran personas extraordina-riamente vulgares y aun triviales fuera de su poesía, pero estaban lo bastante bien informadas para saber que un poeta debe exhi-bir sentimientos delicados, debe mostrar una noble melancolía en sus poemas, debe limitarse a cierto vocabulario. Y entonces esas personas eran, fuera de su obra, algunos unos compadres deshechos, por decir la verdad, pero cuando escribían lo hacían con decoro porque habían aprendido el oficio. Ahora, creo que esto puede darse en el caso de una composición breve —un ton-to puede decir una frase ingeniosa—, pero parece muy raro que un tonto pueda escribir una biografía admirable de setecientas u ochocientas páginas a pesar de ser tonto o, según Macaulay, por el hecho de ser tonto.
Y ahora veamos la opinión contraria, que es la opinión de Bernard Shaw. Bernard Shaw, en alguno de sus largos y agudos prólogos, dice que él ha heredado una sucesión apostólica de au-tor dramático, que esa sucesión le viene desde los trágicos grie-gos, desde Esquilo, Sófocles, desde Eurípides, y luego pasa por Shakespeare, por Marlowe. Dice que en realidad él no es mejor que Shakespeare, que si él hubiera vivido en el siglo de Shakes-peare no hubiera escrito obras mejores que Hamlet o Macbeth, que él ahora puede hacerlo, porque a él lo carga Shakespeare, porque él ha leído mejores autores que Shakespeare. Pero antes ha mencionado otros autores dramáticos, autores un poco ines-perados en ese catálogo. Tenemos, dice, a los cuatro evangelistas, esos cuatro grandes autores dramáticos que crearon el persona-je de Cristo. Antes habíamos tenido a Platón, que creó el perso-naje de Sócrates. Luego tenemos a Boswell, que creó el persona-je de Johnson. "Y luego, ahora, me tienen a mí, que he creado tantos personajes que no vale la pena enumerarlos, la lista sería casi infinita además de ser demasiado conocida." "En fin —di-ce—, yo heredo esa sucesión apostólica que empieza con Esqui-lo y que termina en mí y que sin duda proseguirá." De manera que aquí tenemos estas dos opiniones extremas: una, la de que Boswell fue un imbécil que tuvo la suerte de conocer a Johnson y de escribir su biografía —ésta es la de Macaulay—, y la otra, la contraria, la de Bernard Shaw, que dice que Johnson fue, además de sus méritos literarios, un personaje dramático creado por Boswell.
Sería muy raro que la verdad estuviera entre ambos extremos exactamente. Lugones, en el prólogo de El imperio jesuítico, di-ce que la gente suele decir que la verdad se halla en el medio de dos afirmaciones extremas, pero que sería muy raro que en una causa hubiera, digamos, un cincuenta por ciento a favor y un cincuenta por ciento en contra. Lo más natural es que haya un cincuenta y dos por ciento en contra y un cuarenta y ocho por ciento a favor, o lo que fuere. Y que esto puede aplicarse a toda guerra y a toda discusión. Es decir, siempre habrá un poco más de razón en un lado y un poco más de sinrazón en el otro, o lo que fuere.
Y ahora volvamos a la relación de Boswell y de Johnson. Johnson era un hombre famoso, era un dictador de las letras in-glesas, y al mismo tiempo era un hombre que adolecía de sole-dad, como muchos hombres famosos. Además, Boswell era un muchacho joven, tenía veintitantos años. Johnson era de origen humilde, su padre era un librero en un pequeño pueblo de Staf-fordshire. Y el otro era un joven aristócrata. Es decir, es sabido que a los hombres de cierta edad los rejuvenece la compañía de los jóvenes. Johnson era, además, una persona extremadamente desastrada: se vestía de cualquier modo, sus modales eran into-lerables, comía con glotonería. Cuando comía se le hinchaban las venas de la frente, emitía toda clase de gruñidos al comer, no contestaba las preguntas que le hacían, apartaba así con las ma-nos a una señora que le preguntaba algo y gruñía mientras tan-to, se ponía a rezar en medio de una reunión. Pero sabía que to-do le iba a ser tolerado, porque era un personaje. Sin embargo, Boswell se hizo amigo de él. Boswell no lo contradecía, escucha-ba con reverencia sus opiniones. Es verdad que a veces Boswell lo fastidiaba con preguntas de difícil contestación. Le pregunta-ba, por ejemplo, para saber qué contestaría el doctor Johnson: "¿Qué haría usted si estuviese encerrado en una torre con un ni-ño recién nacido?" Por supuesto, Johnson le contestaba: "No pienso contestar una inepcia como ésa". Y Boswell anotaba esa contestación, iba a su casa y la escribía. Pero al cabo de unos dos o tres meses de amistad, Boswell decidió ir a Holanda a prose-guir sus estudios jurídicos. Y entonces Johnson, que se había apegado a Londres; Johnson, que dijo: "Cuando un hombre di-ce que está cansado de Londres, lo que quiere decir es que está cansado de la vida"; Johnson acompañó a Boswell hasta el puer-to. Creo que es unas millas al sur de Londres. Es decir que so-portó el largo y entonces penoso viaje en diligencia, y Boswell dice que se quedó en el puerto viendo cómo se alejaba el velero y diciéndole adiós con la mano. Y no se verían hasta unos dos o tres años después. Ya Boswell, después de su fracaso con Voltai-re, de su fracaso con Rousseau, de su éxito, que no podía ser muy grande, con Paoli —porque Paoli no era un personaje muy importante— pensó dedicarse a ser el biógrafo de Johnson.
Johnson dedicó sus últimos años —creo que lo hemos dicho ya— a la conversación. Pero antes publicó unas Vidas, que él es-cribió, de los poetas ingleses. Entre éstas hay una de fácil adqui-sición que les recomiendo a ustedes: la Vida de Milton. Está es-crita sin ninguna reverencia por Milton. Milton era republicano, ya había participado en las campañas contra los reyes. Johnson, en cambio, era un ferviente defensor de la monarquía y un leal súbdito de los reyes de Inglaterra. Ahora, en esas Vidas hay ele-mentos realmente interesantes. Además, podemos encontrar en ellas detalles que no eran usuales entonces. Por ejemplo, John-son escribió la vida del famoso poeta Alexander Pope. Tuvo ver-daderos manuscritos, no como los de Valéry. Lo que me cuen-tan del pobre Valéry es que en sus últimos años no era un hom-bre rico, y se dedicó a fabricar falsos manuscritos. Es decir, él es-cribía un poema, ponía un adjetivo cualquiera y luego lo tacha-ba y ponía el adjetivo definitivo. Pero el adjetivo que figuraba como primero, él lo había inventado después para corregirlo y llegar al bueno. O a la vez vendía manuscritos en los cuales ha-bía variado algunas palabras y no las había corregido para que quedaran como borradores suyos. Y éstos los vendía después. En cambio Johnson poseía, como dije, verdaderos manuscritos de Pope, con correcciones. Y es curioso ver cómo Pope a veces empieza usando un epíteto poético. Dice, por ejemplo, "la pla-teada luz de la luna", y luego dice "los pastores bendicen la pla-teada luz de la luna". Y luego, en lugar de "plateada", pone un epíteto deliberadamente prosaico: "the useful light", "la útil luz". Todo esto lo conserva Johnson en sus biografías, y ade-más algunas son tan buenas como para tomarse por ejemplo. Pe-ro Boswell pensó diferente. Estas biografías de Johnson eran bastante breves. Pero Boswell concibió la idea de una biografía extensa, una biografía en la que estuviera registrada, además, la conversación de Johnson, a quien él veía un par de veces por se-mana y a veces más. La Vida del Doctor Johnson , por Boswell, ha sido comparada a menudo con las Conversaciones con Goet-he, de Eckermann, libro que a mi ver no es comparable, a pesar de que ha sido alabado por Nietszche como el mejor libro en lengua alemana que se ha escrito. Y es que Eckermann era un hombre de escasas luces que sentía gran reverencia por Goethe, que hablaba con él "ex cathedra". Eckermann muy pocas veces se anima a contradecir lo que decía Goethe, y luego iba a su ca-sa y lo escribía. Y el libro tiene algo de catecismo. Es decir, Ec-kermann pregunta, Goethe habla, el otro registra lo que Goethe ha dicho. Pero este libro —que es muy interesante, ya que a Goethe le interesaban tantas cosas, podemos decir que le intere-saba el Universo—, este libro no es una obra dramática; Ecker-mann casi no existe, salvo como una especie de máquina que re-gistra lo que Goethe ha dicho. De él mismo no sabemos nada, nada de su carácter —sin duda lo tuvo, pero esto no se deduce del libro, esto no se infiere del libro—. En cambio, lo que pla-neó, en todo caso lo que ejecutó Boswell fue algo completamen-te distinto: fue hacer de la biografía de Johnson una obra dramá-tica con diversos personajes. Ahí está Reynolds, ahí está Goldsmith, algunas veces los integrantes del cenáculo, o como diríamos ahora, de la peña de la que Johnson era líder. Y éstos aparecen y actúan como los personajes de una comedia. Esto es, tienen su carácter propio. Y ante todo el Doctor Johnson, que es presentado de una manera a veces ridícula pero siempre queri-ble. Esto es lo que ocurre con el personaje de Cervantes, el Qui-jote, un personaje a veces ridículo y siempre querible, sobre to-do en la segunda parte, cuando el autor ha aprendido a conocer lo que su personaje es, y ha olvidado su propósito primitivo de ridiculizar las novelas de caballería. Esto es cierto, porque a me-dida que los escritores van desarrollando a sus personajes, los van conociendo mejor. De manera que así tenemos nosotros a un personaje a veces ridículo, pero que puede ser grave y de pro-fundos pensamientos, y que sobre todo es uno de los personajes más queribles de la historia. Y podemos decir de la historia, por-que Quijote es más real para nosotros que el propio Cervantes, según lo han sostenido Unamuno y tantos otros. Y como he di-cho, esto sucede sobre todo en la segunda parte, cuando el autor ha olvidado aquella intención que era simplemente escribir una sátira contra los libros de caballería. Luego, como sucede con to-do libro extenso, el autor acaba por identificarse con el héroe. Es necesario que lo haga para insuflarle su vida, para darle vida. Y al final Don Quijote es un personaje un poco ridículo, pero tam-bién un caballero digno de nuestro aprecio, de nuestra lástima a veces, pero siempre querible. Y esta misma sensación es la que nos da la imagen del Doctor Johnson que nos presenta Boswell, con su aspecto grotesco, sus brazos largos, su aspecto desastra-do. Pero es querible.
Es notable también su odio por los escoceses, que el escocés Boswell hace notar. No sé si les he dicho que existe una diferen-cia fundamental en la manera en que piensan escoceses e ingleses. El escocés suele ser, quizá por obra de las muchas discusiones teológicas que [los escoceses] han sostenido, mucho más intelec-tual, más razonador. El inglés es impulsivo, no necesita teorías para su conducta. En cambio, los escoceses tienden a ser harto más pensadores y razonadores. En fin, hay muchas diferencias.
Volvamos entonces a Johnson. Las obras de Johnson son de valor literario, pero como ocurre muchas veces, conociendo a la persona, apreciándola, se tienen muchos más deseos de leer la obra. Por eso conviene leer la biografía de Boswell antes de leer la obra de Johnson. Además, el libro es de muy fácil lectura. Creo que la casa Calpe ha sacado una edición que, si bien no es-tá completa, trae los suficientes fragmentos como para conocer la obra. O si no, de todas maneras, yo les aconsejaría a ustedes que leyeran esa u otra edición. O si quieren leerlo en inglés, el original de la obra de Boswell es un libro de muy fácil lectura, y que no requiere además una lectura sucesiva, cronológica. Es un libro que uno puede abrir en cualquier página con la seguridad de que seguirá leyendo treinta o cuarenta más, todo es muy fácil de seguir.
Ahora, de la misma manera en que hemos visto ese parecido con el Quijote que Johnson tiene, tenemos que pensar que así como Sancho es el compañero al que alguna vez el Quijote mal-trata, así vemos a Boswell con respecto al Doctor Johnson: un poco tonto y fiel compañero. Y luego hay personajes que sirven para hacer destacar la personalidad de los héroes. Es decir, que muchas veces los autores necesitan de un personaje que sirva de marco y contraste a las hazañas del héroe. Y así es Sancho, y ese personaje en la obra de Boswell es el propio Boswell. Es decir, Boswell aparece como un personaje deleznable. Pero a mí me parece imposible que Boswell no se haya dado cuenta de esto. Y esto hace ver que Boswell se había puesto como contraste del Doctor Johnson. Además, el hecho de que el mismo Boswell cuente anécdotas en las cuales él queda en ridículo, hace que él no quede del todo en ridículo, ya que si él las escribió no fue porque no se diera cuenta, sino porque se dio cuenta de la im-portancia de esa anécdota para hacer resaltar a Johnson.
Hay una escuela filosófica hindú que dice que nosotros no somos actores de nuestra vida, que somos espectadores, y lo ilustra con la metáfora del bailarín. Ahora quizá sería mejor de-cir del actor. Es decir que un espectador ve a un bailarín o a un actor, o si ustedes prefieren, lee una novela, y acaba identificán-dose con ese personaje que está siempre ante sus ojos. Y lo mis-mo dijeron esos pensadores hindúes anteriores al siglo V de nuestra era. Lo mismo nos sucede a nosotros. Yo, por ejemplo, he nacido el mismo día que nació Jorge Luis Borges, exactamen-te. Yo lo he visto a él en algunas situaciones a veces ridículas, a veces patéticas. Y, como lo he tenido siempre ante los ojos, me he identificado con él. Es decir, según esta teoría, el yo sería do-ble: hay un yo profundo, y este yo está identificado —pero se-parado— con el otro. Ahora, no sé cuál es la experiencia que ten-drán ustedes, pero a mí me ha pasado a veces, sobre todo en dos momentos distintos: en momentos en que me ha ocurrido algo muy bueno, y en momentos, sobre todo, en que me ha ocurrido algo muy malo. Y durante unos segundos he sentido: "¿Pero qué me importa a mí todo esto? Todo esto es como si le sucediese a otro". Es decir, he sentido que hay algo profundo en mí que es-taba ajeno a esto. Y esto sin duda lo sintió Shakespeare también, porque en una de sus comedias hay un soldado, un soldado co-barde, el miles gloriosus de la comedia latina. Ese hombre es un fanfarrón, hace creer a otros que ha obrado como un valiente, lo ascienden, lo hacen capitán. Luego se descubre su embuste, y en-tonces a la vista de toda la tropa le arrancan sus insignias, lo de-gradan. Y entonces él se queda solo y dice: "No seré capitán, pe-ro ¿acaso por eso dejaré de comer, de beber y de dormir como antes?" "No seré capitán" simplemente "the thing I am shall make me live", "la cosa que soy me hará vivir". Es decir, él sien-te que más allá de las circunstancias, más allá de la cobardía, de la humillación, él es otra cosa, esa especie de fuerza que está en nosotros, lo que Spinoza llamaría "Dios", lo que Schopenhauer llamaría "la voluntad", lo que Bernard Shaw llamaría "la fuerza vital" y Bergson el "élan vital" Y creo que esto sucedió con Boswell también.
O quizá Boswell sintió simplemente la necesidad estética de que para resaltar más a Johnson hubiera a su lado un personaje que fuera lo contrario. Algo así como en las novelas de Conan Doyle el mediocre Doctor Watson hace resaltar al brillante Sher-lock Holmes. Y él se dio a sí mismo el papel ridículo, y esto lo mantiene a lo largo de todo el libro. Y sentimos sin embargo, de igual manera que lo sentimos al leer las novelas de Conan Doy-le, sentimos que una amistad sincera une a los dos. Y es natural, como he dicho, que fuera así, ya que Johnson era un hombre cé-lebre y solo, y desde ya que le gustaba sentir a su lado la amis-tad de ese hombre mucho más joven que lo admiraba de un mo-do tan evidente. Hay otro problema que se plantea aquí, no re-cuerdo si ya he aludido a él antes, y es la razón que llevó a John-son a dedicar sus últimos años casi íntegramente a la conversa-ción. Johnson casi dejó de escribir, fuera de esa edición de Sha-kespeare, que tuvo que hacer porque los editores la reclamaban. Ahora, esto podría explicarse de un modo. Esto podría explicar-se porque Johnson sabía que le gustaba conversar, porque John-son sabía que la flor de su conversación, lo mejor de su conver-sación sería recogido por Boswell. Al mismo tiempo, si nosotros suponemos que Boswell le mostró a Johnson alguna vez el ma-nuscrito, ya la obra perdería mucho. Tenemos que aceptar el he-cho, verdadero o no, de que Johnson ignoraba esto. Pero esto explicaría el silencio de Johnson, el hecho de que Johnson supie-ra que lo dicho por él no se perdía. Ahora, Wood Krutch, un crítico norteamericano, se ha preguntado si el libro de Boswell reproduce exactamente las conversaciones de Johnson, y llega a la conclusión, de carácter muy verosímil, de que no reproduce la conversación de Johnson al modo en que pudieran hacerlo un taquígrafo, una cinta o lo que fuere, pero que da el efecto de la conversación de Johnson. Es decir, es muy posible que Johnson no fuera siempre tan epigramático ni tan ingenioso como lo pre-senta la obra, pero sin duda, después de las reuniones del club, el recuerdo que los interlocutores conservaban era ése. Hay frases, desde luego, que parecen amonedadas por Johnson.
Alguien le dijo a Johnson que no podía concebirse una vida más miserable que la vida de los marineros. Que ver un barco de guerra, ver a los marineros hacinados, azotados a veces, era ver el nadir, era ver lo más hondo de la condición humana. Y enton-ces Johnson le dijo: "La profesión de los soldados y de los ma-rineros tiene la dignidad del peligro. Todo hombre se avergüen-za de no haber estado en el mar o en una batalla.” Esto condice con la valentía que sentimos en el Doctor Johnson. Y sentencias como ésta se encuentran casi en cada página de la obra. Vuelvo a recomendarles a ustedes que lean el libro de Boswell. Ahora, se ha dicho que el libro abunda en hard words, en dictionary words, en palabras difíciles, de diccionario. Pero no hay que olvidar que las que son palabras difíciles para los ingleses son palabras fáci-les para nosotros, porque son palabras intelectuales de origen la-tino. En cambio, según he dicho más de una vez, las palabras co-munes del inglés, las palabras de un niño, de un campesino, de un pescador, son las de origen germánico, sajón. De modo que un libro como el de Gibbon, por ejemplo, la Historia de la des-trucción y caída del Imperio Romano, o las obras de Johnson, o la biografía de Boswell, o en general los libros del siglo XVIII, o cualquier obra intelectual inglesa actual, digamos la obra de Toynbee, por ejemplo, abundan en "hard words", en palabras difíciles para los ingleses, que exigen alguna cultura de parte del lector, pero que son muy fáciles para nosotros porque son pala-bras latinas, es decir, españolas.
En la próxima clase hablaremos de James Macpherson, de sus polémicas con Johnson y del origen del movimiento román-tico, que surge, no debemos olvidarlo, en Escocia, antes de dar-se en ningún otro país de Europa.
lunes, 14 de noviembre de 2016
BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
(En la gráfica: Borges y Betina Edelberg).
Miércoles 2 de noviembre de 1966. Clase Nº 9
Raselas, príncipe de Abisinia, de Samuel Jonson. La leyenda del Buddha. Optimismo y pesimismo. Leibniz y Voltaire.
Hoy hablaremos del cuento Raselas, príncipe de Abisinia. Este cuento no constituye lo más característico de Johnson. Harto más característica es su carta al conde de Chesterfield. O unos artículos de The Rambler, o el prólogo del Diccionario, o el prólogo de su edición crítica de Shakespeare. Pero [Raselas] es la obra más accesible, ya que anda por ahí una versión de Mariano de Vedia y Mitre, y es además de muy fácil lectura: puede leer-se en una tarde. Johnson la escribió, según dicen, para pagar el entierro de su madre, la escribió después de haber redactado el diccionario, cuando era ya el hombre de letras más famoso de Inglaterra, pero no era un hombre rico. Empezaremos por el tí-tulo: Raselas, príncipe de Abisinia. Y recordaremos así un rasgo significativo: que una de las primeras, acaso la primera publica-ción de Samuel Johnson fue una traducción del Viaje a Abisinia del jesuíta portugués Lobo, que Johnson no ejecutó directamen-te sino a través de una versión francesa. Lo importante para no-sotros ahora es el hecho de que Johnson tenía noticias precisas sobre Abisinia, ya que había traducido un libro sobre ese país. Y sin embargo, en su novela breve o cuento largo Raselas no usa en ningún momento su conocimiento de Abisinia. Ahora, no debe-mos pensar en una distracción de Johnson o en un olvido. Esto sería del todo absurdo tratándose de un hombre como Johnson. Debemos pensar en su concepto de la literatura —un concepto tan ajeno del nuestro, contemporáneo— y debemos detenernos en él. Hay, por lo demás, un capítulo del mismo Raselas en el cual uno de los personajes, el poeta Imlac, expresa su concepto de la poesía. Y evidentemente, ya que Johnson —que fue tantas otras cosas— nunca fue un creador de caracteres, Imlac expresa en este capítulo —titulado "De la naturaleza de la poesía"— el concepto que Johnson tenía de la poesía, de la literatura en ge-neral, podemos decir. El príncipe Raselas le pregunta al sabio poeta Imlac qué es la poesía, cuál es su índole, e Imlac le dice que la función del poeta no es contar las rayas del tulipán o detener-se en los diversos matices del verde, del follaje. El poeta no debe tratar de lo individual, sino de lo genérico, ya que el poeta escri-be para la posteridad. Dice que al poeta no debe importarle lo local, lo propio de una clase humana, de una región, de un país. Que ya que la poesía tiene esta alta misión de ser eterna, el poe-ta debe ocuparse, no de los problemas —desde luego Johnson no usa la palabra "problemas", que en aquel tiempo se aplicaba es-pecíficamente a las matemáticas—, que no debe ocuparse de lo que inquieta a su época sino que debe buscar lo eterno, las pa-siones eternas del hombre, y luego temas como la brevedad de la vida humana, las vicisitudes del destino, la esperanza que tene-mos de la inmortalidad, los vicios, las virtudes, etcétera.
Es decir, Johnson tenía un concepto de la literatura que di-fiere totalmente del contemporáneo, del nuestro. Ahora la gente siente instintivamente que cada poeta se debe a su nación, a su clase, a las inquietudes contemporáneas. Pero Johnson tiraba a algo más alto. Johnson pensaba que un poeta debe escribir para todos los hombres de su siglo. Por eso en Raselas, fuera de ha-ber una referencia geográfica —se habla del origen del padre de las aguas, el Nilo, hay alguna referencia geográfica al clima—, aunque todo ocurre en Abisinia, podría ocurrir en cualquier otro país. Y esto, lo repito, Johnson no lo hizo por negligencia o por ignorancia, sino porque esto correspondía a su concepto de la literatura. No debemos olvidar, además, que Raselas fue escri-to hace más de doscientos años, y que en ese lapso de tiempo los hábitos y las convenciones de la literatura han cambiado enor-memente. Hay por ejemplo una convención literaria que John-son acepta y que ahora nos resulta incómoda: la del monólogo. Sus personajes abundan en soliloquios, y esto no lo puso John-son porque creía que la gente fuera dada al monólogo, sino co-mo un modo cómodo de expresar lo que sentía y, al mismo tiem-po, de expresar su propia elocuencia, que era grande. Recorde-mos el ejemplo análogo de los discursos de las obras históricas de Tácito. Ahí, naturalmente Tácito no suponía que esos bárba-ros hubieran dirigido esos discursos a sus tribus, pero los discur-sos eran un modo de expresar lo que esas gentes pudieron sen-tir. Y los contemporáneos de Tácito no los aceptaban como do-cumentos históricos, sino como piezas retóricas puestas para fa-cilitar la comprensión de lo que Tácito estaba describiendo. El estilo de Raselas, al principio, corre el peligro de parecernos un poco pueril y demasiado adornado. Pero Johnson creía en la dig-nidad de la literatura. Luego, nos resulta lento, es un estilo mo-roso. Pero al cabo de ocho o diez páginas, esa lentitud nos resul-ta —o me ha resultado a mí, en todo caso, y a muchos lectores— agradable. Hay una tranquilidad en su lectura y debemos habi-tuarnos a ella. Y luego a través de la fábula, Johnson se va abrien-do camino. Sentimos la melancolía, la gravedad, la sinceridad, la probidad, que son fundamentales en Johnson, a través de la fá-bula, que es bastante tenue, desde luego.
Ahora, la fábula de Raselas es ésta: el autor supone que los em-peradores de Abisinia habían separado del resto del reino, cerca de las fuentes del Nilo —el padre de las aguas, como lo llama—, un valle llamado "the Happy Valley", el valle venturoso, que estaba rodeado por altas montañas. El único acceso que ese valle tenía al mundo era una puerta de bronce, continuamente vigilada, y ade-más muy fuerte y muy maciza. Era realmente imposible abrirla. Y luego supone que de ese valle ha sido excluido todo lo que pue-de entristecer a los hombres. En ese valle hay praderas y bosques que lo rodean, es fértil, hay un lago y en el centro del lago, una isla en que está el palacio del príncipe. Y ahí viven los príncipes hasta que muere el emperador, y entonces le toca al primogénito ser emperador de Abisinia. Y mientras tanto el príncipe y los su-yos viven entregados a los placeres, desde luego, no sólo a los pla-ceres físicos, de los que se habla poco en el texto —Johnson era un autor que respetaba al lector, recordemos aquello de "El lec-tor francés / debe ser respetado" de Boileau, que se aplicaba a to-dos los lectores de la época— [sino también] a los placeres inte-lectuales, a los placeres de las ciencias y de las artes. Ahora, en es-ta idea de un príncipe condenado a un cautiverio feliz hay un re-flejo, probablemente ignorado por el propio Johnson, de la le-yenda del Buddha, que habría llegado a él en la historia de Bar-laam y Josafat, que está tomada como tema en una de las come-dias de Lope de Vega: la idea de un príncipe a quien se lo educa en medio de una felicidad artificial. La leyenda del Buddha, po-demos recordarlo, se puede cifrar así: había un rey en la India, unos cinco siglos antes de la era cristiana, contemporáneo de He-ráclito, de Pitágoras, a quien le es revelado por medio de un sue-ño de su mujer que ésta dará a luz a un hijo, que ese hijo puede ser emperador del mundo, o puede ser el Buddha, el hombre des-tinado a salvar a los hombres de la infinita rueda de las reencar-naciones. El padre, naturalmente, prefiere que sea emperador del mundo y no redentor de la humanidad. Y sabe que si el hijo co-noce las miserias de la humanidad, renunciará a ser rey y será el Buddha, el redentor —la palabra Buddha significa "despierto"—. Y entonces resuelve que éste viva recluido en un palacio sin saber nada de las miserias de la humanidad. El príncipe es un gran atle-ta, un arquero, un jinete. Tiene un harén populoso y llega a los veintinueve años. Cuando cumple esa edad, sale a dar una vuelta en coche y llega a una de las puertas del palacio, que da al norte. Y entonces ve un ser que no ha visto nunca, una persona rarísi-ma cuyo rostro está surcado por las arrugas, está encorvado, se apoya en un báculo, camina con paso vacilante, el pelo es blanco. [El príncipe] pregunta quién es ese ser extraño, apenas humano, y el cochero le dice que es un anciano, y que con el andar de los años él será ese anciano, y que todos los hombres lo serán o lo han sido. Luego él vuelve a su palacio, muy turbado por ese es-pectáculo, y al cabo de un tiempo hace otro paseo, por otro ca-mino, y se encuentra con un hombre yacente, muy pálido, dema-crado, quizá con la blancura de la lepra. Pregunta quién es y le di-cen que es un enfermo, y que él con el tiempo será ese enfermo, y que todos los hombres lo serán. Luego hace su tercera salida, al sur, digamos, y sucede algo más raro. Ve varios hombres que lle-van a un hombre que parece dormido, pero que no respira. Pre-gunta quién es y le dicen que es un muerto. Es la primera vez que él oye la palabra "muerto". Y hace una cuarta salida y se encuen-tra con un hombre viejo pero robusto que viste un hábito amari-llo y pregunta quién es. Y le dicen que es un asceta, un "yoga". La palabra "yoga" tiene la misma raíz que "yugo" que significa una disciplina, y que ese hombre está más allá de toda la adversidad del mundo. Y entonces el príncipe Siddhartha huye de su palacio y decide buscar la salvación, llega a ser el Buddha, enseña la salva-ción a los hombres. Y según una versión de esta leyenda —uste-des me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa—, el príncipe, el cochero y los cuatro personajes que ve, el anciano, el enfermo y el asceta son la misma persona. Es decir, él ha toma-do diversas formas para cumplir con su destino de Bodhisattva, de pre-Buddha. Hay un eco de esa palabra en el nombre de Josa-fat. Ahora, algún eco de esa leyenda tiene que haber llegado a Johnson, porque el principio de esa leyenda es el mismo: tenemos a un príncipe recluido en el cautiverio del Happy Valley, del "Va-lle venturoso". Y ese príncipe llega a cumplir veintiséis años —puede haber un eco de los veintinueve de la leyenda del Buddha— y siente la insatisfacción de ver que todos sus deseos están colmados. En cuanto quiere algo, lo tiene. Esto produce en él un estado de desesperación. Se aparta del palacio, de los músi-cos y de los placeres, sale del palacio y va a caminar solo. Enton-ces ve a los animales, a las gacelas, a los ciervos. Más arriba, en la ladera de la montaña, están los camellos, los elefantes. Y piensa que estos animales son felices, porque les basta desear algo y, una vez que han satisfecho sus necesidades, se tienden a dormitar. Pero en el hombre hay como un anhelo infinito, una vez satisfecho todo lo que puede desear, querría desear otras cosas, y él no sabe qué son. Luego él conoce a un inventor. Este inventor ha inven-tado una máquina para volar. Eso le sugiere al príncipe la posibi-lidad de embarcarse en esa máquina, huir del Valle venturoso y conocer directamente las miserias de la humanidad. Hay luego un pasaje un poco jocoso que Alfonso Reyes cita en su libro Ri-lindero, como si aquí estuviera prefigurada la ficción científica de nuestros días, la obra de Wells o de Bradbury, porque luego el in-ventor se lanza desde una torre en su rudimentario avión, se da un golpe espantoso, se rompe una pierna, y entonces el príncipe comprende que debe buscar otras maneras de huir del valle. Ha-bla entonces con Imlac, el poeta cuyo concepto de la poesía ya hemos discutido, habla con su hermana, que está cansada como él de la felicidad, de la satisfacción inmediata de todos los deseos, y resuelven huir del valle. Y aquí la novela se convierte de pron-to en un relato psicológico. Porque Johnson nos dice que duran-te un año el príncipe estaba tan contento con haber tomado la de-cisión de evadirse del valle, que ya esa resolución le bastaba, que no hizo nada para ponerla en ejecución. Todas las mañanas pen-saba: "Voy a evadirme del valle", y entonces se entregaba a los banquetes, a la música, a los placeres de los sentidos y de la inte-ligencia, y así pasaron dos años. Y una mañana comprendió que había estado viviendo simplemente de la esperanza. Entonces se puso a explorar las montañas, a ver si encontraba algo, y encon-tró finalmente una caverna por la cual se descargaban las aguas de los ríos en el lago. Y acompañado por Imlac la exploró y vio que había un lugar, una especie de grieta, por la cual él podía evadir-se. Al cabo de tres años de tomada la decisión, él, su hermana, Imlac y una dama de la corte llamada Pekuah resuelven dejar el valle feliz. Sabían que les bastaba escalar el círculo de montañas para estar a salvo, porque nadie conocía ese pasaje entre las rocas. Efectivamente, aprovechan una noche para escaparse, y al cabo de algunas vicisitudes —muy pocas, porque Johnson no estaba escribiendo una novela de aventuras sino que estaba reescribien-do su poema sobre la vanidad de las esperanzas humanas— se en-cuentran del otro lado de las montañas, al norte. Luego ven un grupo de pastores y, al principio —éste es un rasgo humano muy verosímil—, el príncipe y la princesa se asombran de que los pas-tores no caigan de rodillas delante de ellos. Porque aunque quie-ren mezclarse con el común de la humanidad, aunque quieren ser hombres como los otros, están naturalmente acostumbrados a las ceremonias de la corte. Luego se dirigen al norte, donde todo les llama la atención, la misma indiferencia de las gentes. Ellos llevan joyas escondidas, porque en el palacio están los tesoros de los re-yes de Abisinia. Además, en el palacio hay columnas huecas lle-nas de tesoros. Hay además espías para vigilar a los príncipes, pe-ro éstos han logrado escaparse. Y luego llegan a un puerto sobre el Mar Rojo. Y el puerto, las naves, les llaman poderosamente la atención. Tardan meses en embarcarse. La princesa al principio está aterrada. Pero su hermano e Imlac le dicen que ella ha toma-do una decisión, y navegan. Aquí uno espera que el autor inter-cale tempestad, para divertir a los lectores. Pero Johnson no está pensando en eso. Además, es notable el hecho de que Johnson haya escrito ese libro, tan de estilo lento y musical, ese libro en el cual todos los períodos están como equilibrados, no hay ninguna frase que termine de un modo brusco, hay una música monóto-na pero muy diestra, y esto es lo que escribió Johnson pensando en la muerte de su madre, a quien quería tanto.
Y finalmente llegan a El Cairo. El lector entiende que El Cai-ro viene a ser como una metáfora, una imagen de Londres. Se ha-bla del comercio de la ciudad, de la princesa y del príncipe, que están como perdidos entre esas muchedumbres humanas que no los saludan, que los codean, que los hacen a un lado. E Imlac vende algunas de las joyas que han llevado, compra un palacio y se establece allí como mercader, y conoce a las personas más considerables de Egipto, es decir de Inglaterra, porque todo es-te ropaje oriental lo tomó Johnson de Las Mil y Una Noches, que había sido traducido a principios del siglo XVIII por el orien-talista francés Galland. Pero hay poco de color oriental, esto no le interesaba a Johnson. Luego se habla de las naciones de Euro-pa. Imlac dice que ellos, comparados con las naciones de Eu-ropa, son bárbaros. Que las naciones de Europa tienen medios para comunicarse. Habla de las cartas que llegan en poco tiem-po, habla de los puentes, vuelve a hablar de las muchas naves. Ellos ya han viajado en una de Abisinia a El Cairo. Y el prínci-pe le pregunta si los europeos son más felices. E Imlac le contes-ta que la sabiduría y la ciencia son preferibles a la ignorancia, que la barbarie y la ignorancia no pueden ser fuentes de felicidad, que los europeos son ciertamente más sabios que los abisinios, pero que él no puede afirmar, por el comercio que ha tenido con ellos, que sean más felices. Luego asistimos a diversas conversa-ciones con filósofos. Uno de ellos dice que el hombre puede ser feliz si vive según las leyes de la naturaleza, pero no puede expli-car cuáles son esas leyes. El príncipe comprende que, cuanto más converse con él, menos entenderá al filósofo de la naturaleza. Se despide cortésmente de él, y luego le llegan noticias de un asce-ta, un hombre que hace catorce años vive en la Tebaida, en la so-ledad. Y resuelve ir a visitarlo. Al cabo de varios días —creo que el viaje se hace en camello— llegan a la caverna del asceta. La ca-verna ha sido dispuesta en varias habitaciones. El asceta los con-vida con carne y con vino. El mismo es un hombre frugal, y se alimenta de legumbres y leche. El príncipe pide que cuente su historia. El otro le dice que ha sido militar, que ha conocido el tumulto de las batallas, la vergüenza de las derrotas, el goce de las victorias, que llegó a ser famoso y que luego vio que por in-trigas cortesanas le daban un cargo más alto a un oficial menos experto y menos valiente que él. Y entonces fue a buscar el reti-ro, y desde hace muchos años vive solo ahí, entregado a la medi-tación. Y el príncipe —este cuento es una parábola, es una fábu-la del hombre que busca la felicidad— le pregunta si es feliz. El filósofo le responde que la soledad no le ha servido para alejarse de la imagen de la ciudad, de sus vicios y sus placeres. Que más bien antes, cuando él tenía sus placeres a su alcance, él se saciaba y pensaba en otra cosa. Pero en cambio ahora, que está viviendo en la soledad, lo único que hace es pensar en la ciudad y en los placeres a los que ha renunciado. Les dice que es una suerte que ellos hayan llegado esa noche, porque él ha tomado la decisión de volver al día siguiente a El Cairo. Sale de la soledad. El prín-cipe le dice que cree que está equivocado. El otro le dice que cla-ro, naturalmente, para él la soledad es nueva, pero que ya lleva catorce o quince años de soledad, que está harto y entonces los dos se despiden y el príncipe va a visitar la gran pirámide. Y Johnson dice que la pirámide es la obra más considerable que han ejecutado los hombres. La pirámide y la Muralla China. Di-ce que a ésta podemos explicarla: de un lado tenemos un pueblo temeroso, pacífico, muy civilizado, y del otro hordas de jinetes bárbaros que podrían ser detenidos por la muralla. Se entiende por qué la muralla fue construida. En cuanto a las pirámides, sa-bemos que son un monumento sepulcral, pero para conservar a ese hombre no se necesita esa vasta estructura.
Luego el príncipe y la princesa, Imlac y Pekuah, llegan a la entrada de la pirámide. La princesa se aterra —el temor es el úni-co rasgo suyo que vemos en la novela—, dice que ella no quiere entrar, que adentro pueden estar los espectros de los muertos. Imlac le dice que no hay razón alguna para suponer que a los es-pectros les gusten los cadáveres, y que ya ha venido ahí. Le pide que entre. Él, en todo caso, entra primero. La princesa accede a entrar. Y luego llegan a una cámara espaciosa y ahí hablan sobre el fundador de las pirámides. Y dicen: "Aquí tenemos un hom-bre omnipotente sobre un vasto imperio, un hombre que sin du-da disponía de todas las satisfacciones posibles. Y sin embargo, ¿a qué llega? Llega al tedio. Llega a la tarea inútil de hacer que miles de hombres acumulen una piedra sobre otra hasta cons-truir una pirámide inútil". Aquí podemos recordar a Sir Thomas Browne, un buen escritor del siglo XVII, autor de una frase que ustedes conocen: "el espectro de la rosa", "the ghost of a rose". Esa frase fue, creo, inventada por Sir Thomas Browne. Y el sa-bio Imlac, al hablar de las pirámides dice: "¿Who can't have pity on the builder of the pyramids?" La frase anterior es "¿Quién puede no compadecer al constructor de las pirámides?" Enton-ces el príncipe dice: "¿Quién cree que el poder, el lujo, la omni-potencia, pueden hacer felices a los hombres? Y a éste le digo: mira la pirámide y confiesa tu insensatez".
Luego visitan un convento. En el convento conversan con los monjes, y los monjes les dicen que están acostumbrados a una vida áspera, que saben que su vida será áspera pero que no tienen la certidumbre de que será feliz. Se habla también del amor, de las vicisitudes de la ansiosa e incierta felicidad del amor, y después de haber conocido así el mundo, de haber visto a los hombres y sus ciudades, el príncipe, Imlac, la princesa y Pekuah, la dama de la princesa, resuelven volver al valle feliz, donde no serán felices pero no serán más desdichados que fuera del valle.
Es decir, toda esta historia de Raselas es realmente una nega-ción de la felicidad de los hombres y ha sido comparada con el Cándido de Voltaire. Ahora bien, si nosotros comparamos pá-gina por página, línea por línea el Cándido de Voltaire y el Ra-selas de Johnson, notaremos inmediatamente que el Cándido es un libro mucho más ingenioso que Ráselas, pero que el propio ingenio de Voltaire sirve para desmentir su tesis. Leibniz, con-temporáneo de Voltaire, había proclamado la teoría de que vivi-mos en el mejor de los mundos posibles, y a esto se lo llamó en sorna "optimismo". La palabra "optimismo", que ahora utiliza-mos para significar "buen humor", fue una palabra inventada pa-ra ir contra Leibniz. Éste creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y hay una parábola de Leibniz en que imagina una pirámide. Esa pirámide no tiene base, pero sí ápice. Cada uno de los pisos de la pirámide corresponde a un mundo, y el mundo de cada piso es superior al piso que está debajo, y así in-finitamente, porque la pirámide no tiene base, es estrictamente infinita. Y entonces Leibniz hace que su héroe viva una vida en-tera en cada uno de los pisos de la pirámide. Y al fin, al cabo de infinitas reencarnaciones, llega al ápice. Y cuando llega al último piso, tiene una impresión parecida a la felicidad, cree que ha lle-gado al cielo, y entonces pregunta: "¿Dónde estoy ahora?" Y en-tonces le explican que está en la Tierra. Es decir que nosotros es-tamos en el más feliz de los mundos posibles. Ahora, desde lue-go, este mundo está lleno de desdichas, creo que basta un dolor de muelas para convencernos de que no somos habitantes del Paraíso. Pero esto lo explica Leibniz diciendo que eso equivale a los colores oscuros que hay en un cuadro. Él nos inventa una ilustración tan ingeniosa como falaz. Dice que imaginemos una biblioteca de mil volúmenes. Cada uno de esos volúmenes es la Eneida. Se pensaba que la Eneida era la obra más alta —o la Ilía-da si ustedes prefieren— de la literatura humana. Esa biblioteca consta de mil ejemplares de la Eneida. Ahora, ¿qué prefieren us-tedes, una biblioteca con mil ejemplares de la Eneida —o de la llíada, o de cualquier otro libro que a ustedes les guste mucho, porque lo mismo es para el ejemplo— o prefieren una bibliote-ca en la cual hay un solo ejemplar de la Eneida y obras de escri-tores tan inferiores como cualquier contemporáneo nuestro? Entonces el lector contesta naturalmente que prefiere la otra bi-blioteca, de temas variados. Y entonces Leibniz le contesta: "Pues bien, esa otra biblioteca es el mundo". En el mundo tene-mos seres perfectos y momentos de felicidad tan perfectos como el de Virgilio. Pero tenemos otros tan malos como la obra de Fu-lano o Mengano, no tengo por qué especificar el nombre.
Pero este ejemplo es falso, porque el lector puede elegir en-tre los libros, pero si a nosotros nos toca ser la obra deleznable de Fulano de Tal, quién sabe si somos muy felices. Hay un ejem-plo parecido de Kierkegaard. Él dice que vamos a suponer un plato riquísimo. Todos los ingredientes de ese plato son riquísi-mos, pero para los ingredientes de ese plato es necesario que ha-ya una gota de acíbar, por ejemplo. Y ahora bien, dice: "Cada uno de nosotros es uno de los ingredientes de ese plato, pero si a mí me toca ser la gota de acíbar, ¿voy a ser tan feliz como el que es la gota de miel?" Y Kierkegaard, que tenía un sentimien-to religioso profundo, dice: "Desde el fondo del Infierno agra-deceré a Dios ser la gota de acíbar que es necesaria para la varie-dad y la concepción del universo". Voltaire no pensaba así, pen-saba que en este mundo hay muchos males, que los males son más que los bienes, y entonces escribió el Cándido como demos-tración del pesimismo. Y uno de los primeros ejemplos que él elige es el del terremoto de Lisboa, y dice que Dios permitió el terremoto de Lisboa para castigar a los habitantes por sus mu-chos pecados. Y Voltaire se pregunta si realmente los habitantes de Lisboa son más pecadores que los habitantes de Londres o de París, que no han sido juzgados dignos de un terremoto de jus-ticia divina. Ahora, lo que podría decirse en contra del Cándido y a favor de Raselas, es que un mundo en el cual existe el Cán-dido, que es una obra deliciosa, llena de bromas, no es un mun-do tan malo, ya que permite el Cándido. En cambio, se puede pensar que Voltaire está jugando con la idea de que el mundo es terrible. Porque seguramente, cuando escribió el Cándido, él no sintió el mundo como terrible. Estaba mostrando una tesis y es-taba divirtiéndose mucho al mostrarla. En cambio, en el Raselas de Johnson sentimos la melancolía de Johnson. Sentimos que para él la vida era esencialmente horrible. Y la misma pobreza de invención que hay en el Raselas hace que el Raselas sea más con-vincente.
Ya veremos por el libro que daremos la próxima vez la pro-funda melancolía de Johnson. Sabemos que él sentía la vida co-mo horrible, de un modo que no pudo sentirla Voltaire. Es ver-dad que Johnson también tiene que haber derivado un conside-rable placer en el ejercicio de la literatura, de su facilidad en es-cribir largas sentencias musicales, sentencias que nunca son hue-cas, que siempre tienen un sentido. Pero sabemos que fue un hombre melancólico. Johnson vivía además atormentado por el temor de volverse loco, era muy consciente de sus manías. Creo que comenté la última vez que era común que tuvieran una reu-nión y que él se pusiera a decir en voz alta el Padrenuestro. John-son era una persona halagada por la sociedad, pero sin embargo conservaba deliberadamente su rusticidad. Estaba por ejemplo en una gran comida, tenía a un lado a una duquesa, del otro la-do a un académico, y cuando comía —sobre todo si la comida estaba un poco pasada, a él le gustaba la comida un poco pasa-da— se le hinchaban las venas de la frente. La duquesa le hacía una observación cortés, y él le contestaba apartándola con la ma-no y emitiendo un gruñido cualquiera. Era un hombre que, di-gamos, aceptado por la sociedad, la desdeñaba. Y en su obra li-teraria hay, como en la obra literaria de Swinburne, muchas ple-garias. Una de las composiciones a las que él usaba entregarse era a las oraciones, en las cuales le pedía perdón a Dios por lo poco que había soportado, por las muchas insensateces y locuras que había hecho en su vida. Pero todo esto, el examen del carácter de Johnson, vamos a dejarlo para la otra clase, porque las intimida-des de Johnson están reveladas menos por él —que trató de ocultarlas y que no se quejó de ellas— que por un personaje ex-traordinario, James Boswell, que se dedicó a frecuentar a John-son y a anotar día por día todas las conversaciones de Johnson, y ha dejado así la mejor biografía de toda la literatura, según di-ce Macaulay. De modo que dedicaremos nuestra próxima clase a la obra de Boswell y al examen del carácter de Boswell, tan dis-cutido, negado por unos y alabado por otros.
Miércoles 2 de noviembre de 1966. Clase Nº 9
Raselas, príncipe de Abisinia, de Samuel Jonson. La leyenda del Buddha. Optimismo y pesimismo. Leibniz y Voltaire.
Hoy hablaremos del cuento Raselas, príncipe de Abisinia. Este cuento no constituye lo más característico de Johnson. Harto más característica es su carta al conde de Chesterfield. O unos artículos de The Rambler, o el prólogo del Diccionario, o el prólogo de su edición crítica de Shakespeare. Pero [Raselas] es la obra más accesible, ya que anda por ahí una versión de Mariano de Vedia y Mitre, y es además de muy fácil lectura: puede leer-se en una tarde. Johnson la escribió, según dicen, para pagar el entierro de su madre, la escribió después de haber redactado el diccionario, cuando era ya el hombre de letras más famoso de Inglaterra, pero no era un hombre rico. Empezaremos por el tí-tulo: Raselas, príncipe de Abisinia. Y recordaremos así un rasgo significativo: que una de las primeras, acaso la primera publica-ción de Samuel Johnson fue una traducción del Viaje a Abisinia del jesuíta portugués Lobo, que Johnson no ejecutó directamen-te sino a través de una versión francesa. Lo importante para no-sotros ahora es el hecho de que Johnson tenía noticias precisas sobre Abisinia, ya que había traducido un libro sobre ese país. Y sin embargo, en su novela breve o cuento largo Raselas no usa en ningún momento su conocimiento de Abisinia. Ahora, no debe-mos pensar en una distracción de Johnson o en un olvido. Esto sería del todo absurdo tratándose de un hombre como Johnson. Debemos pensar en su concepto de la literatura —un concepto tan ajeno del nuestro, contemporáneo— y debemos detenernos en él. Hay, por lo demás, un capítulo del mismo Raselas en el cual uno de los personajes, el poeta Imlac, expresa su concepto de la poesía. Y evidentemente, ya que Johnson —que fue tantas otras cosas— nunca fue un creador de caracteres, Imlac expresa en este capítulo —titulado "De la naturaleza de la poesía"— el concepto que Johnson tenía de la poesía, de la literatura en ge-neral, podemos decir. El príncipe Raselas le pregunta al sabio poeta Imlac qué es la poesía, cuál es su índole, e Imlac le dice que la función del poeta no es contar las rayas del tulipán o detener-se en los diversos matices del verde, del follaje. El poeta no debe tratar de lo individual, sino de lo genérico, ya que el poeta escri-be para la posteridad. Dice que al poeta no debe importarle lo local, lo propio de una clase humana, de una región, de un país. Que ya que la poesía tiene esta alta misión de ser eterna, el poe-ta debe ocuparse, no de los problemas —desde luego Johnson no usa la palabra "problemas", que en aquel tiempo se aplicaba es-pecíficamente a las matemáticas—, que no debe ocuparse de lo que inquieta a su época sino que debe buscar lo eterno, las pa-siones eternas del hombre, y luego temas como la brevedad de la vida humana, las vicisitudes del destino, la esperanza que tene-mos de la inmortalidad, los vicios, las virtudes, etcétera.
Es decir, Johnson tenía un concepto de la literatura que di-fiere totalmente del contemporáneo, del nuestro. Ahora la gente siente instintivamente que cada poeta se debe a su nación, a su clase, a las inquietudes contemporáneas. Pero Johnson tiraba a algo más alto. Johnson pensaba que un poeta debe escribir para todos los hombres de su siglo. Por eso en Raselas, fuera de ha-ber una referencia geográfica —se habla del origen del padre de las aguas, el Nilo, hay alguna referencia geográfica al clima—, aunque todo ocurre en Abisinia, podría ocurrir en cualquier otro país. Y esto, lo repito, Johnson no lo hizo por negligencia o por ignorancia, sino porque esto correspondía a su concepto de la literatura. No debemos olvidar, además, que Raselas fue escri-to hace más de doscientos años, y que en ese lapso de tiempo los hábitos y las convenciones de la literatura han cambiado enor-memente. Hay por ejemplo una convención literaria que John-son acepta y que ahora nos resulta incómoda: la del monólogo. Sus personajes abundan en soliloquios, y esto no lo puso John-son porque creía que la gente fuera dada al monólogo, sino co-mo un modo cómodo de expresar lo que sentía y, al mismo tiem-po, de expresar su propia elocuencia, que era grande. Recorde-mos el ejemplo análogo de los discursos de las obras históricas de Tácito. Ahí, naturalmente Tácito no suponía que esos bárba-ros hubieran dirigido esos discursos a sus tribus, pero los discur-sos eran un modo de expresar lo que esas gentes pudieron sen-tir. Y los contemporáneos de Tácito no los aceptaban como do-cumentos históricos, sino como piezas retóricas puestas para fa-cilitar la comprensión de lo que Tácito estaba describiendo. El estilo de Raselas, al principio, corre el peligro de parecernos un poco pueril y demasiado adornado. Pero Johnson creía en la dig-nidad de la literatura. Luego, nos resulta lento, es un estilo mo-roso. Pero al cabo de ocho o diez páginas, esa lentitud nos resul-ta —o me ha resultado a mí, en todo caso, y a muchos lectores— agradable. Hay una tranquilidad en su lectura y debemos habi-tuarnos a ella. Y luego a través de la fábula, Johnson se va abrien-do camino. Sentimos la melancolía, la gravedad, la sinceridad, la probidad, que son fundamentales en Johnson, a través de la fá-bula, que es bastante tenue, desde luego.
Ahora, la fábula de Raselas es ésta: el autor supone que los em-peradores de Abisinia habían separado del resto del reino, cerca de las fuentes del Nilo —el padre de las aguas, como lo llama—, un valle llamado "the Happy Valley", el valle venturoso, que estaba rodeado por altas montañas. El único acceso que ese valle tenía al mundo era una puerta de bronce, continuamente vigilada, y ade-más muy fuerte y muy maciza. Era realmente imposible abrirla. Y luego supone que de ese valle ha sido excluido todo lo que pue-de entristecer a los hombres. En ese valle hay praderas y bosques que lo rodean, es fértil, hay un lago y en el centro del lago, una isla en que está el palacio del príncipe. Y ahí viven los príncipes hasta que muere el emperador, y entonces le toca al primogénito ser emperador de Abisinia. Y mientras tanto el príncipe y los su-yos viven entregados a los placeres, desde luego, no sólo a los pla-ceres físicos, de los que se habla poco en el texto —Johnson era un autor que respetaba al lector, recordemos aquello de "El lec-tor francés / debe ser respetado" de Boileau, que se aplicaba a to-dos los lectores de la época— [sino también] a los placeres inte-lectuales, a los placeres de las ciencias y de las artes. Ahora, en es-ta idea de un príncipe condenado a un cautiverio feliz hay un re-flejo, probablemente ignorado por el propio Johnson, de la le-yenda del Buddha, que habría llegado a él en la historia de Bar-laam y Josafat, que está tomada como tema en una de las come-dias de Lope de Vega: la idea de un príncipe a quien se lo educa en medio de una felicidad artificial. La leyenda del Buddha, po-demos recordarlo, se puede cifrar así: había un rey en la India, unos cinco siglos antes de la era cristiana, contemporáneo de He-ráclito, de Pitágoras, a quien le es revelado por medio de un sue-ño de su mujer que ésta dará a luz a un hijo, que ese hijo puede ser emperador del mundo, o puede ser el Buddha, el hombre des-tinado a salvar a los hombres de la infinita rueda de las reencar-naciones. El padre, naturalmente, prefiere que sea emperador del mundo y no redentor de la humanidad. Y sabe que si el hijo co-noce las miserias de la humanidad, renunciará a ser rey y será el Buddha, el redentor —la palabra Buddha significa "despierto"—. Y entonces resuelve que éste viva recluido en un palacio sin saber nada de las miserias de la humanidad. El príncipe es un gran atle-ta, un arquero, un jinete. Tiene un harén populoso y llega a los veintinueve años. Cuando cumple esa edad, sale a dar una vuelta en coche y llega a una de las puertas del palacio, que da al norte. Y entonces ve un ser que no ha visto nunca, una persona rarísi-ma cuyo rostro está surcado por las arrugas, está encorvado, se apoya en un báculo, camina con paso vacilante, el pelo es blanco. [El príncipe] pregunta quién es ese ser extraño, apenas humano, y el cochero le dice que es un anciano, y que con el andar de los años él será ese anciano, y que todos los hombres lo serán o lo han sido. Luego él vuelve a su palacio, muy turbado por ese es-pectáculo, y al cabo de un tiempo hace otro paseo, por otro ca-mino, y se encuentra con un hombre yacente, muy pálido, dema-crado, quizá con la blancura de la lepra. Pregunta quién es y le di-cen que es un enfermo, y que él con el tiempo será ese enfermo, y que todos los hombres lo serán. Luego hace su tercera salida, al sur, digamos, y sucede algo más raro. Ve varios hombres que lle-van a un hombre que parece dormido, pero que no respira. Pre-gunta quién es y le dicen que es un muerto. Es la primera vez que él oye la palabra "muerto". Y hace una cuarta salida y se encuen-tra con un hombre viejo pero robusto que viste un hábito amari-llo y pregunta quién es. Y le dicen que es un asceta, un "yoga". La palabra "yoga" tiene la misma raíz que "yugo" que significa una disciplina, y que ese hombre está más allá de toda la adversidad del mundo. Y entonces el príncipe Siddhartha huye de su palacio y decide buscar la salvación, llega a ser el Buddha, enseña la salva-ción a los hombres. Y según una versión de esta leyenda —uste-des me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa—, el príncipe, el cochero y los cuatro personajes que ve, el anciano, el enfermo y el asceta son la misma persona. Es decir, él ha toma-do diversas formas para cumplir con su destino de Bodhisattva, de pre-Buddha. Hay un eco de esa palabra en el nombre de Josa-fat. Ahora, algún eco de esa leyenda tiene que haber llegado a Johnson, porque el principio de esa leyenda es el mismo: tenemos a un príncipe recluido en el cautiverio del Happy Valley, del "Va-lle venturoso". Y ese príncipe llega a cumplir veintiséis años —puede haber un eco de los veintinueve de la leyenda del Buddha— y siente la insatisfacción de ver que todos sus deseos están colmados. En cuanto quiere algo, lo tiene. Esto produce en él un estado de desesperación. Se aparta del palacio, de los músi-cos y de los placeres, sale del palacio y va a caminar solo. Enton-ces ve a los animales, a las gacelas, a los ciervos. Más arriba, en la ladera de la montaña, están los camellos, los elefantes. Y piensa que estos animales son felices, porque les basta desear algo y, una vez que han satisfecho sus necesidades, se tienden a dormitar. Pero en el hombre hay como un anhelo infinito, una vez satisfecho todo lo que puede desear, querría desear otras cosas, y él no sabe qué son. Luego él conoce a un inventor. Este inventor ha inven-tado una máquina para volar. Eso le sugiere al príncipe la posibi-lidad de embarcarse en esa máquina, huir del Valle venturoso y conocer directamente las miserias de la humanidad. Hay luego un pasaje un poco jocoso que Alfonso Reyes cita en su libro Ri-lindero, como si aquí estuviera prefigurada la ficción científica de nuestros días, la obra de Wells o de Bradbury, porque luego el in-ventor se lanza desde una torre en su rudimentario avión, se da un golpe espantoso, se rompe una pierna, y entonces el príncipe comprende que debe buscar otras maneras de huir del valle. Ha-bla entonces con Imlac, el poeta cuyo concepto de la poesía ya hemos discutido, habla con su hermana, que está cansada como él de la felicidad, de la satisfacción inmediata de todos los deseos, y resuelven huir del valle. Y aquí la novela se convierte de pron-to en un relato psicológico. Porque Johnson nos dice que duran-te un año el príncipe estaba tan contento con haber tomado la de-cisión de evadirse del valle, que ya esa resolución le bastaba, que no hizo nada para ponerla en ejecución. Todas las mañanas pen-saba: "Voy a evadirme del valle", y entonces se entregaba a los banquetes, a la música, a los placeres de los sentidos y de la inte-ligencia, y así pasaron dos años. Y una mañana comprendió que había estado viviendo simplemente de la esperanza. Entonces se puso a explorar las montañas, a ver si encontraba algo, y encon-tró finalmente una caverna por la cual se descargaban las aguas de los ríos en el lago. Y acompañado por Imlac la exploró y vio que había un lugar, una especie de grieta, por la cual él podía evadir-se. Al cabo de tres años de tomada la decisión, él, su hermana, Imlac y una dama de la corte llamada Pekuah resuelven dejar el valle feliz. Sabían que les bastaba escalar el círculo de montañas para estar a salvo, porque nadie conocía ese pasaje entre las rocas. Efectivamente, aprovechan una noche para escaparse, y al cabo de algunas vicisitudes —muy pocas, porque Johnson no estaba escribiendo una novela de aventuras sino que estaba reescribien-do su poema sobre la vanidad de las esperanzas humanas— se en-cuentran del otro lado de las montañas, al norte. Luego ven un grupo de pastores y, al principio —éste es un rasgo humano muy verosímil—, el príncipe y la princesa se asombran de que los pas-tores no caigan de rodillas delante de ellos. Porque aunque quie-ren mezclarse con el común de la humanidad, aunque quieren ser hombres como los otros, están naturalmente acostumbrados a las ceremonias de la corte. Luego se dirigen al norte, donde todo les llama la atención, la misma indiferencia de las gentes. Ellos llevan joyas escondidas, porque en el palacio están los tesoros de los re-yes de Abisinia. Además, en el palacio hay columnas huecas lle-nas de tesoros. Hay además espías para vigilar a los príncipes, pe-ro éstos han logrado escaparse. Y luego llegan a un puerto sobre el Mar Rojo. Y el puerto, las naves, les llaman poderosamente la atención. Tardan meses en embarcarse. La princesa al principio está aterrada. Pero su hermano e Imlac le dicen que ella ha toma-do una decisión, y navegan. Aquí uno espera que el autor inter-cale tempestad, para divertir a los lectores. Pero Johnson no está pensando en eso. Además, es notable el hecho de que Johnson haya escrito ese libro, tan de estilo lento y musical, ese libro en el cual todos los períodos están como equilibrados, no hay ninguna frase que termine de un modo brusco, hay una música monóto-na pero muy diestra, y esto es lo que escribió Johnson pensando en la muerte de su madre, a quien quería tanto.
Y finalmente llegan a El Cairo. El lector entiende que El Cai-ro viene a ser como una metáfora, una imagen de Londres. Se ha-bla del comercio de la ciudad, de la princesa y del príncipe, que están como perdidos entre esas muchedumbres humanas que no los saludan, que los codean, que los hacen a un lado. E Imlac vende algunas de las joyas que han llevado, compra un palacio y se establece allí como mercader, y conoce a las personas más considerables de Egipto, es decir de Inglaterra, porque todo es-te ropaje oriental lo tomó Johnson de Las Mil y Una Noches, que había sido traducido a principios del siglo XVIII por el orien-talista francés Galland. Pero hay poco de color oriental, esto no le interesaba a Johnson. Luego se habla de las naciones de Euro-pa. Imlac dice que ellos, comparados con las naciones de Eu-ropa, son bárbaros. Que las naciones de Europa tienen medios para comunicarse. Habla de las cartas que llegan en poco tiem-po, habla de los puentes, vuelve a hablar de las muchas naves. Ellos ya han viajado en una de Abisinia a El Cairo. Y el prínci-pe le pregunta si los europeos son más felices. E Imlac le contes-ta que la sabiduría y la ciencia son preferibles a la ignorancia, que la barbarie y la ignorancia no pueden ser fuentes de felicidad, que los europeos son ciertamente más sabios que los abisinios, pero que él no puede afirmar, por el comercio que ha tenido con ellos, que sean más felices. Luego asistimos a diversas conversa-ciones con filósofos. Uno de ellos dice que el hombre puede ser feliz si vive según las leyes de la naturaleza, pero no puede expli-car cuáles son esas leyes. El príncipe comprende que, cuanto más converse con él, menos entenderá al filósofo de la naturaleza. Se despide cortésmente de él, y luego le llegan noticias de un asce-ta, un hombre que hace catorce años vive en la Tebaida, en la so-ledad. Y resuelve ir a visitarlo. Al cabo de varios días —creo que el viaje se hace en camello— llegan a la caverna del asceta. La ca-verna ha sido dispuesta en varias habitaciones. El asceta los con-vida con carne y con vino. El mismo es un hombre frugal, y se alimenta de legumbres y leche. El príncipe pide que cuente su historia. El otro le dice que ha sido militar, que ha conocido el tumulto de las batallas, la vergüenza de las derrotas, el goce de las victorias, que llegó a ser famoso y que luego vio que por in-trigas cortesanas le daban un cargo más alto a un oficial menos experto y menos valiente que él. Y entonces fue a buscar el reti-ro, y desde hace muchos años vive solo ahí, entregado a la medi-tación. Y el príncipe —este cuento es una parábola, es una fábu-la del hombre que busca la felicidad— le pregunta si es feliz. El filósofo le responde que la soledad no le ha servido para alejarse de la imagen de la ciudad, de sus vicios y sus placeres. Que más bien antes, cuando él tenía sus placeres a su alcance, él se saciaba y pensaba en otra cosa. Pero en cambio ahora, que está viviendo en la soledad, lo único que hace es pensar en la ciudad y en los placeres a los que ha renunciado. Les dice que es una suerte que ellos hayan llegado esa noche, porque él ha tomado la decisión de volver al día siguiente a El Cairo. Sale de la soledad. El prín-cipe le dice que cree que está equivocado. El otro le dice que cla-ro, naturalmente, para él la soledad es nueva, pero que ya lleva catorce o quince años de soledad, que está harto y entonces los dos se despiden y el príncipe va a visitar la gran pirámide. Y Johnson dice que la pirámide es la obra más considerable que han ejecutado los hombres. La pirámide y la Muralla China. Di-ce que a ésta podemos explicarla: de un lado tenemos un pueblo temeroso, pacífico, muy civilizado, y del otro hordas de jinetes bárbaros que podrían ser detenidos por la muralla. Se entiende por qué la muralla fue construida. En cuanto a las pirámides, sa-bemos que son un monumento sepulcral, pero para conservar a ese hombre no se necesita esa vasta estructura.
Luego el príncipe y la princesa, Imlac y Pekuah, llegan a la entrada de la pirámide. La princesa se aterra —el temor es el úni-co rasgo suyo que vemos en la novela—, dice que ella no quiere entrar, que adentro pueden estar los espectros de los muertos. Imlac le dice que no hay razón alguna para suponer que a los es-pectros les gusten los cadáveres, y que ya ha venido ahí. Le pide que entre. Él, en todo caso, entra primero. La princesa accede a entrar. Y luego llegan a una cámara espaciosa y ahí hablan sobre el fundador de las pirámides. Y dicen: "Aquí tenemos un hom-bre omnipotente sobre un vasto imperio, un hombre que sin du-da disponía de todas las satisfacciones posibles. Y sin embargo, ¿a qué llega? Llega al tedio. Llega a la tarea inútil de hacer que miles de hombres acumulen una piedra sobre otra hasta cons-truir una pirámide inútil". Aquí podemos recordar a Sir Thomas Browne, un buen escritor del siglo XVII, autor de una frase que ustedes conocen: "el espectro de la rosa", "the ghost of a rose". Esa frase fue, creo, inventada por Sir Thomas Browne. Y el sa-bio Imlac, al hablar de las pirámides dice: "¿Who can't have pity on the builder of the pyramids?" La frase anterior es "¿Quién puede no compadecer al constructor de las pirámides?" Enton-ces el príncipe dice: "¿Quién cree que el poder, el lujo, la omni-potencia, pueden hacer felices a los hombres? Y a éste le digo: mira la pirámide y confiesa tu insensatez".
Luego visitan un convento. En el convento conversan con los monjes, y los monjes les dicen que están acostumbrados a una vida áspera, que saben que su vida será áspera pero que no tienen la certidumbre de que será feliz. Se habla también del amor, de las vicisitudes de la ansiosa e incierta felicidad del amor, y después de haber conocido así el mundo, de haber visto a los hombres y sus ciudades, el príncipe, Imlac, la princesa y Pekuah, la dama de la princesa, resuelven volver al valle feliz, donde no serán felices pero no serán más desdichados que fuera del valle.
Es decir, toda esta historia de Raselas es realmente una nega-ción de la felicidad de los hombres y ha sido comparada con el Cándido de Voltaire. Ahora bien, si nosotros comparamos pá-gina por página, línea por línea el Cándido de Voltaire y el Ra-selas de Johnson, notaremos inmediatamente que el Cándido es un libro mucho más ingenioso que Ráselas, pero que el propio ingenio de Voltaire sirve para desmentir su tesis. Leibniz, con-temporáneo de Voltaire, había proclamado la teoría de que vivi-mos en el mejor de los mundos posibles, y a esto se lo llamó en sorna "optimismo". La palabra "optimismo", que ahora utiliza-mos para significar "buen humor", fue una palabra inventada pa-ra ir contra Leibniz. Éste creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y hay una parábola de Leibniz en que imagina una pirámide. Esa pirámide no tiene base, pero sí ápice. Cada uno de los pisos de la pirámide corresponde a un mundo, y el mundo de cada piso es superior al piso que está debajo, y así in-finitamente, porque la pirámide no tiene base, es estrictamente infinita. Y entonces Leibniz hace que su héroe viva una vida en-tera en cada uno de los pisos de la pirámide. Y al fin, al cabo de infinitas reencarnaciones, llega al ápice. Y cuando llega al último piso, tiene una impresión parecida a la felicidad, cree que ha lle-gado al cielo, y entonces pregunta: "¿Dónde estoy ahora?" Y en-tonces le explican que está en la Tierra. Es decir que nosotros es-tamos en el más feliz de los mundos posibles. Ahora, desde lue-go, este mundo está lleno de desdichas, creo que basta un dolor de muelas para convencernos de que no somos habitantes del Paraíso. Pero esto lo explica Leibniz diciendo que eso equivale a los colores oscuros que hay en un cuadro. Él nos inventa una ilustración tan ingeniosa como falaz. Dice que imaginemos una biblioteca de mil volúmenes. Cada uno de esos volúmenes es la Eneida. Se pensaba que la Eneida era la obra más alta —o la Ilía-da si ustedes prefieren— de la literatura humana. Esa biblioteca consta de mil ejemplares de la Eneida. Ahora, ¿qué prefieren us-tedes, una biblioteca con mil ejemplares de la Eneida —o de la llíada, o de cualquier otro libro que a ustedes les guste mucho, porque lo mismo es para el ejemplo— o prefieren una bibliote-ca en la cual hay un solo ejemplar de la Eneida y obras de escri-tores tan inferiores como cualquier contemporáneo nuestro? Entonces el lector contesta naturalmente que prefiere la otra bi-blioteca, de temas variados. Y entonces Leibniz le contesta: "Pues bien, esa otra biblioteca es el mundo". En el mundo tene-mos seres perfectos y momentos de felicidad tan perfectos como el de Virgilio. Pero tenemos otros tan malos como la obra de Fu-lano o Mengano, no tengo por qué especificar el nombre.
Pero este ejemplo es falso, porque el lector puede elegir en-tre los libros, pero si a nosotros nos toca ser la obra deleznable de Fulano de Tal, quién sabe si somos muy felices. Hay un ejem-plo parecido de Kierkegaard. Él dice que vamos a suponer un plato riquísimo. Todos los ingredientes de ese plato son riquísi-mos, pero para los ingredientes de ese plato es necesario que ha-ya una gota de acíbar, por ejemplo. Y ahora bien, dice: "Cada uno de nosotros es uno de los ingredientes de ese plato, pero si a mí me toca ser la gota de acíbar, ¿voy a ser tan feliz como el que es la gota de miel?" Y Kierkegaard, que tenía un sentimien-to religioso profundo, dice: "Desde el fondo del Infierno agra-deceré a Dios ser la gota de acíbar que es necesaria para la varie-dad y la concepción del universo". Voltaire no pensaba así, pen-saba que en este mundo hay muchos males, que los males son más que los bienes, y entonces escribió el Cándido como demos-tración del pesimismo. Y uno de los primeros ejemplos que él elige es el del terremoto de Lisboa, y dice que Dios permitió el terremoto de Lisboa para castigar a los habitantes por sus mu-chos pecados. Y Voltaire se pregunta si realmente los habitantes de Lisboa son más pecadores que los habitantes de Londres o de París, que no han sido juzgados dignos de un terremoto de jus-ticia divina. Ahora, lo que podría decirse en contra del Cándido y a favor de Raselas, es que un mundo en el cual existe el Cán-dido, que es una obra deliciosa, llena de bromas, no es un mun-do tan malo, ya que permite el Cándido. En cambio, se puede pensar que Voltaire está jugando con la idea de que el mundo es terrible. Porque seguramente, cuando escribió el Cándido, él no sintió el mundo como terrible. Estaba mostrando una tesis y es-taba divirtiéndose mucho al mostrarla. En cambio, en el Raselas de Johnson sentimos la melancolía de Johnson. Sentimos que para él la vida era esencialmente horrible. Y la misma pobreza de invención que hay en el Raselas hace que el Raselas sea más con-vincente.
Ya veremos por el libro que daremos la próxima vez la pro-funda melancolía de Johnson. Sabemos que él sentía la vida co-mo horrible, de un modo que no pudo sentirla Voltaire. Es ver-dad que Johnson también tiene que haber derivado un conside-rable placer en el ejercicio de la literatura, de su facilidad en es-cribir largas sentencias musicales, sentencias que nunca son hue-cas, que siempre tienen un sentido. Pero sabemos que fue un hombre melancólico. Johnson vivía además atormentado por el temor de volverse loco, era muy consciente de sus manías. Creo que comenté la última vez que era común que tuvieran una reu-nión y que él se pusiera a decir en voz alta el Padrenuestro. John-son era una persona halagada por la sociedad, pero sin embargo conservaba deliberadamente su rusticidad. Estaba por ejemplo en una gran comida, tenía a un lado a una duquesa, del otro la-do a un académico, y cuando comía —sobre todo si la comida estaba un poco pasada, a él le gustaba la comida un poco pasa-da— se le hinchaban las venas de la frente. La duquesa le hacía una observación cortés, y él le contestaba apartándola con la ma-no y emitiendo un gruñido cualquiera. Era un hombre que, di-gamos, aceptado por la sociedad, la desdeñaba. Y en su obra li-teraria hay, como en la obra literaria de Swinburne, muchas ple-garias. Una de las composiciones a las que él usaba entregarse era a las oraciones, en las cuales le pedía perdón a Dios por lo poco que había soportado, por las muchas insensateces y locuras que había hecho en su vida. Pero todo esto, el examen del carácter de Johnson, vamos a dejarlo para la otra clase, porque las intimida-des de Johnson están reveladas menos por él —que trató de ocultarlas y que no se quejó de ellas— que por un personaje ex-traordinario, James Boswell, que se dedicó a frecuentar a John-son y a anotar día por día todas las conversaciones de Johnson, y ha dejado así la mejor biografía de toda la literatura, según di-ce Macaulay. De modo que dedicaremos nuestra próxima clase a la obra de Boswell y al examen del carácter de Boswell, tan dis-cutido, negado por unos y alabado por otros.
domingo, 13 de noviembre de 2016
William Wordsworth. LA ABADÍA DE TINTERN Y OTROS POEMAS.
ENTUSIASTA CONCIENCIA DESDICHADA
1
Como uno de los cinco o seis centros indiscutidos de la poesía inglesa, una primera ruta amable para acercarse a la obra de Wordsworth bien podría ser la del ingenio ajeno. Chesterton nos asegura que leerlo se parece a beber al alba, entre montañas, nada menos que una copa de agua; Somerset sostiene que para la poesía inglesa fue tan nociva la muerte temprana de Keats como la longevidad de Wordsworth; Borges nos aseguró que era intraducible (y es posible que tuviese razón), y un personaje de Naipaul se reconoce incapaz de imaginar quién y en qué circunstancias podía sentirse así ante un banco de niebla. Al fin y al cabo, desde que se publicó la segunda edición de las Baladas líricas, Wordsworth ha concitado la atención de lectores aficionados, colegas de varios siglos, y estudiosos dispersos por el mundo que han alimentado una industria de publicaciones especializadas. Aunque poco traducido en comparación con otros escritores de su rango, el criterio general es que Wordsworth hizo algo con la poesía occidental que no puede ignorarse, de manera que cualquiera que escribe o lee poesía, lo sepa o no, la lee y la escribe wordsworthizada.
Los datos biográficos no proyectan luces interesantes (que nació en 1770 y se murió ochenta años después, que se casó con una señora y anduvo enamorado de otra, que de joven fue un revolucionario lírico y de mayor se volvió conservador). Tampoco la poética que expuso en prosa ofrece pistas, apenas se distancia de la declaración que comparten el noventa por ciento de los poetas que se han embarcado a redactar manifiestos: que sus colegas llevan años manejando fórmulas gastadas y que ellos sí que se comprometen a renovar el lenguaje, acercándolo a los usos de la calle. Es algo más sorprendente que los poemas que hoy asociamos a su nombre los escribiese en una década y que el resto de su vida, si exceptuamos tres o cuatro repuntes de lucidez creativa, se dedicase a componer versos inertes. Incluso si atendemos al proyecto que trazó para su carrera deberíamos considerarlo un poeta frustrado. Wordsworth ambicionaba escribir (para integrarse en la secuencia de los grandes poetas del pasado: Homero, Virgilio, Dante, Milton) un poema épico de largo aliento, del que todas sus composiciones célebres, incluido el Preludio, no son más que prolegómenos, esbozos, ejercicios, tentativas… Podría decirse que pasó los mejores años de su carrera afilando las armas para componer una obra de dimensiones titánicas cuyo tema (un árabe que trata de salvar del segundo diluvio a la ciencia y a la poesía alegorizadas, respectivamente, en una piedra y en un caracol en cuya valva suenan todos los poemas) no resiste la comparación con la caída de Troya, la fundación de Roma, la visita al infierno, o la corrupción de Lucifer en Satán.
Una hipótesis para explicar el naufragio de este propósito nos la ofrecen los testimonios que coinciden en señalar que a Wordsworth le costaba atender a algo o a alguien si no estaba directamente relacionado con él (cuando las Baladas líricas empezaron a concitar el interés de los lectores, Wordsworth tendía a olvidar que Coleridge era su coautor). No hay que rebuscar demasiado en esta antología o en el Preludio para darse cuenta de que por relevante (la Revolución francesa) o loable (rendir tributo a un colega muerto prematuramente) que sea el asunto aparente del poema, para Wordsworth cualquier tema conduce a Wordsworth (como tema).
Podemos partir de este rasgo de carácter hacia su originalidad como escritor siempre que tomemos algunas precauciones: una lectura superficial podría desmentir nuestra observación, en los poemas de Wordsworth hay tanto mundo exterior como en cualquiera de sus predecesores. Solo en las dos primeras estrofas de «Insinuaciones de inmortalidad» aparecen prados, huertos, arroyos, un arcoíris, rosas, la luna llena inspeccionando el cielo, aguas, estrellas, la sombra de un pájaro, y esa luz que en los poemas de Wordsworth es capaz de modularse en tantos matices. También podríamos citar una legión de poetas líricos que fijaron su atención en la correspondencia entre el mundo y sus propios estados de ánimo: de lo que nunca vamos escasos es de poetas bien predispuestos a contemplarse. La originalidad de Wordsworth consistió en el novedoso vínculo que estableció entre dos viejos términos: la naturaleza de siempre y la mente individual.
En estos poemas ambientados en páramos, bajo la sombra de castillos en ruinas, cerca de brezales y pantanos, el mundo ya no se recorre como un cuadro al que el ánimo responde con simpatía o rechazo. No hay adecuación. La naturaleza más bien parece dispuesta como una trampa que hiere a la conciencia para provocarle una crisis que tratará de resolver o mitigar antes de que el poema termine. Wordsworth, que desconfiaba del ojo y del oído, encuentra en este repliegue defensivo (en el intento de descubrir qué le han hecho y cómo podría remediarlo) la fuente de su singularidad. Las sobrecogedoras descripciones del mundo exterior, las figuras solitarias, el lamento por un joven poeta desaparecido demasiado temprano, los viejos mendigos que pasean medio ciegos por las llanuras, el recuerdo de una amiga muerta, e incluso los héroes convocados del Hades, actúan como grietas en la realidad, a través de las que nos adentramos hacia crisis de la conciencia que se dirimen en la estancia íntima que forma el poema.
Después de Wordsworth el poeta queda legitimado para escribir sobre paisajes mentales y crisis privadas, puede alejarse sin aprensión de conflictos ajenos a los propios, puede discutir sobre su oficio y las posibilidades de ejercerlo, y en poco más de un siglo aprenderá a dejar al descubierto sus propias estrategias y tensiones compositivas. En contraste con los poemas que Wordsworth adoptó como modelos al plantearse su carrera, la poesía wordsworthizada apenas trata sobre nada.
Wordsworth será considerado con justicia una de las cimas del romanticismo, siempre que usemos la palabra «romántico» como una pincelada impresionista para referirnos a cientos de personas que, más o menos al mismo tiempo, empezaron a pensar que la correspondencia entre la mente y el mundo, entre las palabras y las cosas, entre la voluntad y el deseo, no era limpia, sino un proceso rugoso, minado de problemas.
Conviene distinguir con cuidado este romanticismo de una clase de discurso que cree en atajos empáticos que discurren más allá o más acá de las palabras y que promueve el desahogo sentimental (y esa forma humilde de la mala educación que es la sinceridad) o la empanada mística que da preferencia a las emociones en bruto (hasta enaltecer las excrecencias de criminales y majaderos), y que hoy sigue viva en sitios tan dispares como el trasfondo de la mayoría de las novelas que reseñan los suplementos culturales, en el espíritu Disney que se derrama sobre las películas de Amenábar o James Cameron, en las ideas que tienen sobre las novelas de Dickens los que nunca han leído un libro de Dickens (o han sacado el mismo provecho que si no lo hubiesen abierto), en la televisión privada a todas horas y en la pública más o menos siempre que usan «conflicto» o «humanitario», en la presbicia que anima a los consumidores de auto — ayuda, o en los sermones de los periodistas a favor de la sustancia sagrada del hecho objetivo.
Wordsworth no es precisamente un poeta frío que desdeñe las emociones, pocos escritores pueden rivalizar con su manejo verbal de los sentimientos (el lector habituado a la calculada austeridad de tanta poesía contemporánea deberá aprender a navegar entre interjecciones y signos de exclamación), pero creía con firmeza que la sede de la inteligencia está en la mente que segrega el poema. Es un lugar común en cualquier exposición sobre Wordsworth recurrir a su definición de la poesía como «un desbordamiento de sentimientos poderosos, recordados en la tranquilidad». Pero suele atenderse menos que, al fundar en una operación intelectual (recolected in tranquillity) el sangrado que la mente del escritor le practica a la realidad, Wordsworth se distancia tanto del irracionalismo de incienso como del adanismo objetivo.
Si el lector ojea ahora los poemas (con el compromiso de volver aquí enseguida), no tardará en encontrar un brezal, montañas, fuentes (por no hablar de colinas despobladas, lunas que crecen con placer, estrellas vitales, carreteras blancas) que como buen urbanita podrían incluso sonrojarle. No hay que dejarse engañar por la primera impresión: la naturaleza ya no es lo que solía ser ni se comporta como solía desempeñarse en el pasado.
La gran novedad que padece la organización humana a finales del siglo XVIII es el crecimiento de las ciudades. Para la mayoría de los escritores que seguimos leyendo supuso tanto un hacinamiento como un foco de deshumanización. Se intensificaron pasiones tan tristes como la vanidad (Austen), el egoísmo (Wordsworth) o la avaricia (Dickens), se debilitaron los afectos, y se reblandeció la clase de sociabilidad amable que vuelve más llevaderas las mortificaciones de la existencia.
Bajo la mirada de modestos propietarios rurales, domesticada en prados que ocultan la depredación animal, la naturaleza se levanta como un espacio de pureza donde la mirada puede obtener algo más que descargas de placer. En contraste con la agitación urbana ofrece lecciones tan elocuentes sobre la caducidad personal como la que se puede «leer» en la transformación cromática de las hojas.
En una cultura donde el sentimiento religioso organizado y la divinidad (como garantía de una existencia consciente e individual más allá de la muerte) han empezado a retirarse, individuos como Wordsworth, todavía receptivos a unos sentimientos sobrehumanos en cuyos agentes ya no creen, perciben en las zonas más silvestres de la naturaleza el halo de trascendencia, su nostalgia. Las emociones que despiertan estos paisajes no se parecen a la coqueta belleza de los jardines franceses ni siquiera a los suaves landscapes, se trata de inquietudes y entusiasmos que pueden precipitar a una crisis de la mente, son lecciones menos serenas, a las que Wordsworth se aproxima con prudencia. Si todavía puede llamarse belleza a lo que desprende esta naturaleza sin retocar, es de una especie parecida a la de esos ángeles de Rilke que podrían destruirnos con su existir más potente: justo el comienzo de lo terrible.
Los mejores poemas de Wordsworth surgen del roce entre la conciencia entusiasta del poeta y esa naturaleza que puede destruirnos físicamente, y alterar o ampliar nuestros estados de ánimo. Casi todos los lectores sabios coinciden en que la devoción con la que Wordsworth se lanzó, durante su gran década creativa, a estudiar la naturaleza estaba ensombrecida por el miedo a que un contacto demasiado intenso le deteriorase. La seguridad con la que Wordsworth despliega la envolvente elegancia de sus estrofas disimula en la primera aproximación a sus poemas el tiento con el que mueve los ojos sobre el paisaje regado por el río Dye. Pero ni siquiera con el trabajo combinado de algunas de las inteligencias críticas más agudas del siglo pasado (Abrams, Bloom, De Man, Kermode) se ha alcanzado un acuerdo consistente y satisfactorio de la relación que el Wordsworth maduro establece con la naturaleza. Más bien parece haber fragmentado y barajado la historia para ofrecerla, poema a poema, en combinaciones inesperadas, a veces contradictorias, matizada bajo luces distintas.
Con algo de esfuerzo (y de imaginación) podemos reconstruir la secuencia previa a la crisis que convirtió a Wordsworth en el poeta que sigue apeteciéndonos leer. Según los eruditos, el vínculo entre el niño Wordsworth y la naturaleza que lo envolvía era idílico: la mirada volvía de sus exploraciones por el paisaje cargada de sensaciones de armonía y alimentaba a una mente tierna, entusiasmada de existir. De disponer el niño de los recursos expresivos del poeta consolidado quizá hubiese escrito que su conciencia se adaptaba a la naturaleza como un espejo capaz de reflejar sus propiedades más hermosas.
Parece que fue el joven Wordsworth quien aprendió que el paisaje, además de apreciarse como un decorado, podía emitir señales. El idioma de estos mensajes no es el de las palabras articuladas: la naturaleza «suena» en las imágenes y «murmulla» en secuencias de sonido sin significante. Entre los árboles que se pudren despacio el joven Wordsworth recibe su primera lección: que las criaturas que disfrutan del «roce del tiempo» están sometidas a la erosión. Descubre también que la muerte de un árbol apenas altera el bosque, que por mucha agua que se pierda en dirección al pantano el cuerpo elástico de la cascada no desaparece:
bosques jamás tocados por la muerte
que subsistirán mientras la muerte exista
la altura incalculable
de bosques que corrompiéndose nunca se corrompen
el estallido inmóvil de múltiples cascadas
Es también este joven Wordsworth quien repara alarmado en que la estrategia ideada por la naturaleza para mantener estables sus especies, sencillamente, no es para nosotros. Para los hombres, descubrir que otro organismo demasiado parecido a no - sotros (lo bastante para que nadie se escandalice por la susti - tución) operará en el mismo espacio que nos cuesta bien poco señalar como propio, más que un lenitivo ante la promesa desconcertante (intolerable, grosera, obscena) de que nuestra conciencia será suprimida, supone una punzada de escarnio.
Hay algo de crueldad en que el bosque no llegue a enterarse de su perdurabilidad y que, en cambio, la conciencia tenga que apagarse con los ojos abiertos. Cuando el joven Wordsworth intente reanudar su conversación con la naturaleza descubrirá que nunca ha entablado algo parecido a un diálogo: los árboles, el viento y las corrientes de agua hablan solas; que toda la conciencia y las iniciativas morales están de nuestro lado; que la naturaleza no tiene una respuesta para el drama de la conciencia individual porque ni siquiera comprende que existimos.
En los poemas que Wordsworth está expresado el problema central de la conciencia que convenimos en llamar romántica y a la que sería más preciso llamar desdichada. Es una conciencia que descubre que no está completamente en casa rodeada de cosas inertes y de animales que mueren en silencio: de lo único que puede estar seguro bajo la luz de su incierto futuro es de su aniquilación. Si la congoja de Hölderlin proviene del silencio de unos dioses largamente esperados, el ambiguo resentimiento de Wordsworth se nutre de la inesperada aparición de voces en la naturaleza, voces en las que el poeta y su tiempo cada vez más urbano estaban empezando a no creer. Pero ambos poetas expresan la misma extrañeza que los asalta justo cuando creían estar de nuevo en el hogar.
Más allá de los avances tecnológicos, del desarrollo económico, de la derrota de la política o de la masificación cultural, otro de los síntomas de que somos, en palabras de Félix de Azúa, «primitivos de nuestra época», sería el barrido en el espacio público de los síntomas de una conciencia escindida. Miremos donde miremos encontramos o demasiada alma o demasiada poca alma. La brecha que el romanticismo abrió en las creencias trascendentes parece haberse cerrado en una aceptación discreta de la inmanencia. La poesía ha dejado de ser un asunto de mentes afiebradas que flotaban entre la aspereza de la tierra y la dudosa promesa del cielo, para refugiarse en el juego de accésits de las diputaciones provinciales. Cuánto hay de represión histérica en esta política de la mediocridad es un asunto que merecería (aunque quizá solo convendría) tratarse en un marco más amplio, pero es indiscutible que los poemas del siglo pasado que nadie debería dejar de leer seguían alimentándose de la conciencia desdichada acuñada por Hölderlin y Wordsworth. Escuchemos a Rilke, a Stevens y a John Ashbery, escribiendo en 1922, 1942 y 1976:
Los animales, sagaces, se dan cuenta ya
de que no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa
en el mundo interpretado.
De esto surge el poema: que vivimos en un lugar
que no es el nuestro
y es duro pese a los días blasonados.
El alma ha de quedarse donde está,
aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse.
Wordsworth no fue nunca tan explícito como sus sucesores, de manera que no resulta sencillo delimitar cuál es su palabra definitiva sobre la posición que debe adoptar la conciencia en un mundo inhóspito. Algunos creen que logró suturar la distancia con la naturaleza gracias a la imaginación, otros creen que todos sus intentos fracasaron y que el entusiasmo inicial del poeta fue hundiéndose despacio en la desesperación. Unos interpretan su larga decadencia poética como una serena conformidad, otros como pataleos de impotencia que confirmarían su propia profecía. Conviene recordar que, cuando se trata de Wordsworth, el debate en el transcurso del poema de su propio futuro como poeta no es un juego ocioso. Wordsworth escribe sobre la decadencia, la mutilación y la muerte de los otros, pero cuando la agresión se proyecta hacia su persona tiende a refugiarse en una metáfora defensiva con un filo menos cortante: el debilitamiento de su propio vigor poético.
De «La abadía de Tintern» en adelante, el ánimo que moviliza su poesía es la certeza de que al cumplir años se desacelera el provecho que extraíamos de cualquier minuto de sensación. Las consecuencias para una poesía que se alimenta de la experiencia inmediata son catastróficas. Wordsworth hizo algo más que escribir poemas como bálsamos para aliviar la herida psíquica que le había infringido la naturaleza, se pasó diez años luchando contra el mito del desgaste, cada poema ensaya una respuesta, señala un problema nuevo, elabora un matiz o descarta un acuerdo. Algunas de estas «soluciones» son extraordinarias pero parciales, los poemas eluden descansar y defender una postura definitiva, la clave que los domina consiste en manifestar la tensión (no resuelta) que los genera.
Como la inteligencia del Wordsworth maduro era demasiado penetrante para permitirse ser ilusa, muchas de sus estrofas quedan empapadas de una ironía en sentido fuerte que admite (cuando no invita) a leerlos, al mismo tiempo, en la dirección de lo que supuestamente afirman y de lo que supuestamente niegan. El sabor especial de la poesía de Wordsworth proviene de la tensión entre el vigor de sus espléndidas afirmaciones y los tonos graves que nos invitan (cuando no nos alientan) a leer en sentido inverso.
Así, cuando Wordsworth escribe:
¡Oh!, ¡vosotros, fuentes, prados, colinas y huertos,
no se presagia ninguna ruptura en nuestro amor!
En el corazón de mi corazón todavía siento vuestra energía;
solo he renunciado a un placer,
a vivir bajo vuestra continua influencia.
Podemos leer:
¡Oh!, ¡vosotros, fuentes, prados, colinas y huertos
se presagia una ruptura en nuestro amor!
En el corazón de mi corazón ya no siento vuestra energía;
al único placer que no he renunciado
es a vivir bajo vuestra continua influencia.
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La originalidad de Wordsworth consistió en descubrir una clase de poesía centrada en una crisis lírica, una poesía que a veces parece discutir sobre sus propias condiciones de posibilidad y que en un sentido restrictivo se podría decir que no trata sobre nada. El envoltorio de estos poemas, su recurso constante al paisaje y a unos personajes que son tan oscuros y elocuentes como las sombras, pueden parecernos lejanos al primer contacto. Pero su grandeza (una palabra en la que nos cuesta creer pero que la lectura de Wordsworth anima a que consideremos) reside en que nos habla de condiciones de la existencia que todavía son las nuestras, con matices que nunca se habían visto. Se puede estar de acuerdo en que ya no suelen ser las cascadas elásticas, los precipicios o los rumorosos bosques los que nos las provocan… Pero sea cual sea el entorno donde se manifiestan, lo cierto es que aprendemos a entusiasmarnos con el roce del tiempo, aprendemos a disfrutar de una conciencia para nosotros solos, aprendemos que nuestro vigor se desacelerará, aprendemos que vamos a enfermar y a desaparecer y que es raro que al mundo le importe, aprendemos a anticipar el terror de esta pérdida y aprendemos la rara dignidad que hay en seguir respirando; aprendemos a conservar en los recuerdos reservas de nostalgia y aprendemos a enamorarnos de nuestra propia vida por el mero hecho de que la protagonizamos y es nuestra y se acabará. La poesía de Wordsworth afronta los puntos de fuga de la existencia cuando la belleza del mundo y la intensidad de estar vivo empujan al entusiasmo a una altura donde la conciencia roza el sueño nunca desmentido de la trascendencia. Un estado mental donde considera justa y exacta la idea de vivir más, más, siempre. Wordsworth pertenece a esa clase de hombres para quienes el pensamiento sobre la decadencia personal es algo más que una pasión triste, la oportunidad de disfrutar más intensamente de todo lo que nos será arrancado (todo), un camino seguro para internarse en las regiones extrañas de la melancolía, ese vicio de los entusiastas.
Gonzalo Torné,
marzo de 2010
Fuente: Editorial Lumen. Año: 2012.
sábado, 12 de noviembre de 2016
BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
Lunes 31 de octubre de 1966 .Clase Nº 8
Reseña histórica hasta el siglo XVIII.
Vida de Samuel Johnson.
Si bien desde el último viernes han pasado para nosotros sola-mente unos días, para nuestros estudios va a ser como si hubie-sen pasado muchos más. Vamos a abandonar el siglo XI para pe-gar un salto al vacío y llegar al siglo XVIII. Pero antes debemos, para llenar ese vacío, hacer una reseña de los grandes aconteci-mientos que pasaron en ese tiempo.
A partir de la batalla de Hastings, que marca el fin del domi-nio sajón en Inglaterra, el idioma inglés entra en crisis. Desde el siglo V hasta el siglo XII, la historia inglesa se ha vinculado con Escandinavia, sea con los daneses —los anglos y los jutos prove-nían de las tierras de Dinamarca o de la desembocadura del Rhin— o los noruegos luego, con las invasiones vikings. Pero a partir de la invasión normanda, en el año 1066, se vincula con Francia, separándose de la historia escandinava y su influencia. La literatura se quiebra y la lengua inglesa resurge dos siglos des-pués, con Chaucer y Langland.
La vinculación con Francia se da, podríamos decir, en un principio bélicamente. Ocurre entonces la Guerra de los Cien Años, en que los ingleses son derrotados absolutamente. En el siglo XIV aparecen en Inglaterra los primeros albores del protes-tantismo, que se da antes que en ninguna otra nación. A partir de este momento se da la formación del que luego sería el Impe-rio Británico. La guerra con España da a Inglaterra la victoria y juntamente el dominio de los mares.
En el siglo XVII se produce la guerra civil, en la que el Parla-mento se rebela contra el rey. Se produce entonces el surgimien-to de la República, hecho que escandalizó enormemente a las na-ciones europeas de la época.
La República no duró. Vino entonces el período de la Res-tauración, que culminó con la vuelta a la monarquía, que aún mantienen.
El siglo XVII es el siglo de los poetas metafísicos, barrocos. Es entonces que el republicano John Milton escribe su gran poema El paraíso perdido. En el siglo XVIII, en cambio, se da el imperio del Racionalismo. Es el siglo de la Razón. El ideal de la prosa ha cambiado. Ya no es el de la prosa extravagante como el del siglo XVII, sino que aspira a la claridad, a la elocuencia, a la justificación lógica de las expresiones. Con respecto al pensa-miento abstracto abundan las palabras de origen latino.
Ahora entraremos a la vida de Samuel Johnson, vida que se conoce muy bien. Es la vida que mejor conocemos de cualquie-ra de los hombres de letras. Y la conocemos por la obra de un amigo suyo que se llamaba James Boswell.
Samuel Johnson nace en el pueblo de Lichfield, en el conda-do de Straffordshire, que es un pueblo mediterráneo de Inglate-rra pero que, digamos, profesionalmente, no es su patria. Es de-cir, no es la patria de su obra. Johnson consagró toda su vida a las letras. Murió en 1784, antes de producirse la Revolución France-sa, a la que hubiera sido, por otra parte, contrario, ya que era un hombre de ideas conservadoras, profundamente creyente.
Su infancia fue pobre. Era un muchacho enfermizo y contra-jo la tuberculosis. Cuando aún era pequeño, los padres lo lleva-ron a Londres para que la reina lo tocara y ese contacto lo cura-ra de su dolencia. Uno de sus primeros recuerdos fue el de la rei-na, que lo tocó y le dio una moneda. Su padre era librero, lo que para él significó una gran suerte. Y paralelamente a las lecturas que haría en casa, se educó en la Grammar School de Lichfield. Lichfield significa "campo de los muertos".
Samuel Johnson era físicamente maltrecho, aunque poseía una gran fuerza. Era pesado y feo. Tenía lo que llamamos "tics" nerviosos. Fue a Londres, donde sufrió pobreza. Fue a la Uni-versidad de Oxford, pero no llegó a recibirse ni mucho menos: se rieron de él. Entonces vuelve a Lichfield y funda una escuela. Se casa con una mujer vieja, mayor que él. Era una mujer vieja, fea y ridicula. Pero él le fue fiel. Ella luego muere. Quizás en su época éste sería un rasgo que podría ser indicio de lo religioso que era este hombre. Tuvo además rasgos maniáticos. Evitaba cuidadosamente, por ejemplo, tocar las junturas de las baldosas con el pie. Evitaba también el tocar postes. Y sin embargo, a pe-sar de estos rasgos de excentricidad, fue una de las inteligencias más razonables de la época, una inteligencia realmente genial.
A la muerte de su mujer hizo un viaje a Londres, y allí editó una traducción de Un viaje a Abisinia, del Padre Lobo, un je-suíta. Más tarde escribió una novela sobre Abisinia, para solven-tar los gastos del entierro de su madre. Esta novela fue escrita en una semana. Editó diarios periódicos, que salían una o dos veces por semana, periódicos en que escribía principalmente él. Aun-que estaba prohibido publicar las sesiones del Congreso, él solía asistir a tales sesiones y luego las publicaba, con un poco de fan-tasía literaria. En sus informes inventaba discursos, por ejemplo, y siempre se las arreglaba para dar la mejor parte a los conserva-dores.
Por ese tiempo escribió dos poemas, "Londres" y "La vani-dad de las esperanzas humanas", "The Vanity of Human Wis-hes". En esa época Pope era considerado como el mejor poeta de Inglaterra. Las poesías de Johnson, que fueron editadas anó-nimamente, alcanzaron gran difusión y se dijo que eran mejores que las de Pope. Luego, conocido ya, el mismo Pope lo felicitó. "Londres" era una traducción libre de una sátira de Juvenal. Es-to nos demuestra el diferente concepto acerca de lo que era una traducción que se tenía en la época con respecto a nuestro con-cepto. En la época no existía el concepto de traducción estricta, como hoy, que se considera a la traducción como una labor de fidelidad verbal. Este concepto de la traducción literal se basa en las traducciones bíblicas. Éstas sí se hacían con mucho respeto. La Biblia, redactada por una inteligencia infinita, era un libro que el hombre no podía tocar, alterar. El concepto de traducción literal no es, pues, de origen científico, sino más bien una mues-tra de respeto a la Biblia, Groussac dice que "el inglés de la Bi-blia del siglo XVII es un idioma tan sagrado como el hebreo del Antiguo y Nuevo Testamento". Johnson tomó para "Londres" a Juvenal como modelo, y aplicó lo que Juvenal dice de los sinsa-bores de la vida de un poeta en Roma a la vida de un poeta en Londres. Esto es, evidentemente, [que] su traducción no tenía ninguna intención de ser literal.
En los periódicos que Johnson publicaba, él mismo se hizo conocer. Y tanto que entre los escritores era tenido como uno de los primeros. Era considerado uno de los primeros escritores de la época, pero el público lo desconocía, y así siguió hasta que pu-blicó su Diccionario de la Lengua Inglesa. Se consideraba que el idioma inglés había llegado a su apogeo, y que luego había decli-nado a causa de la constante contaminación con galicismos. Por tanto, ya había llegado el momento de fijarlo. Johnson expresó, refiriéndose a esto: "La lengua inglesa está a punto de perder el carácter teutónico".
Según Carlyle, el estilo de Johnson era "acartonado". Esto es cierto, los párrafos son largos y pesados. Pero a pesar de eso, detrás de cada página podemos encontrar pensamientos sensatos y originales. Boileau había escrito que las tragedias que no res-petaban el lugar único de la acción eran absurdas. Johnson reac-cionó contra esto. Boileau había dicho que era imposible que el espectador se creyese primero en cualquier lugar y luego en Ale-jandría, por ejemplo. Censuraba también la falta de unidad de tiempo. Desde el punto de vista del sentido común, el argumen-to parecía irrefutable, pero Johnson lo contradice diciendo que "el espectador que no está loco sabe perfectamente que no está en Alejandría ni en otro lugar, sino en el teatro, que está en la platea presenciando un espectáculo". Esta réplica se dirigía a las reglas de las tres unidades, que provenían de Aristóteles y que Boileau sustentaba.
Ahora, una comisión de libreros fue a visitarlo y le propuso la redacción de un diccionario que incluyera todas las palabras del idioma. Esto era algo nuevo, insólito. En la Edad Media, en el siglo X o en el IX, cuando un erudito leía un texto latino y en-contraba una palabra anómala, que no entendía, incluía entre dos líneas su traducción a la lengua vernácula. Luego se reunían y así se fueron formando glosarios, pero que en un principio fueron de palabras latinas difíciles solamente. Esos glosarios se publicaron separadamente, y después empezaron a hacerse dic-cionarios. Los primeros fueron italianos y franceses. En Inglate-rra, el primer diccionario fue hecho por un italiano, y se deno-minó A Worlde of Wordes, "un mundo de palabras". Siguió a éste un diccionario etimológico, en el que se trató de incluir to-dos los vocablos, pero no atendiendo a su significado, sino para dar los orígenes o etimologías sajonas o latinas de una palabra. Sajonas o teutonas, por cierto. En Italia y Francia hubo acade-mias que compusieron diccionarios que no registraban todas las palabras. No querían registrarlas: dejaban fuera las palabras rús-ticas, dialectales, de argot, las demasiado técnicas, propias de cada profesión. No querían ser ricos en palabras, sino tener po-cas palabras pero buenas. Querían sobre todo precisión, poner un límite al idioma. En Inglaterra no había academias ni nada se-mejante. El mismo Johnson, que publicó un proyecto de diccio-nario inglés cuyo principal motivo era fijar el idioma, no creía que el idioma pudiera fijarse definitivamente. El idioma no es obra de sabios sino de pescadores. Es decir, el idioma está hecho por gente humilde, hecho por el azar, y la costumbre crea nor-mas de corrección que deben buscarse en los mejores escritores. Para la búsqueda de esos escritores, Johnson se fijó un límite que va desde Sir Philip Sidney a los escritores anteriores a la Res-tauración, hecho que, creyó, coincidía con un deterioro en el lenguaje por la introducción de galicismos, palabras de origen francés.
Así que Johnson decidió hacer el diccionario. Cuando fue-ron a verlo los libreros firmó un contrato. En él se especificaba un plazo de trabajo de tres años y una retribución de mil qui-nientas libras, que al fin fueron mil seiscientas. Él quería que el libro resultase una antología, agregar un pasaje de un clásico in-glés a cada palabra. Pero no pudo hacer todo lo que tenía en mente. Quería hacer tanto, que en cada palabra incluía diversos pasajes para hacer entender los diversos matices de cada palabra. Pero los dos volúmenes que publicó no le satisficieron. Se dio a releer los autores clásicos, los ingleses. En cada obra marcaba los pasajes en que una palabra era empleada con felicidad, y una vez marcada ponía al lado la letra inicial. Iba marcando de esa mane-ra todos los pasajes que le parecían ilustrativos de cada palabra. Tenía seis amanuenses. Cinco eran escoceses. Johnson sabía po-co inglés antiguo. Las etimologías, agregadas con posterioridad, son la parte más floja de su obra, así como las definiciones. De-bido a esta ignorancia suya del inglés antiguo y su consiguiente incapacidad para el trabajo de las etimologías, solía decirse, bro-meando: "hacedor de diccionarios, ganapán inofensivo". Se de-nominaba a sí mismo lexicógrafo.
Un amigo que tenía le dijo un día que la Academia Francesa, con cuarenta miembros, había tardado cuarenta años en hacer el diccionario de la lengua francesa. Y Johnson, que era nacionalis-ta acérrimo, respondió: "Cuarenta franceses y un inglés, la pro-porción es justa". E hizo el mismo cálculo con el tiempo: si los franceses cuarenta personas a cuarenta años cada uno necesita-ron en total mil seiscientos años, eso bien vale los tres que tarda un inglés. Pero la verdad es que no fueron tres sino nueve los que necesitó para completar la obra. Y los libreros sabían en to-do tiempo que contarían con él, que cumpliría. Por ello le die-ron cien libras más.
Este diccionario fue bueno hasta la publicación del de Webs-ter. Hasta entonces rigió. Actualmente se ve que Webster, ame-ricano, tenía un conocimiento más profundo que Johnson. En nuestros tiempos, el Oxford Dictionary es el mejor, es el diccio-nario histórico de la lengua. Johnson debió su fama al dicciona-rio. Llegaron a llamarlo "Dictionary Johnson". Cuando Boswell lo conoció en una librería se lo señalaron por su mote, "Dictio-nary", que también le daban por su aspecto.
Johnson conoció durante años la pobreza —en un cierto momento, mantuvo un duelo epistolar con el conde de Chester-field, lo que luego aparecerá en su "Londres"—, la buhardilla y la cárcel, y al alejarse de ellas, el mecenas. Por ese tiempo hace una edición de Shakespeare. En realidad es una de sus últimas obras. Deja un prólogo falto de reverencia, en el que señala los defectos de las obras. Tiene también una tragedia en que apare-ce Mahoma, y una novela breve, Raselas, príncipe de Abisinia, que se ha comparado con el Cándido de Voltaire. En los últimos años de su vida, Johnson abandona la literatura y se dedica a conversar en la taberna, donde forma una peña literaria de la que se erige en jefe, o más bien en dictador.
Samuel Johnson, abandonada su carrera literaria, se muestra como una de las más grandes almas inglesas.
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