jueves, 17 de enero de 2019

César Aira Evasión y otros ensayos



Integrado por cinco textos, Evasión y otros ensayos trata sobre la forma y el contenido narrativo, el proceso de creación y la función de la literatura, temas todos ellos fundamentales para el autor argentino. 
Bien sea rompiendo lanzas en favor de la ficción de entretenimiento de autores como Stevenson, como sucede en «Evasión», o elogiando la placentera «inutilidad» de la literatura en «Discurso breve», texto con el que inauguró el Festival de Literatura de Berlín de 2016, los ensayos de César Aira son luminosos y contundentes a un tiempo. 
El procedimiento literario propuesto por Raymond Roussel, su referente en la vanguardia, o aquel otro en el que analiza el concepto de «genialidad» a través de la figura de Salvador Dalí, otro de sus grandes modelos, completan este volumen, una extraordinaria recopilación que se cierra con otra joya made in Aira: un ensayo sobre la temática propia del ensayo.


Recopilación: Dr. Enrico Pugliatti.
(FRAGMENTO).

 César Aira
Evasión y otros ensayos

 EVASIÓN

Empiezo, para empezar desde lejos, y lateralmente, con una lectura reciente, la de una de esas viejas novelas gratificantes y absorbentes, que son emblema y santo y seña de la lectura como ocupación infantil de los adultos… Y a la vez son algo más que lectura. Fue The Black Arrow, de Stevenson. Es de 1888, posterior a La isla del tesoro y anterior a algunas de las obras maestras escocesas, como Catriona o The Master of Ballantrae, fue escrita en la estela de La isla del tesoro y perfecciona la insólita revolución que significó esta novela: literatura para la juventud, con la temática y el ritmo del folletín de capa y espada, pero en el formato de la más refinada novela artística. Aun cuando La Flecha Negra no está en el top ten de los buenos lectores de Stevenson, aun cuando se la suele calificar, y no sin algún motivo, de «novela histórica», las peripecias del adolescente Dick Shelton en la guerra de las Rosas constituyen una lectura a la que sería difícil pedirle más, quintaesencia del placer de la lectura… y a la vez, como dije, es algo más que lectura. Ahí hay una paradoja, muy bienvenida, y bastante obvia: para realizarse y consumarse en su definición más exigente y su mayor eficacia, la lectura de una novela debe ser algo más, o menos, que lectura. Debe hacer pasar el ejercicio de la lectura a otro plano, secundario, automatizado, para que tome cuerpo, así sea cuerpo espectral, el sueño que representa la novela.
A ese sueño a su vez, en el siglo XX, vino a representarlo el cine. Y tratando de explicarse el mecanismo figurativo que lleva adelante The Black Arrow, podría pensarse en una producción cinematográfica. En una novela como ésta, una novela que pretende, y logra, llevarnos a la aventura, transportarnos a sus escenas, provocar la «momentánea suspensión de la incredulidad» que pedía Coleridge, hay muchos rubros de los que ocuparse: el vestuario, las escenografías, el guión, los personajes, las secuencias, la iluminación, la utilería… Tomemos una página cualquiera, por ejemplo la de la boda interrumpida de Joanna con lord Shoreby, el viejo novio que le ha impuesto el infame sir Daniel, mientras su enamorado, Dick, asiste impotente, disfrazado de monje, precariamente protegido por sir Oliver:
Algunos de los hombres de lord Shoreby abrieron paso por la nave central, haciendo retroceder a los curiosos con los mangos de las lanzas; y en ese momento, al otro lado del portal se vio a los músicos seglares que se acercaban, marchando sobre la nieve congelada, los pífanos y trompeteros con las caras rojas por el esfuerzo de soplar, los tamborileros y cimbalistas golpeando sus instrumentos como si compitieran entre sí.
Al llegar al edificio sacro se alinearon a ambos lados de la puerta, y al ritmo de su música vigorosa marcaron el paso en el lugar. Al abrir de ese modo la fila, aparecieron atrás los iniciadores del noble cortejo nupcial; y tal era la variedad y colorido de sus atuendos, tal el despliegue de sedas y terciopelos, pieles y rasos, bordados y encajes, que la procesión se desplegaba sobre la nieve como un parterre florido en un jardín o un vitral pintado en un muro.
Primero venía la novia, de aspecto lamentable, pálida como el invierno, colgada del brazo de sir Daniel, y asistida, como dama de honor, por la joven bajita que se había mostrado tan amistosa con Dick la noche anterior. Inmediatamente atrás, con la más radiante vestimenta, la seguía el novio, cojeando con su pie gotoso y como llevaba el sombrero en la mano se le veía la calva sonrosada por la emoción.
En ese momento, llegó la hora de Ellis Duckworth.
Dick, que permanecía en su asiento, atontado por efecto de emociones contrarias, aferrado al reclinatorio frente a él, vio un movimiento en la multitud, gente que se empujaba hacia atrás, y ojos y brazos que se alzaban. Siguiendo estas señales, vio a tres o cuatro hombres con los arcos tensos, inclinándose desde la galería del piso alto de la iglesia. Al unísono soltaron las cuerdas de sus arcos, y antes de que el clamor y los gritos del populacho atónito tuviera tiempo de llegar a los oídos, ya se habían descolgado de la altura y desaparecido.
La nave estaba llena de cabezas que se volvían a un lado y otro y voces que gritaban; los clérigos abandonaron sus puestos, aterrorizados; la música cesó, y aunque allá arriba las campanas siguieron haciendo vibrar el aire unos segundos más, un viento de desastre pareció abrirse camino al fin, incluso hasta la cámara donde los campaneros estaban colgados de las cuerdas, y ellos también desistieron de su alegre trabajo.
En el centro de la nave el novio yacía muerto, atravesado por dos flechas negras. La novia se había desmayado, sir Daniel seguía de pie, dominando a la muchedumbre, en toda su sorpresa y su ira, con una flecha temblando clavada en su brazo izquierdo, y la cara bañada en sangre por otra flecha que le había rozado la frente.
Mucho antes de que pudiera iniciarse su busca, los autores de esta trágica interrupción habían bajado ruidosamente la escalera de portazgo y habían salido por una puerta trasera.
Pero Dick y Lawless todavía quedaban en prenda: se habían puesto de pie con la primera alarma y habían hecho un viril intento de ganar la salida; pero con la estrechez de los pasillos y el apretujamiento de los curas aterrados, el intento había sido en vano, y habían vuelto estoicamente a sus puestos.
Y ahora, pálido de horror, sir Oliver se puso de pie y llamó a sir Daniel, señalando con una mano a Dick:
—Aquí —gritó—, aquí está Richard Shelton, ¡maldita sea la hora!, ¡sangre culpable! ¡Aprésenlo! ¡que no escape! ¡Por nuestras vidas, tómenlo y asegúrenlo! Es él quien ha jurado nuestra destrucción.
Advierto que mi traducción apenas si puede dar una idea aproximada del vértigo de precisión con que sucede esta escena, y todas las demás de la novela. Lo que quería hacer notar es el modo en que la escritura se hace tridimensional: el espacio de la iglesia está utilizado en todo su largo, ancho y alto, en sus vistas al exterior, sus entradas y salidas, sus espacios anexos, su luz, sus ocupantes; y cómo están coreografiados los movimientos, con qué aceitadas transiciones se pasa de un cuadro a otro, en los pocos segundos que dura todo; y cómo los colores, las formas, la música, los gritos (con el delay de las campanas en el silencio súbito) se entrelazan y combinan con las emociones, con la nieve, con las huidas… Todo eso lo hizo Stevenson; él solo hizo el «trabajo de equipo» que dio este resultado. Sonidista, iluminador, vestuarista, guionista, camarógrafo, director, productor, montajista. Aunque tuvo que tomar la precaución de no terminar de fundir todos estos obreros en uno solo, porque una fusión completa empastaría la escena, la volvería un fantaseo personal del autor, le haría perder el bruñido objetivo en el que está lo mejor de su efecto. Y a su vez, no hace exactamente el trabajo que harían esos burócratas del espectáculo, sino su representación en la literatura. Esos trabajos cambian cualitativamente al ser realizados por el novelista, se vuelven lo previo del trabajo, su utopía como juego libre de la inteligencia, y a la vez conservan las limitaciones prácticas y las dificultades del trabajo de verdad. Son un trabajo de verdad, porque las construcciones imaginarias obedecen a la misma lógica que hace reales a las construcciones reales. En la medida en que se despliega el oficio necesario para poner en pie estas construcciones, sale a luz la incomparable superioridad de la literatura sobre las demás artes, a las que anticipa e incluye.
Es cierto que queda algo así como un vacío insalvable: falta el sonido material que tiene la música, o los colores de la pintura, los volúmenes de la escultura, las imágenes en movimiento del cine… Pero la novela utiliza positivamente esa falta, como deliciosa y creativa nostalgia de la imagen y el sonido… y en definitiva de la realidad, que es el sustrato de toda representación. En la novela ha quedado, como resto inasimilable, el sistema entero de las artes, su historia, su arqueología, como significante de lo real que está a punto de nacer, o de volver. Y cuando vuelve, se despliega por acción del mismo resorte que sirvió para ocultarlo, como en la paradoja de Lacan: «lo reprimido y el retorno de lo reprimido son lo mismo». La realidad es idéntica a sí misma, de cualquier lado de la representación que se la mire. Y si aceptamos la definición de Hegel de la realidad, como «lo que estamos obligados a pensar», también deberíamos aceptar que la novela es lo que ocupa nuestro pensamiento opcionalmente, como prueba de libertad.
El cine, por haber operado en los hechos la división del trabajo, queda fuera del cerco encantado de la representación. La objetividad dio un paso de más y quedó fuera de la subjetividad, pero ese paso lo dio de espaldas y quedó mirando el terreno del que había escapado, que no es otro que el de la novela. De ahí la politique des auteurs, que a pesar de su formulación tardía fue la política permanente del cine en toda su historia. El espectro de la escritura quedó instalado en las películas y se ha resistido a todo intento de desalojo. Ya en la década de 1910 el poeta norteamericano Vachel Lindsay propuso una idea del cine como «lenguaje jeroglífico», concepto que Eisenstein llevaría a su mayor desarrollo como teoría del montaje.
Vachel Lindsay fue un poeta errante, vivió entre 1880 y 1930, vivía del recitado de sus poemas y no aceptaba dinero a cambio sino cama y comida (como los poemas no siempre alcanzaban para el pago debía complementarlos con trabajos de limpieza o de carga y descarga). Se suicidó a los cincuenta años tomando una botella de Lysol. En 1915 publicó este libro, The Art of the Moving Picture, pionero en la teoría cinematográfica. El capítulo XIII es el de los jeroglíficos. Su postura es que la palabra está fuera de lugar en un arte de imágenes móviles como es el cine, pues las imágenes bastan para contar una historia. Pero con las imágenes es necesario escribir, por lo que propone el uso de un lenguaje de imágenes: los jeroglíficos egipcios, de los que tenía una idea muy personal. Dice que con ochocientos basta, y sugiere que el cineasta los dibuje en cartón y los recorte, y poniéndolos en fila vaya creando el argumento. Da ejemplos: hay un jeroglífico que es el trono. Puede significar una reina, y ésta puede ser su admirada Mae West, reina por su belleza, con lo que el director ya tiene a la estrella del film. El siguiente: una mano. Una mano puede abrir una puerta, o echar veneno en la taza de té. Se abren muchas posibilidades. El tercero: un pato, que trae a la mente la Arcadia. El cuarto: un embudo. El quinto: la letra N. (Aquí empieza a parecerse a la enciclopedia china de Borges.) Si la historia que se forma con esta lista no convence, no hay más que volver a mezclar los ochocientos cartoncitos y volver a sacar.
El artista del montaje, como el escriba egipcio, reúne en diagramas el trabajo que ha creado la realidad; pero el mito del nacimiento de la escritura jeroglífica es un episodio apenas, que refleja el más intrigante de los mitos que haya soñado cualquier civilización: el retiro de Osiris al reino de la muerte, llevándose con él nada menos que la vida, toda la vida. A nadie se le ocurrió algo tan radical después de los egipcios de la cuarta dinastía. Herodoto no se extiende en el tema porque dice que los sacerdotes le pidieron discreción. La figura diagramática que produce este mito, un término que migra a su opuesto llevándose el todo que lo incluye, es la representación de la escritura, o del lenguaje. Osiris desmembrado es rearmado por Isis en una operación de montaje, pero ya antes, al retirarse a la nada llevándose el todo, anticipaba la representación lingüística, y no sólo la del discurso nominativo sino la de la construcción, con su tridimensionalidad, luces y sombras, colores, sonidos, la hierofanía de la vida real. El tránsito de Osiris bien podría servir como mito de origen de la novela.
Quizás lo adivinó así Lezama Lima, al hacer descender de las pirámides el «pequeño manual» de imágenes con las que hacer el montaje de las historias. Lo cito: «Era necesario que los símbolos de las pirámides no sólo se presentasen al pueblo con la solemne arrogancia de las moles de piedra, con su intento de permanecer en la eternidad, sino que también se crease su cartilla, su pequeño manual leído por el pueblo en los momentos de vacilación en que se atormentaba por su destino, en que al acudir a la taberna, la misma embriaguez lo llevase a formular las preguntas por su suerte, sus viajes, sus cosechas, o sus relaciones con la teocracia reinante. Así fueron surgiendo las barajas del destino, los símbolos del Tarot, el libro portátil, que se abre y se cierra sobre cada una de las interrogaciones de los hombres.»
En fin, todo lo anterior son digresiones sueltas, digresiones de nada, como para establecer el esbozo de un paisaje conceptual en el que hablar de la literatura de evasión. De lo que antes se llamaba literatura de evasión. Ahora no se la llama nada, porque no existe. Creo que nunca existió en realidad, salvo como recurso o fantasma polémico, a pesar de lo cual, o por lo cual, he empezado a extrañarla (y hasta a tratar de producirla deliberadamente, con los pobres medios artesanales a mi alcance).
De mala palabra (y lo que creo es que era sólo eso, una calificación negativa colgada en el vacío, que no calificaba nada preciso) pasó a ser buena, o lo sería si la pensáramos y pensáramos en su rescate, como estoy tratando de hacerlo. Pasa en la vida, por poco que la afecte el tiempo: los signos de positivo y negativo se intercambian ante una cualidad o un defecto, según el cambio de las circunstancias.
Qué no daríamos por recuperar la vieja evasión, a la vista de la novela actual, o lo que de la novela actual tengo más a la vista. Los novelistas, y esto se acentúa cuanto más jóvenes son, o sea a medida que pasa el tiempo, encuentran cada vez menos motivos para promover un escape, infatuados como están con sus propias vidas, contentos y satisfechos con sus destinos y su lugar en el mundo. Al perder el motivo para evadirse, se les hace innecesario el espacio por donde hacerlo, y sólo les queda el tiempo, la más deprimente de las categorías mentales. No pueden hacer otra cosa que contar las alternativas felices de sus días y, ¡ay! de sus noches, en un relato lineal que es hoy el equivalente indigente de lo que antes era la novela.
Podríamos preguntarnos cómo es posible que sus vidas hayan llegado a ser tan satisfactorias como para hacer irresistible el deseo de contarlas. Porque es evidente que no todas las vidas son tan gratificantes; también hay pobres, enfermos y víctimas de toda clase de calamidades. Pero, justamente, los que no están contentos con sus vidas no escriben novelas, y me da la impresión de que ni siquiera las leen. Es como si se hubiera cerrado un círculo de benevolencia, y no se huye en círculos.
Dicho de otro modo: hubo un proceso histórico que en el último medio siglo fue eliminando todos los problemas y conflictos de un diminuto y muy preciso sector de la sociedad, que ipso facto se dedicó a la producción y consumo de novelas celebratorias. Esto es una simplificación, claro está, pero puede tomarse como un mito explicativo. Subsidiados, psicoanalizados, viajados y digitalizados, los novelistas viven vidas de cuento de hadas, y aun así escriben novelas (y no cuentos de hadas, lo que sería más honesto). La Historia les jugó una mala pasada al despojarlos de conflictos. Ni siquiera el problema sexual les dejó. Y como si hubiera un especial ensañamiento, la Historia de la Literatura colaboró, haciendo muchísimo más fácil que antes escribir una novela.
Como una novela no puede escribirse sin conflicto, los nuevos novelistas, que no lo tienen, deben inventarlo. Es lo único que no debían inventar, y es lo único que inventan. Porque al inventar el conflicto queda obstruida la genuina invención novelesca, la maquinaria imaginaria, el submarino del capitán Nemo o la locura de Don Quijote, que era lo que se inventaba, para huir del conflicto. Es decir, para evadirse.
El precio que hay que pagar para tener todos los problemas resueltos es vivir vidas estereotipadas. Aun así, y dado que la exclusividad concedida al tiempo hace que no haya otra cosa, esas vidas se vuelven tema, y un tema no es lo mejor que le puede pasar a una novela, porque pone todo el interés fuera del cuerpo de la novela, y vuelve a éste un relleno que se hace en forma automática, completando uno tras otro los ítems indicados por el tema.
La predicación autobiográfica vuelve urgente al tema, además de absorbente, y excluye ese triunfo del lenguaje que eran los purple patches. Hoy los novelistas no saben siquiera lo que son los purple patches, o en todo caso no saben que con ese nombre, que proviene de la Epístola a los Pisones de Horacio, donde es purpureus pannus, se llama a los pasajes descriptivos que interrumpen la acción por un momento, corto o largo, a veces por un par de líneas apenas. Antes nunca faltaban en una novela, y le daban su poesía, su ritmo, su atmósfera. Casi podría decirse que eran lo esencial de la novela, su lujo, lo que la hacía valer la pena, aun cuando el lector impaciente se los salteara. Porque lo que importa del purple patch no es tanto el purple patch en sí mismo, como lo que lleva a él y lo hace necesario en cierto punto. Es decir, el viejo novelista consciente de su oficio y decidido, porque sabía lo que le convenía, al incluir un párrafo descriptivo, poético, paisajístico, un claro de espacio en el flujo temporal del relato, debía conducir en determinada dirección a los personajes, a la acción, al argumento, de modo que pudiera llegarse naturalmente al «paño púrpura». Y era ese trayecto, esa dirección, lo que le daba a la novela su movimiento y su fantasía.
Quizás el canto de cisne de los purple patches fueron las Iluminaciones de Rimbaud. A veces he fantaseado con la novela que resultaría de usar como purple patches intercalados las cuarenta y dos Iluminaciones de Rimbaud, llevando el argumento, sin hacer trampa y manteniendo el verosímil tradicional, de una a otra. Esto se parece a un procedimiento de generación automática de novela (no tan automático, por supuesto) como los que yo he venido predicando irresponsablemente estos últimos treinta años. Irresponsablemente, pero no tan estúpidamente como los que se lo tomaron de modo literal. Aunque no exista más que como teoría, ni se lo practique, el procedimiento tiene un mérito y una utilidad de primer agua: vuelve objetiva la fuente de las historias; sin él, o sin lo que él representa, la única fuente a la que recurrir es lo que alguna vez llamé «el estúpido reflejo de la manzana en la ventana», es decir la propia estúpida y miserable psicología momificada del sujeto filisteo y antiliterario que se suponía que la literatura tenía por objeto destituir.
Qué hacer respecto de este sujeto sino huir de él. La evasión reinventada puede ser un vehículo más rápido que el procedimiento, más cómodo y podría llevar más lejos; la literatura de evasión, en su necesidad de construir complejos mecanismos de ensoñación, debía ser hecha por un artesano de muchas habilidades, que no tenía tiempo de ponerse a hablar de sus miserias personales y hasta las perdía de vista en la multiplicación de funciones en que tenía que prodigarse, y llegaba de un salto, casi sin proponérselo, a una sana objetividad.
Dije que hasta la historia de la literatura había colaborado con la Historia para producir estas malformaciones del narcisismo. En efecto, la evolución de la novela en los últimos cien años la llevó a independizarse de la lógica tradicional del interés del lector. A la deriva, librado a sí mismo, el interés se volvió en dirección al autor. El resultado es una novela que, ante el riesgo de terminar de vaciarse, debe quedar pegada a su creador, y justifica esa pregunta que ha empezado a oírse con frecuencia creciente: ¿y esto a mí qué me importa? ¿Por qué estoy leyendo el registro de las actividades y opiniones de un desconocido al que nunca le pasó nada? ¿Por cortesía? ¿No estaré perdiendo el tiempo? Esta última pregunta es la más pertinente de todas. Las novelas que han adherido al círculo autobiográfico están hechas de puro tiempo, porque el yo, cuando realiza su esencia de haberse quedado solo en el mundo y sólo puede hablarse a sí mismo, es puro tiempo. El espacio ha quedado relegado, desde que se perdió el volumen de la representación: sólo queda el hilo del discurso, que no puede medirse sino con tiempo.
A diferencia de lo que hice con Stevenson, aquí no puedo dar un ejemplo porque quedaría mal con alguien. Supongamos que lo di de todos modos, y que estamos reflexionando sobre él. Lo primero que sentimos es la falta de densidad, de volumen. Cada frase nos informa de algo, pero la información nos deja donde estábamos, sólo que un poco más viejos y más cansados. Tomemos la primera página. El autor, o la autora, habla, en primera persona y en tiempo presente, de los estragos de la edad en el hombre o la mujer que ama, y la caída o el olvido de los ideales de la juventud. Lo ha pensado mirándose en el espejo del baño al levantarse a la mañana. Lo termina de pensar en la cocina mientras hace el café y contempla por la ventana la pared sucia de hollín del edificio lindero. Suspira. Estornuda. Mira el reloj. Se suena los mocos. Recuerda que debe ir al pedicuro. Canturrea unos versos de una canción de Tom Waits, y se dice que Tom Waits es definitivamente más profundo que Leonard Cohen, aunque no tiene el lirismo de Lou Reed. El café ya está hecho, se sirve una taza, va a beberla al living. En ese momento suena el teléfono. Etcétera. De lo único que se trata es de la ocupación del tiempo. Y sigue durante doscientas o trescientas páginas, en el mejor de los casos. Porque también pueden seguir sólo durante ochenta o cien páginas y hacernos creer, por el aspecto, que valdría la pena leerlo.
Es curioso notar que el giro temporal que ha tomado la novela más reciente, desde el abandono de la construcción espacial de la representación, lleva al uso del tiempo presente en la narración, el llamado «presente histórico». No es tan contradictorio como podría parecer, porque es el modo como se cuentan las películas, que ahora han pasado a estar antes, y funcionan como recuerdo subliminal general del novelista: «A Bill Farrel lo persigue un dinosaurio y se mete en una cueva y encuentra un mono…» Es el presente sucesivo-acumulativo del cine, en el que los roles de la producción ya han sido afectados por la división del trabajo, dejando al sujeto en un ocio que duplica, complementa y representa el ocio del escritor al que la Historia ya no le pide nada, con lo que el círculo se cierra.
Valdría la pena, entre paréntesis, contrastar esta modalidad temporal del relato de películas con la que se usa para los sueños, que privilegia el pretérito imperfecto. «Yo estaba en una casa en ruinas, se me aparecía mi abuelo, me daba un libro de Paulo Coelho…» Ahí hay un escalonamiento, también acumulativo, pero de permanencias: si yo «estaba» en una casa en ruinas, seguía estando cuando se me «aparecía» mi abuelo, aparición que persistía cuando me «daba» un libro… El presente del cine es un encadenamiento de remplazos. La diferencia está marcada por el sujeto: Bill Farrell, el dinosaurio, el mono, se suceden sin dejar más huella que la acción que los mueve, mientras que el «yo» del sueño persiste, como persiste la hora cuando uno viaja de oeste a este.
Las técnicas intuitivas de relato de sueño y cine son ersatz, o simplificaciones, de un relato que ya ha asimilado su propia invención, la invención que la novela, por el contrario, ponía en escena. Se diría que si hay algo más melancólico que una primera persona que resiste a las mutaciones de la aventura y persiste en su naturaleza de sujeto, es una imagen que sólo sirve para ser remplazada, en un invariable parpadeo de presente.
La literatura de evasión ha muerto. No se huye de nada, porque no hay nada de qué huir. Al contrario: hoy la novela es novela de acercamiento. Ha triunfado la proxidina, la droga que acerca todas las cosas a sí mismas. Una autoestima exacerbada desalienta el trabajo, y el trabajo era lo que justificaba la novela que no era sólo la narración de una historia sino la construcción de la escena de una historia. Esa novela, de la que The Black Arrow fue el ejemplo que elegí, era una especie de maqueta con resortes, poleas, luces, telones que se deslizan, miniaturas dotadas de chips parlantes… La narración-construcción implicaba un trabajo, una artesanía que costaba trabajo: no era simplemente ponerse a contar algo.
Es notable que cuando se habla del trabajo del novelista, o mejor dicho cuando se habla del trabajo del novelista con conocimiento de causa, es decir cuando lo hace un buen novelista, se habla siempre en términos espaciales. Por ejemplo Truman Capote, en una entrevista de The Paris Review: «El único recurso que conozco es el trabajo. La creación literaria tiene leyes de perspectiva, de luz y de sombra… Si uno nace conociéndolas, perfecto. Si no, hay que aprenderlas, y luego reordenarlas a conveniencia de uno.»
Al existir el trabajo, la historia debía ser especialmente buena; lo exigía una razón básica de ahorro de energía, una razón casi biológica: al novelista se le iba la vida en el aprendizaje de un oficio tan difícil, y en la construcción de maquinarias tan complejas. Y que la historia fuera buena no quería decir sólo que fuera ingeniosa o novedosa o atrapante, ni mucho menos que tocara temas eternos como el poder o el amor o el nazismo, sino que tuviera el espacio y el volumen como para entrar sensorialmente en ella. En esta exigencia se agotaba, felizmente, la relación de la persona del autor con su obra. Hoy esa relación lo ha invadido todo, al punto del exhibicionismo, y el trabajo se ha desvanecido; si su reclamo se mantuviera, la carga libidinal de la autoestima se dispersaría. Hoy la novela fluye directamente del autor, sin pasar por la intermediación de la literatura; el trabajo que la respalda ya no es el de la escritura, sino el de la publicación.
Conclusión: hubo una vez una novela de hacer soñar y creer, volumétrica, autosuficiente, iluminada por dentro, una novela que promovía algo que podía llamarse «evasión». En la espacialidad intensa que creaba su textura, todas las cosas se alejaban. Como en el universo en expansión: un cuerpo elástico que se ampliaba indefinidamente, y cuyos puntos se separaban unos de otros. Un efecto conexo era que el lector se desprendía del tiempo, de lo que nació la calumnia de que la novela servía para matar el tiempo, o distraerse, o pasar el rato.
Esta novela era el fruto perfectamente inútil, lujoso, de una sinuosa evolución literaria, y posiblemente no estaba destinado a durar, porque dependía de algo tan precario como un delicado equilibrio histórico en el que los lectores todavía tenían la suficiente confianza en su lugar en la sociedad que podían permitirse el goce estético de distanciarse de sí mismos, porque sí, para verse desde lejos por un momento, para que la subjetividad no fuera la masa gelatinosa de contigüidades pegoteadas que llegó a ser. Además, no cualquiera podía escribirla: crear y sostener el andamiaje de la distancia exigía un largo aprendizaje y una técnica refinada, una orfebrería de precisión —pobremente recompensada—. El mercado del folletín, una producción a destajo de entretenimiento barato, en una determinada configuración social, habían sido el suelo del que crecieron los novelistas del XIX, y, en grado de superación dialéctica, Stevenson. Con él, la literatura se hacía cargo de la evasión en un nivel superior. Pero treinta años después de su muerte ya se pronosticaba su olvido. Chesterton respondía a la crítica de «externalidad» que se le hacía diciendo que esta objeción no era sino una derivación de lo que llamaba «la falacia de la internalidad»: es decir «la idea de que un novelista serio debe confinarse al interior del cráneo humano.» Sí, Stevenson era un hombre de la superficie, pero «lo psicológico no es menos psicológico porque salga a la superficie en forma de acción. Equivaldría,» dice Chesterton, «a decir que el delicado mecanismo de un reloj sólo existe cuando el reloj se para. Y creo que estos críticos considerarían la acción del reloj, haciendo girar sus manecillas, como una ofensiva muestra de gesticulación extranjera.»
Leyendo estas líneas de Chesterton se me ocurre que la buena crítica literaria es subsidiaria a una cierta exterioridad de la literatura. Sin un juego abierto de separaciones y recortes netos, todas las proximidades tienden a parecerse y confundirse.
La mala prensa de la evasión, que no sólo fue la única prensa que tuvo sino que fue la única existencia que tuvo, nació cuando alguien supuso que la novela podía servir para crear en el lector un compromiso con los conflictos sociales o históricos del momento. Un compromiso emocional, que aclarara, o profundizara, la posición política o ética tomada racional o intelectualmente por la lectura de los diarios o los filósofos, o más en general por la experiencia.
La apelación a la experiencia se hacía, y se hace, en términos de redundancia. El realismo, o la alegoría, que es el realismo de los pobres, inició su prolongado reino, en tanto se hacía necesario para el reconocimiento, y a partir de éste sacar las conclusiones pertinentes. Con lo cual la literatura seria delataba su contemporaneidad con la emergencia de la cultura de masas, cuyo auge se dio paralelo a ella. El triunfo de la cultura popular en su forma actual, mediática, fue el triunfo de la redundancia, en la forma de la repetición y la obviedad. La novela del compromiso político-social pretendía redundar en la experiencia del lector, impedir su evasión y encerrarlo en el círculo del reconocimiento de sí mismo, en la toma de conciencia. En lo que Sartre llamó la «situación». Si en la esfera hermética de la «situación» se abría un agujero, se lo obstruía de inmediato, clásicamente con el dedo: el dedo de un obrero, seccionado por una máquina defectuosa en la fábrica donde era explotado.
La historia a veces funciona en el registro del cuento de hadas, como cuando el obrero de la realidad pierde un dedo en la fábrica, y llega a Presidente. Pero puede darse la inversa, como en la maravillosa Bizarra de Rafael Spregelburd, el gran cuento de hadas de la literatura argentina, donde todos los estereotipos del audiovisual de masas están vueltos en contra del reconocimiento. El episodio del dedo cortado no podía faltar, y efectivamente lo pierde en los engranajes y cuchillos de una máquina la protagonista, Velita, explotadísima obrera de frigorífico. Una de las protagonistas, porque la obra, las doce obras que componen ese año de milagros, es la saga de dos gemelas separadas al nacer, Candela y Velita. Su madre las entregó al darlas a luz: a Candela a una familia rica, a Velita a una pobre, tras lo cual se marchó a Suecia, donde triunfó como una de las cantantes de Abba. Candela, ya adulta, se escapa de su casa, y unos criminales muy ineficientes intentan hacerles creer a sus ricos padres adoptivos que la tienen secuestrada, y piden rescate. Los padres piden a su vez una prueba de vida, y los falsos secuestradores, que por cierto no la tienen en su poder, les mandan el dedo que ha perdido en los engranajes de una máquina defectuosa la joven obrera del frigorífico, que es Velita. Sometido a un análisis de ADN, el dedo revela ser de Candela, aunque no lo es: las gemelas, que no saben que lo son ni se conocen ni sospechan siquiera de la existencia de la otra, comparten el mismo paquete genético, en los dos extremos de la escala social.
La construcción de Bizarra, colectiva en la creación por su origen teatral, recuperó en el libro la unidad de «trabajo múltiple» que observé en la novela de evasión. La espacialidad, la escena, estaba dada de antemano por el teatro, y dentro de la espacialidad el recorte de las figuras, acentuado por la duplicidad actor-personaje. Cuando los críticos se preguntaron de dónde le venía a Stevenson el gusto por lo neto y definido de sus superficies, lo encontraron en el teatrito de siluetas de cartón pintado, común en la Escocia de su infancia. Refutando el descaminado acercamiento hecho por un crítico entre Stevenson y Poe, Chesterton compara el cuervo de este último con el loro en el hombro de Long John Silver en La isla del tesoro. El cuervo es un trozo de noche en la noche, una mancha de oscuridad que se difumina en el presentimiento y el terror. Mientras que el loro, con sus colores vivos y su palabrerío chistoso, permanece insoluble e inocultable sobre el fondo marino de luz ácida, de cristal. Refinada hasta adaptarse a las ramificaciones más complejas de la imaginación, la construcción del teatro sigue siendo el modelo del recorte de figuras y su ubicación en una escena a su vez recortada también en la luz, el sonido y las perspectivas cambiantes.
La superficie, después de todo, es el camino más disponible para un buen escape, y es con superficies como se construyen volúmenes habitables. Pero se diría que en algún momento hubo una divisoria de aguas, y la evasión que era el emblema de la novela quedó a cargo de la mala literatura. La buena se hizo cargo del discurso, no sólo el que le hace de cuerpo a la novela, ahora un cuerpo lineal sin volumen, sino el que la justifica, sobre todo ante lo injustificable y gratuito de la novela de evasión.

Hoy nadie habla de literatura «comprometida». No habría con qué comprometerse. Pero quedó el mecanismo, y la novela buena, o seria, siguió pegada a sí misma, negándose a la evasión. La privatización del conflicto social, su internalización en forma de psicología, autobiografía, autocomplacencia, dejó al tiempo como única herramienta operable. Y como del tiempo nadie se escapa, y al tiempo lo representa el discurso, la construcción llegó a su fin y nos quedamos sin buenas novelas.


viernes, 11 de enero de 2019

Álvaro Uribe El taller del tiempo.



Álvaro Uribe (ciudad de México, 1953). Licenciado en filosofía por la UNAM, fue agregado cultural en Nicaragua y consejero cultural en Francia. En su primera estancia en París editó la revista bilingüe Altaforte. Posteriormente fue coordinador de varias colecciones en el Conaculta. Su prosa siempre ha merecido grandes elogios de lectores y críticos. No en vano varias de sus obras han sido traducidas al francés, al inglés y al alemán. Es autor de Topos (1980), El cuento de nunca acabar (1981), La audiencia de los pájaros (1986), La linterna de los muertos(1988, reeditado en 2006), Recordatorio de Federico Gamboa (1999), La otra mitad (1999) y La parte ideal (2006). En Tusquets Editores ha publicado El taller del tiempo (2003), ganadora del I Premio de Narrativa Antonin Artaud, y en Tusquets Editores México Por su nombre (2001) y La lotería de san Jorge (2004), publicada originalmente en 1995 y que recibió numerosos elogios por parte de la crítica.

Álvaro Uribe

El taller del tiempo

Durante una concurrida cena navideña, un joven vive en carne propia las peculiaridades y conflictos que su familia arrastra desde hace años. El clan, aparentemente tan normal como cualquier otro pero capaz de desplegar una violencia sorda e implacable, se asienta en torno a la estirpe de los Migueles (Miguel Primero, Miguel Segundo y Miguel Tercero), tres generaciones llamadas a no entenderse entre sí y sumidas en una lucha soterrada que podría culminar en tragedia. A medida que los miembros de la familia y los más allegados toman la palabra para narrar «su verdad», va construyéndose un mosaico de desencuentros y odios, amores, resignaciones y rebeldías, que tal vez explique por qué planea la tragedia sobre la familia. Una tragedia que quizá, si ese misterioso taller que es el tiempo lo permite, sólo los implicados puedan evitar.

Fuente:
Título original: Título
Editorial: TUSQUETS.
Álvaro Uribe, 2003
ePub base r1.2
(Fragmento).




Álvaro Uribe
El taller del tiempo

Título original: Título
Álvaro Uribe, 2003
Editor digital: turolero
Aporte original: Spleen
ePub base r1.2




Para A.U.A y M.M.C.
In memoriam.
La primera vez

¿Le sirvo un poco de vino, joven?
Era la primera vez que un mesero me hablaba de usted, la primera vez que alguien me llamaba joven, la primera vez que me ofrecían vino. Nerviosamente volteé a ver a mi madre, que estaba sentada a la izquierda. Ella echó un vistazo furtivo a la cabecera, donde mi padre platicaba con el anfitrión. Luego de comprobar que ambos estaban distraídos, mi madre asintió con un discreto movimiento de la cabeza. Bajo su mirada divertida me apresuré a probar el líquido color de sangre, cuya amargura me disgustó.
La mesa tenía la forma de una descomunal cerradura antigua. En la cabecera los adultos estaban dispuestos en semicírculo, según sus jerarquías o las alianzas del momento, alrededor de Miguel Primero, que era mi tío abuelo y también el patriarca de la familia. Hacia el extremo opuesto corría un rectángulo interminable, a cuyos lados más largos se alineaban los adolescentes y los niños de acuerdo con el orden menguante de sus estaturas. Tres generaciones convivían en esa época: la de los viejos que pasaban de los sesenta, como Miguel Primero, su mujer y unos cuantos tíos más; la intermedia, que iba desde los veinte de mis tías aún solteras hasta los cincuenta y pocos de mi padre; y la mía, que no cesaba de proliferar. Salvo por mi primo Miguel Tercero, aproximadamente de mi edad, yo era el mayor de la última camada. Pero ni él ni su madre, mi tía Silvia, ni tampoco su padre, mi tío Miguel Segundo, participaban desde hacía mucho tiempo, por razones conocidas sólo en la zona adulta de la mesa, de nuestras tumultuosas cenas anuales. Yo me había acostumbrado, no sin orgullo, a ser por default el más grande de los chicos. No se me ocurría que pudiera ser asimismo el más chico de los grandes. Cuando resultó que una de mis tías casaderas había preferido cenar con su novio a reunirse con la tribu, tardé unos instantes en comprender que mi madre me invitaba a sentarme a su lado. Era la Nochebuena de 1966, yo tenía trece años y de pronto me encontré en uno de los lugares reservados a los mayores.
Mi doble iniciación al consumo de alcohol y al grupo de los adultos basta quizá para justificar que mucho tiempo después yo esté recordando esa noche, pero no necesariamente para suponer que a alguien más le interesen mis recuerdos. Que ahora consigne por escrito esos hechos íntimos y baladíes se debe a su asociación con otras dos experiencias menos ordinarias, en las que comienza una historia que no me concierne sólo a mí. Una de ellas se entenderá más adelante. De la otra quiero advertir que es la única en verdad extraordinaria, que por eso habrá quien la considere como una fantasía y que para mí, sin embargo, fue y sigue siendo real.
Como tantas aventuras de la imaginación, ésta se originó en el aburrimiento. A los pocos minutos de estar sentado junto a mi madre yo había descubierto que la plática de los grandes no era forzosamente más entretenida que la algarabía de los chicos. Sin prestarme la menor atención los adultos hablaban de la Nochebuena pasada, de lo que cada quien había hecho desde entonces, de los parientes que no habían podido o querido venir. Antes de que me anonadara el tedio noté que nadie mencionaba al conspicuo Miguel Segundo entre los ausentes.
Mi silla estaba arrinconada en una de las curvas donde el semicírculo de la cabecera se unía al rectángulo que prolongaba la mesa. De modo no enteramente involuntario yo les daba la espalda a mis primos. Habría sido humillante, después de abandonarlos, volverme ahora para trabar con ellos aunque fuera un simulacro de conversación. Por ocuparme en algo vacié con rápidos sorbos mi copa de vino. Mientras me reponía del sabor amargo que no acababa de gustarme, el mesero la llenó de vuelta sin preguntar. Comprendí que esa segunda copa no me estaba permitida. No obstante, no encontré mejor procedimiento para ocultar el cuerpo del delito que despacharlo de un solo trago. La amargura se hizo más tolerable. Sentí una súbita euforia, ocasionada en partes iguales por el efecto del vino y por la conciencia de cometer un acto prohibido. No supe cómo el mesero había llenado mi copa otra vez. Quise apartarla, pero en ese instante mi madre decidió hacerme caso. Con su copa en alto brindó conmigo, creyendo que yo, como ella, apenas empezaba a beber. Cuando mi padre desde su lugar en la cabecera nos reprimió con una mirada inequívoca, ya era demasiado tarde. Los meseros aún no servían la cena y yo, por primera vez en mi vida, estaba borracho.
Sin levantarse de las sillas, los demás comensales giraban a mi alrededor. Sus voces, distorsionadas por la velocidad del movimiento giratorio, se entreveraban en un clamor indescifrable. Todo se fundía en una misma masa centrífuga. Todo así fundido se alejaba cada vez más rápido de mí. Repentinamente me hallé solo, ingrávido, casi incorpóreo, en el centro de una espiral vertiginosa.
Alguien más mundano habría atribuido esas sensaciones al exceso de vino. Yo debía mis escasos conocimientos del mundo a la lectura de unos cuantos libros y a ellos me atuve para explicar la irrealidad en que estaba extraviado. Rememoré en desorden algunos pasajes de La máquina del tiempo, que había leído en esas vacaciones. Evoqué después otros relatos con temas semejantes, escritos por autores menos memorables que H. G. Wells. De la maraña de fábulas de ciencia-ficción que entonces agotaban mis fuentes literarias derivé, intuitivamente, una conclusión singular. El tiempo, para mí, se había suspendido. Ya no estaba en 1966, con mis padres y mis tíos y mis primos en casa de Miguel Primero. No estaba de hecho en ninguna época, por lo que con sólo desearlo podía viajar a cualquiera.
Embebido en mis lucubraciones me dispuse a emprender el viaje. Era demasiado joven para interesarme en el pasado y lo descarté sin remordimientos. Una cifra se me impuso de modo automático cuando elegí el futuro, por la sencilla razón de que redondeaba mi edad. Como si fuera un personaje de la dudosa literatura que contaminaba mi fantasía, me adelanté treinta y siete años en el tiempo. Sólo una certeza tenía acerca de ese porvenir indefinido: que yo, por obra de una voluntad sobrehumana, estaba ahí. Era de modo simultáneo el adolescente de trece años que viajaba hacia allá y el hombre de cincuenta en que me convertiría al llegar.
Por encima de casi cuatro décadas le mandé un mensaje a ese extraño que sería también yo. Me dije, con frases que aún no me pertenecían, qué estaba haciendo en la Nochebuena del ‘66. Me dije que, por más importante que pudiera parecerme, tarde o temprano terminaría por olvidarlo como había olvidado buena parte de mi niñez. Me dije que para garantizar el experimento ayudaría al olvido. Me dije que no volvería a pensar ni una vez en que habíamos estado juntos, en que habíamos sido juntos, hasta que en algún día incierto de 2003 recordara o más bien restableciera fatalmente nuestra comunicación. Me dije que entonces los dos tendríamos la prueba de que en verdad habíamos comulgado, porque en el instante del recuerdo, que es éste en el que estoy escribiendo, volveríamos a ser uno solo y el mismo. Mientras las pronunciaba en mi conciencia me pareció que yo en el extremo opuesto del tiempo estaba escuchando mis propias palabras. Ahora que he revivido el acontecimiento por primera vez desde aquella noche me doy cuenta de que las veía. Ante mis ojos azorados se iban ordenando, como si otro yo me las dictara, en una superficie virtual que es la de este párrafo donde al cabo de treinta y siete años he reanudado el diálogo a través de las edades con el adolescente que fui.
La voz de un mesero que se había colocado a mi izquierda quién sabe cuándo, y que preguntaba repetidamente qué pieza de pavo prefería el joven, me hizo retroceder casi cuatro décadas. El vértigo del espíritu que me había transportado al futuro se convirtió en un malestar del cuerpo que, ahora sí, achaqué al vino. Mientras me concentraba en dominar la náusea, un brusco silencio se difundió en la mesa. Temí ser el objeto de la tensión que sentía crecer a mi alrededor. Resignado a que me regañaran en público por beber lo que no debía, alcé la vista del plato en el que la había fijado para detener el mareo. Me alivió notar que nadie, ni siquiera mi madre, se preocupaba por mí. Imitando a los demás comensales miré a la cabecera. La puerta que comunicaba el comedor con el vestíbulo se había abierto para franquearles el paso a mi tío Miguel Segundo, a mi tía Silvia y a mi primo Miguel Tercero. Estaban parados detrás de Miguel Primero, que volteó y de inmediato les dio la espalda como si no los hubiera visto. Durante varios segundos, que se dilataron angustiosamente en la expectativa general, no hubo un solo movimiento ni el menor murmullo. Entonces mi tía Amalia, esposa de Miguel Primero, le dijo algo al oído y él se levantó con tanto ímpetu que estuvo a punto de arrastrar el mantel consigo. Sólo cuando el patriarca envolvió en violentas palmadas al hijo pródigo que por fin regresaba a la casa, los otros adultos al unísono volvieron a hablar.
Todos competían por atraer la atención de Miguel Segundo y de Silvia. Los más jóvenes, a quienes yo esa noche veía como los menos viejos, se atropellaban para abrazarlos. Hubo unos minutos de caos en los que nadie de la generación intermedia de la familia se quedó sin ofrecer su asiento a los recién llegados. Al fin Silvia ocupó el de otra tía que fue a encargarse de sus hijos, demasiado pequeños para comer solos, y Miguel Segundo aceptó después de muchos ruegos la silla de mi padre, que estaba a la diestra de Miguel Tercero. Fui el único que no celebró esa cortesía, por la válida razón de que se ejecutó a mis expensas. Para dar cabida a mi padre en el semicírculo de los grandes, mi madre me había ordenado sin miramientos que fuera a sentarme con los chicos. Apenas me consoló que me acomodaran junto a Miguel Tercero. Era el menos infantil de mis primos y no me disgustaba estar con él, pero me dolía indeciblemente la traición materna que me había expulsado del sector adulto de la mesa.
Mientras yo me atragantaba de pavo y de bacalao para contrarrestar el vino en mi estómago, Miguel Tercero decidió contarme por qué durante tantos años sus padres y él no habían pasado la Nochebuena con el resto de la familia. Una jaqueca que pulsaba en el lado derecho de mi cráneo me permitió sólo una concentración intermitente en su relato. Los episodios que acerté a escuchar no me bastaron para comprender la historia, aunque sí para sospechar que mi primo no sabía mucho más que yo.
Miguel Tercero me contó de un pleito que se había originado en el trabajo de Miguel Primero y de Miguel Segundo. Dijo que su padre y su abuelo no habían vuelto a verse fuera de la oficina desde el día en que se pelearon. Aseguró que, en todo el tiempo que duró el distanciamiento, Miguel Segundo no había hablado mal de Miguel Primero ni una sola vez. En los últimos meses la pelea parecía haberse trasladado a su casa. Lo cierto era que su padre y su madre discutían con ruidoso encono en las noches, cuando creían que Miguel Tercero ya se había dormido, y en las mañanas estaban callados y de pésimo humor. Unas semanas atrás las discusiones nocturnas y los rencorosos silencios matutinos habían cesado de repente. Y esa misma tarde los dos, insólitamente agarrados de la mano, le habían anunciado a mi primo que vendrían a cenar con su abuelo.
A los trece años yo no podía concebir una amistad desigual. Tener un amigo significaba precisamente que no hubiera diferencias o que, si las había, el más afortunado compartiera su suerte con el otro. Ya escribí que Miguel Tercero no me resultaba antipático. Sus confidencias, que yo no había solicitado, probaban que además de ser mi primo era o quería ser mi amigo. Me sentí obligado a pagarle con la misma moneda, pero en mi vida no había zonas tan oscuras como la que él acababa de mostrarme. Mis abuelos estaban muertos y yo apenas los había conocido, mis padres no se peleaban o sabían solapar sus peleas. Mi único secreto no atañía a nadie sino a mí. Pensé que me había prometido esperar treinta y siete años para recordar mi experiencia o mi experimento en el taller del tiempo. Pensé después que quizá con Miguel Tercero podía hacer una excepción. Pensé al final que poco o nada perdería si se lo confiaba, porque era difícil que me entendiera e improbable que me creyera. Ya estaba resuelto a hablar cuando una estampida incontenible nos arrastró de la mesa hasta la sala en donde se erguía un imponente pino de Navidad. Había llegado la hora de los regalos.
Con envidia que creía disimular vi a mis primos varones descubrir bicicletas y trenes eléctricos bajo los celofanes y los moños. No me revolqué como ellos entre las cajas apiladas al pie del pino porque sabía que no iba a encontrar algo así. Mi madre era apenas sobrina de Miguel Primero y el hecho de no ser nieto del patriarca me confinaba en un lugar secundario en la familia. Cuando avisté en el túmulo de los envoltorios un bulto mediano con mi nombre inscrito en una tarjeta me reduje a prever sin ocultar mi júbilo una manopla de beisbol. La liviandad del paquete despertó mi suspicacia. Temí lo peor en esos casos, que era por supuesto una prenda de vestir. No imaginaba, sin embargo, que mi regalo pudiera limitarse a un chaleco.
Lo examiné con perpleja desilusión, como si la falta de mangas acentuara el fraude. Quise entregarle a mi madre ese objeto utilitario y trunco que me infamaba doblemente, pero ella me instó a mostrarme agradecido. Con mi último vestigio de amor propio me abstuve de protestar. A regañadientes me aproximé a Miguel Primero y le di las gracias. Él, con una sonrisa que me pareció ofensiva, afirmó que un hombre hecho y derecho necesitaba ropa y no juguetes. Es probable que lo haya dicho sólo con una mal administrada ironía que debió reservarle a una víctima más madura. Yo lo escuché como un sarcasmo de innecesaria crueldad.


Me alejé de mi tío abuelo con los ojos borrosos de lágrimas. Sin justificación alguna me mantuve apartado también de Miguel Tercero. Incapaz de cobrarle el agravio al patriarca volqué mi indignación en toda esa familia que, según pensé ya en pleno melodrama, me trataba como a un advenedizo y además se burlaba de mí. No me importó parecer caprichoso. Aunque me humillaba que Miguel Primero se hubiera reído de mi pretensión de ser adulto, busqué refugio con mi padre y con mi madre. Me fingí exhausto, enfermo. Exageré el dolor de cabeza que ya era la única secuela del vino en mi organismo. Me enterqué puerilmente hasta obligarlos a despedirse. Cuando salí entre los dos, cargando mi triste regalo, no sólo me prometí que olvidaría el diálogo extraordinario que había entablado conmigo mismo por encima de treinta y siete años de tiempo aún no transcurrido. También juré olvidar todo lo demás que me había pasado en esa infortunada noche en la que no valía la pena volver a pensar.

martes, 8 de enero de 2019

AMOS OZ. EL MISMO MAR.


Amos Oz nos sorprende con una historia contada por diferentes personajes en lugares distintos, pero constantemente interrelacionados, bien por la realidad, bien por sus sueños y obsesiones. Todos los personajes se hallan separados de su objeto de amor, a veces por una barrera, una pared, un país, una habitación o la muerte.
Publicada en más de veinte países de todo el mundo, «El mismo mar» representa un singular evento en la literatura actual: aquí, prosa y poesía se entrelazan en la narración con un estilo que consagra a Amos Oz como uno de los grandes escritores de la literatura contemporánea.

Amos Oz
El mismo mar
Título original: ’Oto ha-yam
Amos Oz, 1999
Traducción: Raquel García Lozano
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Un gato
No muy lejos del mar, en la calle Amirim
vive solo el señor Albert Danon. Le gustan las aceitunas
y el queso curado. Es un hombre apacible, asesor fiscal,
hace poco que Nadia, su mujer,
murió una mañana de cáncer de ovarios. Dejó
algunos vestidos, un tocador, unas servilletas bordadas
con delicados hilos. Su único hijo, Enrico David,
se ha ido a escalar las montañas del Tíbet.
En Bat Yam hace una mañana de verano húmeda y cálida
pero en aquellas montañas cae la noche. La niebla
se arrastra por los barrancos. Un viento punzante
aúlla como un ser vivo y la luz turbia
se parece cada vez más a un mal sueño.
Aquí se bifurca el camino,
uno es escarpado y otro llano.
En el mapa no aparece la bifurcación del sendero
y, puesto que ya casi es noche cerrada y el viento azota
con granizo punzante, Rico debe escoger instintivamente
si bajar por el camino más corto o por el más fácil.
Sea como fuere, ahora el señor Danon se levantará
y apagará el ordenador. Se dirigirá
hacia la ventana. Fuera, en el patio,

hay un gato sobre la tapia. Ha visto una lagartija. No perdona.

jueves, 3 de enero de 2019

AMOS OZ. NOVELA. FRAGMENTO. LA CAJA NEGRA.


Amos Klausner, más conocido como Amos Oz (Jerusalén, 1939 - 28 de diciembre de 2018) fue un escritor israelí en lenguas hebrea e inglesa, que en la actualidad era considerado el mejor prosista en lengua hebrea moderna. 

Cursó estudios en la Universidad de Jerusalén y en Oxford, Inglaterra. Tenía el grado de oficial del ejército israelí y fue destacado miembro del movimiento Paz Ahora, que aboga por el entendimiento pacífico entre israelíes y palestinos. Vivió en un kibbutz, en el que desempeñó las más diversas tareas, entre ellas la de dar clases desde 1957 hasta 1973. También impartió diversos cursos como profesor invitado en universidades de Estados Unidos. 

Su narrativa trata las inquietudes y la diversidad ideológica de los israelíes, las diferentes tendencias políticas y espirituales que coexisten en su país, así como la tensión y el delicado equilibrio de la sociedad en la que viven, apresada entre el horror del inmediato pasado anterior a la creación del Estado y el presente e interminable conflicto bélico con sus vecinos. 

Su estilo es intensamente apasionado, de atmósfera casi febril en ocasiones, y por momentos, profundamente poético. Siempre comprometido con la realidad y sus personajes, subyace en su voz un desencanto que se advierte también en sus artículos periodísticos, en los que se aprecian, a partes iguales, retratos objetivos de la realidad del Medio Oriente y un permanente pesimismo sobre el futuro de la región. 

Entre sus novelas más conocidas figuran `En otro lugar` (1966), sobre la vida del kibbutz, `Mi querido Mijael` (1968), una de las más famosas, análisis del amor como dominación, contraponiendo la tolerancia, el optimismo y la visión positiva de la vida del protagonista con la negativa y pesimista de su esposa, que se siente siempre amenazada, `Tocar el agua. Tocar el viento` (1973), sobre el destino del pueblo judío y la diáspora en Israel, `La caja negra` (1987), en forma de cartas, telegramas y notas mediante las que se pasa revista a la vida de los protagonistas y sus relaciones, `Las mujeres de Yoel` (1990), traducida también como `Conociendo a una mujer`, novela de suspense sobre un antiguo agente del Mossad que se plantea el sentido de la vida, y `La paz perfecta` (1982), sobre las motivaciones para vivir en un kibbutz. 

En uno de sus más recientes ensayos sobre literatura, In the beginning (1999), esboza una interesante teoría acerca del `contrato` que compromete a un autor con sus lectores, cuyas condiciones se establecen al comienzo de una obra y deberán cumplirse en su desarrollo.

Galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras

Los Premios Príncipe de Asturias están destinados a galardonar la labor científica, técnica, cultural, social y humana realizada por personas, instituciones, grupos de personas o de instituciones en el ámbito internacional, aunque con especial atención al ámbito español. 

Cada Premio consta de un diploma, una escultura de Joan Miró representativa del galardón, una insignia con el escudo de la Fundación Príncipe de Asturias y una dotación de 50.000 euros. Si el premio fuera compartido, corresponderá a cada galardonado la parte proporcional de su cuantía. 

Se componen de un total de ocho categorías, de las cuales el Premio Príncipe de Asturias de las Letras se concede desde 1981 a la persona, institución, grupo de personas o de instituciones cuya labor creadora o de investigación represente una contribución relevante a la cultura universal en los campos de la Literatura o de la Lingüística.

Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.


Querido Alec: Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita carne fresca». Es éste el deslumbrante comienzo de La caja negra, considerada por la crítica internacional como una de las mejores novelas de Amos Oz. 
Alec e Ilana no se hablan desde hace siete años. El divorcio ha sido muy duro, las emociones, crueles. Él se ha mudado a Estados Unidos y se ha hecho famoso por sus estudios sobre el fanatismo, ella se ha quedado en Israel y se ha vuelto a casar con un ortodoxo. Tienen, sin embargo, un hijo en común, Boaz, que el padre ignora como ofensa a la madre. El joven es un adolescente inquieto, que ha sido expulsado del colegio por su actitud violenta. Ilana, después de largos años de silencio, escribe a Alec para pedirle ayuda… 
Igual que la caja negra de los aviones contiene el registro de los accidentes aéreos, las cartas que se intercambian los personajes desvelan las razones de sus fracasos… La mujer infiel, el marido arrogante, el hijo rebelde: todos se hieren a sí mismos y a los demás en su lucha por la existencia en un país sin compasión.

(Fragmento. La Caja Negra). Novela.


Jerusalén, 5-2-1976




Dr. Alexander A. Gideon
Departamento de Ciencias Políticas
Midwest University
Chicago, Illinois (EE UU)
Querido Alec:
Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita carne fresca.
Ahora empalideces mientras aprietas tu mandíbula de lobo con esa forma tan tuya de hacer desaparecer los labios, y te lanzas como un rayo sobre estas líneas para descubrir qué es lo que quiero de ti, qué me atrevo a pedirte tras siete años de silencio total entre nosotros.
Lo que quiero es que sepas que Boaz está mal. Y que es urgente que le ayudes. Mi marido y yo no podemos hacer nada, porque Boaz ha roto todo contacto. Como tú.
Ahora puedes dejar de leer esta carta y arrojarla directamente al fuego. (Por alguna razón siempre te imagino en una larga habitación llena de libros, sentado en silencio a una mesa de despacho negra, frente a una ventana tras la cual se extienden llanos cubiertos de nieve. Llanos sin colina ni árboles, árida nieve cegadora. Un crepitante fuego en la chimenea, a tu izquierda, y un vaso y una botella vacíos en el escritorio que tienes delante. La escena es siempre en blanco y negro. Tú también: monacal, ascético, arrogante, en blanco y negro de pies a cabeza).
En este momento estrujas la carta, murmurando como lo haría un británico, y la lanzas con puntería al fuego: a ti qué te importa Boaz. Y, en cualquier caso, no te crees una sola palabra de lo que digo. Aquí fijas tus ojos de color gris en el ondulante fuego y te dices: Intenta jugarme una mala pasada de nuevo. Esta hembra no se da nunca por vencida ni deja las cosas en paz.
Entonces, ¿por qué te escribo?
Por desesperación, Alec. En asuntos de desesperación eres verdaderamente una autoridad mundial. (Sí, claro que he leído -como todo el mundo-tu libro La violencia desesperada: un estudio comparado del fanatismo). Pero ahora no me refiero a tu libro sino a la sustancia que modela tu alma: la helada desesperación. Desesperación glacial.
¿Aún estás leyendo? ¿Alimentando tu odio hacia nosotros? ¿Paladeando a pequeños sorbos el deleite por las desgracias ajenas como si fuera un whisky caro? Si es así, será mejor que deje de meterme contigo y me concentre en Boaz.
La verdad es que no tengo ni la menor idea de cuánto sabes. No me sorprendería lo más mínimo que estuvieras al corriente de cada detalle, porque le diste instrucciones a tu abogado, Zakheim, de que te enviara cada mes un informe sobre nuestras vidas, con lo que nos has tenido controlados durante todos estos años. Por otra parte, no me asombraría descubrir que no sabes nada en absoluto: ni que me he casado con un hombre que se llama Michael Sommo, ni que he tenido una hija, ni qué ha sido de Boaz. Sería muy propio de ti volvernos la espalda con un gesto brutal y sacarnos de una vez por todas de tu nueva vida.
Después de que nos echaras a patadas, cogí a Boaz y nos fuimos a vivir con mi hermana y su marido en su kibbutz. (No teníamos ningún otro lugar adonde ir, ni dinero tampoco). Viví allí durante seis meses y luego volví a Jerusalén. Trabajé en una librería. Mientras tanto, Boaz se quedó en el kibbutz durante cinco años, hasta que cumplió los trece.
Yo iba a verlo cada tres semanas, hasta que me casé con Michel, y desde entonces el chico me llama zorra. Como tú. No ha venido a vernos ni una sola vez a Jerusalén, y cuando le llamamos para contarle el nacimiento de nuestra hija Madeleine Yifat, nos colgó violentamente.
Hace dos años se presentó de repente una noche de invierno a la una de la madrugada para comunicarme que había terminado con el kibbutz: o yo le enviaba a una escuela de agricultura, o se marcharía y «viviría en la calle», y eso sería lo último que sabría de él.
Mi marido se despertó y le dijo que se quitara la ropa mojada, comiera algo, tomara un buen baño y se acostara, y al día siguiente por la mañana hablaríamos. Y el muchacho (incluso entonces, con trece años y medio, era bastante más alto y corpulento que Michel) replicó, como si aplastara un insecto bajo su pie: «¿Y tú quién te crees que eres? ¿Quién te está pidiendo tu opinión?». Michel, sonriendo, contestó: «Te sugiero, amiguito, que salgas afuera, te calmes, cambies el disco, vuelvas a llamar y entres de nuevo, y esta vez intenta actuar como un ser humano y no como un gorila».
Boaz se volvió hacia la puerta, pero me interpuse entre él y el umbral. Yo sabía que a mí no iba a tocarme. La niña se despertó y empezó a llorar, y Michel fue a cambiarle los pañales y a calentarle un poco de leche en la cocina. Le dije: «De acuerdo, Boaz. Puedes ir a una escuela de agricultura si es eso lo que realmente deseas». Michel, de pie en calzoncillos con la niña, callada ahora, en brazos, añadió: «A condición de que te disculpes con tu madre, se lo pidas correctamente y le des las gracias. Porque no eres un animal, ¿no?».
Y Boaz, con la faz contraída por ese odio desesperado y el desprecio que ha heredado de ti, me siseó: «¿Y tú permites que esa escoria te folie todas las noches?»; al instante extendió la mano, me tocó el cabello y dijo, con una voz diferente que me encoge el corazón al recordarla: «Pero tienes una niña muy bonita».
Luego (gracias a la mediación del hermano de Michel) conseguimos que Boaz entrara en la Escuela de Agricultura Telamim. Eso fue hace dos años, a principios de 1974, no mucho después de la guerra para la que tú -según tengo entendido-volviste de Estados Unidos y en la que tomaste parte como comandante de un batallón de carros de combate en el Sinaí, antes de salir corriendo otra vez. Incluso accedimos a su petición de no ir a visitarle. Pagábamos los recibos y callábamos. Es decir, los pagaba Michel. Ni siquiera Michel, para ser exactos.
Durante estos dos años no recibimos ni una simple postal de Boaz. Sólo avisos alarmantes de la jefa de estudios: el muchacho es violento; se ha visto envuelto en una pelea y le ha abierto la cabeza al vigilante nocturno; desaparece por la noche; se le ha abierto expediente policial; se le ha concedido la libertad condicional; tendrá que dejar la escuela; es un monstruo.
¿Y qué recuerdas tú, Alec? Lo último que viste fue un crío de ocho años, resuelto, delgado y larguirucho como una espiga de trigo, capaz de permanecer de pie en silencio durante horas en un taburete, apoyado en tu escritorio, concentrado, construyendo para ti aviones de madera de balsa sacados de los folletos de bricolaje que tú le llevabas: un niño cuidadoso, disciplinado, casi tímido, pese a que ya entonces, a los ocho años, era capaz de superar la humillación con una determinación silenciosa y controlada. Y, entretanto, como una bomba de relojería genética, Boaz ya ha llegado a los dieciséis años y al metro noventa, y sigue creciendo, y se ha convertido en un chico amargado, arisco, al que el odio y la soledad le han infundido una asombrosa fuerza física. Y esta mañana ha sucedido finalmente lo que temía desde hace tiempo: una llamada telefónica urgente. Han decidido expulsarle del internado por agredir a una profesora. Me ahorraron los detalles.
Bien, me puse en marcha enseguida hacia allá, pero Boaz se negó a verme. Se limitó a hacer que me dijeran que «no tenía nada que ver con esa zorra». ¿Se refería a la profesora o a mí? No lo sé. Resultó que no la había «agredido» exactamente: él había hecho un comentario morboso, ella le había cruzado la cara con una bofetada, y él le había devuelto dos al instante. Les rogué que pospusieran la expulsión hasta que encontrara una alternativa. Se apiadaron de mí y me concedieron una quincena.
Michel dice que, si yo quiero, Boaz puede quedarse en casa (pese a que la niña y nosotros vivimos en una habitación y media, de la que aún estamos pagando la hipoteca). Pero sabes tan bien como yo que Boaz no estará de acuerdo. El chico me aborrece. Y a ti. Así que, después de todo, tú y yo tenemos algo en común. Lo siento.
No existe la menor posibilidad de que lo admitan en otra escuela especializada, con su expediente policial y las referencias negativas del director del instituto. Te escribo porque no sé qué hacer. Te escribo aunque no vayas a leer esto, y, si lo haces, no contestarás. A lo sumo indicarás a tu abogado, Zakheim, que me envíe una carta formal, donde corroborará que su cliente sigue negando la paternidad, que el resultado de la prueba de sangre fue ambiguo, y que fui yo quien, en su momento, se opuso con denuedo a una prueba de tejidos. Jaque mate.
Sí, y el divorcio te eximió de toda esa responsabilidad hacia Boaz y de toda obligación hacia mí. Todo eso me lo sé de memoria, Alec. No me queda ni un resquicio de esperanza. Te escribo como si estuviera ante la ventana hablando a las montañas, o a la oscuridad que media entre las estrellas. La desesperación es tu terreno. Si lo deseas puedes utilizarme como ejemplo.
¿Todavía estás sediento de venganza? Si es así, aquí me tienes poniendo la otra mejilla. La mía y la de Boaz. Adelante, pega todo lo fuerte que puedas.
Sí, voy a enviarte esta carta, aunque en este instante estoy dejando la pluma con la intención de renunciar: después de todo, no tengo nada que perder. Se me han cerrado todos los caminos. Tienes que darte cuenta de esto: aunque el oficial que supervisa la libertad condicional o el asistente social consigan persuadir a Boaz de que acepte algún tipo de tratamiento, rehabilitación, ayuda o traslado a otra escuela (y no creo que tuvieran éxito), yo no tengo el dinero para pagarlo.
En cambio, a ti te sobra, Alec.
Y yo carezco de influencias, mientras que tú puedes arreglar cualquier cosa con un par de llamadas. Eres fuerte y listo. O al menos lo eras hace siete años. (Me han dicho que has sufrido dos operaciones. No supieron decirme de qué). Espero que ahora ya estés bien. No voy a decir nada más para que no me acuses de hipocresía, de adulación, de pelotilleo. Y no voy a negarlo, Alec: estoy dispuesta a hacerte la pelota todo lo que tú quieras… Haré lo que me pidas. Y me refiero a todo. Siempre y cuando rescates a tu hijo.
Si yo tuviera algo de cerebro tacharía «tu hijo» y escribiría «Boaz», para no enfurecerte. Pero ¿cómo puedo tachar la pura verdad? Tú eres su padre. Y por lo que respecta a mi cerebro, ¿no llegaste hace ya mucho tiempo a la conclusión de que soy una completa idiota?
Te haré una oferta. Estoy dispuesta a admitir por escrito, ante notario si lo prefieres, que Boaz es hijo de quien tú quieras que yo diga. Mi autoestima la asesinaron hace ya tiempo. Firmaré cualquier pedazo de papel que tu abogado ponga delante de mí, si como contrapartida accedes a proporcionar a Boaz los primeros auxilios. Llamémosle asistencia humanitaria. O un acto de amabilidad hacia un niño completamente extraño.
Es verdad, cuando dejo de escribir y conjuro su imagen, me atengo a esas palabras: Boaz es un niño extraño. No, un niño no: un hombre extraño. Me llama zorra y te llama perro. A Michel, «el chulo». Se hace llamar (incluso en documentos oficiales) por mi nombre de soltera (Boaz Brandstetter), y llama la Isla del Diablo a la escuela donde él nos pidió que le lleváramos y para lo cual tuvimos que mover tantos hilos.
Ahora voy a decirte algo que puedes usar contra mí. Mis suegros nos envían desde París algún dinero cada mes para que él pueda permanecer en ese internado, aunque nunca lo hayan visto, y él probablemente no sepa ni que existen. No son ricos en absoluto (son inmigrantes de Argelia) y, además de Michel, tienen otros cinco hijos y ocho nietos, entre Francia e Israel.
Escúchame, Alec. No voy a escribir una palabra sobre lo que ocurrió en el pasado. A excepción de una cosa, algo que no olvidaré nunca, aunque tú puedas preguntarte cómo demonios lo sé. Dos meses antes de nuestro divorcio, Boaz ingresó en la unidad de nefrología del Hospital Shaarei Zedek por una infección en el riñón. Y hubo complicaciones. Sin que yo lo supiera, fuiste a hablar con el profesor Blumenthal para enterarte de si, llegado el caso, un adulto podría donar un riñón a un niño de ocho años. Estabas pensando en darle uno de tus riñones, aunque con una sola condición: que ni el niño ni yo lo supiéramos nunca. Y no lo supe, hasta que trabé amistad con el doctor Adorno, el ayudante de Blumenthal, el joven doctor al que quisiste demandar por negligencia en el tratamiento de Boaz.
Si todavía estás leyendo, es probable que te hayas puesto aún más pálido, mientras aferras el encendedor con un gesto brusco de violencia reprimida para encenderte una pipa que no está ahí, y te dices una y otra vez: «Por supuesto, el doctor Adorno: quién si no». Y éste es el momento en que destruyes la carta, si es que todavía no lo has hecho. Y a mí y a Boaz con ella.
Boaz se recuperó y tú nos echaste a patadas de tu mansión, de tu nombre y de tu vida. No donaste ningún riñón, pero estoy convencida de que lo querías hacer de verdad. Porque todo lo que haces es en serio. Eso puedo garantizártelo: eres serio para todo.
¿De nuevo halagándote? Si quieres, me declaro culpable. De halagar. De hacer la pelota. De arrodillarme ante ti y golpearme la frente contra el suelo. Como en los viejos tiempos.
En el fondo, no tengo nada que perder y no me importa mendigar. Haré lo que ordenes. Pero no tardes demasiado, pues dentro de quince días lo echan a la calle. Y la calle está ahí, esperándole.
Después de todo, no hay nada que no puedas conseguir. Suelta a ese monstruoso abogado tuyo. Tal vez sólo con una recomendación lo admitan en la escuela naval. (Boaz siente una extraña atracción por el mar, la ha tenido desde niño. ¿Te acuerdas, Alec, de Ashkelon, en el verano de la guerra de los Seis Días? ¿Los remolinos? ¿Aquellos pescadores? ¿La balsa?).
Sólo una cosa más antes de sellar esta carta dentro del sobre: me acostaré contigo, si quieres. Cuando quieras y como quieras. (Mi marido sabe de esta carta e incluso está de acuerdo en que debo escribirla, excepto la última frase. Así que si quieres destruirme sólo tienes que fotocopiar la carta, subrayar la última frase con lápiz rojo y enviársela a mi esposo. Funcionará a las mil maravillas. Lo admito: mentía al decirte antes que no tenía nada que perder).
De modo que, Alec, ahora estamos completamente a tu merced. Incluso mi hijita. Y puedes hacer con nosotros lo que gustes.
Ilana (Sommo)
Fuente:

La caja negra

ePub r1.0




German25 27.11.17




Título original: Black box


Amos Oz, 1987


Traducción: Gracia Rodríguez


Editor digital: German25



ePub base r1.2

martes, 1 de enero de 2019

(Fragmento. EN MEDIO DE LA OSCURIDAD. 100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE. TOMO II).



(Fragmento. EN MEDIO DE LA OSCURIDAD. 100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE. TOMO II).
Novelistas y cuentistas costarricenses contemporáneos – como los latinoamericanos nacidos entre 1950 y 1962-, prefieren la ciudad para ambientar el escenario de los acontecimientos narrados. Dentro de San José, además, hay una predilección marcada por una zona en particular: la formada por los barrios Amón, Bolívar y Otoya, que son casi los únicos que conservan edificaciones históricas, del siglo 19 o inicios del siglo 20. Después de la luz roja, de Mario Zaldívar, gran parte de Cruz de Olvido y Tanda de cuatro con Laura, de Carlos Cortés, Mariposas negras para un asesino y El laberinto del verdugo, de Jorge Méndez Limbrick; Paisajes con tumbas pintadas en rosa y Faustófeles, de José Ricardo Cháves, y Los Peor, de Fernando Contreras, transcurren en esos barrios de la capital. Dentro de estos, a menudo aparecen lugares escondidos o secretos, que contienen diarios, libros, documentos históricos, es decir, la memoria de la ciudad o del país. Así, estos se vuelven equivalentes a la Historia. Pero, esta no es conocida por todos ni es todo lo feliz que se podría desear: a lo largo de las sendas abiertas por sus personajes por las calles de la urbe se desenmascaran verdades históricas amargas, infelicidades, , son los “monstruos”, la decadencia o las perversiones de un país, una familia o un individuo, que rara vez salen a la superficie.

Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 969-970.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

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