sábado, 5 de marzo de 2022

LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMAN BROCH. FRAGMENTOS. I.



 ¿Quiénes eran los tres? ¿Enviados del infierno, mandados por el barrio de la miseria, en cuyas hileras de ventanas había mirado, obligado despiadadamente por el destino? ¿qué vería todavía, qué más debía suceder aún? ¿no era suficiente, no era suficiente todavía? Oh, no habían sido para él esta vez los ultrajes, no el escarnio y la irrisión, que habían sacudido a los tres, esta chillante, ladrante, contagiosa risa masculina, sin semejanza ninguna con la risa femenina de la calle de la miseria; no, en esta risa hervía algo peor, espantoso y terrible, y era el terror de lo real, que ya no se dirige al hombre, ni a él que lo había visto y oído desde la ventana, ni a otro hombre cualquiera, como un idioma que ya no es puente entre hombres, como una risa extrahumana cuyo alcance escarnecedor abarca la existencia del mundo real como tal, y que llegando más allá de todo campo humano, ya no se ríe del hombre, sino que simplemente lo aniquila dejando el mundo al descubierto; ¡oh, así había sonado en la risa de las tres figuras, expresando horror, transmitiendo horror, la risa humana, la risa del horror rugiendo sus bromas! 

(...)

Allá en el cielo del sur, allá, inmóvil y mudo, tendía Sagitario el arco contra Escorpio; en dirección a Sagitario habían desaparecido los tres y en el silencio seguían ondeando una y otra vez, primero desgarrados groseramente, luego levemente desflecados, primero multicolores, luego grises y finalmente perdidos los inmundos jirones residuales de sus palabras ultrajantes, una carcajada estentórea, escurridiza, gorda de mujer, ofreciendo y ordenando en su lloriqueante lamento, un par de palabras de bajo engolado del cojo, una y otra vez su ladrante risa, finalmente apenas sólo un maldecir crepuscular, casi lejanamente doloroso, casi vuelto delicado y confundido con los otros ruidos de la lejanía nocturna, entretejido y fundido en uno con cada tono, con cada último resto tonal que se desprendía de la lejanía, fundido en uno con el onírico canto de un somnoliento gallo plateado, fundido en uno con el ladrar perdido de dos perros, que en algún sitio, fuera, en la extensión centelleante, tal vez en algún solar, tal vez en alguna casa campestre, se gritaban mutuamente su presencia lunar, el diálogo sin puentes del animal fundido en uno con el sonido de una canción humana que llegaba a jirones de la zona del puerto, reconocible aún en su origen, traída por un soplo del norte, pero ya casi sin dirección también esto delicado, aunque probablemente perteneciera a un obsceno canto de marinos, sofocado por risotadas, en una taberna maloliente a vino, delicado y nostálgico, como si fuera la muda lejanía, como si fuera su rígido más allá el lugar donde se unían en un nuevo idioma la muda voz de la risa y la muda voz de la música, ambos lenguajes fuera del lenguaje, debajo y sobre el límite de la conjunción humana, unidos en un lenguaje en el cual lo tremendo de la risa es milagrosamente absorbido por la gracia de lo bello, pero no eliminado, sino reforzado hasta un doble terror, vuelto mudo idioma de la rígida lejanía extrahumana y de su abandono, lenguaje ajeno a cualquier lengua materna, inescrutable lenguaje de la absoluta intraducibilidad, incomprensiblemente llegado al mundo, incomprensible e impenetrablemente penetrando el mundo con su propia lejanía, necesariamente presente en el mundo sin haberlo alterado, y por eso mismo doblemente incomprensible, inefablemente incomprensible como la necesaria irrealidad de lo real inalterado.

(...)

... goce sibarita que desprecia el conocimiento ...

(...)

Ahí se hallaba él sostenido, por él se hallaba encerrado; estaba encerrado por el espacio del aliento humano, pero excluido del espacio de las esferas, del espacio del verdadero aliento. 

(...)

 ¡Ay, ni el mismo Orfeo lo había logrado, ni el mismo Orfeo en la grandeza de su inmortalidad justificó tan ambiciosos sueños de desmedida vanidad ni tan punible sobreestimación de la poesía!


viernes, 4 de marzo de 2022

LA MUERTE DE VIRGILIO. FRAGMENTO. "Tiempo corría arriba, tiempo corría abajo, oculto tiempo de la noche...".

 


"Tiempo corría arriba, tiempo corría abajo, oculto tiempo de la noche, fluyendo de nuevo en sus venas, fluyendo de nuevo en las órbitas de los astros, segundo tras segundo sin espacio, tiempo de nuevo concedido, tiempo redivivo, inexorable ley del tiempo, superior al destino, supresora del acaso, liberada del decurso, presente de eterna duración, al que se veía proyectado:

ley y tiempo, 

nacidos uno del otro, 

eliminándose uno a otro y siempre generándose de nuevo, 

reflejándose uno a otro y sólo así visibles, 

cadena de las imágenes y contra-imágenes que abarcan el tiempo, 

que abarcan la imagen primigenia, 

sin poder concebir ninguno de ellos hasta el fin y sin embargo 

saliéndose más y más del tiempo, 

hasta que en el último eco de su armonía, 

hasta que en un último símbolo 

se une el de la muerte con el de toda vida, 

la imagen que es la realidad del alma, 

su mansión, su ahora sin tiempo y por eso 

la ley en ella realizada, 

su necesidad".

(FRAGMENTO. LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMANN BROCH).

Fuente:Hermann Broch.

La muerte de Virgilio.
Versión de J.M. Ripalda 
sobre traducción de A. Gregori.
Alianza. El libro de bolsillo. Madrid, 2019.

UN DRAMA DE GARCÍA LORCA: MARIANA PINEDA. Francisco de Ayala.

 



 UN DRAMA DE GARCÍA LORCA: MARIANA PINEDA[25]

[25] AYALA, Francisco, «Un drama de García Lorca. Mariana Pineda (Estatua de piedra, estatua de cera)», La Gaceta Literaria, n.º 13, Madrid, 1 de julio de 1927, p. 5. Obras completas, III, 1996, p. 358. Nuestro agradecimiento al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. 

Francisco Ayala

Plaza de la Mariana, de Marianita Pineda. Plaza fría, de encajes blancos, almidonados. (Y de encaje romántico, exactamente.) Situada: entre un teatro y un cuartel —farsantería, pronunciamientos. Discursos, toques de corneta: siglo XIX.

Situada: entre el barrio —infame— de los prostíbulos y el barrio de la Virgen de las Angustias, aristocrático y devoto.

Con un costado de tabernas polícromas. Con un escape —calle de Enriqueta Lozano— al novelismo lacrimoso del último romanticismo provinciano. Con ruidos de entraña épica. Con ronda de niñas.

Y en el centro —eje de suscitaciones múltiples y de virajes de murciélago—, la estatua imponente, blanca, de Mariana Pineda.

Mariana Pineda: exangüe, nieve exprimida, sin corazón, sin viento para sus cabellos de piedra… Estatua de cera —un momento— conturbada por visiones cinematográficas de su vida y de su muerte patibularia, que evoca la ronda de niñas en flechas azules de voz quebrada.

(Hay que santificarla ya a Mariana Pineda. Hay que ir pensando ya en el expediente, etc.)

Sobre las gradas geométricas duermen vagabundos un sueño de aleluyas —verdes, amarillas, rojas— de romanticismo increíble y de poesía popular.

Juglar de los sueños —el hombre del puntero y el cartel truculento—: Federico García Lorca. Y su cartel nuevo, deshumanizante —«Mariana Pineda», tres actos, decorado de Salvador Dalí—, la historia enorme de la Mariana. En viñetas sucesivas. Con ademanes sueltos. Emociones de cristal. Y la incorporación consciente de elementos retrospectivos.

Federico ha cantado, con su voz alegre, la historia de Mariana, y le ha rodeado la espléndida garganta con un collar de imágenes nuevas. A lo largo de su drama. De su romance. De su tragedia.

La génesis de esta obra de García Lorca es antigua. Ahincada.

Venía del pueblo a la capital —Granada— a ver el teatro por primera vez en su vida. Frente al teatro, la Mariana. «¿Qué es eso?» «La Mariana, niño.» (La Mariana, lívida, entre focos de gas. En aquella noche remota. Y amarga. Porque le dijeron en el teatro: NO HAY TEATRO, y estas palabras —no… hay… teatro…— apretaron el corazón del pseudo-gitanillo.)

Ay, niño. Que se perdió entre la gente: niño perdido. ¿Dónde lo hallaron, con el primer romance entre los dientes, como colilla de cigarro? ¿Dónde lo hallaron, repitiendo el romance de Mariana Pineda, que habían cantado las chicas? Ay, niño. Que lo encontraron, luego, maestro entre los doctores.

Doctor de ciencia infusa —escribe con una pluma del ala de San Miguel, mojada en el tintero oblongo de la Plaza Larga—: Prodigio —torero— con alamares de risa. (Sin que faltara nunca lo de Ha quedao magistral.)

—Y dime, Federico…

—Ah. No es una heroína para odas. No es eso. Mariana era una burguesa. Lírica. Al final se convierte en la personificación de la Libertad, por haber comprendido que su amante la traicionaba con la Libertad.

—Y dime, Federico…

—Nadie había dicho nada de esta figura del siglo XIX. Nadie había reparado en ella. Era obligación mía exaltarla. Yo sentía ese imperativo. Porque ella es una figura esencialmente lírica. Sin odas. Sin milicianos. Sin lápidas de CONSTITUCIÓN. (Esas lápidas terribles —Constitución. Constitución. Constitución—, que tanto me intrigaban de niño.)

—Y dime, Federico…

—Tengo tres versiones completamente distintas del drama. Las primeras, no viables teatralmente. En absoluto… La que estreno implica una conexión, una sincronización. Hay en ella dos planos: uno, amplio, sintético, por el que pueda deslizarse con facilidad la atención de la gente. Al segundo —el doble fondo— sólo llegará una parte del público.

sábado, 19 de febrero de 2022

DURANTE UN ENSAYO, EN EL GOYA, DE MARIANA PINEDA[24] Rafael Moragas. PALABRA DE LORCA.

 


 DURANTE UN ENSAYO, EN EL GOYA, DE MARIANA PINEDA[24]

Rafael Moragas

Nos hallamos en la platea del Goya, en plena tarde calurosa y a la hora en que va a comenzar el ensayo general de «Mariana Pineda». Lo primero que me lleva al teatro, es este sugestivo modo de anunciar una obra. Porque en los carteles acabo de leer lo siguiente: «Romance en tres estampas». Y en el mismo cartel —lo que no me causa extrañeza puesto que el autor de esta «Mariana Pineda» es Federico García Lorca—, el nombre del pintor ampurdanés, Salvador Dalí. Apruebe, pues, el lector, que estas razones motiven que en plena tarde de achicharrante junio, yo me halle en el Goya entre la insigne Margarita Xirgu, el poeta Lorca y este intenso pintor que desde que comenzó a dibujar, tanto admiro como me interesa.

—¿Qué te has propuesto con esta «Mariana Pineda»? —le pregunto al autor.

—¡Qué sé yo! Demostrar que uno quiere mucho estas cosas viejas y que sin quererlas fuertemente es del todo imposible realizarlas —me contesta Lorca. Y agrega—: No he querido madrigalizar a la heroína. Lo que he perseguido, es conservar toda su alma pura y de ejemplo. Fue mi deseo evocar las viejas estampas. Acaso toda mi obra no sea más que un ejemplo de variaciones sobre el tema del romance popular. Por ello en «Mariana Pineda» impera la voz del pueblo y, bajo la invocación del viejo romance, entre versos discretos y desbordes románticos y exaltaciones de gente que por una libertad pone en juego, la vida, pasando de la sordina al fortísimo, que dijéramos, que es donde está la tragedia que tanto he sentido como he querido.

—¿Estás contento de los ensayos?

—No puedes imaginarlo —nos dice—. Tú no sabes qué colaboradora ha sido para mí Margarita. Aquellas obras que la mayoría de las empresas protestan y que a muchas actrices escandalizan por la razón que rompen moldes, a Margarita Xirgu le entusiasman. Ya la oirás vivir esta «Mariana Pineda» y te asombrarás dando la imprecisa sensación de una vida anterior, heroica y amorosa. Ya ves tú si lograr eso es difícil… Pues bien; esta Margarita, que sabe llegar a los recuerdos indefinidos, en el final de la obra, cuando le indican que el patíbulo va a ser su fin, expresa tan extraños sentires, que le hacen dudar a uno de si aún existe «Mariana Pineda» en el mundo.

Nos adentramos en el escenario. Junto a un piano, unas jóvenes actrices de la compañía ajustan las notas del romance. Nuestro querido compañero Fernando Fresno va tomando, lápiz en mano, sus apuntes. Los actores cubren sus cabezas con descomunales cilindros. Las capas románticas embozan los cuellos. Oímos unos rasgueos de guitarra y unos cantos castizos y, entre ellos, las graves notas de un órgano. Guiadas por el segundo apunte, traspasan la escena unas monjas, que cubren sus cabezas con deliciosas tocas. Una España de comienzos del diecinueve plenamente evocada.

Salvador Dalí, el joven ampurdanés, puso en los trajes los últimos detalles. Está viviendo su propia meditación. Dalí no es de los incontenibles: es de los concentradores de los de calidad. Los decorados que ahora construyó para «Mariana Pineda» van a causar sensación entre los entendidos. Ya lo veréis. Raramente he visto una nota de intimidad tan justa y delicada como este interior de la heroína de la obra de García Lorca. Y el huerto conventual, que es ante todo, pintura sincera, da la sensación de que Salvador Dalí pertenece a la categoría de esos pintores privilegiados que ponen algo inconfundible en lo que producen.

 

Anotaciones de Federico García Lorca al artículo de Rafael Moragas en «Durante un ensayo, en el Goya, de “Mariana Pineda”…», La Noche, Barcelona, 23 de junio de 1927: «Este Moragas es delicioso,  dice todo lo contrario que le dije,  como en todas las interviús. / Pero es simpático».

—Para quien conozca la obra de García Lorca —nos dice Dalí—, no le sorprenderá que yo haya pintado así el sentido íntimo de «Mariana Pineda». Desde que conocí este «romance en tres estampas», sentí un culto misterioso por lo que iba a pintar. Simpatizo en extremo con estas suaves ideologías de García Lorca, tanto como con su culta sentimentalidad.

Así va hablando este «Salvador Dalí de voz aceitunada», como lo cantó Lorca en unos admirables versos.

El ensayo general se nos presenta. En el escenario oímos hablar de Torrijos y su fusilamiento. La tragedia se avecina y la niña Mariana Pineda va a sucumbir víctima de crimen espantoso. Margarita Xirgu va recitando cosas muy bellas que surgen de su alma sutil, misteriosa y pronta a todo entusiasmo artístico.


[24] MORAGAS, Rafael, «Durante un ensayo, en el Goya, de “Mariana Pineda”, cambiamos impresiones con el poeta García Lorca y el pintor Salvador Dalí», La Noche, Barcelona, 23 de junio de 1927, p. 3. No figura en Obras completas. Nuestro agradecimiento a Juan de Loxa y al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. <<

jueves, 17 de febrero de 2022

Rafael Inglada & Víctor Fernández Palabra de Lorca. FRAGMENTO.

 


 

Rafael Inglada & Víctor Fernández

 Palabra de Lorca

Declaraciones y entrevistas completas


 

 


 PRÓLOGO:
 LORCA DE VIVA VOZ

Sobre una mesa hay una verdadera montaña de recortes de Prensa. Algo asombroso. Extraordinario. Difícil de describir. Planas enteras. Opiniones. Documentos gráficos. Anécdotas. Al pie de artículos, las mejores firmas…

Se maravilla de esos recortes de prensa —muchos de ellos recogidos en estas páginas— un periodista español, Miguel Pérez Ferrero del Heraldo de Madrid, quien, al contemplar la «montaña» de publicidad que García Lorca ha acumulado orgullosamente sobre la mesa de su apartamento madrileño, se da cuenta de la fama que ha alcanzado su amigo en el extranjero. En abril de 1934, momento de la visita y entrevista de Pérez Ferrero, García Lorca acaba de volver de Buenos Aires y Montevideo donde, gracias al éxito de sus conferencias y de su drama Bodas de sangre, se ha dado cuenta de que «su» teatro —el suyo propio y las obras que dirige— tienen el potencial de llegar no a unos cuantos small and sensitive audiences (frase de una amiga norteamericana, dos años antes), sino a las grandes masas, al «pueblo más pueblo», y no sólo de España sino de todo el mundo hispanohablante.

Aunque le agobian en Buenos Aires «los golpes del asalto del periodista, del fotógrafo, del dibujante, del empresario, del admirador», y aunque está «muy cansado de ser personaje» con fama de torero («vengo de torero herido para dar cuatro conferencias»), Lorca no sólo se deja entrevistar con frecuencia, sino que se apresura a comunicar a sus padres, en Madrid o en Granada, el «escandalazo» que ha armado y lo mucho que se ha escrito sobre él. «Ya veréis los periódicos. Una cosa como cuando vino el príncipe de Gales.» En una sola mañana de octubre, sin levantarse de la cama de su hotel bonaerense, firma veinte álbumes de autógrafos. Se asombra de los «doscientos retratos» que le han sacado los fotógrafos de Buenos Aires y Montevideo y de los «centenares de artículos» que se han publicado sobre su llegada. Semanas más tarde, a mediados de diciembre de 1933, «los periódicos siguen hablando y comentando todo lo que hago. Tengo aquí ya más de veinte sobres atestados [de recortes] y no sé cómo mandar tantos».[1] En la Argentina tiene un asistente para ayudarle con el asalto publicitario (entre otras cosas) y al regresar a España, durante los últimos años de su vida, una agencia de prensa le enviará puntualmente los artículos donde se le menciona.

Como podemos comprobar en estas páginas, recogidas y editadas cuidadosamente por Rafael Inglada, los dos fenómenos —el éxito de sus obras y el «escandalazo» publicitario— están íntimamente relacionados. La creciente popularidad de Lorca como poeta y dramaturgo coincide en los años 20 y 30 con el desarrollo y madurez del género de la entrevista literaria en el mundo hispánico.[2] Mientras el público de Buenos Aires o Barcelona interrumpe con aplauso los dramas de Lorca y le obliga a salir a escena repetidas veces durante una misma obra («unas manos amigas me han empujado…»), la fama creciente —amenazante— le obliga a salir a las tablas de la entrevista, resbaladizo punto de contacto entre el escritor y el público. Momento de tensión y de recelo, como si el poeta sintiera que (en palabras de un escritor francés) «la gloria es una incomprensión, quizás la peor». Más allá de las luces, los «telones, árboles pintados y fuentes de hojalata», y más allá de las páginas de los grandes diarios de Madrid, de Buenos Aires o de La Habana, respira la «masa tranquila» de un público que puede convertirse de repente en un caimán o en un «enorme dragón… que [le] puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas».[3] Arma esencial en esa lucha «cuerpo a cuerpo» con el público es el género, cada vez más popular, de la entrevista: escaparate, vitrina, reja donde el escritor moderno se exhibe y es exhibido y donde la voz del poeta, apenas audible en el salón o entre las tapas del libro, se mezcla con el «caótico discurso» de la calle y con los reclamos y gritos del mercado. En la entrevista se juntan de manera inquietante la palabra hablada y la escrita; la imagen pública y la vida íntima; la autoridad del creador y la a veces mórbida curiosidad del lector: tensiones que atraviesan, desde fechas muy tempranas, la vida y obra de García Lorca, que no hizo nunca las paces con la fama ni con el éxito.[4] La entrevista es síntoma del renombre —la reiteración del nombre— y ya, desde el éxito del Primer romancero gitano (1928) y desde su primer estreno de importancia (Mariana Pineda), mientras anhela y persigue la fama, confiesa García Lorca que le da «vergüenza ver [su] nombre por las esquinas» y que siente «angustia» al exponerse a la «curiosidad de unos y la indiferencia de otros». ¿Habría podido imaginar, en aquel entonces, la publicación de un libro como este de Rafael Inglada, que recoge sus entrevistas completas, o un libro previo de este mismo donde se recopilan y comentan la totalidad de sus Manifiestos, adhesiones y homenajes (1916-1936)?[5] Para nosotros, como veremos, son epitextos imprescindibles.

Parte de la inquietud de Lorca ante la entrevista era la infantilización y la exotización de su persona. Con frecuencia, la imagen del poeta en la prensa de aquellas décadas es la de un «mocetón», un «muchachón muy gitanazo». Afloran como algas en las narrativas periodísticas lo que llama un reportero el «tópico de bronce de su lírica gitanería», lo verdelunático, «las falsas gitanerías» (Rivas Cherif). «Gitano auténtico y poeta de verdad», reza uno de los titulares, aludiendo a un verso del Primer romancero gitano; «moreno de verde luna», dice otro, «como el Camborio de su romance». «Bronce y sueño» se funden en «el que se la llevó al río», «como le dicen por muchos pueblos, haciéndolo [a Lorca] protagonista de su romance más popular»; epíteto odioso, ineludible, repetido hasta por los limpiabotas. La imagen del gitano —el «pseudo-gitanillo» en frase de Francisco Ayala— cede, a veces, a la del árabe, al Lorca «africano, envuelto en pañales como un profeta». Aun después de distanciarse de lo gitano, lo granadino, lo andaluz, y pasar un año de ascesis publicitaria en Nueva York (1929-1930) será Lorca todavía un «califa en tono menor»: «Ha sacado su alfanje [y] de un golpe ha segado los rascacielos de Manhattan».[6] Sea gitano jactancioso, profeta árabe, o un abigarrado y «aristocrático Camborio dentro de un mono azul de mecánico» (el del grupo teatral La Barraca), Lorca es, durante su segunda salida al extranjero —Buenos Aires y Montevideo, 1933-1934—, un poeta «esencial»; con un «españolismo acentuado»; es un «purísimo ejemplo del granadinismo más granadinamente granadino, hombre mediterráneo soñoliento y guerrero».

Igual de nauseabunda es la imagen del poeta como niño ingenuo. «Federico es un niño», comenta Pablo Neruda en una entrevista reimpresa en este tomo. «Un niño grande. Todo lo hace a impulsos de su generosidad y su impulsividad de su corazón.» Se multiplican las referencias no sólo a su aspecto «extraordinariamente joven» (en 1935, cuando tiene 36 años, pasa por un «muchachón» de 26; en 1931, con 32 años, aparenta 22), sino a lo «infantil» de su carácter. Se habla de su «cara infantil», su «risa infantil», su «candor infantil», su «infantil deseo»: en fin, el «niño grande» —autor de Yerma o del Diván del Tamarit— exhibe todo tipo «de finas infantilidades» y muestra toda «la espontaneidad de que [es] “infantilmente capaz”». Francisco Ayala, ocho años más joven que Lorca, saluda a la niñez del poeta (tiene 30 años) con un grito entre flamenco y evangélico: «¡Ay, niño! Que se perdió entre la gente: niño perdido» (¿«perdido» como Jesús entre los ancianos del Templo?). Contadas veces el entrevistador nota que el rostro del poeta-niño está «sombreado por una tristeza» de algún tipo. Pregunta un periodista, en el estilo densamente —a veces grotescamente— metafórico del género de la entrevista:[7] «¿Por qué todos hablarán de su carcajada, de su charla-cascada borracha de luz que cae de la montaña» cuando también cabe hablar de «la tristeza renegrida de los ojos»? El niño ingenuo siente una tristeza «de la que él mismo no se ha dado cuenta». No sorprende el comentario de García Lorca: «En las entrevistas siempre me hace el efecto de que es una caricatura mía la que habla, no yo». En la vida y en su obra, cuesta a veces (expresión suya) «est[ar] en García Lorca».

Defendiéndose de lo gitano, de la caricatura orientalista, y a veces escondiéndose (literalmente) del asalto publicitario, el entrevistado elabora a lo largo de los años, en más de ciento treinta entrevistas, un retrato de sí mismo. «Los hombres en su mayoría», escribe García Lorca, «tienen una vida especial que usan como tarjeta de visita», una vida pública que raras veces corresponde a su realidad íntima. En alguna entrevista temprana —y en alguna de Buenos Aires (1933-1934)—, Lorca presenta su obra como «juego» (aunque sí, un juego «serio»), «un juego que me divierte», «un deporte», de acuerdo con «el orteguiano “sentido deportivo y festival de la vida”» (Soria Olmedo, p. 15). Haciéndose eco de un título de Benavente, se presenta «alegre y confiado» ante la crítica y ante la vida; lo que le interesa es «divertirme, salir, conversar largas horas con amigos, andar con muchachas» (apenas asoma directamente en estas páginas la cuestión de su sexualidad). En palabras de un periodista de 1927, «se encastilla en un delicioso dandysmo literario, sirte más peligrosa para el periodista […] que la del silencio, el titubeo, o el efugio». Más tarde, después de volver de Nueva York y de Buenos Aires, consciente de los problemas sociales que tiene que enfrentar la Segunda República y del inquietante panorama europeo, vestido con el mono azul de La Barraca, abandona la imagen de poeta «despreocupado» y adquiere la del joven artista comprometido que ansía que su obra, y sobre todo su teatro, llegue al «pueblo», a «las masas». «Me parece absurdo que el arte pueda desligarse de la vida social», comenta Lorca en 1935, y sus palabras nos recuerdan el carácter democratizante, nivelador, que puede tener la entrevista literaria.[8]

Gracias a la prensa diaria de las dos primeras décadas del siglo, y a las entrevistas literarias, el Arte «se desacraliza»; proceso que se acelera en la turbulenta década de los 30 y con la nueva popularidad de la radio. Tiene razón Jean-Marie Seillan: «La práctica nueva de la entrevista da una sacudida al mito del autor y erosiona el elitismo literario».[9] En los 14 años (1922-1936) abarcados por esta recopilación de Rafael Inglada, la entrevista literaria gana más terreno en América, en Inglaterra y en Francia (gracias a Frédéric Lefèvre y la popular serie de entretiens en «Une heure avec…», en Les Nouvelles littéraires) que en España. En 1926, Melchor Fernández Almagro, amigo íntimo de Lorca, observa que la encuesta y la entrevista pertenecen a un mismo «género escasamente aclimatado en nuestro medio periodístico».

Dijérase, en consecuencia, que el alma española no gusta de la confesión en voz alta. Bien es verdad que el confesor ha de saber serlo. […] Este arte o ciencia de preguntar exige no pequeña dosis de intuición psicológica. Hay que conocer bien al paciente de la interviú, preguntarle con tino, escalonando bien los reactivos.[10]

Como el teatro, la entrevista es una curiosa mezcla de lo oral y lo escrito, de «mimesis verbal et diegesis» (Seillan, p. 24): se intenta sugerir por escrito la «presencia inmediata del habla»;[11] métissage de excepcional importancia en el caso de Lorca, quien, desde sus comienzos como escritor, siente cierto recelo ante la publicación y defiende lo oral, aunque, irónicamente (burla de la historia literaria) no se ha dado a conocer ninguna grabación de su voz. En cualquier entrevista literaria escrita la parte narrativa —la narración del encuentro, la descripción de los rasgos personales y del ambiente del entrevistado— es seguida por el diálogo. ¿Hasta qué punto son auténticos ese diálogo y esa oralidad, y hasta qué punto estamos oyendo la voz de García Lorca? Desde luego, el arte de la entrevista no se reduce al arte de citar. La entrevista publicada, aun cuando las preguntas y respuestas han sido a viva voz y el periodista ha sido un taquígrafo o estenógrafo fidelísimo, suele ser una re-elaboración con voluntad de orden y de estilo: un découpage o montaje (Lévy y Laplantine, p. 197), un «essai de pastiche de [la] conversation» (Lejeune, p. 108) con omisiones y añadidos, con una inevitable dosis de fantasía. El producto publicado es un simulacro, con una espontaneidad fingida. En la entrevista publicada se espera, se perdona, y hasta se celebra la invención y la cita fingida (alaba Cansinos-Asséns las «traviesas interviews imaginarias» de Giménez Caballero y hace pensar en un caso más reciente Enrique Vila-Matas). En 1890, cuando la interview era un género nuevo en España y se amoldaba todavía a las técnicas de la novela naturalista o a «la fría impersonalidad» de Azorín,[12] comenta el hispanista francés Maurice Barrès que, para transmitir al lector «la verdad», «c’est moins à leurs paroles qu’il faut s’attacher qu’à l’expression de leur regard, de leur sourire. […] L’interviewer ne doit pas fatiguer sa mémoire à retenir mot pour mot la conversation»: hay que atender menos a sus palabras que a la expresión de su mirada, de su sonrisa; no retener palabra por palabra la conversación (Seillan, p. 39).

Émile Zola, popularizador y defensor del género, insiste en lo mismo: «El interviewer no debe ser un vulgar papagayo» ni fiarse demasiado del uso de la estenografía; «necesita restablecerlo todo, el medio ambiente, las circunstancias, la fisonomía de su interlocutor, en fin, hacer la obra de un hombre de talento respetando el pensamiento ajeno».[13] Mejor, dejar la tarea al novelista profesional, «a los escritores de verdad». Habla Eduardo Gómez de Baquero del papel de la fantasía a la hora de entrevistar, o «interviuvar» a un escritor parco de palabras.[14]

No es, desde luego, el caso de Lorca. Observa más de uno de sus interviewadores que la espontaneidad y fluidez de su charla —la de un «conversador apasionado»— impiden el intento de tomar apuntes y de hacerle preguntas. No sirve para nada, ni cuadra con la «alegre locuacidad» o el «ponderativo desbordamiento» de García Lorca, «el grave e inquisitorial reportaje» ni la lista de preguntas hechas:

No vayáis a buscar a García Lorca con un programa determinado ni con preguntas concretas. Todo esto sería cohibir su naturaleza desordenada y evasiva. Salta de un tema a otro continuamente, destruyendo por tanto toda pregunta que por ser concreta será siempre limitada y mezquina para un poeta, como lo es él por encima de todo.

Un periodista de Buenos Aires se siente ante el poeta «como el convidado de piedra»: es «preferible escuchar a García Lorca hablando de corrido sobre cosas distintas que someterlo a un hábil interrogatorio».

La espontaneidad, el «hablar de corrido» puede llevar a la indiscreción. ¿Cómo no iba a preocuparse? En los años 20 y 30, cuando empiezan a utilizarse con mayor frecuencia los verbos activos entrevistar, interviewer, interviewar y interviuar[15] (antes, se «celebraba» una entrevista con alguien), el escritor tendría menos expertise que hoy en día en las artes de la evasión. Observa Cansinos-Asséns en 1928 que la mayoría de los interviewados

parece olvidarse que el periodista ocasional es una suerte de estación radiotelegráfica con miles de abonados y se entrega a confidencias peligrosas. Algunos dan la impresión de haber estado aguardando la llegada del interrogador para exponerle sus cuitas, sus querellas, sus reivindicaciones y utilizarlo como un providencial anuncio para su obra olvidada. […] Se necesita toda la experiencia y finura psicológica de un Benavente […] para eludir las manifestaciones comprometedoras y demasiado personales.

Con poquísimas excepciones evita García Lorca hablar de sus «cuitas y querellas»; su espontaneidad no le traiciona.

Se inquieta, en el curso de sus divagaciones —sobre todo cuando la entrevista toca temas políticos—, ante la posibilidad de que le citen mal o recojan una declaración que pueda causarle «conflictos con autores, críticos, amigos y enemigos». Cuando lo entrevistan sobre La Barraca, en un momento en que peligra la subvención del gobierno, le parece mejor que «Usted no diga más que lo que yo he dicho». El periodista tiene que convencerle de su apoliticismo. Las trabas y cautelas políticas van a durar en España hasta después de su muerte, demorando la recopilación de sus entrevistas y declaraciones (de acceso más difícil en las hemerotecas pre-digitales) en las Obras completas que va publicando Arturo del Hoyo en la Editorial Aguilar a partir de 1954. Las entrevistas empiezan a incorporarse en la cuarta edición, en noviembre de 1960, y contribuyen al éxito de aquella recopilación; para 1965 se habrán vendido más de 150.000 ejemplares.[16]

El género de la entrevista literaria suele invitar al entrevistado a relacionar su arte con la vida social y con la política, y no siempre lo hace en momentos convenientes para el régimen. Se supone a veces que, comparada con el discurso escrito, que representa «el orden y la dominación», la voz representa la palabra en libertad.[17] La idea debe matizarse, pero desde sus comienzos la entrevista literaria implica una impredecible variedad temática que pone a prueba a cualquier censor.[18]

No sorprende pues que, por diversas razones, Lorca sienta —al decir de un reportero— «una gran prevención contra las entrevistas»: si toma notas el periodista, «[pone] nervioso al poeta»; si no, peor.[19] Las notas cuidadosas no siempre llevan a buen resultado. De un reportero observa Lorca que ha dicho «todo lo contrario que le dije, como [ocurre] en todas las interviews». Otro ha recogido «más o menos lo que yo le dije pero… de otra manera». A otro, José S. Serna —caso excepcional— escribe el poeta, en una carta divulgada apenas que recupera Inglada: «Su artículo refleja de manera exacta todo lo que yo dije» (p. 129). Sabemos que, en algunas ocasiones, el poeta entrega unas cuartillas al reportero para que las copie. Otras veces, Lorca revisa el manuscrito de la entrevista antes de que se publique (es el caso del diálogo con el caricaturista Luis Bagaría, de 1936, una de las últimas de su vida, y el de Jordi Jou, de 1935); o pide al reportero que demore la publicación (caso de Otero Seco, que publicó la entrevista después de la muerte del poeta). En alguna ocasión afirma el reportero que la entrevista final es producto de la colaboración, una especie de «compromiso». En realidad, toda entrevista lo es.

Sea cual sea la mezcla de lo oral y lo escrito, el grado de colaboración y grado de autenticidad, la entrevista —y el libro de entrevistas como este de Rafael Inglada— nos permite asistir a momentos de la creación literaria y vislumbrar —entrever— al autor «en el acto de la auto-creación».[20] Tanto es así en el caso de Lorca que los grandes adelantos en el terreno biográfico y en la edición de sus obras habrían sido imposibles sin la lenta recuperación de las entrevistas. Empezando en los años 60 (con los esfuerzos continuos de los hispanistas franceses Marie Laffranque y Jacques Comincioli, y los 70 (cuando Mario Hernández empieza a publicar en Alianza Editorial las primeras ediciones meticulosamente documentadas de las Obras, fijando criterios textuales más rigorosos), la publicación de las entrevistas ha simbolizado la recuperación no sólo de parte de la obra autobiográfica y oral del poeta, sino de una parcela de la cultura popular de los años 20 y 30. Las abundantes entrevistas, declaraciones y documentos inéditos que recogen ahora Rafael Inglada y Víctor Fernández, incitan a nuevas lecturas y abren nuevos caminos en la investigación. Las espléndidas fotos, muchas de ellas desconocidas hasta ahora, ofrecidas en su momento como garantía de la autenticidad de la entrevista,[21] nos deslumbran, como en aquel entonces: con el «estallido súbito del magnesio». Junto con el epistolario y con las ya mencionadas declaraciones políticas ofrecen una valiosísima serie de retratos, autorretratos y caricaturas verbales. Sorprendido en la terraza de un café de Barcelona o a la salida de la catedral ovetense, en el teatro Goya o en el Español, dirigiendo un ensayo de La Barraca u «oficiando de poeta puro», Lorca —el Lorca que parecía «inencontrable» o «inabordable» en los años 30 (sus «minutos no le pertenecen»)— ofrece aquí agudas interpretaciones de sus obras; habla del progreso de sus trabajos (podemos seguir, por ejemplo, el largo periplo de Poeta en Nueva York o las versiones sucesivas de La zapatera prodigiosa, Yerma o Bodas de sangre); da noticia —a veces noticia única— de proyectos inacabados o no realizados, dejando ver el arco roto de su trayectoria; responde a sus críticos; se sitúa (y se le sitúa) dentro de un determinado grupo social y de una generación de dramaturgos, poetas y cineastas. Revela admiraciones, aspiraciones, influencias, intenciones. Ofrece una dura crítica del teatro de su tiempo, y pasa revista al teatro clásico o romántico. Define a su manera los géneros literarios y su relación con la música y con las artes visuales.

«Trobar García Lorca no és cosa fàcil», declara un periodista catalán. De la «montaña» de recortes que recogió con ilusión el poeta y que llega a nosotros restaurada, editada y ordenada por Rafael Inglada y su colaborador Víctor Fernández, nos llega la voz del poeta: voz entrecortada, trenzada con la del periodista y la de la calle. Así lo oral se convierte en escritura, lo efímero en recuerdo y en valioso monumento.

C. M.


 EL POETA AL QUE NO LE GUSTABAN LAS ENTREVISTAS

Cuando apareció en la editorial Losada la primera y modélica edición de las obras completas de Federico García Lorca, su voluntarioso y ejemplar responsable, Guillermo de Torre, limitaba su contenido, como es lógico, a tratar de recopilar la entonces ingente producción literaria dispersa e inédita del poeta. Tendríamos que esperar a los primeros e inspiradores trabajos de la lorquista Marie Laffranque en el Bulletin Hispanique de Burdeos para que se empezara a ver en las entrevistas concedidas por Lorca a lo largo de su vida ecos literarios. Es precisamente, a raíz de la labor de Laffranque, que las declaraciones de Lorca a la prensa empiezan a formar parte de las obras completas del poeta que preparó para Aguilar Arturo del Hoyo. Será, concretamente, a partir de la cuarta edición, en 1960.

Pero ¿es esto literatura? ¿Se pueden entender los apuntes realizados en estos encuentros por reporteros como una parte del conjunto literario del escritor? A Lorca no le gustaba ser entrevistado y, salvo en un caso (la conversación que mantuvo con Luis Bagaría en junio de 1936 para El Sol), nunca contestó por escrito. Sin embargo, es evidente que todas estas declaraciones son fundamentales para poder comprender su manera de pensar, el tejido con el que se construye parte de su poesía o su teatro, sus preocupaciones sociales o, sencillamente, su manera de entender la vida. Podemos ver en ello un paralelismo con quien lo reconoció como uno de sus principales maestros: Juan Ramón Jiménez. El Premio Nobel consideraba que sus palabras impresas formaban parte de su propia creación, hasta tal punto que esbozó la edición de un volumen con todo ese material, algo que no pudo llevar finalmente a cabo. Ese proyecto, publicado en 2014 bajo el título Por obra del instante, demuestra que Juan Ramón no iba equivocado.

A este respecto, el profesor y periodista Christopher Silvester, autor de la antología Las grandes entrevistas de la historia, considera con acierto que este género es «un medio de comunicación extremadamente útil», porque «puede facilitarnos el acceso a los pensamientos del entrevistado o permitir que éste nos tome el pelo con su tendencia a la automitificación».

La presente edición reúne, salvo sorpresas de última hora, la totalidad de las entrevistas concedidas por Federico García Lorca a la prensa de la época, desde 1922 —con una «cuartilla» en un homenaje colectivo a Granada— hasta la que concedió a Otero Seco pocas semanas antes de ser asesinado en agosto de 1936.

Tras su muerte, no fueron pocos los textos en los que amigos y conocidos suyos rememoraron sus encuentros con el poeta granadino, en muchas ocasiones reconstruyendo conversaciones pasadas. En este sentido, hemos elegido aquellas que aparecieron en prensa, por lo que se han descartado los testimonios publicados especialmente en libros de memorias o en diarios.

Hemos desestimado, por esta razón, los diarios de Carlos Morla (En España con Federico García Lorca, 1958) o las memorias de Rafael Alberti (La arboleda perdida, 1959) o las de Santiago Ontañón (Unos pocos amigos verdaderos, 1988), por ser, en su conjunto, confesiones autobiográficas que, pese a su capital importancia, no fueron concebidas desde un primer momento como declaraciones periodísticas. Y, evidentemente, hemos excluido la falsa entrevista de Papipi en Il libro nero (1951).

Por otra parte, también se han obviado artículos como los de Luis Cernuda («Federico García Lorca [Recuerdo]», 1938), de Dámaso Alonso («Federico en mi recuerdo», 1982), de Ángel Rivero («Mis recuerdos de Lorca. Testimonios de Flor Loynaz», 1984), de Dulce María Loynaz («Lorca, en La Habana», 1996), o de Rafael Santos Torroella («Un recuerdo de Federico», 1996), que también aportan ejemplos de conversaciones mantenidas directamente con el poeta, pero que, aun publicadas en diarios o revistas, hemos esquivado por haber sido sacadas a la luz muy tardíamente (en las décadas de 1980 y 1990, rayando el centenario, o sobrepasándolo con creces, de la muerte del poeta, o por no ser palabras directas de García Lorca —como es el caso de Cernuda).

La única excepción, un caso especial y fuera del ámbito periodístico que nos ocupa, es la que cierra la última parte, «Entrevistas y declaraciones póstumas»: el polémico y conocido testimonio de Rafael Martínez Nadal (1978). Pese a no ser una declaración o entrevista a prensa, lo hemos recuperado por su carácter único como documento y porque, con él, se clausura el círculo vital del hombre y el del poeta, esto es, justo en el momento en que nuestro protagonista, indeciso, abandona Madrid para trasladarse a Granada, su último destino, cruento y definitivo.

Hemos optado por recoger, además, en las citadas «Entrevistas y declaraciones póstumas», por estar cerca de las fechas de su asesinato y aún en plena contienda civil, textos necesarios como los de Pablo Suero (1937), Antonio Otero Seco (1937) —en rigor, su última entrevista— y Emilio Ballagas (1938). O por su condición de inéditos, o poco divulgados en España, los casos de autores que también lo conocieron y compartieron directamente con él sus vivencias: Alfredo Mario Ferreiro (1945), Silvio d’Amico (1946), Mathilde Pomès (1950), Montenalli (1951), Eduardo Blanco Amor (1956) y, sobre todo, el tríptico de Cipriano Rivas Cherif (1957), rarezas bibliográficas estas que ahora se reúnen por fin, y por vez primera, en este volumen.

Siempre que ha sido posible se han consultado los artículos originales y se han transcrito tal y como fueron publicados en su momento, únicamente corrigiendo erratas y adaptando para el lector actual algunas cuestiones ortotipográficas. En este sentido, recurrir a las fuentes originales nos ha permitido restaurar los textos y reproducirlos tal y como fueron escritos por sus autores. El matiz es importante porque hemos podido constatar —especialmente en la reconocida edición de la obra completa de Lorca, preparada por el desaparecido especialista Miguel García-Posada, tanto para Akal como para Galaxia Gutenberg— la supresión de numerosos pasajes en estas entrevistas, un error que han mantenido otros editores de los textos lorquianos.

Hemos corregido —cotejando directamente con la prensa del momento— erratas importantes que, en su día, aparecieron impresas, ignoramos si fruto del propio autor o de los medios de comunicación que tuvieron a su alcance estos originales, especialmente de nombres propios; hemos actualizado algunos signos de puntuación para la mejor comprensión del lector y sólo en casos puntuales hemos omitido fragmentos, al pertenecer a informaciones generales, aunque vinculadas al texto que transcribimos, respetando siempre el momento en que la entrevista o declaración se daba a conocer.

Especialmente para esta edición, se han traducido las entrevistas que aparecieron originalmente en catalán, inglés, italiano y francés, tratando en todo momento de respetar la voz del autor del texto, así como la del propio protagonista, revisando, cotejando y corrigiendo algunas de las traducciones que nos antecedieron.

Por último, debemos señalar que las fuentes a partir de las cuales hemos transcrito estos ciento treinta y tres textos —salvo cuando se especifique otra cosa al pie de nota— han sido tomadas directamente, rectificando así, en gran medida, como decimos, numerosos fallos de puntuación, omisiones de textos y títulos, autorías, errores en dataciones de entrevistas, etcétera, algo muy común en los trabajos que nos han antecedido. Así pues, con ello, nuestro único objetivo ha sido restaurar la voz de Federico García Lorca.

Nuestro especial agradecimiento a Christopher Maurer, a Virginia Friedman y a Jimena Bozo (Biblioteca Nacional de Montevideo), a Inma Hernández Baena (Centro de Estudios Lorquianos, Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros), así como a Mirtha Mansilla y a Alejandro Pablo Suero, por acercarnos, a nuestro requerimiento, a buena parte de la prensa bonaerense en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Es ahora Federico García Lorca quien toma la palabra.

R. I. y V. F.

lunes, 14 de febrero de 2022

Carlos Morla Lynch En España con Federico García Lorca Páginas de un diario íntimo. 1928-1936. FRAGMENTO.

 


 

Carlos Morla Lynch

 

 En España con Federico García Lorca

 

Páginas de un diario íntimo. 1928-1936

 

 

 

 

 


 

 A la madre de Federico, doña Vicenta Lorca de García, con el respetuoso afecto del autor.

 

 

 


 PREFACIO

ALGUIEN me dijo un día:

—Tú que has fraternizado tanto con Federico García Lorca y vivido una larga etapa unido a él; tú que llevas —por costumbre— un apunte de tus impresiones diarias, ¿por que no escribes una semblanza suya? Un retrato intimo y sencillo, un film del Federico de todos los días. del cual tanto se habla sin un verdadero conocimiento de lo que fue su personalidad incomparable. Por cuanto si su obra asombrosa ha sido ampliamente difundida y ha cruzado las fronteras, poco se sabe de la legítima idiosincrasia del poeta, de su real temperamento, de su clima individual en aquellas horas en que se hallaba circunscrito a su aura genuina. Se desearía verle de cerca, sentirle «vivir» en esos trechos de su camino en que, desligado del publico —que de cierta manera, se apodera de los artistas—, se reintegraba al desempeño del papel de su personaje autentico.

Escuche en silencio la sugestión que se me hacía y pensé en lo sensible que era a veces revelar la verdadera entidad de los grandes hombres. La terrena personalidad del artista es casi siempre inferior a lo que su espíritu realiza. En su obra nos ofrece lo que posee de más selecto y elevado: la esencia de sus atributos morales. Pero luego pensé también que era precisamente en los momentos en que Federico se evadía del escenario en que actuaba cuando mayor brillo irradiaban sus extraordinarias facultades naturales.

Era difícil para él lograr esa «evasión», por cuanto todo su ser que se destaca por encima de los demás, levantado por la fuerza de sus capacidades y de su talento, se ve inevitablemente transformado en personaje dramático. No puede remediarlo, ni eludirlo, ni sustraerse a esa segunda personalidad que su condición de protagonista le impone.

Comencé, pues, a recorrer —sin mucha convicción en un principio— las paginas de mis diarios que incluyen los años 1928-1936, que viví en España, paginas que, una vez escritas, no había releído nunca, y me encontré en ellas, no sin asombro, con un caudal inmenso de anotaciones espontáneas concernientes a nuestro inolvidable amigo, apuntes que encierran un valor de autenticidad y de exactitud inapreciables.

Son «instantáneas», tomadas sin plan preconcebido, que lo han sorprendido en cualquier hora del día —aun solo, a veces, a través de la puerta entreabierta desde la habitación vecina—, viñetas que, reunidas, nos dan de él una estampa fiel, precisa y viva, cuando no asumen las proporciones de un film. Ocurrirá en ciertas ocasiones que no hable aún, que se encuentre ausente…; pero siempre estará «allí», si no en forma humana, en alma y en espíritu.

Este es el Federico que quiero evocar sencillamente, en toda su verdad gráfica, para todos los que, admirándole, no lo han conocido o lo conocieron mal: el «Federico» que entra y sale, que viene y se va, que irrumpe como una exhalación y luego se hace humo, que ríe, que canta, que recita poemas y se ilumina, que cuenta historietas, que coge la guitarra o se sienta al piano, que se exalta, se apasiona, se enfada y se conmueve, se aflige y se ensombrece. Por cuanto era un espíritu el suyo que sufría ascensos bruscos y declives repentinos, auroras de entusiasmo y depresiones crepusculares. «Dramones», como él los llamaba.

 Antes que nada, quiero dejar claramente establecido que escribo estas lineas en el presente estricto de aquella época, esto es, sin sospechar los eventos futuros. No hay que ver en ellas un relato de tendencia histórica. No tiene tampoco este libro ningún carácter biográfico, ningún sentido analítico; menos aun, la pretensión de un estudio psicológico del hombre y del autor. Se trata sencillamente de convivir con el amigo durante la tercera y ultima etapa de su preciosa existencia, como yo hice. Nada que signifique tampoco una disertación profundizada sobre sus creaciones o un razonamiento referente a las influencias a que pudieran haber obedecido. Ni elucubraciones respecto de «lo que quiso expresar en aquello» ni esfuerzos para lograr determinar lo que se propuso sugerir «en aquello otro». Nada más ajeno a mi temperamento que ese prurito de sacarle consecuencia a «todo» y de buscarle, a fuerza de escudriñar, orígenes y raíces a cada cosa. Nada más —repito— que la impresión directa recibida. Oírle hablar y decir lo que piensa en los momentos genuinamente suyos.

Si me refiero en estas paginas a su obra es porque formaba parte de su ser intimo y ademas, porque me hablaba de ella, lo que me permitió asistir a la génesis de algunas de sus concepciones en la época en que aún germinaban en calidad de esbozos en la mente del poeta.

No he conocido —propiamente dicho— a Federico ni en su niñez ni durante su primera juventud. Surge en mi ruta tan sólo en 1928, en plena madurez, «ya hecho», fija su senda que seguirá su curso en perpetuo ascenso; pero puedo vanagloriarme de haber caminado a su lado —a contar desde esa fecha— como en un circulo de luz por él proyectado hasta el momento en que ese fulgor se extinguiera súbitamente como una estrella que se abisma en las tinieblas de una noche insondable. Ese trayecto duró ocho años y ha quedado marcado en el centro del recorrido de mi vida como un reguero de resplandor perenne.

Durante la jornada, cogidos del brazo, he penetrado con él —retrocediendo—, por la fuerza de sus evocaciones admirables, a los paisajes de su infancia andaluza: a las callejas sin veredas de casas blancas y amarillas de Fuentevaqueros, el pueblo donde naciera el 5 de junio de 1898. He visto a los burritos de aquellos tiempos, que pacían sin alegría las hierbas quemadas por el sol de fuego; la pequeña iglesia que tenía el mismo color de las viviendas y de la tierra, y los geranios que florecían en macetas en las ventanas cuyas persianas se cerraban en el día y que luego quedaban abiertas la noche entera. Y, caminando unidos, me ha confiado, asimismo, el granadino encanto de su adolescencia y, por último, la emoción gloriosa del vuelo emprendido —con la mirada y la frente fijas en dirección al sol levante— a la conquista de Madrid primero y luego del mundo, dejando atrás las fronteras.

Yo creo haberlo conocido bien porque él sentía que yo lo comprendía, y yo, a mi vez, «sabia que lo sentía».

He resuelto, pues, por todos estos motivos, escribir el libro. Lo hago con la más honda sinceridad y la más sana de las intenciones; creo, sin embargo, que se impone una advertencia, y es la siguiente:

Federico, si bien constituye mi personaje central, no es «figura solitaria». Lo rodean, en numero crecido, otras figuras y otros personajes, de los que no me sería posible desentenderme. Ademas, mi héroe se mueve en diversos ambientes, que son vibrantes, a veces episódicos, a veces trascendentales y a menudo hasta históricos. Tampoco podría ignorarlos. Todos los hombres grandes tienen sus escenarios. Los que invocaré son inherentes a la época en que se sitúan los hechos que rememoro, y en ningún momento tomaré en consideración —como quedó dicho— eventos posteriores a la fecha en que desapareció nuestro inolvidable amigo. Suprimo en la serie de apuntes y de escenas espontáneas que forman este libro todo lo que no se refiere directa o indirectamente a Federico García Lorca o a los ambientes en que se mueve. Quedan, pues, excluidas de estas paginas las abundantes anotaciones que dedico en mi diario de esa época —1928-1936— a los principales sucesos del mundo y a los hombres que en ellos actuaron. No figuran en estos recuerdos —fuera de uno que otro comentario mencionado de paso— ni juicios, ni puntos de vista, ni consideraciones de carácter político.

Las personas que lean estas lineas —que pertenecen, repito, a un diario personal e íntimo— con espíritu sincero y honrado, sin pruritos de prejuicios ni de inquinas y malas voluntades, no hallarán en ellas sino la expresión veraz de una gran admiración, de una gran amistad y de un gran cariño. No es otro mi propósito ni otro mi pensamiento. Sólo quiero decir en estas paginas —que entrego confiado a un publico sincero, de espíritu edificante y exento de prevenciones— lo que en ellas expreso; sólo expreso en ellas lo que siento, y sólo pinto en ellas lo que he visto y vivido, sin repliegues ni velados designios.

Seria, pues, ocioso buscar en este libro la presencia de elementos que encierren dobles sentidos.

Puedo afirmar, desde luego, que Federico poseía un alma grande, generosa y noble, no exenta de altivez: arrogancia a un tiempo andaluza y gitana. Que era rigurosamente español, y que, dentro de su españolismo de profundas raíces, era, antes que nada, con devoción intensa, granadino. Que era del partido de los pobres y de los desamparados —como siempre decía—, porque se situaba del lado de las víctimas y de los caídos. Pero si vibraba ante el infortunio ajeno y si le afligía el dolor de los humildes y de los débiles, era porque llevaba en sí la emoción de la hermandad cristiana. La doctrina piadosa de Cristo pertenece a todas las ideologías y a todos los hombres buenos, sin distinción de razas ni de creencias. Federico era, sobre todo, «amor»; amaba la vida y sus bellezas, amaba a la Humanidad y amaba a sus hermanos inferiores: los animalitos. Una antigua aya suya aseguraba que cuando era muy pequeñito hablaba con las hormigas.

Puedo afirmar asimismo —e insisto en la aseveración con la más honda conciencia— que jamas le vi interesarse —ni de cerca ni de lejos— en la política violenta generadora de las luchas fratricidas. Si le he oído alguna vez protestar en contra de ciertos aspectos del clericalismo, también le he visto seguir a mi lado con embeleso las procesiones. Si puede haberse sentido alguna vez inflamado por el redoble de tambores y la llamada de los clarines —vinieran estos fragores de donde vinieran—, ha obedecido esa impetuosidad tan solo —únicamente y siempre— a una reacción de artista, a un entusiasmo de poeta fascinado por un escenario de colores subidos, por cuanto, en su fuero interno, siempre abominó de lo que significara combates y batallas, destrucción y ruina. Antes que las naves de guerra, ejercía sobre él su hechizo «ese barco de luces en que la Virgen con miriñaque avanza por el río de la calle hasta el mar».

Y, por ultimo, afirmo que era feliz, extraordinariamente feliz y colmado por las hadas. Sano, vigoroso, fornido, no había tenido que afrontar ni luchas, ni problemas, ni

sufrir las pruebas inherentes a la pobreza. La única sombra que empeñaba alguna vez su aureola de optimista era quizá el sentimiento trágico que solía inspirarle la vida. La obsesión de la muerte —no sólo de la gran muerte de resurrección, sino de la muerte material en la tierra, el cuerpo deshecho en manjar de gusanos—. Y su obra reflejaba estos sentires: ascendía a las esferas de las imaginaciones más excesivas para descender, en un vuelo en picado, a las bellezas de las realidades más precisas.

Pero, sobre todo, era poeta. Luego, músico y dibujante personalísimo. Alma sensible y afectiva, naturalmente fraternal. Corazón de buen amigo. Risa traviesa y alegría sencilla de chico. Frente amplia, prominente; rostro abierto, animado de manchas brunas. Vitalidad intensa; en ciertos días, volcánica, torrencial. Y siempre un gran niño andaluz, de imaginación desbordante y con radiaciones de genio; pero lleno también de ese encanto prodigioso —imposible de definir— que en su tierra llaman «cielo».

Su existencia fue la de un astro, y su fin… magníficamente triste. Pero si también se apagan los soles, las luminarias que destellaron siguen iluminando el espacio y no mueren.

Fuente:

  • Editorial ‏ : ‎ Editorial Renacimiento; 1er edición (18 Febrero 2008)
  • Idioma ‏ : ‎ Español
  • Tapa dura ‏ : ‎ 664 páginas
  • ISBN-10 ‏ : ‎ 8484723496
  • ISBN-13 ‏ : ‎ 978-8484723493
  • Peso del Artículo ‏ : ‎ 3 pounds

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