(El escritor y sus fantasmas). Fragmento.
Los hechos en que parece basarse Sobre Héroes y Tumbas ¿han sucedido realmente? ¿Ha tomado ese episodio de la crónica policial, como Stendhal en Rojo y Negro? ¿Los personajes son fundamentalmente reales?
Los episodios son inventados, aunque tengan aire de crónica. Hay una casa en el barrio de Barracas que elegí después de buscar durante mucho tiempo una que me pareciera adecuada a la historia que estaba imaginando. Está en la calle Río Cuarto, tal como en mi obra, pero no tiene Mirador. El Mirador lo tomé de otra antigua mansión en ruinas, que está en H. Yrigoyen casi Boedo. Podría usted preguntarme para qué buscar esas casas, ya que no se trataba de hacer un film sino una novela. No sabría explicarlo exactamente. En parte porque me apasionaba y sentía un curioso placer en buscar una casa donde pudiera haber sucedido algo semejante. También, quizá, porque volvía más real mi historia inventada. Iba a menudo a mirarlas y sentía un extraño goce en imaginar los habitantes de mi ficción entre esas paredes: si dormían en esos momentos (a menudo las visité de noche y hasta de madrugada), si estaban dentro, etc. En cuanto a los personajes, con excepción de dos o tres que aparecen retratados (Borges, el padre Castellani, el pintor Oscar Domínguez, Ramos), son totalmente ficticios.
¿Qué ha querido decir, en última instancia, con esa novela?
No podría resumir en cien palabras lo que he dicho en trescientas mil, porque entonces habría en esa novela doscientas noventa mil novecientas palabras de más. Tampoco podría hacerlo con simples conceptos, pues las vivencias que he tratado de dar en la obra, no son réductibles a esa clase de abstracciones. En una novela, en fin, hay algo tan esencialmente contradictorio como en la vida misma. Cuanto más, podría decir que en la búsqueda de Martín, en la tenebrosa pasión de Alejandra, en la melancólica visión de Bruno y en el horrible Informe sobre Ciegos he intentado describir el drama de seres que han nacido y sufrido en este país angustiado. Y a través de él, un fragmento del drama que desgarra al hombre en cualquier parte: su anhelo de absoluto y eternidad, condenado como está a la frustración y a la muerte. Y a pesar de esa frustración y de esa condena, algo así como una absurda metafísica de la esperanza. También como en la vida.
Un crítico ha dicho que el Informe sobre Ciegos pertenece a un individuo arrebatado por la manía de persecución. ¿Le pasa a usted algo con los ciegos? Le preguntamos esto porque ya en El Túnel aparece uno en un papel protagónico. ¿Tiene este personaje alguna vinculación con el desaforado «Informe» de esta nueva novela?
Tiene la inevitable relación que guardan entre sí los personajes obsesivos de un escritor. Sí, en cierto modo Castel prefigura a Fernando, del mismo modo que María prefigura a Alejandra. También es cierto que tanto Castel como Fernando Vidal padecen manía persecutoria. ¿Si a mí me pasa algo con los ciegos? Bueno, sí. Debo confesar que siento ante ellos un extraño y ambiguo sentimiento, como si estuviera ante un abismo en medio de la oscuridad. Sí, siento algo en la misma piel, algo que no puedo precisar ni explicar. Y eso que experimento yo en germen lo desarrollé hasta el delirio en el espíritu de Fernando, y así escribí el Informe. No quiere eso decir que yo comparta en detalle y hasta sus últimas consecuencias semejante locura. Por otro lado, espero que usted comprenda que no se trata de un «informe» científico o literal, pues es algo menos y algo más que eso; aunque si me pregunta qué es exactamente no sabría decírselo. Felizmente, ya los lectores y los críticos y los psicoanalistas han empezado a explicármelo: la ceguera es una metáfora de las tinieblas, el viaje de Fernando es un descenso a los infiernos, o un descenso al tenebroso mundo del subconsciente y del inconsciente, es la vuelta a la madre o al útero, es la noche.
Algunos lectores se han escandalizado con el Informe. ¿Cuál es su opinión?
Cualquier examen despiadado del hombre puede traer dificultades con los tontos y los fariseos. Puedo garantizar que en esta novela no hay nada que haya sido escrito con ánimo inferior, por el solo gusto del escándalo o con el deseo de suscitar bajas pasiones. Esas bajas pasiones que todos alentamos en germen, incluyendo (y quizá sobre todo) a esos caballeros que se escandalizan. He tenido la satisfacción, sin embargo, de ver salir en mi defensa a los mejores espíritus, a los más profundos y honestos.
También hemos oído decir que ese Informe no es totalmente coherente con el resto de la obra. ¿Qué puede decirnos?
Un librero me comentó, en efecto, que le parecía un poco ajeno a la novela, algo así como una narración dentro de otra más vasta. Le pregunté si tenía sueños, pesadillas, y le rogué que me dijera cuál era la que más se le reiteraba desde su infancia. Era así: lo perseguían por los techos resbaladizos y muy inclinados de grandes catedrales. Le observé que esa pesadilla parecía tener muy poca relación con la venta de libros, tanto más que se le venía repitiendo desde su niñez, cuando ni pensaba en vender libros. Se quedó pensativo y perplejo. Le expliqué que en mi novela pretendí dar la realidad en toda su extensión y profundidad, incluyendo no sólo la parte diurna de la existencia sino la parte nocturna y tenebrosa. Y que siendo Fernando Vidal el personaje central y decisivo, todo lo que a él se refiriera era importante y debía ser transcripto, muy especialmente aquello que fuera su obsesión fundamental, aunque aparentemente tuviese poco que ver con los sucesos luminosos o diurnos. Su Informe es la gran pesadilla de Fernando y expresa, aunque sea simbólica y oscuramente, lo más importante de su condición y existencia. Suprimir esa parte de la novela, en consideración a una coherencia lógica, es como suprimir los sueños de los hombres en una visión integral de su vida. Por disparatados e ilógicos que sean, nos están dando el mensaje más revelador de esa existencia, la clave de esa región enigmática en que se hacen y deshacen los destinos.
¿La anécdota de su novela la tomó porque la consideraba significativa, representativa de nuestro conflicto actual, aquí y ahora? Se ha dicho que Alejandra es una imagen del país. Se ha creído encontrar muchos símbolos en esta novela. Nos gustaría conocer su opinión.
Una novela no se escribe con la cabeza, se escribe con todo el cuerpo. Y muchas de las cosas que uno pone dentro son oscuras; ni uno mismo conoce su significado último, porque no ha salido de la parte más lúcida de nuestra conciencia. Y así sucede que los planes que inevitablemente empezamos haciendo para escribir, que en buena medida son cerebrales, terminan por ser arrollados por los personajes, que una vez en marcha cobran vida propia. Es muy difícil decir, en tales condiciones, lo que una novela significa en cada uno de sus aspectos, aun para el propio autor. U;no se propone muchos objetivos que luego son perturbados, oscurecidos y hasta tergiversados por los acontecimientos. Más, todavía: lo que uno se propuso tiene poca importancia, porque hay que juzgar la novela a posteriori, por los resultados. En lo que a mí se refiere, debo confesar que mucho de lo resultante me sorprendió y hasta me disgustó. Yo necesitaba, por ejemplo, que Borde-nave fuera un canalla total, para acelerar el proceso que debía llevar a Martín al proyecto de suicidio. No pude lograrlo. Bordenave luchó e inexorablemente salían de su boca palabras que no eran las apropiadas para mi plan. Tuve que dejarlo tal como era. En tales casos, que se presentan a cada instante en la ejecución de una novela, el escritor debe dejarse conducir por su instinto, jamás por su razón.
En cuanto a la interpretación de Alejandra, como símbolo del país, me he quedado de una pieza. Pero quizá sea el autor de esa curiosa hipótesis, particularmente talentoso, quien tenga razón y no yo. Lo único que puedo asegurar, en todo caso, es que jamás se me ocurrió semejante idea. Me propuse, sí, poner en acción una mujer muy argentina, y lo bastante complicada como para que me apasionase a mí, ya que me es difícil escribir sobre personajes que no me apasionen a mí mismo. Una mujer de la que yo mismo podría haberme enamorado. Pero, al fin y al cabo, la creación artística se parece mucho al sueño, y aunque no nos lo propongamos, las figuras y espectros que nos visitan en nuestros sueños tienen o pueden tener un significado simbólico que uno no sospecharía.
¿Qué sentido tiene la retirada de Lavalle en su obra? La impresión que algunos hemos tenido es que usted quería mostrar con ella de alguna manera, la intemporalidad de ciertas actitudes del ser humano. ¿Es así?
Antes dije que no siempre lo que uno se propone inicialmente se mantiene. También es cierto que algunos propósitos fundamentales, acaso porque responden a obsesiones muy profundas, resisten cualquier cambio. Desde el comienzo sentía la necesidad de esa especie de contrapunto entre el pasado y el presente de la Argentina. Y aunque con cantidad de cambios inesperados, ese propósito originario se mantuvo. En la creación artística, como en el sueño, hay un primer movimiento que es de introversión, de sumersión en lo más profundo del yo. Pero mientras en el sueño allí quedamos (y de ahí el carácter angustioso de la pesadilla) en la obra de arte hay un segundo momento que es el de ex-presíón, de salida, de presión hacia fuera, que es liberador. En este segundo momento operan no sólo las fuerzas oscuras del yo, como en el momento inicial, sino todas las fuerzas del espíritu: las inconscientes y subconscientes, claro, pero también las conscientes, la voluntad creadora, las ideas estéticas o filosóficas que inevitablemente el autor posee. Por eso, al final la obra es una «visión del mundo», o sea más y menos que una «concepción del mundo». A esa visión del mundo que tengo obedece la inclusión de ese contrapunto, como también la superposición de los tres tiempos en el relato; ya que para mí la conciencia del hombre es atemporal: contiene el presente, pero es un presente lastrado de pasado y cargado de proyectos para el futuro, y todo se da en un bloque indivisible y confuso. De ahí ciertos recursos técnicos que me sentí obligado a utilizar, que hacen el relato a veces un poco confuso, pero que no podía no utilizar.
Y hay otro hecho que con ese contrapunto quería manifestar: la contradicción y a la vez la síntesis que en todo hombre hay entre lo histórico y lo atemporal. Pues aunque el ser humano vive en su tiempo y es necesariamente un ser social e histórico, también subsiste en él el hecho biológico de su mortalidad y el problema metafísico de la conciencia de esa mortalidad, su deseo de absoluto y de eternidad. En suma, en la época de Lavalle o en nuestra época, los seres humanos seguimos cumpliendo el sempiterno proceso de nuestro nacimiento, la esperanza candorosa, la desilusión y la muerte. Y ese proceso lo vemos en los dos muchachos homólogos: el alférez de Lavalle que va hacia el norte, Martín que se marcha hacia el sur con el camionero.
¿Es Bruno un personaje autobiográfico?
He puesto en él, deliberadamente, algunas de mis ideas más conocidas, y eso ha hecho creer a muchos lectores que el personaje me representa. Pero observe que lo mismo hice con Fernando.
Más, aún: he puesto elementos míos en los cuatro personajes centrales, personajes que dialogan y hasta luchan mortalmente entre sí. Es el diálogo y la lucha que esas hipóstasis tienen en mi propio corazón. Y muchas de las (candorosas) dudas o ilusiones que el adolescente Martín expone al maduro Bruno son las mismas que mi propia existencia me ha opuesto entre esas dos terribles edades. En cuanto a Fernando, creo que representa mi parte peor, mi lado nocturno. Le puse a él mi propia fecha de nacimiento, como alguien advirtió. Quizá por un acceso de humildad, elegí para eso al peor de los cuatro, O acaso por esa tentación diabólica que todos sentimos alguna vez en nuestra conciencia. Una mezcla de auto-tortura, de menosprecio hacia uno mismo, de liberación.
¿Esta novela es finalmente alentadora o desalentadora?
Cuando escribí El Túnel era todavía demasiado joven, y pienso que expresa sólo mi lado negativo de la existencia, mi lado negro y desesperanzado. Quizá eso mismo es lo que le da fuerza, esa fuerza de lo extremo. Pero me parece que el hombre, al final, se inclina más por la esperanza que por la desesperanza. De otro modo, todos nos habríamos ya disparado un tiro en la cabeza. Los terremotos, las guerras, los campos de concentración, las desilusiones, la miseria humana, la envidia, el resentimiento, la deslealtad, la traición, la derrota, la humillación: nada nos arredra, nada nos lleva a la muerte sino muy raramente. Todos esperamos algo, después de todo y a pesar de todo. Esa meta física de la esperanza he intentado describirla en la cuarta y última parte de mi novela, después de haber arrasado con casi todo en el Informe sobre Ciegos, especie de reiteración de la atmósfera de El Túnel, agravada y extremada. Pero hasta que no terminé esa cuarta y última parte y hasta que la novela no se publicó viví ansioso porque pensé que si me moría me juzgarían únicamente por aquella visión totalmente negativa y no iban a saber en forma cabal quién había sido yo. Porque al fin y al cabo uno escribe una novela para eso: para explicar al mundo quién es uno y qué espera de la existencia.
Se ha dicho que usted emplea todas las técnicas, desde el objetivismo más puro hasta el más desaforado subjetivismo. ¿Es una ventaja o una desventaja?
Para mí, la novela es como la historia y como su protagonista el hombre: un género impuro por excelencia. Resiste cualquier clarificación total y desborda toda limitación. En cuanto a la técnica, considero legítimo todo lo que es útil para los fines perseguidos, e ilegítimas aquellas innovaciones que se hacen por la innovación misma. Así, al volver el hombre del siglo XX la mirada hacia un mundo hasta ese momento casi desconocido, como es el subconsciente, era inevitable y legítimo el empleo del monólogo interior. La novela de hoy se propone fundamentalmente una indagación del hombre, y para lograrlo el escritor debe recurrir a todos los instrumentos que se lo permitan, sin que le preocupen la coherencia y la unicidad, empleando a veces un microscopio y otras veces un aeroplano. Sería ridículo examinar un microbio a simple vista y un país con un microscopio. Esta es una de las fallas de los llamados objetivistas, y, en general, de todos los que intentan hacer ese descenso o viaje al fondo de la condición humana con un solo vehículo: sacrifican la verdad y la profundidad al prurito del método único, cuando debe ser al revés; ya que nada en la novela debe hacer sacrificar la verdad. En definitiva, son decadentes, como sucede cada vez que se prefiere el cómo al qué. Como si un hombre que debe dar la vuelta al mundo en ochenta días y tiene como único objetivo el cumplimiento de ese plan, por manía purista se propusiera hacerlo exclusivamente en elefante o en bicicleta, cuando es sabido que es tan ineficaz atravesar un río en bicicleta como correr en una buena carretera con elefante. La misión del hombre es dar la vuelta al mundo en ochenta días, no favorecer el prestigio de los elefantes o favorecer la venta de bicicletas.
Ningún creador realmente grande se ha detenido en ese decadente y pretencioso purismo. Dejemos mi caso, pobre escritor sudamericano, totalmente desprovisto de nacionalidad inglesa, norteamericana o de cualquier otra nacionalidad literariamente prestigiosa. Piense en Faulkner. Se dice que no practica con rigor el objetivismo, se citan sus «fallas» en los tratados de estos nuevos académicos, se compara su obra con la de un señor Hammet, perfecto. Dejando de lado el pequeño detalle de que toda la obra de Hammet no equivale a un solo cuento de Faulkner, no comprenden además que esas «fallas» son precisamente sus amplitudes, sus fuerzas, su vitalidad. Para no hablar de Joyce, especie de muestrario de todas las técnicas y todos los estilos: desde el barroquismo más extremo hasta el esquematismo más duro y clásico, desde la pura sensación hasta la idea pura, desde el documento más minucioso hasta la fantasía más delirante.
De esta novela los críticos han dicho infinidad de cosas, no siempre conciliables entre si: se ha dicho que era historia y pesadilla, realidad y fantasía delirante; algunos han elogiado su opacidad y otros han encontrado que sus personajes eran excesivamente ambiguos. Usted ¿qué opina?
Es natural que una novela tan vasta y compleja dé lugar a interpretaciones diferentes. Algunos críticos han penetrado notablemente en intenciones o intuiciones de la obra, y hasta me han iluminado a mí mismo. Pero también están los que siempre explican al novelista cómo debería haber escrito, qué es lo que debería haber puesto y qué es lo que tendría que haber quitado. Nos explican, en suma, el libro que ellos habrían escrito en nuestro lugar, proyecto que, lamentablemente, siempre queda en esa límpida categoría platónica. En cuanto a los que se quejan del exceso de ambigüedad, supongo que la exigencia rige exclusivamente para escritores indígenas, a menos que se decidan a afirmar que Kafka es diáfano y unívoco. La ambigüedad no es una acusación: es un buen certificado. Un novelista no tiene por qué ser coherente ni estar exento de contradicción. Tiene que ser verdadero, que es muy distinto. Más, todavía: si sus personajes son verdaderos, la incoherencia es inevitable, ya que los seres humanos no obedecen al principio de identidad. La coherencia debe buscarse en la matemática y en la filosofía, no en la novela.
Otro sostiene que en mi obra hay demasiadas ideas, lo que también debe ser norma para nativos. Porque por lo visto no rige para las decenas de páginas en que Naphta y Settembrini discuten sobre el Bien y el Mal; o para las interminables discusiones que sobre teología, música, ópera, literatura irlandesa o latina, historia de la Inquisición, Escolástica y jesuitismo, pintura y filosofía hay en las obras de Tolstoi, Dostoievsky, Thomas Hardy, Henry James, James Joyce, Cervantes y Proust.
Uno de los escritores partidarios de la literatura «objetiva» sostiene que el novelista debe limitarse a describir los actos externos, visibles y audibles de sus personajes, absteniéndose de cualquier otra manifestación, por falsa y perniciosa. Una de las manifestaciones proscriptas es la de las ideas.
Curiosa concepción de la objetividad, como si también prohibiesen que los personajes hablaran. Ya que mal o bien, generalmente mal (como el ensayista en cuestión), todos los seres humanos producimos y expresamos ideas. Y una de dos: o los personajes de la ficción son auténticos seres humanos y, por lo tanto, además de sus pasiones o sentimientos, además o simultáneamente con sus movimientos de brazos y cejas manifiestan ideas, o las tienen en mente, aunque no las manifiesten; o no son seres humanos, en cuyo caso no estamos delante de una literatura objetiva, sino, simplemente, de una mala literatura.
Curiosa concepción, por otra parte, la que el ensayista recién mencionado tiene de las ideas, identificándolas en algún sentido con la subjetividad; seguro que Platón no lo aprobaba en un examen de filosofía.
La literatura de nuestro tiempo ha renegado de la razón, pero no significa que reniegue del pensamiento, que sus ficciones sean una pura descripción de movimientos corporales y de sentimientos y emociones. Esta literatura no sostiene la descabellada teoría de que los personajes no piensan: sostiene que los hombres, en la ficción como en la realidad, no obedecen a las leyes de la lógica. Es el mismo pensamiento que nos ha vuelto cautos, al revelarnos sus propios límites en esta quiebra general de nuestra época. Pero, en otro sentido, nunca como hoy la novela ha estado tan cargada de ideas y nunca como hoy se ha mostrado tan interesada en el conocimiento del hombre. Es que no se debe confundir conocimiento con razón. Hay más ideas en Crimen y Castigo que en cualquier novela del racionalismo; o, como advierte Gaétan Picon, en La condición humana que en La Princesa de Clèves. Los románticos y los existencialistas insurgieron contra el conocimiento racional y científico, no contra el conocimiento en su sentido más amplio. El existencialismo actual, la fenomenología y la literatura contemporánea constituyen, en bloque, la búsqueda de un nuevo conocimiento, más profundo y complejo, pues incluye el irracional misterio de la existencia.
¿Está satisfecho con esa novela?
Sin un mínimo de creencia en lo que se ha escrito no sería honesto darlo a luz. Ese mínimo claro que lo tengo, aunque ahora ya haría muchas partes de otra manera y creo que podría superar en muchos sentidos lo que hice. Pero uno debe ponerse un límite, porque la vida es muy corta. Tan corta que cuando uno empieza a aprender el oficio de vivir ya hay que morirse.
¿Cómo ve a su novela en la literatura argentina? ¿Como comienzo a como fin de algo?
He oído decir a ciertos críticos que termina un ciclo y que incluso cierra puertas. Otros, en cambio, sostienen que es fertilizante para los que vienen, que abre caminos. Ojalá sea así. Yo no lo sé. Lo único que sé es que no escribo para ganar premios ni para llegar a la Academia. Yo escribo para no morirme de tristeza en este país desdichado.
¿Que experimenta cuando va a comenzar una novela?
Creo que no hay un solo escritor en serio que no sienta en esos momentos la sensación de que está condenado al fracaso, de que su tentativa es ilusoria y demencial. Y creo que hay que desconfiar de los resultados cuando no experimentamos esa sensación.
¿Debemos concluir que para usted es muy difícil escribir una novela?
Sí. Terriblemente difícil. Y es un sufrimiento casi continuo, no sólo en el sentido espiritual sino físico. Pues además de la inseguridad, el desaliento, la irritación por los pobres resultados que van saliendo, la indecisión, el convencimiento de que no es lo que uno quería, etcétera; además de todos esos padecimientos espirituales y psicológicos, el escribir me produce dolores de estómago y digestiones muy malas, se me hielan los pies y las manos, sufro insomnio y mal de hígado.
¿Escribe sistemáticamente, todos los días, a horas fijas?
No, soy muy irregular. Pasan no sólo días, sino semanas, meses y hasta años en que no siento esa necesidad compulsiva de escribir. Durante ese tiempo, sí, vivo muy inquieto y siento que «eso» anda en mi cabeza, y también en mis noches, en mis sueños. Siento pasar vagas imágenes por mi espíritu, imágenes ambiguas y nada claras: personajes y situaciones, que describo someramente. Y también anoto cosas o frases o retratos de gente que me llaman la atención: no cualesquiera, sino aquellos que de una manera o de otra están vinculados con las obsesiones que me rondan. Todo eso se va juntando, supongo, va aumentando la presión, se va congregando en nuestra conciencia y en nuestra subconsciencia hasta que estalla y debemos escribir. Entonces escribo tumultuosamente. Pero luego viene nuevamente lo malo: dudas, canasto, quemazón de papeles, no querer volver a escribir más.
¿Rehace mucho sus originales?
Algunas cosas las rehago cinco y hasta más veces. La primera versión me sale muy rápidamente, pero luego el trabajo que sigue es enloquecedor.
¿Cuál considera la cualidad más preciosa para un escritor, supuesto el talento?
El fanatismo. Tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no creo que se pueda llegar a hacer algo importante.
Nos ha hablado de sus sufrimientos al escribir. ¿No siente nunca placer? ¿No siente ningún otro efecto sobre su cuerpo y sobre su espíritu?
Si usted se refiere a la novela, no, no siento placer sino en rarísimas circunstancias, particularmente cuando escribo algo que me divierte. Por ejemplo, me reía mucho escribiendo la escena del correo en El Túnel, o los monólogos de Quique, en Héroes y Tumbas. También siento un placer seguramente morboso al escribir cosas como las de Fernando, en la misma novela. Pero, en general, ya le he dicho que para mí no es placentera esa especie de condena que es escribir novelas.
En forma mediata, creo que me hace muchísimo bien. Yo fui un niño y un adolescente atormentado por obsesiones, por fobias, por pesadillas, por alucinaciones, y sufrí ataques de sonambulismo. Ahora me considero física y espiritualmente mejorado. Al escribir actuamos y esa actuación nos transforma. Algo parecido al cañón: la bala lanzada hace retroceder al cañón. Nunca la obra de arte es una mera contemplación: es una acción que se ejerce entre nuestro yo y el mundo, una acción que modifica el mundo y el yo. Lo mismo pasa con la lectura.
¿Hay situaciones, días, climas, lugares que inspiran más que otros?
Eso depende de cada escritor, de cada temperamento. La creación es mágica y fundamentalmente irracional; así que no debe asombrar la influencia que tienen sobre ella ciertos hechos y hasta ciertos objetos que se convierten casi en fetiches. Hay ciertos olores, como los que salen por las rejillas que dan a los sótanos, que me traen vagos recuerdos de infancia, y esa melancólica sensación general que en mí es la que más me ha incitado a escribir novelas. No sé qué crítico dijo sobre Héroes y Tumbas que era, sobre todo, una visión melancólica de la realidad. Creo que tiene razón. Y la melancolía para mí está unida a la infancia que no volverá, al pasado, a lo antiguo. Será por eso que algunos me consideran un reaccionario.
Usted hace referencias frecuentes a la literatura rusa. ¿Se trata de una simple simpatía personal u obedece a alga más objetiva? Aparte la vigencia universal de esa gran novelística ¿tiene algún interés particular para nosotros los argentinos?
Sí. Los rusos tenían hacia mediados del siglo pasado problemas muy parecidos a los nuestros, y por causas sociales muy semejantes. Uno de esos problemas fue el de la llamada «literatura nacional» y la lucha entre occidentalistas y eslavófilos. Perteneciente Rusia a la periferia de Europa, con rasgos de sociedad y mentalidad feudales, siempre mostró cierta similitud con España (país que tampoco tuvo en forma cabal el fenómeno renacentista). No es simple casualidad que el mejor Quijote se haya filmado en Rusia, y que tradicionalmente el personaje de Cervantes haya suscitado tanto interés y haya sido tan profundamente comprendido en aquella otra tierra de desmesura y sinrazón. Ese parentesco se acentuó en algunos países coloniales de España, sobre todo en la vieja Argentina de las grandes llanuras. Hasta el punto que una novela como Ana Karénina, con sus criadores de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancias y sus burócratas, con sus señores patriarcales y sus generales, podía entenderse perfectamente aquí. Cuando en 1938 yo estudiaba en París, un ruso blanco que trabajaba de chofer y que comía conmigo en el mismo restaurante se admiraba del conocimiento y la comprensión que yo tenía por las novelas y personajes rusos, diciéndome que, en cambio, era muy difícil encontrar algo parecido entre los franceses. Tuve que decirle que no era un caso personal mío sino algo muy generalizado entre los estudiantes argentinos, y me vi obligado a empezar el análisis de ese curioso fenómeno. ¿Usted ha leído Oblomov? Pues si en lugar de té ese caballero toma mate puede pasar aceptablemente por cierto género de argentino de hace unas décadas. La desorganización, el sentido del tiempo precapitalista, la desmesura, la pampa y la estepa, la vida patriarcal de nuestras viejas familias, la educación europea y afrancesada, el desdén y al mismo tiempo el orgullo por lo nacional, el parecido entre los eslavófilos y los hispanizantes, el parecido entre nuestros doctores liberales y los intelectuales rusos que también leían a Considérant y a Fourier, el movimiento político y revolucionario entre los estudiantes y obreros, el anarquismo y el socialismo, etcétera, etcétera. Motivos por los cuales yo podía sentir las Memorias del Subterráneo mucho mejor que aquel viejecito profesor francés de la Sorbonne, al que yo escuchaba, para el cual los personajes de Dostoievsky eran nuevos ricos de la conciencia, individuos poco menos que dementes, bárbaros incapaces de apreciar las ideas claras y distintas, tan disparatados e irresponsables como para afirmar que dos más dos puede ser igual a cinco, contra todas las tradiciones de los cartesianos y de los ahorristas franceses. ¿Y cómo aquellos bárbaros moscovitas, como nosotros podían no admirar la refinada cultura de los occidentales, sus toros escoceses, las novelas francesas, la filosofía alemana, los balnearios de Badén Badén, las playas europeas y sus casinos?
Y así, por los mismos motivos que nosotros, se hicieron europeístas, rasgo tan típicamente eslavo o rioplatense como el vodka o el mate; al revés de lo que creen aquí nuestros sociólogos apresurados, que lo consideran un rasgo de alienación. Qué va a serlo, hombre: es un característico rasgo nuestro. Los europeos no son europeístas: son simplemente europeos.
Precisamente, esto nos lleva a un tema que ha sido frecuentemente motivo de controversia en nuestro país: la relación de nuestra cultura y en particular nuestra literatura con Europa. ¿Son simples subproductos de los creadores europeos o estamos dando algo original y propio?
Me parece que ha llegado el momento en que asumamos nuestra realidad espiritual con entereza, sin arrogancias pero también sin sentimientos de inferioridad. Hemos llegado a la madurez, y uno Je los rasgos de una nación madura es la de saber reconocer sus antecedentes sin resentimiento y sin rubor. Estoy hablando del Río de la Plata, no de México ni del Perú, donde el problema difiere por la poderosa herencia cultural indígena. Aquí la ciudad y la cultura se edificaron sobre la nada, sobre una pampa recorrida por tribus salvajes y duras. Casi todo nos llegó aquí de Europa: desde el lenguaje y la religión (dos poderosísimos factores de cultura) hasta la mayor parte de la sangre de sus habitantes. Si fuéramos consecuentes con los que a cada rato nos están reprochando el «europeísmo», deberíamos escribir sobre la caza del avestruz en lenguaje pampa. Todo lo demás sería adventicio, cosmopolita, antinacional. Es fácil advertir la magnitud de este desatino. Nuestra cultura proviene de Europa y no podemos evitarlo. Además ¿por qué evitarlo? ¿Con qué reemplazar esa preciosa herencia? Lo que hagamos de original se hará con esa herencia o no haremos nada en absoluto. No recuerdo quién le decía a Gide que no leía nada para no perder su originalidad. Si uno ha nacido para decir cosas novedosas no va a perder esa facultad leyendo libros o mamando en otras culturas; y si no ha nacido para eso, tampoco perderá nada leyendo esos libros ajenos. Además, esto es nuevo, vivimos en un continente distinto y fuerte, y todo se desarrolla con un sentido diferente aunque los materiales básicos vengan de allá. En el momento mismo en que los conquistadores españoles pisaron el territorio de América nació una nueva cultura y hasta un nuevo castellano: sus formidables ríos, sus altísimas montañas, sus dilatadas pampas, sus culturas aborígenes, sus soles y Junas, sus bellezas y atrocidades, sus lluvias y pantanos engendrarían esa nueva cultura con los machos que llegaban a poseerlos. ¿Qué, quieren una originalidad absoluta? No existe. Ni en el irte ni en nada. Todo se construye sobre lo anterior, y en nada humano es posible encontrar la pureza. Los dioses griegos también eran híbridos y estaban «infectados» de religiones orientales y egipcias. También Faulkner proviene de Joyce, de Huxley, de Balzac, de Dostoievsky. Hay páginas de El ruido y el furor que parecen plagiadas del Ulises. Hay un fragmento de El molino de Flos en que una mujer se prueba un sombrero frente a un espejo: es Proust. Quiero decir, el germen de Proust. Todo lo demás es desarrollo. Desarrollo genial, casi canceroso, pero desarrollo al fin. Lo mismo pasa con Bartleby, que prefigura a Kafka. Para qué vamos a hablar de nosotros: Sarmiento está «infectado» de Fenimore Cooper, Shakespeare, Chateaubriand y Lamartine; pero a pesar de todo es capaz de asimilar todo ese material extranjero para darnos una gran obra americana. Ahora está de moda hablar aquí de Arlt: todo él está moldeado por Dumas, Sue, Gorki, la picaresca española, Dostoievsky, Paul de Kock. ¿Y qué podríamos decir del lenguaje? Formidable herencia cultural que no sólo no podemos sino que no debemos negar, pero que como toda herencia cultural es enriquecida por los herederos de genio; y no es poco decir que el castellano de hoy tuvo su mayor empuje en el siglo XIX por obra de creadores americanos como Sarmiento y Martí, así como Darío fue su amo indiscutido a comienzos del siglo XX.
A éstos que rechazan el elemento europeo habría que recordarles que toda cultura es híbrida y que es candorosa la idea de algo platónicamente americano. ¿Quién iba a imaginar que del contacto de aquellas tribus bárbaras que bajaban de los bosques y pantanos del nordeste europeo con la refinada cultura romana iba a salir el estilo gótico? En cuanto a nuestra América, piense solamente en la música afroamericana. Los negros, al entrar en contacto con la cultura anglosajona, terminaron por producir el arte más original de la América del Norte y uno de los aportes más fértiles a la nueva música. Y sin embargo, nace de una mezcla de espíritu religioso Áfricano, corales luteranos, tristeza esclavista, ritmos negros, canciones irlandesas y escocesas. Por otra parte, esa influencia Áfricana se ha dado en todo el continente, ya que toda la música popular, desde el norte hasta el extremo sur, tiene ingredientes negros. Y para responder a los que sostienen que nuestro continente no ha dado nada original al mundo, bastaría recordar que desde comienzos de este siglo, todos los bailes populares que dominan el mundo entero son americanos: el jazz en todas sus formas, la música afrocubana, los bailes brasileños y el tango argentino. Y si tenemos presente que las danzas populares son la expresión primigenia de una cultura y de la vitalidad de esa cultura, no cabrán dudas sobre la vigencia de América. Habría todavía que señalar que tanto el jazz norteamericano como el tango argentino son formas culturales de gran importancia y de poderosa originalidad. El tango es la única danza popular «introvertida», a la inversa de todas las danzas populares que son extrovertidas. El tango es triste, es dramático, expresa muy bien el rasgo esencial del hombre rioplatense: su frustración, su nostalgia, su espíritu introspectivo, su desencuentro, su rencor y su descontento.
Algunos críticos de la izquierda lo atacan porque practica, sobre todo en El Túnel, una literatura psicológica. ¿Qué responde?
Los propagandistas de la literatura «social» atacan a la literatura «psicológica» como perniciosa y contrarrevolucionaria. Creo que el paralogismo es así: lo psicológico es lo que por excelencia pertenece al individuo, el individuo solitario es un egoísta que no le importa el mundo que lo rodea (y sufre) o un contrarrevolucionario que intenta hacernos creer que el problema está dentro del alma y no en la organización social. Etcétera.
Estos teóricos pasan por alto el pequeño detalle de que el individuo solo no existe. El hombre existe rodeado por una sociedad, inmerso en una sociedad, sufriendo en una sociedad, luchando o escondiéndose en una sociedad. No ya sus actitudes voluntarias y vigilantes son la consecuencia de ese comercio perpetuo con el mundo que lo rodea: hasta sus sueños y pesadillas están producidos por ese comercio. Los sentimientos de ese caballero, por egoísta y misántropo que sea, ¿qué pueden ser, de dónde pueden surgir sino de su situación en ese mundo en que vive? Desde este punto de vista, la novela más extremadamente subjetiva es «social», y de una manera más o menos tortuosa o sutil nos da un testimonio sobre el universo en que su personaje vive.
En suma, toda novela es social. ¿Cómo puede no serlo? Y lo que esos críticos llaman «novela social» es una manera externa y superficial de la novelística. No sabemos qué escritores «sociales» hubo en la época de Tolstoi, porque si los hubo no tuvieron la suficiente importancia como para que trascendieran y los conozcamos. En cambio, los grandes escritores rusos que no se propusieron describir los fenómenos sociales, además de indagar implacablemente el corazón del hombre ruso de su tiempo, nos han dejado la más admirable pintura de su sociedad. Ya que los personajes no viven en el aire: son generales, prostitutas, burócratas, estudiantes. Pero aun en aquellos escritores o novelas que se ocupan de los problemas «puramente» psicológicos sucede lo mismo, aunque no nos den una descripción externa y gruesa del mundo en que sucedían. Indagar los problemas psicológicos de un hombre significa indagar su conflicto con el mundo en que vive. Eso no implica, claro, que en cualquier novela un escritor dé testimonio de toda la realidad. Si cae un témpano en un lago produce un tremendo oleaje; si cae una piedrecita, la perturbación es apenas perceptible. El oleaje que producirá una novela está en directa relación con su peso.