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lunes, 8 de abril de 2024

P. CEREZO GALÁN PALABRA EN EL TIEMPO POESÍA Y FILOSOFÍA EN ANTONIO MACHADO PRÓLOGO

 


PRÓLOGO

Desde el lejano día de su muerte en el exilio de Collioure

la voz de Antonio Machado no ha dejado de interpelar a la

conciencia española. Podría decirse, sin asomo de exageración,

que su obra ha constituido un centro gravitatorio

decisivo en la reflexión intelectual de la España contemporánea:

lugar de cita, a veces, para el encuentro y la comunicación;

de contraste y discordancia, otras, entre posturas

ideológicas irreductibles. Buena prueba de ello son las diversas

lecturas que acerca del sentido de su obra se han venido

sucediendo entre nosotros. Sin pretensión de exhaustividad

quisiera aludir tan sólo a las fundamentales. De un lado la

histórico-evolutiva, que inició un mañanero artículo de J. M.

Valverde sobre la «Evolución del sentido espiritual de la obra

de A. Machado», en el que se indicaban con aguda sensibilidad

crítica, no sólo las etapas de su itinerario, sino la tragedia

interior de su obra, el naufragio de su palabra, resbalando

cada vez más desde su primitiva potencia constructiva

hacia el silencio, e incapaz de explorar la nueva sentimentalidad

colectiva, a cuyo umbral había quedado retenida,

como Moisés ante la tierra de promisión. Fruto de aquel

lejano artículo, su reciente libro sobre «Antonio Machado»,

pese a la modestia de presentarse como un «companion

book», representa a mi juicio una ampliación y corroboración

de aquella tesis, al desgranar, al filo de su vida, la íntima

tragedia de su obra, disputada entre creencias de signo

opuesto —el escepticismo y la fe cordial y solidaria—, a

las que el bueno de don Antonio supo acunar sin crispaciones

ni dogmatismos. En esta misma línea histórico-evolutiva,

de fuerte inspiración humanista, cabe clasificar las diversas

aportaciones de Aurora de Albornoz, estudiosa diligente

y aguda de la obra machadiana, autora de una espléndida

antología de sus prosas, que por sí sola constituye

el mejor homenaje a su memoria, y de un bello libro, entre

otros, en el que rastrea minuciosamente las influencias de

Miguel de Unamuno en la obra de nuestro poeta.

La lectura filosófica cuenta, a su vez, con distintas inflexiones

y variantes. Desde el punto de vista existencial, hay

que destacar un brioso contrapunto entre las interpretaciones

de signo agnóstico, más que propiamente ateo, tal por

ejemplo la de Serrano Poncela, y aquellas otras, de inspiración

personalista —J. L. Aranguren, Pedro Laín, Julián Marías,

etc.—, que han querido encontrar en don Antonio, una

especie de «anima naturaliter christiana», una nostalgia de

Dios, que negativamente se convertía también, a su modo,

en un testimonio indirecto y oblicuo de su existencia. A su

vez, desde una perspectiva metafísica, las aportaciones de

Eugenio Frutos, P. A. Cobos, J. L. Abellán y, sobre todo,

A. Sánchez-Barbudo, definen adecuadamente el lugar propio

de la reflexión filosófica machadiana y la significación que

hay que concederle en la economía total de su obra.

Cabría hablar también de una lectura crítico-cultural, en

la que habría que clasificar —de nuevo en contrapunto—,

desde las primeras reducciones hermenéuticas de A. Machado

en la España nacional (baste con citar el prólogo de Dionisio

Ridruejo, tan sensible y bien intencionado por otra

parte, a la edición de las «Poesías completas» (?) de don

Antonio, cuyo título —«el poeta rescatado»—, habla por sí

solo), hasta las interpretaciones más o menos sociológicas y

de inspiración crítico-radical. Frente a la lectura nacionalista,

que creía ver en la obra de Machado, por debajo de su «jacobinismo

de sangre y de educación, de decoro externo y de

pedantería seductora de las instituciones izquierdistas», el

claro sueño del resurgir de la nueva España, han florecido,

en los últimos tiempos, aquellas otras de signo social —pienso,

por ejemplo, en las interpretaciones de Blanco Aguinaga

y Tuñón de Lara—, que subrayan, por el contrario, la íntima

conexión de la obra de don Antonio con los avatares sociopolíticos

de su pueblo y su cálida orientación hacia la «gran

esperanza del socialismo».

Por último, hay que aludir a la lectura literaria, en sentido

estricto (¿es acaso posible una lectura semejante?), interminable

en la lista de sus nombres, y preclara en sus figuras,

tales como Dámaso Alonso —su indiscutible patriarca—,

C. Bousoño, J. L. Cano, L. F. Vivanco, L. Rosales, R. Gullón,

R. de Zubiría, C. Beceiro, R. Gutiérrez-Girardot, J. M. Aguirre,

y tantos y tantos otros, que han contribuido eficazmente

a una valoración crítica de la obra de Machado en la totalidad

de sus géneros y estilos. La clave de estas lecturas, confesada

o no, me parece ser siempre la misma: el milagro

de una voz lírica, ingenua y grave a la vez, florecida en el

simbolismo neorromántico y madurada por su hondura cordial,

que desfallece más tarde, por el peso de la cavilación

filosófica, o por la exigencia ineludible de autoobjetivación,

o por Dios sabe qué, y hasta se transustancializa y enmascara

en la prosa reflexiva y burlona de Abel Martín y Juan

de Mairena.

Cito estas lecturas, sin entrar a discutirlas de momento,

como un testimonio irrefutable de la vigencia de la obra de

A. Machado. Una vigencia, por supuesto, muy lejos de la

abstracta intemporalidad de lo que pretende valer para siempre,

sino más bien en la concreta y viviente eficacia de lo

que, por ser fiel a su tiempo, da siempre qué pensar y se

convierte en un motivo permanente de requerimiento y suscitación.

Éste es el prodigio de la palabra integral, el ser

un «universal-concreto», que nos revela los «universales del

sentimiento» y lo «elemental» de la condición humana, a la

luz de lo histórico-individual, como el diamante lleva en su

corazón, por utilizar una metáfora de Machado, una lumbre

de siglos.

La vigencia de la obra de Machado se debe, a mi entender,

al hecho de haber sabido conjugar el doble imperativo de la

temporalidad y la esencialidad, que él mismo prescribió a

la palabra lírica. Si la fidelidad a su tiempo hizo de su obra

la conciencia estremecida de la sociedad española y el documento

más impresionante de la crisis de la voz lírica del

subjetivismo ante una nueva tarea comunitaria. Ja fidelidad

a su corazón y a su instinto metafísico le dio a su verso el

tono grave y melancólico, el sentir hondo, y la intuición certera

y profética del que sondea los abismos.

A la lectura presente de la obra de Machado, de llamarla

de alguna manera, me atrevería a calificarla de «humanista»,

por estar basada sobre la fe en el valor de la palabra, como

punto de apoyo de la existencia, frente al asalto del nihilismo.

De ahí que el título de «palabra en el tiempo» trascienda

el área específica en que lo usó el poeta, para referirse al

sentido último de su obra —la aspiración a conciencia integral

y la vocación a la palabra en enfrentamiento con el misterio

y el silencio—. Esta tensión dialéctica básica genera

aquella otra, estrictamente temporal, de presencias y ausencias,

en que se resuelve, en última instancia, una lírica del

alma.

Palabra en el tiempo es, pues, la lírica como el estremecimiento

de un hondo corazón, herido por el paso irremediable

de las cosas; pero lo es también la misma vida humana,

que tiene que realizar su camino, emitir su verbo existencial,

en el soplo evanescente de un poco de tiempo, como una

andadura soñadora, circuida siempre de sombras. Y cabe

llamar así a la misma conciencia cultural del poeta, hija de

su tiempo, ligada a su aquí y a su ahora por el doble voto

de la autenticidad personal y la solidaridad humana, en un

compromiso de últimas consecuencias. La clave humanista

de lectura, que aquí propongo, permite además entender a

una, la doble luz del verso de Machado, el doble valor de su

palabra, «canto y meditación» de su tiempo, del suyo personal

y del social y colectivo, confundidos en un mismo acorde.

Quisiera añadir, por último, que no me he propuesto en

modo alguno dcsmitificar a Machado. Las más de las veces,

el mito destruido se venga de nuestro propósito generando

el anti-mito, como su figura invertida. Y es que los mitos no

se vienen abajo polémicamente, sino por simple efecto de

proximidad, acercando el autor a nuestra circunstancia para

medir el alcance de sus registros. No. Mi lectura sólo aspira

a comprender, a dejar hablar al poeta en sus mismos textos

y a hacer hablar al lector con él, encarándolo con el destino

existencial y poético de esta grave y melancólica voz, reciamente

española, que se llamó Antonio Machado.

Granada, septiembre de 1975.

jueves, 4 de abril de 2024

Alberto Manguel Don Quijote y sus fantasmas Prólogo de FRANCISCO RICO FRAGMENTO DEL TEXTO.

 


Universidad Nacional Autónoma de México

2019

PROLOG[UILL]O O ENSAYO EN SIMPATÍA

Si un hilo rojo enhebra en un sentido de conjunto las incitantes quijotadas de

Alberto Manguel, quizá sea una declaración de simpatía con Cervantes: con el

novelista, con el artista y con el hombre. Si luego ese sentido se concreta en una

idea central, ella es que el Quijote contiene una reivindicación de las raíces

mestizas de España: no la España cristiana químicamente pura, sino la España de

moros y judíos, de moriscos y conversos. Y al cabo tal idea se encarna

primordialmente en dos figuras y en un episodio: el escurridizo Cide Hamete, a

quien Cervantes atribuye la autoría de la obra, y la denuncia como infame, por el

bueno de Ricote, de la expulsión de los suyos.

Manguel es demasiado inteligente para afirmar sin más que el Quijote propugna

esa tesis. Sí razona que la contiene porque podemos postularla como posible,

porque no concebimos que un escritor genial no sea un modelo de virtud y no

comparta y termine por expresar de algún modo nuestros ideales humanitarios:

“Queremos ver –subrayo yo, F. R.– en su atribución de la autoría de Don Quijote

a Cide Hamete un gesto de penitencia o retribución...” Con lo cual volvemos al

punto de partida: el acto de simpatía.

Pero es que sentirla por Cervantes es inevitable. Pocos narradores son tan

invisibles y a la vez están tan presentes en una novela como él en el Quijote. Su

rastro resulta ubicuo en el tono que impregna el libro entero, en el talante

comprensivo e irónico, penetrante y bienhumorado, que lo empapa todo y que al

lector no se le ocurre achacar a ningún autor ficticio ni limitar a ningún

personaje, sino que por fuerza identifica con la fisonomía del Miguel de

Cervantes que no en balde firma el prólogo. De ahí la simpatía, la curiosidad y

hasta el cariño por el individuo de carne y hueso que se adivina detrás del

retablo.

De ahí también, de la simpatía, la perspicacia de las acotaciones que Manguel

pone al margen del Ingenioso hidalgo. Son muchas, sagaces y de varios órdenes.

Escojo una que tiene que ver con cuanto llevo dicho: “Toda lectura es

interpretación, toda lectura revela las circunstancias del lector y depende de

ellas”. Otra sobre los personajes de la fábula, construida, al desgaire, como “un

juego entre varios ‘otros’, entre numerosos pares de dobles invertidos: Alonso

Quijano y Don Quijote, Don Quijote y Sancho, Aldonza Lorenzo y Dulcinea,

Dulcinea y Teresa Sancha, Sancho y Alonso Quijano”. Una tercera que abarca

tierra y cielo del Quijote: “La realidad del mundo cervantino (aquello que

llamamos realidad porque podemos reconstruirla en nuestra memoria, aunque

incompleta y malamente) pue-de ser retratada fielmente sólo a través de

aproximaciones y fragmentos, como una crónica que, alternativamente, asume y

niega el punto de vista de un loco, o de alguien a quien la sociedad tilda de

loco”.

No sigo espigando, porque un prologuillo que debiera ser breve podría acabar

compitiendo en amplitud con no pocas páginas del ensayo en simpatía de

Alberto Manguel.

Francisco Rico

DON QUIJOTE Y SUS FANTASMAS

A la memoria de mi querido maestro, Isaías Lerner

1. Las ausencias presentes

En una estrecha celda española, en una ciudad de cuyo nombre no queremos

acordarnos, quizá fuese Castro del Río o quizá Sevilla, un hombre de armas y de

letras, cincuentón y cansado, concibió un personaje a su propia imagen, un

caballero algo más ridículo y más valiente que él, alguien decidido contra viento

y marea a enfrentarse a la cotidiana injusticia de este mundo. Entre cuatro

paredes húmedas, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste

ruido del mundo hace su habitación”, que sin duda le recuerdan su largo

cautiverio africano, el prisionero Miguel de Cervantes Saavedra imaginó a un

viejo hidalgo que se rehúsa a plegarse a las mentirosas convenciones de este

mundo y quien decide en cambio obedecer tan sólo las reglas de su ética. A la

hipocresía de una sociedad que exige que cada cual disimule sus verdaderas

creencias y viva disfrazado, don Quijote opone la verdad de la libertad absoluta,

la de poder elegir su propio código moral y desplegarlo ante quienes se niegan a

aceptarlo.

Del nacimiento de don Quijote sólo sabemos lo que Cervantes mismo nos

cuenta, y lo que nos cuenta es parte integral de la ficción. Lo engendró, nos dice,

en la cárcel y, sin embargo, según confiesa, no es él el padre sino el padrastro de

don Quijote. Cervantes (dice Cervantes) es quien transmite la historia, y no su

inventor. A lo lar-go de los siglos, los lectores han creído la historia de sus

prisiones, no así la autoría denegada. Cervantes componiendo su libro en su

celda nos parece más verosímil que Cervantes descubriendo el manuscrito de un

cierto Cide Hamete Benengeli (que Aline Schulman acertadamente traduce

como “Sidi Ahmed Benengeli”). Y sin embargo ambas declaraciones forman

parte de la verdad de la novela: ambas son ficción y son también realidad. El

mundo de Cervantes (como el de cada uno de nosotros) es uno en el que

representamos ciertos roles y vestimos ciertas máscaras.

En el mundo de Cervantes faltan oficialmente dos tercios de la población, los

moros y los judíos, exilados en 1492 de la península. Sólo a los conversos se les

ha permitido quedarse en España como cristianos nuevos. En tal mundo, la

apariencia vale más que la sustancia, la percepción más que la existencia. Para

espiar detrás de las máscaras, la Iglesia católica emplea la Inquisición,

establecida en Castilla en 1478 a pedido de los Reyes Católicos. El Al-Ándalus,

bien que mal, había sido gobernado bajo la ley coránica de tolerancia. “Si tu

Señor lo hubiese deseado, toda la gente de la tierra hubiese creído en Él. ¿Cómo

osas forzarlos a tener fe?” (Corán, X: 99). Pero después de la expulsión, todos

los súbditos caen bajo sospecha. Temiendo ser denunciados, los amigos

desconfían de los amigos, los vecinos ya no se reconocen. Ya que el prejuicio,

para sobrevivir, debe evitar toda complejidad, la multiplicidad de los pueblos

árabes fue reducida al término “moro”. Los moros, por lo tanto, exilados

recientes o antiguos, perseverando en sus creencias o conversos, son el enemigo,

la definición de todo aquello que no es un cristiano viejo.

¿Por qué daría un escritor como Cervantes la paternidad de su obra a otro –y no

a cualquier otro, sino a un representante de esa gente exiliada, personas que son

ahora habitantes de su “otra costa”, ciudadanos de Cartago frente a su Roma,

salvajes que, en la imaginación popular, son los que se vengan de los cristianos

saqueando las ciudades portuarias y asaltando los barcos españoles, como esos

piratas argelinos que lo mantuvieron cautivo durante cinco largos años–?

Varias consideraciones son posibles.

Las circunstancias del cautiverio de Cervantes han preocupado a los

historiadores desde los inicios de la fama del autor, y fueron descritas en forma

de ficción por Cervantes mismo en varias de sus obras, en El trato de Argel y

Los baños de Argel, y sobre todo en el episodio del cautivo en la primera parte

del Quijote. Los hechos que conocemos son los siguientes: En 1575, a los 28

años, Cervantes es capturado por piratas argelinos y encerrado en las cárceles de

Argel, a la espera de un rescate. Lleva consigo cartas firmadas por personajes

importantes y los piratas piensan que el prisionero puede tener buen precio.

Cuatro veces trata Cervantes de escapar y cuatro veces es atrapado y perdonado,

lo cual parece inexplicable si se considera que tales intentos eran castigados con

torturas y a menudo con la muerte. En 1580 es liberado gracias a la intervención

de los Trinitarios.

2. Las ficciones de la historia

La oposición de cristianos contra moros era ya vieja, de varios siglos, cuando

Cervantes fue capturado. La Roma cristiana había lanzado su última cruzada

contra los infieles en 1270; más de dos siglos después, la España católica se

despojaba de dos de sus culturas expulsando a árabes y a judíos de su territorio.

Sin embargo, y a pesar de las expulsiones, el pensamiento árabe y el judío

siguieron permeando todos los aspectos de la sociedad española “limpia”. Como

suele ocurrir con la mayoría de las exclusiones por decreto, España no pudo

despojarse (no lo ha hecho hasta este día) de esas culturas que le otorgaron gran

parte de su vocabulario, sus toponímicos, su arquitectura, su filosofía, su poesía

lírica y su música, sus conocimientos médicos y el juego de ajedrez. Aunque

prohibió la explícita presencia de árabes y judíos, la sociedad española encontró

caminos secretos para conservar implícito el espíritu de esas identidades

expulsadas.

El 2 de enero de 1492, los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel de

Castilla, entraron en Granada ataviados ceremonialmente con vestimenta mora y,

después de pactar los términos de la capitulación con el último de los reyes

nazaríes, Boadbil, se instalaron en los palacios árabes de la ciudad que durante

más de dos siglos y medio había sido una metrópolis musulmana en el corazón

del al-Ándalus. Aunque, antes de la capitulación, los monarcas habían asegurado

a Boabdil que los musulmanes de Granada gozarían de protección y podrían

conservar sus costumbres, las mezquitas fueron transformadas casi

inmediatamente en iglesias y el uso del árabe fue prohibido: si alguien era

descubierto leyendo libros en árabe, dejaba de ser considerado español y era

sometido a duros castigos.

Los judíos fueron los primeros en ser expulsados. Pocos meses después de la

rendición de Granada, el rey firmó un edicto que ordenaba la salida del país de

todos los judíos. Aferrados a su identidad española, los exilados llevaron consigo

al norte de África y a Palestina el castellano, o una versión del castellano

llamada ladino (“latino”) que los distinguía de quienes hablaban árabe o hebreo.

Árabes y judíos habían sido los protagonistas de una larga historia en la

península. Según la leyenda, la primera comunidad judía se había establecido en

España en tiempos de la destrucción del primer templo de Jerusalén, en el año

587 a. C. (Los testimonios arqueológicos son más conservadores y apuntan al

siglo

I

d. C.) Para los judíos, España era la tierra prometida, como consta en la Biblia,

en una profecía de Abadías: “Los desterrados de Jerusalén que están en Sefarad

poseerán las ciudades del Negueb”. Aunque historiadores de hoy asocian

Sefarad con la ciudad de Sardes en Turquía, para los judíos ese nombre ha

designado siempre la patria española donde vivieron durante al menos 14 siglos,

mezclados con el resto de la población, trabajando como comerciantes y

médicos, y también, aunque en menor proporción, como campesinos y

hacendados.

El antisemitismo, apenas evidente en tiempos romanos, echó raíces en España

tras la conversión del rey visigodo Recaredo al catolicismo en el año 589, y

creció gradualmente hasta culminar casi nueve siglos más tarde con el decreto de

expulsión de 1492. Los Reyes Católicos creyeron que el decreto induciría a los

judíos a convertirse, como de hecho hicieron aquellos judíos que prefirieron

permanecer en Sefarad. Los conversos que siguieron practicando su religión a

ocultas fueron tildados de “marranos”. Sin embargo, con respecto a los árabes,

los reyes tomaron medidas diferentes. Los monarcas decidieron declarar

explícitamente “opcional” la conversión, de manera que, cuando diez años más

tarde, en 1502, se publicó el decreto de expulsión, éste incluía un artículo que

eximía del exilio a todos aquellos que consintieran abrazar la fe de la Santa

Madre Iglesia. Los árabes convertidos fueron llamados “moriscos”.

Los árabes habían llegado del norte de África ocho siglos antes, en 711,

invadiendo el reino visigodo del rey cristiano Rodrigo. Poco después de su

arribo, una leyenda comenzó a cobrar forma en varias crónicas musulmanas

como una suerte de prehistoria adornada con fantásticos presagios y sucesos

prodigiosos que demostraban el derecho de los árabes a la conquista del reino

cristiano. En el siglo

IX

, Ibn al-Qutiyya, un historiador musulmán descendiente del rey visigodo Witiza,

narró la leyenda de la siguiente manera:

Cuéntase que los reyes godos tenían en Toledo una casa en la que se guardaba un

arca, y en dicha arca se encerraban los cuatro Evangelios, por los cuales ellos

juraban. A esta casa la tenían en gran consideración y no la solían abrir sino

cuando moría un rey, momento en que se inscribía en ella su nombre. Al llegar a

manos de Rodrigo la autoridad real, se ciñó por sí mismo la corona, hecho que el

pueblo cristiano no aprobó y, a pesar de la oposición que éste le hizo, abrió luego

la casa y el arca, encontrándose pintados en ésta a los árabes con sus arcos

pendientes a la espalda y cubiertas sus cabezas con turbantes, y en la parte

inferior de las tablas se hallaba escrito: Cuando se abra esta casa y se saquen

estas figuras, invadirá España la gente pintada aquí. La entrada de Tariq a

España tuvo lugar en el mes de Ramadán del año 92 [junio del 711].

Las historias engendran historias. Del mismo modo que los árabes adoptaron la

de al-Qutiyya para justificar su conquista, dándole la apariencia de

acontecimiento divino, los Reyes Católicos se sirvieron de otras que explicaban

la reconquista de al-Ándalus como cumplimiento de la voluntad sagrada. Para la

España católica, la invasión árabe del siglo

VIII

debía ser vista como un castigo por los pecados del rey Rodrigo. Según la

versión católica de los acontecimientos, Dios había decretado, como castigo para

Rodrigo, no sólo la pérdida de su reino sino también una muerte horrible:

perecería devorado por serpientes enviadas por el demonio, mientras el pobre

monarca exclamaba, como dice el romance: “Ya me comen, ya me comen / por

do más pecado había”.

Tras ocho siglos de dominación árabe, Dios al parecer decidió que había llegado

el momento de poner fin al castigo y de que el reino de los cielos volviera a ser

de este mundo: la península ibérica sería habitada para siempre por fieles

católicos. Pero para que se cumpliera la voluntad divina, España tenía que

quedar limpia de herejes, dejar de ser Sefarad o al-Ándalus, y convertirse en un

reino exclusivamente cristiano. Por consiguiente, entre la población católica

comenzó a aumentar la desconfianza respecto de los conversos. Fueron acusados

de crímenes y traiciones, y en muchos lugares se produjeron contra ellos

notables estallidos de violencia.

El conflicto era en gran parte una cuestión de prioridad histórica. Según la

Iglesia, los cristianos españoles habían habitado la península mucho antes de la

llegada de los árabes y de los judíos, ya que, como todos sabían, el apóstol

Santiago había llegado a España poco después de la muerte de Cristo y había

predicado allí el Evangelio. En consecuencia, España debía volver a ser tan pura

como lo había sido cuando estaba en manos de los cristianos que originalmente

allá vivieron.

Las historias cristianas y árabes que justificaban una u otra identidad

compitieron por demostrar su autenticidad y, en algunos casos, compartieron una

narrativa común, aunque, como es de suponer, no la misma lectura. Entre estas

historias, había una acerca de los muchos objetos valiosos que supuestamente

habían enterrado los visigodos al recibir la noticia de la invasión árabe. Según

los árabes, se trataba de tesoros adquiridos ilícitamente por los infieles; según los

cristianos, eran reliquias que los devotos querían evitar que cayeran en manos de

los no creyentes.

Por esa razón, no debe sorprendernos que en la primavera de 1588, en el

momento álgido de la protesta contra los conversos, se descubriera en Granada,

al derribar un antiguo alminar de la mezquita, precisamente en el lugar propuesto

para la ampliación de la catedral de la ciudad, una curiosa caja de plomo.

Contenía dos trozos de lienzo, una pequeña pintura de la Virgen María vestida

con ropas orientales, un fragmento de hueso y un rollo de pergamino escrito en

árabe, griego, castellano y latín. Una inscripción explicaba que el hueso

pertenecía a san Esteban, el primer mártir cristiano. El pergamino, según los

traductores llamados para descifrarlo, contenía una carta de san Cecilio, el

legendario arzobispo de Granada del siglo

I

, en la cual éste contaba que, aquejado de ceguera, había viajado desde Jerusalén

hasta Atenas. Poco antes de llegar a su destino, se había limpiado los ojos con un

lienzo (parte del cual se encontraba en la caja) que había resultado ser el que

había utilizado la Virgen María para secarse las lágrimas durante la Pasión. San

Cecilio fue milagrosamente curado. Más tarde, el santo descubrió un texto

hebreo vertido al griego por un discípulo de san Pablo y que él a su vez tradujo

“a la lengua utilizada por los cristianos españoles”. El pergamino contenía una

traducción hecha por san Cecilio de un texto escrito en árabe que profetizaba,

entre otras cosas, la llegada de un dragón del norte y de un poderoso rey

procedente de Oriente.

“La lengua utilizada por los cristianos españoles.” La declaración era de

fundamental importancia. Si el documento era auténtico, san Cecilio,

contemporáneo de Jesucristo y fundador de la Iglesia de Granada, había hablado

y escrito no en una de las lenguas bíblicas sino en árabe, lo cual significaba que

el árabe se hablaba y escribía en la península desde al menos el siglo

I

d. C. Y lo que era aun más importante, los moriscos, los cristianos nuevos,

podían ahora reivindicar en España una ascendencia cristiana aun más antigua

que la de los cristianos viejos españoles. El escándalo que prometía tal

revelación era pasmoso.

La sorprendente revelación recibió un nuevo impulso con un segundo

descubrimiento, aun más importante, que tuvo lugar siete años después, en 1595,

en la colina de Valparaíso, hoy Sacromonte, fuera de las murallas de Granada.

Allí, una cuadrilla de albañiles que restauraban una torre descubrió una serie de

discos de plomo en los que estaban grabados unos extraños signos que, al

parecer, combinaban caracteres árabes, latinos y griegos con los de una lengua

que nadie había visto hasta entonces y que los expertos, convocados

precipitadamente, supusieron que correspondían a una antigua lengua “hispanobética”.

Más de 200 discos de plomo (conocidos hoy como “los libros

plúmbeos”) fueron desenterrados en ese lugar entre el 21 de febrero y el 10 de

abril de 1595.

Los nuevos textos resultaron ser aun más sorprendentes que el del pergamino.

De acuerdo con lo que se pudo descifrar, durante el reinado del emperador

Nerón, en el siglo

I

d. C., dos virtuosos árabes, Ibn al-Radi y su hermano Tesifón, fueron curados

milagrosamente por Jesucristo, quien bautizó al segundo con el nombre de

Cecilio. Éste era entonces el origen de uno de los primeros santos españoles,

patrón de la ciudad de Granada: san Cecilio, cristiano como el que más, ¡había

sido moro!

La inspirada traducción de los textos, pródiga en revelaciones, contaba cómo,

imbuidos de celo misionero, el santo y su hermano habían acompañado más

tarde al apóstol Santiago en su viaje a España. Santiago siguió hasta Compostela

y Cecilio se dirigió a Granada, donde, en el Sacromonte, grabó los libros

plúmbeos y los enterró para que resucitasen, al final de los tiempos, cuando la

cristiandad tuviera necesidad de ellos. Las palabras de san Cecilio serían

presentadas entonces al conjunto de la Iglesia, que incluiría a árabes y cristianos.

“Y ¡ay de aquel que no los tenga por verdaderos!”, advertía el texto milagroso.

Lo que sugerían estos sorprendentes discos era que la minoría morisca no sólo

no debía ser excluida, sino que formaba parte de los orígenes mismos de la

nación española. El árabe, no el latín ni el castellano, había sido la primera

lengua hablada en la península. Granada, no Compostela ni Toledo, era la cuna

de la Iglesia cristiana de España.

Las revelaciones contenidas en los libros plúmbeos resultaron ser numerosas:

que en las cuevas del Sacromonte yacían algunos de los primeros mártires

cristianos españoles, muer-tos a manos de los centuriones de Nerón en los pozos

de cal viva que pueden visitarse aún hoy; que los cristianos debían ahora prestar

atención a los textos sagrados de los árabes, ya que las palabras de Cristo y las

palabras posteriores de Mahoma ofrecían curiosas y significativas semejanzas;

finalmente, que debía aceptarse como verdadera una cuestión sumamente

controvertida del dogma católico, defendida por los teólogos del rey de España

pero acerca de la cual la Iglesia de Roma seguía siendo escéptica: la Inmaculada

Concepción de la Virgen María, a quien, como afirmaban los discos, “no tocó el

pecado primero”.

En 1596 y 1597 se produjeron nuevos hallazgos. El último descubrimiento tuvo

lugar en 1599: una caja que contenía una efigie de san Cecilio y que, según la

inscripción, garantizaba la autenticidad de los documentos descubiertos

anteriormente. Sin embargo, la falsedad de este último hallazgo resultó tan

evidente que arrojó serias dudas sobre todos los anteriores.

Quizás el más ardiente defensor de la autenticidad de los libros plúmbeos fue el

nuevo arzobispo de Granada, Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones.

Erudito que había estudiado filosofía y lenguas clásicas en Salamanca, Pedro de

Castro desempeñó diversas funciones en la Iglesia granadina durante muchos

años, hasta que al fin fue nombrado arzobispo de la ciudad en 1589. Poco

después de su nombramiento, comenzó la construcción de un monumento

religioso en lo alto del Sacromonte, un conjunto de edificios levantados en torno

a una vasta iglesia que, en la imaginación de Pedro de Castro, habría de

sobrepasar en magnificencia a la Alhambra pagana, que se alzaba como una

afrenta al mundo cristiano en la cima opuesta. En la construcción del

Sacromonte, Pedro de Castro empleó no sólo gran parte de la asignación que

recibía de la Iglesia sino también su fortuna personal. El arzobispo dedicó cada

hora, cada moneda y todos sus esfuerzos a este vasto proyecto, que, por una

parte, había de ser un monumento dedicado a la gloria de la Iglesia de Granada y,

por otra, una muestra de agradecimiento por la revelación divina de los libros

plúmbeos.

Las primeras profecías traducidas anunciaban que un “rey poderoso” vendría a

cambiar la suerte de la Iglesia. Pedro de Castro creyó que esas palabras sólo

podían tener un significado: la palabra “rey” debía interpretarse como

“arzobispo” o “rey de la Iglesia”, y se propuso que el anuncio no hubiera sido

formulado en vano. En su opinión, puesto que Granada era indudablemente el

solar de los primeros cristianos españoles, quienes habían escuchado la verdad

de labios del mismo Jesús, la sagrada misión de la ciudad consistía en defender

la cristiandad de toda tentación y amenaza. Y, como era obvio, él, Pedro de

Castro, era el capitán elegido para esa santa lucha, mientras que, claramente, las

reliquias y los libros plúmbeos eran propiedad legítima de Granada. Ni siquiera

ante la petición del rey se avino a entregar los discos, y cuando en 1610, con el

fin de obligarlo a abandonar la ciudad y dejar atrás los tesoros, fue nombrado

arzobispo de Sevilla, se los llevó con él en una bolsa de cuero que no apartaba

nunca de su lado.

Para ser justos con Pedro de Castro hay que decir que los primeros fallos

decretaron que los hallazgos eran auténticos. Apenas cinco días después del

descubrimiento, se reunió para debatir su autenticidad una Junta Magna

compuesta por eminentes eruditos eclesiásticos: se piensa que san Juan de la

Cruz, quien por entonces vivía en Granada, asistió a los debates. Dos semanas

después, la Junta dictó una opinión favorable. Inmediatamente, teólogos y

lingüistas dieron comienzo a la ardua tarea de descifrar la misteriosa caligrafía.

Entre los expertos más notables se contaban dos moriscos, Alonso del Castillo y

Miguel de Luna, quienes ya habían traducido el pergamino encontrado en 1588.

Cuando la Junta dio su aprobación, Alonso del Castillo envió a Pedro de Castro

una carta en la que le recordaba los tiempos en que había estado a su servicio,

criticaba a sus colegas (quienes, según él, carecían de “erudición arábiga”) y se

ofrecía, junto con Miguel de Luna, a traducir los textos.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

GUILLERMO DE TORRE HISTORIA DE LITERATURAS DE VANGUARDIA TOMO III FRAGMENTO




 9

EL EXISTENCIALISMO COMO LITERATURA

Al igual que en el caso del personalismo, una

cuestión previa se nos impone abordar en el presente

capítulo. ¿Por qué incluir el existencialismo?

¿Acaso se trata de un movimiento literario?

No; corresponde contestar categóricamente: ni

sus orígenes ni sus propósitos últimos encajan

en el plano literario. Ahora bien, restaría por examinar

la estación intermedia: sus medios. Y en

este punto aparecen muy visibles sus conexiones

con lo literario, con aquella literatura que se pretende

aparentemente bordear o rebajar, pero en

la cual, de hecho, el existencialismo se inserta y

halla su más sonoro portavoz, cuando no frecuentemente

su expresión más lograda. ¿Por qué?

Porque la interacción entre pensamiento y vida,

así como también las interferencias entre filosofía,

o al menos determinada concepción del mundo,

y literatura, se han hecho durante los años

últimos más acusadas que nunca.

Diversos testimonios teóricos —aparte los empíricos—

formulados por Simone de Beauvoir, por

Sartre, inclusive por una figura algo lateral a-1

existencialismo, como Albert Camus, lo demuestran.

«El pensamiento abstracto —escribía el último

de los nombrados (Le mythe de Sisyphe,

1946)— reencuentra al fin su soporte carnal. Así

también los juegos novelescos del cuerpo y de las

pasiones se ordenan según las exigencias de una

visión del mundo. Ya no se cuentan 'historias'; se

crea un universo. Los grandes novelistas son novelistas

filósofos, es decir, lo contrario de escritores

de tesis. Así Balzac, Sade, Melville, Stendhal,

16 Existencialismo

Dostoievsky, Proust, Malraux, Kafka... La elección

que hacen, al escribir con imágenes, más que

con razonamientos, revela cierto pensamiento que

les es común, persuadidos como están de la inutilidad

de todo principio de explicación y convencidos

del mensaje enseñante que posee la apariencia

sensible. Consideran la obra de arte a la

vez como un fin y como un comienzo. Es la

consecuencia de una filosofía inexpresada, su ilustración

y su culmen.»

Por su parte, Simone de Beauvoir (en el ensayo

«Littérature et métaphysique» de Pour une morale

de Vambigüité), tras afirmar la relación entre novela

y metafísica, defiende que el pensamiento

existencial se exprese tanto por ficciones como

por medio de tratados teóricos. «Es un esfuerzo

por conciliar lo objetivo con lo subjetivo, lo abstracto

con lo relativo, lo temporal con lo histórico;

pretende captar el sentido en el corazón de la

existencia; y si la descripción de la esencia corresponde

a la filosofía propiamente dicha, sólo

la novela permitirá reconstruir en su verdad completa,

singular y temporal el flujo original de la

existencia.» «No se trata —añade— de que el escritor

explote, en un plano literario, verdades previamente

establecidas en el plano filosófico, sino

de manifestar un aspecto de la experiencia metafísica

que no puede expresarse de otro modo:

su carácter subjetivo, singular, dramático, y también

su ambigüedad; como quiera que la realidad

no es aprehensible por la sola inteligencia, ninguna

descripción intelectual podría darle expresión

adecuada.» De esta suerte —apostillaríamos—,

la meta propuesta por cada una de las obras

literarias adscritas genéricamente al existencialismo,

cada una de sus novelas y dramas, viene a

ser la proyección de un estado de conciencia, de

un problema filosófico o moral.

El alcance logrado por tales obras demuestra,

en primer término, no exactamente el triunfo o

la oportunidad de la literatura comprometida (en

su sentido más estricto —adelantemos—: responEl

existencialismo como literatura 17

sable), pero sí la superfluidad, cuando no el acabamiento,

de la literatura que algunos han llamado

«envilecida», y que menos ofensivamente tacharíamos

de «gratuita» puesto que frecuentemente

ni siquiera alcanza la categoría de «entretenida».

Por modo adverso, la literatura filosófica, no animada

por el soplo artístico, aquella —según escribía

Julien Benda— que no posee capacidad para

encarnar las ideas o los conceptos en seres vivos,

en situaciones trascendentes, es improbable que

pueda llegar muy lejos. Luego queda evidenciado

que al considerar como eje lo artístico —en cuantas

obras buscan la comunicabilidad— el arte no

está divorciado de nada, ni es incompatible con

ninguna técnica o teoría; al contrario, resulta su

complemento, su inexcusable soporte.

Desde luego, el existencialismo es fundamentalmente

una doctrina filosófica. Sin embargo, ¿cabe

acaso considerarle asimismo, dados sus medios

expresivos y sus repercusiones más notorias, como

una escuela, como un movimiento literario? Durante

algún tiempo, al promediar la época del 40,

pudo parecer así, pero no tardó en demostrarse

la inanidad de tal supuesto. Como quiera que —diríamos,

sin gran hipérbole— Francia no puede

vivir sin escuelas literarias, en el vacío que siguió

a la guerra quiso llenarse el hueco dejado por

el superrealismo con los primeros actos y ademanes

del existencialismo sartreano. Pero se confundió

la cáscara con la almendra. Se tomó cierta

aureola pintoresca, la pululación anecdótica y la

fauna más o menos amoral que poblaba entonces

los cafés y las «caves» de Saint-Germain-des-Prés

y aledaños, por la representación viva de un «modo

» literario. Los flecos de tal ornamento cubrieron

durante algún tiempo el verdadero rostro del

existencialismo. El absurdo, la nada, el pesimismo,

la ruptura total de convenciones no fueron tanto

expresiones «literarias» como epifenómenos de

una época de guerra, terror y demoliciones físicas,

a la par que morales. Con todo, resultó curioso

observar cómo una doctrina, «la menos escanda-

III.—2

18 Existencialismo

losa, la más austera, destinada estrictamente a

técnicos y filósofos» (según palabras del propio

Sartre), suscitara tales revuelos y equívocos. Cierto,

en última instancia, que una cosa es la doctrina,

a cuya entraña no es tan hacedero llegar,

y otra cosa la representación que todos alcanzan

de un mundo sacudido, de unos personajes turbios

como los que viven en las ficciones existencialistas.

Pero sucede que, en este aspecto, semejantes

caracteres literarios no señalan ninguna novedad

absoluta, ni siquiera una sorpresa. L. F. Céline,

pocos años antes, Henry Miller después, Lawrence

en la década del 30, Zola a comienzos de siglo,

son algunos precedentes que no pueden olvidarse.

Por lo demás, desde hace años veníase hablando

de una corriente «miserabilista» —el apelativo corresponde

a Jean Schlumberger— en la literatura

francesa, introducida quizá por el Voy age au bout

de la nuit del primero de los antes citados. Actitud

plural, desde luego, muy compartida, pero que no

podía erigirse al nivel de una concepción del mundo,

o asumir proyecciones filosóficas, ni menos

aún cristalizar en una escuela literaria. De ahí la

falta de epigonías sartreanas. El propio autor de

La nausée, cuando quiso enrostrársele la fecundación

de ciertos discípulos fáciles, hubo de reaccionar

así: «¿Discípulos míos? ¡Qué disparate!

¡Serán todo lo más juerguistas, bailarines!» Los

cambios y evoluciones de personas en su revista

Les Temps Modernes confirman su desinterés

—más que imposibilidad— de originar nada semejante

a una escuela En el primer número (octubre

de 1945) y algunos siguientes, junto al nombre

de Sartre, aparecen los de Raymond Aron, Simone

de Beauvoir, Michel Leiris, Maurice Merleau-Pon*

1 Apuntemos asimismo que lejos de pretender revelar

nuevas direcciones literarias, Les Temps Modernes ha tendido

sustancialmente a exponer existencias airadas o escabrosas:

así ya en los primeros números aparecen la "Vida

de un ladrón" (por Jean Génet), la de una prostituta, la

de un homosexual...

Momento de la postguerra 19

ty, Albert Olivier y Jean Paulhan. Pocos meses

después desaparecen todos del encabezamiento.

De hecho, como colaboradores asiduos, junto a los

nuevamente llegados, sólo quedaron los de Sartre,

Simone de Beauvoir y Merleau-Ponty; a partir de

cierto momento el del último desaparece —inclusive

se convierte en hostil, según muestra el capítulo

«Sartre et Tultra-bolchevisme» de su libro

Les aventures de la dialectique (1956)—; también

se distancia Robert Aron, como evidencian los

artículos de su libro Polémiques (1955); de suerte

que junto a Sartre la única figura que continúa

vigente (no diremos absolutamente fiel para no

anticipar las confidencias del tercer tomo de sus

memorias) en la tendencia existencialista, es la

de Simone de Beauvoir.

Tendencia: he allí la palabra que mejor conviene

acaso a tal corriente —antes que la de

escuela, inexistente como tal, según acabamos de

comprobar—; tendencia más literaria, al cabo, que

filosófica, ya que ni Sartre ni Simone de Beauvoir

han incurrido nunca en el fácil desliz de abominar

de las letras ni tampoco —pese a su creciente

«politización»— de su condición de literatos. En

este punto, y en contraste con otras mutaciones,

la continuidad de Sartre es incuestionable. Pese a

varias mutaciones, siguen siendo válidas las palabras

con que cierra su presentación de Les Temps

Modernes (1945) (ahora en Situations, I): «En la

literatura comprometida el compromiso no debe

hacer olvidar en ningún caso que nuestra preocupación

debe ser la de servir a la literatura, infundiéndole

sangre nueva», si bien luego añade:

«tanto como la de servir a la colectividad, dándole

la literatura que le conviene».

jueves, 31 de agosto de 2023

GUILLERMO DE TORRE HISTORIAS DE LAS LITERATURAS DE VANGUARDIA TOMO II FRAGMENTO.




 5

«El superrealismo1 ha nacido de una costilla

de Dadá» —escribe muy gráficamente Ribemont-

Dessaignes (Déjá jadis!)—. Y Tristan Tzara (Le

surréalisme et Vaprés-guerre) 2 corrobora: «El superrealismo

nació de las cenizas de Dadá.» Por

consiguiente, más que comenzar ahora un capítulo

nuevo, será menester ultimar el precedente con

algunos escolios. Importa, en una palabra, trazar

el empalme entre dadaísmo y superrealismo a fin

de alcanzar una perspectiva completa, desde su

génesis, del movimiento bretoniano por antonomasia.

Porque decir superrealismo, ayer y hoy,

no equivale sustancialmente a otra cosa que a

1 Hace años (en una página de mi libro Guillaumc Apo

Uinaire. Su vida, su obra, las teorías del cubismo, 1946)

expliqué sintéticamente las razones que me movían a romancear

así la voz francesa surréalisme. La casi unanimidad

en contrario, la insistencia (por pereza o ignorancia;

inicialmente por contagio de los medios pictóricos,

nada particularmente sensibles a la pureza y propiedad

lingüísticas, al genio idiomático propio de cada país, ya

que los artistas se expresan, cada vez más, con un vocabulario

internacional) en decir y escribir surrealismo no

es razón valedera para hacerme cambiar. Suprarrealismo

—según algunos escribieron hace años: así Fernando Vela

en un lugar que debiera haber sentado jurisprudencia literaria

como la Revista de Occidente— o sobrerrealismo

habrían sido, alternando con superrealismo, las lecciones

correctas. (Suprarrealismo figura en la decimoctava edición

del Diccionario de la Academia Española.) Un maestro

de traductores —y no sólo en estas minucias—, Enrique

Díez-Canedo, reprueba abiertamente surrealismo

(“bastarda transcripción de un nombre, aceptada sin discernimiento")

en su antología La poesía francesa moderna.

Desde el romanticismo al superrealismo (1943). Jorge Luis

Borges corrobora: “La forma surrealismo es absurda; tanto

valdría decir surnatural por sobrenatural, surhombre

UN FIN Y UN RECOMIENZO

16 Superrealismo

decir André Bretón: ¡tan indisolubles e identificados

se hallan durante los últimos cuarenta años

un concepto y un nombre, una escuela y una obra!

Ya en el capítulo anterior quedaron apuntadas

algunas de las causas externas que determinaron

el acabamiento del dadaísmo. Pero las más poderosas

fueron de carácter íntimo. Y éstas podrían

reducirse a una sola: cansancio. Cansancio de

todo: de la burla y del nihilismo, de la fácil aceptación

y del ruidoso rechazo público. Tal estado

de ánimo se hacía más visible en las dos figuras

que llevaban la batuta detrás y delante del telón

ae Dadá: Francis Picabia y André Bretón. El primero

por odio a cualquier empresa constructora,

al simple afán de fijarse en un punto dado. Continuaba

así Picabia, en otro plano, la doctrina de

la «disponibilidad» de André Gide, escribiendo

—según antes recordé—: «Hay que ser nómada;

atravesar las ideas como se atraviesan los países

o las ciudades.» Por su parte, André Bretón, espíritu

fundamentalmente serio, que nunca se había

sentido a gusto en el campo dadaísta, decía ya

en un artículo de 1922, titulado «Aprés Dada» (y

por superhombre, survivir por sobrevivir." Está demostrado,

pues, que los prefijos super y sobre son los únicos

que corresponden en español a la forma en litigio. Tratando

de explicarse el prevalecimiento de surrealismo,

José María Valverde (en el capítulo correspondiente a

Movimientos espirituales, tomo I del Diccionario literario

González Porto-Bompiani, 1959) escribe que tal vez se deba

a "un cruce de ideas con una posible forma sub-realismo,

pues lo mismo valdría considerar la zona psíquica exteriorizada

por este movimiento como algo que está «por

debajo» o «por encima» de la zona de la psique donde se

presenta la «realidad» que nos interesa con tal nombre".

A mi vez yo alego —y concluyo— que tal confusión o

ambigüedad, no es posible cuando se examina de cerca

el sentido —“creencia en una realidad superior..."— dado

al término por Bretón en su Manifiesto y en todos los

demás escritos; ese "cruce de ideas" sólo puede producirse

por un torpe desliz analógico con las voces "subconsciencia"

y "subconsciente", muy afines, por otra parte,

a la raíz freudiana inspiradora del superrealismo, pero

que no abarca su totalidad de intenciones.

2 Como en otros capítulos, me limito a indicar los títulos

de obras citadas; en todos los casos las referencias

completas se reservan para la bibliografía final.

Diferencias y afinidades con Dada 17

recogido en Les pas perdus, 1924): «No aspiro

nunca a distraerme. La homologación de una serie

de actos dadaístas muy fútiles, a mi parecer, corre

el riesgo de comprometer una de las tentativas

de liberación a que permanezco más adherido.»

De ahí que surgiera en él una crisis —de raíz probablemente

personal, pero transmitida a otros—,

un deseo vagamente rimbaudiano de abandonarse

y de perderse. «Láchez tout» titulaba otro artículo

de las mismas fechas (también en Les pas

perdus). «Dejad todo. Abandonad Dadá. Abandonad

a vuestra mujer, a vuestra amante. Abandonad

vuestras esperanzas y vuestros temores. Abandonad

lo conocido por lo desconocido. Partid por

los caminos.» Existía además otra motivación personal:

una absoluta incompatibilidad de temperamentos

entre quien había sido verdadero promotor

del dadaísmo, Tzara (pues ciertas alegaciones

contrarias de Huelsenbeck, pretendiendo que

le había robado el nombre, como si esto fuera

todo, no prueban nada) y Bretón.

El primero encarnaba entonces una especie de

acracia literaria detenida en su primera fase y un

sentido virulento del humor. El segundo, más allá

de su libertarismo, tendía a la disciplina; por encima

de sus prédicas disociadoras aspiraba a organizar,

pero de otro modo y reservándose las

riendas.

DIFERENCIAS Y AFINIDADES CON DADA

Al margen de estas discrepancias personales,

quedan todavía por apuntar las diferencias de

concepto que habrían de separar categóricamente

el superrealismo del dadaísmo. Si éste había significado

exteriormente el sarcasmo burlón, y, en

lo íntimo, la negación absoluta, la renuncia a crear

(recuérdese que Bretón escribió: «No concibo que

un hombre deje huellas de su paso en la tierra»),

aquél, aunque aparentemente siguiera mostrando

II.—2

18 Superrealismo

el mismo menosprecio hacia la «literatura», se

orientaba de modo positivo, aprestándose a denunciar

un filón intacto por explotar: el de los

sueños, y proponiendo una nueva técnica: la escritura

automática.

Sin embargo, ¿acaso surgía como algo original

el superrealismo? Todo lo contrario, visto según

entonces se nos apareció, en la perspectiva escalonada

de los ismos. Recordábamos así que Tristan

Tzara en su segundo manifiesto se había anticipado

a defender la «espontaneidad dadaísta»,

agregando a seguido: «Yo he pensado siempre

que la escritura carecía en el fondo de gobierno,

aunque se tuviera como la ilusión de él, y aún

más, he propuesto en 1918 la 'espontaneidad dadaísta'

que debe aplicarse a los actos de la vida.»

De ahí por qué «aquella fantasía personal irreprimible

que sería más dadá que el movimiento actual

», y que —según ya hemos recordado— pronosticaba

Bretón a modo de una derivación de

las campañas de 1920, tardó en ser aceptada como

una continuación, y mucho menos como una

superación.

Además, exteriormente, ciertos rasgos persistían;

por ejemplo, la protesta continua, el ademán

insolente, si bien cambiando el objetivo. Antes era

la broma intrascendente, la mofa cruel del público

que «quería comprender» y sólo encontraba

una risotada en réplica. Antes era, en último caso,

el ataque literario, el enjuiciamiento de algún

«consagrado» —recuérdese el proceso de Barres—.

Ahora, la risa jovial se trocaba en mueca severa

y la protesta rebasaba el plano de lo literario,

llegando al metafísico y alcanzando implicaciones

políticas o sociales. Basta ir recorriendo la colección

de la revista La Révolution Surr¿aliste (19241929)

para advertirlo: un día es la glorificación

de un anarquista; otro el estallido de la fobia

anticlerical o antimilitarista; otro la adhesión a la

revolución rusa, pero en la representación pura

de un disidente, Trotsky. Si en cierto momento

lanzan una hoja contra Claudel, no atacan tanto

Diferencias y afinidades con Dadá 19

al literato como al embajador de Francia en China

y a la colonización francesa.

Y en lo interno del grupo superrealista surgen

análogas diferencias respecto a Dadá. Antes no

había disciplina de grupo. Cada cual era libre de

buscar sus afinidades. Ahora el hecho de que X

publique en tal revista o elogie a tal autor se denuncia

como un crimen y origina largas sesiones

—con abogados y fiscales— que se toman taquigráficamente

y se reproducen «in extenso» para

escarmiento del culpable. (Así las actas de cierta

sesión incluidas en el número especial sobre «el

superrealismo en 1929» de la revista belga Varietés).

La «libre espontaneidad dadaísta» desaparece.

Se crea una atmósfera de «pureza» y de intransigencia.

Entrar —o permanecer— en el movimiento

viene a ser —«mutatis mutandis»— como profesar

en una orden monástica o en el Partido que

para sus adeptos no es menester precisar, pues

su simple mayusculización excluye todos los demás...

El superrealismo —a partir de cierta fecha—

se transforma en un equipo regimentado,

de código fijo y leyes inexorables. A su frente

álzase la figura imperturbable del que fue llamado

«gran inquisidor», «Papa negro» del superrealismo,

André Bretón —características que no por

eso dejan de coexistir con la posesión de valores

morales, amén de los literarios, que en su lugar

quedarán destacados—, imponiendo normas, fulminando

anatemas. Y así a lo largo de más de

cuarenta años, desde 1924 —si bien la sacudida

de la segunda guerra europea y el cambio de preferencias

y orientaciones juveniles experimentadas

después cierran casi su influjo en 1939.

De ahí que por momentos, y pese a la significación

última, en tantos puntos admirable, del superrealismo,

este «movimiento continuo» —único

superviviente, al cabo, de todos los ismos—», con

sus dogmas, sus ritos y concilios, sus escisiones y

excomuniones, le hagan parecer un juego de colegiales

excesivamente prolongado. O al menos suscite,

aun en los más favorablemente prevenidos,

20 Superrealismo

un sentimiento ambiguo de atracción y rechazo,

el mismo que por nuestra parte hubimos de experimentar

en sus primeros quince años. Pero cortemos

aquí cualquier conato personalista y adoptemos

el tono perfectamente objetivo —alternado

con algunos intermedios críticos— que reclama

una exposición histórica, limitada a las principales

teorías y peripecias del superrealismo3.

Con todo, me permitiré advertir que al igual

que en el caso de otros ismos —sobre todo en el

de aquellos que me fue dable vivir de cerca—

mi propósito, aun manteniéndose en dicho plano

histórico-expositivo, no deja de ser, en algunas

partes, ambiciosamente original. Original en el

más sencillo y directo sentido de la palabra; esto

es, afán de presentar los hechos, doctrinas y figuras

como originariamente fueron, no según las

deformaciones que después les ha infligido tanta

crítica trivial, tanta calcomanía descolorida. Retrocediendo

así a los orígenes, más aún a los preorígenes

del superrealismo, indaguemos, reconstruyamos

fielmente un pasado tan remoto como

próximo en sus no extinguidas derivaciones. Y comencemos

por algunas interrogantes.

PREORIGENES. LA DISPUTA DB UN NOMBRE

¿Cómo nació el superrealismo? ¿Cuál fue su primera

faz? ¿Qué significaba aquel movimiento de

exterior ambiguo, con un tinte mitad romántico

—por sus apelaciones al sueño— y mitad paracientífico,

dada su utilización de Freud, más cier-

3 No necesita ser historia completa ya que ésta quedó

hecha por Maurice Nadeau (Histoire du surréalisme, libro

seguido luego de otro complementario, Documents surréalistes);

añádanse los Vingt ans de surréalisme, 19391959,

de Jean-Louis Bédouin. Esto por lo que concierne a

las obras estrictamente históricas; las de carácter crítico

son innumerables y su registro se reserva para la bibliografía

final.

Preorígenes. La disputa de un nombre 21

to afán sistemático? Veamos ahora la etapa que

va desde las últimas manifestaciones dadaístas

(1922) hasta la publicación (octubre de 1924) del

Manifeste; du surréalisme de André Bretón. En el

intervalo Littérature no había cesado de publicarse;

dejó de hacerlo en junio de 1924 para ser

reemplazada, en diciembre del mismo año, por

La Révolution Surréaliste, Pero a medida que pasaban

sus números, advertíase cierta desorientación

o cambio de tono, con la desaparición de algunas

firmas y la incorporación de otras nuevas.

Sin embargo, ninguno de los primeros dadaístas,

por ejemplo, Tzara, Soupault, Aragón, daba por

desaparecido el movimiento. (Puedo aportar este

testimonio personal. Cuando en agosto de 1924,

veraneando en Guéthary, una playa francesa de

los Bajos Pirineos franceses, encontré, en casa de

Drieu la Rochelle, a Aragón, éste me anunció nuevas

manifestaciones dadaístas para el otoño.) Pero

Bretón ya había resuelto cosa distinta y pocos

meses después daba a luz sorpresivamente su primer

Manifiesto, anticipándose asi a otras declaraciones

con el mismo nombre.

Porque el superrealismo estaba en el aire y generalmente

se olvida hoy —no se registra en ninguna

historia— que el mismo nombre fue recabado

simultáneamente por tres grupos literarios.

En aquella temporada 1923-1924 Ivan Goll (poeta

alsaciano, bilingüe, procedente más bien del expresionismo

germánico, inventor de un vago babelismo

o zenitismo: Zenit se llamaba la publicación

que con Ljubomir Micic publica en Zagreb,

Yugoslavia) da a luz un número de una revista

denominada Surréalisme. Por su parte, Paul Dermée

—que, según se recordará, había pertenecido

al cubismo literario con Reverdy, en Nord-Stid,

interviniendo luego activamente en las veladas dadaístas,

que fundó, más tarde, con Ozenfant L’Esprit

Nouveau— publica otra revista, Le Mouvemert

Accéléré. En ellas se mezclan las firmas de

algunos primitivos dadás, como Picabia, Ribemont-

Dessaignes y Céline Arnauld, con la de Pierre

22 Superrealismo

Albert-Birot. Pero las argumentaciones de unos y

otros para recabar el rótulo poseían muy escasa

fuerza. Ivan Goll se limitaba a señalar a Bretón

ciertos precedentes del superrealismo con el fin

de rebajar sus pretensiones de monopolio. Mas,

por su parte, Goll no pasaba de definir su superrealismo

con términos muy vagos y genéricos

—«transposición de la realidad a un plano artístico

»»—, alzándose contra la sumisión a Freud

mostrada por el autor de Les pas perdus y acusándole

de confundir el arte con la psiquiatría.

Otra reclamación del mismo rótulo fue hecha por

Pierre Morhange, junto con el grupo que redactaba

la revista Philosophies. Si las dos primeras

no merecieron ninguna réplica por parte del grupo

de Bretón, algo distinto sucedió con el último

caso. Una «oficina de investigaciones superrealistas

» que acababa de crearse y que, al solicitar

aportaciones de desconocidos, venía a ser algo así

como una central de los sueños perdidos, conminó

amenazadoramente a Morhange: «Queda usted

advertido, de una vez para siempre, que si se permite

usar la palabra surréalisme. espontáneamente

y sin avisarnos, seremos más de quince en castigarle

con crueldad.» Fulminación apocalíptica a

la que Morhange respondió con no menos solemne

energía: «Venid y seréis acogidos por una defensa

eficiente e implacable. Yo daría mi vida por mi

honor y la daría en defensa de una coma. Mis

amigos y yo —rya lo preveía— vamos a ser los últimos

defensores de la libertad humana.» Con este

lenguaje amedrentador y estas maneras entre bufas

y dramáticas dan comienzo las batallas del

superrealismo; más exactamente, del movimiento

bretoniano que pocos meses después vería el escenario

despejado de enemigos o competidores. Por

lo demás, la diferencia entre ellos y la aludida

oficina de investigaciones superrealistas quedaba

claramente definida en el siguiente aviso: «Que no

se engañe nadie: nuestra acción reviste un carácter

experimental y aventurado que no tiene nada

de común con el de las vulgares especulaciones

El primer manifiesto de Bretón 23

literarias y artísticas que otros han querido bautizar

con el mismo nombre.»

Este nombre nace de hecho con Apollinaire

quien califica «drame surréaliste» su drama bufo

Les mamelles de Tirésias (1917), cuya «tesis» más

visible —todavía no se ha advertido— contradice

los supuestos disolventes del superrealismo bretoniano,

ya que escrito durante la guerra de 19141918

no es, en sustancia, sino un alegato en favor

de la reproducción y responde a una preocupación

de entonces: el descenso de la natalidad en

Francia. Birot —director del teatrillo en que se

representó— ha contado así el origen del calificativo:

«En la primavera de 1917 preparábamos el

programa de Les mamelles de Tirésias, bajo cuyo

título se hallaba escrito simplemente: 'drama'.

Yo propuse entonces a Apollinaire que añadiese

algo. 'En efecto —me dijo—, añadamos supernatur

aliste!; pero yo protesté contra esa adjetivación

que no convenía por varias razones. Apollinaire,

convencido en el acto, dijo: 'pongamos entonces

s u r r é a lis te La palabra conveniente estaba hallada.

» Las razones que le llevaron a desechar la

voz supernaturalisme es que ya había sido empleada,

con sentido distinto, por Baudelaire y por

Nerval. Por su parte, Saint-Pol Roux, ya en nuestro

siglo, había hablado de un «idéoréalisme».

Bretón reconoce estos antecedentes y advierte

que, en homenaje a Apollinaire, Soupault —con

quien escribió el primer ensayo del género, las

prosas automáticas de Les champs magnétiques—

v él adoptaron surréalisme para el nuevo modo

de expresión.

EL PRIMER MANIFIESTO DE BRETON.

DEFINICIONES

Antirrealismo, antinaturalismo, negación y aun

execración absoluta de lo real como materia y base

del arte es lo que resalta, desde las primeras páginas

en el primer Manifiesto de Bretón. «Hay que

24 Superrealismo

hacer —exclama— el proceso de la actitud realista.

» Se rebela contra el «reinado de la lógica», contra

«el racionalismo absoluto que sólo permite captar

los hechos relacionados estrictamente con

nuestra experiencia». Elogia «los descubrimientos

de Freud, gracias a los cuales el explorador humano

podrá ir más lejos en sus búsquedas, autorizado

ya a no considerar únicamente las realidades

sumarias». Y afirma categóricamente: «La imaginación

está a punto de recobrar sus derechos.» El

camino para ello consistirá en no cerrar las vías

de expresión a los sueños con el muro de la realidad.

«Creo —aclara Bretón— en la resolución

futura de esos dos estados, en apariencia tan contradictorios,

como son el Sueño y la realidad; en

una especie de realidad absoluta, de superrealidad,

si así puede decirse.» Pero no es una fusión,

sino una supremacía completa del sueño lo que

desea, según revela esta anécdota que cuenta de

Saint-Pol Roux. Este poeta (a quien tributarían

años después un homenaje que alcanzó caracteres

borrascosos, murió víctima en 1940 de la invasión

nazi) en el momento de acostarse solía dejar un

cartel en la puerta de su habitación: «El poeta

trabaja.» En suma, Bretón alaba sin medida «lo

maravilloso, siempre maravilloso, sea cual fuere».

Mas ese maravilloso nada tiene de mítico, menos

aún de moderno; se queda en los confines algo

descoloridos de un romanticismo negro, tan avernal

como convencional, propio de las novelas inglesas

de terror muy 1820 como El monje de

Lewis. Lo prueba el hecho —no subrayado por

ningún comentarista— de ese castillo imaginario

que Bretón sueña habitado por sus amigos o afines

de entonces. He aquí iniciales antinomias de

un movimiento cual el superrealismo que en su

primer aspecto se manifiesta como anacrónico:

neorromántico, y por ello absolutamente inclinado

al sentimiento, enemigo de la razón; rebelde, en

rebelión contra el mundo exterior más que contra

una sociedad determinada. Anacronismo, destiempo

en que no se ha reparado: a distancia de años

El primer manifiesto de Bretón 25

es difícil reconstruirlo, pero retrotrayéndolo a la

década del 20 y al estado de espíritu entonces dominante

resulta claramente visible. En efecto, era

aquél un período de ardorosa, invencible modernidad.

A él hubiera correspondido esta exhortación

de Rimbaud (Une saison en enfer): «II faut

étre absolument moderne». Fundado quizá sobre

cierta base de ingenuidad, dominaba entonces una

jubilosa vitalidad afirmativa, que en lo artístico

se traducía mediante la incorporación de nuevos

elementos, frescos estímulos temáticos. Contrariamente,

ni la menor apariencia de modernidad en

los motivos conductores que aportaba el superrealismo;

antes bien, la negación y descrédito más

absoluto de todos sus símbolos y «slogans»: racionalismo,

funcionalismo, maqumismo.

Mas —cortando estos primeros reparos— vengamos

a la definición del superrealismo, muy reproducida,

pero que no podemos dejar de incluir

aquí, por André Bretón:

«Automatismo psíquico, mediante el cual se

pretende expresar, sea verbalmente, por escrito

o de otra manera, el funcionamiento real

del pensamiento. Dictado del pensamiento con

ausencia de toda vigilancia ejercida por la razón,

fuera de toda preocupación estética o

moral.»

Por cierto, esta última cláusula no tardó en ser

felizmente contradicha, pues —anticipemos— lo

que treinta, cuarenta años después emerge del

superrealismo son ciertas actitudes éticas ante algunas

crisis de conciencia (por ejemplo cuando

se produjo la escisión de los afiliados al comunismo),

junto con la talla moral imperturbablemente

mantenida por Bretón, siempre exento de

concesiones y compromisos.

En cuanto a su definición filosófica, léase a continuación:

«El superrealismo reposa sobre la creencia

en la realidad superior de ciertas formas de

26 Superrealismo

asociación desdeñadas hasta ahora, en la omnipotencia

del sueño, en el juego desinteresado

del pensamiento. Tiende a desacreditar

definitivamente todos los demás mecanismos

psíquicos, reemplazándolos en la resolución

de los principales problemas de la vida.»

Finalmente, una relación de aquellos que habían

«dado fe de superrealismo absoluto»: Aragón, Barón,

Boiffard, Bretón, Carrive, Crevel, Delteil,

Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morisse,

Naville, Noli, Péret, Picón, Soupault, Vitrac.

Seis años después, cuando Bretón publica el segundo

Manifiesto no le quedan más que tres nombres

fieles: Aragón, Eluard y Péret, aunque otros

nuevos se hayan incorporado. Mayor vigencia conserva

cierta relación de precursores superrealistas.

Encabezándola con «Dante y, en sus mejores días,

Shakespeare»; seguía luego una larga lista: Swift,

Sade, Chateaubriand, B. Constant, V. Hugo, Desbordes-

Valmore, A. Bertrand, Rabbe, Poe, Baudelaire,

Rimbaud, Mallarmé, Jarry, Nouveau, Fargue,

Vaché, Reverdy, Saint-John Perse, Roussel.

Carácter definitorio asume también cierto párrafo

—casi nunca recordado— de Louis Aragón,

perteneciente no al manifiesto Une vague de reves,

sino a Le paysan de Paris:

«Anuncio al mundo que acaba de nacer un

vicio nuevo, un vértigo más, el superrealismo,

hijo del frenesí y de la sombra. Entrad; aquí

comenzaron los reinos de lo instantáneo. [...]

El vicio llamado superrealismo es el empleo

irregular y pasional del estupefaciente imagen,

o más bien, de la provocación sin albedrío

de la imagen por sí misma y por todo

lo que aporta al dominio de la representación,

ya que cualquier imagen, a cada embate, invita

a revisar todo el universo. Destrucciones

espléndidas: el principio de utilidad se hará

extraño a todos los que practiquen este vicio

superior.»

El primer manifiesto de Bretón 27

En la práctica, tales teorías se traducen inicialmente

mediante la «escritura automática» —ia decir

verdad, siempre un poco forzada desde el momento

en que el autor adquiere inevitablemente

conciencia de ella—. Pero esta conciencia del hecho

de escribir «dejándose llevar», para lo cual

se sitúan en un estado más cercano del sueño

que de la vigilia, les permite dar rienda suelta

a su fondo no consciente. Descubren —vienen a

explicarnos— que el azar es el gran vehículo de

lo maravilloso y que las imágenes insólitas brotan

en aquel estado especial que precede a la llegada

del sueño. Bretón cuenta cómo un día, en tal momento,

estaba rumiando una frase insistente, nítidamente

articulada, que «golpeaba la ventana».

Era algo así como «hay un hombre cortado en

dos por la ventana», en lo que no podía haber

equívoco, pues surgía acompañada por la débil

representación visual de un hombre en marcha

y seccionado en su mitad por una ventana perpendicular

al eje de su cuerpo. Como quiera que

en aquel tiempo vivía preocupado de Freud (pocos

años antes, durante la guerra, en su condición

de estudiante de medicina, Bretón había hecho

ensayos psicoanalíticos con algunos soldados afectados

de traumas psíquicos) trató —dice— de obtener

de sí mismo lo que se les pide a los enfermos:.

«un monólogo de elocución rapidísima, sin

intervención de ningún juicio». En esta disposición

de espíritu resolvió un buen día, con Philippe

Soupault, pero cada uno por su cuenta, aplicarse

«a emborronar papel con un plausible desprecio

de lo que resultara literariamente». Y así

nació un librito, Les champs magnétiques, en 1919.

La íeceta que Bretón da, no sin humor, para escribir

de modo superrealista es la siguiente:

«Haced que os traigan recado de escribir,

después de haberos establecido en un lugar

propicio a la concentración de espíritu. Haced

abstracción de vuestro genio, de vuestros talentos

y de los ajenos. Decios que la litera28

Superrealismo

tura es uno de los más tristes caminos que

llevan a todo. Escribid rápidamente, sin tema

preconcebido, bastante de prisa para no olvidar

y no sentir la tentación de releeros. La

frase vendrá por sí sola, pues es verdad que,

en cada segundo, hay una frase extraña a

nuestro pensamiento consciente que sólo pide

exteriorizarse.»

PRIMERAS OBJECIONES.

SUPERREALISMO Y PSICOANALISIS

¿Qué tiene de nuevo el procedimiento así descrito?

¿Acaso el denostado «trance» de inspiración

romántico no supone en el escritor sumergirse

en una especie de nebulosa, en un estado a medias

lúcido? La única diferencia es que con el

superrealismo el escritor se abandona por entero

a las fuerzas oscuras de lo inconsciente, hace por

provocarlas; escarba en su interior, con el propósito

de aflorar el oro y la escoria —con preferencia

lo segundo—, hasta los últimos posos más turbios,

que de otra forma no se atrevería a sacar a luz.

Los superrealistas traspasan a la literatura, convierten

en sistema el método que Freud había

descubierto desde comienzos de siglo, pero que

sólo en la década del 20 logró plena expansión,

para curar las neurosis mediante la confesión catártica.

No con fines terapéuticos, sino con el de

hallar un filón de poesía insólita, los superrealistas

aplícanse durante algún tiempo a provocar

«sueños despiertos» en algunos del mismo grupo,

señaladamente Robert Desnos y René Crevel. Este

es el período (1923-1925) que en la historia de los

anales superrealistas se conoce como «época de

los sueños», a la cual sucederá la «época razonante

». Dados los riesgos que se cernían sobre

estos experimentos y sus equívocas proximidades

con el espiritismo, Bretón hubo de suspenderlos,

sin perjuicio de recaer años más tarde en otro

foso semejante: el ocultismo.

Pero el riesgo máximo de confusiones viene de

Superrealismo y psicoanálisis 29

otro lugar. Si el psicoanálisis ha sido reconocido

como un método para la interpretación de los sueños,

¿supone ello aceptar que tal procedimiento

pueda homologarse con el de la creación artística

o, más ambiciosamente todavía, constituir su más

directo camino de acceso? Cierto es que el estado

poético, la tan alabada por algunos como denostada

por otros inspiración (así Paul Valéry, quien

confesaba preferir cualquier producto ordinario

consciente a la más leve centella de genialidad

lograda en la inconsciencia), supone habitualmente

cierto abandono de la lucidez. Mas ¿por qué

aceptar que cualquier transporte o alienación haya

de dar origen a una obra estéticamente valedera?

¿Por qué el sueño ha de ser la vía más segura

de acceso a la creación literaria, aun reduciendo

ésta a la poesía, y aún más, estrechándola al único

ramo de la lírica, lo que ya es una merma muy

sustancial de la pluralidad expresiva que ofrece

el arte? Tal es el error en que se precipitan los

superrealistas mediante la explotación unilateral

del psicoanálisis y el empleo de la escritura automática.

Cierto es que Bretón y los suyos, curándose

en salud, declararon desde el primer momento

que la «calidad» no les interesaba al despreciar

la literatura, inclusive la que no se califica —o

descalifica, más bien— entre comillas. Pero el resultado

pronto estuvo a la vista: no habían pasado

muchos años cuando el mismo autor debió confesar

que «la historia de la escritura automática

sólo era una serie de fracasos e infortunios».

Más recientemente (en un artículo de 1953, «Del

superrealismo y sus obras vivas», incluido en la

última edición de los Manifestes du surréalisme,

1963), buscando una tangente, pero falseando algo

los propósitos iniciales, escribe que mediante el

fallido procedimiento intentaban «reencontrar el

secreto del lenguaje». Se trataba —dice— de «sustraer

el lenguaje al uso cada vez más estrictamente

utilitario, único medio para emanciparlo

y devolverle todo su poder». Empeño al que —no

lo olvidemos— en los últimos lustros se aplica30

Superrealismo

ron otros con más provecho que los superrealistas,

desde Joyce y los corifeos del «lenguaje de

la noche» hasta Henri Michaux y E. E. Cummings.

Por cierto —anotemos al pasar—, las innovaciones

verbales del superrealismo han sido nulas, y

si hay un ejemplo de prosa académica —en el

buen sentido de la palabra—, regida por la mesura

y peraltada por cierto énfasis es la del propio

autor de Nadja.

Los practicantes de esa escuela, deslumbrados

ante los primeros fulgores freudianos, optaron por

el camino más corto —una simple mimesis de la

elocución catártica propia de los psicoanalizados—,

estimando que tal procedimiento ofrecería

interés por el hecho de transmitirlo al papel.

Antes de seguir aclararé: ninguna de estas objeciones

implica negar que antes y después de

Freud el sueño sea un fermento de la obra literaria,

pero de ahí a considerarlo como método

y valor único media, una distancia insalvable. Ya

los románticos alemanes —según ha documentado

Albert Béguin (L’áme romantique et le reve)—

otorgaron al sueño un valor poético capital. Novalis

llega a sostener que la poesía es la única verdad

y que se reconoce en su alejamiento de la realidad:

«la poesía es lo real absoluto». Jean Paul,

en tres tratados teóricos, desenvuelve las relaciones

entre sueño y poesía; considera el sueño como

una poesía involuntaria. Para Nerval el sueño es

una segunda vida. Pero ¿acaso no parten de un

espejismo? Roger Caillois (L’incertitude qui vient

des revés) quiere demostrar que, contra la opinión

común, el sueño no es vago ni confuso; antes

bien, duro y categórico. Opinión muy subjetiva

que admite otras adversas; acierta más tal vez

cuando, mediante ejemplos, niega todo valor premonitorio

al sueño. Pero en este punto la experiencia

personal es incanjeable, y cualquier sueño,

por su esencial ambigüedad, admite contrarias interpretaciones:

todas ellas son «dirigidas» al pretender

descifrarlas.

Pero lo que importa, en el plano del arte, es

Superrealismo y psicoanálisis 31

medir y valorar la calidad puramente estética del

producto que los sueños pueden engendrar. Reaccionando

tempranamente contra la confusión ya

apuntada (la abusiva ecuación: sueño igual a poesía,

igual a obra de arte) es oportuno recordar

que, ya en un artículo de 1936, Fernando Vela

hacía estas puntualizaciones: «Si de acuerdo con

los principios superrealistas dejamos que el inconsciente

actúe de continuo, no sólo en determinados

instantes, y transcribimos sin desfiguración

sus impresiones, recogeremos una magnífica

cosecha de imágenes insólitas y maravillas extraordinarias;

la excepción se hará regla. Si los razonamientos

tuviesen en arte igual efectividad que

en la ciencia, es evidente que el literato suprarrealista,

poseedor del magnífico secreto, gozaría

de todas las ventajas prácticas de una patente.

El Manifeste du surréalisme valdría como el prospecto

de un abono o fertilizante espiritual y Poisson

s o lu b le que le sigue, como la muestra de la

rozagante mazorca cosechada.» Pero en realidad

—en la realidad de los resultados literarios— dista

mucho de ser así. La teoría del superrealismo ha

ido siempre mucho más lejos que el logro de los

textos superrealistas propiamente dichos. Hay una

prueba irrefutable: la primera edición del Manifesté

du surréalisme en 1924 se completa con un

texto más extenso: una serie de ejemplos de escritura

automática bajo el título de Poisson soluble.

Pues bien, ¿cuántos han leído esas páginas?

¿Ha dado alguien su sincero paréete sobre esa

especie de poemas en prosa, sin brillo fu relieve,

con ligeras discordancias de sentido en la frase;

en suma, una mezcla de reminiscencias románticas,

deliquios sentimentales, sobre una trama voluntariamente

inconexa, pero no lo suficiente para

sorprender o interesar? Los aciertos de Bretón en

cuanto prosista hay que buscarlos años después,

en sus libros seminovelescos, semibiográlicos, confrontaciones

de episodios soñados con otros vividos

por el propio autor y que se llaman Nadja,

L'amour fou y Les vases communicants.

Como en otros casos semejantes, el curso de la

evolución del superrealismo puede seguirse mejor,

con más proximidad que en los libros, en las revistas

y manifiestos. La Révolution Surréaliste4

—cuyas portadas, por lo general, le daban un aire

de revista paracientífica— se presenta como órgano

de la oficina de investigaciones superrealistas.

En la cubierta del primer número resalta esta

afirmación con grandes letras: «Hay que llegar a

una nueva afirmación de los derechos del hombre

» que, según se deduce de páginas posteriores

y del manifiesto de Bretón, son más bien los «derechos

de la imaginación». En la parte central de

la misma página aparece la fotografía de una anarquista,

en aquellos años famosa, orlada por las

cabezas de los superrealistas, más la de Freud.

El artículo editorial está firmado por J. A. Boiffard,

Paul Eluard y Roger Vitrac, y contiene frases

como éstas: «Puesto que el proceso de la inteligencia

ya está hecho y la inteligencia deja de ser

tenida en cuenta, únicamente el sueño concede al

hombre todos sus derechos a la libertad...»; «ya

los autómatas se multiplican y sueñan; en los cafés

piden rápidamente recado de escribir; las mesas

de mármol son los grafismos de su expresión...

». «La Revolución, la Revolución. El realismo

es escamondar los árboles; el superrealismo

es escamondar la vida.» Muy aficionados a las

consultas y cotejos —según había demostrado ya

en Littérature al preguntar: «¿Por qué escribe

usted?»—, inician varias encuestas. La primera

4 Su número 1 apareció en diciembre de 1924; el 12 y

último, en diciembre de 1929. Fue continuada, un año después,

por Le surréalisme ati service de la Révolution, cuyos

seis números van de julio de 1930 a mayo de 1933. En

cuanto a Minotaure, aun no siendo específicamente superrealista,

está presidida por tal espíritu, sobre todo en la

parte artística y g r á fic a ; sus doce números se extienden

desde junio de 19Í3 a octubre de 1938. Los números especiales

de revistas, tanto como los libros teórico-críticos,

se registran —según lo anunciado— en la bibliografía final.

HISTORIA Y ANECDOTA

Historia y anécdota 33

delatando el relente, la atmósfera ancestral del

romanticisco 1820, donde de modo subconsciente

se mueven, a despecho de otros signos adversos,

interroga: «¿Es una solución el suicidio?» En su

lugar quedarán señalados los «ejemplos prácticos

». Otras encuestas son: «Rebuscas sobre la sexualidad

». «¿Qué clase de esperanzas pone usted

en el amor?»; años más tarde, en Minotaure (1933):

«¿Puede usted decirnos cuál ha sido el encuentro

capital de su vida?» En cuanto a la literatura

—¡perdón!— propiamente dicha que aportaron,

en ese primer número mencionado, aparecen sueños

de Chirico y Bretón, «textos superrealistas»

de Desnos, Péret, Malkine, Morisse, crónicas de

Aragón, Soupault, Delteil, etc.; nombres que menciono

solamente para dar noción de la diversidad

de autores que pasaron en un momento dado por

esa escuela.

No tarda mucho en producirse una rasgadura.

Surge cuando uno de los que figuraban como directores

de la revista, Pierre Naville, afirma, en el

número 3, la imposibilidad de que se produzca una

expresión plástica del automatismo del pensamiento;

esto es, una pintura y una escultura superrealistas.

Se equivocaba plenamente, pues en realidad

la mejor cosecha que lleva recogida el superrealismo

se da en el campo de la plástica, según

detallaremos más adelante; baste sólo ahora mencionar,

aparte los cuadros de Chirico, bastante anteriores

en fecha, los verdaderamente extraños,

turbadores, pegotes y montajes de Max Ernst; la

incorporación de Dalí es posterior. Bretón expulsa

al disidente, asume la dirección de la revista y

comienza a publicar las disquisiciones sobre Le

surréalisme et la peinture, aparecidas poco más

tarde en libro, 1928. No entraremos ahora en su

análisis; retengamos únicamente esta frase: «La

obra plástica, para responder a la necesidad de

revisión absoluta de los valores reales en que hoy

todos los espíritus concuerdan, se referirá a un

modelo puramente; interior o no existirá.» Luego

si quisiéramos resumir provisionalmente todos

II.—3

34 Superrealismo

sus alegatos, veríamos que también en este punto

tienden a desacreditar no ya sólo el mundo exterior,

sino más ampliamente la representación artística

de la realidad; a tal punto que el superrealismo

bien pudiera haberse llamado más exacta

y ampliamente antirrealismo.

Otra escisión de mayores alcances surge cuando

quieren pasar al plano empírico su revolucionarismo

ideal, a partir de un manifiesto de 1925

titulado La revolución ante todo y siempre, que

junto con sus dilatadas prolongaciones merecerá

capítulo aparte. De hecho, por lo demás, las proclamas

estrictamente literarias se enrarecen hasta

casi desaparecer y todas tienden más bien hacia

objetivos revolucionarios.

Una excepción es el manifiesto que una docena

de superrealistas endereza contra André Bretón,

bajo el título de Un cadavre; el mismo rótulo

que varios de los mismos habían utilizado seis

años antes para despedir burlona e iracundamente

a Anatole France. Pues bien, a raíz del Second

manifeste du surréalisme, donde Bretón atacaba

implacablemente, acusándoles de «desviaciones» y

concesiones, a varios de sus primeros camaradas

como Soupault, Ribemont-Dessaignes, Desnos, Vitrac

y el pintor Masson, entre otros, éstos replican

en una hoja tan agresiva como ingeniosa y

caricaturesca. Y sin embargo, el culto que poco

antes habían rendido esos escritores o que le rindieron

otros después, seducidos por cierta imantación

espiritual, cierto aire superior que desprendía

la figura de Bretón, no puede olvidarse; ejemplos

de tal influjo se encuentran en algunas páginas

de los recuerdos de un testigo llegado de otro

horizonte y por ello imparcial: Mathew Josephson.

Las filípicas de Bretón no se limitaban a los nombres

citados, unidos a Artaud, Delteil, Gérard, Limbour;

se extendían .también a los antecesores: a

Rimbaud —uno de los totems del superrealismo,

junto con Lautréamont, Sade y pocos más—, reprochándole

que «no haya hecho completamente

imposibles ciertas interpretaciones deshonrosas de

Historia y anécdota 35

su pensamiento, género Claudel»; asimismo dirigía

recriminaciones postumas a Baudelaire y a Poe.

Aparte estos «saldos de cuentas» actuales y retrospectivos,

la única novedad que este segundo manifiesto

introduce consiste en ciertas imprevistas

alusiones a la alquimia, a la magia, a la astrología,

justificadas en parte por el declarado amor de

Bretón a lo «maravilloso», pero que casan de forma

demasiado incongruente con las citas respecticas

de Marx, Engels, Feuerbach. ¡Extraño, imposible

maridaje de la magia con el materialismo

dialéctico!

Compensando las fugas se producen algunas incorporaciones

importantes: tales las de Salvador

Dalí y Luis Buñuel con sus filmes Le chien andalón

y L’áge d’or, estrenados en París, en 1929 y

1931, respectivamente. Ambas películas están montadas

sobre secuencias tan incongruentes como

provocativas. Cristalizan en ellas la «belleza convulsiva

» y la intención agresiva, postulados esenciales

de las más genuinas invenciones superrealistas,

y se combinan con el empleo de símbolos

freudianos. Todas sus escenas e imágenes no tienden

sustancialmente sino a inquietar, sacudir y

aun irritar al espectador: así, en El perro andaluz,

la navaja de afeitar que corta el ojo de una muchacha;

la mano y la axila de otra mujer llena de

hormigas; un asno muerto tendido sobre el teclado

de un piano de cola; y en La edad de oro los

esqueletos de obispos mitrados sobre las rocas

de una playa... (Ahí se hallan los gérmenes —sadismo,

violencia, crueldad— de los filmes más

cabales que años después produciría Buñuel: Los

olvidados, Viridiana...). La edad de oro alcanzó

plenamente su ideal provocador. El cinematógrafo

parisino donde se exhibía —Studio 28— sufrió un

ataque a mano armada de los «camelots du roi»,

quienes arrojaron tinta sobre la pantalla y destruyeron

el vestíbulo. El filme fue luego prohibido

por la policía. Entretanto Dalí aporta su método

de «criticismo paranoico», expuesto en el

libro La femme visible, que ilustra un retrato de36

Superrealismo

moníaco de Gala. Al mismo tiempo, en pugna con

el racionalismo y el funcionalismo de la arquitectura

y la decoración contemporánea, Dalí inicia la

ola de rehabilitación de un estilo cursi y abolido

como el «art nouveau» —o más exactamente Ju•

gendstil, dada su procedencia germánica— de fines

del siglo xix y comienzos del siglo actual. Surgen

asimismo los objetos de funcionamiento simbólico,

«basados —Dalí dixit— en los fantasmas y

representaciones susceptibles de ser provocados

por la realización de actos inconscientes». Por su

parte, Bretón y Eluard se aplican a escribir ensayos

de simulación de los diversos estados de delirio

propios de los locos, a modo de ejemplos

quizá no tanto de pura poesía como de la imaginación

sin trabas: de ahí el título Uimmaculée

conception (1930) que publican en colaboración.

Aragón en La peinture au défi lanza un reto a la

pintura con pinceles y exalta como medio supremo

el «collage». Sus mejores ejemplos: los álbumes

La femme 100 tétes y Une semaine de bonté,

donde Max Ernst consigue los efectos más turbadores

mediante la superposición sobre la misma

lámina de recortes tomados de ilustraciones correspondientes

a folletines antiguos y libros médicos,

botánicos, etc. Se evidencia así cómo la incongruencia

de las imágenes gráficas es mil veces

superior a la realizada mediante palabras.

A principios de la década del 30 el superrealismo

logra repercusión en otros países. Se constituyen

grupos y se celebran exposiciones en Londres,

Praga, Belgrado, Tokio, Copenhague... En

España su único eco conjunto se da en Tenerife

mediante la Gaceta de Arte que allí publica Eduardo

Westerdhal; los reflejos hispanoamericanos

—que más adelante apuntaremos— son más débiles

y tardíos. Ya al final del período entre dos

guerras, el superrealismo parece alcanzar su clímax.

Aludimos a una exposición internacional del

grupo donde figuran representados catorce países.

Es una muestra decisiva no sólo efi cuanto revela

la irradiación alcanzada, sino por el catálogo que

Historia y anécdota 37

le acompaña y que es uno de los más curiosos

textos del movimiento: un Dictionnaire abrégé du

surréalisme; finalmente por la fecha, 1938, epílogo

de un precario mundo de paz, ya que la segunda

guerra había de ser fatal para dicha escuela.

Ramón Gómez de la Serna, en un capítulo de

sus Ismos, transcribió alguna de las definiciones

que componen el citado Diccionario abreviado del

superrealismo. Pero en rigor, pocas son las que

dan en el blanco •• de la aguda o de la perfecta

incongruencia. Por ejemplo: «Arte. Concha blanca

en una cubeta de agua.» «Belleza. La belleza será

convulsiva o nada. A. Bretón.» «Muleta. Soporte de

madera que deriva de la filosofía cartesiana. Generalmente

sirve de sostén a la ternura de las

estructuras blandas. S. Dalí.» «Cadáver exquisito.

Juego de papel plegado que consiste en componer

un dibujo, una frase por varias personas, sin que

ninguna de ellas pueda tener en cuenta las colaboraciones

precedentes. El ejemplo, hecho clásico,

que ha dado su nombre al juego, es la primera

frase obtenida mediante tal procedimiento: 'El

cadáver —exquisito— beberá —un vino— nuevo1.»

«Erotismo. Ceremonia fastuosa en un subterráneo.

» «Hegel. Todavía hoy es menester interrogar

a Hegel sobre lo bien o lo mal fundado de la

estética süperrealista.» «Superrealismo. Mediante

la aplicación de la sentencia hegeliana: Todo lo

que es real es racional, y todo lo que es racional

es real' puede esperarse que lo racional abrace

en todos los puntos la marcha de lo real; y, efectivamente,

la razón de hoy nada se propone tanto

como la asimilación continua de lo irracional, asimilación

mediante cuyo proceso lo racional está

llamado a reorganizarse sin cesar, para reafirmarse

y acrecerse. En este sentido debemos admitir

que el superrealismo va acompañado necesariamente

de un superracionalismo (la palabra pertenece

a Gastón Bachelard) que le dobla y le mide.

A. Bretón.» «Razón. Nube comida por la luna».

38 Superrealismo

«Seno. El seno es el pecho elevado al estado de

misterio, el pecho moralizado. Novalis.»

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