miércoles, 21 de abril de 2021

JERZY KOSINSKI EL PÁJARO PINTADO.

 


                  

JERZY KOSINSKI

 

                   EL PÁJARO PINTADO

 

                   Traducción de Eduardo Goligorsky

                   Ediciones Nacionales,

                   Círculo de Lectores.

                   Bogotá, 1979.

 

 

A la memoria de mi esposa Mary Hayward Weir, sin

la cual incluso el pasado perdería su sentido.

 

 

 

y sólo Dios,

en verdad omnipotente,

supo que eran mamíferos

de otra especie.

Maiakovski

 

 

         A POSTERIORI

 

 Esta nueva edición de El pájaro pintado incorpora algunos materiales que no aparecieron en la primera.

 En la primavera de 1963, visité Suiza con Mary, mi esposa de nacionalidad norteamericana. En otras oportunidades habíamos pasado nuestras vacaciones en ese país, pero ahora estábamos allí por otra razón: hacía meses que ella se debatía contra una enfermedad presuntamente incurable y viajamos a Suiza para consultar a otro grupo de especialistas. Puesto que proyectábamos quedarnos bastante tiempo, nos instalamos en una suite de un hotel palaciego que dominaba el litoral lacustre de un antiguo y refinado centro turístico.

 Entre los clientes estables del hotel había una camarilla de opulentos europeos occidentales que habían llegado a la ciudad inmediatamente antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Todos habían abandonado sus patrias antes de que la matanza comenzara realmente y nunca habían tenido que luchar a brazo partido. Una vez instalados en su oasis suizo, se convencieron de que la autoconservación no implicaba, para ellos, otra cosa que ir sobreviviendo de día en día. La mayor parte de ellos rondaban los setenta o los ochenta años, y se trataba de gente sin objetivos vitales, que durante todo el día parloteaban obsesivamente sobre su envejecimiento y tenían cada vez menos fuerzas o voluntad para abandonar el refugio del hotel. Pasaban el tiempo en los salones y restaurantes o paseando por el parque privado. A menudo les seguía, deteniéndome junto con ellos frente a los retratos de estadistas que habían visitado el hotel entre ambas guerras, y leyendo, al mismo tiempo que ellos, las oscuras placas que conmemoraban las diversas conferencias de paz internacionales celebradas en las salas de convenciones del hotel después de la Primera Guerra Mundial.

 Ocasionalmente conversaba con algunos de estos exiliados voluntarios, pero cada vez que aludía a los años de guerra en Europa Central u Oriental, tenían la precaución de recordarme que, como habían llegado a Suiza antes de que estallara el conflicto, sólo lo conocían por referencias vagas, a través de informaciones de prensa y radio. Hablando de un país donde se habían levantado la mayoría de los campos de exterminio, señalé que sólo entre 1939 y 1945 habían muerto un millón de personas como consecuencia de las acciones militares directas, en tanto que los invasores habían matado a cinco millones y medio. Más de tres millones de víctimas fueron judíos, y la tercera parte de éstos tenían menos de dieciséis años. La proporción de muertos ascendía a doscientos veinte por cada mil habitantes, y sería imposible calcular el número de los que habían resultado mutilados, traumatizados, lesionados física o espiritualmente. Mis interlocutores asintieron amablemente, y confesaron que siempre habían pensado que los periodistas, apremiados por el exceso de tareas, habían exagerado mucho las informaciones acerca de los campos de concentración y las cámaras de gas. Les aseguré que, en razón de haber pasado mi infancia y adolescencia en Europa Oriental durante los años de la guerra y la posguerra, sabía que la realidad había sido mucho más brutal que las fantasías más extravagantes.

 Durante los días que mi esposa permanecía en la clínica, para someterse al tratamiento, yo alquilaba un automóvil y viajaba sin rumbo fijo. Rodaba por las carreteras suizas pulcramente cuidadas, que discurrían sinuosamente entre campos erizados de trampas antitanques, chatas, de acero y hormigón, implantadas durante la guerra para impedir el avance de los grandes carros blindados. Continuaban allí, como barreras ruinosas contra una invasión que jamás se había producido, tan superfluas e inútiles como los anacrónicos exiliados del hotel.

 Muchas tardes, alquilaba un bote y bogaba sin rumbo por el lago. En esos momentos experimentaba intensamente mi soledad: mi esposa, el nexo emocional que me unía a mi vida en los Estados Unidos, estaba agonizando. Sólo podía comunicarme con lo que quedaba de mi familia en Europa Oriental mediante cartas esporádicas, crípticas, que siempre debían pasar por manos del censor.

 Mientras navegaba a la deriva por el lago, me sentía hostigado por la desesperanza. No sólo por la soledad, ni por el miedo a la muerte de mi esposa, sino por una angustia que derivaba directamente de la vacuidad de las vidas de los exiliados y de la inutilidad de las conferencias de paz de posguerra. Cuando pensaba en las placas que adornaban los muros del hotel, ponía en duda que los autores de los tratados de paz los hubieran firmado de buena fe. Los hechos que habían seguido a las conferencias justificaban, desde luego, mis dudas. Sin embargo, los ancianos expatriados que residían en el hotel seguían convencidos de que la guerra había constituido una aberración inexplicable en un mundo de políticos bienintencionados cuyo humanitarismo estaba fuera de toda discusión. No podían admitir que determinados garantes de la paz se habían convertido posteriormente en los iniciadores de la guerra. Por obra de esta ingenuidad, millones de seres, como mis padres, y como yo mismo, que no tuvimos la oportunidad de escapar, nos vimos obligados a participar en episodios mucho más atroces que aquellos que los tratados habían prohibido con tanta grandilocuencia.

 La marcada discrepancia entre los hechos tal como yo los conocía, y la cosmovisión nebulosa, poco realista, de los exiliados y los diplomáticos, me preocupaba profundamente. Empecé a revisar mi pasado y de los estudios de ciencias sociales pasé ala ficción. Sabía que ésta podía mostrar la vida tal como la vivimos auténticamente, a diferencia de la política, que sólo ofrece promesas extravagantes de un futuro utópico.

 Cuando llegué a los Estados Unidos, seis años antes de realizar aquel viaje a Suiza, estaba resuelto a no volver jamás al país donde había pasado los años de la guerra. Sólo había sobrevivido por casualidad, y siempre había tenido la conciencia acuciante de que otros centenares de miles de niños habían sido sentenciados a muerte. Pero aunque me indignaba esta injusticia, no me veía como un traficante de culpas personales y reminiscencias íntimas, ni como un cronista del desastre que asoló a mi pueblo y mi generación, sino simplemente como un narrador.

 «...la verdad es lo único en que la gente no difiere. Todo el mundo está subconscientemente dominado por el anhelo espiritual de vivir, por la inspiración de vivir a cualquier precio; queremos vivir porque vivimos, porque todo el mundo...», escribió un judío internado en un campo de concentración poco antes de morir en la cámara de gas. «Henos aquí en compañía de la muerte - escribió otro internado -. Tatúan a los recién llegados. A cada cual le corresponde un número. A partir de ese momento pierdes tu personalidad y te transformas en un número. No eres lo que eras antes, sino un número ambulante desprovisto de valor... Nos aproximamos a nuestras nuevas tumbas... aquí en el campo de la muerte impera una disciplina de hierro. Nuestro cerebro se ha embotado, los pensamientos están numerados: no es posible asimilar este nuevo lenguaje...»

 El objetivo que perseguía al escribir una novela fue el de examinar «este nuevo lenguaje» de la brutalidad con su consiguiente contralenguaje de angustia y desesperación. Escribiría el libro en inglés, idioma en el que ya había escrito dos obras de psicología social, porque había renunciado a mi lengua materna al abandonar mi patria. Además, como el inglés aún era nuevo para mí, podría escribir desapasionadamente, libre de la connotación emocional que siempre tiene la lengua nativa.

 A medida que empezó a desarrollarse la trama, comprendí que deseaba ampliar ciertos temas, modulándolos a lo largo de una serie de cinco novelas. Este ciclo de cinco libros presentaría aspectos arquetípicos de la relación entre el individuo y la sociedad. El primero de ellos abordaría la más universalmente accesible de estas metáforas sociales: describiría al hombre en su estado más vulnerable, como un niño, y a la sociedad en su forma más mortífera, en estado de guerra. Mi idea básica consistía en que la confrontación entre el individuo indefenso y la sociedad aplastante, entre el niño y la guerra, simbolizara la condición antihumana esencial.

 Pensaba, además, que las novelas sobre la infancia exigen el acto más sustancial de compromiso imaginativo. Puesto que no tenemos acceso directo a ese período excepcionalmente sensible y temprano de nuestra vida, debemos recrearlo antes de poder enjuiciar nuestra personalidad actual. Aunque todas las novelas nos obligan a practicar este acto de transferencia, porque hacen que nos experimentemos como seres distintos, generalmente es más difícil imaginarnos como niños que como adultos.

 Cuando empecé a escribir, recordé Los pájaros, la comedia satírica de Aristófanes. Sus protagonistas, inspirados en ciudadanos importantes de la Antigua Atenas, quedaron reducidos al anonimato en un mundo idílico y natural, «una comarca de manso y dulce reposo, donde el hombre puede dormir plácidamente y echar plumas». Me impresionaron la pertinencia y universalidad del enfoque que Aristófanes había suministrado más de dos milenios atrás.

 El empleo simbólico de los pájaros, que le permitía tratar hechos y personajes concretos sin las restricciones que impone la circunstancia de escribir tratados de Historia, me pareció especialmente apropiado, porque lo asocié con una costumbre campesina que había observado durante mi infancia. El entretenimiento favorito de uno de los aldeanos consistía en atrapar aves, pintarles las plumas, y soltarlas luego para que se reunieran con sus bandadas. Cuando dichos pájaros de refulgentes colores buscaban la protección de sus semejantes, éstos que los veían como intrusos amenazadores, atacaban a los descastados y los picoteaban hasta matarlos. Resolví enmarcar yo también mi obra en un territorio mítico, en el presente ficticio intemporal, libre de las ataduras de la geografía y la historia. Mi novela se titularía El pájaro pintado.

 Dado que me veía sólo como narrador, la primera edición de El pájaro pintado incluía un mínimo de información acerca de mi persona, y me negué a conceder entrevistas. Pero esta misma actitud me colocó en una situación conflictiva. Escritores, críticos y lectores bienintencionados buscaron datos para fundamentar sus asertos de que la novela era autobiográfica. Querían endilgarme el papel de portavoz de mi generación, y especialmente de quienes habían sobrevivido a la guerra. Pero a mi juicio, la supervivencia era un acto individual que sólo le otorgaba al sobreviviente el derecho a hablar en nombre de sí mismo. Pensaba que los hechos de mi vida y mis orígenes no debían servir para afirmar la autenticidad del libro, ni tampoco para incitar al público a leer El pájaro pintado.

 Además, opinaba entonces, como opino ahora, que la ficción y la autobiografía son dos géneros muy distintos. La autobiografía pone énfasis en una sola vida: invita al lector a contemplar la existencia de otro hombre, y le alienta a comparar su propia vida con la del protagonista. En cambio, la vida ficticia obliga al lector a participar: no se limita a comparar, sino que realmente asume un papel ficticio, expandiéndolo en el contexto de su propia experiencia, de sus propias facultades creativas e imaginativas.

 Seguía resuelto a que la vida de la novela fuera independiente de la mía. Protesté cuando muchos editores extranjeros se negaron a publicar El pájaro pintado sin incluir, a manera de prefacio o de epílogo, fragmentos de mi correspondencia personal con uno de mis primeros editores de lengua extranjera. Esperaban que estos fragmentos amortiguaran el impacto del libro. Yo había escrito dichas cartas para explicar, y no para mitigar, la visión de la novela. Si se las situaba entre el libro y sus lectores, violarían la integridad de la novela e impondrían mi presencia inmediata en una obra destinada a valer por sí misma. La edición en rústica de El pájaro pintado, que apareció un año después del original, no contenía ninguna información biográfica. Quizá fue por esto que en muchas bibliografías no se incluía a Kosinski entre los escritores contemporáneos, sino entre los difuntos.

 

 Después de la aparición de El pájaro pintado en los Estados Unidos y Europa Occidental (nunca se publicó en mi patria, ni se permitió su introducción), algunos diarios y revistas de Europa Oriental emprendieron una campaña contra la obra. No obstante sus diferencias ideológicas, muchos periódicos atacaron los mismos pasajes de la novela (que citaban generalmente fuera de contexto) y alteraron secuencias para fundamentar sus acusaciones. Indignados artículos de fondo de publicaciones controladas por el Estado denunciaban que las autoridades norteamericanas me habían ordenado escribir El pájaro pintado con fines políticos ocultos. Estas publicaciones, ostensiblemente ajenas al hecho de que todo libro editado en los Estados Unidos debe estar registrado en la Biblioteca del Congreso, citaban incluso el número del catálogo de la Biblioteca como prueba concluyente de que el gobierno norteamericano había propiciado la novela. A la inversa, los periódicos antisoviéticos destacaban la simpatía con que, según decían, había pintado a los soldados rusos, y la esgrimían como testimonio de que la obra intentaba justificar la presencia soviética en Europa Oriental.

 La mayoría de los ataques de la Europa Oriental se fundaban sobre la presunta naturaleza específica de la novela. Aunque yo me había asegurado de que los nombres de personas y lugares que había empleado no se pudieran asociar exclusivamente con un grupo nacional determinado, mis críticos afirmaban acusadoramente que El pájaro pintado era una descripción difamatoria de la vida en comunidades identificables, durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos detractores afirmaban incluso que mis alusiones al folklore y a costumbres nativas, tan insolentemente detalladas, constituían caricaturas de sus propias provincias natales. Otros vituperaban la novela porque deformaba el acervo nativo, porque calumniaba el carácter campesino y porque reforzaba las armas propagandísticas de los enemigos de la región. Irónicamente, la novela empezó a asumir un papel no muy distinto del de su protagonista, el niño, un nativo transformado en extranjero, un gitano al que le atribuyen el control de fuerzas destructivas y la capacidad de echar maleficios sobre todos quienes se cruzan en su camino.

 La campaña contra el libro, que había sido generada en la capital del país, no tardó en difundirse por toda la nación. En el curso de pocas semanas, aparecieron varios centenares de artículos y un alud de chismes. La red de televisión controlada por el Estado presentó una serie, «Sobre los pasos de El pájaro pintado», con entrevistas a personas que supuestamente habían estado en contacto conmigo o con mi familia durante los años de la guerra. El director del programa leía un pasaje de la novela, y luego presentaba al individuo que, según él decía, había inspirado al personaje ficticio. Estos testigos ofuscados, a menudo analfabetos, estaban despavoridos por lo que hipotéticamente habían hecho, y a medida que desfilaban se les oía despotricar coléricamente contra el libro y su autor.

 Uno de los mejores y más respetados autores de Europa Oriental leyó la versión francesa de El pájaro pintado y elogió la novela en su reseña bibliográfica. Pronto la presión gubernamental le obligó a retractarse. Publicó su opinión revisada y luego la complementó con una «Carta abierta a Jerzy Kosinski» que apareció en la revista literaria que él mismo dirigía. En ella, me advertía que yo, como otro novelista premiado que había traicionado su lengua nativa para adoptar un idioma extranjero y alabar al decadente Occidente, terminaría mis días suicidándome en un sórdido hotel de la Riviera.

 Cuando se publicó El pájaro pintado, mi madre, que era mi único familiar consanguíneo sobreviviente, ya frisaba los sesenta y había sido operada dos veces de cáncer. Al descubrir que aún vivía en la ciudad donde yo había nacido, el principal diario local publicó artículos injuriosos en los que la acusaba de ser la madre de un renegado, al mismo tiempo que instigaba a los fanáticos y a las multitudes de vecinos enardecidos a arremeter contra su casa. La policía se presentó a la llamada de la enfermera de mi madre, pero se limitó a permanecer de brazos cruzados, simulando controlar a quienes se autoerigían en defensores de la justicia.

 Cuando un viejo condiscípulo me telefoneó a Nueva York para comunicarme, furtivamente, lo que sucedía, movilicé todo el apoyo que pude obtener de organizaciones internacionales, pero durante meses mis esfuerzos parecieron vanos, porque los vecinos coléricos, ninguno de los cuales había leído realmente mi libro, continuaron sus ataques. Por fin, los funcionarios gubernamentales, fastidiados por las presiones que ejercían las organizaciones extranjeras interesadas en el problema, ordenaron a las autoridades municipales que trasladaran a mi madre a otra ciudad. Permaneció allí durante algunas semanas, hasta que amainaron las agresiones, y después se trasladó a la capital, dejando todo atrás. Con la ayuda de algunos amigos pude mantenerme al tanto de su paradero y enviarle dinero regularmente.

 Aunque la mayor parte de su familia había sido exterminada en el país que ahora la perseguía, mi madre se negaba a emigrar, e insistía en que deseaba morir y ser sepultada junto a mi padre, en la tierra donde había nacido y donde todos los suyos habían sucumbido. Cuando falleció, su muerte se utilizó como medio para abochornar e intimidar a sus amigos. Las autoridades no permitieron publicar ningún anuncio del funeral y la simple noticia de su fallecimiento sólo apareció varios días después del entierro.

 En los Estados Unidos, las informaciones periodísticas sobre estos ataques en el extranjero desencadenaron un aluvión de cartas amenazadoras anónimas escritas por europeos orientales naturalizados, quienes pensaban que yo había calumniado a sus compatriotas y denigrado su linaje étnico. Casi ninguno de los corresponsales anónimos parecía haber leído verdaderamente El pájaro pintado: la mayoría de ellos se limitaban a repetir los denuestos formulados en la Europa del Este, reproducidos de segunda mano en revistas de emigrados.

 Un día, cuando estaba solo en mi apartamento de Manhattan, sonó el timbre. Abrí inmediatamente la puerta, pensando que era un envío que había pedido. Dos hombres robustos, vestidos con gruesas gabardinas, me empujaron al interior de la habitación y cerraron la puerta violentamente a sus espaldas. Me acorralaron contra la pared y me escudriñaron con detenimiento. Uno de ellos, aparentemente desorientado, sacó del bolsillo un recorte periodístico. Se trataba del artículo del New York Times sobre los ataques contra El pájaro pintado, y contenía una reproducción borrosa de una vieja foto mía. Mientras vociferaban algo acerca de la novela, mis agresores empezaron a amenazarme con fragmentos de tubos de acero envueltos en periódicos, que habían extraído del interior de sus mangas, haciendo ademán de pegarme. Argumenté que yo no era el autor. El hombre de la fotografía, dije, era un primo con el que me confundían a menudo. Agregué que acababa de salir pero que volvería de un momento a otro.

 Cuando los hombres se sentaron en el sofá para esperarlo, sin soltar sus armas, les pregunté qué deseaban. Uno de ellos respondió que habían venido a castigar a Kosinski por El pájaro pintado, un libro que injuriaba a su país y ridiculizaba a sus habitantes. Aunque ellos vivían en los Estados Unidos, me aseguraron, eran auténticos patriotas. Pronto se le sumó su compañero, denigrando a Kosinski y utilizando el dialecto rural que yo recordaba tan bien. Permanecí callado, estudiando sus anchos rostros campesinos, sus cuerpos rechonchos, sus gabardinas demasiado holgadas. Aunque separados por una generación de las chozas con techo de paja, de la fétida vegetación de las ciénagas y de los arados tirados por bueyes, continuaban siendo los campesinos que había conocido. Parecían haber salido de las páginas de El pájaro pintado, y por un instante me sentí muy dueño de ambos. Si en verdad eran mis personajes, me parecía muy natural que me visitaran, y en consecuencia les ofrecí cordialmente vodka que, después de una vacilación inicial, aceptaron ávidamente. Mientras bebían, empecé a ordenar algunos papeles de mi biblioteca y luego extraje con la mayor naturalidad un pequeño revólver que estaba oculto detrás del

Dictionary of Americanisms en dos volúmenes, en el extremo de un estante. Les ordené a los hombres que dejaran caer sus armas y alzaran las manos, y apenas obedecieron cogí mi cámara. Con el revólver en una mano y la cámara en la otra, les tomé rápidamente media docena de fotos. Anuncié que esas instantáneas demostrarían la identidad de ambos si alguna vez resolvía denunciarlos por violación de domicilio e intento de agresión. Me suplicaron que los perdonara. Al fin y al cabo, alegaron, no nos habían hecho daño ni a mí ni a Kosinski. Fingí reflexionar, y después de un rato respondí que, como había registrado sus imágenes, no tenía motivos para detenerles en carne y hueso.

 Ese no fue el único incidente en el que sentí las repercusiones de la campaña de difamación europea oriental. En varias oportunidades me interpelaron fuera de mi casa o en mi garaje. Tres o cuatro veces unos desconocidos me identificaron en la calle y me espetaron comentarios hostiles o adjetivos injuriosos. En un concierto que se celebró en honor de un pianista nacido en mi país, un batallón de ancianas patriotas me acometió con sus paraguas, en tanto chillaban insultos ridículamente anacrónicos. Aun ahora, diez años después de la publicación de El pájaro pintado, los ciudadanos de mi antiguo país, donde la novela todavía está prohibida, siguen acusándome de traición, trágicamente ajenos al hecho de que al engañarlos premeditadamente, el Gobierno continúa alimentando sus prejuicios, convirtiéndolos en víctimas de las mismas fuerzas de las que mi protagonista, el niño, se salvó por un pelo.

 Aproximadamente un año después de la aparición de El pájaro pintado, el PEN Club, una asociación literaria internacional, se comunicó conmigo respecto de una joven poetisa de mi país. Había viajado a los Estados Unidos para someterse a una complicada operación cardíaca que, lamentablemente, no había respondido a las expectativas de los médicos. No hablaba inglés y el PEN me informó que necesitaría ayuda durante los primeros meses posteriores a la intervención. Aún frisaba en los veinte, pero ya había publicado varios volúmenes de poesías y estaba catalogada como una de las jóvenes escritoras más prometedoras del país. Hacía varios años que yo conocía y admiraba su obra, y me complació la perspectiva de encontrarme con ella.

 Durante las semanas que duró su recuperación en Nueva York, paseamos por la ciudad. La fotografié a menudo, utilizando como fondo el parque y los rascacielos de Manhattan. Nos convertimos en buenos amigos y ella solicitó la ampliación de su visado, pero el consulado se negó a renovarlo. Como se resistía a abandonar definitivamente su lengua y su familia, no le quedó otra alternativa que volver a la patria. Más tarde me envió una carta, por intermedio de otra persona, en la que me advertía que la unión nacional de escritores había descubierto nuestra estrecha amistad y le exigía que escribiera un cuento corto basado sobre su encuentro en Nueva York con el autor de El pájaro pintado. En la historia yo aparecería como un hombre desprovisto de moral, un pervertido que había jurado denigrar todo lo que su madre patria representaba. Al principio se había negado a escribirla, explicando que como no sabía inglés no había leído la novela, y que nunca había hablado de política conmigo. Pero sus colegas siguieron recordándole que la unión de escritores había sufragado la operación y le pagaba toda la atención médica postoperatoria. Insistieron en que, como era una poetisa descollante y ejercía considerable influencia sobre los jóvenes, tenía el deber de cumplir con su obligación patriótica y atacar, por escrito, al hombre que había traicionado a su país.

 Unos amigos me enviaron la revista literaria semanal donde publicó el relato difamatorio solicitado. Yo intenté comunicarme con ella por intermedio de nuestros amigos comunes para hacerle saber que comprendía que la habían colocado en un compromiso ineludible, pero nunca contestó. Pocos meses más tarde me enteré de que había sufrido una crisis cardíaca que había producido su muerte.

 

 Tanto cuando las reseñas elogiaban la novela, como cuando la vituperaban, los comentarios occidentales sobre El pájaro pintado siempre encerraban un substrato de desasosiego. La mayoría de los críticos norteamericanos y británicos objetaron mis descripciones de las experiencias del niño, alegando que ponían demasiado énfasis en la crueldad. Muchos tendían a menospreciar al autor, junto con la novela, afirmando que había explotado los horrores de la guerra para satisfacer mi propia imaginación. Con ocasión de la celebración del vigésimo quinto aniversario de la creación de los National Book Awards, un respetado novelista norteamericano contemporáneo escribió que libros como El pájaro pintado, con su terrible brutalidad, no auguraban nada bueno para el futuro de la novela en lengua inglesa. Otros críticos argumentaron que sólo se trataba de un libro de reminiscencias personales, e insistieron en que, en la Europa Oriental lacerada por la guerra, cualquiera podía urdir una historia desbordante de dramatismo atroz.

 En verdad, casi ninguno de los que afirmaron que el libro era una novela histórica se molestaron en consultar los auténticos documentos originales. Mis críticos desconocían los relatos personales de los sobrevivientes y los informes oficiales sobre la guerra, o no les concedían importancia. Ninguno de ellos se molestó en dedicar un poco de su tiempo a la lectura de testimonios muy accesibles, como el de una sobreviviente de diecinueve años que describió el castigo aplicado a una aldea de Europa Oriental que había concedido asilo a un enemigo del Reich: «Vi cómo los alemanes llegaban junto con los calmucos para pacificar la aldea - escribió la joven -. Fue una escena pavorosa, que perdurará en mi memoria hasta que muera. Después de rodear la aldea, empezaron a violar a las mujeres, y luego dieron la orden de quemarla junto con todos sus habitantes. Fuera de sí, aquellos salvajes acercaron teas a las casas, y quienes huían eran acribillados a tiros o arrojados nuevamente a las llamas. Les arrebataban los hijos a las madres y los lanzaban al fuego. Y cuando las mujeres desconsoladas corrían para salvar a sus hijos, les pegaban un tiro primero en una pierna y luego en la otra. Sólo las mataban cuando consideraban que ya habían sufrido bastante. Esa orgía duró todo el día. Al anochecer, cuando los alemanes se fueron, los aldeanos regresaron lentamente para rescatar los despojos. Lo que vimos fue horrible: los maderos humeantes y los restos de los incinerados en las proximidades de las cabañas. Detrás de la aldea, los campos estaban cubiertos de cadáveres; aquí, una madre con su hijo en brazos y con la cara salpicada por los sesos de la criatura; más allá, un niño de diez años con su libro de lectura en la mano. Los muertos fueron sepultados en cinco fosas comunes.» Todas las aldeas de Europa Oriental conocieron episodios de esa naturaleza, y centenares de comunidades corrieron una suerte parecida.

 En otros documentos, el comandante de un campo de concentración admitió sin vacilar que «la norma era matar inmediatamente a los niños porque eran demasiado jóvenes para trabajar». Otro comandante declaró que en cuarenta y siete días preparó un envío a Alemania de casi cien mil prendas de vestir de niños judíos que habían sido exterminados con gas. El diario de un judío que trabajaba en la cámara de gas explica que «de un total de cien gitanos que morían diariamente en el campo, más de la mitad eran niños». Y otro trabajador judío describió cómo los guardias de las SS manoseaban despreocupadamente los órganos sexuales de todas las adolescentes que pasaban rumbo a las cámaras de gas.

 Tal vez la mejor prueba de que no exageré la brutalidad y la crueldad que caracterizaron a los años de guerra en Europa Oriental, la constituye el hecho de que algunos de mis antiguos compañeros de escuela, que consiguieron ejemplares clandestinos de El pájaro pintado, escribieron luego que la novela era un relato bucólico cuando se la comparaba con las experiencias que tantos de ellos y sus familias padecieron durante la conflagración. Me acusaron de diluir la verdad histórica y de complacer servilmente la sensibilidad de los anglosajones, cuya única experiencia de un cataclismo nacional se había registrado un siglo atrás, durante la Guerra Civil, cuando hordas de niños abandonados merodeaban por el Sur devastado.

 Me resultó difícil impugnar críticas de esta naturaleza. En 1938, aproximadamente sesenta miembros de mi familia concurrieron a una de nuestras últimas reuniones anuales. Entre ellos había destacados estudiosos, filántropos, médicos, abogados y financieros. Sólo tres sobrevivieron a la guerra. Además, mi madre y mi padre habían presenciado la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y la represión de las minorías durante los años 20 y 30. Casi todos los años de sus vidas estuvieron marcados por el sufrimiento, la división de las familias, y la mutilación y la muerte de los seres queridos, pero ni siquiera ellos, que habían presenciado tantas atrocidades, estaban preparados para el salvajismo que se desató en 1939.

 Durante todo el curso de la Segunda Guerra Mundial vivieron constantemente en peligro. Estaban obligados a buscar casi diariamente nuevos escondites, y la suya fue una existencia en la que eran componentes habituales el miedo, la huida y el hambre. El hecho de tener que residir siempre entre extraños, sumergiéndose en vidas ajenas para disfrazar las propias, generó en ellos un sentimiento perenne de desarraigo. Más tarde, mi madre me contó que, incluso cuando estaban físicamente a salvo, vivían constantemente atormentados por la idea de que la decisión de alejarme hubiera sido equivocada y de que quizás habría estado más seguro con ellos. No había palabras, dijo, para describir la angustia que experimentaban al ver a los niños que eran conducidos hacia los trenes que los llevarían a los hornos o a los espantosos campos especiales dispersos por todo el país.

 Por tanto, fue pensando sobre todo en ellos y en personas como ellos que quise escribir una ficción que reflejara, y quizás exorcizara, los horrores que les habían parecido tan indescriptibles.

 

 Después de la muerte de mi padre, mi madre me entregó los centenares de libretas de apuntes que él había llenado durante la guerra. Incluso mientras huía, me contó mi madre, cuando nunca estaba realmente convencido de que podría salvarse, mi padre se las apañaba de alguna manera para redactar extensas notas sobre sus estudios de especialista en matemáticas, con una grafía delicada y minúscula. Era fundamentalmente un filólogo y clasicista, pero durante la guerra únicamente las matemáticas le permitían evadirse de la realidad cotidiana. Sólo cuando se sumergía en el ámbito de la lógica pura, cuando se abstraía del mundo de las letras con su comentario implícito sobre los asuntos humanos, mi padre podía trascender la brutalidad y la infamia que le circundaban diariamente.

 Cuando murió mi padre, mi madre buscó en mí algún reflejo de sus características y su temperamento. Sobre todo le inquietaba que, a diferencia de mi padre, yo hubiera optado por expresarme públicamente mediante la palabra escrita. Durante toda su vida mi padre se había negado consecuentemente a hablar en público, a dictar conferencias, a escribir libros o artículos, llevado de su creencia en la naturaleza sagrada de la intimidad. A su juicio, la existencia más satisfactoria era la que pasaba inadvertida al mundo. Estaba convencido de que el individuo creativo, cuyo arte le convierte en centro de atención, paga el éxito de su obra con su propia dicha y la de sus seres queridos.

 El anhelo de anonimato que alimentaba mi padre formaba parte de un constante esfuerzo por construir su propio sistema filosófico, al que nadie más tendría acceso. A la inversa, yo, que desde mi infancia había convivido diariamente con la exclusión y el anonimato, me sentía impulsado a crear un mundo de ficción que estuviera al alcance de todos.

 No obstante su desconfianza por la palabra escrita, mi padre fue el primero que me estimuló, involuntariamente, a escribir en inglés. Después de mi llegada a los Estados Unidos, con la misma paciencia y precisión con que había redactado sus libretas de apuntes, empezó a enviarme una serie de cartas diarias que contenían explicaciones minuciosamente detalladas sobre los puntos críticos de la gramática y la lengua inglesas. Estas lecciones, mecanografiadas sobre papel cebolla con puntillosidad de filólogo, no contenían noticias personales ni locales. Probablemente era poco lo que la vida no me había enseñada ya, argüía mi padre, y no tenía nuevos secretos para transmitirme.

 En esa época mi padre había sufrido varias crisis cardíacas y el debilitamiento de sus ojos había reducido su campo visual a una superficie de aproximadamente una cuartilla tamaño folio. Sabía que se le estaba terminando la vida y debió de pensar que la única herencia que podía legarme era su propio conocimiento de la lengua inglesa, perfeccionado y enriquecido por una existencia consagrada al estudio.

 Sólo cuando supe que nunca volvería a verle comprendí hasta qué punto me había conocido y cuánto me había amado. Puso un gran empeño en enunciar cada lección adaptándola a mi idiosincrasia particular. Los ejemplos de uso del idioma inglés que seleccionaba procedían siempre de los poetas y escritores que yo admiraba, y abordaban indefectiblemente temas e ideas que me interesaban particularmente.

 Mi padre falleció antes de que apareciera El pájaro pintado, sin ver jamás el libro al que había hecho tantas aportaciones. Ahora, al releer sus cartas, comprendo la inmensa sabiduría de mi padre: quiso legarme una voz que me guiara por un nuevo país. Seguramente pensó que esta herencia me daría los medios necesarios para participar cabalmente en la vida del país donde había decidido construir mi futuro.

 

 A fines de la década de 1960, los Estados Unidos asistieron a un debilitamiento de las restricciones sociales y artísticas, y los colegas y las escuelas empezaron a adoptar El pájaro pintado como material suplementario de lectura en los cursos de literatura moderna. Los alumnos y profesores me escribían con frecuencia, y recibía copias de los exámenes y ensayos que versaban sobre el libro. Muchos jóvenes lectores encontraban analogías entre los personajes y episodios de la obra, y personas y situaciones de su propia vida. Además, la obra suministraba una topografía para quienes veían el mundo como una batalla entre los cazadores de pájaros y estos últimos. Dichos lectores, y sobre todo los miembros de las minorías étnicas y quienes se sentían en inferioridad de condiciones sociales, descubrían ciertos elementos de su propia situación en la contienda del niño, e interpretaban El pájaro pintado como un reflejo de su propia lucha por la supervivencia intelectual, emocional o física. Veían que las penurias del niño en las marismas y los bosques se prolongaban en los ghettos y ciudades de otro continente donde el color, el idioma y la educación marcaban inexorablemente a los «extraños», a los peregrinos de espíritu emancipado, a quienes los «autóctonos», la mayoría poderosa, temían, segregaban y atacaban. Otro grupo de lectores abordaba la novela con la esperanza de que expandiera su visión y les abriera las puertas de un paisaje ultraterreno, semejante al de El Bosco.

 

 Hoy, muchos años después de la creación de El pájaro pintado, me siento inseguro en su presencia. La década pasada me ha permitido enfocar la novela con la objetividad de un crítico; pero la controversia generada por el libro y los cambios que provocó en mi propia vida y en las de los seres próximos a mí, me inducen a poner en tela de juicio la decisión inicial de escribirlo.

 No había previsto que la novela asumiría una existencia propia, ni que, en lugar de ser un desafío literario, se convertiría en una amenaza para la vida de los míos. Desde el punto de vista de los gobernantes de mi país, a la novela, como al ave, había que expulsarla de la bandada. Después de atrapar el pájaro, pintarle las plumas y soltarlo, me limité a hacerme a un lado y observar cómo producía sus estragos. Si hubiera sospechado cuál sería su destino, quizá no lo habría escrito. Pero el libro, como el niño, ha soportado los ataques. El ansia de sobrevivir se desencadena por razones intrínsecas. ¿Acaso es posible mantener más prisionera a la imaginación que al niño?

 

                                               Jerzy Kosinski, Ciudad de Nueva York, 1976

martes, 20 de abril de 2021

Posmodernismo y frivolidad. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 Posmodernismo y frivolidad

En una excelente y polémica colección de ensayos titulada Mirando el abismo (On Looking into the Abyss, New York, Alfred A. Knopf, 1994), la historiadora Gertrude Himmelfarb arremete contra la cultura posmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecen frívolas y artificiales comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.

Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy día pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.

Para un «posmoderno» estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquel, convencido de que la historia humana era una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando aquella en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia humana.

Aunque no comparto del todo la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo en sus teorías sobre las supuestas «estructuras de poder» implícitas en todo lenguaje (el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos), hay que reconocerle el haber contribuido como pocos a dar a ciertas experiencias marginales (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural, sus críticas a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, el que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de humanidades, un síntoma de apolillamiento intelectual o de ceguera científica.

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil —si es divertido o estimulante me basta— sino porque si la literatura es lo que él supone —una sucesión o archipiélago de «textos» autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual— ¿cuál es la razón de deconstruirlos? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados? Hay una incongruencia absoluta entre una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana y que, al mismo tiempo, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar —a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión— esos monumentos de palabras inútiles. Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero, desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria una masturbación.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, aquí, en Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de yudo y kárate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el título de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar y empobrecer el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: «Les he pedido a mis estudiantes que «miren el abismo» (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante ¿no?». En otras palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para deconstruir el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando, como ahora en Washington, por unos meses, me toca hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal —y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar— unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció este sobre la profesora Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que estos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmond Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano, pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmond Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico deconstruccionista consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus mejores libros —como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto— fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta del fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.

Washington D. C., marzo de 1994

lunes, 19 de abril de 2021

La moral de los cínicos. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 La moral de los cínicos

En una conferencia sobre la vocación política (Politik als Beruf) ante una Asociación de Estudiantes, en Múnich, en 1919, Max Weber distinguió entre dos formas de moral a las que se ajustarían todas las acciones humanas «éticamente orientadas»: la de la convicción y la de la responsabilidad. La fórmula, que se hizo célebre, contribuyó casi tanto como sus estudios anticipadores sobre la burocracia, el líder carismático o el espíritu de la reforma protestante y el desarrollo del capitalismo al merecido prestigio del sociólogo alemán.

A primera vista cuando menos, aquella división parece nítida, iluminadora e irrefutable. El hombre de convicción dice aquello que piensa y hace aquello que cree sin detenerse a medir las consecuencias, porque para él la autenticidad y la verdad deben prevalecer siempre y están por encima de consideraciones de actualidad o circunstancias. El hombre responsable sintoniza sus convicciones y principios a una conducta que tiene presente las reverberaciones y efectos de lo que dice y hace, de manera que sus actos no provoquen catástrofes o resultados contrarios a un designio de largo alcance. Para aquel, la moral es ante todo individual y tiene que ver con Dios o con ideas y creencias permanentes, abstractas y disociadas del inmediato acontecer colectivo; para este, la moral es indisociable de la vida concreta, de lo social, de la eficacia, de la historia.

Ninguna de las dos morales es superior a la otra; ambas son de naturaleza distinta y no pueden ser relacionadas en un sistema jerárquico de valores, aunque, en contados casos —los ideales— se confundan en un mismo individuo, en una misma acción. Pero lo frecuente es que aparezcan contrastadas y encarnadas en sujetos diferentes, cuyos paradigmas son el intelectual y el político. Entre estos personajes aparecen, en efecto, quienes mejor ilustran aquellos casos extremos donde se vislumbra con luminosa elocuencia lo diferente, lo irreconciliable de las dos maneras de actuar.

Si fray Bartolomé de las Casas hubiera tenido en cuenta los intereses de su patria o su monarca a la hora de decir su verdad sobre las iniquidades de la conquista y colonización de América, no habría escrito aquellas denuncias —de las que arranca la «leyenda negra» contra España— con la ferocidad que lo hizo. Pero, para él, típico moralista de convicción, la verdad era más importante que el imperio español. También a Sartre le importó un comino «desprestigiar» a Francia, durante la guerra de Argelia, acusando al Ejército francés de practicar la tortura contra los rebeldes, o ser considerado un antipatriota y un traidor por la mayoría de sus conciudadanos, cuando hizo saber que, como la lucha anticolonial era justa, él no vacilaría en llevar «maletas con armas» del FLN (Frente de Liberación Nacional Argelino) si se lo pedían.

El general De Gaulle no hubiera podido actuar con ese olímpico desprecio a la impopularidad sin condenarse al más estrepitoso fracaso como gobernante y sin precipitar a Francia en una crisis aún más grave que la que provocó la caída de la IV República. Ejemplo emblemático del moralista responsable, subió al poder, en 1958, disimulando detrás de ambiguas retóricas e inteligentes malentendidos sus verdaderas intenciones respecto al explosivo tema colonial. De este modo, pacificó e impuso orden en una sociedad que estaba al borde de la anarquía. Una vez en el Elíseo, el hombre en quien una mayoría de franceses confiaba para que salvase Argelia, con suprema habilidad fue, mediante silencios, medias verdades y medias mentiras, empujando a una opinión pública al principio muy reacia, a resignarse a la idea de una descolonización que De Gaulle terminaría por llevar a cabo no sólo en Argelia sino en todas las posesiones africanas de Francia. El feliz término del proceso descolonizador retroactivamente mudó lo que podían parecer inconsistencias, contradicciones y engaños de un gobernante, en coherentes episodios de una visión de largo alcance, en la sabia estrategia de un estadista.

En los casos de Bartolomé de las Casas, Sartre y De Gaulle, y en otros como ellos, todo esto resulta muy claro porque, debajo de las formas de actuar de cada uno, hay una integridad recóndita que da consistencia a lo que hicieron. El talón de Aquiles de aquella división entre moralistas convencidos y moralistas responsables es que presupone, en unos y otros, una integridad esencial, y no tiene para nada en cuenta a los inauténticos, a los simuladores, a los pillos y a los frívolos.

Porque hay una distancia moral infranqueable entre el Bertrand Russell que fue a la cárcel por excéntrico —por ser consecuente con el pacifismo que postulaba— y la moral de la convicción de un Dalí, cuyas estridencias y excentricidades jamás lo hicieron correr riesgo alguno y, más bien, servían para promocionar comercialmente sus cuadros. ¿Debemos poner en un mismo plano las extravagancias «malditas» que llevaron a un Antonin Artaud a la marginación y al manicomio y las que hicieron de Cocteau el niño mimado de la alta sociedad y miembro de la Academia de los inmortales?

Pero es sobre todo entre los políticos donde aquella moral de la responsabilidad se bifurca en conductas que, aunque en apariencia se asemejen, íntimamente se repelen. Las mentiras de De Gaulle a los activistas de la Algérie Française —«Je vous ai compris»— cobran una cierta grandeza en perspectiva, juzgadas y cotejadas dentro del conjunto de su gestión gubernamental. ¿Se parecen ellas, en términos morales, a la miríada de mentiras que tantos gobernantes profieren a diario con el solo objetivo de durar en el poder o de evitarse dolores de cabeza, es decir, por razones menudas, sin la menor sombra de trascendencia histórica?

Esta interrogación no es académica, tiene que ver con un asunto de tremenda actualidad: ¿cuál va a ser el futuro de la democracia liberal en el mundo? El desplome del totalitarismo en Europa y parte del Asia ha insuflado, en teoría, nueva vitalidad a la cultura democrática. Pero sólo en teoría, pues, en la práctica, asistimos a una crisis profunda del sistema aun en países, como Francia o Estados Unidos, donde parecía arraigado e invulnerable. En muchas sociedades emancipadas de la tutela marxista, la democracia funciona mal, como en Ucrania, o es una caricatura, como en Serbia, o parece pender de un hilo, como en Rusia y Polonia. Y en América Latina, donde parecía vencida, la bestia autoritaria ha vuelto a levantar cabeza en Haití y Perú, y acosa sin descanso a Venezuela.

Una triste comprobación es que, en casi todas partes, para la mayoría de las gentes la democracia sólo parece justificarse por contraste con lo que anda peor, no por lo que ella vale o pudiera llegar a valer. Comparada con la satrapía fundamentalista de Irán, la dictadura de Cuba o el régimen despótico de Kim Il Sung, la democracia resulta preferible, en efecto. Pero ¿cuántos estarían dispuestos a meter sus manos al fuego —a defender con sus vidas— un sistema que, además de mostrar una creciente ineptitud para resolver los problemas, parece en tantos países paralizado por la corrupción, la rutina, la burocracia y la mediocridad?

En todas partes y hasta el cansancio se habla del desprestigio de la clase política, la que habría expropiado para sí el sistema democrático, gobernando en su exclusivo provecho, a espaldas y en contra del ciudadano común. Esta prédica, que ha permitido a Jean Marie Le Pen y al neofascista Frente Nacional echar raíces en un espacio considerable del electorado francés, se halla en boca del aprendiz de dictador peruano, Fujimori, quien despotrica contra la partidocracia, y es el caballito de batalla del tejano Ross Perot, quien podría dar la gran sorpresa en las elecciones de Estados Unidos, derrotando, por primera vez en la historia de ese país, a los partidos tradicionales.

Excluido todo lo que hay de exageración y de demagogia en esas críticas, lo que queda es todavía mucho, y muy peligroso para el futuro del sistema que, pese a sus defectos, ha traído más prosperidad, libertad y respeto a los derechos humanos a lo largo de la historia. Y lo más grave que queda es la distancia, a veces grande, a veces enorme, entre gobernantes y gobernados en la sociedad democrática. La razón principal de este alejamiento e incomunicación entre el ciudadano común y aquellos que, allá arriba, en los alvéolos de la Administración, en los gabinetes ministeriales o en los escaños parlamentarios, deciden su vida (y a veces su muerte) —la clase política— no es la complejidad creciente de las responsabilidades de gobierno, y su consecuencia inevitable, tan bien analizada por Max Weber, la burocratización del Estado, sino la pérdida de la confianza. Los electores votan por quienes legislan y gobiernan, pero, con excepciones cada vez más raras, no creen en ellos. Van a las urnas a depositar su voto cada cierto tiempo, de manera mecánica, como quien se resigna a un ritual despojado de toda sustancia, y a veces ni siquiera se toman ese trabajo: el abstencionismo, fenómeno generalizado de la democracia liberal, alcanza en algunos países cotas abrumadoras.

Esta falta de participación es ostensible en ocasión de los comicios; pero, es aún más extendida, y ciertamente más grave, en el funcionamiento cotidiano de esas instituciones claves de una democracia que son los partidos políticos. Aquella no es concebible sin estos, instrumentos nacidos para asegurar, de un lado, el pluralismo de ideas y propuestas, la crítica al poder y la alternativa de gobierno, y, de otro, para mantener un diálogo permanente entre gobernados y gobernantes, a escala local y nacional. Los partidos democráticos cumplen cada vez menos con esta última función porque en casi todas partes —democracias incipientes o avanzadas— se van quedando sin militantes, y el desafecto popular los convierte en juntas de notables o burocracias profesionalizadas, con pocas o nulas ataduras al grueso de la población, de la que un partido recibe el flujo vital que le impide apolillarse.

Se esgrimen muchas explicaciones sobre este desgano colectivo para con unas instituciones de cuya renovación y creatividad permanentes depende en buena medida la salud de una democracia, pero muchas de ellas suelen confundir el efecto con la causa, como cuando se dice que los partidos políticos no atraen adhesiones porque carecen de líderes competentes, de dirigentes dotados de aquel carisma de que hablaba Weber (sin imaginar qué clase de líder carismático le sobrevendría muy pronto a Alemania). La verdad es la inversa, claro está: aquellos dirigentes no aparecen porque las masas ciudadanas se desinteresan de los partidos. Y de la vida política, en general. (No hace mucho leí una encuesta sobre el destino de los jóvenes graduados con los calificativos más altos en las universidades norteamericanas: la gran mayoría elegía las corporaciones y, después, distintas profesiones liberales; la política era elección de una insignificante minoría).

La falta de fe, la pérdida de confianza del ciudadano común en sus dirigentes políticos —cuyo resultado es la pérdida de autoridad de la clase política en general— se debe, básicamente, a que la realidad ha convertido en un simulacro bochornoso aquella moral de la responsabilidad, supuestamente connatural al político, que Max Weber distinguió con sutileza de la moral de la convicción, lujo de irresponsables. Una suerte de consenso se ha establecido que hace de la actividad política, en las sociedades democráticas, una mera representación, donde las cosas que se dicen, o se hacen, carecen del respaldo de las convicciones, obedecen a motivos y designios opuestos a los confesados explícitamente por quienes gobiernan, y donde las peores picardías y barrabasadas se justifican en nombre de la eficacia y del pragmatismo. En verdad, la sola justificación que tienen es la tácita aceptación a que ha llegado la sociedad de que la política es un espacio reservado y aparte, parecido a aquel que definió Huizinga para el juego, con sus propias reglas y su propio discurso y su propia moral, al margen y a salvo de las que regulan las del hombre y la mujer del común.

Es esta cesura entre dos mundos impermeabilizados entre sí lo que está empobreciendo a la democracia, desencantando de ella a muchos ciudadanos y volviéndolos vulnerables a los cantos de sirena xenófobos y racistas de un Le Pen, a la chamuchina autoritaria de un Fujimori, a la demagogia nacionalista de un Vladimir Meciar, o al populismo antipartidos de Ross Perot, y lo que mantiene todavía viva la romántica solidaridad en muchos beneficiarios de la democracia con dictaduras tercermundistas.

Por eso conviene, como primer paso para el renacimiento del sistema democrático, abolir aquella moral de la responsabilidad que, en la práctica —donde importa—, sólo sirve para proveer de coartadas a los cínicos, y exigir de quienes hemos elegido para que nos gobiernen, no las medias verdades responsables, sino las verdades secas y completas, por peligrosas que sean. Pese a los indudables riesgos que implica para un político no mentir, y actuar como lo hizo Churchill —ofreciendo sangre, sudor y lágrimas a quienes lo habían llamado a gobernar—, los beneficios serán siempre mayores, a mediano y largo plazo, para la supervivencia y regeneración del sistema democrático. No hay dos morales, una para los que tienen sobre sus hombros la inmensa tarea de orientar la marcha de la sociedad, y otra para los que padecen o se benefician de lo que aquellos deciden. Hay una sola, con sus incertidumbres, desafíos y peligros compartidos, en la que convicción y responsabilidad son tan indisociables como la voz y la palabra o como las dos caras de una moneda.

Berlín, julio de 1992

jueves, 15 de abril de 2021

Sombras de amigos. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 Sombras de amigos

Advierto, con cierta alarma, que muchos amigos que hice y frecuenté en los años sesenta, en Barcelona, ya no están más. Tampoco de la ciudad condal que conocí quedan casi trazas. Barcelona era entonces, todavía, pobretona, cosmopolita y universal; ahora es riquísima, nacionalista y provinciana. Como antes se desbordaba, culturalmente, hacia el resto del mundo, ahora parece fascinada por su propio ombligo. Este ensimismamiento está de moda en Europa y es la respuesta natural del instinto conservador y tradicionalista, en los pueblos antiguos, a la internacionalización creciente de la vida, a ese —imparable— proceso histórico moderno de disolución de las fronteras y confusión de las culturas. Pero en Cataluña el regreso al «espíritu de la tribu», de poderoso arraigo político, contradice otra antiquísima vocación, la del universalismo, tan obvia en sus grandes creadores, de Foix a Pla y de Tàpies a Dalí.

Aquellos amigos eran, todos, ciudadanos del mundo. Gabriel Ferraté escribía sus poemas en catalán, porque, decía, en su lengua materna podía «meter mejores goles» que en castellano (le gustaba el fútbol, como a mí) pero no era nacionalista ni nada que exigiera alguna fe. Salvo, tal vez, la literatura, todas las otras convicciones y pasiones le provocaban unos sarcasmos con púas y estricnina, unas feroces metáforas cínicas y exterminadoras. Como otros derrochan su dinero o su tiempo, Gabriel derrochaba su genio escribiendo informes de lectura para editores, papeletas para enciclopedias, hablando con los amigos o lo iba destruyendo a demoledores golpes de ginebra.

«Genio» es una palabra de letras mayúsculas, pero no sé con cuál otra describir esa monstruosa facultad que tenía Gabriel para aprender todo aquello que le interesaba y convertirse, al poco tiempo, en un especialista. Entonces, se desinteresaba del tema y se movía en una nueva dirección. Un diletante es un superficial y él no lo fue cuando hacía crítica de arte y desmenuzaba a Picasso, ni cuando discutía gesticulando como un molino de viento las teorías lingüísticas del Círculo de Praga, ni cuando pretendía demostrar, citando de memoria, que el alemán de Kafka provenía de los atestados policiales. Yo sí creo que aprendió polaco en un dos por tres, sólo para leer a Gombrowicz y poder traducirlo. Porque leía todos los idiomas del mundo y todos los hablaba con un desmesurado acento catalán.

Tal vez, con «genialidad», fuera «desmesura» la palabra que mejor le convenía. Todo en él era exceso, desde sus caudalosas lecturas y conocimientos hasta esas larguísimas manos incontinentes que, después del primer trago, hacían dar brincos a todas las damas que se ponían a su alcance. Por haber votado en favor de Guimarães Rosa y en contra de Gombrowicz, en un jurado del cual formábamos parte, a mí me castigó privándome un año de su amistad. El día trescientos sesenta y cinco recibí un libro de Carles Riba, con estas líneas: «Pasado el año del castigo, podemos reanudar, etcétera. Gabriel».

Dicen que siempre dijo que era inmoral cumplir cincuenta años y que esa coquetería fue la razón de su suicidio. Puede ser cierto: casa muy bien con la curiosa mezcla de anarquía, insolencia, disciplina, ternura y narcisismo que componía su personalidad. La última vez que lo vi eran las diez de la mañana y ahí estaba, en el Bar del Colón. Llevaba casi veinticuatro horas bebiendo y se lo veía congestionado y exultante. Bajo la paciente atención de Juanito García Hortelano, ronco y a gritos, recitaba a Rilke en alemán.

A diferencia de Gabriel, García Hortelano era discreto, medido, servicial y, sobre todo, modesto para exhibir su inteligencia, a la que disimulaba detrás de una actitud bonachona y una cortina de humor. No era de Barcelona, pero en esta ciudad lo conocí y allí lo vi muchas veces —más que en su Madrid—, y el día que nos presentaron fuimos a comprar juntos una gramática catalana y nos confesamos nuestra idéntica debilidad por esa tierra, de modo que mi recuerdo no puede disociarlo de Barcelona ni de los sesenta, en que se publicaron sus primeras novelas, esos años que, con el agua que ha corrido, van pareciendo ahora prehistóricos.

De muchachos jugábamos con un amigo en Lima tratando de adivinar qué escritores se irían al cielo (caso de existir) y nos parecía que pocos, entre los antiguos, y entre los contemporáneos ninguno. Mucho me temo que, si aquel hipotético reparto póstumo tiene lugar, nos quedemos privados de Juan, que a él se lo lleven allá arriba. Pues entre todos los letraheridos que me ha tocado frecuentar él es el único que califica. Trato de bromear, pero hablo muy en serio. Nunca conocí, entre las gentes de mi oficio, a alguien que me pareciera tan íntegro y tan limpio, tan naturalmente decente, tan falto de vanidad y de dobleces, tan generoso como Juan. La bondad es una misteriosa y atrabiliaria virtud, que, en mi experiencia —deprimente, lo admito— tiene mucho que ver con la falta de imaginación y la simpleza de espíritu, con una ingenuidad que a menudo nos parece candidez. Por eso, no está nada de moda y por eso, en los círculos de alta cultura, se la mira con desconfianza y desdén, como una manifestación de bobería. Y por eso un hombre bueno que es, a la vez, un espíritu extremadamente sutil y una sensibilidad muy refinada, resulta una rareza preocupante.

Es verdad que los malvados suelen ser más divertidos que los buenos y que la bondad es, generalmente, aburrida. Pero García Hortelano rompía también en esto la regla pues era una de las personas más graciosas del mundo, un surtidor inagotable de anécdotas, fantasías, piruetas intelectuales, inventor de apodos y carambolas lingüísticas, que podían mantener en vilo a todos los noctámbulos del angosto Bar Cristal. Con la misma seriedad que aseguraba que Walter Benjamin era un seudónimo de Jesús Aguirre, le oí yo jurar, alguna vez, que sólo iba a las Ramblas, al amanecer, a comprar La Vanguardia.

Entre las muchas cosas que alguna vez me propuse escribir pero que no escribiré, figura un mágico encuentro con él, una madrugada con niebla, en el mar de Calafell. Como en sus novelas, ocurrían muchas cosas y no pasaba nada. Habíamos oído el disco de un debutante llamado Raimón, traído por Luis Goytisolo, y, guiados por el señor del lugar, Carlos Barral, recorrido bares, restaurantes, trajinado entre barcas y pescadores, encendido una fogata en la playa. Durante largo rato, Jaime Gil de Biedma nos tuvo fascinados con electrizantes maldades. A medianoche nos bañamos, en una neblina que nos volvía fantasmas. Salimos, nos secamos, conversamos y, de pronto, alguien preguntó por Juan. No aparecía por ninguna parte. Se habría ido a dormir, sin duda. Mucho después, volví a zambullirme en el agua y en la niebla. Entre las gasas blancuzcas apareció, tiritando, el escritor. ¿Qué hacía allí, pingüinizado? Los dientes castañeteando, me informó que no encontraba el rumbo de la playa. Cada vez que intentaba salir, tenía la impresión de estar enfilando hacia Sicilia o Túnez. ¿Y por qué no había pedido socorro, gritado? ¿Socorro? ¿Gritos? Eso, sólo los malos novelistas.

A diferencia de Juan, Jaime Gil de Biedma exhibía su inteligencia con total impudor y cultivaba, como otros cultivan su jardín o crían perros, la arrogancia intelectual. Provocaba discusiones para pulverizar a sus contendores y a los admiradores de su poesía que se acercaban a él llenos de unción, solía hacerles un número que los descalabraba. Hacía lo imposible para parecer antipático, altanero, inalcanzable. Pero era mucho menos malvado de lo que hubiera querido ser y menos duro y cerebral de lo que se presenta en su Diario, cuando, en un círculo restringido de amigos, en la alta noche, se cansaba de posar, ponía de lado la máscara del maldito, y aparecía el fino lector, el hombre descuartizado entre una vocación y un oficio, el de la ambivalencia sexual, el vulnerable y atormentado muchacho que escribía versos.

Cuando no se contemplaba a sí mismo, su inteligencia podía ser deslumbrante. Tenía un instinto infalible para detectar la idea original o el matiz exquisito en un verso, en una frase, o para advertir la impostura y el puro relumbrón, y uno podía seguir a ciegas sus advertencias literarias. Pero, aunque su poesía y sus ensayos se leen con placer, hay en la obra de Jaime algo que pugna por aparecer y que parece reprimido, algo que se quedó en mero atisbo: aquel territorio de la experiencia que está fuera del orden intelectual. Tal vez porque en su estética sólo había sitio para la elegancia, y los sentimientos y las pasiones son siempre algo cursis, en su poesía se piensa más que se vive, como en los cuentos de Borges.

Fue por Carlos Barral que conocí a Gabriel, a Juan, a Jaime y a casi todos mis amigos españoles de aquellos años. Él publicó mi primera novela, luchando como un tigre para que salvara el obstáculo de la censura, me hizo dar premios, traducir a varias lenguas, me inventó como escritor. Ya se ha dicho todo lo que hace falta sobre el ventarrón refrescante que fue, para la embotellada cultura de España de hace treinta años, la labor de Carlos en Seix Barral. Pero nunca se dirá lo suficiente sobre el encanto del personaje que creó de sí mismo y sobre el hechizo que era capaz de ejercer, entonces, antes de las durísimas pruebas que tuvo que sobrellevar.

¿Con qué me asombrará esta vez?, me preguntaba yo cuando iba a verlo. Siempre había algo: su perro Argos ladraba histérico si los poemas que le leía eran malos, se había puesto a usar capas dieciochescas y bastones con estiletes por las calles de La Bonanova o me recitaba un catálogo, en latín, de las doscientas maderitas de un bote en el que, según él, había navegado Ulises. Era todo un señor, de grandes gestos y adjetivos fosforescentes. Su generosidad no tenía límites y aunque posaba a veces de cínico, pues el cinismo resultaba ya entonces de buen ver, era bueno como un pan. Para parecer malo, se había inventado la risa del diablo: una risa con la boca abierta, trepidante, pedregosa, volcánica, que contorsionaba su flaca figura quijotesca de la cabeza a los pies y lo dejaba exhausto. Una risa formidable, que a mí se me quedaba resonando en la memoria.

Tenía fijaciones literarias que había que respetar, so pena de perder su amistad: Mallarmé y Bocángel eran intocables, por ejemplo, y a la literatura inglesa le perdonaba a duras penas la vida, con la excepción, tal vez, de Shakespeare y de Marlowe. Pero de los autores que le gustaban podía hablar horas, diciendo cosas brillantísimas y citándolos de memoria, con apasionamiento de adolescente. Su amor a las formas era tal que, en los restaurantes, en una época le dio por pedir sólo «ostras y queso», porque sonaba bien. Soñaba con tener un tigrillo, para pasearse con él por Calafell, y se lo traje, desde el fondo de la Amazonía, a costa de ímprobos esfuerzos. Pero en el aeropuerto de Barcelona un guardia civil lo bañó con una manguera y le dio a comer chorizo, malhiriendo de muerte al pobre animal. Conservo la bellísima carta de Carlos sobre la muerte de Amadís como uno de mis tesoros literarios.

Debajo de la pose y el teatro había, también, algo menos perecedero: un creador de talento y un editor y promotor literario que dejó una huella profunda en todo el mundo hispánico. Esto, en la España abierta a todos los vientos del mundo de nuestros días, es difícil advertirlo. Pero quienes, como yo, llegaron a Madrid en 1958, y descubrieron que el aislamiento y la gazmoñería de la vida cultural española eran aún peor que los de Lima o Tegucigalpa, saben que los esfuerzos de Carlos Barral por perforar esos muros y familiarizar al lector español con lo que se escribía y publicaba en el resto del mundo, y por sacar del anonimato y la catacumba a los jóvenes o reprimidos escritores de la Península, fueron un factor decisivo en la modernización intelectual de España. Y también, por supuesto, en redescubrir a los españoles a Hispanoamérica y a los hispanoamericanos entre sí. ¿Cuántos de las decenas de jóvenes poetas y narradores del Nuevo Mundo que emigraron a Barcelona en los setenta y ochenta, y convirtieron a esta ciudad, por un tiempo, en la capital literaria de América Latina, sabían que quien les había entreabierto aquellas puertas era el filiforme caballero, ya sin editoriales y ahora con úlceras, a quien se podía divisar aún, con capa, bastón, barba, cadenas y melena, paseando un perro como un aparecido por las calles de Sarriá?

Cosas que se llevó el viento y amigos que son sombras. Pero que aún están ahí.

Berlín, mayo de 1992

lunes, 12 de abril de 2021

La señorita de Somerset. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA-

 


 La señorita de Somerset

La historia es tan delicada y discreta como debió serlo ella misma y tan irreal como los romances que escribió y devoró hasta el fin de sus días. Que haya ocurrido y forme ahora parte de la realidad es una conmovedora prueba de los poderes de la ficción, engañosa mentira que, por los caminos más inesperados, se vuelve un día verdad.

El principio es sorprendente y con una buena dosis de suspenso. La Sociedad de Autores de Gran Bretaña es informada, por un albacea, que una dama recién fallecida le ha legado sus bienes — 400.000 libras esterlinas, unos 700.000 dólares— a fin de que establezca un premio literario anual para novelistas menores de 35 años. La obra premiada deberá ser «una historia romántica o una novela de carácter más tradicional que experimental». La noticia llegó en el acto a la primera página de los periódicos porque el premio así creado —70.000 dólares anuales— es cuatro o cinco veces mayor que los dos premios literarios británicos más prestigiosos: el Booker-McConwell y el Whitebread.

¿Quién era la generosa donante? Una novelista, por supuesto. Pero los avergonzados directivos de la Sociedad de Autores tuvieron que confesar a los periodistas que ninguno había oído hablar jamás de Miss Margaret Elizabeth Trask. Y, a pesar de sus esfuerzos, no habían podido encontrar en las librerías de Londres uno solo de sus libros.

Sin embargo, Miss Trask publicó más de cincuenta «historias románticas» a partir de los años treinta, con un nombre de pluma que acortaba y aplebeyaba ligeramente el propio: Betty Trask. Algunos de sus títulos sugieren la naturaleza del contenido: Vierto mi corazón, Irresistible, Confidencias, Susurros de primavera, Hierba amarga. La última apareció en 1957 y ya no quedan ejemplares de ellas ni en las editoriales que las publicaron ni en la agencia literaria que administró los derechos de la señorita Trask. Para poder hojearlas, los periodistas empeñados en averiguar algo de la vida y la obra de la misteriosa filántropa de las letras inglesas tuvieron que sepultarse en esas curiosas bibliotecas de barrio que, todavía hoy, prestan novelitas de amor a domicilio por una módica suscripción anual.

De este modo ha podido reconstruirse la biografía de esta encantadora Corín Tellado inglesa, que, a diferencia de su colega española, se negó a evolucionar con la moral de los tiempos y en 1957 colgó la pluma al advertir que la distancia entre la realidad cotidiana y sus ficciones se anchaba demasiado. Sus libros, que tuvieron muchos lectores a juzgar por la herencia que ha dejado, cayeron inmediatamente en el olvido, lo que parece haber importado un comino a la evanescente Miss Trask, quien sobrevivió a su obra por un cuarto de siglo.

Lo más extraordinario en la vida de Margaret Elizabeth Trask, que dedicó su existencia a leer y escribir sobre el amor, es que no tuvo en sus 88 años una sola experiencia amorosa. Los testimonios son concluyentes: murió soltera y virgen, de cuerpo y corazón. Los que la conocieron hablan de ella como de una figura de otros tiempos, un anacronismo victoriano o eduardiano perdido en el siglo de los hippies y los punkis.

Su familia era de Frome, en Somerset, industriales que prosperaron con los tejidos de seda y la manufactura de ropa. Miss Margaret tuvo una educación cuidadosa, puritana, estrictamente casera. Fue una jovencita agraciada, tímida, de maneras aristocráticas, que vivió en Bath y en el barrio más encumbrado de Londres: Belgravia. Pero la fortuna familiar se evaporó con la muerte del padre. Esto no perjudicó demasiado las costumbres, siempre frugales, de la señorita Trask. Nunca hizo vida social, salió muy poco, profesó una amable alergia por los varones y jamás admitió un galanteo. El amor de su vida fue su madre, a la que cuidó con devoción desde la muerte del padre. Estos cuidados y escribir «romances», a un ritmo de dos por año, completaron su vida.

Hace 35 años las dos mujeres retornaron a Somerset y, en la localidad familiar, Frome, alquilaron una minúscula casita, en un callejón sin salida. La madre murió a comienzos de los años sesenta. La vida de la espigada solterona fue un enigma para el vecindario. Asomaba rara vez por la calle, mostraba una cortesía distante e irrompible, no recibía ni hacía visitas.

La única persona que ha podido hablar de ella con cierto conocimiento de causa es el administrador de la biblioteca de Frome, a la que Miss Trask estaba abonada. Era una lectora insaciable de historias de amor aunque también le gustaban las biografías de hombres y mujeres fuera de lo común. El empleado de la biblioteca hacía un viaje semanal a su casa, llevando y recogiendo libros.

Con los años, la estilizada señorita Margaret comenzó a tener achaques. Los vecinos lo descubrieron por la aparición en el barrio de una enfermera de la National Health que, desde entonces, vino una vez por semana a hacerle masajes. (En su testamento, Miss Trask ha pagado estos desvelos con la cauta suma de 200 libras). Hace cinco años, su estado empeoró tanto que ya no pudo vivir sola. La llevaron a un asilo de ancianos donde, entre las gentes humildes que la rodeaban, siguió llevando la vida austera, discreta, poco menos que invisible, que siempre llevó.

Los vecinos de Frome no dan crédito a sus ojos cuando leen que la solterona de Oakfield Road tenía todo el dinero que ha dejado a la Sociedad de Autores, y menos que fuera escritora. Lo que les resulta aún más imposible de entender es que, en vez de aprovechar esas 400.000 libras esterlinas para vivir algo mejor, las destinara ¡a premiar novelas románticas! Cuando hablan de Miss Trask a los reporteros de los diarios y la televisión, los vecinos de Frome ponen caras condescendientes y se apenan de lo monótona y triste que debió ser la vida de esta reclusa que jamás invitó a nadie a tomar el té.

Los vecinos de Frome son unos bobos, claro está, como lo son todos a quienes la tranquila rutina que llenó los días de Margaret Elizabeth Trask merezca compasión. En verdad, Miss Margaret tuvo una vida maravillosa y envidiable, llena de exaltación y de aventuras. Hubo en ella amores inconmensurables y desgarradores heroísmos, destinos a los que una turbadora mirada desbocaba como potros salvajes y actos de generosidad, sacrificio, nobleza y valentía como los que aparecen en las vidas de santos o los libros de caballerías.

La señorita Trask no tuvo tiempo de hacer vida social con sus vecinas, ni de chismorrear sobre la carestía de la vida y las malas costumbres de los jóvenes de hoy, porque todos sus minutos estaban concentrados en las pasiones imposibles, de labios ardientes que al rozar los dedos marfileños de las jovencitas hacen que estas se abran al amor como las rosas y de cuchillos que se hunden con sangrienta ternura en el corazón de los amantes infieles. ¿Para qué hubiera salido a pasear por las callecitas pedregosas de Frome, Miss Trask? ¿Acaso hubiera podido ese pueblecito miserablemente real ofrecerle algo comparable a las suntuosas casas de campo, a las alquerías remecidas por las tempestades, a los bosques encabritados, las lagunas con mandolinas y glorietas de mármol que eran el escenario de esos acontecimientos de sus vigilias y sueños? Claro que la señorita Trask evitaba tener amistades y hasta conversaciones. ¿Para qué hubiera perdido su tiempo con gentes tan banales y limitadas como las vivientes? Lo cierto es que tenía muchos amigos; no la dejaban aburrirse un instante en su modesta casita de Oakfield Road y nunca decían nada tonto, inconveniente o chocante. ¿Quién, entre los carnales, hubiera sido capaz de hablar con el encanto, el respeto y la sabiduría con que musitaban sus diálogos, a los oídos de Miss Trask, los fantasmas de las ficciones?

La existencia de Margaret Elizabeth Trask fue seguramente más intensa, variada y dramática que la de muchos de sus contemporáneos. La diferencia es que, ayudada por cierta formación y una idiosincrasia particular, ella invirtió los términos habituales que suelen establecerse entre lo imaginario y lo experimentado —lo soñado y lo vivido— en los seres humanos. Lo corriente es que, en sus atareadas existencias, estos «vivan» la mayor parte del tiempo y sueñen la menor. Miss Trask procedió al revés. Dedicó sus días y sus noches a la fantasía y redujo lo que se llama vivir a lo mínimamente indispensable.

¿Fue así más feliz que quienes prefieren la realidad a la ficción? Yo creo que lo fue. Si no ¿por qué hubiera destinado su fortuna a fomentar las novelas románticas? ¿No es esta una prueba de que se fue al otro mundo convencida de haber hecho bien sustituyendo la verdad de la vida por las mentiras de la literatura? Lo que muchos creen una extravagancia —su testamento— es una severa admonición contra el odioso mundo que le tocó y que ella se las arregló para no vivir.

Londres, mayo de 1983

miércoles, 7 de abril de 2021

EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 

Prólogo

Los textos que componen este libro son una selección de los que aparecieron en mi columna «Piedra de toque», en el diario El País, de Madrid, y en una cadena de publicaciones afiliadas, entre 1992 y 2000. A diferencia de los de una recopilación anterior (Desafíos a la libertad, 1994), reunidos por su vecindad temática, los de este abarcan un abanico de temas, y en ellos la política alterna con la cultura, los problemas sociales, las notas de viaje, la literatura, la pintura, la música y sucesos de actualidad.

Uso para título del libro el que lleva mi pequeño homenaje a Octavio Paz, no porque estos textos hayan sido escritos con una vocación apasionada y beligerante. La verdad es que siempre trato de escribir de la manera más desapasionada posible, pues sé que la cabeza caliente, las ideas claras y una buena prosa son incompatibles, aunque sé también que no siempre lo consigo. En todo caso, la pasión no les es ajena, a juzgar por las reacciones que han merecido en distintas partes del mundo, de un variado elenco de objetores, entre los que el arzobispo de Buenos Aires se codea con una socióloga mundana de Londres, un burócrata de Washington con un ideólogo catalán, y escribidores supuestamente progres con carcas a más no poder. No celebro ni lamento estas críticas a mis artículos; las consigno como una prueba de la independencia y libertad con que los escribo.

He añadido como prólogo la nota con que agradecí el Premio de Periodismo José Ortega y Gasset conferido a uno de estos textos, «Nuevas inquisiciones», en España, en 1998.

Quiero dejar constancia de mi reconocimiento, por la ayuda que me prestaron al preparar el material de este libro, a mis colaboradoras y amigas Rosario de Bedoya y Lucía Muñoz-Nájar Pinillos.

Londres, agosto de 2000


 Piedra de toque

Desde niño me fascinó la idea de esa «piedra de toque» que, según el diccionario, sirve para medir el valor de los metales, una piedra que nunca vi, que todavía no sé si es real o fantástica.

Pero el nombre se me impuso de inmediato a la hora de bautizar mi columna periodística. Una columna en la que, un domingo sí y otro no, me esfuerzo por comentar algún suceso de actualidad que me exalte, irrite o preocupe, sometiéndolo a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones. Una columna que me obliga a tratar de ver claro en la tumultuosa actualidad y que me gustaría ayudara a mis presuntos lectores a tomar posición sobre lo que ocurre a su alrededor.

La escribo con dificultad pero con inmenso placer, tratando de no olvidar la sentencia de Raimundo Lida: «Los adjetivos se han hecho para no usarlos» (mandato que va contra mis impulsos naturales). Ella me sirve para sentirme inmerso en la vida de la calle y de mi tiempo, en la historia haciéndose que es el reino del periodismo. Descubrí este reino cuando tenía catorce años, en el diario La Crónica, de Lima, y desde entonces lo he frecuentado sin interrupción, como redactor, reportero, cabecero, editorialista y columnista. El periodismo ha sido la sombra de mi vocación literaria; la ha seguido, alimentado e impedido alejarse de la realidad viva y actual, en un viaje puramente imaginario.

Por eso, «Piedra de toque» refleja lo que soy, lo que no soy, lo que creo, temo y detesto, mis ilusiones y mis desánimos, tanto como mis libros, aunque de manera más explícita y racional.

Sartre escribió que las palabras eran armas y que debían usarse para defender las mejores opciones (algo que no siempre hizo él mismo). En el mundo de la lengua española nadie practicó mejor esta tesis que José Ortega y Gasset, un pensador de alto rango capaz de hacer periodismo de opinión sin banalizar las ideas ni sacrificar el estilo. Ganar un premio que lleva su nombre es un honor, una satisfacción, y, sobre todo, un desafío.

París, 4 de mayo de 1999

FUENTE:

  •  Paperback | 352 páginas
  •  130 x 190 x 22mm | 228g
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  •  Madrid, Spain

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