martes, 21 de febrero de 2012

MARIO VARGAS LLOSA: AMOR A LA LITERATURA Y FÉRREA DISCIPLINA DE ESCRITOR.



Si existe "algo" que siempre he admirado en el peruano Vargas Llosa, es su férrea disciplina de escritor.
Pienso, que parte del éxito de un escritor (contando el talento por supuesto) es su disciplina. Existen escritores que escriben pocas o muchas horas al día, otros escriben por períodos extensos y dejan de escribir por otros períodos. Thomas Mann al igual que Vargas son de los escritores que su creación literaria la llevan o llevaron a cabo día a día. Siempre me abruma y me conmueve hasta los huesos la frase de Mann cuando decía que: "me basta solo un techo sobre mi cabeza para poder escribir". De ahí mi emoción cuando conocía la noticia del Premio Cervantes otorgado a este órfebre de la palabra como colofón de su talento y disciplina. 
Asimismo, recomiendo a mis amigos lectores de este blog que lean el discurso de Vargas LLosa en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes, es toda una disertación literaria.

NOTA:
El Premio Cervantes es para mí, el mayor honor que se le pueda otorgar a una persona (escritor) que hable la lengua de Cervantes. De ahí, la inclusión en el blog en forma periódica de los ganadores tanto ibéricos como latinoamericanos. Asimismo, todas las veces se incluye el discurso de los ganadores leído en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. ¿La razón de lo anterior? Me parece justo escuchar (leer) todas los pormenores que  hicieron de un hombre aventurarse en ese viaje que se llama LITERATURA. 

En lo posible se adjuntarán uno o varios libros de los ganadores del Premio Cervantes para que así los lectores que no conocen sus obras las puedan leer.
Jorge Méndez-Limbrick.  Escritor. (Premio Nacional de Novela 2010. Costa Rica).



Premio Cervantes 1994
MARIO VARGAS LLOSA
Narrador, dramaturgo, ensayista y crítico literario
peruano
(Arequipa, Perú, 1936)
Pasó su infancia en Cochabamba (Colombia),
donde realizó sus primeros estudios. Posteriormente, ya
en Perú, realizó sus estudios de secundaria en el
colegio militar Leoncio Prado, del que aprovechó
experiencias para componer la que sería su
primera novela, La ciudad y los perros (1963).
En 1955 se casa con su tía política, Julia Urquidi Illades. Publica sus primeros cuentos y
en 1957 gana, con su relato El desafío, el concurso organizado por la Revue Française.
Durante 1959, fecha de su primer viaje a París y a España, es conocido sólo en
pequeños círculos literarios del Perú. Su formación literaria se produce al lado de la de
los autores de la Generación del 50 peruana, preocupada por la visión realista de la
sociedad de su tiempo. En España, hace su doctorado en Filología Románica en la
Universidad Complutense. Vive en París durante siete años realizando algunas visitas a
Lima durante ese tiempo.
Su exploración de la literatura universal le ha llevado también en numerosas ocasiones
a la crítica literaria, en la que se ha ocupado de obras tan diferentes como Il
Gattopardo, de Lampedusa, o Tirant lo Blanc (Tirant lo Blanc: las palabras como
hechos, y Carta de batalla por Tirant lo Blanc, ambas de 1991).
En 1964 se divorcia de Julia Urquidi. Al año siguiente, viaja a La Habana donde forma
parte del jurado de los premios Casa de las Américas y del Consejo de Redacción de
la Revista de la misma Casa, hasta que el caso Padilla lo distancia de Cuba y su
régimen. Ese mismo año contrae matrimonio con Patricia Llosa Urquidi, con quien tuvo
tres hijos, Álvaro, Gonzalo y Morgana. Vive en París, Londres y Barcelona hasta 1974.
En 1981 publica y estrena, en Buenos Aires, La señorita de Tacna. Publica también sus
ensayos Entre Sartre y Camus. Al año siguiente recibe el Premio Illa del Instituto
Latinoamericano de Roma por su novela La tía Julia y el escribidor y el Premio Pablo
Iglesias de Literatura, de la Agrupación Socialista de Chamartín, por su novela La
guerra del fin del mundo, premiada también en 1985 por el Premio Ritz-París
Hemingway, al mismo tiempo que Francia le otorga la condecoración de la Legión de
Honor. En 1984 publica Historia de Mayta. Dos años después gana el Premio Príncipe
de Asturias de las Letras; el mismo año que publica Quién mató a Palomino Molero y La
chunga.
En 1989, el Frente Democrático lo lanza como candidato presidencial a las elecciones
de 1990. Pierde las elecciones y se va a Londres donde retoma sus actividades
literarias.
Su obra novelística abarca tres periodos, de los cuales el tercero llega hasta la
actualidad y está, por tanto, en plena elaboración. El primero de ellos comprende la
obra Los Jefes (1959), recopilación de sus primeros cuentos, género al que no ha vuelto
con posterioridad (gana por esa recopilación el Premio Leopoldo Alas); La ciudad y los
perros; La Casa Verde (1966) y Conversación en la Catedral (1969). Se trata de obras
muy distintas entre sí, en las que el autor muestra estar probando técnicas y asuntos
diferentes, aunque entre todas configuren un mundo, presente en los relatos iniciales
Los jefes y Los cachorros, en el que predominan los seres marginales e inadaptados.
La segunda etapa arranca con Pantaleón y las visitadoras (1973) y continúa con La tía
Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981), Historia de Mayta (1984),
¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), El hablador (1987) y el Elogio de la madrastra
(1988). En este periodo, la reflexión sobre la sociedad y el mundo hispanoamericano
abarca dos facetas. Por un lado, la preocupación por la situación política, patente en
Historia de Mayta y en La guerra del fin del mundo, preocupación que ha encontrado
continuación en la propia actitud política del autor frente a su país, al que regresó en
1974 tras residir en Inglaterra y en Barcelona.
La otra vertiente de esta segunda etapa creadora es la reflexión a partir de la propia
experiencia vital, como en la ya citada La tía Julia y el escribidor y en Pantaleón y las
visitadoras (en las que el tono se acerca al de la farsa), o en ¿Quién mató a Palomino
Molero? (donde la utilización de la técnica de la novela policíaca exagerada y
distorsionada apunta hacia un deseo de distanciarse de esa realidad a la que se
quiere criticar). En la misma línea están los elementos hiperbólicos del Elogio de la
madrastra.
Posteriores, de su tercera etapa, son algunos libros como la novela Lituma en los
Andes, con la que obtuvo el Premio Planeta en 1993, o la recopilación de artículos
Desafíos a la libertad, de 1994. Escribe para la BBC de Londres una obra dramática
para radio Ojos bonitos, cuadros feos. A estas obras se suma, en lo que es una reflexión
sobre el propio hombre, el libro de memorias El pez en el agua (1993).
En 1994 fue elegido miembro de la Real Academia Española, primer latinoamericano
que ocupaba un sillón en la Academia; ya lo era de la Academia Peruana desde
1975. Recibe el Premio Literario Arzobispo San Clemente de Santiago de Compostela
por Lituma en los Andes. Y en ese mismo año se le otorga el Premio Cervantes.
En 1997 publicó la novela erótica Los cuadernos de don Rigoberto, cuyos personajes,
rescatados del Elogio de la madrastra, retoman la acción de esta última en el punto
en que se quedó en 1988. En 1999 viaja a Santo Domingo para recopilar la
información, documentos y testimonios necesarios para escribir su novela La fiesta del
Chivo, que se publica en el año 2000. En 2002 es designado presidente de la
Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y, en ese mismo año, en el marco de
la celebración del décimo aniversario de Casa de América, el entonces Presidente
José María Aznar le hace entrega del Premio Ateneo Americano. En 2003 publica su
novela El paraíso en la otra esquina y El diario de Irak, con los artículos del reportaje
sobre esa guerra con fotos de su hija Morgana.
El Círculo de Lectores de Barcelona publica, en 2003, una nueva edición de las Obras
Completas de Mario Vargas Llosa: Vol. I Narraciones y novelas (1959-1967) y Vol. II
Novelas (1969-1977). En 2006, se presenta en España su libro Israel/Palestina. Paz o
guerra santa, serie de artículos escritos para un reportaje que se publicó en el diario
español El País. Y se presenta también su novela, Travesuras de la niña mala.
En 2007, se publica la obra de teatro Odiseo y Penélope. En 2008, Al pie del Támesis,
con fotografías de su hija Morgana Vargas Llosa.

- 1 -CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1994
Discurso de MARIO VARGAS LLOSA
La tentación de lo imposible.
Hay algo abrumador en obtener un Premio llamado Cervantes y recibirlo en Alcalá de
Henares, la ciudad donde nació el padre y maestro mágico de nuestra literatura, en una
ceremonia realzada por la presencia de Sus Majestades. Y que este acto tenga lugar
precisamente el día que se conmemora, con la muerte del autor del Quijote, la vigencia
de una lengua a la que su genio inyectó un torrente de vida y de fantasía que todavía
bullen, rebosantes de juventud, cada vez que abrimos la historia del Caballero de la
Triste Figura. ¿Qué puede decir este afortunado escribidor que no haya sido ya dicho
sobre Cervantes? ¿Qué añadir sobre su obra que no rechine como disco rayado?
La vertiginosa bibliografía y e1 culto oficial de que es objeto, lo han, en cierta forma,
petrificado, como a Homero, Dante o Shakespeare, esos autores que con él han pasado a
ser símbolos de una lengua y una cultura, haciéndonos olvidar, a menudo, que el icono
semi-divinizado por el respeto y las venias de las generaciones fue una criatura de carne
y hueso enfrentada, como las demás, a las emboscadas de un destino incierto y que su
obra no resultó del milagro ni el azar, sino de la voluntad, el trabajo, la artesanía y la
paciencia. En ningún otro de esos creadores es tan visible ese relente de humanidad
identificable por el hombre común, como en la vida azarosa que se inició en esta ciudad,
algún día del otoño de 1547, de Miguel -el hijo de Rodrigo Cervantes, barbero y
cirujano chambón, que vivió acosado por los pleitos y huyendo de la mala suerte. Ésta
fue la única herencia que legó a su hijo, al parecer: los infortunios -juicios,
excomuniones, fugas, estrecheces de una existencia que, pese al asedio de los
historiadores, conserva todavía grandes zonas de sombra y, como la de Shakespeare,
tenemos en buena parte que adivinar. Pero sí sabemos con certeza que la vida de
Cervantes fue la de un ciudadano sin títulos ni fortuna, que vivió en la medianía, aunque
los dos arcabuzazos que recibió en Lepanto y la mano izquierda que le quedó
anquilosada hayan inducido a los hagiógrafos a izarlo sobre el zócalo del héroe. No lo
fue, por lo menos no en el sentido épico de la expresión, sólo en ese otro, discreto, que
es el heroísmo de las gentes anónimas, por haber resistido sin desfallecer tantos reveses
y pellejerías -los cinco años de cautiverio en Argel, la esclavitud en manos del renegado
griego Dalí Mamí, las negativas de los burócratas cuando quiso servir a la corona en
Indias, las cárceles por deudas, y la amargura de no alcanzar la gloria en el género
príncipe -la poesía-, debiendo contentarse con la plebeya narrativa, tan lejos de la
cúspide intelectual y tan cerca del populacho.
La vida de Cervantes nos emociona o entristece pero no nos admira: era la precaria del
español de a pie de esos tiempos convulsos. Lo que nos desconcierta es que de esa vida
marcada por la sordidez, hubiera podido surgir una aventura tan generosa como la del
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1994
Discurso de MARIO VARGAS LLOSA
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Quijote, esa novela sobre la cual parece haberse dicho ya todo, y, sin embargo, vez que
la releemos descubrimos que aún falta tanto por decir.
Toda obra genial es una evioencia y una incógnita. El Quijote como la Odisea, la
Commedia o el Hamlet, nos enriquece como seres humanos, mostrándonos que, a través
de la creación artística, el hombre puede romper los límites, de su condición y alcanzar
una forma de inmortalidad; al mismo tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de
nuestra pequeñez, contrastados con el gigante que concibió esa gesta. ¿Cómo pudo
perpetrar un deicidio semejante? ¿Cómo fue posible desafiar de ese modo la creación
del Creador? Escribiendo la historia del Ingenioso Hidalgo, Cervantes potenció la
lengua española a unas alturas que nunca había alcanzado y puso un tope emblemático
para quienes escribimos en ella; y renovó el género novelesco, dotándolo de una
complejidad y sutileza tan vastas como la ambición, destructora y reconstructora del
mundo que lo anima. Desde entonces, todas las novelas se medirían con la marca que
ella puso, ni más ni menos que todo el teatro estaría siempre espiando a hurtadillas al de
Shakespeare, como piedra de toque.
Que fue y es una gran novela cómica y a la vez muy seria, que ella recrea en un mito
sencillo la insoluble dialéctica entre lo real y lo ideal, que a la vez que pulverizaba las
novelas de caballerías les rendía un soberbio homenaje, nos lo han explicado los
críticos. Pero, han dicho menos que, entre las muchas cosas que es, como todos los
grandes paradigmas literarios, el Quijote es también una ficción sobre la ficción, sobre
lo que ella es y la manera como opera en la vida, el servicio que presta y los estragos
que puede causar. Este tema reaparece en todas las literaturas porque es un tema
permanente en la vida de las gentes, y ningún novelista lo ha descrito con tanta
perfección, en una historia tan seductora y tan clara, como lo hizo Cervantes, acaso sin
siquiera proponérselo ni saber que lo hacía.
Se trata de algo muy simple, en un principio, aunque luego se vuelva complicado.
Hombres y mujeres no están contentos con las vidas que viven, que se hallan siempre
por debajo de sus anhelos y, como no se resignan a renunciar a esas vidas que no tienen,
las viven en sueños; es decir, en los cuentos que se cuentan. La literatura es una rama de
ese árbol opulento: la ficción. Ese quehacer, inventarse y contarse historias para
soportar mejor la historia que se vive es antiquísimo como el lenguaje y sin duda se
practicó desde que las primeras manifestaciones de una comunicación inteligente
sustituyeron a los gruñidos y brincos del antropoide, en la caverna primitiva. Allí
debieron de escucharse, junto al fuego, las primeras ficciones, en la misma actitud
reverencial con que, a lo largo de los milenios y a lo ancho de todas las geografías, las
escucharían los niños de boca de las abuelas, las tribus convocadas en los claros del
bosque por habladores y chamanes, los vecinos en las plazas de las aldeas cantadas por
los cómicos de la legua, y los poderosos en los salones de las cortes y palacios recitadas
por los troveros. Con la escritura, la ficción pasó al libro, que fijó lo que hasta entonces
era un universo perecible de oralidad. La literatura estabilizó, dio permanencia a los
mitos y prototipos cuajados en la ficción: gracias a ella, de un modo misterioso, esa vida
alternativa, creada para llenar el abismo entre la realidad y los deseos sobre el cual se
columpia la criatura humana, obtuvo derecho de ciudad y los fantasmas de la
imaginación pasaron a formar parte de lo vívido, a ser, en palabras de Balzac, la historia
privada de las naciones.
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Una ficción es un entretenimiento sólo en segunda o tercera instancia, aunque, por
supuesto, si también no lo es, ella no es nada. Una ficción es, primero, un acto de
rebeldía contra la vida real y, en segundo, un desagravio a quienes desasosiega el vivir
en la prisión de un único destino, aquellos a los que solivianta esa "tentación de lo
imposible" que, según Lamartine, hizo posible la creación de Los miserables de Victor
Hugo, y quieren salir de sus vidas y protagonizar otras, más ricas o más sórdidas, más
puras o más terribles, que las que les tocó. Esta manera de explicar la ficción puede
parecer truculenta, tratándose de lo que a simple vista no es más que el benigno
pasatiempo de un señor que, en la noche, antes de que le vengan los bostezos, perpetra
el crimen de Raskálnikov y se duerme, o de la virtuosa señora que toma el té de las
cinco cometiendo las travesuras de las damas de Bocaccio sin que se entere su marido.
Pero, como nos muestra Alonso Quijano, la ficción es algo más complejo que una
manera de no aburrirse: el transitorio alivio de una insatisfacción existencial, un
sucedáneo para ese hambre de algo distinto a lo que ya somos y ya tenemos, que,
paradójicamente, la ficción aplaca al mismo tiempo que exacerba. Porque esas vidas
prestadas que son nuestras gracias a la ficción, en vez de curarnos de nuestros deseos,
los aumentan y nos hacen más conscientes de lo poco que somos comparados con esos
seres extraordinarios que maquina el fantaseador agazapado en nuestro ser.
La ficción es testimonio y fuente de inconformidad, desacato del mundo tal como es,
prueba irrefutable de que la realidad real, la vida vivida, están hechas apenas a la
medida de lo que somos, no de lo que quisiéramos ser, y por eso debemos inventar unas
distintas. Esa vida ficticia, superpuesta a la otra, sobre todo cuando ella es sobresaliente,
como en los tiempos en que Cervantes escribió su epopeya, no es un síntoma de
felicidad social, más bien de lo contrario. ¿Para qué necesitaría una sociedad procrear en
su seno esas vidas paralelas, esas mentiras, si la que tiene le bastara, si las verdades de
la existencia la colmaran? La aparición de una gran novela es siempre indicio de una
rebeldía vital, articulada en la configuración de un mundo ficticio, que, guardando el
semblante del mundo real, en verdad rechaza a éste y lo cuestiona. Ésa es, tal vez, la
explicación de la fortaleza con que Cervantes parece haber sobrellevado su
circunstancia: desquitándose de ella con un deicidio simbólico, reemplazando la
realidad que lo maltrataba con el esplendor de la que, sacando fuerzas de sus
decepciones, inventó para oponerle.
Combatir la realidad con la fantasía, que es lo que hacemos todos cuando contamos o
fabricamos historias es un juego entretenido mientras nos mantengamos lúcidos sobre
las fronteras inquebrantables entre ficción y realidad. Cuando esa frontera se eclipsa y
ambas órdenes se confunden, como ocurre en la mente del Quijote, el juego cede el
lugar a la locura y puede tornarse tragedia. Ahora bien, aunque es evidente que el
temerario manchego acomete un sinfín de disparates, pues actúa con una percepción de
lo real esencialmente falsa, o, mejor, falseada por la ficción caballeresca, sus
excentricidades no le han merecido nunca el desprecio de los lectores. Por el contrario,
incluso para sus contemporáneos, que leyeron el libro riéndose a carcajadas y vieron en
él sólo una novela risueña, el esmirriado manchego que arremete contra molinos de
viento creyéndolos gigantes, toma la bacía de un barbero por el yelmo de Mambrino y
ve castillos y palacios en las ventas del camino, apareció como un ser moralmente
superior, empeñado en una aventura noble e idealista, aunque, a causa de la desbocada
fantasía que enturbia su razón, todo le salga al revés. Desde un principio, los lectores se
identifican con el Quijote, que ha sucumbido a la tentación de lo imposible tratando de
vivir la ficción, y toman una distancia perdonavidas del buen Sancho Panza, a quien,
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por su sentido común, por vivir amurallado dentro de lo posible, se ha convertido en
encarnación de una deleznable forma de humanidad, la del hombre en el que la materia
sofoca al espíritu y cuyo horizonte vital es mezquino de tanto pragmatismo.
Juzgando en frío, hay una gran injusticia en esta desigual valoración de la célebre
pareja, al menos si la perspectiva del juicio se desplaza de lo individual a lo social.
Pues, lo cierto es que esos rechazos del Quijote al mundo tal como es provocan
múltiples desaguisados, tropelías y aun catástrofes: destruyen bienes ajenos, ponen en
libertad a peligrosos criminales, diezman rebaños, aterran o dejan tundidos y birlados a
humildes aldeanos. Las empresas del Quijote sólo son simpáticas a sus lectores, de
ninguna manera a esos pobres diablos que su fantasía convierte en encantadores,
encantados o caballeros andantes y a los que trata a menudo de ensartar con su lanzón.
Si hubiera prevalecido el pragmatismo de Sancho, su comprensión cabal de las cosas de
este mundo, el Quijote tendría, al final de la historia, los lomos menos magullados y su
boda más dientes. Pero, entonces, no habría habido novela -o ella habría sido
aburridísima- y la lengua y la literatura españolas serían menos fecundas de lo que son.
Lo que quiere decir, por lo menos, dos cosas. La primera, que en el Quijote no
admiramos a un personaje real sino a un fantasma, a un ser de ficción, y que lo que nos
aleja de Sancho es que, a diferencia de su amo, no se despega demasiado de nosotros, y
por eso su manera de actuar y ver las cosas no nos parecen las de un ser novelesco sino
las de un mero mortal. Y eso me lleva a la segunda conclusión: que la razón de ser de la
ficción, no es representar la realidad sino negarla, trasmutándola en una irrealidad que,
cuando el novelista domina el arte de la prestidigitación verbal como Cervantes, se nos
aparece como la realidad auténtica, cuando en verdad es su antítesis.
Ése es, acaso, el simbolismo del Quijote que mueve más íntimamente nuestra
solidaridad hacia su desgarbada silueta: él ha convertido en práctica cotidiana esa
ficción que el común de los mortales necesita también para rellenar los vacíos de la vida
pero sólo visita a ratos, cuando sueña, lee o asiste a un espectáculo, es decir, cuando se
desdobla, ayudado por la imaginación. El Quijote no se desdobla: sale de sí de verdad,
cruza los límites prohibidos, hacia los espejismos de la ficción, y ni los peores reveses
consiguen regresarlo al mundo real. Más que el contenido de su sueño o su tabla de
valores, lo que en él es eterno es el hambre de ficción que lo carcome, tan avasallador
que lo empuja a ese enloquecido trueque: dejar de ser de carne y hueso para tornarse
quimera, ilusión.
Es verdad que la empresa quijotesca -salir de la realidad propia para vivir la fantasía- ha
dado tipos humanos excepcionales, gracias a cuyas temeridades el mundo ha progresado
en el dominio del conocimiento y que sin ellos la vida sería mucho más gris de lo que
es. El progreso científico, social, económico, cultural, se debe a soñadores así: sin ellos
no se habría descubierto aún América, ni la imprenta, ni los derechos humanos y
seguiríamos zapateando en la tierra para que cayera la lluvia sobre las cosechas. Pero
también es cierto que el llamado de lo irreal, al aguijonear en hombres y mujeres el
apetito de lo que no tienen ni tendrán, ha aumentado, considerablemente, su infelicidad.
Se trata de un problema insoluble, pues no hay una manera realista de que aquello que
intenta el Quijote sea posible y lleguemos a vivir, simultáneamente, en la vida objetiva
de la historia y en la subjetiva de la ficción.
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Pero sí hay una manera figurada, y es la que pactan Cervantes y sus lectores, claro está.
De ese contrato subconsciente que firman el novelista y su público para jugar a las
mentiras depende la novela, género nacido para completar las incompletas vidas de los
mortales con aquellas raciones de heroísmo o de pasión, de inteligencia o de terror, que
añoran porque no las tienen o no en las dosis que exige su imaginación, ese combustible
de la disidencia vital. Es verdad que la ficción es un paliativo fugaz para el desasosiego
que surge de la conciencia de nuestros confines, la imposibilidad en que nos hallamos
de ser y hacer todo lo que nuestra fantasía reclama. Pero, aun así, gracias a ella nuestras
vidas se multiplican en un universo de sombras que, aunque frágiles y amasadas con
una leve materia, se incorporan a nuestras vidas, influyen en nuestros destinos y nos
ayudan a solucionar el conflicto que resulta de esa extraña condición nuestra de tener un
cuerpo condenado a una sola vida y unos apetitos que nos exigen otras mil. La manera
como la literatura influye en la vida es misteriosa y todo lo que se diga al respecto debe
tomarse con cautela. ¿Hizo la ficción más desdichado o más feliz a don Alonso
Quijano? De un lado, lo puso en entredicho con el mundo, lo hizo estrellarse contra la
terca realidad y perder todas las batallas. De otro ¿no vivió así más plenamente que los
demás? ¿Hubiera sido más envidiable su destino sin esa porfía suya en proyectar sobre
el mundo las criaturas de su espíritu? ¿No hay, en esa empresa insensata, algo que nos
redime de la rutina, no nos hace vivir algo de todo aquello que no hicimos, ni fuimos, y
hemos vivido añorando, soñándolo?
Por eso, si todos los seres humanos que recurren a las ficciones tienen por el Quijote
una devoción particular, los que dedicamos nuestras vidas a escribirlas, nos sentimos
recónditamente afectados por su historia, que simboliza la que emprendemos cada vez
que, enfrentados a la página en blanco con la fantasía y las palabras, lo emulamos en el
afán de arraigar lo imaginario en lo cotidiano, la ilusión en la acción, el mito en la
historia, y encontramos en su aventura aliciente para las nuestras.
Pero, quizás, estas consideraciones sean demasiado abstractas para hablar de una
vocación, la del contador de historias, que es a la que debo estar hoy día aquí, en la
patria chica de don Miguel de Cervantes, recibiendo este Premio que honra su memoria
y que me honra , de mano de los Reyes de España. Como todo el que escribe historias,
yo fui lector antes que escribidor, y, antes que lector, fui, por supuesto, escuchador de
ficciones. Mi vocación debió nacer al conjuro de aquella otra vida que te revelaron los
cuentos de los abuelos, o de la tía abuela Elvira, la Mamaé, en Cochabamba, cuando era
un pequeño déspota de pantalón corto, que, por lo visto, exigía una historia con
principio y final por cada cucharada de sopa. Yo era entonces inmensamente feliz,
viviendo, como Alonso Quijano, "todo absorto y empapado en lo que había leído en sus
libros mentirosos". Pinocho, La Sombra, El Coyote, Bill Barnes, el pequeño Guillermo,
Mandrake y Nostradamus, las correrías del Zorro en la Misión de San Juan de
Capristano, las de Sandokán y el fiel Yáñez en Malasia y las historias que irrumpían en
la casona de Ladislao Cabrera con El Peneca y el Billiken llenaban mis días de
exaltación. En mi memoria, aquellos personajes se conservan más vívidos que
Gumucio, Román, Artero, Zapata y Ballivián y demás compañeros de.La Salle con los
que reproducíamos sus hazañas en los patios y techos de la casa. (Olmedo lloriqueaba
porque, para entrar en el juego, debía hacer de Chita, el mono de Tarzán).
No sé cuándo oí hablar por primera vez de Don Quijote, pero me gustaría que hubiera
sido allí, en Bolivia, y de boca del abuelo Pedro, a quien mi infancia debió tanto, un
señor que tenía una frente muy ancha y una gran nariz. Escribía versos festivos cuando
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se presentaba la ocasión, contaba cuentos con mañas de brujo y me incitó a leer libros
soberbios. Pero sí recuerdo con precisión que mi primera tentativa de entrar en El
Quijote, en algún año de la Secundaria, fue un fracaso: a cada párrafo, las palabras
difíciles y los giros arcaicos pulverizaban la ilusión, y a mí lo que me gustaba de las
novelas -lo que me gusta todavía de las novelas-, era que me abolieran y
transubstanciaran, como a Alonso Quijano las del Amadís y del Espliandán, y me
hicieran enamorarme, combatir, enfurecerme, llorar, matar y resucitar. Sólo años
después, y gracias a La ruta de Don Quijote (1905), de Azorín, relato de su recorrido
por La Mancha en pos de las huellas de Cervantes, volví a leerlo, hasta el final.
Para entonces era un devorador desaforado de historias ajenas y garabateador de algunas
propias. No sospechaba que llegaría a ser un escritor pero ya me desvelaba esa
ambición, que parecía todavía más improbable que esas otras, acariciadas en secreto: ser
marino, torero, aviador, legionario, explorador, mosquetero, rey del mambo y
conquistador de la India y de Brigitte Bardot. Pero sí sabía que siempre sería un lector
empedernido de novelas porque las horas que pasaba sumido en esa vorágine de
destinos excepcionales, paisajes exóticos y gentes estimulantes, eran siempre las
mejores. Sin exageración puedo decir, por eso, que entre mis quince y veinte años,
mientras estudiaba Letras y Derecho y manufacturaba noticias y reportajes alimenticios,
me las arreglé, sin salir de Lima, para combatir al Kuomintang con los camaradas
chinos en las calles de Shangai, perseguir a un gran cetáceo blanco por los mares de
Oceanía en un ballenero de Nueva Inglaterra, vivir la bohemia de la entreguerra en los
cafés de Montparnasse, mudar en cucaracha y ser ejecutado por un ignoto crimen en una
ciudad que pudo ser Praga, sufrir la derrota napoleónica en la morne plaine de Waterloo,
asfixiarme de oscuras fobias y retorcidas animosidades en el violento Deep South, y,
ayudado por la linda Placer-de-mi-Vida, cometer gongorinas bellaquerías con
Carmesina, la heredera de Grecia, mientras devastaba el Imperio Turco. Malraux,
Melville, Hemingway, Kipling, Kafka, Victor Hugo, Stendhal, Faulkner, Johanot
Martorell, Balzac, Flaubert, Tolstoi y tantos otros fabuladores formidables, debieran
comparecer a recibir este premio conmigo, pues sin ellos, que deslumbraron mi
juventud y me enseñaron a animar los sueños en la vida gracias a las palabras, no habría
llegado a ser un escritor.
La literatura ha sido mi primer y más grande amor, la más querida de las servidumbres,
pero sé de sobra que tampoco habría podido consagrar mi tiempo a mi vocación como
lo he hecho, ni escribir lo que he escrito, ni publicar lo que he publicado, ni, por cierto,
estar hoy aquí, recibiendo el Premio Cervantes, sin España, la tierra de los remotos
antepasados que es ahora también la mía. Quién me iba a decir, en aquel verano de
1958, cuando desembarqué en el puerto de Barcelona y corrí a las Ramblas a identificar
los lugares descritos por Orwell, en su Homenaje a Cataluña, que llevaba escondido en
la maleta, que, a partir de entonces, mi vida daría un vuelco mágico. La acción de
gracias sería interminable pero creo que puedo reducirla a algunos reconocimientos. El
primero, a esos médicos catalanes, amantes de los cuentos y de Leopoldo Alas, que
editaron mi primer libro. Y a Carlos Barral, poeta, editor y compinche queridísimo a
quien nunca podremos agradecer bastante lo que hizo por desembotellar la vida cultural
de los sesenta y unir, en un gran intercambio de libros, ideas, valores y amistades, a
lectores y escritores de ambas orillas del Océano. Había algo quijotesco en Carlos
Barral, en su flacura con úlceras y su desprecio al mundo comestible, en su
munificencia de señor renacentista y sus desplantes retóricos, pero, sobre todo, en su
aptitud para desobedecer la realidad, trabajar contra sus intereses, preferir la forma al
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contenido -el teatro a la vida- y vivir la ficción hasta sus últimas consecuencias, es
decir, la derrota y la muerte. Antes de ser derrotado definitivamente se dio maña para
abrir las puertas de España a la mejor literatura moderna y para promover a una serie de
escritores nuevos, yo entre ellos, que, sin su aliento, su fe en lo que hacíamos y sus
maquiavelismos para sortear la censura, jamás habríamos salido del limbo. Tendría,
también, que citar a otros editores, críticos benevolentes, compañeros del oficio y, por
supuesto, a los lectores españoles, esas amigas y amigos invisibles que estuvieron
siempre allí para levantarme la moral. Pero, sería interminable y me contentaré sólo con
agradecer lo mucho que le deben mis libros, mi familia, mi persona pública y mis
demonios inconfesables a quien, desde hace treinta anos, en su torre de vigía de la
ciudad Condal, organiza y desorganiza como una hada madrina fugada, de los
manuscritos de Cide Hamete Benengeli, mi trabajo de escritor, defendiéndolo de toda
clase de peligros, empezando por mí mismo. Terror de editores, conspiradora pertinaz,
pródiga amiga, cómplice de mil y una aventuras, se llama Carmen Balcells y juraría que
anda por aquí, llorando como una Magdalena.
Y ahora, para terminar, con permiso de Sus Majestades, quisiera contarles un cuento.
¿Hay manera mejor de recordar a don Miguel de Cervantes Saavedra que practicando, el
día de su fiesta, este oficio al que su genio dio tanta gloria? ¿Y qué homenaje podría
apreciar más don Quijote de la Mancha, ese fantaseador indoblegable, que el de una
ficción viva, desplegando sus alas en el aire culto de este claustro? Se trata de una
historia que no es mía y que ni siquiera es inventada, pues la leí en un periódico, hace
meses. Desde entonces, me ronda en la memoria como una tierna alegoría sobre los
poderes y maleficios de la ficción.
Aquel caballero madrileño, hoy un hombre entrado en años, era un mozalbete sin barba
al que un día, de pura casualidad, cayó en las manos una novela de autor ruso, no sé
cuál. Le gustó tanto, pasó tan bien aquellas horas, trasladado en espíritu de Madrid a
Moscú, o San Petersburgo, o a algunas de esas mansiones perdidas en la inmensidad de
las estepas donde ocurren las historias de Gogol o los dramas de Chéjov, que el joven de
mi cuento empezó a buscar afanoso otras novelas rusas y a devorarlas. Lo que fue al
principio una curiosidad, un pasatiempo, se convirtió con los meses y los años en una
vocación, en un vicio, en una enfermedad. No se hizo escritor, ni crítico literario, ni
profesor de letras eslavas, ni aprendió ruso. Fue y es todavía, solamente -pero ese
solamente es un universo- lector de novelas rusas traducidas al español. Ahora, gracias a
él, sabemos que hay miles de cuentos y novelas rusas vertidos a nuestra lengua, y lo
sabemos porque todos esos libros están, o tarde o temprano estarán, en la biblioteca de
este señor que les profesa el mismo amor que Alonso Quijano a las novelas de
caballerías. Mi ferviente lector, a lo largo de su vida, mientras terminaba los estudios de
Leyes, se recibía de abogado, y practicaba su profesión, paralelamente llevaba una
doble y suntuosa vida, allá, en Rusia. Quiero decir que recorría las librerías nuevas y
viejas de Madrid en busca de novelas rusas, que compraba, leía y releía. Lo ha venido
haciendo, toda una vida. Lo hace todavía. Los años no han entibiado su entusiasmo; el
reportaje de mi cuento lo mostraba en pleno forma, relatando con regocijo sus cacerías
por el Rastro, por los puestos y estanterías de las esquinas y mostrando su botín, esos
volúmenes que han invadido los cuartos y pasillos de su hogar. Pero, tal vez, la parte
más extraordinaria de la historia, sea ésta: que el caballero asegura haber leído gran
parte de aquella biblioteca de libros rusos, sobre la marcha y al aire libre, es decir,
andando por el centro de Madrid, en las idas y venidas de su casa a su estudio y de su
estudio a su casa, a lo largo de muchas décadas. Las precisiones y detalles que ofrecía
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eran sorprendentes, hasta inverosímiles, pero, era obvio que decía la verdad. Juraba que
sus pies, o su instinto, o el ángel de la guarda de los lectores compulsivos habían
llegado a memorizar tan rigurosamente cada bache, cada poste de luz, cada agujero,
saliente o sardinel de la Gran Vía que no necesitaba casi levantar los ojos del libro que
iba leyendo, a lo largo de todo el trayecto y que en esas matutinas y vespertinas lecturas
semovientes, nada lo arrancaba de' u hipnótica concentración. Exactamente aquí quiero
terminar el cuento y dejar al caballero, avanzando a un ritmo parejo, ni muy despacio ni
muy rápido, por la atestada arteria madrileña, entre presurosos asalariados, vagos,
paseantes y hordas de turistas, sus ojos moviéndose con deleite sobre las líneas del libro
que lleva en las manos, indiferente a las bocinas y a las voces y a los olores y sabores de
la actual realidad, exiliado en el tiempo y el espacio, disfrutando con toda la atención de
su alma de la efusiva animación de una aldea siberiana o galopando en salvajes caballos
de cosacos a la orilla del Don, atragantándose de vodka y caviar y balalaikas con los
oficiales de la zarina o temblando de frío y de remordimientos entre las nubes del
zahumerio, los iconos dorados y las barbas de los popes, en una iglesia ortodoxa con
capillitas como alvéolos de panal. Nada lo distrae, nada lo despierta, nada le recuerda
los avatares de su vida real. Rumbo al trabajo o al porrazo, el caballero vive la ficción y
es feliz.

lunes, 20 de febrero de 2012

Premio Cervantes 1993 MIGUEL DELIBES Novelista y periodista español (Valladolid, 1920-2010)




Premio Cervantes 1993
MIGUEL DELIBES
Novelista y periodista español
(Valladolid, 1920-2010)

Al estallar la guerra civil, se alista voluntariamente en
la Marina “como un mal menor”, como dijo él mismo:
para evitar la lucha cuerpo a cuerpo si era enviado a
la Infantería. Esa experiencia le marcó de todos modos
profundamente. “Si fuera posible –escribió más tarde–
hacer un estudio médico de las personas que participamos en aquella terrible guerra,
resultaría que los mutilados psíquicos somos bastantes más que los mutilados físicos que
airean sus muñones”.
Terminada la guerra, cursa estudios de Derecho y de Comercio, al mismo tiempo que
de dibujo y modelado. La primera manera que tiene de manifestarse como artista es
dibujando: publica caricaturas en El Norte de Castilla, actividad que acabará
orientando su vida, pues su colaboración cada vez más estrecha con el periódico le
lleva a convertirse en periodista (al principio haciendo crítica de cine) y, finalmente, en
escritor.
En 1944 obtiene la cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de
Valladolid, apoyado por su maestro Joaquín Garrigues, director también del periódico
El Norte de Castilla. Delibes es un escritor netamente autodidacta; ha dicho, a
menudo, que aprendió a escribir en los manuales de derecho mercantil; su segunda
escuela fue el periodismo: llegó a ser director del periódico donde había empezado su
carrera, puesto que ocupó hasta que, en 1963, las constantes censuras del régimen
franquista le obligan a dimitir.
Su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, obtiene el Premio Nadal en 1947.
Es una narración tradicional, novela desolada, fría y sombría, situada en la ciudad de
Ávila. A continuación, publica Aún es de día. Su tercera novela, El camino (1950),
marca su verdadera consagración; se traduce muy pronto a varias lenguas. En 1953
publica Mi idolatrado hijo Sisí, novela de tesis en la que aborda la vida de la burguesía
provinciana en la ciudad de Valladolid.
Delibes es un gran aficionado a la caza y sobre este tema ha escrito muchísimo; entre
sus obras destacan: La caza de la perdiz roja (1963); El libro de la caza menor (1964);
Con la escopeta al hombro (1970); y Diario de un cazador (1955). Ha sido también un
gran viajero, a menudo dando conferencias y lecturas en universidades y otros centros
culturales; esa faceta de su personalidad ha dejado también huella en su obra: entre
sus libros de viajes se cuentan Un novelista descubre América (1956); Por esos mundos
(1961); La primavera de Praga (1969).
Es autor de magníficos relatos breves como los incluidos en Siestas con viento sur
(1957), entre los que destaca "La mortaja". Otras novelas son La hoja roja (1959); Las
ratas (1962), construida a partir de una sucesión de anécdotas en las que rememora
un pueblo desaparecido de Castilla; Cinco horas con Mario (1966), estructurada a
partir de un monólogo interior, y Parábola del náufrago (1969), su novela más
experimental, que aborda el conflicto entre el individuo y la burocracia.
Entre sus últimas obras se encuentran Las guerras de nuestros antepasados (1975), cuyo
tema es la violencia que rodea al protagonista sin hacer mella en su elemental y
singular bondad; El disputado voto del señor Cayo (1978); 377A, madera de héroe
(1987); y Señora de rojo sobre fondo gris (1991). En 1998 Delibes publicó El hereje,
novela por la que fue galardonado con el Premio Nacional de Narrativa en 1999. Esta
obra es su texto más extenso y supone su primer acercamiento a la novela de
ambientación histórica; el libro recrea la situación social y religiosa que se vivía en
Valladolid en el siglo XVI.
Miguel Delibes es Académico de la Lengua desde 1973. Entre los numerosos premios
que ha recibido, además del Premio Cervantes, mencionaremos el ya señalado
Premio Nadal (1948); el Fastenrath de la Real Academia (1957), por Siestas con viento
sur; el Premio de la Crítica (1962 ), por Las ratas; el Príncipe de Asturias (1982); el Premio
de las Letras de la Junta de Castilla y León (1984); el Premio Nacional de las Letras
(1991); el Premio Nacional de Literatura de narrativa (1999), por El Hereje.
Ha sido objeto también de numerosos honores, como los doctorados honoris causa por
las Universidades de Valladolid (1983), Complutense de Madrid (1987), del Sarre,
Alemania (1990) y de Alcalá (1996). Es Caballero de la Orden de las Artes y las Letras
de la República Francesa (1985). En 1993, la Diputación Provincial de Valladolid le
otorga la Medalla de Oro de la Provincia y, en 1999, se le concede la Medalla de Oro
al Mérito en el Trabajo.

SEGUNDA NOTA BIOGRÁFICA:
BIOGRAFIA: 
Siguiendo a cierra ojos el currículo, copiamos la fecha de su nacimiento -17 de octubre de 1920- y ésta nos sirve para discutir, sin extendernos en exceso, el marco generacional que más le conviene. A caballo entre la generación de 1936 y la de 1950, dice Edgar Pauk que «Miguel Delibes equidista de [Camilo José] Cela y [Juan] Goytisolo, y participa de algunas características de ambos, pero se mantiene independiente de los grupos que ambos representan, de tal modo que no es reconocido ni por el uno ni por el otro»


Analizado en los elementos que lo componen, hay en el itinerario vital del escritor un curioso cruce de casualidades que lo conducen al quehacer literario. Tras cursar estudios en el colegio de La Salle y sufrir en su ánimo juvenil los estragos de la guerra civil, el joven Delibes toma los manuales de Derecho y Comercio con el propósito de labrarse un futuro gracias a tales conocimientos. Por un cauce inesperado, ingresa en 1941 como caricaturista en El Norte de Castilla, pero, como él mismo repetirá más adelante, la mano del destino es imprevisible, y su afición a las letras cobra impulso

En 1946 se casa con Ángeles, y animado en todo momento por ella, hilvana su primera entrega novelesca, La sombra del ciprés es alargada, con la cual ganará el premio Nadal e iniciará su trayecto profesional en este campo, gracias asimismo al decidido apoyo del editor Vergés. Al tiempo, gana las oposiciones para las cuales había estado preparándose, y para mayor tranquilidad de los suyos, consigue plaza como catedrático de Derecho Mercantil en la vallisoletana Escuela de Comercio. En paralelo, sube en el escalafón periodístico, y de redactor pasa a ocupar el puesto de subdirector de El Norte de Castilla. Eso ocurre en 1952. Seis años después, ya es director. Ni que decir tiene que su labor, aunque fructuosa, es complicada, sobre todo a la hora de sortear los interdictos de la censura. Su posición a favor de los sectores sociales más desfavorecidos no le facilita las cosas.
Forzosamente alejado de la vanguardia periodística, su trayectoria como novelista le permite difundir su filosofía vital por otros medios. No en vano, es ya un autor reconocido gracias a títulos como El camino (1950), Mi idolatrado hijo Sisí (1953), Diario de un cazador (1955) y La hoja roja (1959). Con esa trayectoria a sus espaldas, se propone denunciar en Las ratas (1962) la penosa situación en que viven muchos de sus paisanos..
Por otro lado, tras diversos viajes por Europa e Iberoamérica y una estancia como profesor visitante en la Universidad de Maryland, el escritor publica varios libros de viajes, muy celebrados por el público lector.


Un sustancioso capítulo de la literatura de Miguel Delibes lo componen aquellas obras cuya trama enmarca una profunda caracterización de los rasgos que prevalecen en la España de la primera mitad del siglo XX. Por esta vía, un vivo sentido del drama hispánico es la fuerza vinculatoria que une, más allá de sus particularidades y aun sin mezclar sus temas, entregas como Cinco horas con Mario (1966), Las guerras de nuestros antepasados (1975), El disputado voto del señor Cayo (1978) y Los santos inocentes (1981).
Delibes proclama su gusto por un antiquísimo deporte, la caza, a través del cual se ha ido formando un claro concepto de la fragilidad que caracteriza nuestro entorno.


Elegido miembro de la Real Academia el 1 de febrero de 1973, lee su discurso de ingreso el 25 de mayo de 1975
Aun sin paliar el dolor que le causa la desaparición de su esposa Ángeles, el público y la crítica salen al encuentro de Delibes, festejan sus virtudes literarias, y lo que es más importante, premian la sostenida coherencia de su ideario personal: humanista, libre de pensamiento y ejemplo de virtudes ciudadanas, gracias sin duda a cierta fermentación del mejor liberalismo.
Dentro de estas consideraciones, el elogio generalizado se aprecia bien a la hora de llegar a manos de Delibes los galardones de mayor enjundia: el Príncipe de Asturias (1982), el Premio de las Letras Españolas (1991) y el Cervantes (1993). Menudean los tratados y monografías en torno a su obra, los cineastas codician los derechos de adaptación de sus novelas y las ventas de todas ellas exigen nuevas reimpresiones. No extraña, por todo ello, que la última entrega novelesca del escritor, El hereje (1998), sobrepase las perspectivas de sus editores. De hecho, esta magnífica expresión del conflicto religioso del siglo XVI, meditada profundamente, rica en ingredientes morales y plasmada con una riqueza de estilo que reúne lo mejor del temperamento del autor, da a entender que los límites de su obra completa aún no se han cerrado y admiten una gozosa dilatación.

RECOMENDACIÓN DE LIBRO:
CINCO HORAS CON MARIO: Técnica: monólogo interior.

En la España conservadora, una mujer de clase media vela el cadáver de su marido, prematuramente fallecido. Utilizando como forma narrativa el monólogo, la esposa recuerda los muchos aspectos insatisfactorios de su vida en común. La Biblia de cabecera de Mario está subrayada con pasajes y a partir de estas citas, Carmen va desgranando sus pensamientos reprochándole su integridad moral y su falta de ambición.


- 1 -CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1993
Discurso de MIGUEL DELIBES

Heme aquí, en esta histórica ciudad de Alcalá de Henares, tratando de decir unas
palabras, trescientos setenta y ocho años después de que don Miguel de Cervantes
Saavedra, nacido en ella, dijera discretamente la última suya antes de enmudecer para
siempre. ¿Para siempre? El simple hecho de que hoy nos reunamos aquí, en esta
prestigiosa Universidad, para honrar su memoria, demuestra lo contrario, esto es que
don Miguel de Cervantes Saavedra no ha enmudecido, que su palabra sigue viva a
través del tiempo, de acuerdo con el anhelo de inmortalidad que mueve la mano y el
corazón del artista.
Con motivo de la concesión de este premio, se han vertido en los papeles lisonjas y
gentilezas que, aunque de una manera vaga, trataban de emparentar mi obra o mi
persona con las de don Miguel, atribuyéndome cualidades que como la tolerancia, la
piedad, la comprensión pueden ser indicativas de nobleza de carácter, pero no
ciertamente manifestaciones de talento creador. El gran alcalaíno es único e inimitable y
a quienes hemos venido siglos más tarde a ejercer este noble oficio de las letras apenas
nos queda otra cosa que proclamar su alto magisterio, el honor de compartir la misma
lengua y el deber irrenunciable de velar por ella.
Hay personas que no comprenden que yo sienta al recibir este Premio Cervantes por
"una vida entregada" a la literatura, un poso de melancolía, cuando, bien mirado, no
creo que pueda ser de otra manera. Entregada a la literatura o no, la vida que se me dio
es una vida "ya" vivida y, en consecuencia, el premio, con un reconocimiento a la labor
desarrollada, envuelve un agradecimiento por los servicios prestados que no es otra cosa
que una honorable jubilación. Cuando Cecilio Rubes, hombre de negocios y
protagonista de mi novela Mi idolatrado hijo Sisí habla en una ocasión de la edad de su
contable dice: "Si yo tuviera setenta años me moriría del susto". Y he aquí que esta frase
que escribí cuando yo contaba treinta y dos y veía ante mí una vida inacabable, se ha
hecho realidad de pronto y hoy debo reconocer que ya tengo la misma edad que el
contable de Cecilio Rubes. ¿Cómo ha sido esto posible? Sencillamente porque si la vida
siempre es breve, tratándose de un narrador, es decir de un creador de otras vidas, se
abrevia todavía más, ya que éste antes que su personal aventura, se enajena para vivir
las de sus personajes. Encarnado en unos entes ficticios, con fugaces descensos de las
nubes, transcurre la existencia del narrador inventándose otros "yos", de forma que
cuando medita o escribe, está abstraído, desconectado de la realidad. Y no sólo cuando
medita o escribe. Cuando pasea, cuando conversa, incluso cuando duerme, el novelista
no se piensa ni se sueña a sí mismo; está desdoblado "en otros seres" actuando por ellos.
¿Cuántas veces el novelista, traspuesto en fecundo y lúcido duermevela, no habrá
resuelto una escena, una compleja situación de su novela? Tendrá entonces que
producirse en la vida particular del narrador una emoción muy fuerte (el nacimiento de

CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1993
Discurso de MIGUEL DELIBES
- 2 -
un hijo, la enfermedad o la muerte de un ser querido) para que este estado de
enajenación cese, al menos circunstancialmente.
Pero esos otros seres que el creador crea son seres inexistentes, de pura invención, mas
el escritor se esfuerza por hacerlos parecer reales. De ahí que mientras dura el proceso
de gestación y redacción de una novela, el narrador procura identificarse con ellos, no
abandonarlos un solo instante. El problema del creador en ese momento es hacerlos
pasar por vivos a los ojos del lector y de ahí su desazón por identificarse con ellos. En
una palabra, el desdoblamiento del narrador le conduce a asumir unas vidas distintas a
la suya pero lo hace con tanta unción, que su verdadera existencia se diluye y deja en
cierta medida de tener sentido para él.
La imaginación del novelista debe ser tan dúctil como para poder intuir lo que hubiera
sido su vida de haber encaminado sus pasos por senderos que en la realidad desdeñó. En
cada novela asume papeles diferentes para terminar convirtiéndose en un visionario
esquizofrénico. Paso a paso, el novelista va dejando de ser él mismo para irse
transformando en otros personajes. Y cuando éstos han adquirido ya relieve y fuerza
para vivir por su cuenta, otros entes, llamados a ocupar su puesto en diferentes obras,
bullen y alimentan en su interior reclamando protagonismo.
Éste ha sido, al menos, mi caso en tanto que narrador. Pasé la vida disfrazándome de
otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia,
facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada. Disfrazarse era el juego
mágico del hombre, que se entregaba fruitivamente a la creación sin advertir cuanto de
su propia sustancia se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se
ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convertía en una
entelequia cuya única realidad era el cambio sucesivo de personajes.
Pero este derroche de la propia vida en función de otros, no tenía una compensación en
tiempo. Es decir, cuando yo "vivía por otro". Cuando vivía una vida "ajena a la mía", no
se me paraba el reloj. El tiempo seguía fluyendo inexorablemente sin yo percatarme.
Sentía, sí, el gozo y el dolor de la creación pero era insensible al paso del tiempo. Veía
crecer a mi alrededor seres como el Mochuelo, Lorenzo el cazador, el viejo Eloy, El
Nini, el señor Cayo, el Azarías, Pacífico Pérez, Gervasio García de la Lastra, seres que
"eran yo" en diferentes coyunturas. Nada tan absorbente como la gestación de estos
personajes. Ellos iban redondeando sus vidas costa de la mía. Ellos eran los que
evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo. Hasta que un buen día al
levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo me di cuenta de que era un viejo.
En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían sorbido poco a poco. Mis
propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada
y una apariencia de vida. Mi entidad real se había transmutado en otros, yo había vivido
ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción. Y
cuando quise darme cuenta de este despojo y recuperar lo que era mío, mi espalda se
había encorvado ya y el ácido úrico se había instalado en mis articulaciones. Ya no era
tiempo. Yo era ya tan viejo como el viejo contable de Cecilio Rubes pero, en contra de
lo que temía, no me había muerto del susto por la sencilla razón de que se me había
escamoteado el proceso.
Y si las cosas son así, ¿cómo mostrarme insensible al obtener este Premio Cervantes
merced a la benevolencia de un jurado de hombres ilustres? ¿Cómo no sentir en este
- 3 -
momento un poso de melancolía? Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que
conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del
señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo
conservar? En cualquier caso en el mundo de la literatura todo es relativo. Hay obras de
viejos verdaderamente "admirables" y otras que "no" debieron escribirse nunca.
Entonces antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a
conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en
ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más.
El arco que se abrió para mí en 1948 al obtener el Premio Nadal, se cierra ahora, en
1994, al recibir de manos de Su Majestad -a quien agradezco profundamente esta
deferencia- el Premio Cervantes. En medio quedan unos centenares de seres que yo
alenté con interesado desprendimiento. Yo no he sido tanto yo como los personajes que
representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía.

domingo, 19 de febrero de 2012

Premio Cervantes 1992 DULCE MARÍA LOYNAZ Novelista y poeta cubana (La Habana, 1903 - 1997)

El Premio Cervantes es para mí, el mayor honor que se le pueda otorgar a una persona (escritor) que hable la lengua de Cervantes. De ahí, la inclusión en el blog en forma periódica de los ganadores tanto ibéricos como latinoamericanos. Asimismo, todas las veces se incluye el discurso de los ganadores leído en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. ¿La razón de lo anterior? Me parece justo escuchar (leer) todas los pormenores que  hicieron de un hombre aventurarse en ese viaje que se llama LITERATURA. 
En lo posible se adjuntarán uno o varios libros de los ganadores del Premio Cervantes para que así los lectores que no conocen sus obras las puedan leer.
Jorge Méndez-Limbrick. Escritor. (Premio Nacional de Novela 2010. Costa Rica).




Premio Cervantes 1992
DULCE MARÍA LOYNAZ
Novelista y poeta cubana
(La Habana, 1903 - 1997)
Hija del General del Ejército Libertador, Enrique Loynaz
del Castillo, y de María de las Mercedes Muñoz
Sañudo. Se doctoró en Derecho en la Universidad de
La Habana. Muy joven empezó a publicar sus poemas
en el periódico La Nación. En 1926, es incluida en La
poesía moderna de Cuba (1882-1925) de Félix Lizaso y José Antonio Fernández de
Castro y, en 1928, en La poesía lírica en Cuba de José Manuel Carbonell. En ese mismo
año comienza a escribir su novela Jardín, que concluirá siete años después y tendrá su
primera edición en 1951.
Su obra poética, enmarcada en la corriente posmodernista, se ha caracterizado por
un profundo carácter introspectivo, mediante el cual intenta dar expresión al sujeto
femenino, y por la creación de un mundo simbólico altamente sugerente.
En 1929 visita Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. Escribe su poema Carta de amor al
Rey Tut-Ank-Amen, a raíz de una visita a Luxor y a la tumba del joven faraón. En 1930
conoce a Federico García Lorca, durante una visita del poeta a La Habana.
Se casa en 1937 con su primo, Enrique de Quesada y Loynaz. La revista Bimestre
Cubana le publica, en ese mismo año, Canto a la mujer estéril. Juan Ramón Jiménez la
incluye en La poesía cubana en 1936. Le dedica, además, uno de sus retratos de
Españoles de tres mundos. Se publica en La Habana, en 1938, la primera edición de su
libro Versos (1920-1938). En 1943 se divorcia de su esposo.
Durante 1946 viaja por varios países suramericanos. Se encuentra en Montevideo con
la poetisa uruguaya Juana de Ibarborou, quien elogia sus poemas y los lee en su
programa de radio. En ese mismo año, se casa con Pablo Álvarez de Cañas, periodista
de origen canario. Reparte su vida entre España y Cuba.
En 1947 publica en Madrid su libro Juegos de agua. Versos del agua y del amor.
España le otorga la Cruz de Alfonso X el Sabio. Ofrece varios recitales poéticos en el
Ateneo de Madrid y en la Universidad Complutense, y comienza a publicar en El País
una serie de crónicas de viaje desde Europa, con el título de Impresiones de un
cronista. Y un poco después, en ese mismo periódico, una sección titulada “El succés
de la semana”.
En la Habana, la Universidad le ofrece un homenaje público en 1948. Publica en
España Las cuatro estaciones de San Martín de Loynaz. Recibe nombramientos como
miembro de honor de la Asociación Internacional de Poesía, con sede en Roma y, en
1950, en España, del Instituto de Cultura Hispánica. En ese mismo año publica en La
Habana Las corridas de toros en Cuba, contra la instauración de esta suerte en el país.
En 1951 es elegida miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras.
En 1953 publica en España Poemas sin nombre y Carta de amor a Tut-Ank-Amen.
Invitada por la Universidad de Salamanca, asiste a la celebración del V Centenario del
nacimiento de los Reyes Católicos. Como especial deferencia le ofrecen la Cátedra
de Fray Luis de León, donde diserta sobre el tema Influencia de los poetas cubanos en
el modernismo. Ese mismo año la nombran Vicepresidenta del XI Congreso de Poesía
junto con figuras como Guiseppe Ungaretti y Gerardo Diego que, presidido por Azorín,
tuvo lugar en Salamanca. En ese encuentro participaron ochocientos poetas de
Europa y América.
En 1954 empieza a publicar las Crónicas de ayer y Entre dos primaveras en los diarios
habaneros El país y Excelsior. En 1956 ingresa como miembro de número en la
Academia de Artes y Letras, con una conferencia titulada Ausencia y presencia de
Julián del Casal. Viaja a España en 1958 y publica en Madrid su libro Un verano en
Tenerife y Últimos días de una casa, que según su autora “es lo mejor que he escrito”.
Participa en el Ateneo de La Habana en un homenaje que se le rinde a Juan Ramón
Jiménez, que alguna vez había escrito: "Un escalofrío y Dulce María, gentil marfilería
cortada en ligera forma femenina entre gótica y sobrerrealista, con lentes de oro de
cadenilla a la oreja, ojitos de mariposa detrás y, en la sonrisa, un diente gris como una
perla. Escueta y fina también su débil palabra cubana que no admitía corte en medio,
como el papel de seda fósil”.
Carmen Conde la incluye en su antología Once grandes poetisas américo-hispanas,
publicada en Madrid en 1967. En 1959 fue nombrada miembro de número de la
Academia Cubana de la Lengua y, en 1968, lo fue de la Real Academia Española.
Ambas Academias la proponen, en 1984 y en 1987, como candidata al Premio
Cervantes, que le concederán en 1992.
En 1985 se publica, por primera vez, en la revista Revolución y Cultura, su colección de
poemas breves Bestiarium, escritos en los años veinte; se edita además Poemas
náufragos. En Madrid sale a la luz el poemario La novia de Lázaro. Se le otorga el
Premio de Periodismo Doña Isabel La Católica por su ensayo «El último rosario de la
Reina», que apareció fraccionado en artículos del periódico ABC. En 1987 es Premio
Nacional de Literatura. En 1988, el Consejo de Estado de la República de Cuba le
otorga la máxima distinción concedida en el país, la Orden Félix Varela de Primer
Grado.
En 1993 va a España para recibir el Premio Cervantes, concedido el año anterior. En la
página dedicada a la autora en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes podemos
leer: “Su obra literaria revela la maestría en el manejo del castellano, decantación del
lenguaje, poder de síntesis, claridad, sencillez y sobriedad en la expresión lírica. Estas y
otras facetas fueron valoradas para otorgarle el 5 de noviembre de 1992, el Premio de
Literatura Miguel de Cervantes Saavedra. Su obra se impuso a la de otros ilustres e
igualmente merecedores candidatos.”
En 1995 se publica Fe de vida, su último libro, unas memorias sui generis, que entrega a
su amigo Aldo Martínez Malo, con la petición de que no se editen hasta que hubiese
cumplido 90 años o después de su muerte. En 1997, muere en su casa de El Vedado.

SEGUNDA BIOGRAFÍA.

BIOGRAFIA: 
Dulce María Loynaz Muñoz (La Habana, Cuba, 10 de diciembre de 1902 - La Habana, Cuba, 27 de abril de 1997) hija del mayor general del Ejército Libertador de Cuba, Enrique Loynaz del Castillo, creador del Himno Invasor y hermana de Enrique Loynaz Muñoz. En 1927 había recibido un Doctorado en Derecho en La Habana.

Publicó sus primeros poemas en La Nación en 1920, año en que también visitó a los Estados Unidos. A partir de esa fecha realiza numerosos viajes por Norteamérica y casi toda Europa. Sus viajes incluyeron visitas a Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. Visitó México en 1937, varios países de América del Sur entre 1946 y 1947 y las Islas Canarias en 1947 y 1951, en donde fue declarada hija adoptiva.

Su primera incursión en la letra impresa fue en el periódico habanero La Razón, donde se publicaron sus poemas entre 1920 y 1938. En 1947 publicaría Juegos de agua, otro poemario, y a partir de 1950 el editor español se interesa por la obra de la cubana, publicándose entonces varios de sus trabajos.

De esta época, específicamente de 1951, data la publicación de Jardín. Le seguirían varios otros libros, entre los cuales destacan, en 1953, Cartas de amor a Tutankhamon, y en 1958, Poemas sin nombre y Un verano en Tenerife, este último un libro de viajes. En 1950 publicó crónicas semanales en El País y Excélsior.

También colabora en Social, Grafos, Diario de la Marina, El Mundo, Revista Cubana, Revista Bimestre Cubana y Orígenes. Jardín fue escrita entre 1928 y 1935, aunque su publicación se hizo en España en 1951. Los elementos estilísticos utilizados por la autora han ubicado a esta novela como precursora de la actual novelística hispanoamericana.

Aunque Dulce María Loynaz es más conocida en el ambiente literario por su poesía, ella misma declaró alguna vez: `La poesía es lo accidental, lo accesorio. La prosa es lo medular`.

Asistió en 1953, invitada por la Universidad de Salamanca, a la celebración del VII Centenario de la Universidad. En 1959 fue elegida miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua, presidió desde 1992 hasta el momento de su muerte, filial local de esa institución.

Durante su vida recibió innumerables premios y honores, entre otros se destacan el Premio Cervantes en 1992, la Orden de Alfonso X el Sabio, y el Premio Isabel la Católica de periodismo. En Cuba recibió la orden cultural Félix Varela y el Premio Nacional de Literatura. En 1944 recibió el premio González Lanuza que otorgaba el Colegio Nacional de Abogados de Cuba.

RESEÑA: de la obra JARDÍN.
Una mujer y un jardín, la selva de los recuerdos y la muerte, el ansia, añoranza inefable de vida y muerte, de infinito y cercanía, romance y actualidad. El tiempo. Texto extemporáneo ciertamente, pero aún así, y sobre todo por ello, actual. ¿Acaso una mujer y un jardín no son dos motivos eternos? , pero en otra parte dice la Loynaz: de un punto negro a otro negro también, voy caminado. Y es que la distancia rodea la intimidad de Bárbara, el punto, el abismo, tentador y suave, la espesura, es distancia en su inmediatez, tal vez el vórtice desde donde ella se ve y se refleja, desde donde su vida, esa que en el texto nos llega como resonancia, acorde de la interioridad temida por su belleza quemante, se yergue a la pregunta, al temor anhelante por lo inefable. Bárbara, nombre duro indudablemente, extranjera y asombro, deseo que exuda el texto y es, en su trémula añoranza, nostalgia, más, la poeisis que como un hálito, desde la estructura verbal se distiende al Sentido, inasible y cercano, como Bárbara, como la mujer, como su propia pregunta y esencia, disuelta en otros nombres del pasado, trasmigraciones o arquetipos, ecos en definitiva de lo actual que más que resonar llamando indican el punto central, la escritura que Bárbara, en su propio ser, hace al y desde el tiempo. Leer Jardín es una experiencia sorpresiva, iluminadora y silenciosa. La introducción linda, al filo de la navaja, con lo excesivamente candoroso. Una mujer contempla en su jardín el mundo, mira la luna y esta cae a sus pies, recoge los pedazos y los cubre en su regazo... (Arturo González)

CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1992
Discurso de DULCE MARÍA LOYNAZ DEL CASTILLO

- 1 -
Majestades, Presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, señor Ministro de
Cultura, Autoridades Académicas, excelentísimos señores y señoras.
Constituye para mí el más alto honor a que pudiera aspirar en lo que me queda de vida,
el que hoy me confieren ustedes uniendo mi nombre, de algún modo, al del autor del
libro inmortal.
Unir el nombre de Cervantes al mío, de la manera que sea, es algo tan grande para mí
que no sabría qué hacer para merecerlo, ni qué decir para expresarle.
Un extraordinario pensador de la América Hispana, José Martí, sentenció una vez: "Los
hombres se miden por la inmensidad que se les opone". Interpretando el sentir de esta
máxima martiana en Don Miguel de Cervantes, cuya obra es el eje central que motiva
esta solemne ceremonia, podemos decir que el glorioso "Manco de Lepanto" tuvo genio
suficiente para oponerlo ante la inmensa tarea que se propuso, dar fin a ella y conocerle
por ella las generaciones posteriores.
Es, pues, gran honor y un compromiso muy difícil de asumir, para quien recibe cada
año este Premio, ser depositario, aunque fuese menguada, de aquella extraordinaria luz
del genio Cervantino.
Por lo tanto me honra singularmente que se haya considerado mi nombre digno de
acompañar, aunque sea de lejos, al del titán de las lenguas españolas.
Acepto conmovida este Premio que se me concede en la ciudad donde naciera el gran
escritor, y en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, honor tanto más
grato por cuanto lo recibo de manos del Rey Juan Carlos I.
En su libro Memorias de la Guerra, cuenta mi padre, el general Enrique Loynaz del
Castillo cómo, recorriendo la ciénaga de Zapata durante campaña de 1895, vino a dar a
un claro del bosque donde un oficial del ejército español dormía con la cabeza apoyada
en un libro. Al ruido de pisadas en las hojas secas despierta el durmiente que viéndose
sorprendido escapa dejando abandonados en el suelo un estuche de cuero y el libro que
le sirviera de almohada. Mi padre recoge ambas cosas, entrega al oficial que le
acompañaba el estuche donde brillaba rica joya y retiene el libro en cuya cubierta
empieza a leer: "Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha por Don
Miguel de Cervantes Saavedra".

CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1992
Discurso de DULCE MARÍA LOYNAZ DEL CASTILLO
- 2 -
Continuando la marcha por la inhóspita zona, mi padre y sus compañeros se extravían y
tras caminar un buen trecho, rendidos de fatiga, se sientan en el tronco de un árbol
derribado. Mi padre abre el libro y empieza a leer para sí, y luego se interrumpe con risa
que no ha podido contener.
¡Siga, siga riendo! -dicen los otros-, que esa risa nos hace pensar que ya usted encontró
el modo de salir de este infierno. Mi padre vuelve a leer el párrafo que provocó su
hilaridad, esta vez en voz alta. Y todos ríen juntos, como si, en efecto, ya vieran resuelta
la angustiosa situación.
La risa, cuando puede participarse, hermana a los hombres. Por otra parte no es difícil
llorar en soledad y, a cambio, es casi imposible reír solo.
La risa es una sustancia casi volátil, quiero decir difícil de conservar: lo que hacía reír a
nuestros abuelos ya no nos hace reír a nosotros y lo que hoy nos hace reír, no es
probable que haga reír a un cuarta o quinta generación. El truco del pastel aplastado en
el rostro del cómico ya no funciona con los muchachos de hoy. Por eso considero
importante detenerme en resaltar esta faceta del libro inmortal a pesar de que de una u
otra forma ha sido comentado por otros autores.
Porque conservar fresco ese elemento volátil en palabras escritas hace siglos creo que
constituye una verdadera hazaña.
Nos dicen que hay animales que ríen pero si entendemos la risa como un fenómeno
inducido por la percepción de una situación cómica es evidente que sólo el ser humano
puede reír conscientemente. Porque es el único capaz de percibir la comicidad de un
acto en vivo o traducido a palabras o a meras líneas.
Y como hemos ido perdiendo poco a poco las legítimas motivaciones para la risa la
actual generación ha tenido que inventarse lo que llaman humor negro, que es una
mezcla de azúcar y harina condimentada con gotas amargas.
Mi padre lee algunos pasajes del Quijote y ríe. Pero, ¿dónde se encontraba mi padre?, en
la más difícil de las situaciones, perseguido y extraviado en plena selva tropical. Las
condiciones no podían ser más adversas y sin embargo mi padre ríe tan
espontáneamente que su risa es contagiada a sus compañeros. ¿Quién hizo el milagro?
Un hombre que vivió hace cuatrocientos años y lo suscitó con palabras escritas en un
papel.
A lo largo de los siglos este libro ha sido leído, releído y comentado. Es difícil hallar
otro con tanta repercusión en los hombres de distintos tiempos y distintos países salvo,
tal vez, la Biblia.
Hay quien pretende que Cervantes sólo se propuso ridiculizar y por tanto erradicar los
libros de caballería tan en boga en su tiempo. Rechazo esta tesis: Me parece que rebaja
el mérito del gran escritor y de la gran obra.
Equivaldría a decir que Cervantes apuntó a una codorniz y cobró un águila real.
- 3 -
Nunca me he afiliado a las teorías casuales, creo que en todo hay un origen y un
propósito pero como el tema es amplio y tal vez me llevaría a afrontar otros, prefiero
terminar con los más bellos versos que a juicio mío se han dedicado al inmortal
caballero andante: los versos fueron escritos a principios de siglo por un modesto poeta
cubano, a quien pude conocer personalmente, y cuyo nombre era Enrique Hernández
Miyares.
"La más Fermosa"
Que siga el caballero
su camino
agravios desfaciendo
con su lanza:
Todo noble tesón al
cabo alcanza
fijar las justas
leyes del destino.
Cálate el roto yelmo
del mambrino
y en tu flaco rocín
altivo avanza:
desoye el refranero
Sancho Panza.
Y en tu brazo confía
y en tu sino.
No temas la esquivez
de la fortuna
si el caballero de la
blanca luna
medir sus armas
con las tuyas osa
Y te derriba por
contraria suerte,
de Dulcinea en asias
de la muerte
di que siempre será
la más fermosa.

sábado, 18 de febrero de 2012

VOLTAIRE: DICCIONARIO FILOSÓFICO.




Nombre completoFrançois-Marie Arouet
Nacimiento21 de noviembre de 1694
París, Francia
Defunción30 de mayo de 1778, 83 años
París, Francia
SeudónimoVoltaire
OcupaciónEscritor, poeta, dramaturgo, filósofo
NacionalidadFrancesa
PeríodoSiglo XVIII
Lengua de producción literariaFrancés
Lengua maternaFrancé
Movimientos
Fuente: Wikipedia.

Siglo de las Luces


ABUSO. Vicio inherente a todos los usos, a todas las leyes y a todas las instituciones humanas. El catálogo de los abusos no cabría en ninguna biblioteca. Los abusos dirigen los Estados. Si preguntáramos a los chinos a los japoneses o a los ingleses y les dijéramos: «Vuestro gobierno es todo un cúmulo de abusos que nunca subsanáis», los chinos nos responderían: «Subsistimos como nación hace más de cinco mil años y tal vez somos el pueblo menos desdichado del mundo, porque somos el más apacible»; los japoneses nos arguirían poco más o menos lo mismo, y los ingleses nos contestarían: «Somos muy poderosos en el mar y vivimos muy bien en la tierra; puede que dentro de diez mil años perfeccionemos nuestros hábitos. El gran secreto consiste en estar mejor que los demás pueblos cometiendo enormes abusos».

En este artículo sólo vamos a ocuparnos del recurso de alzada. Erraría quien creyera que Pierre de Cugnieres, hombre de leyes y abogado del rey en el Parlamento de París, interpuso un recurso de alzada en el año 1330, en la época de Felipe de Valois, ya que la fórmula de dicho recurso no se introdujo hasta finales del reinado de Luis XII. Pierre de Cugnieres hizo cuanto pudo para suprimir el abuso de las usurpaciones eclesiales, del cual se quejaban los jueces seculares, los señores que poseían jurisdicción y los Parlamentos, pero no lo consiguió. El clero, por su parte, se quejaba también de los señores, que no eran sino tiranos ignorantes que habían conculcado la justicia, y a los ojos de estos señores los eclesiásticos eran otros tiranos que sabían leer y escribir. Felipe VI se vio obligado a convocar a estos dos partidos, para que se reunieran en palacio ante él, no en el tribunal del Parlamento como dice Pasquier. El rey presidió en su trono rodeado de los pares, de los altos barones y de elevados dignatarios que componían su Consejo, al que asistieron veinte prelados. El arzobispo de Sens y el obispo de Autun hablaron en nombre del clero. No se dice quién fue el orador por el Parlamento, ni por los señores. Es verosímil, sin embargo, que el discurso del abogado del rey fuera un resumen de las alegaciones de las dos partes, que éste hablara en nombre del Parlamento y de los señores, y que el canciller resumiera las razones alegadas por ambas partes. Sea como fuere, vamos a reseñar las quejas que expusieron los barones y el Parlamento, redactadas por Pierre de Cugnieres:

1. Cuando un laico citaba ante un juez real o señorial a un clérigo que no estuviera tonsurado, que sólo hubiera recibido órdenes menores, el juez de la curia debía significar a los jueces que no podían juzgarle, bajo pena de excomunión y multa.

2. La jurisdicción eclesiástica obligaba a los laicos a comparecer ante ella en todos los litigios que tuvieran con los clérigos en materia civil, por sucesión y por préstamo.

3. Los obispos y abades establecerán notarios hasta en las mismas haciendas de los laicos.

4. Excomulgarán a los que no pagan sus deudas a los clérigos, y si el juez civil no les obliga a pagar excomulgarán también a dicho juez.

5. Cuando un ladrón pase a manos del juez civil, éste debe remitir al juez eclesiástico los objetos robados; si no lo hace, incurre en excomunión.

6. El excomulgado sólo podrá ser absuelto mediante pago de una multa.

7. Los jueces civiles denunciarán a los labradores y a los braceros que trabajen para algún excomulgado.

8. Dichos jueces tendrán la facultad de proceder a inventarios en los dominios del rey, prevalidos de que saben escribir.

9. Cobrarán ciertos derechos para conceder al recién casado autorización para acostarse con su mujer.
10. Se apoderarán de todos los testamentos.

11. Declaran condenado a todo aquel que muere sin testar, porque en ese caso la Iglesia nada hereda de él, y para concederle al menos los honores del entierro harán testamento en nombre suyo, en el que otorgaran mandas pías.

Parecidas a éstas, expusieron unas setenta quejas. Para defenderlas tomó la palabra Pierre Roger, arzobispo titular de Seás, que tenía fama de ser una notabilidad y había de ocupar la Santa Sede con el nombre de Clemente XVI. Empezó puntualizando que no hablaba para que le juzgaran, sino para juzgar a sus adversarios, y para aconsejar al rey que cumpliese con su deber. Dijo que Jesucristo, siendo Dios y hombre, era dueño del poder espiritual y del temporal y, por tanto, los ministros de la Iglesia, que eran sus sucesores, eran jueces de todos los hombres sin distinción.

Pierre Bertrandi, obispo titular de Autun, al entrar en los detalles de la cuestión, aseguró que sólo se incurría en excomunión por haber cometido algún pecado mortal, que el culpable debía hacer penitencia y que la mejor penitencia que podía hacer era dar dinero a la Iglesia. Trató de probar que los jueces eclesiásticos tenían más capacidad que los jueces reales o señoriales para administrar justicia, porque habían estudiado las Decretales, que los demás jueces desconocían. A esto podían haberle replicado que se debía obligar a los bailíos y a los prebostes del reino a leer las Decretales para no cumplirlas nunca.

La reunión de esta gran asamblea no sirvió para nada. El rey necesitaba contemporizar con el Papa, que había nacido en su reino, tenía la Santa Sede en Aviñón y era enemigo mortal del emperador Luis de Baviera. En toda época la política conserva los abusos que la justicia trata de evitar. De la mentada reunión tan sólo quedó en el Parlamento el recuerdo imborrable del discurso que pronunció Pierre de Cugnieres El Parlamento se opuso desde entonces sistemáticamente a las pretensiones de los clérigos y se apeló siempre a él contra las sentencias dictadas por los jueces eclesiásticos, cuyo procedimiento recibió la denominación de recurso de alzada. Finalmente, todos los Parlamentos de Francia acordaron que la Iglesia conociera únicamente en materia de ordenamiento eclesiástico y en juzgar a todos los hombres indistintamente, con arreglo a las leyes del Estado, conservando las normativas que prescriben las ordenanzas.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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