miércoles, 10 de marzo de 2021

Borges en su casa: una entrevista. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 Borges en su casa: una entrevista

Si tuviera que nombrar a un escritor de lengua española de nuestro tiempo cuya obra vaya a perdurar, a dejar una huella profunda en la literatura, citaría a ese poeta, cuentista y ensayista argentino que le prestó su apellido a Graciela Borges, a Jorge Luis Borges.

El puñado de libros que ha escrito, libros siempre breves, perfectos como un anillo, donde uno tiene la impresión que nada falta ni sobra, han tenido y tienen una enorme influencia en quienes escriben en español. Sus historias fantásticas, que suceden en la Pampa, en Buenos Aires, en China, en Londres, en cualquier lugar de la realidad o la irrealidad, muestran la misma imaginación poderosa y la misma formidable cultura que sus ensayos sobre el tiempo, el idioma de los vikingos… Pero la erudición no es nunca en Borges algo denso, académico, es siempre algo insólito, brillante, entretenido, una aventura del espíritu de la que los lectores salimos siempre sorprendidos y enriquecidos.

La entrevista que Borges nos concedió tuvo lugar en el modesto departamento del centro de Buenos Aires donde vive, acompañado de una empleada que le sirve también de lazarillo, pues Borges perdió la vista hace años, y de un gato de angora al que ha bautizado con el nombre de Beppo porque, nos dijo, así se llamaba el gato de un poeta inglés que admira: Lord Byron.

MVLL: Me ha impresionado mucho al ver su biblioteca no encontrar libros suyos, no hay ni uno solo. ¿Por qué no tiene libros suyos en su biblioteca?

JLB: Cuido mucho mi biblioteca. Quién soy yo para nombrarme con Schopenhauer…

MVLL: Y tampoco libros sobre usted, veo que tampoco hay ninguno de los muchos libros que se han escrito sobre usted.

JLB: Yo leí el primero que se publicó durante la dictadura, en Mendoza.

MVLL: ¿Cuál dictadura, Borges? Porque desgraciadamente ha habido tantas…

JLB: La de aquel…, de cuyo nombre no quiero acordarme.

MVLL: Ni mencionarlo.

JLB: No, tampoco, no. Algunas palabras es bueno evitarlas. Bueno, pues se publicó el libro Borges, enigma y clave, escrito por Ruiz Díaz, un profesor mendocino, y por un boliviano, Tamayo. Y yo leí ese libro a ver si encontraba la clave ya que el enigma lo conocía. Después no he leído ningún otro. Alicia Jurado escribió un libro sobre mí. Yo le agradecí, le dije: «Sé que es bueno, pero el tema no me interesa o quizás me interesa demasiado, conque no voy a leerlo».

MVLL: Y tampoco ha leído entonces esa voluminosa biografía que ha publicado Rodríguez Monegal sobre usted.

JLB: ¿Y qué me dices, que es muy buena?

MVLL: Por lo menos muy documentada y hecha realmente con una gran reverencia, un gran afecto por usted y un gran conocimiento, creo, de su obra.

JLB: Sí, somos amigos. Él es de Melo, ¿no?, de la República Oriental.

MVLL: Sí, y además aparece en uno de sus cuentos como personaje.

JLB: De Melo yo recuerdo unos versos muy lindos de Emilio Oribe, que empiezan de un modo trivial y luego se exaltan, se ensanchan: «Yo nací en Melo, ciudad de coloniales casas»… Bueno, eso no está muy…, «coloniales casas», «casas coloniales» ligeramente diversas… «Yo nací en Melo, ciudad de coloniales casas, en medio de la pánica llanura interminable», y ahora se agranda, «en medio de la pánica llanura interminable y cerca del Brasil». Cómo va creciendo el verso, ¿eh? Cómo va ampliándose.

MVLL: Sobre todo como lo dice usted.

JLB: No, pero… «Yo nací en Melo, ciudad de coloniales casas» no es nada; «en medio de la pánica llanura interminable y cerca del Brasil», y ya ves un imperio al final del verso. Es lindísima. Emilio Oribe.

MVLL: Es muy bonito. Dígame, Borges, hay una cosa que hace muchos años que quiero preguntarle. Yo escribo novelas, y siempre me he sentido dolido por una frase suya muy linda pero muy ofensiva para un novelista, una frase que es más o menos la siguiente: «Desvarío empobrecedor el de querer escribir novelas, el de querer explayar en quinientas páginas algo que se puede formular en una sola frase».

JLB: Sí, pero es un error, un error inventado por mí. La haraganería, ¿no? O la incompetencia.

MVLL: Pero usted ha sido un gran lector de novelas y un maravilloso traductor de novelas.

JLB: No, no. Yo he leído muy pocas novelas.

MVLL: Sin embargo, las novelas aparecen en su obra, son mencionadas o incluso inventadas.

JLB: Sí, pero yo he sido derrotado por Thackeray. En cambio, Dickens me gusta mucho.

MVLL: Vanity Fair (La feria de las vanidades) le resultó muy aburrida.

JLB: Pendennis lo pude leer, haciendo un esfuerzo, con Vanity Fair no, no pude.

MVLL: Conrad, por ejemplo, que es un autor al que usted admira, ¿no le importaban las novelas de Conrad?

JLB: Pero claro que sí, por eso le digo que con escasas excepciones. Por ejemplo, el caso de Henry James, que era un gran cuentista y un novelista, digamos, de otro calibre.

MVLL: Pero, entre los autores más importantes para usted, ¿no hay ningún novelista?

JLB: …

MVLL: ¿Mencionaría algún novelista entre los autores que considera más importantes o son sobre todo poetas y ensayistas?

JLB: Y cuentistas.

MVLL: Y cuentistas.

JLB: Porque no creo que Las mil y una noches sea una novela, ¿no? Una infinita antología.

MVLL: La ventaja de la novela es que todo puede ser novela. Creo que es un género caníbal, que se traga todos los géneros.

JLB: A propósito de «caníbal», ¿usted conoce el origen de la palabra?

MVLL: No, no lo conozco, ¿cuál es?

JLB: Muy linda. Caribe, que dio caríbal, y caníbal.

MVLL: O sea que es una palabra de origen latinoamericano.

JLB: Bueno, sin «latino». Eran una tribu de indios, los caribes, una palabra indígena, y de ahí surgió caníbal y Calibán, de Shakespeare.

MVLL: Curioso aporte de América al vocabulario universal.

JLB: Hay tantos. Chocolate, que era xocoatl, creo, ¿no? Se perdió la tl, desgraciadamente. Papa, también.

MVLL: ¿Cuál diría usted que ha sido el mejor aporte en el campo de la literatura de América? De toda América: América hispana, portuguesa… ¿Algún autor, algún libro, algún tema?

JLB: Yo diría más bien el modernismo en general. Era obra de la literatura en lengua castellana, y eso surge de este lado, según lo hace notar Max Henríquez Ureña. Hablé con Juan Ramón Jiménez y él me dijo de la emoción con la cual había recibido un ejemplar de Las montañas del oro, año 1897. Y su influjo en grandes poetas en España. Pero eso surge de este lado. Y curiosamente, estamos aquí —no geográficamente— mucho más cerca de Francia que los españoles. Yo me di cuenta en España que podía alabar a Inglaterra, alabar a Italia, alabar a Alemania, alabar incluso a Norteamérica, pero que si hablaba de Francia ya se sentían incómodos.

MVLL: El nacionalismo es algo muy difícil de erradicar en cualquier parte.

JLB: Uno de los grandes males de nuestra época.

MVLL: Quisiera hablar un poco de eso, Borges, porque… Le puedo hablar con toda franqueza, supongo.

JLB: Sí, y además quiero decirle que es un mal que corresponde a las derechas y a las izquierdas.

MVLL: Algunas declaraciones políticas suyas a mí me provocan desconcierto, pero hay un aspecto en el que cuando usted habla merece toda mi admiración y todo mi respeto, y es el asunto del nacionalismo. Creo que usted siempre ha hablado con gran lucidez sobre ese tema o, mejor dicho, contra el nacionalismo.

JLB: Y sin embargo yo he incurrido en él.

MVLL: Pero ahora, en estos últimos…

JLB: El hecho de haber hablado de las orillas de Buenos Aires, el hecho de haber conocido payadores, de haber conocido cuchilleros, de haberlos usado en mi literatura. Yo he escrito milongas… Todo es digno de la literatura, ¿por qué no también los temas vernáculos?

MVLL: Yo me refería al nacionalismo político.

JLB: Eso es un error, porque si uno quiere una cosa contra otra es que no la quiere realmente. Por ejemplo, si yo quiero Inglaterra contra Francia es un error, tengo que querer ambos países, dentro de mis posibilidades.

MVLL: Usted ha hecho muchas declaraciones en contra de toda posible ruptura de hostilidades entre Argentina y Chile.

JLB: Más aún. Yo actualmente, a pesar de ser nieto y bisnieto de militares y más lejanamente de conquistadores, que no me interesan, soy pacifista. Creo que toda guerra es un crimen. Además, si se admiten guerras justas, que sin duda las hubo —la guerra de los Seis Días, por ejemplo—, si admitimos una guerra justa, una sola, eso ya abre la puerta a cualquier guerra y nunca faltarán las razones para justificarla, sobre todo si se las inventan y encarcelan como traidores a quienes piensan de otro modo. De antemano, yo no me había dado cuenta de que Bertrand Russell y Gandhi y Alberdi y Romain Rolland tenían razón al oponerse a la guerra, y quizás se precise más valor ahora para oponerse a la guerra que para defenderla o participar en ella, incluso.

MVLL: Ahí yo estoy de acuerdo con usted. Creo que es muy exacto eso que dice. ¿Cuál es el régimen político ideal para usted, Borges? ¿Qué le gustaría para su país y para América Latina? ¿Qué régimen le parecería el más adecuado para nosotros?

JLB: Yo soy un viejo anarquista spenceriano y creo que el Estado es un mal, pero por el momento es un mal necesario. Si yo fuera dictador renunciaría a mi cargo y volvería a mi modestísima literatura, porque no tengo ninguna solución que ofrecer. Yo soy una persona desconcertada, descorazonada, como todos mis paisanos.

MVLL: Pero usted se considera un anarquista, básicamente un hombre que defiende la soberanía individual en contra del Estado.

JLB: Sí, sin embargo no sé si somos dignos. En todo caso, no creo que este país sea digno de la democracia o de la anarquía. Quizás en otros países pueda hacerse, en Japón o en los países escandinavos. Aquí evidentemente las elecciones serían maléficas, nos traerían otro Frondizi u otros…, etcétera.

MVLL: Ese escepticismo no está reñido con algunas declaraciones suyas optimistas que hace sobre la paz, justamente en contra de la guerra, últimamente en contra de las torturas y de toda forma de represión.

JLB: Sí, ya sé. Pero no sé si eso puede ser útil. He hecho esas declaraciones por motivos éticos pero no creo que sean serviciales, no creo que puedan ayudar a nadie. Pueden ayudarme a tranquilizar mi conciencia, nada más. Pero si yo fuera gobierno, no sé qué haría, estamos en un callejón sin salida.

MVLL: Yo le hice una entrevista hace casi un cuarto de siglo en París y una de las cosas que le pregunté…

JLB: Cuarto de siglo… Pará. Qué triste si vamos a hablar de cuarto de siglo…

MVLL: … una cosa que le pregunté fue qué opina de la política, ¿y usted sabe qué me respondió? «Es una de las formas del tedio»:

JLB: Ah, bueno, está bien.

MVLL: Es una bonita respuesta y no sé si la repetiría ahora: ¿sigue pensando que es una de las formas del tedio?

JLB: Bueno, yo diría que la palabra tedio es un poco mansa. En todo caso fastidio, digamos. Tedio es demasiado… Es un understatement

MVLL: ¿Hay algún político contemporáneo que usted admire, que respete?

JLB: Yo no sé si uno puede admirar a políticos, personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpenme ustedes, a ser populares…

MVLL: ¿Qué tipos humanos admira usted, Borges? Aventureros…

JLB: Sí, los he admirado mucho pero ahora no sé. Tienen que ser aventureros individuales.

MVLL: ¿Cuál, por ejemplo? ¿Recuerda algún aventurero que le hubiera gustado ser?

JLB: No, a mí no me gustaría ser otra persona.

MVLL: Usted está contento con el destino de Borges.

JLB: No, no estoy contento, pero sé que con otro destino sería otra persona. Y como dice Spinoza, «cada cosa quiere la soledad de su ser». Yo insisto en ser Borges, no sé por qué.

MVLL: Recuerdo una frase suya: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido», que por una parte es muy bonita y por otra parece nostálgica…

JLB: Muy triste.

MVLL: Parece que usted lo deplorara.

JLB: Yo escribí eso cuando tenía treinta años y no me daba cuenta de que leer es una forma de vivir también.

MVLL: Pero ¿no hay una nostalgia en usted de cosas no hechas por haber dedicado tanto tiempo a la vida puramente intelectual?

JLB: Creo que no. Creo que a la larga uno vive esencialmente todas las cosas y lo importante no son las experiencias, sino lo que uno hace con ellas.

MVLL: Supongo que eso le ha dado un gran desprendimiento por las cosas materiales. Uno lo descubre al llegar a su casa. Vive usted prácticamente como un monje, su casa es de una enorme austeridad, su dormitorio parece la celda de un trapense, realmente es de una sobriedad extraordinaria.

JLB: El lujo me parece una vulgaridad.

MVLL: ¿Qué ha significado el dinero para usted en la vida, Borges?

JLB: La posibilidad de libros y de viajes y de desarrollarlos.

MVLL: Pero ¿nunca le ha interesado el dinero?, ¿nunca ha trabajado usted para ganar dinero?

JLB: Bueno, si lo he hecho parece que no lo he conseguido. Desde luego es mejor la prosperidad, superior a la indigencia, sobre todo en una zona pobre, donde estás obligado a pensar en dinero todo el tiempo. Una persona rica puede pensar en otra cosa. Yo es que nunca he sido rico. Mis mayores lo fueron, hemos tenido estancias y las hemos perdido, han sido confiscadas, pero bueno, no creo que tenga mayor importancia eso.

MVLL: Usted sabe que buena parte de los países de esta tierra hoy día viven en función del dinero, la prosperidad material es su estímulo.

JLB: Natural que sea así sobre todo si hay esta pobreza. En qué otra cosa puede pensar un mendigo sino en el dinero o en comida. Si usted es muy pobre tiene que pensar en dinero. Una persona rica puede pensar en otra cosa, pero un pobre, no. De igual modo que un enfermo sólo puede pensar en la salud. Uno piensa en lo que le falta, no en lo que tiene. Cuando yo tenía vista no pensaba que eso fuera un privilegio, en cambio daría cualquier cosa por recobrar mi vista y no saldría de esta casa.

MVLL: Borges, una cosa que me ha sorprendido en la modesta casa en la que usted vive, sobre todo en el austerísimo dormitorio que es el suyo, es ver que uno de los pocos objetos que hay en su dormitorio es la condecoración de la Orden del Sol que le dio el gobierno peruano.

JLB: Esa condecoración volvió a la familia al cabo de cuatro generaciones.

MVLL: ¿Y cómo así, Borges?

JLB: La obtuvo mi bisabuelo, el coronel Suárez, que aunó una carga de caballería peruana en Junín. Obtuvo esa Orden y fue ascendido de capitán a coronel por Bolívar. Luego esa Orden se perdió en la guerra civil. Aunque mi familia era unitaria yo soy lejanamente pariente de Rosas —bueno, todos somos parientes en este país casi deshabitado—. Al cabo de cuatro generaciones volvió, por razones literarias, y yo fui con mi madre a Lima y ella lloró porque recordaba haber visto esa condecoración en los retratos de mi bisabuelo y ahora la tenía en las manos y era para su hijo. Estaba muy, muy emocionada.

MVLL: O sea, que la relación de usted con el Perú se remonta a muchas generaciones.

JLB: Sí, a cuatro generaciones. No, es anterior, le voy a decir, yo estuve… Ah, no, no, espere… Sí, yo estuve en el Cuzco y vi una casa con un escudo con cabeza de cabra, y de ahí salió Jerónimo Luis de Cabrera hace cuatrocientos años para fundar una ciudad que se llama Ica, que no sé dónde está, y la ciudad de Córdoba, en la República Argentina. Es decir, es una vieja relación.

MVLL: Así que usted, de alguna manera, es también peruano.

JLB: Sí, desde luego que sí.

MVLL: ¿Qué idea se hacía del Perú antes de ir a Lima?

JLB: Una idea muy vaga que creo que estaba basada sobre todo en Prescott.

MVLL: En la Historia de la conquista del Perú de Prescott. ¿Cuándo leyó esa historia?

JLB: Debo haber tenido siete u ocho años, tal vez. El primer libro de historia que yo leí en mi vida. Después leí Historia de la República Argentina de Vicente Fidel López, y luego las historias romanas y griegas. Pero el primer libro que yo leí, throughout, es decir, del principio hasta el fin, fue ese.

MVLL: Y qué idea tenía del Perú, ¿la de un país tal vez mítico?

JLB: Un poco mítico, sí. Y luego yo fui muy amigo de un escritor sin duda olvidado entre ustedes, el peruano Alberto Hidalgo, de Arequipa.

MVLL: Que vivió mucho tiempo en la Argentina, ¿no es verdad?

JLB: Sí, y él me reveló un poeta del que yo sabía muchas composiciones de memoria.

MVLL: ¿Qué poeta, Borges?

JLB: Eguren.

MVLL: José María Eguren.

JLB: Sí, exactamente. ¿El libro se llamaba «La niña de la lámpara azul», o no?

MVLL: Es un poema, uno de los poemas más conocidos de Eguren.

JLB: Sí. Y había otro… Tengo una vaga imagen de un barco y de un capitán muerto que recorre el barco. No recuerdo los versos.

MVLL: Es un poeta simbolista de una gran ingenuidad y delicadeza.

JLB: Una gran delicadeza. No sé si ingenuidad. Yo creo que era deliberadamente ingenuo.

MVLL: Digo ingenuidad no en el sentido peyorativo.

JLB: No, no. La ingenuidad es un mérito, claro.

MVLL: No salió nunca del Perú y creo que nunca de Lima y escribió buena parte de su obra sobre un mundo nórdico, de hadas escandinavas y temas especialmente exóticos para él.

JLB: Es que la nostalgia es muy importante.

MVLL: Quizá eso establece alguna afinidad entre ustedes dos, entre Eguren y usted.

JLB: Sí. Es cierto que yo estoy pensando en países que no conozco o que he conocido mucho después. Me gustaría tanto conocer la China o la India…, aunque conozco literariamente mucho ya.

MVLL: ¿Qué país lo conmovió más conocer, Borges?

JLB: Yo no sé, yo diría el Japón, Inglaterra y…

MVLL: ¿Islandia, por ejemplo?

JLB: Islandia, desde luego, porque yo estoy estudiando el idioma nórdico, que es la lengua madre del sueco, del noruego, del danés y parcialmente del inglés también.

MVLL: Es un idioma que se dejó de hablar ¿hace cuántos siglos?

JLB: No, no, se habla contemporáneamente en Islandia. Yo tengo ediciones de los clásicos, obras del siglo XIII, y esas ediciones, que me fueron regaladas o compré en Reikiavik, no tienen glosario, ni prólogo ni notas.

MVLL: O sea que es un idioma que no ha evolucionado, que sigue siendo el mismo a lo largo de ocho siglos.

JLB: Es que yo sospecho que la pronunciación ha cambiado. Ellos pueden leer a sus clásicos como si un inglés pudiera leer por ejemplo a Dunbar, a Chaucer, o como si nosotros pudiéramos leer, no sé, el Cantar de Mio Cid o los franceses La chanson de Roland.

MVLL: O los griegos a Homero.

JLB: Sí, exactamente. Ellos pueden leer a sus clásicos en ediciones sin notas, sin glosarios, pronunciándolos sin duda de un modo distinto. Pero, por ejemplo, la pronunciación inglesa también ha cambiado mucho. Nosotros decimos To be or not to be y parece que Shakespeare, en el siglo XVII decía aún, conservando las vocales abiertas sajonas: «Tou be or nat tou be». Esto es mucho más sonoro, completamente distinto, y resulta casi cómico ahora.

MVLL: Borges, esta curiosidad o, más que curiosidad, esta fascinación suya por las literaturas exóticas…

JLB: Es que no sé si exóticas…

MVLL: Me refiero a su interés por la literatura nórdica o anglosajona.

JLB: Bueno, la anglosajona es la antigua literatura inglesa.

MVLL: … usted cree que tiene algo que ver con…

JLB: ¿Con la nostalgia?

MVLL: Con Argentina, con el hecho de que Argentina sea un país totalmente moderno, casi sin pasado.

JLB: Yo creo que sí, y que quizás una de nuestras riquezas es la nostalgia. La nostalgia de Europa, sobre todo, que un europeo no puede sentir porque un europeo no se siente europeo sino, digamos, inglés, francés, alemán, español, italiano, ruso…

Buenos Aires, junio de 1981


martes, 9 de marzo de 2021

Borges en su casa. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 Borges en su casa

Vive en un departamento de dos dormitorios y una salita comedor, en el centro de Buenos Aires, con un gato que se llama Beppo (por el gato de Lord Byron) y una criada de Salta, que le cocina y sirve también de lazarillo. Los muebles son pocos, están raídos y la humedad ha impreso ojeras oscuras en las paredes. Hay una gotera sobre la mesa del comedor. El dormitorio de su madre, con quien vivió toda la vida, está intacto, incluso con un vestido lila extendido sobre la cama, listo para ponérselo. Pero la señora falleció hace varios años. Cuando le pregunto qué personas que haya conocido en la vida lo impresionaron más, es a ella a quien cita primero.

Su dormitorio parece una celda: angosto, estrecho, con un catre tan frágil que se diría de niño, un pequeño estante atiborrado de libros anglosajones y, en las paredes desvaídas, un tigre de cerámica azul, con palmeras pintadas en el lomo, y la condecoración de la Orden del Sol. Lo del tigre lo comprendo: es el animal borgiano por excelencia, poblador recurrente de sus cuentos y poemas, pero ¿por qué está allí esa distinción peruana? Se trata de algo sentimental. Un antepasado suyo —el famoso coronel Suárez del poema— ganó esa condecoración siglo y medio atrás por haber participado en la batalla de Junín, cargando a lanza y sable contra los españoles. Luego, la condecoración se extravió en las andanzas de la estirpe. Cuando se la impusieron a él, en Lima, su madre lloró de emoción y le dijo: «Está volviendo a la familia». Por eso cuelga debajo del tigre multicolor.

No hay demasiados libros en la casa, para ser la casa de él. Aparte de los del dormitorio, un doble estante hace esquina en la salita comedor: literatura, filosofía, historia y religión, en una docena de lenguas. Pero uno buscaría inútilmente, entre esos volúmenes, un libro de Borges o sobre Borges. Aunque sé la respuesta de memoria, le pregunto por qué se ha excluido de su biblioteca. «¿Quién soy yo para codearme con Shakespeare o Schopenhauer?» Y no tiene libros sobre él porque «el tema no le interesa». Sólo ha leído el primero que le dedicaron, en 1955, Marcial Tamayo y Adolfo Ruiz Díaz: Borges, enigma y clave. Lo leyó porque «el enigma ya lo conocía y tenía curiosidad por averiguar la clave». El libro no se la dio.

Viste con sobria corrección y uno podría jurar que se pone corbata y saco aunque no salga de casa. Perdió la vista hace treinta años y desde entonces le leen. Lo hace su hermana Norah, sobre todo, y los amigos que lo visitan. Es sumamente tolerante con las oleadas de periodistas de todo el mundo que quieren entrevistarlo. Los recibe y les regala algunos de esos retruécanos e ironías que ellos suelen malinterpretar. En pago de servicios, pide que le lean un poema de Lugones o un cuento de Kipling. Comenzó a coleccionar bastones a medida que se debilitaba su vista; tiene muchos y, como sus libros y sus historias, proceden de países varios y exóticos.

Igual que su modestia, sus buenas maneras son más un recurso literario que una virtud. En el fondo, sabe muy bien que es un genio, aunque, para un escéptico como él, esas cosas no tienen importancia. Y bajo esa dulzura de abuelito con que atiende al visitante, mientras se desplaza a tientas por su departamento, acecha invicto el temible fraseólogo: «Estoy seguro que las traducciones que hizo Norman Thomas di Giovanni son mejores que el original. Él está seguro también». Pero es verdad que algunos de sus juicios se han dulcificado. Habla bien de Neruda, por ejemplo, cuya obra, antes, estimó apenas. Recuerda agradecido que cuando, en Estocolmo, preguntaron al poeta chileno a quién habría dado el premio Nobel, respondió: «A Borges». Y, a propósito, ¿por qué los académicos suecos no le habrán dado a usted ese premio? La respuesta es previsible: «Porque esos caballeros comparten conmigo el juicio que tengo sobre mi obra».

Le recuerdo que hace veinte años le pregunté, en una entrevista para la radio-televisión francesa, qué opinaba de la política y me contestó que le producía tedio. ¿Todavía vale esa respuesta? «Bueno, en lugar de tedio diría ahora fastidio.» Los políticos no son gentes de su preferencia. «¿Cómo admirar a seres que se pasan la vida poniéndose de acuerdo, diciendo las cosas que dicen y (con perdón) retratándose?» Sin embargo, lo cierto es que hace muchas declaraciones políticas y que ellas levantan tolvaneras. Hasta hace poco, irritaban principalmente a la izquierda. Pero, en estos días, quien ha puesto el grito en el cielo con lo que dice es la derecha. Los diarios argentinos están llenos de protestas contra él. Lo acusan de senil y antipatriota por haberle dado la razón a Chile, o poco menos, en el diferendo sobre el Beagle, y haber dicho que los militares deberían retirarse del gobierno porque «pasarse la vida en los cuarteles y en los desfiles no capacita a nadie para gobernar». Pero lo más escandaloso que dijo es, tal vez, que «los militares argentinos no han oído silbar una bala». Como un general lo refutó, citándose en ejemplo, Borges rectificó: «Admito que el general fulano de tal sí ha oído silbar una bala». Ha alcanzado tal prestigio que, él sí, puede decir lo que quiera y hacerse oír sin que lo censuren, arresten o le pongan una bomba.

Le digo que, aunque a mí también me desconciertan a menudo sus opiniones políticas, hay algo en ellas, constante, que siempre he respetado: sus diatribas contra los nacionalismos, de cualquier índole. ¿Me escucha? Tengo la impresión de que sólo accidentalmente. Habla no a un interlocutor definido, esa persona de carne y hueso que tiene al frente y que debe ser para él apenas una sombra, sino a un oyente abstracto y múltiple —lo que es el lector para el que escribe— y quien está a su lado se siente un mero pretexto, renovado y anónimo, de ese monólogo incesante, erudito, fascinante que es para él una conversación.

Asoman, en ese discurso que por instantes se vuelve dramático porque la voz se le corta y una mueca le crispa la cara, los temas consabidos. El antiguo idioma de los vikingos, que aún sigue estudiando, las sagas nórdicas del siglo XIII y que los islandeses pueden leer en el original y cómo, por eso, se le humedecieron los ojos al llegar a Reikiavick. Que siempre fue un anarquista spenceriano como su padre, pero que, ahora, además se ha vuelto pacifista, como Gandhi y Bertrand Russell. Sin embargo, duda que jamás se llegue entre nosotros al anarquismo o a la democracia, ¿acaso los merecemos? El mejor aporte cultural de América Latina fue el modernismo y hay dos cosas que Argentina tiene a su favor: su numerosa clase media y la inmigración que recibió. Todavía sigue pensando que la Historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas es más grande que toda la literatura argentina «aun si se considera que esta obra forma parte de esa literatura». Hay dos países que le gustaría conocer: la China y la India. No tiene temor a la muerte; por el contrario, lo alivia pensar que desaparecerá totalmente. Ser agnóstico facilita hacerse a la idea de morir: la perspectiva de la nada es grata, sobre todo en momentos de contrariedad o desánimo.

El hechicero monólogo va, viene, vuelve y se revuelve, trenzando en el chisporroteo de temas uno de esos motivos que, como el tigre y el espejo, ha usado tanto y con tal originalidad que ya parecen suyos: el laberinto. Es mentira que se criara en un Palermo criollo, con compadritos en las esquinas y milongas en el aire. Eso lo inventó después; se crio en la biblioteca de su padre, amamantado por libros ingleses. Ha leído mucho, sí, pero pocas novelas, y aunque tal vez exageró al vituperar (verbo que también parece suyo) el género novelístico, lo cierto es que sus autores favoritos son poetas, ensayistas o cuentistas. Uno de los novelistas que se salvan del genocidio es Conrad. ¿Está escribiendo algo? Sí, un poema sobre «un oscuro poeta del hemisferio austral». El oscuro poeta es él, por supuesto. Por supuesto. Pero ambos sabemos que miente.

Adiós, Borges, escritor genial, viejo tramposo. Los escritores famosos envejecen mal, llenos de soberbia y achaques. Pero usted mantiene la forma y esas trampas sabias y espléndidas que nos tendía en sus cuentos nos las pone ahora hablando. Y seguimos cayendo en ellas con idéntica felicidad.

Buenos Aires, junio de 1981

sábado, 6 de marzo de 2021

MEDIO SIGLO CON BORGES. FRAGMENTO. PREGUNTAS A BORGES. VARGAS LLOSA.

 


Preguntas a Borges

MVLL: Discúlpeme usted, Jorge Luis Borges, pero lo único que se me ocurre para comenzar esta entrevista es una pregunta convencional: ¿cuál es la razón de su visita a Francia?

JLB: Fui invitado a dos congresos por el Congreso por la Libertad de la Cultura, en Berlín. Fui invitado también por la deutsche Regierung, por el gobierno alemán, y luego mi gira continuó y estuve en Holanda, en la ciudad de Ámsterdam, que tenía muchas ganas de conocer. Luego, mi secretaria María Esther Vásquez y yo seguimos por Inglaterra, Escocia, Suecia, Dinamarca y ahora estoy en París. El sábado iremos a Madrid, donde permaneceremos una semana. Luego, volveremos a la patria. Todo esto habrá durado poco más de dos meses.

MVLL: Tengo entendido que asistió al coloquio que se ha celebrado recientemente en Berlín entre escritores alemanes y latinoamericanos. ¿Quiere darme su impresión de este encuentro?

JLB: Bueno, este encuentro fue agradable en el sentido de que pude conversar con muchos colegas míos. Pero en cuanto a los resultados de esos congresos, creo que son puramente negativos. Y, además, parece que nuestra época nos obliga a ello, yo tuve que expresar mi sorpresa —no exenta de melancolía— de que en una reunión de escritores se hablara tan poco de literatura y tanto de política, un tema que me es más bien, bueno, digamos tedioso. Pero, desde luego, agradezco haber sido invitado a ese congreso, ya que para un hombre sin mayores posibilidades económicas como yo, esto me ha permitido conocer países que no conocía, llevar en mi memoria muchas imágenes inolvidables de ciudades de distintos países. Pero, en general, creo que los congresos literarios vienen a ser como una forma de turismo, ¿no?, lo cual, desde luego, no es del todo desagradable.

MVLL: En los últimos años, su obra ha alcanzado una audiencia excepcional aquí, en Francia. La Historia universal de la infamia y la Historia de la eternidad se han publicado en libros de bolsillo, y se han vendido millares de ejemplares en pocas semanas. Además de L’Herne, otras dos revistas literarias preparan números especiales dedicados a su obra. Y ya vio usted que en el Instituto de Altos Estudios de América Latina tuvieron que colocar parlantes hasta en la calle, para las personas que no pudieron entrar al auditorio a escuchar su conferencia. ¿Qué impresión le ha causado todo esto?

JLB: Una impresión de sorpresa. Una gran sorpresa. Imagínese, yo soy un hombre de sesenta y cinco años, y he publicado muchos libros, pero al principio esos libros fueron escritos para mí, y para un pequeño grupo de amigos. Recuerdo mi sorpresa y mi alegría cuando supe, hace muchos años, que de mi libro Historia de la eternidad se habían vendido en un año hasta treinta y siete ejemplares. Yo hubiera querido agradecer personalmente a cada uno de los compradores, o presentarles mis excusas. También es verdad que treinta y siete compradores son imaginables, es decir son treinta y siete personas que tienen rasgos personales, y biografía, domicilio, estado civil, etcétera. En cambio, si uno llega a vender mil o dos mil ejemplares, ya eso es tan abstracto que es como si uno no hubiera vendido ninguno. Ahora, el hecho es que en Francia han sido extraordinariamente generosos, generosos hasta la injusticia conmigo. Una publicación como L’Herne, por ejemplo, es algo que me ha colmado de gratitud y al mismo tiempo me ha abrumado un poco. Me he sentido indigno de una atención tan inteligente, tan perspicaz, tan minuciosa y, le repito, tan generosa conmigo. Veo que en Francia hay mucha gente que conoce mi «obra» (uso esta palabra entre comillas) mucho mejor que yo. A veces, y en estos días me han hecho preguntas sobre tal o cual personaje: «¿Por qué John Vincent Moon vaciló antes de contestar?». Y luego, al cabo de un rato, he recapacitado y me he dado cuenta que John Vincent Moon es protagonista de un cuento mío y he tenido que inventar una respuesta cualquiera para no confesar que me he olvidado totalmente del cuento y que no sé exactamente las razones de tal o cual circunstancia. Todo eso me alegra y, al mismo tiempo, me produce como un ligero y agradable vértigo.

MVLL: ¿Qué ha significado en su formación la cultura francesa? ¿Algún escritor francés ha ejercido una influencia decisiva en usted?

JLB: Bueno, desde luego. Yo hice todo mi bachillerato en Ginebra, durante la Primera Guerra Mundial. Es decir, que durante muchos años el francés fue, no diré el idioma en el que yo soñaba o en el que sacaba cuentas, porque nunca llegué a tanto, pero sí un idioma cotidiano para mí. Y, desde luego, la cultura francesa ha influido en mí, como ha influido en la cultura de todos los americanos del sur, quizá más que en la cultura de los españoles. Pero hay algunos autores que yo quisiera destacar especialmente y esos autores son Montaigne, Flaubert —quizá Flaubert más que ningún otro—, y luego un autor personalmente desagradable a través de lo que uno puede juzgar por sus libros, pero la verdad es que trataba de ser desagradable y lo consiguió: Léon Bloy. Sobre todo me interesa en Léon Bloy esa idea suya, esa idea que los cabalistas y el místico sueco Swedenborg tuvieron pero que sin duda él sacó de sí mismo, la idea del universo como una suerte de escritura, como una criptografía de la divinidad. Y en cuanto a la poesía, creo que usted me encontrará bastante pompier, bastante vieux jouer, rococó, porque mis preferencias en lo que se refiere a poesía francesa siguen siendo La Chanson de Roland, la obra de Hugo, la obra de Verlaine y —pero ya en un plano menor—, la obra de poetas como Paul-Jean Toulet, el de Les Contrerimes. Pero hay sin duda muchos autores que no nombro que han influido en mí. Es posible que en algún poema mío haya algún eco de la voz de ciertos poemas épicos de Apollinaire, eso no me sorprendería. Pero si tuviera que elegir un autor (aunque no hay absolutamente ninguna razón para elegir un autor y descartar los otros), ese autor francés sería siempre Flaubert.

MVLL: Se suele distinguir dos Flaubert: el realista de Madame Bovary y La educación sentimental, y el de las grandes construcciones históricas, Salambó y La tentación de San Antonio. ¿Cuál de los dos prefiere?

JLB: Bueno, creo que tendría que referirme a un tercer Flaubert, que es un poco los dos que usted ha citado. Creo que uno de los libros que yo he leído y releído más en mi vida es el inconcluso Bouvard y Pécuchet. Pero estoy muy orgulloso, porque en mi biblioteca, en Buenos Aires, tengo una editio princeps de Salambó y otra de La tentación. He conseguido eso en Buenos Aires y aquí me dicen que se trata de libros inhallables, ¿no? Y en Buenos Aires no sé qué feliz azar me ha puesto esos libros entre las manos. Y me conmueve pensar que yo estoy viendo exactamente lo que Flaubert vio alguna vez, esa primera edición que siempre emociona tanto a un autor.

MVLL: Usted ha escrito poemas, cuentos y ensayos. ¿Tiene predilección por alguno de esos géneros?

JLB: Ahora, al término de mi carrera literaria, tengo la impresión que he cultivado un solo género: la poesía. Salvo que mi poesía se ha expresado muchas veces en prosa y no en verso. Pero como hace unos diez años que he perdido la vista, y a mí me gusta mucho vigilar, revisar lo que escribo, ahora me he vuelto a las formas regulares del verso. Ya que un soneto, por ejemplo, puede componerse en la calle, en el subterráneo, paseando por los corredores de la Biblioteca Nacional, y la rima tiene una virtud mnemónica que usted conoce. Es decir, uno puede trabajar y pulir un soneto mentalmente y luego, cuando el soneto está más o menos maduro, entonces lo dicto, dejo pasar unos diez o doce días, y luego lo retomo, lo modifico, lo corrijo, hasta que llega un momento en que ese soneto ya puede publicarse sin mayor deshonra para el autor.

MVLL: Para terminar, le voy a hacer otra pregunta convencional: si tuviera que pasar el resto de sus días en una isla desierta con cinco libros, ¿cuáles elegiría?

JLB: Es una pregunta difícil, porque cinco es poco o es demasiado. Además, no sé si se trata de cinco libros o de cinco volúmenes.

MVLL: Digamos, cinco volúmenes.

JLB: ¿Cinco volúmenes? Bueno, yo creo que llevaría la Historia de la declinación y caída del Imperio romano de Gibbon. No creo que llevaría ninguna novela, sino más bien un libro de historia. Bueno, vamos a suponer que eso sea en una edición de dos volúmenes. Luego, me gustaría llevar algún libro que no comprendiera del todo, para poder leerlo y releerlo, digamos la Introducción a la filosofía de las Matemáticas de Russell, o algún libro de Henri Poincaré. Me gustaría llevar eso también. Ya tenemos tres volúmenes. Luego, podría llevar un volumen cualquiera, elegido al azar, de una enciclopedia. Ahí ya podría haber muchas lecturas. Sobre todo, no de una enciclopedia actual, porque las enciclopedias actuales son libros de consulta, sino de una enciclopedia publicada hacia 1910 o 1911, algún volumen de Brockhaus, o de Mayer, o de la Encyclopædia Britannica, es decir, cuando las enciclopedias eran todavía libros de lectura. Tenemos cuatro. Y luego, para el último, voy a hacer una trampa, voy a llevar un libro que es una biblioteca, es decir, llevaría la Biblia. Y en cuanto a la poesía, que está ausente en este catálogo, eso me obligaría a encargarme yo, y entonces no leería versos. Además, mi memoria está tan poblada de versos que creo que no necesito libros. Yo mismo soy una especie de antología de muchas literaturas. Yo, que recuerdo mal las circunstancias de mi propia vida, puedo decirle indefinidamente y tediosamente versos en latín, en español, en inglés, en inglés antiguo, en francés, en italiano, en portugués. No sé si he contestado bien a su pregunta.

MVLL: Sí, muy bien, Jorge Luis Borges. Muchas gracias.

París, noviembre de 1963


viernes, 5 de marzo de 2021

Medio siglo con Borges. (Fragmento). VARGAS LLOSA.

 


 Medio siglo con Borges

Esta colección de artículos, conferencias, reseñas y notas da testimonio de más de medio siglo de lecturas de un autor que ha sido para mí, desde que leí sus primeros cuentos y ensayos en la Lima de los años cincuenta, una fuente inagotable de placer intelectual. Muchas veces lo he releído y, a diferencia de lo que me ocurre con otros escritores que marcaron mi adolescencia, nunca me decepcionó; al contrario, cada nueva lectura renueva mi entusiasmo y felicidad, revelándome nuevos secretos y sutilezas de ese mundo borgiano tan inusitado en sus temas y tan diáfano y elegante en su expresión.

Mi estrecha relación de lector con los libros de Borges contradice la idea según la cual uno admira ante todo a los autores afines, a quienes dan voz y forma a los fantasmas y anhelos que a uno mismo lo habitan. Pocos escritores están más alejados que Borges de lo que mis demonios personales me han empujado a ser como escritor: un novelista intoxicado de realidad y fascinado por la historia que va haciéndose a nuestro alrededor y por la pasada, que gravita todavía con fuerza sobre la actualidad. Jamás me ha tentado la literatura fantástica y pocos autores de esta corriente figuran entre mis favoritos. Los temas puramente intelectuales y abstractos, teñidos de inactualidad, como el tiempo, la identidad o la metafísica, nunca me han inquietado demasiado y, en cambio, asuntos tan terrenales como la política y el erotismo —que Borges despreciaba o ignoraba— tienen un papel protagónico en lo que escribo. Pero no creo que estas abismales diferencias de vocación y personalidad hayan sido un obstáculo para apreciar el genio de Borges. Por el contrario, la belleza e inteligencia del mundo que creó me ayudaron a descubrir las limitaciones del mío, y la perfección de su prosa me hizo tomar conciencia de las imperfecciones de la mía. Será por eso que siempre leí —y releo— a Borges no sólo con la exaltación que despierta un gran escritor; también con una indefinible nostalgia y la sensación de que algo de aquel deslumbrante universo salido de su imaginación y de su prosa me estará siempre negado, por más que tanto lo admire y goce con él.

Lima, febrero de 2004

jueves, 4 de marzo de 2021

Vargas Llosa Mario - El Lenguaje De La Pasión


 

Vargas Llosa Mario - El Lenguaje De La Pasión.

 

Prólogo

Los textos que componen este libro son una selección de los que aparecieron en mi columna «Piedra de toque», en el diario El País, de Madrid, y en una cadena de publicaciones afiliadas, entre 1992 y 2000. A diferencia de los de una recopilación anterior (Desafíos a la libertad, 1994), reunidos por su vecindad temática, los de este abarcan un abanico de temas, y en ellos la política alterna con la cultura, los problemas sociales, las notas de viaje, la literatura, la pintura, la música y sucesos de actualidad.

Uso para título del libro el que lleva mi pequeño homenaje a Octavio Paz, no porque estos textos hayan sido escritos con una vocación apasionada y beligerante. La verdad es que siempre trato de escribir de la manera más desapasionada posible, pues sé que la cabeza caliente, las ideas claras y una buena prosa son incompatibles, aunque sé también que no siempre lo consigo. En todo caso, la pasión no les es ajena, a juzgar por las reacciones que han merecido en distintas partes del mundo, de un variado elenco de objetores, entre los que el arzobispo de Buenos Aires se codea con una socióloga mundana de Londres, un burócrata de Washington con un ideólogo catalán, y escribidores supuestamente progres con carcas a más no poder. No celebro ni lamento estas críticas a mis artículos; las consigno como una prueba de la independencia y libertad con que los escribo.

He añadido como prólogo la nota con que agradecí el Premio de Periodismo José Ortega y Gasset conferido a uno de estos textos, «Nuevas inquisiciones», en España, en 1998.

Quiero dejar constancia de mi reconocimiento, por la ayuda que me prestaron al preparar el material de este libro, a mis colaboradoras y amigas Rosario de Bedoya y Lucía Muñoz-Nájar Pinillos.

Londres, agosto de 2000


 Piedra de toque

Desde niño me fascinó la idea de esa «piedra de toque» que, según el diccionario, sirve para medir el valor de los metales, una piedra que nunca vi, que todavía no sé si es real o fantástica.

Pero el nombre se me impuso de inmediato a la hora de bautizar mi columna periodística. Una columna en la que, un domingo sí y otro no, me esfuerzo por comentar algún suceso de actualidad que me exalte, irrite o preocupe, sometiéndolo a la criba de la razón y cotejándolo con mis convicciones, dudas y confusiones. Una columna que me obliga a tratar de ver claro en la tumultuosa actualidad y que me gustaría ayudara a mis presuntos lectores a tomar posición sobre lo que ocurre a su alrededor.

La escribo con dificultad pero con inmenso placer, tratando de no olvidar la sentencia de Raimundo Lida: «Los adjetivos se han hecho para no usarlos» (mandato que va contra mis impulsos naturales). Ella me sirve para sentirme inmerso en la vida de la calle y de mi tiempo, en la historia haciéndose que es el reino del periodismo. Descubrí este reino cuando tenía catorce años, en el diario La Crónica, de Lima, y desde entonces lo he frecuentado sin interrupción, como redactor, reportero, cabecero, editorialista y columnista. El periodismo ha sido la sombra de mi vocación literaria; la ha seguido, alimentado e impedido alejarse de la realidad viva y actual, en un viaje puramente imaginario.

Por eso, «Piedra de toque» refleja lo que soy, lo que no soy, lo que creo, temo y detesto, mis ilusiones y mis desánimos, tanto como mis libros, aunque de manera más explícita y racional.

Sartre escribió que las palabras eran armas y que debían usarse para defender las mejores opciones (algo que no siempre hizo él mismo). En el mundo de la lengua española nadie practicó mejor esta tesis que José Ortega y Gasset, un pensador de alto rango capaz de hacer periodismo de opinión sin banalizar las ideas ni sacrificar el estilo. Ganar un premio que lleva su nombre es un honor, una satisfacción, y, sobre todo, un desafío.

París, 4 de mayo de 1999


 La señorita de Somerset

La historia es tan delicada y discreta como debió serlo ella misma y tan irreal como los romances que escribió y devoró hasta el fin de sus días. Que haya ocurrido y forme ahora parte de la realidad es una conmovedora prueba de los poderes de la ficción, engañosa mentira que, por los caminos más inesperados, se vuelve un día verdad.

El principio es sorprendente y con una buena dosis de suspenso. La Sociedad de Autores de Gran Bretaña es informada, por un albacea, que una dama recién fallecida le ha legado sus bienes — 400.000 libras esterlinas, unos 700.000 dólares— a fin de que establezca un premio literario anual para novelistas menores de 35 años. La obra premiada deberá ser «una historia romántica o una novela de carácter más tradicional que experimental». La noticia llegó en el acto a la primera página de los periódicos porque el premio así creado —70.000 dólares anuales— es cuatro o cinco veces mayor que los dos premios literarios británicos más prestigiosos: el Booker-McConwell y el Whitebread.

¿Quién era la generosa donante? Una novelista, por supuesto. Pero los avergonzados directivos de la Sociedad de Autores tuvieron que confesar a los periodistas que ninguno había oído hablar jamás de Miss Margaret Elizabeth Trask. Y, a pesar de sus esfuerzos, no habían podido encontrar en las librerías de Londres uno solo de sus libros.

Sin embargo, Miss Trask publicó más de cincuenta «historias románticas» a partir de los años treinta, con un nombre de pluma que acortaba y aplebeyaba ligeramente el propio: Betty Trask. Algunos de sus títulos sugieren la naturaleza del contenido: Vierto mi corazón, Irresistible, Confidencias, Susurros de primavera, Hierba amarga. La última apareció en 1957 y ya no quedan ejemplares de ellas ni en las editoriales que las publicaron ni en la agencia literaria que administró los derechos de la señorita Trask. Para poder hojearlas, los periodistas empeñados en averiguar algo de la vida y la obra de la misteriosa filántropa de las letras inglesas tuvieron que sepultarse en esas curiosas bibliotecas de barrio que, todavía hoy, prestan novelitas de amor a domicilio por una módica suscripción anual.

De este modo ha podido reconstruirse la biografía de esta encantadora Corín Tellado inglesa, que, a diferencia de su colega española, se negó a evolucionar con la moral de los tiempos y en 1957 colgó la pluma al advertir que la distancia entre la realidad cotidiana y sus ficciones se anchaba demasiado. Sus libros, que tuvieron muchos lectores a juzgar por la herencia que ha dejado, cayeron inmediatamente en el olvido, lo que parece haber importado un comino a la evanescente Miss Trask, quien sobrevivió a su obra por un cuarto de siglo.

Lo más extraordinario en la vida de Margaret Elizabeth Trask, que dedicó su existencia a leer y escribir sobre el amor, es que no tuvo en sus 88 años una sola experiencia amorosa. Los testimonios son concluyentes: murió soltera y virgen, de cuerpo y corazón. Los que la conocieron hablan de ella como de una figura de otros tiempos, un anacronismo victoriano o eduardiano perdido en el siglo de los hippies y los punkis.

Su familia era de Frome, en Somerset, industriales que prosperaron con los tejidos de seda y la manufactura de ropa. Miss Margaret tuvo una educación cuidadosa, puritana, estrictamente casera. Fue una jovencita agraciada, tímida, de maneras aristocráticas, que vivió en Bath y en el barrio más encumbrado de Londres: Belgravia. Pero la fortuna familiar se evaporó con la muerte del padre. Esto no perjudicó demasiado las costumbres, siempre frugales, de la señorita Trask. Nunca hizo vida social, salió muy poco, profesó una amable alergia por los varones y jamás admitió un galanteo. El amor de su vida fue su madre, a la que cuidó con devoción desde la muerte del padre. Estos cuidados y escribir «romances», a un ritmo de dos por año, completaron su vida.

Hace 35 años las dos mujeres retornaron a Somerset y, en la localidad familiar, Frome, alquilaron una minúscula casita, en un callejón sin salida. La madre murió a comienzos de los años sesenta. La vida de la espigada solterona fue un enigma para el vecindario. Asomaba rara vez por la calle, mostraba una cortesía distante e irrompible, no recibía ni hacía visitas.

La única persona que ha podido hablar de ella con cierto conocimiento de causa es el administrador de la biblioteca de Frome, a la que Miss Trask estaba abonada. Era una lectora insaciable de historias de amor aunque también le gustaban las biografías de hombres y mujeres fuera de lo común. El empleado de la biblioteca hacía un viaje semanal a su casa, llevando y recogiendo libros.

Con los años, la estilizada señorita Margaret comenzó a tener achaques. Los vecinos lo descubrieron por la aparición en el barrio de una enfermera de la National Health que, desde entonces, vino una vez por semana a hacerle masajes. (En su testamento, Miss Trask ha pagado estos desvelos con la cauta suma de 200 libras). Hace cinco años, su estado empeoró tanto que ya no pudo vivir sola. La llevaron a un asilo de ancianos donde, entre las gentes humildes que la rodeaban, siguió llevando la vida austera, discreta, poco menos que invisible, que siempre llevó.

Los vecinos de Frome no dan crédito a sus ojos cuando leen que la solterona de Oakfield Road tenía todo el dinero que ha dejado a la Sociedad de Autores, y menos que fuera escritora. Lo que les resulta aún más imposible de entender es que, en vez de aprovechar esas 400.000 libras esterlinas para vivir algo mejor, las destinara ¡a premiar novelas románticas! Cuando hablan de Miss Trask a los reporteros de los diarios y la televisión, los vecinos de Frome ponen caras condescendientes y se apenan de lo monótona y triste que debió ser la vida de esta reclusa que jamás invitó a nadie a tomar el té.

Los vecinos de Frome son unos bobos, claro está, como lo son todos a quienes la tranquila rutina que llenó los días de Margaret Elizabeth Trask merezca compasión. En verdad, Miss Margaret tuvo una vida maravillosa y envidiable, llena de exaltación y de aventuras. Hubo en ella amores inconmensurables y desgarradores heroísmos, destinos a los que una turbadora mirada desbocaba como potros salvajes y actos de generosidad, sacrificio, nobleza y valentía como los que aparecen en las vidas de santos o los libros de caballerías.

La señorita Trask no tuvo tiempo de hacer vida social con sus vecinas, ni de chismorrear sobre la carestía de la vida y las malas costumbres de los jóvenes de hoy, porque todos sus minutos estaban concentrados en las pasiones imposibles, de labios ardientes que al rozar los dedos marfileños de las jovencitas hacen que estas se abran al amor como las rosas y de cuchillos que se hunden con sangrienta ternura en el corazón de los amantes infieles. ¿Para qué hubiera salido a pasear por las callecitas pedregosas de Frome, Miss Trask? ¿Acaso hubiera podido ese pueblecito miserablemente real ofrecerle algo comparable a las suntuosas casas de campo, a las alquerías remecidas por las tempestades, a los bosques encabritados, las lagunas con mandolinas y glorietas de mármol que eran el escenario de esos acontecimientos de sus vigilias y sueños? Claro que la señorita Trask evitaba tener amistades y hasta conversaciones. ¿Para qué hubiera perdido su tiempo con gentes tan banales y limitadas como las vivientes? Lo cierto es que tenía muchos amigos; no la dejaban aburrirse un instante en su modesta casita de Oakfield Road y nunca decían nada tonto, inconveniente o chocante. ¿Quién, entre los carnales, hubiera sido capaz de hablar con el encanto, el respeto y la sabiduría con que musitaban sus diálogos, a los oídos de Miss Trask, los fantasmas de las ficciones?

La existencia de Margaret Elizabeth Trask fue seguramente más intensa, variada y dramática que la de muchos de sus contemporáneos. La diferencia es que, ayudada por cierta formación y una idiosincrasia particular, ella invirtió los términos habituales que suelen establecerse entre lo imaginario y lo experimentado —lo soñado y lo vivido— en los seres humanos. Lo corriente es que, en sus atareadas existencias, estos «vivan» la mayor parte del tiempo y sueñen la menor. Miss Trask procedió al revés. Dedicó sus días y sus noches a la fantasía y redujo lo que se llama vivir a lo mínimamente indispensable.

¿Fue así más feliz que quienes prefieren la realidad a la ficción? Yo creo que lo fue. Si no ¿por qué hubiera destinado su fortuna a fomentar las novelas románticas? ¿No es esta una prueba de que se fue al otro mundo convencida de haber hecho bien sustituyendo la verdad de la vida por las mentiras de la literatura? Lo que muchos creen una extravagancia —su testamento— es una severa admonición contra el odioso mundo que le tocó y que ella se las arregló para no vivir.

Londres, mayo de 1983


 Sombras de amigos

Advierto, con cierta alarma, que muchos amigos que hice y frecuenté en los años sesenta, en Barcelona, ya no están más. Tampoco de la ciudad condal que conocí quedan casi trazas. Barcelona era entonces, todavía, pobretona, cosmopolita y universal; ahora es riquísima, nacionalista y provinciana. Como antes se desbordaba, culturalmente, hacia el resto del mundo, ahora parece fascinada por su propio ombligo. Este ensimismamiento está de moda en Europa y es la respuesta natural del instinto conservador y tradicionalista, en los pueblos antiguos, a la internacionalización creciente de la vida, a ese —imparable— proceso histórico moderno de disolución de las fronteras y confusión de las culturas. Pero en Cataluña el regreso al «espíritu de la tribu», de poderoso arraigo político, contradice otra antiquísima vocación, la del universalismo, tan obvia en sus grandes creadores, de Foix a Pla y de Tàpies a Dalí.

Aquellos amigos eran, todos, ciudadanos del mundo. Gabriel Ferraté escribía sus poemas en catalán, porque, decía, en su lengua materna podía «meter mejores goles» que en castellano (le gustaba el fútbol, como a mí) pero no era nacionalista ni nada que exigiera alguna fe. Salvo, tal vez, la literatura, todas las otras convicciones y pasiones le provocaban unos sarcasmos con púas y estricnina, unas feroces metáforas cínicas y exterminadoras. Como otros derrochan su dinero o su tiempo, Gabriel derrochaba su genio escribiendo informes de lectura para editores, papeletas para enciclopedias, hablando con los amigos o lo iba destruyendo a demoledores golpes de ginebra.

«Genio» es una palabra de letras mayúsculas, pero no sé con cuál otra describir esa monstruosa facultad que tenía Gabriel para aprender todo aquello que le interesaba y convertirse, al poco tiempo, en un especialista. Entonces, se desinteresaba del tema y se movía en una nueva dirección. Un diletante es un superficial y él no lo fue cuando hacía crítica de arte y desmenuzaba a Picasso, ni cuando discutía gesticulando como un molino de viento las teorías lingüísticas del Círculo de Praga, ni cuando pretendía demostrar, citando de memoria, que el alemán de Kafka provenía de los atestados policiales. Yo sí creo que aprendió polaco en un dos por tres, sólo para leer a Gombrowicz y poder traducirlo. Porque leía todos los idiomas del mundo y todos los hablaba con un desmesurado acento catalán.

Tal vez, con «genialidad», fuera «desmesura» la palabra que mejor le convenía. Todo en él era exceso, desde sus caudalosas lecturas y conocimientos hasta esas larguísimas manos incontinentes que, después del primer trago, hacían dar brincos a todas las damas que se ponían a su alcance. Por haber votado en favor de Guimarães Rosa y en contra de Gombrowicz, en un jurado del cual formábamos parte, a mí me castigó privándome un año de su amistad. El día trescientos sesenta y cinco recibí un libro de Carles Riba, con estas líneas: «Pasado el año del castigo, podemos reanudar, etcétera. Gabriel».

Dicen que siempre dijo que era inmoral cumplir cincuenta años y que esa coquetería fue la razón de su suicidio. Puede ser cierto: casa muy bien con la curiosa mezcla de anarquía, insolencia, disciplina, ternura y narcisismo que componía su personalidad. La última vez que lo vi eran las diez de la mañana y ahí estaba, en el Bar del Colón. Llevaba casi veinticuatro horas bebiendo y se lo veía congestionado y exultante. Bajo la paciente atención de Juanito García Hortelano, ronco y a gritos, recitaba a Rilke en alemán.

A diferencia de Gabriel, García Hortelano era discreto, medido, servicial y, sobre todo, modesto para exhibir su inteligencia, a la que disimulaba detrás de una actitud bonachona y una cortina de humor. No era de Barcelona, pero en esta ciudad lo conocí y allí lo vi muchas veces —más que en su Madrid—, y el día que nos presentaron fuimos a comprar juntos una gramática catalana y nos confesamos nuestra idéntica debilidad por esa tierra, de modo que mi recuerdo no puede disociarlo de Barcelona ni de los sesenta, en que se publicaron sus primeras novelas, esos años que, con el agua que ha corrido, van pareciendo ahora prehistóricos.

De muchachos jugábamos con un amigo en Lima tratando de adivinar qué escritores se irían al cielo (caso de existir) y nos parecía que pocos, entre los antiguos, y entre los contemporáneos ninguno. Mucho me temo que, si aquel hipotético reparto póstumo tiene lugar, nos quedemos privados de Juan, que a él se lo lleven allá arriba. Pues entre todos los letraheridos que me ha tocado frecuentar él es el único que califica. Trato de bromear, pero hablo muy en serio. Nunca conocí, entre las gentes de mi oficio, a alguien que me pareciera tan íntegro y tan limpio, tan naturalmente decente, tan falto de vanidad y de dobleces, tan generoso como Juan. La bondad es una misteriosa y atrabiliaria virtud, que, en mi experiencia —deprimente, lo admito— tiene mucho que ver con la falta de imaginación y la simpleza de espíritu, con una ingenuidad que a menudo nos parece candidez. Por eso, no está nada de moda y por eso, en los círculos de alta cultura, se la mira con desconfianza y desdén, como una manifestación de bobería. Y por eso un hombre bueno que es, a la vez, un espíritu extremadamente sutil y una sensibilidad muy refinada, resulta una rareza preocupante.

Es verdad que los malvados suelen ser más divertidos que los buenos y que la bondad es, generalmente, aburrida. Pero García Hortelano rompía también en esto la regla pues era una de las personas más graciosas del mundo, un surtidor inagotable de anécdotas, fantasías, piruetas intelectuales, inventor de apodos y carambolas lingüísticas, que podían mantener en vilo a todos los noctámbulos del angosto Bar Cristal. Con la misma seriedad que aseguraba que Walter Benjamin era un seudónimo de Jesús Aguirre, le oí yo jurar, alguna vez, que sólo iba a las Ramblas, al amanecer, a comprar La Vanguardia.

Entre las muchas cosas que alguna vez me propuse escribir pero que no escribiré, figura un mágico encuentro con él, una madrugada con niebla, en el mar de Calafell. Como en sus novelas, ocurrían muchas cosas y no pasaba nada. Habíamos oído el disco de un debutante llamado Raimón, traído por Luis Goytisolo, y, guiados por el señor del lugar, Carlos Barral, recorrido bares, restaurantes, trajinado entre barcas y pescadores, encendido una fogata en la playa. Durante largo rato, Jaime Gil de Biedma nos tuvo fascinados con electrizantes maldades. A medianoche nos bañamos, en una neblina que nos volvía fantasmas. Salimos, nos secamos, conversamos y, de pronto, alguien preguntó por Juan. No aparecía por ninguna parte. Se habría ido a dormir, sin duda. Mucho después, volví a zambullirme en el agua y en la niebla. Entre las gasas blancuzcas apareció, tiritando, el escritor. ¿Qué hacía allí, pingüinizado? Los dientes castañeteando, me informó que no encontraba el rumbo de la playa. Cada vez que intentaba salir, tenía la impresión de estar enfilando hacia Sicilia o Túnez. ¿Y por qué no había pedido socorro, gritado? ¿Socorro? ¿Gritos? Eso, sólo los malos novelistas.

A diferencia de Juan, Jaime Gil de Biedma exhibía su inteligencia con total impudor y cultivaba, como otros cultivan su jardín o crían perros, la arrogancia intelectual. Provocaba discusiones para pulverizar a sus contendores y a los admiradores de su poesía que se acercaban a él llenos de unción, solía hacerles un número que los descalabraba. Hacía lo imposible para parecer antipático, altanero, inalcanzable. Pero era mucho menos malvado de lo que hubiera querido ser y menos duro y cerebral de lo que se presenta en su Diario, cuando, en un círculo restringido de amigos, en la alta noche, se cansaba de posar, ponía de lado la máscara del maldito, y aparecía el fino lector, el hombre descuartizado entre una vocación y un oficio, el de la ambivalencia sexual, el vulnerable y atormentado muchacho que escribía versos.

Cuando no se contemplaba a sí mismo, su inteligencia podía ser deslumbrante. Tenía un instinto infalible para detectar la idea original o el matiz exquisito en un verso, en una frase, o para advertir la impostura y el puro relumbrón, y uno podía seguir a ciegas sus advertencias literarias. Pero, aunque su poesía y sus ensayos se leen con placer, hay en la obra de Jaime algo que pugna por aparecer y que parece reprimido, algo que se quedó en mero atisbo: aquel territorio de la experiencia que está fuera del orden intelectual. Tal vez porque en su estética sólo había sitio para la elegancia, y los sentimientos y las pasiones son siempre algo cursis, en su poesía se piensa más que se vive, como en los cuentos de Borges.

Fue por Carlos Barral que conocí a Gabriel, a Juan, a Jaime y a casi todos mis amigos españoles de aquellos años. Él publicó mi primera novela, luchando como un tigre para que salvara el obstáculo de la censura, me hizo dar premios, traducir a varias lenguas, me inventó como escritor. Ya se ha dicho todo lo que hace falta sobre el ventarrón refrescante que fue, para la embotellada cultura de España de hace treinta años, la labor de Carlos en Seix Barral. Pero nunca se dirá lo suficiente sobre el encanto del personaje que creó de sí mismo y sobre el hechizo que era capaz de ejercer, entonces, antes de las durísimas pruebas que tuvo que sobrellevar.

¿Con qué me asombrará esta vez?, me preguntaba yo cuando iba a verlo. Siempre había algo: su perro Argos ladraba histérico si los poemas que le leía eran malos, se había puesto a usar capas dieciochescas y bastones con estiletes por las calles de La Bonanova o me recitaba un catálogo, en latín, de las doscientas maderitas de un bote en el que, según él, había navegado Ulises. Era todo un señor, de grandes gestos y adjetivos fosforescentes. Su generosidad no tenía límites y aunque posaba a veces de cínico, pues el cinismo resultaba ya entonces de buen ver, era bueno como un pan. Para parecer malo, se había inventado la risa del diablo: una risa con la boca abierta, trepidante, pedregosa, volcánica, que contorsionaba su flaca figura quijotesca de la cabeza a los pies y lo dejaba exhausto. Una risa formidable, que a mí se me quedaba resonando en la memoria.

Tenía fijaciones literarias que había que respetar, so pena de perder su amistad: Mallarmé y Bocángel eran intocables, por ejemplo, y a la literatura inglesa le perdonaba a duras penas la vida, con la excepción, tal vez, de Shakespeare y de Marlowe. Pero de los autores que le gustaban podía hablar horas, diciendo cosas brillantísimas y citándolos de memoria, con apasionamiento de adolescente. Su amor a las formas era tal que, en los restaurantes, en una época le dio por pedir sólo «ostras y queso», porque sonaba bien. Soñaba con tener un tigrillo, para pasearse con él por Calafell, y se lo traje, desde el fondo de la Amazonía, a costa de ímprobos esfuerzos. Pero en el aeropuerto de Barcelona un guardia civil lo bañó con una manguera y le dio a comer chorizo, malhiriendo de muerte al pobre animal. Conservo la bellísima carta de Carlos sobre la muerte de Amadís como uno de mis tesoros literarios.

Debajo de la pose y el teatro había, también, algo menos perecedero: un creador de talento y un editor y promotor literario que dejó una huella profunda en todo el mundo hispánico. Esto, en la España abierta a todos los vientos del mundo de nuestros días, es difícil advertirlo. Pero quienes, como yo, llegaron a Madrid en 1958, y descubrieron que el aislamiento y la gazmoñería de la vida cultural española eran aún peor que los de Lima o Tegucigalpa, saben que los esfuerzos de Carlos Barral por perforar esos muros y familiarizar al lector español con lo que se escribía y publicaba en el resto del mundo, y por sacar del anonimato y la catacumba a los jóvenes o reprimidos escritores de la Península, fueron un factor decisivo en la modernización intelectual de España. Y también, por supuesto, en redescubrir a los españoles a Hispanoamérica y a los hispanoamericanos entre sí. ¿Cuántos de las decenas de jóvenes poetas y narradores del Nuevo Mundo que emigraron a Barcelona en los setenta y ochenta, y convirtieron a esta ciudad, por un tiempo, en la capital literaria de América Latina, sabían que quien les había entreabierto aquellas puertas era el filiforme caballero, ya sin editoriales y ahora con úlceras, a quien se podía divisar aún, con capa, bastón, barba, cadenas y melena, paseando un perro como un aparecido por las calles de Sarriá?

Cosas que se llevó el viento y amigos que son sombras. Pero que aún están ahí.

Berlín, mayo de 1992

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