martes, 20 de abril de 2021

Posmodernismo y frivolidad. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 Posmodernismo y frivolidad

En una excelente y polémica colección de ensayos titulada Mirando el abismo (On Looking into the Abyss, New York, Alfred A. Knopf, 1994), la historiadora Gertrude Himmelfarb arremete contra la cultura posmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecen frívolas y artificiales comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.

Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy día pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.

Para un «posmoderno» estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquel, convencido de que la historia humana era una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando aquella en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia humana.

Aunque no comparto del todo la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo en sus teorías sobre las supuestas «estructuras de poder» implícitas en todo lenguaje (el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos), hay que reconocerle el haber contribuido como pocos a dar a ciertas experiencias marginales (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural, sus críticas a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, el que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de humanidades, un síntoma de apolillamiento intelectual o de ceguera científica.

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil —si es divertido o estimulante me basta— sino porque si la literatura es lo que él supone —una sucesión o archipiélago de «textos» autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual— ¿cuál es la razón de deconstruirlos? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados? Hay una incongruencia absoluta entre una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana y que, al mismo tiempo, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar —a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión— esos monumentos de palabras inútiles. Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero, desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria una masturbación.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, aquí, en Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de yudo y kárate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el título de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar y empobrecer el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: «Les he pedido a mis estudiantes que «miren el abismo» (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante ¿no?». En otras palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para deconstruir el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando, como ahora en Washington, por unos meses, me toca hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal —y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar— unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció este sobre la profesora Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que estos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmond Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano, pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmond Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico deconstruccionista consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus mejores libros —como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto— fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta del fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.

Washington D. C., marzo de 1994

lunes, 19 de abril de 2021

La moral de los cínicos. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 La moral de los cínicos

En una conferencia sobre la vocación política (Politik als Beruf) ante una Asociación de Estudiantes, en Múnich, en 1919, Max Weber distinguió entre dos formas de moral a las que se ajustarían todas las acciones humanas «éticamente orientadas»: la de la convicción y la de la responsabilidad. La fórmula, que se hizo célebre, contribuyó casi tanto como sus estudios anticipadores sobre la burocracia, el líder carismático o el espíritu de la reforma protestante y el desarrollo del capitalismo al merecido prestigio del sociólogo alemán.

A primera vista cuando menos, aquella división parece nítida, iluminadora e irrefutable. El hombre de convicción dice aquello que piensa y hace aquello que cree sin detenerse a medir las consecuencias, porque para él la autenticidad y la verdad deben prevalecer siempre y están por encima de consideraciones de actualidad o circunstancias. El hombre responsable sintoniza sus convicciones y principios a una conducta que tiene presente las reverberaciones y efectos de lo que dice y hace, de manera que sus actos no provoquen catástrofes o resultados contrarios a un designio de largo alcance. Para aquel, la moral es ante todo individual y tiene que ver con Dios o con ideas y creencias permanentes, abstractas y disociadas del inmediato acontecer colectivo; para este, la moral es indisociable de la vida concreta, de lo social, de la eficacia, de la historia.

Ninguna de las dos morales es superior a la otra; ambas son de naturaleza distinta y no pueden ser relacionadas en un sistema jerárquico de valores, aunque, en contados casos —los ideales— se confundan en un mismo individuo, en una misma acción. Pero lo frecuente es que aparezcan contrastadas y encarnadas en sujetos diferentes, cuyos paradigmas son el intelectual y el político. Entre estos personajes aparecen, en efecto, quienes mejor ilustran aquellos casos extremos donde se vislumbra con luminosa elocuencia lo diferente, lo irreconciliable de las dos maneras de actuar.

Si fray Bartolomé de las Casas hubiera tenido en cuenta los intereses de su patria o su monarca a la hora de decir su verdad sobre las iniquidades de la conquista y colonización de América, no habría escrito aquellas denuncias —de las que arranca la «leyenda negra» contra España— con la ferocidad que lo hizo. Pero, para él, típico moralista de convicción, la verdad era más importante que el imperio español. También a Sartre le importó un comino «desprestigiar» a Francia, durante la guerra de Argelia, acusando al Ejército francés de practicar la tortura contra los rebeldes, o ser considerado un antipatriota y un traidor por la mayoría de sus conciudadanos, cuando hizo saber que, como la lucha anticolonial era justa, él no vacilaría en llevar «maletas con armas» del FLN (Frente de Liberación Nacional Argelino) si se lo pedían.

El general De Gaulle no hubiera podido actuar con ese olímpico desprecio a la impopularidad sin condenarse al más estrepitoso fracaso como gobernante y sin precipitar a Francia en una crisis aún más grave que la que provocó la caída de la IV República. Ejemplo emblemático del moralista responsable, subió al poder, en 1958, disimulando detrás de ambiguas retóricas e inteligentes malentendidos sus verdaderas intenciones respecto al explosivo tema colonial. De este modo, pacificó e impuso orden en una sociedad que estaba al borde de la anarquía. Una vez en el Elíseo, el hombre en quien una mayoría de franceses confiaba para que salvase Argelia, con suprema habilidad fue, mediante silencios, medias verdades y medias mentiras, empujando a una opinión pública al principio muy reacia, a resignarse a la idea de una descolonización que De Gaulle terminaría por llevar a cabo no sólo en Argelia sino en todas las posesiones africanas de Francia. El feliz término del proceso descolonizador retroactivamente mudó lo que podían parecer inconsistencias, contradicciones y engaños de un gobernante, en coherentes episodios de una visión de largo alcance, en la sabia estrategia de un estadista.

En los casos de Bartolomé de las Casas, Sartre y De Gaulle, y en otros como ellos, todo esto resulta muy claro porque, debajo de las formas de actuar de cada uno, hay una integridad recóndita que da consistencia a lo que hicieron. El talón de Aquiles de aquella división entre moralistas convencidos y moralistas responsables es que presupone, en unos y otros, una integridad esencial, y no tiene para nada en cuenta a los inauténticos, a los simuladores, a los pillos y a los frívolos.

Porque hay una distancia moral infranqueable entre el Bertrand Russell que fue a la cárcel por excéntrico —por ser consecuente con el pacifismo que postulaba— y la moral de la convicción de un Dalí, cuyas estridencias y excentricidades jamás lo hicieron correr riesgo alguno y, más bien, servían para promocionar comercialmente sus cuadros. ¿Debemos poner en un mismo plano las extravagancias «malditas» que llevaron a un Antonin Artaud a la marginación y al manicomio y las que hicieron de Cocteau el niño mimado de la alta sociedad y miembro de la Academia de los inmortales?

Pero es sobre todo entre los políticos donde aquella moral de la responsabilidad se bifurca en conductas que, aunque en apariencia se asemejen, íntimamente se repelen. Las mentiras de De Gaulle a los activistas de la Algérie Française —«Je vous ai compris»— cobran una cierta grandeza en perspectiva, juzgadas y cotejadas dentro del conjunto de su gestión gubernamental. ¿Se parecen ellas, en términos morales, a la miríada de mentiras que tantos gobernantes profieren a diario con el solo objetivo de durar en el poder o de evitarse dolores de cabeza, es decir, por razones menudas, sin la menor sombra de trascendencia histórica?

Esta interrogación no es académica, tiene que ver con un asunto de tremenda actualidad: ¿cuál va a ser el futuro de la democracia liberal en el mundo? El desplome del totalitarismo en Europa y parte del Asia ha insuflado, en teoría, nueva vitalidad a la cultura democrática. Pero sólo en teoría, pues, en la práctica, asistimos a una crisis profunda del sistema aun en países, como Francia o Estados Unidos, donde parecía arraigado e invulnerable. En muchas sociedades emancipadas de la tutela marxista, la democracia funciona mal, como en Ucrania, o es una caricatura, como en Serbia, o parece pender de un hilo, como en Rusia y Polonia. Y en América Latina, donde parecía vencida, la bestia autoritaria ha vuelto a levantar cabeza en Haití y Perú, y acosa sin descanso a Venezuela.

Una triste comprobación es que, en casi todas partes, para la mayoría de las gentes la democracia sólo parece justificarse por contraste con lo que anda peor, no por lo que ella vale o pudiera llegar a valer. Comparada con la satrapía fundamentalista de Irán, la dictadura de Cuba o el régimen despótico de Kim Il Sung, la democracia resulta preferible, en efecto. Pero ¿cuántos estarían dispuestos a meter sus manos al fuego —a defender con sus vidas— un sistema que, además de mostrar una creciente ineptitud para resolver los problemas, parece en tantos países paralizado por la corrupción, la rutina, la burocracia y la mediocridad?

En todas partes y hasta el cansancio se habla del desprestigio de la clase política, la que habría expropiado para sí el sistema democrático, gobernando en su exclusivo provecho, a espaldas y en contra del ciudadano común. Esta prédica, que ha permitido a Jean Marie Le Pen y al neofascista Frente Nacional echar raíces en un espacio considerable del electorado francés, se halla en boca del aprendiz de dictador peruano, Fujimori, quien despotrica contra la partidocracia, y es el caballito de batalla del tejano Ross Perot, quien podría dar la gran sorpresa en las elecciones de Estados Unidos, derrotando, por primera vez en la historia de ese país, a los partidos tradicionales.

Excluido todo lo que hay de exageración y de demagogia en esas críticas, lo que queda es todavía mucho, y muy peligroso para el futuro del sistema que, pese a sus defectos, ha traído más prosperidad, libertad y respeto a los derechos humanos a lo largo de la historia. Y lo más grave que queda es la distancia, a veces grande, a veces enorme, entre gobernantes y gobernados en la sociedad democrática. La razón principal de este alejamiento e incomunicación entre el ciudadano común y aquellos que, allá arriba, en los alvéolos de la Administración, en los gabinetes ministeriales o en los escaños parlamentarios, deciden su vida (y a veces su muerte) —la clase política— no es la complejidad creciente de las responsabilidades de gobierno, y su consecuencia inevitable, tan bien analizada por Max Weber, la burocratización del Estado, sino la pérdida de la confianza. Los electores votan por quienes legislan y gobiernan, pero, con excepciones cada vez más raras, no creen en ellos. Van a las urnas a depositar su voto cada cierto tiempo, de manera mecánica, como quien se resigna a un ritual despojado de toda sustancia, y a veces ni siquiera se toman ese trabajo: el abstencionismo, fenómeno generalizado de la democracia liberal, alcanza en algunos países cotas abrumadoras.

Esta falta de participación es ostensible en ocasión de los comicios; pero, es aún más extendida, y ciertamente más grave, en el funcionamiento cotidiano de esas instituciones claves de una democracia que son los partidos políticos. Aquella no es concebible sin estos, instrumentos nacidos para asegurar, de un lado, el pluralismo de ideas y propuestas, la crítica al poder y la alternativa de gobierno, y, de otro, para mantener un diálogo permanente entre gobernados y gobernantes, a escala local y nacional. Los partidos democráticos cumplen cada vez menos con esta última función porque en casi todas partes —democracias incipientes o avanzadas— se van quedando sin militantes, y el desafecto popular los convierte en juntas de notables o burocracias profesionalizadas, con pocas o nulas ataduras al grueso de la población, de la que un partido recibe el flujo vital que le impide apolillarse.

Se esgrimen muchas explicaciones sobre este desgano colectivo para con unas instituciones de cuya renovación y creatividad permanentes depende en buena medida la salud de una democracia, pero muchas de ellas suelen confundir el efecto con la causa, como cuando se dice que los partidos políticos no atraen adhesiones porque carecen de líderes competentes, de dirigentes dotados de aquel carisma de que hablaba Weber (sin imaginar qué clase de líder carismático le sobrevendría muy pronto a Alemania). La verdad es la inversa, claro está: aquellos dirigentes no aparecen porque las masas ciudadanas se desinteresan de los partidos. Y de la vida política, en general. (No hace mucho leí una encuesta sobre el destino de los jóvenes graduados con los calificativos más altos en las universidades norteamericanas: la gran mayoría elegía las corporaciones y, después, distintas profesiones liberales; la política era elección de una insignificante minoría).

La falta de fe, la pérdida de confianza del ciudadano común en sus dirigentes políticos —cuyo resultado es la pérdida de autoridad de la clase política en general— se debe, básicamente, a que la realidad ha convertido en un simulacro bochornoso aquella moral de la responsabilidad, supuestamente connatural al político, que Max Weber distinguió con sutileza de la moral de la convicción, lujo de irresponsables. Una suerte de consenso se ha establecido que hace de la actividad política, en las sociedades democráticas, una mera representación, donde las cosas que se dicen, o se hacen, carecen del respaldo de las convicciones, obedecen a motivos y designios opuestos a los confesados explícitamente por quienes gobiernan, y donde las peores picardías y barrabasadas se justifican en nombre de la eficacia y del pragmatismo. En verdad, la sola justificación que tienen es la tácita aceptación a que ha llegado la sociedad de que la política es un espacio reservado y aparte, parecido a aquel que definió Huizinga para el juego, con sus propias reglas y su propio discurso y su propia moral, al margen y a salvo de las que regulan las del hombre y la mujer del común.

Es esta cesura entre dos mundos impermeabilizados entre sí lo que está empobreciendo a la democracia, desencantando de ella a muchos ciudadanos y volviéndolos vulnerables a los cantos de sirena xenófobos y racistas de un Le Pen, a la chamuchina autoritaria de un Fujimori, a la demagogia nacionalista de un Vladimir Meciar, o al populismo antipartidos de Ross Perot, y lo que mantiene todavía viva la romántica solidaridad en muchos beneficiarios de la democracia con dictaduras tercermundistas.

Por eso conviene, como primer paso para el renacimiento del sistema democrático, abolir aquella moral de la responsabilidad que, en la práctica —donde importa—, sólo sirve para proveer de coartadas a los cínicos, y exigir de quienes hemos elegido para que nos gobiernen, no las medias verdades responsables, sino las verdades secas y completas, por peligrosas que sean. Pese a los indudables riesgos que implica para un político no mentir, y actuar como lo hizo Churchill —ofreciendo sangre, sudor y lágrimas a quienes lo habían llamado a gobernar—, los beneficios serán siempre mayores, a mediano y largo plazo, para la supervivencia y regeneración del sistema democrático. No hay dos morales, una para los que tienen sobre sus hombros la inmensa tarea de orientar la marcha de la sociedad, y otra para los que padecen o se benefician de lo que aquellos deciden. Hay una sola, con sus incertidumbres, desafíos y peligros compartidos, en la que convicción y responsabilidad son tan indisociables como la voz y la palabra o como las dos caras de una moneda.

Berlín, julio de 1992

jueves, 15 de abril de 2021

Sombras de amigos. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 Sombras de amigos

Advierto, con cierta alarma, que muchos amigos que hice y frecuenté en los años sesenta, en Barcelona, ya no están más. Tampoco de la ciudad condal que conocí quedan casi trazas. Barcelona era entonces, todavía, pobretona, cosmopolita y universal; ahora es riquísima, nacionalista y provinciana. Como antes se desbordaba, culturalmente, hacia el resto del mundo, ahora parece fascinada por su propio ombligo. Este ensimismamiento está de moda en Europa y es la respuesta natural del instinto conservador y tradicionalista, en los pueblos antiguos, a la internacionalización creciente de la vida, a ese —imparable— proceso histórico moderno de disolución de las fronteras y confusión de las culturas. Pero en Cataluña el regreso al «espíritu de la tribu», de poderoso arraigo político, contradice otra antiquísima vocación, la del universalismo, tan obvia en sus grandes creadores, de Foix a Pla y de Tàpies a Dalí.

Aquellos amigos eran, todos, ciudadanos del mundo. Gabriel Ferraté escribía sus poemas en catalán, porque, decía, en su lengua materna podía «meter mejores goles» que en castellano (le gustaba el fútbol, como a mí) pero no era nacionalista ni nada que exigiera alguna fe. Salvo, tal vez, la literatura, todas las otras convicciones y pasiones le provocaban unos sarcasmos con púas y estricnina, unas feroces metáforas cínicas y exterminadoras. Como otros derrochan su dinero o su tiempo, Gabriel derrochaba su genio escribiendo informes de lectura para editores, papeletas para enciclopedias, hablando con los amigos o lo iba destruyendo a demoledores golpes de ginebra.

«Genio» es una palabra de letras mayúsculas, pero no sé con cuál otra describir esa monstruosa facultad que tenía Gabriel para aprender todo aquello que le interesaba y convertirse, al poco tiempo, en un especialista. Entonces, se desinteresaba del tema y se movía en una nueva dirección. Un diletante es un superficial y él no lo fue cuando hacía crítica de arte y desmenuzaba a Picasso, ni cuando discutía gesticulando como un molino de viento las teorías lingüísticas del Círculo de Praga, ni cuando pretendía demostrar, citando de memoria, que el alemán de Kafka provenía de los atestados policiales. Yo sí creo que aprendió polaco en un dos por tres, sólo para leer a Gombrowicz y poder traducirlo. Porque leía todos los idiomas del mundo y todos los hablaba con un desmesurado acento catalán.

Tal vez, con «genialidad», fuera «desmesura» la palabra que mejor le convenía. Todo en él era exceso, desde sus caudalosas lecturas y conocimientos hasta esas larguísimas manos incontinentes que, después del primer trago, hacían dar brincos a todas las damas que se ponían a su alcance. Por haber votado en favor de Guimarães Rosa y en contra de Gombrowicz, en un jurado del cual formábamos parte, a mí me castigó privándome un año de su amistad. El día trescientos sesenta y cinco recibí un libro de Carles Riba, con estas líneas: «Pasado el año del castigo, podemos reanudar, etcétera. Gabriel».

Dicen que siempre dijo que era inmoral cumplir cincuenta años y que esa coquetería fue la razón de su suicidio. Puede ser cierto: casa muy bien con la curiosa mezcla de anarquía, insolencia, disciplina, ternura y narcisismo que componía su personalidad. La última vez que lo vi eran las diez de la mañana y ahí estaba, en el Bar del Colón. Llevaba casi veinticuatro horas bebiendo y se lo veía congestionado y exultante. Bajo la paciente atención de Juanito García Hortelano, ronco y a gritos, recitaba a Rilke en alemán.

A diferencia de Gabriel, García Hortelano era discreto, medido, servicial y, sobre todo, modesto para exhibir su inteligencia, a la que disimulaba detrás de una actitud bonachona y una cortina de humor. No era de Barcelona, pero en esta ciudad lo conocí y allí lo vi muchas veces —más que en su Madrid—, y el día que nos presentaron fuimos a comprar juntos una gramática catalana y nos confesamos nuestra idéntica debilidad por esa tierra, de modo que mi recuerdo no puede disociarlo de Barcelona ni de los sesenta, en que se publicaron sus primeras novelas, esos años que, con el agua que ha corrido, van pareciendo ahora prehistóricos.

De muchachos jugábamos con un amigo en Lima tratando de adivinar qué escritores se irían al cielo (caso de existir) y nos parecía que pocos, entre los antiguos, y entre los contemporáneos ninguno. Mucho me temo que, si aquel hipotético reparto póstumo tiene lugar, nos quedemos privados de Juan, que a él se lo lleven allá arriba. Pues entre todos los letraheridos que me ha tocado frecuentar él es el único que califica. Trato de bromear, pero hablo muy en serio. Nunca conocí, entre las gentes de mi oficio, a alguien que me pareciera tan íntegro y tan limpio, tan naturalmente decente, tan falto de vanidad y de dobleces, tan generoso como Juan. La bondad es una misteriosa y atrabiliaria virtud, que, en mi experiencia —deprimente, lo admito— tiene mucho que ver con la falta de imaginación y la simpleza de espíritu, con una ingenuidad que a menudo nos parece candidez. Por eso, no está nada de moda y por eso, en los círculos de alta cultura, se la mira con desconfianza y desdén, como una manifestación de bobería. Y por eso un hombre bueno que es, a la vez, un espíritu extremadamente sutil y una sensibilidad muy refinada, resulta una rareza preocupante.

Es verdad que los malvados suelen ser más divertidos que los buenos y que la bondad es, generalmente, aburrida. Pero García Hortelano rompía también en esto la regla pues era una de las personas más graciosas del mundo, un surtidor inagotable de anécdotas, fantasías, piruetas intelectuales, inventor de apodos y carambolas lingüísticas, que podían mantener en vilo a todos los noctámbulos del angosto Bar Cristal. Con la misma seriedad que aseguraba que Walter Benjamin era un seudónimo de Jesús Aguirre, le oí yo jurar, alguna vez, que sólo iba a las Ramblas, al amanecer, a comprar La Vanguardia.

Entre las muchas cosas que alguna vez me propuse escribir pero que no escribiré, figura un mágico encuentro con él, una madrugada con niebla, en el mar de Calafell. Como en sus novelas, ocurrían muchas cosas y no pasaba nada. Habíamos oído el disco de un debutante llamado Raimón, traído por Luis Goytisolo, y, guiados por el señor del lugar, Carlos Barral, recorrido bares, restaurantes, trajinado entre barcas y pescadores, encendido una fogata en la playa. Durante largo rato, Jaime Gil de Biedma nos tuvo fascinados con electrizantes maldades. A medianoche nos bañamos, en una neblina que nos volvía fantasmas. Salimos, nos secamos, conversamos y, de pronto, alguien preguntó por Juan. No aparecía por ninguna parte. Se habría ido a dormir, sin duda. Mucho después, volví a zambullirme en el agua y en la niebla. Entre las gasas blancuzcas apareció, tiritando, el escritor. ¿Qué hacía allí, pingüinizado? Los dientes castañeteando, me informó que no encontraba el rumbo de la playa. Cada vez que intentaba salir, tenía la impresión de estar enfilando hacia Sicilia o Túnez. ¿Y por qué no había pedido socorro, gritado? ¿Socorro? ¿Gritos? Eso, sólo los malos novelistas.

A diferencia de Juan, Jaime Gil de Biedma exhibía su inteligencia con total impudor y cultivaba, como otros cultivan su jardín o crían perros, la arrogancia intelectual. Provocaba discusiones para pulverizar a sus contendores y a los admiradores de su poesía que se acercaban a él llenos de unción, solía hacerles un número que los descalabraba. Hacía lo imposible para parecer antipático, altanero, inalcanzable. Pero era mucho menos malvado de lo que hubiera querido ser y menos duro y cerebral de lo que se presenta en su Diario, cuando, en un círculo restringido de amigos, en la alta noche, se cansaba de posar, ponía de lado la máscara del maldito, y aparecía el fino lector, el hombre descuartizado entre una vocación y un oficio, el de la ambivalencia sexual, el vulnerable y atormentado muchacho que escribía versos.

Cuando no se contemplaba a sí mismo, su inteligencia podía ser deslumbrante. Tenía un instinto infalible para detectar la idea original o el matiz exquisito en un verso, en una frase, o para advertir la impostura y el puro relumbrón, y uno podía seguir a ciegas sus advertencias literarias. Pero, aunque su poesía y sus ensayos se leen con placer, hay en la obra de Jaime algo que pugna por aparecer y que parece reprimido, algo que se quedó en mero atisbo: aquel territorio de la experiencia que está fuera del orden intelectual. Tal vez porque en su estética sólo había sitio para la elegancia, y los sentimientos y las pasiones son siempre algo cursis, en su poesía se piensa más que se vive, como en los cuentos de Borges.

Fue por Carlos Barral que conocí a Gabriel, a Juan, a Jaime y a casi todos mis amigos españoles de aquellos años. Él publicó mi primera novela, luchando como un tigre para que salvara el obstáculo de la censura, me hizo dar premios, traducir a varias lenguas, me inventó como escritor. Ya se ha dicho todo lo que hace falta sobre el ventarrón refrescante que fue, para la embotellada cultura de España de hace treinta años, la labor de Carlos en Seix Barral. Pero nunca se dirá lo suficiente sobre el encanto del personaje que creó de sí mismo y sobre el hechizo que era capaz de ejercer, entonces, antes de las durísimas pruebas que tuvo que sobrellevar.

¿Con qué me asombrará esta vez?, me preguntaba yo cuando iba a verlo. Siempre había algo: su perro Argos ladraba histérico si los poemas que le leía eran malos, se había puesto a usar capas dieciochescas y bastones con estiletes por las calles de La Bonanova o me recitaba un catálogo, en latín, de las doscientas maderitas de un bote en el que, según él, había navegado Ulises. Era todo un señor, de grandes gestos y adjetivos fosforescentes. Su generosidad no tenía límites y aunque posaba a veces de cínico, pues el cinismo resultaba ya entonces de buen ver, era bueno como un pan. Para parecer malo, se había inventado la risa del diablo: una risa con la boca abierta, trepidante, pedregosa, volcánica, que contorsionaba su flaca figura quijotesca de la cabeza a los pies y lo dejaba exhausto. Una risa formidable, que a mí se me quedaba resonando en la memoria.

Tenía fijaciones literarias que había que respetar, so pena de perder su amistad: Mallarmé y Bocángel eran intocables, por ejemplo, y a la literatura inglesa le perdonaba a duras penas la vida, con la excepción, tal vez, de Shakespeare y de Marlowe. Pero de los autores que le gustaban podía hablar horas, diciendo cosas brillantísimas y citándolos de memoria, con apasionamiento de adolescente. Su amor a las formas era tal que, en los restaurantes, en una época le dio por pedir sólo «ostras y queso», porque sonaba bien. Soñaba con tener un tigrillo, para pasearse con él por Calafell, y se lo traje, desde el fondo de la Amazonía, a costa de ímprobos esfuerzos. Pero en el aeropuerto de Barcelona un guardia civil lo bañó con una manguera y le dio a comer chorizo, malhiriendo de muerte al pobre animal. Conservo la bellísima carta de Carlos sobre la muerte de Amadís como uno de mis tesoros literarios.

Debajo de la pose y el teatro había, también, algo menos perecedero: un creador de talento y un editor y promotor literario que dejó una huella profunda en todo el mundo hispánico. Esto, en la España abierta a todos los vientos del mundo de nuestros días, es difícil advertirlo. Pero quienes, como yo, llegaron a Madrid en 1958, y descubrieron que el aislamiento y la gazmoñería de la vida cultural española eran aún peor que los de Lima o Tegucigalpa, saben que los esfuerzos de Carlos Barral por perforar esos muros y familiarizar al lector español con lo que se escribía y publicaba en el resto del mundo, y por sacar del anonimato y la catacumba a los jóvenes o reprimidos escritores de la Península, fueron un factor decisivo en la modernización intelectual de España. Y también, por supuesto, en redescubrir a los españoles a Hispanoamérica y a los hispanoamericanos entre sí. ¿Cuántos de las decenas de jóvenes poetas y narradores del Nuevo Mundo que emigraron a Barcelona en los setenta y ochenta, y convirtieron a esta ciudad, por un tiempo, en la capital literaria de América Latina, sabían que quien les había entreabierto aquellas puertas era el filiforme caballero, ya sin editoriales y ahora con úlceras, a quien se podía divisar aún, con capa, bastón, barba, cadenas y melena, paseando un perro como un aparecido por las calles de Sarriá?

Cosas que se llevó el viento y amigos que son sombras. Pero que aún están ahí.

Berlín, mayo de 1992

lunes, 12 de abril de 2021

La señorita de Somerset. EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA-

 


 La señorita de Somerset

La historia es tan delicada y discreta como debió serlo ella misma y tan irreal como los romances que escribió y devoró hasta el fin de sus días. Que haya ocurrido y forme ahora parte de la realidad es una conmovedora prueba de los poderes de la ficción, engañosa mentira que, por los caminos más inesperados, se vuelve un día verdad.

El principio es sorprendente y con una buena dosis de suspenso. La Sociedad de Autores de Gran Bretaña es informada, por un albacea, que una dama recién fallecida le ha legado sus bienes — 400.000 libras esterlinas, unos 700.000 dólares— a fin de que establezca un premio literario anual para novelistas menores de 35 años. La obra premiada deberá ser «una historia romántica o una novela de carácter más tradicional que experimental». La noticia llegó en el acto a la primera página de los periódicos porque el premio así creado —70.000 dólares anuales— es cuatro o cinco veces mayor que los dos premios literarios británicos más prestigiosos: el Booker-McConwell y el Whitebread.

¿Quién era la generosa donante? Una novelista, por supuesto. Pero los avergonzados directivos de la Sociedad de Autores tuvieron que confesar a los periodistas que ninguno había oído hablar jamás de Miss Margaret Elizabeth Trask. Y, a pesar de sus esfuerzos, no habían podido encontrar en las librerías de Londres uno solo de sus libros.

Sin embargo, Miss Trask publicó más de cincuenta «historias románticas» a partir de los años treinta, con un nombre de pluma que acortaba y aplebeyaba ligeramente el propio: Betty Trask. Algunos de sus títulos sugieren la naturaleza del contenido: Vierto mi corazón, Irresistible, Confidencias, Susurros de primavera, Hierba amarga. La última apareció en 1957 y ya no quedan ejemplares de ellas ni en las editoriales que las publicaron ni en la agencia literaria que administró los derechos de la señorita Trask. Para poder hojearlas, los periodistas empeñados en averiguar algo de la vida y la obra de la misteriosa filántropa de las letras inglesas tuvieron que sepultarse en esas curiosas bibliotecas de barrio que, todavía hoy, prestan novelitas de amor a domicilio por una módica suscripción anual.

De este modo ha podido reconstruirse la biografía de esta encantadora Corín Tellado inglesa, que, a diferencia de su colega española, se negó a evolucionar con la moral de los tiempos y en 1957 colgó la pluma al advertir que la distancia entre la realidad cotidiana y sus ficciones se anchaba demasiado. Sus libros, que tuvieron muchos lectores a juzgar por la herencia que ha dejado, cayeron inmediatamente en el olvido, lo que parece haber importado un comino a la evanescente Miss Trask, quien sobrevivió a su obra por un cuarto de siglo.

Lo más extraordinario en la vida de Margaret Elizabeth Trask, que dedicó su existencia a leer y escribir sobre el amor, es que no tuvo en sus 88 años una sola experiencia amorosa. Los testimonios son concluyentes: murió soltera y virgen, de cuerpo y corazón. Los que la conocieron hablan de ella como de una figura de otros tiempos, un anacronismo victoriano o eduardiano perdido en el siglo de los hippies y los punkis.

Su familia era de Frome, en Somerset, industriales que prosperaron con los tejidos de seda y la manufactura de ropa. Miss Margaret tuvo una educación cuidadosa, puritana, estrictamente casera. Fue una jovencita agraciada, tímida, de maneras aristocráticas, que vivió en Bath y en el barrio más encumbrado de Londres: Belgravia. Pero la fortuna familiar se evaporó con la muerte del padre. Esto no perjudicó demasiado las costumbres, siempre frugales, de la señorita Trask. Nunca hizo vida social, salió muy poco, profesó una amable alergia por los varones y jamás admitió un galanteo. El amor de su vida fue su madre, a la que cuidó con devoción desde la muerte del padre. Estos cuidados y escribir «romances», a un ritmo de dos por año, completaron su vida.

Hace 35 años las dos mujeres retornaron a Somerset y, en la localidad familiar, Frome, alquilaron una minúscula casita, en un callejón sin salida. La madre murió a comienzos de los años sesenta. La vida de la espigada solterona fue un enigma para el vecindario. Asomaba rara vez por la calle, mostraba una cortesía distante e irrompible, no recibía ni hacía visitas.

La única persona que ha podido hablar de ella con cierto conocimiento de causa es el administrador de la biblioteca de Frome, a la que Miss Trask estaba abonada. Era una lectora insaciable de historias de amor aunque también le gustaban las biografías de hombres y mujeres fuera de lo común. El empleado de la biblioteca hacía un viaje semanal a su casa, llevando y recogiendo libros.

Con los años, la estilizada señorita Margaret comenzó a tener achaques. Los vecinos lo descubrieron por la aparición en el barrio de una enfermera de la National Health que, desde entonces, vino una vez por semana a hacerle masajes. (En su testamento, Miss Trask ha pagado estos desvelos con la cauta suma de 200 libras). Hace cinco años, su estado empeoró tanto que ya no pudo vivir sola. La llevaron a un asilo de ancianos donde, entre las gentes humildes que la rodeaban, siguió llevando la vida austera, discreta, poco menos que invisible, que siempre llevó.

Los vecinos de Frome no dan crédito a sus ojos cuando leen que la solterona de Oakfield Road tenía todo el dinero que ha dejado a la Sociedad de Autores, y menos que fuera escritora. Lo que les resulta aún más imposible de entender es que, en vez de aprovechar esas 400.000 libras esterlinas para vivir algo mejor, las destinara ¡a premiar novelas románticas! Cuando hablan de Miss Trask a los reporteros de los diarios y la televisión, los vecinos de Frome ponen caras condescendientes y se apenan de lo monótona y triste que debió ser la vida de esta reclusa que jamás invitó a nadie a tomar el té.

Los vecinos de Frome son unos bobos, claro está, como lo son todos a quienes la tranquila rutina que llenó los días de Margaret Elizabeth Trask merezca compasión. En verdad, Miss Margaret tuvo una vida maravillosa y envidiable, llena de exaltación y de aventuras. Hubo en ella amores inconmensurables y desgarradores heroísmos, destinos a los que una turbadora mirada desbocaba como potros salvajes y actos de generosidad, sacrificio, nobleza y valentía como los que aparecen en las vidas de santos o los libros de caballerías.

La señorita Trask no tuvo tiempo de hacer vida social con sus vecinas, ni de chismorrear sobre la carestía de la vida y las malas costumbres de los jóvenes de hoy, porque todos sus minutos estaban concentrados en las pasiones imposibles, de labios ardientes que al rozar los dedos marfileños de las jovencitas hacen que estas se abran al amor como las rosas y de cuchillos que se hunden con sangrienta ternura en el corazón de los amantes infieles. ¿Para qué hubiera salido a pasear por las callecitas pedregosas de Frome, Miss Trask? ¿Acaso hubiera podido ese pueblecito miserablemente real ofrecerle algo comparable a las suntuosas casas de campo, a las alquerías remecidas por las tempestades, a los bosques encabritados, las lagunas con mandolinas y glorietas de mármol que eran el escenario de esos acontecimientos de sus vigilias y sueños? Claro que la señorita Trask evitaba tener amistades y hasta conversaciones. ¿Para qué hubiera perdido su tiempo con gentes tan banales y limitadas como las vivientes? Lo cierto es que tenía muchos amigos; no la dejaban aburrirse un instante en su modesta casita de Oakfield Road y nunca decían nada tonto, inconveniente o chocante. ¿Quién, entre los carnales, hubiera sido capaz de hablar con el encanto, el respeto y la sabiduría con que musitaban sus diálogos, a los oídos de Miss Trask, los fantasmas de las ficciones?

La existencia de Margaret Elizabeth Trask fue seguramente más intensa, variada y dramática que la de muchos de sus contemporáneos. La diferencia es que, ayudada por cierta formación y una idiosincrasia particular, ella invirtió los términos habituales que suelen establecerse entre lo imaginario y lo experimentado —lo soñado y lo vivido— en los seres humanos. Lo corriente es que, en sus atareadas existencias, estos «vivan» la mayor parte del tiempo y sueñen la menor. Miss Trask procedió al revés. Dedicó sus días y sus noches a la fantasía y redujo lo que se llama vivir a lo mínimamente indispensable.

¿Fue así más feliz que quienes prefieren la realidad a la ficción? Yo creo que lo fue. Si no ¿por qué hubiera destinado su fortuna a fomentar las novelas románticas? ¿No es esta una prueba de que se fue al otro mundo convencida de haber hecho bien sustituyendo la verdad de la vida por las mentiras de la literatura? Lo que muchos creen una extravagancia —su testamento— es una severa admonición contra el odioso mundo que le tocó y que ella se las arregló para no vivir.

Londres, mayo de 1983

miércoles, 7 de abril de 2021

EL LENGUAJE DE LA PASIÓN. VARGAS LLOSA.

 


 

Prólogo

Los textos que componen este libro son una selección de los que aparecieron en mi columna «Piedra de toque», en el diario El País, de Madrid, y en una cadena de publicaciones afiliadas, entre 1992 y 2000. A diferencia de los de una recopilación anterior (Desafíos a la libertad, 1994), reunidos por su vecindad temática, los de este abarcan un abanico de temas, y en ellos la política alterna con la cultura, los problemas sociales, las notas de viaje, la literatura, la pintura, la música y sucesos de actualidad.

Uso para título del libro el que lleva mi pequeño homenaje a Octavio Paz, no porque estos textos hayan sido escritos con una vocación apasionada y beligerante. La verdad es que siempre trato de escribir de la manera más desapasionada posible, pues sé que la cabeza caliente, las ideas claras y una buena prosa son incompatibles, aunque sé también que no siempre lo consigo. En todo caso, la pasión no les es ajena, a juzgar por las reacciones que han merecido en distintas partes del mundo, de un variado elenco de objetores, entre los que el arzobispo de Buenos Aires se codea con una socióloga mundana de Londres, un burócrata de Washington con un ideólogo catalán, y escribidores supuestamente progres con carcas a más no poder. No celebro ni lamento estas críticas a mis artículos; las consigno como una prueba de la independencia y libertad con que los escribo.

He añadido como prólogo la nota con que agradecí el Premio de Periodismo José Ortega y Gasset conferido a uno de estos textos, «Nuevas inquisiciones», en España, en 1998.

Quiero dejar constancia de mi reconocimiento, por la ayuda que me prestaron al preparar el material de este libro, a mis colaboradoras y amigas Rosario de Bedoya y Lucía Muñoz-Nájar Pinillos.

Londres, agosto de 2000


 Piedra de toque

Desde niño me fascinó la idea de esa «piedra de toque» que, según el diccionario, sirve para medir el valor de los metales, una piedra que nunca vi, que todavía no sé si es real o fantástica.

Pero el nombre se me impuso de inmediato a la hora de bautizar mi columna periodística. Una columna en la que, un domingo sí y otro no, me esfuerzo por comentar algún suceso de actualidad que me exalte, irrite o preocupe, sometiéndolo a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones. Una columna que me obliga a tratar de ver claro en la tumultuosa actualidad y que me gustaría ayudara a mis presuntos lectores a tomar posición sobre lo que ocurre a su alrededor.

La escribo con dificultad pero con inmenso placer, tratando de no olvidar la sentencia de Raimundo Lida: «Los adjetivos se han hecho para no usarlos» (mandato que va contra mis impulsos naturales). Ella me sirve para sentirme inmerso en la vida de la calle y de mi tiempo, en la historia haciéndose que es el reino del periodismo. Descubrí este reino cuando tenía catorce años, en el diario La Crónica, de Lima, y desde entonces lo he frecuentado sin interrupción, como redactor, reportero, cabecero, editorialista y columnista. El periodismo ha sido la sombra de mi vocación literaria; la ha seguido, alimentado e impedido alejarse de la realidad viva y actual, en un viaje puramente imaginario.

Por eso, «Piedra de toque» refleja lo que soy, lo que no soy, lo que creo, temo y detesto, mis ilusiones y mis desánimos, tanto como mis libros, aunque de manera más explícita y racional.

Sartre escribió que las palabras eran armas y que debían usarse para defender las mejores opciones (algo que no siempre hizo él mismo). En el mundo de la lengua española nadie practicó mejor esta tesis que José Ortega y Gasset, un pensador de alto rango capaz de hacer periodismo de opinión sin banalizar las ideas ni sacrificar el estilo. Ganar un premio que lleva su nombre es un honor, una satisfacción, y, sobre todo, un desafío.

París, 4 de mayo de 1999

FUENTE:

  •  Paperback | 352 páginas
  •  130 x 190 x 22mm | 228g
  •  
  •  
  •  Madrid, Spain

miércoles, 31 de marzo de 2021

El viaje en globo. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 El viaje en globo

Creía haber leído todos los libros de Jorge Luis Borges —algunos, varias veces—, pero hace poco encontré en una librería de lance uno que desconocía: Atlas, escrito en colaboración con María Kodama y publicado por Sudamericana en 1984. Es un libro de fotos y notas de viaje y en la portada aparece la pareja dando un paseo en globo sobre los viñedos de Napa Valley, en California.

Las notas, acompañadas de fotografías, fueron escritas, la gran mayoría al menos, en los dos o tres años anteriores a la publicación. Son muy breves, primero memorizadas y luego dictadas, como los poemas que escribió Borges en su última época. Siempre precisas e inteligentes, están plagadas de citas y referencias literarias, y hay en ellas sabiduría, ironía y una cultura tan vasta como la geografía de tres o cuatro continentes que el autor y la fotógrafa visitan en ese período (bajan y suben a los aviones, trenes y barcos sin cesar). Pero en ellas hay también —y esto no es nada frecuente en Borges— alegría, exaltación, contento de la vida. Son las notas de un hombre enamorado. Las escribió entre los ochenta y tres y los ochenta y cinco años, después de haber perdido la vista hacía varias décadas y, por lo tanto, cuando era incapaz de ver con los ojos los lugares que visitaba: sólo podía hacerlo ya con la imaginación.

Nadie diría que quien las escribe es un octogenario invidente, porque ellas transpiran un entusiasmo febril y juvenil por todo aquello que toca y que pisa, y su autor se permite a veces los disfuerzos y gracejerías de un muchachito al que la chica del barrio, de quien estaba prendado, acaba de darle el sí. La explicación es que María Kodama, la frágil, discreta y misteriosa muchacha argentino-japonesa, su exalumna de anglosajón y de las sagas nórdicas, por fin lo ha aceptado y el anciano escribidor goza, por primera vez en la vida sin duda, de un amor correspondido.

Esto puede parecer chismografía morbosa, pero no lo es; la vida sentimental de Borges, a juzgar por las cuatro biografías que he leído de él —las de Rodríguez Monegal, María Esther Vázquez, Horacio Salas y, sobre todo, la de Edwin Williamson, la más completa—, fue un puro desastre, una frustración tras otra. Se enamoraba por lo general de mujeres cultas e inteligentes, como Norah Lange y su hermana Haydée, Estela Canto, Cecilia Ingenieros, Margarita Guerrero y algunas otras, que lo aceptaban como amigo pero, apenas descubrían su amor, lo mantenían a distancia y, más pronto o más tarde, lo largaban. Sólo Estela Canto estuvo dispuesta a llevar las cosas a una intimidad mayor pero, en ese caso, fue Borges el que escurrió el bulto. Se diría que era el juego de sombras lo que le atraía en el amor: amagarlo, no concretarlo. Sólo en sus años finales, gracias a María Kodama, tuvo una relación sentimental que parece haber sido estable, intensa, formal, de compenetración intelectual recíproca, algo que a Borges le hizo descubrir un aspecto de la vida del que hasta entonces, según su terminología, había sido privado.

Alguna vez escribió: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido». Aunque no lo hubiera dicho, lo habríamos sabido leyendo sus cuentos y ensayos, de prosa hechicera, sutil inteligencia y soberbia cultura. Pero de una estremecedora falta de vitalidad, un mundo riquísimo en ideas y fantasías en el que los seres humanos parecen abstracciones, símbolos, alegorías, y en el que los sentidos, apetitos y toda forma de sensualidad han sido poco menos que abolidos; si el amor comparece, es intelectual y literario, casi siempre asexuado.

Las razones de esta privación pueden haber sido muchas. Williamson subraya como un hecho traumático en su vida una experiencia sexual que le impuso a Borges su padre, en Ginebra, enviándolo donde una prostituta para que conociera el amor físico. Él tenía ya diecinueve años y aquel intento fue un fiasco, algo que, según su biógrafo, repercutió gravemente sobre su vida futura. Desde entonces todo lo relacionado con el sexo habría sido para él algo inquietante, peligroso e incomprensible, un territorio que tuvo a distancia de lo que escribía. Y es verdad que en sus cuentos y poemas el sexo es una ausencia más que una presencia y que, cuando asoma, suele acompañarlo cierta angustia e incluso horror («Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres»). Sólo a partir de Atlas (1984) y Los conjurados (1985), una colección de poemas («De usted es este libro, María Kodama», «En este libro están las cosas que siempre fueron suyas»), el amor físico aparece como una experiencia gozosa, enriquecedora de la vida.

Los psicoanalistas tienen un buen material —ya han abusado bastante de él— para analizar las relaciones de Borges con su madre, la temible doña Leonor Acevedo, descendiente de próceres, que —como cuenta en un libro autobiográfico Estela Canto, una de las novias frustradas de Borges— ejercía una vigilancia estrictísima sobre las relaciones sentimentales de su hijo, acabando con ellas de modo implacable si la dama en cuestión no se ajustaba a sus severísimas exigencias. Esta madre castradora habría anulado o, por lo menos, frenado la vida sexual del hijo adorado. Doña Leonor fue factor decisivo en el matrimonio de Borges con doña Elsa Astete Millán en 1967, que duró sólo tres años y fue un martirio de principio a fin para Borges, al extremo de inducirlo a terminar huyendo, como en las letras truculentas de un tango, de su cónyuge.

Todo eso cambió en la última época de su vida, gracias a María Kodama. Muchos amigos y parientes de Borges la han atacado, acusándola de calculadora e interesada. ¡Qué injusticia! Yo creo que gracias a ella —basta para saber leer el precioso testimonio que es Atlas— Borges, octogenario, vivió unos años espléndidos, gozando no sólo con los libros, la poesía y las ideas, también con la cercanía de una mujer joven, bella y culta, con la que podía hablar de todo aquello que lo apasionaba y que, además, le hizo descubrir que la vida y los sentidos podían ser tanto o más excitantes que las aporías de Zenón, la filosofía de Schopenhauer, la máquina de pensar de Raimundo Lulio o la poesía de William Blake. Nunca hubiera podido escribir las notas de este libro sin haber vivido las maravillosas experiencias de que da cuenta Atlas.

Maravillosas y disparatadas, por cierto, como levantarse a las cuatro de la madrugada para treparse a un globo y pasear hora y media entre las nubes, a la intemperie, azotado por las corrientes de aire californianas, sin ver nada, o recorrer medio mundo para llegar a Egipto, coger un puñado de arena, aventarlo lejos y poder escribir: «Estoy modificando el Sahara». La pareja salta de Irlanda a Venecia, de Atenas a Ginebra, de Chile a Alemania, de Estambul a Nara, de Reikiavik a Deyá, y llega al laberinto de Creta, donde, además de recordar al Minotauro, tiene la suerte de extraviarse, lo que permite a Borges citar una vez más a su dama: «En cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto». Cuando están recorriendo las islas del Tigre, en una de las cuales se suicidó Leopoldo Lugones, Borges recuerda «con una suerte de agridulce melancolía que todas las cosas del mundo me llevan a una cita o a un libro». Eso era cierto, antes. En los últimos tiempos todo lo que hace, toca e imagina en este raudo, frenético trajín lo acerca, a la vez que a la literatura, a su joven compañera. El rico mundo inventado por los grandes maestros de la palabra escrita se ha llenado para él, en el umbral de la muerte, de animación, ternura, buen humor y hasta pasión.

No mucho después, en 1986, en Ginebra, cuando Borges, ya muy enfermo, sintió que se moría, dijo a María Kodama que, después de todo, no era imposible que hubiera algo, más allá del final físico de una persona. Ella, muy práctica, le preguntó si quería que le llamara a un sacerdote. Él asintió, con una condición: que fueran dos, uno católico, en recuerdo de su madre, y un pastor protestante, en homenaje a su abuela inglesa y anglicana. Literatura y humor, hasta el último instante.

París, septiembre de 2014

sábado, 27 de marzo de 2021

Borges entre señoras. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 Borges entre señoras

Entre 1936 y 1939 Borges tuvo a su cargo la sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense dedicado principalmente a las amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí reunieron una amplia antología de estos textos que publicó Tusquets en 1986 con el título Textos cautivos. Ensayos y reseñas en «El Hogar» (1936-1939).

No conocía este libro y acabo de leerlo, en Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas literaria poco después de terminar sus estudios escolares en Ginebra. Aquí escribió versos vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de poetas y escritores jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa pero que poco dejaba adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior. No sé por qué me había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar serían, como aquellos escritos mallorquines de su juventud, testimonios de una prehistoria literaria sin mayor vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial.

Me llevé una gran sorpresa. Son mucho más que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por Sacerio-Garí —el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido—, eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar hubiera dado un gran prestigio a las más exigentes publicaciones intelectuales de los considerados entonces los ejes culturales de la época, como París, Londres y Nueva York. Que estos textos aparecieran en una revista porteña dedicada a las amas de casa dice mucho sobre la probidad con que su autor encaraba su vocación, y, también, desde luego, sobre los altos niveles culturales que lucía la Argentina de aquellos años.

Una de las rarezas de estos textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se trate de la voluminosa traducción de Las mil y una noches de sir Richard Burton, los ensayos sobre la mitología primitiva de sir James George Frazer o las novelas de Faulkner, Hemingway, Huxley, Wells y Virginia Woolf. Todo lo analiza y comenta con la seguridad que sólo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad del libro es más fuerte que él, como le ocurre con el Finnegans Wake de James Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de lector. No hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido elaborado de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un trabajo que sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las pequeñas notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo el rubro «De la vida literaria» son una delicia de leer, por su ironía, su gracia y su inteligencia.

En los años en que colabora en El Hogar Borges publica ya un libro importante, Historia universal de la infamia, pero todavía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas o ensayos a los que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la cultura, de la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo compacto. Lo primero que resalta en ellos es la curiosidad universal que guía sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se mueve con la misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce en italiano, a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo segundo, la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: «Los adjetivos se han hecho para no usarlos». Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), pero, justamente, lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.

A veces, un párrafo de pocas frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: «Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios». La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.

A veces, en los perfiles biográficos, hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador Lytton Strachey: «Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico». No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de Lion Feuchtwanger —El judío Süss y La duquesa fea—, añade: «Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género».

No hay en el Borges que escribe estos sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista que no era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo suficientemente culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y elogios o admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como si se dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la tierra, dando por supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios de igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la ignorancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero, mostrando sus manías, fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con admiración y lealtad desfilan por sus páginas, Schopenhauer, Chesterton, Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las mil y una noches, así como su debilidad por el género policial, a muchos de cuyos cultores, Chesterton, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon, dedica artículos. Temas recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo y la eternidad, asoman en las observaciones que consagra a la obra de teatro de J. B. Priestley El tiempo y los Conway y a Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, a quien dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por supuesto, la fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental está presente en los comentarios a libros chinos como A la orilla del agua, una antología de cuentos fantásticos y folklóricos de ese país hecha por Wolfram Eberhard, y la japonesa The Tale of Genji de Shikibu Murasaki.

Textos cautivos constituye un magnífico panorama de lo que era la actualidad literaria de fines de los años treinta en el mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los géneros, la de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Woolf, Mann, en la que la experimentación formal, la revisión del pasado reciente y clásico, las polémicas sociopolíticas y culturales trazaban una frontera entre dos épocas. Es fascinante que acaso nadie dejara un testimonio más agudo y sutil de toda la efervescencia de ideas, formas y creaciones literarias de aquellos años, que un (todavía) oscuro escribidor de los confines del mundo, en la página semanal que llenaba en una revista de amenidades concebida para hacer más llevadera la rutina de las amas de casa.

Mallorca, agosto de 2011

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