miércoles, 5 de septiembre de 2018

JORGE LUIS BORGES. REVISTA Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.


EL BOSQUE PETRIFICADO

Es de común observación que las alegorías son tolerables en razón directa de su inconsistencia y de su vaguedad; lo cual no significa una apología de la inconsistencia y la vaguedad, sino una prueba —un indicio, a lo menos— de que el género alegórico es un error. El género alegórico, he dicho, no el ingrediente o la sugestión alegórica. (La alegoría más famosa y mejor, Elprogreso del peregrino, de este mundo a aquel otro que vendrá, del visionario puritano Juan Bunyan, requiere ser leída como novela, no como adivinanza; pero si prescindiéramos del todo de las justificaciones simbólicas, la obra sería un absurdo). La dosis alegórica, en el film El bosque petrificado, es tal vez intachable: lo bastante ligera para no invalidar la realidad del drama, lo bastante presente para legitimar las inverosimilitudes del drama. No dejan de molestarme, en cambio, dos o tres fatuidades o pedanterías del diálogo: una turbia teoría teleológica de las neurosis, el resumen (total y minuciosamente falso) de un poema de Eliot, las forzadas menciones de Villon, de Mark Twain y de Billy the Kid, para que el público se sienta erudito al reconocer esos nombres.

Descartada o relegada a un segundo plano la intención alegórica, el argumento del Bosque petrificado —la influencia mágica de la aproximación de la muerte en un grupo casual de hombres y de mujeres— me parece admirable. La muerte, en este film, obra como un hipnotizador o un alcohol: saca a la luz del día lo que tienen adentro las almas. Los personajes son extraordinariamente precisos: el risueño abuelo anecdótico que ve todo como una representación y que saluda la desolación y las balas como un feliz regreso a la normalidad turbulenta de sus años de juventud; el fatigado pistolero Mantee, resignado a matar (y a hacer matar) como los demás a morir: el banquero imponente y del todo vano, con su aire consular de prohombre de nuestro partido conservador; la muchacha Gabrielle que da en atribuir las costumbres románticas de su mente a su sangre francesa y sus condiciones de buena ménagére a su origen yanqui; el poeta, que le aconseja invertir los términos de esa atribución tan americana —y tan mitológica.

No recuerdo otras películas de Archie Mayo; ésta (con El desconocido de Berthold Viertel) es de las más intensas que he visto.


Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

martes, 4 de septiembre de 2018

JORGE LUIS BORGES. John Hadfield MODERN SHORT STORIES. REVISTA SUR.




John Hadfield
MODERN SHORT STORIES
Dent

O el arte de componer cuentos breves ha desaparecido con plenitud de las letras británicas o Hadfield es el más incompetente de los antologistas. (Un lector de Mili o de Jevons me indicaría que esas dos conjeturas no se rechazan y que el hecho de optar por la segunda, o sea por la menos melancólica de las dos, no excluye la primera). Veinte composiciones de veinte muy diversos autores integran este libro manual. Conrad y Kipling lo inauguran; Bates y William Saroyan calamitosamente lo cierran. Conrad está representado (y un tanto calumniado) por The lagoon; Kipling, por The miracle of Purun Bhagat, que nadie puede confundir con sus obras maestras —con The gardener, con The fincst story in the world, con los dos cuentos sobre Pablo de Tarso, con In the house of Suddhoo. Absolutamente, The lagoon y The miracle of Purun Bhagat son más bien prescindibles; cotejados con las banalidades de Bates y de Saroyan, parecen redactados por semidioses. No se trata de visiones distintas: se trata de la antigua disparidad que hay entre la destreza y la incompetencia... En el prefacio leo que según Chejov los cuentos pueden carecer de principio y de fin. De acuerdo, pero acaso no baste esa privación para resolver que son adorables.

Ni Wells, ni Faulkner, ni Ernst Bramah, ni Dunsany están en este libro. Descubro, en cambio, una inverosímil Persona que se llama la señora Stacy Aumonier. De Katherine Mansfield hay el cuento The garden party; de O'Henry, el siempre sorpresivo Jeff Peters as a personal magnet. De Joyce hay uno de los cuentos de Dubhners: uno de tantos ejercicios medianos que condena a una espuria inmortalidad la vertiginosa luz ulterior que proyecta el Ulises.

Este libro antológico es el 954 de la Everyman's Library.


Sur, Buenos Aires, Año IX, N° 60, septiembre de 1939.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Mario Levrero-A LA NOVELA LUMINOSA.


Mario Levrero es el seudónimo de Jorge Mario Varlotta Levrero (Montevideo, 23 de enero de 1940 - ídem, 30 de agosto de 2004), un escritor uruguayo que fue, además, fotógrafo, librero, guionista de cómics, humorista y redactor jefe de revistas de ingenio. 

Estuvo a cargo de varios talleres de escritura, incluyendo talleres virtuales, y dirigió la colección literaria de los `Flexes Terpines`, que publica Cauce Editorial de Montevideo. 

La literatura de Levrero ha sido clasificada como literatura de ciencia ficción y fantástica, aunque muchas veces el propio autor -y sus propios lectores- no consentían esto. Es por esto que el propio Ángel Rama lo colocó dentro de los escritores `raros`, aquellos escritores inclasificables del Río de la Plata y que no responden al canon de realismo. 

En contra del monopolio existente dentro del mundo de las editoriales, Mario Levrero creyó en la Internet para publicar sus textos. Por esta razón es posible encontrar sus escritos en este medio. También es posible visitar `Letras Virtuales`, el taller por internet que formó junto a Gabriela Onetto y del que participó activamente durante los últimos años de su vida. Ahí hay información sobre Levrero, además de fragmentos didácticos de sus intervenciones en el taller sobre temas como la creación literaria y las dificultades que encuentran a menudo los aspirantes a escritores, entrevistas hechas por los propios alumnos, fotos de las portadas de sus libros y otros.

PREFACIO HISTÓRICO
A LA NOVELA LUMINOSA



No estoy seguro de cuál fue exactamente el origen, el impulso inicial que me llevó a intentar la novela luminosa, aunque el principio del primer capítulo dice expresamente que este impulso procede de una imagen obsesiva, y la imagen es suficientemente explícita como para que el lector pueda creer en esa declaración inicial. Yo mismo debería creerla sin ningún tipo de vacilaciones, pues recuerdo muy bien tanto la imagen como su condición de obsesiva, o al menos de recurrente durante un lapso lo bastante prolongado como para que me hubiera sugerido la idea de obsesión.
Mis dudas se refieren más bien al hecho de que ahora, al evocar aquel momento, se me aparece otra imagen, completamente distinta, como fuente del impulso; y según esta imagen que se me cruza ahora, el impulso inicial fue dado por una conversación con un amigo. Yo había narrado a este amigo una experiencia personal que para mí había sido de gran trascendencia, y le explicaba lo difícil que me resultaría hacer con ella un relato. De acuerdo con mi teoría, ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel. Mi amigo había insistido en que si la escribía tal como yo se la había contado esa noche, tendría un hermoso relato; y que no solo podía escribirlo, sino que escribirlo era mi deber.
En realidad, estas dos imágenes no son contrapuestas, e incluso están autorizadas por una lectura atenta de las primeras líneas de ese primer capítulo, lectura atenta que acabo de realizar ahora, antes de comenzar este párrafo. Al parecer, en ese comienzo están las dos vertientes, pero no se mezclan, porque yo todavía no sabía, al comenzar a escribir, que estaba escribiendo precisamente sobre aquella experiencia trascendente. Allí hablo de la imagen obsesiva, que se refiere a una disposición especial de los elementos necesarios para la escritura, y más adelante hablo de un deseo paralelo, como cosa distinta, de escribir sobre ciertas experiencias que catalogo como «luminosas». Será unas cuantas líneas más adelante cuando me preguntaré si eso que había comenzado a escribir cediendo al primer impulso, no sería eso otro que deseaba escribir. Pero no hay ninguna mención de mi amigo, y eso me parece injusto —por más que ya no sea mi amigo y que, según me han contado, anda por el mundo hablando pestes de mí—. Es muy probable que en aquel momento hubiera olvidado por completo la recomendación, autorización o imposición del amigo y estuviera realmente convencido de que era mi deseo escribir esa historia.
Me llama la atención que ahora, pasado mucho tiempo, vea tan claramente la relación causa-efecto: mi amigo me impulsó a escribir una historia que yo sabía imposible de escribir, y me lo impuso como un deber; esa imposición quedó allí, trabajando desde las sombras, rechazada de modo tajante por la consciencia, y con el tiempo comenzó a emerger bajo la forma de esa imagen obsesiva, mientras borraba astutamente sus huellas porque una imposición genera resistencias; para eliminar esas resistencias la imposición venida desde afuera se disfrazó de un deseo venido desde adentro. Aunque, desde luego, el deseo era preexistente, ya que por algún motivo le había contado a mi amigo aquello que le había contado; tal vez supiera de un modo secreto y sutil que mi amigo buscaría la forma de obligarme a hacer lo que yo creía imposible. Lo creía imposible y lo sigo creyendo imposible. Que fuera imposible no era un motivo suficiente para no hacerlo, y eso yo lo sabía, pero me daba pereza intentar lo imposible.
Tal vez mi amigo tuviera razón, pero para mí las cosas nunca son simples. Ahora me veo, con la imaginación disfrazada de recuerdo, escribiendo sencillamente la historia que le había contado a mi amigo, tal como se la había contado, y comprobando el fracaso; me veo rompiendo en tiritas las cinco o seis hojas que habría insumido tal relato, y es bastante posible que se trate de un recuerdo auténtico porque tengo idea de haber escrito alguna vez esa historia, por más que ahora no quede ningún rastro de ella entre mis papeles. Y de ahí debe de haber surgido entonces la imagen obsesiva, indicando la forma correcta de situarme para poder escribirla de modo exitoso, y de ahí mismo debe de haber surgido ese deseo de escribirla, solo que ahora transformado en un deseo de escribir sobre otras experiencias trascendentes, como escalonándolas, para poder llegar a la historia que quería o debía escribir, la que había tal vez escrito y destruido. Quiero decir que probablemente había de fondo una comprensión de que el fracaso de mi relato se debía a la falta de un entorno, de un contexto que lo realzara, de un clima especial creado con una gran cantidad de imágenes y de palabras para reforzar el efecto que la anécdota debía provocar en el lector.
Así fue como me compliqué la vida, porque todo ese entorno y todas esas imágenes y palabras me fueron llevando por caminos insospechados, aunque muy lógicos; esos procesos están maravillosamente explicados en Las moradas, de santa Teresa, mi patrona, pero es claro que a nadie le basta con que le expliquen los procesos; no hay más remedio que vivirlos, y al vivirlos es como se aprenden, pero también es como se cometen los errores y como uno pierde el rumbo. Creo que en esos capítulos que conservo de la «novela luminosa» el rumbo se pierde casi al mismo comienzo, y los cinco extensos capítulos no son otra cosa que el esforzado intento de retomar el rumbo perdido. Intento esforzado, sí, y aun meritorio, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias que lo acompañaron y lo rodearon y finalmente lo mutilaron.
Es que yo también había de ser mutilado, y lo fui. La mayoría de las acciones que formaban parte de las circunstancias en que me puse a escribir la novela luminosa, tenía que ver con mi entonces futura operación de vesícula. Cuando acepté que debía inevitablemente sufrir esa operación, primero discutí con el cirujano para postergar la fecha todo lo posible, y conseguí una prórroga de algunos meses. En esos meses completé cuatro libros que venían siendo largamente postergados, mientras me lanzaba a la furiosa escritura de esos capítulos de la novela luminosa. Era obvio que tenía mucho miedo de morir en la operación, y siempre supe que escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor, pero no lo conseguí. El miedo a la muerte, sí; no diré que fui tranquilo a la operación, porque seguía teniendo mucho miedo del dolor, pero la idea de la muerte ya no me hacía temblar, después de escritos los cinco capítulos (que en realidad fueron siete). El temor ante la muerte me vuelve de tanto en tanto, sobre todo cuando lo estoy pasando bien, pero a la operación de vesícula fui, en ese sentido, con la frente alta. Al mismo tiempo, la idea de la muerte me había servido de incentivo para trabajar y trabajar contrarreloj, como un poseso. Logré poner en orden mis cosas, o sea mis letras, mientras paralelamente todos los otros asuntos iban quedando relegados. Fue en ese lapso que me creé una deuda, para mí importante, y la deuda fue lo que me llevó después a Buenos Aires, a trabajar.
La mutilación definitiva no llegó, entonces, el día de la operación, pero la operación misma fue una mutilación importante, ya que me quedé sin la vesícula biliar, y lo peor es que por otra parte quedé con un secreto convencimiento de haber sufrido una castración. Mucho tiempo después me liberé de ese convencimiento secreto —y al mismo tiempo, el secreto se hizo no secreto— durante un sueño. En el sueño, la doctora que me había derivado al cirujano me devolvía la vesícula en perfectas condiciones, adentro de un frasco. La vesícula, cuya forma real nunca conocí, en el sueño se veía muy parecida a un aparato genital masculino. La serpiente se mordió la cola.
Al principio me había resistido todo lo posible a aceptar la operación. Los médicos eran terminantes, pero los médicos siempre son terminantes, especialmente los cirujanos, y se sabe que los cirujanos cobran muy bien sus operaciones. Al respecto leí una vez algo de Bernard Shaw que comparto plenamente; señalaba lo absurdo de que decidir acerca de la conveniencia de una operación estuviera a cargo precisamente del cirujano que va a cobrar unos buenos pesos por hacerla. Pero el hecho es que me atacaba cada vez más a menudo de unas infecciones en la vesícula que me daban fiebre y hacían temer derivaciones peligrosas. Por fin me llegó el mensaje a través de un libro. Es notable cómo siempre que enfrento un problema difícil, aparece mágicamente la información precisa en el momento preciso. Yo revolvía libros, como es mi costumbre, en busca de novelas policiales, en una mesa de saldos de una librería sobre la avenida 18 de Julio. De pronto mi vista cae sobre un título que parecía destellar: «NO SE OPERE INÚTILMENTE», se llamaba, y si no se llamaba así se llamaba de modo muy parecido. El libro no era barato, y a mí el dinero no me sobraba. Me volví a casa dándole vueltas en la mente a la idea de comprarlo. Comprar libros nuevos (éste era nuevo, aunque estaba en una mesa de saldos) y para colmo que no pertenezcan al género policial, cae demasiado afuera de mis principios y hábitos, por no hablar de posibilidades económicas. Pero estaba en mi casa y seguía pensando en ese libro. Y al otro día igual. Al final me decidí y volví a la librería, y volví a tener el libro en mis manos, pero se me ocurrió que a lo mejor no hacía falta comprarlo; miré el índice y vi que había un capitulito destinado a la vesícula. Todo el resto del libro no me interesaba. El capítulo no era muy largo. Yo puedo leer con mucha rapidez. Miré de reojo y vi que ningún vendedor estaba demasiado pendiente de lo que yo hacía, y abrí el libro como al descuido, como quien lo estuviera hojeando para decidir si lo compra o no, y fui a la primera página de aquel capítulo, y en las primeras líneas ya estaba todo resuelto; comenzaba diciendo que la operación de vesícula era una de las pocas operaciones que la mayoría de las veces es necesaria. Después daba consejos para no operarse si uno no quería —distintas formas de intentar un control nervioso de los canales vesiculares, para permitir que los cálculos fueran y vinieran a su antojo sin quedarse bloqueados en el esfínter del canal, y cosas parecidas—, pero finalmente recalcaba que tener un mal vesicular era llevar una bomba de tiempo que podía explotar en cualquier momento, y requerir una operación de urgencia que, se sabe, no es la forma más segura de someterse a una operación. Cerré el libro, lo dejé en su lugar de la mesa de saldos y me fui para mi casa rumiando la aceptación, que ya era un hecho.
Escribía a mano esa novela luminosa, y terminado un capítulo lo pasaba a máquina, y al pasarlo iba introduciendo pequeños cambios y haciendo algunas correcciones. También algún capítulo fue escrito originalmente a máquina. Un capítulo fue desestimado y destruido, pero como verá el lector que llegue hasta ahí, luego me arrepiento y lo resumo en el capítulo que lo sustituye; al parecer, solo había destruido la copia, porque es evidente que luego volví a pasar a máquina el original y volví a ponerlo en su lugar. Pero también conservé el resumen en ese capítulo siguiente, y en esos pasos se me complicó la numeración de los capítulos. No sé bien en qué etapa de las innumerables correcciones los cinco capítulos sobrevivientes quedaron con la forma que tienen ahora (y los dos destruidos no dejaron rastros); estuve cargando con esa novela trunca durante dieciséis años, y cada tanto me empeñaba en una nueva revisión que añadía o quitaba cosas.
En el 2000 recibí una beca de la Fundación Guggenheim para realizar una corrección definitiva de esos cinco capítulos y escribir los nuevos capítulos necesarios para completarla. La nueva corrección fue realizada, pero los nuevos capítulos no fueron escritos, y los vaivenes de ese año durante el que disfruté de la beca están narrados en el prólogo de este libro. Durante ese lapso, que fue de julio de 2000 a junio de 2001, sólo conseguí dar forma a un relato titulado «Primera comunión», que quiso ser el sexto capítulo de la novela luminosa pero no lo logró: yo había cambiado mi estilo, y habían cambiado muchos puntos de vista, de modo que lo conservé como relato independiente. Continúa, de algún modo, a la novela luminosa, pero está lejos de completarla. También el prólogo, «Diario de la beca», puede considerarse una continuación de la novela luminosa, pero sólo desde el punto de vista temático.
Pensé en juntar todos los materiales afines en este libro, e incluir junto a los que contienen actualmente mi «Diario de un canalla» y «El discurso vacío», ya que estos textos son también de algún modo continuación de la novela luminosa. Pero el proyecto me pareció excesivo, y opté finalmente por limitarlo a los textos inéditos exclusivamente. Y sigue, y probablemente siga eternamente, faltando una serie de capítulos que no fueron escritos, entre ellos la narración de aquella anécdota que le había contado a mi amigo y que dio origen a la novela luminosa.
Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo que habría debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura.
Creo, en definitiva, que la única luz que se encontrará en estas páginas será la que les preste el lector.

M. L., 27 de agosto de 1999-27 de octubre de 2002

(Fragmento de Novela)
PRÓLOGO



DIARIO DE LA BECA


AGOSTO DE 2000



Sábado 5, 03.13

Aquí comienzo este «Diario de la beca». Hace meses que intento hacer algo por el estilo, pero me he evadido sistemáticamente. El objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme el hábito. Tengo que asociar la computadora con la escritura. El programa más utilizado deberá ser el Word. Eso implica desarticular una serie de hábitos cibernéticos en los que estoy sumergido desde hace cinco años, pero no debo pensar en desarticular nada, sino en articular esto. Todos los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy no tengo ganas de escribir, o que no tengo tiempo, o dar cualquier excusa. Pero todos los días.
Seguramente no lo haré. Eso, me lo dice la experiencia. Sin embargo tengo la esperanza de que esta vez será distinto, porque está de por medio la beca. Ya recibí la primera mitad del total, con lo que podré mantenerme hasta fin de año en un ocio razonable. Apenas tuve la confirmación de que este año sí recibiría la beca, comencé a deshacer hasta cierto punto mi agenda de trabajo, quitando algunas cosas y espaciando otras, de modo de tener comprometidos pocos días al mes. El ocio sí que lleva tiempo. No se puede obtener así como así, de un momento a otro, por simple ausencia de quehacer. Por ahora tiendo a llenar todos los huecos, a ocupar todas las horas libres con alguna actividad estúpida e inconducente porque, casi sin darme cuenta, yo también, como esa gente que siempre he despreciado, me he ido creando un fuerte temor a mi mismidad, a estar a solas sin ocupación, a los fantasmas que desde el sótano empujan siempre la puertatrampa buscando asomarse y darme un susto.
Una de las primeras cosas que hice con esta mitad del dinero de la beca fue comprarme un par de sillones. En mi apartamento no había la menor posibilidad de sentarse a descansar; hace años que organizo mi casa como una oficina. Escritorios, mesas, sillas incómodas, todo en función del trabajo —o juego con la computadora, que es una forma de trabajo.
Hice venir al electricista y cambié de lugar los enchufes de la computadora, para poder trasladarla fuera de la vista, fuera del centro del apartamento; ahora la estoy usando en una piecita próxima al dormitorio, y en el lugar central, que ocupaba la computadora, ahora hay un sillón extraño, de muy lindo color celestegrisáceo, muy mullido. Las dos o tres veces que me senté en él, me quedé dormido. Uno se afloja, no puede menos que aflojarse, y enseguida, si tiene déficit de sueño, uno se duerme, y sueña. Pero también estuve evadiendo este sillón. El otro sillón, ni siquiera lo usé una sola vez; sólo me senté en él para probarlo. Es de un tipo que llaman bergère, con respaldo alto y bastante duro, ideal para leer. En realidad pensaba comprar uno solo, pero cuando en la mueblería empecé a probar estos dos, y pasaba una y otra vez de uno a otro, me di cuenta de que no me era fácil elegir. Uno era ideal para leer; el otro era ideal para descansar, para aflojarse. En este no se puede leer; resulta incómodo y la espalda queda torcida y dolorida. En el otro no se puede descansar bien; el respaldo duro ayuda a mantenerse erguido y atento; es ideal para la lectura. Hasta ahora, y desde hace muchos años, venía leyendo sólo durante las comidas, o en la cama, o en el cuarto de baño. Bueno, también a este sillón lo estoy eludiendo. Pero ya le llegará su momento, como le ha llegado su momento a este diario.
Hoy pude comenzarlo gracias a mi amiga Paty. Hace un tiempo le había hecho conocer a Rosa Chacel, a quien descubrí por casualidad en una liquidación de libros usados. Memorias de Leticia Valle me pareció una novela extraordinaria, y la hice circular entre todas mis amigas brujas, porque no me quedó la menor duda de que doña Rosa era una auténtica bruja, en el buen sentido de la palabra. Una de mis amigas brujas es Paty, y por supuesto quedó encantada con el libro. Como retribución, hace unos días me dejó en la portería del edificio un libro de Rosa Chacel que yo no conocía, Alcancía. Ida. Es la primera parte de un diario íntimo (si así se le puede llamar, porque doña Rosa Chacel no devela mucho de su intimidad) cuya segunda parte se llama Alcancía. Vuelta. Paty me informó por medio de un mail, que me hacía llegar este libro porque me iba a ayudar con la beca, ya que a doña Rosa también le tocó en su momento una beca Guggenheim, y los vaivenes de este tema están relatados en el diario. Efectivamente, aun antes de llegar al tema de la beca, que está por la mitad del libro (y me falta todavía poco menos de la otra mitad) noté que ese diario me inspiraba, me hacía venir ganas de escribir. Me maravilla la cantidad de coincidencias que hay entre doña Rosa y yo. Percepciones, sentires, ideas, fobias, malestares muy parecidos. Debió de ser una vieja insoportable. En la contratapa, el libro trae una foto suya; se parece notablemente a Adalgissa (nunca supe cómo se escribe este nombre; creo que tiene una hache por algún lado. Tal vez: Adalghissa), a quien llamábamos, cuando yo era pequeño, «la tía gorda». En realidad era mi tía abuela, hermana de mi abuelo materno. Pero la diferencia entre doña Rosa y la tía gorda está en la mirada; aunque parcialmente disimulada por unos anteojos redondos, y con los párpados no del todo abiertos, se nota en ellos, sin embargo, la poderosa inteligencia del cerebro que los anima. La tía gorda, en cambio, no era inteligente.
Sábado 5, 18.02

Hoy me desperté con un gran entusiasmo por este diario, con muchas ganas de escribir y pensando cantidad de cosas que quería desarrollar aquí; sin embargo son las seis de la tarde y estoy esperando a un amigo, que va a tocar el timbre en cualquier momento, y hasta hace un minuto no había escrito una sola palabra. En vez, me puse a jugar en la computadora a un jueguito de barajas llamado Golf. Creo que es la comida lo que me desvía siempre del recto camino; hoy fue el desayuno, pero anoche cobré consciencia de que mis fugas hacia la enajenación se vuelven muy fuertes después de la cena-almuerzo. Apenas se pone en funcionamiento el proceso digestivo, mi yo consciente y voluntario se evapora y deja lugar a ese desaforado escapista que sólo busca entrar en trance con absolutamente cualquier cosa. Sí, de noche es más grave; no tengo ninguna defensa, y la cosa se prolonga hasta casi el amanecer.
Hoy también me desperté con la determinación de no releer lo que lleve escrito en este diario, al menos no con frecuencia, para que el diario sea diario y no una novela; quiero decir, desprenderme de la obligación de continuidad. De inmediato me di cuenta de que será igualmente una novela, quiera o no quiera, porque una novela, actualmente, es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa.
Oigo el ascensor. Ahora el timbre. Llegó mi amigo.

domingo, 2 de septiembre de 2018

Yuri Herrera. Trabajos del Reino. Novela.


Yuri Herrera (Actopan, México, 1970) es un escritor mexicano que estudió Ciencias Políticas en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y un master en Creación Literaria en la Universidad de Texas, en El Paso (UTEP). Es Doctor en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad de California, en Berkeley, y editor de la revista literaria `El perro`. 

Su primera novela, `Trabajos del reino`, obtuvo en 2003 el Premio Binacional de Novela Border of Words y convirtió a Herrera en uno de los escritores latinoamericanos más prometedores. Recibió el I Premio `Otras Voces, Otros Ámbitos`, a la mejor obra de ficción publicada en España, ante un jurado de 100 personas formado por editores, periodistas y críticos culturales. Su segunda novela, `Señales que precederán al fin del mundo` (2009), ha sido considerada como la confirmación de uno de los jóvenes escritores mexicanos más relevantes en lengua española. 

En 2007 publicó el libro para niños `¡Éste es mi nahual!`. También ha sacado cuentos, artículos y ensayos en `El Financiero`, `Letras Libres` (México), `La Voz` (Argentina), `Border Senses`, `Río Grande Review` (El Paso, Texas), `Lucero` (Berkeley, California), `War and Peace` (San Francisco, California), `El País`, `Eñe` (Madrid) y `El Malpensante` (Colombia), entre otros medios. Cuentos suyos han aparecido en las antologías `Cuentistas de tierra adentro` y `Hombres en corto`. 

Yuri Herrera ha sido profesor de narrativa y de teoría literaria en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, así como profesor de Lengua y Literatura en la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte, hasta mayo de 2011. Imparte clases en la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, desde agosto de 2011.


***
A través de la mirada de un compositor de corridos, Yuri Herrera despliega ante el lector un panorama de la «vida palaciega» de un cártel del narcotráfico. Lobo, protagonista y narrador de la novela, es un ser marginado desde su nacimiento. No posee educación, pero le sobra el talento para convertir en cantos épicos los sucesos notables, por eso es el Artista. Una tarde se topa con el hombre que habrá de transformar su vida... Así, reconstruyendo el mundo interior del cártel con un lenguaje popular no exento de lirismo, muestra de su excelente oído, y con un tono que algunas veces adquiere registros de fábula infantil y otras de tragedia del Renacimiento, las palabras del Artista nos internan en un castillo donde parece reinar la felicidad, pero cunden las intrigas soterradas.

Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.

(Fragmento).
Novela. Trabajos del Reino.
Yuri Herrera.
A Florencia


Él sabía de sangre, y vio que la suya era distinta. Se notaba en el modo en que el hombre llenaba el espacio, sin emergencia y con un aire de saberlo todo, como si estuviera hecho de hilos más finos. Otra sanare. El hombre tomó asiento a una mesa y sus acompañantes trazaron un semicírculo a sus flancos.
Lo admiró a la luz del límite del día que se filtraba por una tronera en la pared. Nunca había tenido a esta gente cerca, pero Lobo estaba seguro lie haber mirado antes la escena. En algún lugar estaba definido el respeto que el hombre y los suyos le inspiraban, la súbita sensación de importancia por encontrarse tan cerca de él. Conocía la manera de tentarse, la mirada alta, el brillo. Observó las joyas que le ceñían y entonces supo: era un Rey.
La única vez que Lobo fue al cine vio una película donde aparecía otro hombre así: fuerte, suntuoso, con poder sobre las cosas del mundo. Era un rey, y a su alrededor todo cobraba sentido. Los hombres luchaban por él, las mujeres parían para él; él protegía y regalaba, y cada cual, en el reino, tenía por su gracia un lugar preciso. Pero los que acompañaban a este Rey no eran simples vasallos. Eran la Corte.
Lobo sintió envidia de la mala, y después de la buena, porque de pronto comprendió que este día era el más importante que le había tocado vivir. Jamás antes había estado próximo a uno de los que hacían cuadrar la vida. Ni siquiera había tenido la esperanza. Desde que sus padres lo habían traído de quién sabe dónde para luego abandonarlo a su suerte, la existencia era una cuenta de días de polvo y sol.
Una voz atascada de flemas lo distrajo de mirar al Rey: un briago le ordenaba cantar. Lobo acató, primero sin concentrarse, porque todavía temblaba de la emoción, mas luego, con esa misma, entonó como no sabía que podía hacerlo y sacó del cuerpo las palabras como si las pronunciara por primera vez, como si le ganara el júbilo por haberlas hallado. Sentía a sus espaldas la atención del Rey y percibió que la cantina se silenciaba, la gente ponía los dominós bocabajo en las mesas de lámina para escucharlo. Canto y el briago exigió Otra, y luego Otra y Otra y Otra, y mientras Lobo cantaba cada vez más inspirado, el briago se ponía más briago. A ratos coreaba las melodías, a ratos lanzaba escupitajos al aserrín o se carcajeaba con el otro borrado que lo acompañaba. Finalmente dijo Ya, y Lobo extendió la mano. El briago pagó y Lobo vio que faltaba. Volvió a extender la mano.
No hay más, cantorcito, lo que queda es pa echarme otro pisto. Date de santos que te tocó eso.
Lobo estaba acostumbrado. Estas cosas pasaban. Ya se iba a dar la vuelta en seña de Ni modo, cuando escuchó a sus espaldas.
Páguele al artista.
Lobo se volvió y descubrió que el Rey atenazaba con los ojos al briago. Lo dijo tranquilo. Era una orden sencilla, pero aquel no sabía parar.
Cuál artista —dijo—, aquí nomás está este infeliz, y ya le pagué.
No se pase de listo, amigo —endureció la voz el Rey—, páguele y cállese.
El briago se levantó y tambaleó hasta la mesa del Rey. Los suyos se pusieron alerta, pero el Rey se mantuvo impasible. El briago hizo un esfuerzo por enfocarlo y luego dijo:
A usted lo conozco. He oído lo que dicen.
¿Ah sí? ¿Y qué dicen?
El briago se rio. Se rascó una mejilla con torpeza.
No, si no hablo de sus negocios, eso todo mundo lo sabe… Hablo de lo otro.
Y se volvió a reír.
Al Rey se le oscureció la cara. Echó la cabeza un poco para atrás, se levantó. Hizo una seña a su guardia para que no lo siguiera. Se aproximó al briago y lo agarró del mentón. Aquel quiso revolverse sin éxito. El Rey le acercó su boca a una oreja y dijo:
Pues no, no creo que hayas oído nada. ¿Y sabes por qué? Porque los difuntos tienen muy mal oído.
Le acercó la pistola como si le palpara las tripas y disparó. Fue un estallido simple, sin importancia. El briago peló los ojos, se quiso detener de una mesa, resbaló y cayó. Un charco de sangre asomó bajo su cuerpo. El Rey se volvió hacia el borracho que lo acompañaba:
Y usté, ¿también quiere platicarme?
El borracho prendió su sombrero y huyó, haciendo con las manos gesto de No vi nada. El Rey se agachó sobre el cadáver, hurgó en un bolsillo y sacó un fajo de billetes. Separó algunos, se los dio a Lobo y regresó el resto.
Cóbrese, artista —dijo.


Lobo cogió los billetes sin mirarlos. Observaba fijamente al Rey, se lo bebía. Y siguió mirándolo mientras el Rey hacía una seña a su guardia y abandonaba sin prisas la cantina. Lobo aún se quedó fijo en el vaivén de las puertas. Pensó que desde ahora los calendarios carecían de sentido por una nueva razón: ninguna otra fecha significaba nada, sólo esta, porque, por fin, había topado con su lugar en el mundo; y porque había escuchado mentar un secreto que, carajo, qué ganas tenía de guardar.

sábado, 1 de septiembre de 2018

JULIO VERNE. EL CASTILLO DE LOS CÁRPATOS. (NOVELA GÓTICA).


Cosas misteriosas están ocurriendo en un castillo localizado cerca del pueblo de Werst en los montes Cárpatos en Transilvania, Rumanía. Los habitantes del lugar están convencidos de que en el castillo habita el Diablo. El conde Franz de Télek, que se encuentra viajando por la región, va al castillo para investigar el misterio, cuando conoce que el dueño del mismo es el barón Rodolfo de Gortz. Años atrás, este hombre había sido el rival del conde cuando ambos luchaban por el amor de La Stillla, una -prima donna- italiana. El conde pensaba que La Stilla estaba muerta, pero ve su imagen y oye su voz proveniente del castillo. 

(Fragmento. Novela).

Julio Verne

EL CASTILLO DE LOS CÁRPATOS


PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

Esto no es una narración fantásti­ca; es tan sólo una narración nove­lesca. ¿Es preciso deducir que, dada su inverosimilitud, no sea verdade­ra? Suponer esto sería un error. Pertenecemos a una época donde todo puede suceder. Casi tenemos el derecho de decir que todo acontece. Si nuestra narración no es verosímil hoy, puede serio mañana, gracias a los elementos científicos, lote del porvenir, y nadie opinará que sea considerada como leyenda. Por otra parte, no se inventan leyendas a la terminación de este práctico y posi­tivo siglo XIX; ni en Bretaña, la co­marca de los montaraces korrigans. ni en Escocia, la tierra de los brow­Nics y de los gnomos, ni en Norue­ga, la patria de los ases, de los elfos, de los silfos y de lis valqui­rias, ni aun en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se presta por sí a todas las evocaciones fantásticas. No obstante, conviene hacer notar que el país transilvano está todavia muy apegado a las supersticiones de los antiguos tiempos.
M. de Gérando ha descrito estas provincias de la extrema Europa. Eliseo Reclus las ha visitado, pero ninguno de los dos ha dicho nada que se relacione con la curiosa na­rración objeto de este libro. ¿La conocieron? Tal vez, pero acaso no han querido dar fe a la leyenda. Esto es sensible, pues la hubieran referido, el uno con la precisión del historiador, el otro con aquella poe­sía natural en él y derramada en sus relaciones de viaje.
Puesto que ni uno ni otro lo han hecho, voy yo a intentarlo.
El 19 de mayo de aquel año, un pastor apacentaba su rebaño a la orilla de un verde prado, al pie del Retyezat, que domina un valle fértil, cubierto de árboles de rama­je recto y enriquecido con bellas plantaciones. Las galernas que vie­nen del N.O. arrasan durante el in­vierno este terreno descubierto y sin abrigo. Entonces, según la frase del país, se le hace la barba, y algu­nas veces muy al rape.
Aquel pastor no tenía nada de los de la Arcadia en su traje, ni nada de bucólico en su actitud. No era un Dafnis, ni un Amintas, ni un Tityre, ni un Licidas, ni un Me­libeo. El Lignon no murmuraba a sus pies, encerrados en gruesos zue­cos de madera. Estaba junto al río de Valaquia, cuyas aguas frescas hubieran sido dignas de correr por entre las sinuosidades de que se habla en la novela Astrea.
Frik‑Frik, natural de Werst (así se llamaba el rústico pastor), tan descuidado de su persona como las bestias; bueno para habitar en aque­lla zahurda construida a la entrada de la aldea, y donde sus cameros y sus puercos vivían en revuelta prouacrerie, única voz tomada del antiguo idioma que conviene a los piojosos apriscos del distrito.
El immanum pecus apacentado por dicho Frik, era immanior ipse. Echado sobre un mullido otero, dor­mía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la gran pipa en la boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna oveja se ale­jaba del prado, o tocando el cuer­no, cuyo sonido repercutía en los ecos de la montaña.
Eran las cuatro de la tarde. El sol declinaba en el horizonte. Hacia la parte Este divisábanse algunas cúspides, cuyas bases estaban como sumergidas en flotante bruma. Al S.O., dos gargantas de la cordillera dejaban pasar un oblicuo haz de luz solar, como el punto luminoso que se filtra por una puerta entor­nada.
Este sistema orográfico pertenece a la parte más selvática de la Tran­silvania, comprendida bajo la deno­minación del distrito KlausenbKurg u olosvar.
La Transilvania es un curioso fragmento del imperio de Austria; dicha región se llama en lengua ma­gyar «El Erdely», o, lo que es igual, «el país de los bosques». Se halla limitada al Norte por Hungría, por Valaquia al S., y por Moldavia al O. Ocupa una extensión superficial de sesenta mil kilómetros cuadra­dos, o sean seis millones de hectá­reas ‑próximamente la novena parte de Francia‑; es una especie de Suiza, pero una mitad más vas­ta que los dominios helvéticos, aun­que sin ser más poblada. Con sus llanuras destinadas al cultivo, sus ri­cos pastos, sus valles caprichosamente delineados, sus soberbias montañas, la Transilvania, ondula­da ipor las ramificaciones plutóni­cas de los Cárpatos, está cruzada por numerosos ríos que van a en­grosar con sus tributos los caudales del Theiss y del soberbio Danubio, cuyas Puertas de Hierro, algunas millas al S., cierran el desfiladero de la cordillera de los Balkanes, en la frontera de Hungría y del Im­perio otomano.
Tal es el antiguo país de los da­cios, conquistado por Trajano en el siglo I de la Era cristiana. La inde­pendencia que disfrutó bajo Juan Zapoly y sus sucesores hasta 1699, tuvo fin con Leopoldo I, que la anexionó al Austria. Pero sea lo que sea su constitución política, ha sido ocupada por diversas razas, que, aunque se codean, no llegan a fu­sionarse; los valacos o rumanos, los húngaros, los tsyganes, los szeklers, de origen moldavo, y los mismos sajones, a quienes las circunstancias de lugar y tiempo acabarán por magyarizar en provecho de la uni­dad de Transilvania.
¿A qué carácter típico de los enunciados pertenecía el pastor Frik? ¿Era acaso un descendiente degenerado de los antiguos dacios? Difícil sería resolver estas cuestio­nes al ver su cabellera en desorden, su cara atezada, su barba enmara­ñada, sus espesas cejas, recias como dos cepillos de crines rojizas; sus ojos garzos, entre azules y verdes, y cuyos lagrimales húmedos estaban rodeados del círculo senil. Parecía hombre de unos sesenta y cinco años. Es robusto, alto, seco y er­guido bajo su capisayo amarillento, no tan peludo como el pecho que cubre. Un pintor no desdeñaría tras­ladar al lienzo su silueta cuando, cubierta la cabeza con un sombre­ro de esparto, verdadera tapadera de paja, se apoya sobre el puntiaguado cayado y queda tan inmóvil como una roca.
En el momento en que penetra­ban los rayos del sol a través de las cortaduras del O., Frik se vol­vió; puso su mano, medio cerrada, a guisa de catalejo ‑‑como si hu­biese hecho de ella una bocina‑, y estuvo mirando atentamente.
En la claridad del horizonte, y como a una milla larga, muy em­pequeñecido por la distancia, se di­bujaban los contornos de un anti­guo castillo sobre una aislada cima de la garganta de Vulcano, la parte superior de una meseta, llamada «meseta de Orgall». Bajo los cam­biantes de la luz poNicnte, se des­tacaba aquel edificio claramente con esa precisión de las vistas de un estereoscopo. Sin embargo, preciso era, que se hallase el pastor dotado de poderosa vista para distinguir al­gún detalle de aquella masa lejana.
Ved aquí que de repente, y mo­viendo la cabeza, exclama:
-«¡Viejo, viejo! ... ¡Cómo te pavoneas sobre tus cimientos! Tres años ‑más, y ya no existirás, ‑porque tu haya no tiene ya más que tres ramas.»
Dicha haya, plantada al extremo de uno de los bastiones de la cer­ca del castillo, resaltaba con su ne­grura sobre el azul del cielo, cual un delicado dibujo de papel pica­do, y a duras penas fuera visible para otro que no fuese Frik a seme­jante distancia. En cuanto a la ex­plicación de las palabras que ha pronunciado el pastor, basadas en una leyenda del castillo, será dada a su debido tiempo.
‑‑«Sí, repitió; tres.ramas... Ayer había cuatro, pero la cuarta cayó esta noche... ¡Ya no queda más que el muñón! Yo no cuento más que tres en la horcajada... ¡Tres, tres nada más, viejo cas­tillo! »
Cuando se considera a un pas­tor desde el punto de vista ideal, la fantasía hace de él un ser so­ñador y contemplativo, que conferencia con los astros, habla con las estrellas y lee en el firma­mento. Pero la verdad es que ge­neralmente no pasa de la catego­ría de un bárbaro ignorante. A pe­sar de todo, la pública credulidad no vacila en atribuirle el don de lo sobrenatural; tal hombre posee ma­leficios, y si está de humor, conju­ra los sortilegios, así sobre las per­sonas como sobre las bestias, que para el caso viene a ser lo mismo; vende polvos amorosos, filtros y fórmulas mil. Hasta llega a tornar estériles los campos, lanzando so­bre ellos piedras encantadas, y deja infecundas a las ovejas tan sólo con hacerles mal de ojo. Y tales su­persticiones son propias de todos los tiempos y países. Aun en las regiones más adelantadas, no se pasa en el campo por delante de un pastor sin dirigirle alguna frase amistosa, algún saludo afectuoso, llamándole también «pastor». Un saludo con el sombrero puede ser el medio de librarse de malignas influencias, y en los caminos de Transilvania no es donde menos su­cede esto.
Frik era, pues, considerado como un mago, como un evocador de fantásticas apariciones. Según unos, obedecían a su voz vampiros y en­driagos; según otros, se le solía encontrar, al declinar de la luna, en las noches oscuras, como se ve en otras comarcas en el año bisiesto, montado sobre la compuerta de los molinos, hablando con los lobos o mirando a las estrellas.
Frik dejaba decir, y no le iba mal. Vendía hechizos y contraheohi­zos. Pero ¡observación curiosa! él mismo era tan crédulo como su clientela, y si bien no creía en sus propios sortilegios, daba fe a las le­yendas que corrían por la comarca.
Así, pues, no hay que asombrar­se de que hiciese aquel pronóstico referente a la próxima desaparición del antiguo castillo, puesto que el haya sólo tenía ya tres ramas; ni hay que asombrarse de que le faltase tiempo para llevar la noti­cia al pueblo, a Werst.
Después de haber juntado el re­baño, soplando hasta desgañitarse en la larga y blanca bocina de ma­dera, Frik tomó el camino de la aldea. Avivando al ganado, se­guíanle sus perros, dos semigrifos bastardos, ariscos y feroces, que más bien parecían dispuestos a de­vorar ovejas que a guardarlas. El ganado se componía de una cente­na de carneros moruecos y ovejas, de las cuales una docena eran de primer año y el resto de tercero y cuarto año, o sea de cuatro y de seis dientes.
Este ganado pertenecía al juez de Werst, el biró Koltz, que paga­ba al concejo un fuerte derecho de contribución de ganadería, y que apreciaba mucho al pastor Frik por sus habilidades de esquilador y ve­terinario entendido en lo que se re­fiere a todas las plagas de origen pecuario.
Marchaba el rebaño en masa com­pacta, a la cabeza la oveja cencerra y a su lado la oveja birana, hacien­do sonar su esquila en medio de la confusión de balidos.
Al salir del prado, Frik tomó por un ancho sendero, bordeando exten­sos campos, donde ondulaban her­mosas espigas de trigo, ya muy crecido sobre las altas cañas; veían­se también algunas plantaciones de «kukurutz», que es el maíz de aquel país. El camino conducía a la ori­lla de un bosque de pinos y abetos de pobladas copas. Más abajo, el Sil extendía su brillante agua, fil­trada por los guijarros del álveo y sobre el que flotaban los frarmen­tos de madera aserrada en las se­rrerías de río arriba.
Perros y carneros se detuvieron en la margen derecha y se pusie­ron a beber con avidez al ras de la ribera, removiendo la hojarasca de los matorrales.
Werst no distaba de allí más de tres tiros de fusil, al otro lado de un espeso bosque de raíces, formado de esbeltos árboles y de esos desmirriados plantones que crecen tan sólo algunos pies del suelo. Di­cho bosque se extendía hasta la garganta de Vulcano, cuya aldea, que lleva este nombre, ocupa una altura escarpada en la vertiente me­ridional de los macizos del Plesa.
A aquella hora la campiña es­taba solitaria; hasta entrada la no­che no volvían a sus hogares las gentes del carnpo; Frik no pudo cruzar su saludo tradicional con na­die. Ya abrevado su rebaño, iba a internarse entre los pliegues del valle, cuando en la revuelta del Sil apareció un hombre, como a unos cincuenta pasos río abajo.
‑¡Hola, amigo! gritó el pastor.
Aquel hombre era uno de esos mercaderes que recorren el distrito. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos y hasta en las más hu­mildes aldeas. No es obstáculo para ellos el hacerse comprender; hablan todas las lenguas. Aquel, ¿era ita­liano, sajón o valaco? Nadie hubie­ra podido decirlo. En realidad era judío polonés, alto y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda, frente abultada y ojos muy vivos.
Era vendedor ambulante de anteojos, termómetros, barómetros y relojes de bolsillo. Lo que no guar­daba en el morral que, sujeto con correas, llevaba a la espalda, lo col­gaba del cuello o de la cintura; un verdadero buhonero, algo así como un escaparate semoviente.
Probablemente el judío partici­paba del respeto o del temor que los pastores inspiran. Así que sálu­dó a Frik con la mano. Después, en lengua rumana, que participa del latín y del eslavo, dijo con acento extranjero:
‑¿Qué tal marchamos, amigo?
-Marchamos con el tiempo, res­pondió Frik.
‑Entonces hoy habrá ido bien. ¡Con este tiempo! ...
‑Mañana irá mal, porque ..llo­verá.
‑¿Lloverá? Exclamó el buhonero. ¿Es que en vuestro país llueve sin nubes?
-Las nubes ya vendrán esta no­che... ¡y por allá abajo, por el lado malo de la montaña!
‑¿Y cómo Veis eso?
‑En la lana de mis carneros, que está áspera y seca como pelle­jo curtido.
‑Pues tanto peor para los que tengan que andar por esos caminos.
‑Y tanto mejor para los que se queden en la puerta de su casa.
‑Hay que tener una casa, pastor.
‑¿Tenéis hijos? dijo Frik.
‑No.
‑¿Sois casado?
‑No.
Preguntóle esto Frik, porque es costumbre en el país preguntarlo a los que se encuentran.
Después añadió:
‑¿De dónde venís, buhonero?
‑De Hermanstadt.
Hermanstadt es una de las prin­cipales poblaciones de Transilva­nia. Al abandonarla se encuentra el valle del Sil húngaro, que descien­de hasta el arrabal de Petroseny.
‑¿Y adonde váis?
‑A Kolosvar.
Para llegar a Kolosvar, basta su­bir en dirección del valle del Ma­ros; después, por Karlsburg y si­guiendo las primeras estrilbaciones de los montes Bihar, se está en la capital del distrito. Un camino que no tendrá más de veinte millas.
En verdad, que estos mercaderes de barómetros, termómetros y cas­cajos, evocan siempre la idea de se­res diferentes, de una andadura algo hoffmanesca, peculiar a su ofi­cio. Venden el tiempo en todas sus formas: el que pasa, el que hace, el que hará, como otros venden cestos, tricots o algodones. Se diría que son los viajantes de la casa «Saturno y Compañía», bajo la en­seña «Arenas de Oro». Sin duda éste fue el efecto que el judío produjo a Frik, el cual contemplaba, no sin asombro, aquella instalación de objetos nuevos para él, y cuya aplicación desconocía.
‑¡Eh, señor buhonero! preguntó alargando el brazo. ¿Para qué sir­ve eso que castañetea en vuestra cintura, como los huesos de un vie­jo colgado?
‑Son cosas de valor, respondió el mercader; objetos útiles para todo el mundo.
Y guiñando el ojo, exclamó Frik:
‑¿A todo él mundo? ¿Y tam­bién a los pastores?
‑También.
‑¿Y para qué sirve esa maqui­naria?
‑Esta maquinaria, respondió el judío moviendo un termometro en­tre sus manos, os dice si hace calor o frío.
‑¡Vaya, amigo! Pues yo no ne­cesito de ella para saberlo cuando sudo bajo mi capisayo o cuando ti­rito bajo mi hopalanda.
Evidentemente: esto debe bastar a un pastor, que no se preocupa gran cosa de los porqués de la ciencia.
‑¿Y ese grueso cascajo con su aguja? repuso señalando un baró­metro aneroide.
‑No es un cascajo, sino un ins­trumento que os dice si mañana hará buen tiempo, o si lloverá.
‑¿Es de veras?
‑De veras.
‑Bueno, replicó Frik: pues yo no lo querría, aunque sólo costase un kreutzer. Me basta ver las nu­bes que se arrastran por la monta­ña, o que cruzan por cima de los­ más altos picos, para saber, con veinticuatro horas de anticipación, el tiempo que va a hacer. Mirad. ¿Véis aquella bruma que parece salir del suelo? Pues ya os lo he dicho, eso significa que mañana tendremos agua.
Verdaderamente, el pastor Frík, gran observador del tiempo, no ne­cesitaba barómetro.
‑¿Y tampoco os hará falta un reloj? dijo el buhonero.
‑¡Un reloj!... Tengo uno que anda solo. Está colgado sobre mi cabeza... El sol. Mirad, amigo: cuando está sobre la punta del Ro­dük, significa que es medio día; y cuando parece que mira al aguje­ro de Egelt, es que son las seis. Mis carneros lo saben tan bien como yo, y mis perros como los carneros. Guardad, pues vuestros cachivaches.
‑¡Vaya! repuso el buhonero. Muy negro me habría de ver para hacer fortuna, si no tuviera más clientes que los pastores. ¿De manera que no necesitáis nada?
‑Absolutamente nada.
Por lo demás, todas aquellas mer­caderías baratas eran de muy me­diana fabricación. Los barómetros no concordaban bien sobre el va­riable o el buen tiempo fijo; las agujas de los relojes marcaban ho­ras muy largas o minutos muy cor­tos. En fin, una engañifa. ¡Acaso el pastor lo sabía! Por eso no que­ría comprar nada de aquello. Sin embargo, ya iba a recobrar su ca­yado, cuando, cogiendo una espe­cie de tubo colgado de una correa del buhonero, le dijo:
‑¿Para qué sirve este tubo?
‑No es tal tubo.
‑Será pues, una pistola, dijo el pastor.
‑No, dijo el judío: es un anteojo.
Era, en efecto, uno de esos an­teojos comunes que agrandan cinco o seis veces los objetos, o que los aproximan otro tanto, lo que pro­duce el mismo resultado.
Frik había cogido aquel instru­mento, y le contemplaba, dándole vueltas entre sus manos, haciendo salir y entrar los cilindros.
Después, moviendo la cabeza:
‑¡Un anteojo! dijo.
‑Sí, pastor; un magnífico an­teojo, que os alargará mucho la vista...
‑¡Ah! ... Yo tengo muy buenos ojos, amigo. Cuando el tiempo está claro, veo las últimas rocas, hasta la cresta del Retyezat, y los últimos árboles en el fondo de los desfila­deros del Vulcano.
‑¿Sin entornar los ojos?
‑Sin entornar los ojos, ‑gracias al rocío de la noche, que me limpia la pupila.
‑¿El rocío? dijo el otro. Pron­to os dejará ciego.
‑¡Ah! A los pastores no.
‑Bien... Si tenéis buenos ojos, yo los tengo mejores cuando los aplico a mi anteojo.
‑¡Tendrá que ver eso!
‑Vedlo ...
‑¡Yo! ...
‑Probad.
‑¿No me costará nada? prerun­tó Frik, desconfiado por naturaleza.
‑Nada; a menos que no os de­cidáis a comprarme el aparato.
Tranquilo ya sobre este particu­lar, Frik tomó el anteojo, cuyos tubos graduó el buhonero. Después, de haber cerrado el ojo derecho, Frik aplicó el ocular al izquierdo, y empezó a mirar hacia las mon­tañas del Vulcano, subiendo hacia el Plesa; después bajó el instru­mento, enfocándole hacia el pueblo de Werst.
‑¡Calla! exclamó. ¡Pues es ver­dad! Alcanza más que mis ojos... Allí está la calle Mayor. Reconoz­co a las personas... Veo a Nic Deck, el guarda que vuelve de su ronda, con la mochila a la espalda y la carabina al hombro.
‑¡Cuando yo os lo decía! ob­servó el buhonero.
‑Sí, sí. Nic es, añadió el pas­tor. ¿Y quién es aquella mujer que sale de casa del amo Koltz, con falda roja y corpiño negro, como si fuese al encuentro de Nic?
‑Mirad atentamente, y recono­ceréis a la muchacha, como habéis reconocido a Nic.
‑¡Ah! sí ... ¡Es Miriota! ... ¡La bella Miriota! ... ¡Ah!. .. ¡Los no­vios! ... Esta vez tienen que an­dar con cuidado, porque yo los tengo al alcance de mis ojos, y no pierdo ninguna de sus caran­toñas.
‑¿Y qué decís de este aparato?
‑¡Ah! Que hace ver desde muy lejos.
El asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo para mirar la aldea Werst, indicaba lo atrasa­do que este pueblo se encontraba. Si esto era o no verdad, bien pron­to lo veremos.
‑Pastor, dijo el mercader: se­guid, seguid mirando... Más allá de Werst. Este pueblo está muy cerca... ¡Mirad mucho más allá! ...
‑¿Y tampoco me costará nada?
‑Tampoco.
‑Bueno.. . Voy a mirar hacia el Sil húngaro... Sí; allí está el cam­panario de Livadzel... Le conoz­co por la cruz, a la que le falta un brazo. . . Más allá, en el valle, entre los abetos, veo el campana­rio de Petroseny, con su gallo de hoja de lata, con el pico abierto, como si llamara a las gallinas... ¡Calle! ... Y allí abajo.. . veo una torre que scobresale por entre los árboles... Debe de ser la torre de Petrilla. Vaya, voy a seguir miran­do, porque supongo que el precio será siempre el mismo...
‑El mismo, pastor.
Frik miraba entonces hacia la lla­nura de Orgall; siguió después con­templando la sombría masa de los bosques situados sobre las vertien­tes del Plesa, y enfocando el obje-tivo a la lejana silueta del castillo, exclamó:
‑Sí ... la cuarta rama está en tierra ... La había visto bien. .. Nadie irá a recogerla para hacer una tea la noche de San Juan. Na­die irá... Ni yo... Sería arriesgar el cuerpo y el alma. Pero hay uno que la recogerá esta noche, para llevarla al fuego del infierno. Éste es el Chort.
Así se llama al diablo cuando se le evoca en las conversaciones del país.
Acaso el judío iba a pedir explicación de aquellas palabras in­comprensibles para el que no fuese de Werst o de sus cercanías, cuan­do Frik exclamó con voz en la que el espanto se mezclaba a la sorpresa:
‑¿Qué es aquella nube que sale del torreón? ¿Es bruma? No; pa­rece humo... Pero no es posible... Desde hace siglos y siglos no echan humo las chimeneas del castillo...
‑Si veis humo, es que lo hay pastor.
‑No, buhonero, no. Es que el cristal de vuestro anteojo está empañado.
‑Limpiadle, pues.
‑Voy a hacerlo.
Y después de haber frotado lo vidrios del anteojo con su manga, volvió a mirar.
Efectivamente; lo que salía del torreón era humo. Aquella colum­na subía recta, en el aire tranquilo, y su penacho se confundía con las nubes. Frik, inmóvil, no hablaba ya, concentrando toda su atención sobre el castillo, cuya sombra iba ascendiendo hasta llegar al nivel del llano de Orgall. De pronto bajó el aparato, y llevándose la mano a la alforja que bajo su sayo llevaba, preguntó:
‑¿Qué vale esto?
‑Florín y medio,‑, respondió el buhonero.
Por poco‑ que Frik hubiese rega­teado, hubiera dado el anteojo en un florín; pero el pastor no re­gateó.
Bajo el influjo de una estupe­facción tan grande como inexplica­ble, metió la mano en su alforja y sacó el dinero.
‑¿Es para vos el anteojo? pre­guntó el buhonero.
‑No; para mi amo.
‑Entonces, él os reembolsará.
‑Sí... Los dos florines que me cuesta.
‑¡Cómo dos florines!
‑Sí... de ahí para arriba. Bue­nas tardes, amigo.
‑Buenas tardes, pastor.
Y Frik, silbando a sus perros y reuNicndo su rebaño, subió a buen paso en dirección a Werst.
Mirándole marchar el judío, mo­vió la cabeza, y murmuró:
‑De haberlo sabido, le pido más por el anteojo.
Después de arreglar sobre sus hombros y cintura su mercancía, tomó la dirección de Karlsburg, vol­viendo a bajar por la margen de­recha del Sil.
¿Dónde iba? Poco nos importa. Él no hace más que pasar en esta novela... No le volveremos a ver más.

RECOPILACIÓN. DR. ENRICO PUGLIATTI.

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