martes, 6 de septiembre de 2016

CUADERNO SAN MARTÍN (1929). Jorge Luis Borges.


CUADERNO SAN MARTÍN
  (1929)
As to an occasional copy of verses, there are few men who have leisure to read, and are possessed of any music in their souls, who are not capable of versifying on some ten or twelve occasions during their natural lives: at a proper conjunction of the stars. There is no harm in taking advantage of such occasions.
  FITZGERALD,
 en una carta a Bernard Barton (1842)


  PRÓLOGO

  He hablado mucho, he hablado demasiado, sobre la poesía como brusco don del Espíritu, sobre el pensamiento como una actividad de la mente; he visto en Verlaine el ejemplo de puro poeta lírico; en Emerson, de poeta intelectual. Creo ahora que en todos los poetas que merecen ser releídos ambos elementos coexisten. ¿Cómo clasificar a Shakespeare o a Dante?
  En lo que se refiere a los ejercicios de este volumen, es notorio que aspiran a la segunda categoría. Debo al lector algunas observaciones. Ante la indignación de la crítica, que no perdona que un autor se arrepienta, escribo ahora «Fundación mítica de Buenos Aires» y no «Fundación mitológica», ya que la última palabra sugiere macizas divinidades de mármol. Esta composición, por lo demás, es fundamentalmente falsa. Edimburgo o York o Santiago de Compostela pueden mentir eternidad; no así Buenos Aires, que hemos visto brotar de un modo esporádico, entre los huecos y los callejones de tierra.
  Las dos piezas de «Muertes de Buenos Aires» –título que debo a Eduardo Gutiérrez– imperdonablemente exageran la connotación plebeya de la Chacarita y la connotación patricia de la Recoleta. Pienso que el énfasis de «Isidoro Acevedo» hubiera hecho sonreír a mi abuelo. Fuera de «Llaneza», «La noche que en el Sur lo velaron» es acaso el primer poema auténtico que escribí.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 1969


  FUNDACIÓN MÍTICA DE BUENOS AIRES

  ¿Y fue por este río de sueñera y de barro
  que las proas vinieron a fundarme la patria?
  Irían a los tumbos los barquitos pintados
  entre los camalotes de la corriente zaina.
  Pensando bien la cosa, supondremos que el río
  era azulejo entonces como oriundo del cielo
  con su estrellita roja para marcar el sitio
  en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
  Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
  por un mar que tenía cinco lunas de anchura
  y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
  y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
  Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
  durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
  pero son embelecos fraguados en la Boca.
  Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
  Una manzana entera pero en mitá del campo
  expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
  La manzana pareja que persiste en mi barrio:
  Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
  Un almacén rosado como revés de naipe
  brilló y en la trastienda conversaron un truco;
  el almacén rosado floreció en un compadre,
  ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
  El primer organito salvaba el horizonte
  con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
  El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
  algún piano mandaba tangos de Saborido.
  Una cigarrería sahumó como una rosa
  el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
  los hombres compartieron un pasado ilusorio.
  Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
  A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
  la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

  ELEGÍA DE LOS PORTONES

  A Francisco Luis Bernárdez



  Barrio Villa Alvear: entre las calles Nicaragua, Arroyo Maldonado, Canning y Rivera. Muchos terrenos baldíos existen aún y su importancia es reducida.


  MANUEL BILBAO, Buenos Aires, 1902

  Ésta es una elegía
  de los rectos portones que alargaban su sombra
  en la plaza de tierra.
  Ésta es una elegía
  que se acuerda de un largo resplandor agachado
  que los atardeceres daban a los baldíos.
  (En los pasajes mismos había cielo bastante
  para toda una dicha
  y las tapias tenían el color de las tardes.)
  Ésta es una elegía
  de un Palermo trazado con vaivén de recuerdo
  y que se va en la muerte chica de los olvidos.
  Muchachas comentadas por un vals de organito
  o por los mayorales de corneta insolente
  de los 64,
  sabían en las puertas la gracia de su espera.
  Había huecos de tunas
  y la ribera hostil del Maldonado
  –menos agua que barro en la sequía–
  y zafadas veredas en que flameaba el corte
  y una frontera de silbatos de hierro.
  Hubo cosas felices,
  cosas que sólo fueron para alegrar las almas:
  el arriate del patio
  y el andar hamacado del compadre.
  Palermo del principio, vos tenías
  unas cuantas milongas para hacerte valiente
  y una baraja criolla para tapar la vida
  y unas albas eternas para saber la muerte.
  El día era más largo en tus veredas
  que en las calles del Centro,
  porque en los huecos hondos se aquerenciaba el cielo.
  Los carros de costado sentencioso
  cruzaban tu mañana
  y eran en las esquinas tiernos los almacenes
  como esperando un ángel.
  Desde mi calle de altos (es cosa de una legua)
  voy a buscar recuerdos a tus calles nocheras.
  Mi silbido de pobre penetrará en los sueños
  de los hombres que duermen.
  Esa higuera que asoma sobre una parecita
  se lleva bien con mi alma
  y es más grato el rosado firme de tus esquinas
  que el de las nubes blandas.

  CURSO DE LOS RECUERDOS

  Recuerdo mío del jardín de casa:
  vida benigna de las plantas,
  vida cortés de misteriosa
  y lisonjeada por los hombres.
  Palmera la más alta de aquel cielo
  y conventillo de gorriones;
  parra firmamental de uva negra,
  los días del verano dormían a tu sombra.
  Molino colorado:
  remota rueda laboriosa en el viento,
  honor de nuestra casa, porque a las otras
  iba el río bajo la campanita del aguatero.
  Sótano circular de la base
  que hacías vertiginoso el jardín,
  daba miedo entrever por una hendija
  tu calabozo de agua sutil.
  Jardín, frente a la verja cumplieron sus caminos
  los sufridos carreros
  y el charro carnaval aturdió
  con insolentes murgas.
  El almacén, padrino del malevo,
  dominaba la esquina;
  pero tenías cañaverales para hacer lanzas
  y gorriones para la oración.
  El sueño de tus árboles y el mío
  todavía en la noche se confunden
  y la devastación de la urraca
  dejó un antiguo miedo en mi sangre.
  Tus contadas varas de fondo
  se nos volvieron geografía;
  un alto era «la montaña de tierra»
  y una temeridad su declive.
  Jardín, yo cortaré mi oración
  para seguir siempre acordándome:
  voluntad o azar de dar sombra
  fueron tus árboles.

  ISIDORO ACEVEDO

  Es verdad que lo ignoro todo sobre él
  –salvo los nombres de lugar y las fechas:
  fraudes de la palabra–
  pero con temerosa piedad he rescatado su último día,
  no el que los otros vieron, el suyo,
  y quiero distraerme de mi destino para escribirlo.
  Adicto al diálogo ladino del truco,
  alsinista y nacido del buen lado del Arroyo del Medio,
  comisario de frutos del país en el mercado antiguo del Once,
  comisario de la tercera,
  se batió cuando Buenos Aires lo quiso
  en Cepeda, en Pavón y en la playa de los Corrales.
  Pero mi voz no debe asumir sus batallas,
  porque él se las llevó en un sueño final.
  Porque lo mismo que otros hombres escriben versos
  hizo mi abuelo un sueño.
  Cuando una congestión pulmonar lo estaba arrasando
  y la inventiva fiebre le falseó la cara del día,
  congregó los archivos de su memoria
  para fraguar su sueño.
  Esto aconteció en una casa de la calle Serrano,
  en el verano ardido del novecientos cinco.
  Soñó con dos ejércitos
  que entraban en la sombra de una batalla;
  enumeró los comandos, las banderas, las unidades.
  «Ahora están parlamentando los jefes», dijo en voz que le oyeron
  y quiso incorporarse para verlos.
  Hizo leva de pampa:
  vio terreno quebrado para que pudiera aferrarse la infantería
  y llanura resuelta para que el tirón de la caballería fuera
  [invencible.

  Hizo una leva última,
  congregó los miles de rostros que el hombre sabe, sin saber,
  [después de los años:

  caras de barba que se estarán desvaneciendo en daguerrotipos,
  caras que vivieron junto a la suya en el puente Alsina y Cepeda.
  Entró a saco en sus días
  para esa visionaria patriada que necesitaba su fe, no que una
  [flaqueza le impuso;

  juntó un ejército de sombras ecuestres
  para que lo mataran.
  Así, en el dormitorio que miraba al jardín,
  murió en un sueño por la patria.
  En metáfora de viaje me dijeron su muerte; no la creí.
  Yo era chico, yo no sabía entonces de muerte, yo era inmortal;
  yo lo busqué por muchos días por los cuartos sin luz.

  LA NOCHE QUE EN EL SUR LO VELARON

  A Letizia Álvarez de Toledo

  Por el deceso de alguien
  –misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no
  [abarcamos–

  hay hasta el alba una casa abierta en el Sur,
  una ignorada casa que no estoy destinado a rever,
  pero que me espera esta noche
  con desvelada luz en las altas horas del sueño,
  demacrada de malas noches, distinta,
  minuciosa de realidad.
  A su vigilia gravitada en muerte camino
  por las calles elementales como recuerdos,
  por el tiempo abundante de la noche,
  sin más oíble vida
  que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén
  y algún silbido solo en el mundo.
  Lento el andar, en la posesión de la espera,
  llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco
  y me reciben hombres obligados a gravedad
  que participaron de los años de mis mayores,
  y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio
  –patio que está bajo el poder y en la integridad de la noche–
  y decimos, porque la realidad es mayor, cosas indiferentes
  y somos desganados y argentinos en el espejo
  y el mate compartido mide horas vanas.
  Me conmueven las menudas sabidurías
  que en todo fallecimiento se pierden
  –hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros–.
  Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro
  y mucho lo es el de participar en esta vigilia,
  reunida alrededor de lo que no se sabe: del muerto,
  reunida para acompañar y guardar su primera noche en la
  [muerte.
  (El velorio gasta las caras;
  los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús.)
  ¿Y el muerto, el increíble?
  Su realidad está bajo las flores diferentes de él
  y su mortal hospitalidad nos dará
  un recuerdo más para el tiempo
  y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio
  y brisa oscura sobre la frente que vuelve
  y la noche que de la mayor congoja nos libra:
  la prolijidad de lo real.

  MUERTES DE BUENOS AIRES

 I
 LA CHACARITA


  Porque la entraña del cementerio del Sur
  fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;
  porque los conventillos hondos del Sur
  mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires
  y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,
  a paladas te abrieron
  en la punta perdida del Oeste,
  detrás de las tormentas de tierra
  y del barrial pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores.
  Allí no había más que el mundo
  y las costumbres de las estrellas sobre unas chacras,
  y el tren salía de un galpón en Bermejo
  con los olvidos de la muerte:
  muertos de barba derrumbada y ojos en vela,
  muertas de carne desalmada y sin magia.
  Trapacerías de la muerte –sucia como el nacimiento del hombre–
  siguen multiplicando tu subsuelo y así reclutas
  tu conventillo de ánimas, tu montonera clandestina de huesos
  que caen al fondo de tu noche enterrada
  lo mismo que a la hondura de un mar,
  hacia una muerte sin inmortalidad y sin honra.
  Una dura vegetación de sobras en pena
  hace fuerza contra tus paredones interminables
  cuyo sentido es perdición,
  y convencidas de mortalidad las orillas
  apuran su caliente vida a tus pies
  en calles traspasadas por una llamarada baja de barro
  o se aturden con desgano de bandoneones
  o con balidos de cornetas sonsas en carnaval.
  (El fallo de destino más para siempre,
  que dura en mí lo escuché esa noche en tu noche
  cuando la guitarra bajo la mano del orillero
  dijo lo mismo que las palabras, y ellas decían:
  La muerte es vida vivida,
  la vida es muerte que viene;
  la vida no es otra cosa
  que muerte que anda luciendo.)
  Mono del cementerio, la Quema
  gesticula advenediza muerte a tus pies.
  Gastamos y enfermamos la realidad: 210 carros
  infaman las mañanas, llevando
  a esa necrópolis de humo
  las cotidianas cosas que hemos contagiado de muerte.
  Cúpulas estrafalarias de madera y cruces en alto
  se mueven –piezas negras de un ajedrez final– por tus calles
  y su achacosa majestad va encubriendo
  las vergüenzas de nuestras muertes.
  En tu disciplinado recinto
  la muerte es incolora, hueca, numérica;
  se disminuye a fechas y a nombres,
  muertes de la palabra.
  Chacarita:
  desaguadero de esta patria de Buenos Aires, cuesta final,
  barrio que sobrevives a los otros, que sobremueres,
  lazareto que estás en esta muerte no en la otra vida,
  he oído tu palabra de caducidad y no creo en ella,
  porque tu misma convicción de angustia es acto de vida
  y porque la plenitud de una sola rosa es más que tus mármoles.
 II
 LA RECOLETA


  Aquí es pundonorosa la muerte,
  aquí es la recatada muerte porteña,
  la consanguínea de la duradera luz venturosa
  del atrio del Socorro
  y de la ceniza minuciosa de los braseros
  y del fino dulce de leche de los cumpleaños
  y de las hondas dinastías de patios.
  Se acuerdan bien con ella
  esas viejas dulzuras y también los viejos rigores.
  Tu frente es el pórtico valeroso
  y la generosidad de ciego del árbol
  y la dicción de pájaros que aluden, sin saberla, a la muerte
  y el redoble, endiosador de pechos, de los tambores
  en los entierros militares;
  tu espalda, los tácitos conventillos del Norte
  y el paredón de las ejecuciones de Rosas.
  Crece en disolución bajo los sufragios de mármol
  la nación irrepresentable de muertos
  que se deshumanizaron en tu tiniebla
  desde que María de los Dolores Maciel, niña del Uruguay
  –simiente de tu jardín para el cielo–
  se durmió, tan poca cosa, en tu descampado.
  Pero yo quiero demorarme en el pensamiento
  de las livianas flores que son tu comentario piadoso
  –suelo amarillo bajo las acacias de tu costado,
  flores izadas a conmemoración en tus mausoleos–
  y en el porqué de su vivir gracioso y dormido
  junto a las atroces reliquias de los que amamos.
  Dije el enigma y diré también su palabra:
  siempre las flores vigilaron la muerte,
  porque siempre los hombres incomprensiblemente supimos
  que su existir dormido y gracioso
  es el que mejor puede acompañar a los que murieron
  sin ofenderlos con soberbia de vida,
  sin ser más vida que ellos.

  A FRANCISCO LÓPEZ MERINO

  Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
  si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
  es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
  predestinadas a imposibilidad y a derrota.
  Sólo nos queda entonces
  decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,
  el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.
  ¿Qué sabrá oponer nuestra voz
  a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?
  Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:
  las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,
  la patria que condesciende a higuera y aljibe,
  la gravitación del amor, que nos justifica.
  Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,
  que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,
  que la supiste de campanas, niña y graciosa,
  hermana de tu aplicada letra de colegial,
  y que hubieras querido distraerte en ella como en un sueño.
  Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,
  nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,
  entonces es ligera tu muerte,
  como los versos en que siempre estás esperándonos,
  entonces no profanarán tu tiniebla
  estas amistades que invocan.

  BARRIO NORTE

  Esta declaración es la de un secreto
  que está vedado por la inutilidad y el descuido,
  secreto sin misterio ni juramento
  que sólo por la indiferencia lo es:
  hábitos de hombres y de anocheceres lo tienen,
  lo preserva el olvido, que es el modo más pobre del misterio.
  Alguna vez era una amistad este barrio,
  un argumento de aversiones y afectos, como las otras cosas de
  [amor;

  apenas si persiste esa fe
  en unos hechos distanciados que morirán:
  en la milonga que de las Cinco Esquinas se acuerda,
  en el patio como una firme rosa bajo las paredes crecientes,
  en el despintado letrero que dice todavía La Flor del Norte,
  en los muchachos de guitarra y baraja del almacén,
  en la memoria detenida del ciego.
  Ese disperso amor es nuestro desanimado secreto.
  Una cosa invisible está pereciendo del mundo,
  un amor no más ancho que una música.
  Se nos aparta el barrio,
  los balconcitos retacones de mármol no nos enfrentan cielo.
  Nuestro cariño se acobarda en desganos,
  la estrella de aire de las Cinco Esquinas es otra.
  Pero sin ruido y siempre,
  en cosas incomunicadas, perdidas, como lo están siempre las cosas,
  en el gomero con su veteado cielo de sombra,
  en la bacía que recoge el primer sol y el último,
  perdura ese hecho servicial y amistoso,
  esa lealtad oscura que mi palabra está declarando:
  el barrio.

  EL PASEO DE JULIO

  Juro que no por deliberación he vuelto a la calle
  de alta recova repetida como un espejo,
  de parrillas con la trenza de carne de los Corrales,
  de prostitución encubierta por lo más distinto: la música.
  Puerto mutilado sin mar, encajonada racha salobre,
  resaca que te adheriste a la tierra: paseo de Julio,
  aunque recuerdos míos, antiguos hasta la ternura, te sepan
  nunca te sentí patria.
  Sólo poseo de ti una deslumbrada ignorancia,
  una insegura propiedad como la de los pájaros en el aire,
  pero mi verso es de interrogación y de prueba
  y para obedecer lo entrevisto.
  Barrio con lucidez de pesadilla al pie de los otros,
  tus espejos curvos denuncian el lado de fealdad de las caras,
  tu noche calentada en lupanares pende de la ciudad.
  Eres la perdición fraguándose un mundo
  con los reflejos y las deformaciones del nuestro;
  sufres de caos, adoleces de irrealidad,
  te empeñas en jugar con naipes raspados la vida;
  tu alcohol mueve peleas,
  tus adivinas interrogan envidiosos libros de magia.
  ¿Será porque el infierno es vacío
  que es espuria tu misma fauna de monstruos
  y la sirena prometida por ese cartel es muerta y de cera?
  Tienes la inocencia terrible
  de la resignación, del amanecer, del conocimiento,
  la del espíritu no purificado, borrado
  por los días del destino
  y que ya blanco de muchas luces, ya nadie,
  sólo codicia lo presente, lo actual, como los hombres viejos.
  Detrás de los paredones de mi suburbio, los duros carros
  rezarán con varas en alto a su imposible dios de hierro y de polvo,
  pero ¿qué dios, qué ídolo, que veneración la tuya, paseo de Julio?
  Tu vida pacta con la muerte;
  toda felicidad, con sólo existir, te es adversa.
Fuente:
   PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, SEPTIEMBRE 2012
  Copyright © 1995 por María Kodama
  Todos los derechos reservados. Publicado en los Estados Unidos de América por Vintage Español, una división de Random House, Inc., Nueva York, y en Canadá por Random House of Canada Limited, Toronto.
 Esta edición fue originalmente publicada en España por Random House Mondadori, S. A., Barcelona, en 2011. Copyright de la presente edición en castellano para todo el mundo excepto EE.UU. © 2011 por Random House Mondadori, S. A.
  Vintage es una marca registrada y Vintage Español y su colofón son marcas de Random House, Inc.
  Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
  eISBN: 978-0-307-95099-4
  www.vintageespanol.com
  v3.1
 

lunes, 5 de septiembre de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas Nos: 15, 16, 17.



Carta N.º 15
París, 3 de octubre de 1961.
Querido León Ostrov:
Espero que no haya recibido mi carta de Capri en la que le decía cuánto no me gustaba el sitio, la gente, todo… La verdad es que a la semana me enamoré de la isla, de la gente, de todo, y averigüé qué posibilidades había de quedarme a vivir en ella varios años. Lo mismo me pasa con Roma. Tengo muchos deseos de irme a esta ciudad, por mucho tiempo, porque creo que es preciso sufrir y andar mucho en una ciudad como Roma, como París, y por todo esto aquí estoy, nostálgica de Italia, tratando de ordenar y reanudar mi existencia parisina. He perdido definitivamente mi horroroso departamento de Saint-Michel (llegué a medianoche con las valijas y lo encontré ocupado) y ahora vivo en una chambre de bonne —sin agua, sin calefacción— al lado de Saint-Germain y Rue du Bac. Lo que me parecía una enfermedad sin nombre, una lenta agonía de orígenes desconocidos es una vulgar maladie du foie, resultado de mis excesos báquicos. A mí de cuidarme y protegerme ahora: lo difícil, cómo quererse, cómo guardarse y no hacerse daño. Estoy extrañada y confusa. Capri es una suerte de paraíso de la homosexualidad. He visto rostros maravillosos, he jugado el terrible juego de las miradas sin desenlace (yo en un café y una mujer misteriosa que se acerca y se sienta en la mesa de al lado y no hace más que mirarme; esto duraba horas; levantarme y sentir que me sigue, pero mirarla de nuevo y ver que no es la de recién sino otra, una nueva, et c’est toujours la seule, —ou c’est le seul moment. No es que yo exija nada, pero me pregunto si hay derecho de jugar de esta manera para nada, si hay derecho a jugar de esta manera con algo tan serio como la mirada). He vuelto confusa a causa de esto y veo que en el plano erótico sigo inmersa en un mundo de fantasmas y de inexistencias, que no hay qué tocar o abrazar. Felizmente, a mi vuelta me encontré con mi amigo Roberto Juarroz, que llegó con una beca de la Universidad. Largas charlas sobre la poesía, el espíritu, la muerte… todo esto me recupera, me aleja del peligro, me recuerda, me recobra. Recibí una carta de la revista Mito —según mi experiencia en lecturas latinoamericanas es la mejor revista— donde me dicen de publicar mi diario (creo que le hablé de él en la carta anterior). Si hay algo en lo que creo es en este diario: hablo de su calidad literaria, de su lenguaje. Es infinitamente mejor que todos mis poemas. Cuanto a mis poemas me siguen angustiando…
Comenzaré mañana unos cursos de historia del arte, en el Louvre. Quisiera seguir otros estudios más serios, más intensos, pero no sé aún, lo quisiera para poder alguna vez ganarme la vida sin tener que escribir a máquina en horribles oficinas, pero me espanta este miedo al futuro, y creo mejor hacer lo que tengo ganas, es decir, leer mucho y conocer y escribir, sola y solitaria.
Mi familia anda contenta de mí y tranquila —según la correspondencia. Ahora que llegó Roberto J. se me hace más amable la imagen de Buenos Aires, pero de volver no se ha pensado.
He conocido a una muchacha que usted conoce: Chichita Singer, que lo recuerda con mucho afecto.
Aquí todos hablan de la bomba atómica y de la venida del final de los finales. Cómo hacer, después, para despeñarse en la hoja en blanco y pelear con las palabras. Me pregunto quién me da fuerzas, quién me hunde en el silencio fantasma de las palabras.
Espero recibir pronto noticias suyas.
Abrazos para los tres,
 Alejandra
9, Rue de Luynes
París 7è



  Carta N.º 16


París, 10 de enero de 1962.

Querido León Ostrov:
Le envío unas rápidas líneas en madrugada para decirle de mi afecto y de mi amistad de siempre. Me sería muy difícil explicarle mi prolongado silencio, pero es como siempre, o tal vez no, pero me gusta cada vez menos escribir para contar mis desdichas. No obstante, como la perpetua felicidad se demora le escribo igual.
No le envío el «diario» publicado porque la revista tarda en aparecer. Todo es tan lento, todo depende tanto de las voluntades ajenas que es preciso respirar bien y tenderse como «el yoghi a la sombra de la higuera». Me tradujeron mis poemas al alemán y saldrán —según me anuncian— en la revista Akzente, la más importante de Berlín. También me tradujeron al árabe y saldré en una revista de Beyrouth. Esto se lo cuento sonriendo porque me divierte pasar por «poetisa internacional». Pero tengo ganas de publicar mucho, de ser tan famosa que por ello me den una pieza con agua y calefacción, porque el invierno es cruel y mi piecita inenarrable y mi tarea en la revista más fatigosa que nunca. Cuanto a volver hago vagos proyectos pero no tengo muchos deseos: quisiera ir por unos meses solamente lo cual no es posible por razones financieras. La nostalgia de la «madre» patria decrece notablemente y tal vez por eso me siento mal, como el que interrumpe bruscamente una droga, el que se desintoxica de una manera brutal. ¿Cómo vivir sin nostalgia, cómo vivir sin angustias, sin sufrir? Pero estoy lejos de preguntar esto de una manera absoluta.
He visto al matrimonio Kogan —ambos profesores en la Facultad y muy encantadores. Con ellos y otros amigos comimos en un restaurant judío de la fascinante Rue de Rosiers. El resultado fue un violento ataque de sionismo que me duró una semana. En esos días leí un artículo de Victoria Ocampo sobre el proceso Eichman. Me conmovió tanto que le mandé poemas a Murena. Es así como pronto —según me anuncian— publicaré en Sur.
La situación política de aquí es horrenda. Bombas y policías por todas partes. He tomado sanas medidas: no leer más los diarios. De manera que leo a mi Góngora de siempre y hago poemas y trabajo y publico en revistas «reaccionarias» y sólo sueño con una vida a lo Balzac. Mi rebeldía consiste en desear que se mueran todos pero que yo consiga una buena pieza y pueda «tomar mi taza de té».
Ando bastante mal de salud. Renuncié absolutamente al café, al alcohol y casi al tabaco. Tengo vértigos y desfallecimientos. No sé si es físico, metafísico o patafísico. Pero tengo una fatiga inenarrable. A los 25 años puedo decir: «Cansada de la edad…». ¿Es esto la adultez que llega definitivamente? No sé, no comprendo nada. Pero es bueno leer y doblemente bueno escribir. (Hace tiempo que deseo preguntarle si conoce a Georges Bataille). Le envío una foto: las ojeras señalan e indican el proceso de monstruificación por el que pasa toda poetisa que se respeta en París. La pequeña foto de la izquierda me representa montada en el centauro de Versailles.
Bueno, le escribiré pronto. Abrazos para los tres de
 Alejandra
9, Rue de Luynes
París 7è



  Carta N.º 17


París, 3 de abril de 1962.

Querido León Ostrov:
Me pregunto si habrá recibido mi última carta. Yo hace mucho tiempo que no tengo noticias suyas y me gustaría tenerlas. En estos últimos días pienso mucho en Argentina, con suma inquietud, naturalmente. Los diarios de aquí ofrecen una imagen caótica de la situación argentina y le auguran un cercano futuro espantoso. Espero —aunque es infantil decirlo— que usted esté bien como siempre y que en nada le perjudiquen los acontecimientos externos.
Lo que es a mí me perjudican doblemente. La Argentina, mejor dicho, mi casa, mi familia, es como un telón de fondo en mi vida parisina. Algo de color gris y más bien desagradable pero que no obstante garantiza y es signo de alguna protección —material, digamos. Como aquí se espera una revolución o guerra civil o un gobierno fascista, me limitaba a decirme que cuando suceda me vuelvo a mi «hogar». Pero ahora tampoco aquello es seguro, qué digo, aquello lo es mucho menos que esto. De ahí mi mala salud de ahora: vértigos y palpitaciones. Vivir sola no es nada. Recién ahora empieza la soledad verdadera: sin seguridades ni garantías. Por ello ando con miedos, triste y desorientada.
No sé si le hablé de mi libro de poemas que pensaba publicar en México: Apariciones y silencios. Pues bien, Murena me ofreció publicarlo en Sur. Escribí a México pidiéndoles el libro y lo mandé a Sur. Me pregunto si con los acontecimientos políticos su publicación será posible. ¿Me lo dirá usted, por favor? De todos modos me dejo llevar por una vieja superstición que usted ya conoce: sufrir cuando el libro está por entrar a la imprenta o ya en ella, sufrir y temer lo peor, como si con ello mi libro ganara méritos, se hará acreedor de elogios que, en el caso contrario, no arribarán a mí.
No sé si sabe que vino Olga Orozco. Me encontró «cambiada», lo que me alegró mucho. Yo creí que su visita iba a ser fundamental en mi vida pero no es así. La quiero mucho pero ya no me produce ese antiguo fervor ni esa exaltación vacía y sin objeto. Cada vez me es más difícil el acceso a ese estado casi místico, de alienación total, en el que yo y mis fantasmas hacíamos verdaderas orgías de evasión. Si cierro los ojos no tengo adónde huir. Por eso estoy tan triste: tal vez las fantasías absurdas de mi adolescencia y los amores inventados eran los que me conducían a la «realidad». Ahora hay como ausencias palpables en donde hubo presencias invisibles. Pero es muy difícil hablar de esto.
He conseguido, al fin, un «estudio» comme il faut. Después de la piecita fría y miserable en donde pasé el invierno más duro de mi vida, heme aquí en otra muy amplia y muy limpia, en la que es menos penoso arreglárselas sola para quien es como yo torpe y absolutamente desordenada. No obstante, desde que llegué me siento mal —vahídos, palpitaciones— porque después de todo yo ya estaba acostumbrada a la otra y ahora es un nuevo recomenzar: cama distinta, otros reflejos en la noche, espejos en lugares que no esperaba… Proust lo «sabía».
Mi trabajo en Cuadernos continúa siendo fastidioso y fatigoso. Ahora trabajo de 9 a 12.30 hs. Objetivamente no es mucho tiempo pero vuelvo tan cansada que debo dormir. Con todo mi respeto por el psicoanálisis me atrevo a no estar de acuerdo sobre la importancia de «ganarse la vida» una misma. Creo que me la ganaría más quedándome dormida hasta muy tarde y recibiendo dinero sin tener que escribir a máquina doscientas direcciones por día. Pero tampoco es posible hacer solamente poemas. En cambio sí es posible pintar todo el día o escribir novelas. Tal vez el mito del poeta que sufre, cuyos «únicos instrumentos son la humillación y la angustia» viene de esta imposibilidad de hallar un ritmo de creación, una continuidad, un hacer día a día. Es posible que si mi trabajo fuera más interesante yo no me quejaría.
Me gustaría mucho tener noticias suyas.
Un abrazo entonces y otros para Aglae y Andrea,
 Alejandra
30, Rue Saint-Sulpice
Paris 6è

domingo, 4 de septiembre de 2016

Silvina Ocampo. Cuentos. Volumen 2: Hombres animales enredaderas.


Hombres animales enredaderas

Al caer perdí sin duda el conocimiento. Sólo recuerdo dos ojos que me miraban y el último vaivén del avión, como si una enorme nodri-za me acunara en sus brazos. Así agradará a un niño que lo acunen. Cerré los párpados, vagué por mundos desconocidos. Después un ruido ensorde-cedor y luego un golpe seco me devolvieron a la reali-dad: el encuentro duro de la tierra. Después nada me comunicaba con esa tierra, salvo la sensación de una hoguera que se apaga y de-ja la ceniza gris parecida al silencio. No comprendo en qué forma su-cedió el accidente: que yo esté solo en esta selva con los víveres y que no quede ningún rastro a la vista de la máquina donde viajé, me desconcierta. Alguien vendrá a buscarme, confío en la astucia de los aviadores que, más que buscarme a mí y a los demás tripulantes y pasajeros, buscarán la máquina. Me en-contrarán por casualidad; la casualidad existe y a veces conviene. Estas provisiones, cuidándo-las, alcanzarán para veinte días. Mi cálculo podría ser inexacto.
Además algún roedor, algún pájaro o una bestia cualquiera po-drían de-vorar los víveres que no están adecuadamente envasados; entonces, mi dieta se reduciría considerablemente. Me quedarían, asimismo, las con-servas y las galletitas con gusto a cartón que es-tán en latas, el lomito ahumado, las lengüitas, los dátiles y las ci-ruelas, las repugnantes cas-tañas de Cajú, el maní.
Pero aquellos ojos, ¿dónde estarán?.
Veinte días es mucho, es casi un mes. Víveres para veinte días, ¿qué más puedo pedir?. Compartirlos. ¿me será dada esa felicidad?. No sé dónde leí que algunos monjes se alimentaban durante mucho tiempo de dos o tres dátiles por día. Las botellas de vino también me ayudarán a mantenerme sano y fuerte.
Pero aquellos ojos que me miraban, ¿qué beberán?.
A ningún animal le interesa tomar vino, ¿por qué será?. Y ha-blando de
animales, pienso en la posible existencia de fieras.
Oigo a veces crujir las ramas y me parece que hay olor a fiera, pero en-tiendo que si doy curso a mis cavilaciones me volveré loco, y entonces me echo de bruces en la tierra, la beso y trato de imaginar un mundo de corderos, como en las estampas de primera comunión, y de maripo-sas, como en los libros de lectura infantil. Mi cama es tan cómoda que después de haber dormido ocho horas, me despier-to plácidamente cre-yendo que estoy en casa. Extiendo el brazo y con mano segura, trato de encender la lámpara de mi mesa de luz; me demoro un rato en esa ilusión. Si la noche está muy oscura, me apresa una gran angustia, pe-ro si hay luna, contemplo la luz que brilla en las hojas de los árboles y en los troncos cubiertos de mus-go y me imagino que estoy en un jardín bien cuidado. Me tranquili-za esta imagen tan tonta en realidad, ya que siempre preferí la sel-va a un jardín civilizado. Por eso mismo andaba siempre despeina-do, me dejaba crecer la barba y, a veces, el aseo de mi ropa no era impecable. Ahora que estoy rodeado de una vegetación que se ex-pande al azar, ¿preferiría estar rodeado de las más disciplinadas plantas? No, de ningún modo. Todos mis pensa-mientos me llevan a la ciudad que odié; a los alrededores de la ciudad que desprecié. Re-cuerdo con rencor su olor a nafta, a naftalina, a far-macia, a sudor, a vómito, a pies, a sótano, a viejo, a insecticida, a min-gitorio, a re-cién nacido, a escupitajo, a excrementos, a cocina. No cometo la equivocación de redimir la imagen de la ciudad con la imagen de las personas queridas. Trato de no echar de menos ni la letrina ni el la-vatorio. Me acostumbro a esta vida. Uno se acostumbra a todo, me decía mamá y tenía razón.
No conozco el clima de este sitio; eso sí, me molesta un poco mi igno-rancia. Sería difícil conocerlo sin nada que me oriente: ni baró-metro, ni indicación geográfica, ni estudios botánicos ni climáticos. Por culpa de una tormenta el avión tuvo que cambiar de rumbo, de modo que no sé ni siquiera aproximadamente dónde cayó. Podría consultar el cielo, pero tampoco entiendo mucho de estrellas, temo equivocarme. Creo que es-te lugar es húmedo porque hay ciertas lia-nas y cierta variedad de ma-dreselvas que crecen en lugares húme-dos. No sé si el calor que siento es del trópico o simplemente del ve-rano. Hay bajo los árboles ciertos helechos que se amontonan entre el musgo.
¿De qué color eran aquellos ojos?. Del color de las bolitas de vi-drio que yo elegía, cuando era chico, en la juguetería.
De noche hay luciérnagas y grillos ensordecedores. Un perfume suave y penetrante me seduce, ¿de dónde proviene?. Aún no lo sé. Creo que me hace bien. Se desprende de obres o de árboles o de hierbas o de raíces o de todo a la vez (¿no será de un fantasma?); es un perfume que no aspiré en ninguna otra parte del mundo, un per-fume embriaga-dor y a la vez sedante. Husmeando como un perro ¿me volveré perro?, estrujo las hojas, las hierbas, las flores silves-tres que encuentro. Estu-dio las hojas para averiguar si ese perfume emana de ellas. Arranco y pruebo la corteza de los árboles. Final-mente he descubierto lo que per-fuma el aire con tanta vehemencia: es una enredadera, tal vez de flores insignificantes. Nada en su as-pecto la distingue de las otras, salvo su impetuoso follaje. Mientras la miro me parece que crece. Me alimento metódicamente de acuer-do con el cálculo de cantidades diarias que me he propuesto comer para que los alimentos me alcancen hasta la llega-da del avión o del helicóptero que espero de los hombres y de Dios. Como varias veces por día pequeñas dosis de alimentos. Hay algunas frutas silvestres que enriquecen mi dieta. Soy una porquería. ¿Por qué me cuido tan-to?. No hace ni un mes que pensaba suicidarme; ahora metódica-mente me alimento, trato de descansar, como si cuidara a un niño. Hay personas que tardan mucho en saber quiénes son. El canto de los pájaros a mediodía (lo que yo calculo que es el mediodía) se vuel-ve ensordecedor. Hubiera podido fabricar una honda con elásticos que tengo en la cintura de mi anorak y dos ramas que he recortado. ¿Para qué cazar un pájaro?, me pregunto. Lo natural sería matarlo y comerlo. No podría. Mi voluntad se debilita, tal vez. Duermo mu-cho. Cuando me despierto, saco fotografías de los árboles, de mi ma-no, de mi pie, del follaje, pues ¿qué otras fotografías podría sacar?. No tengo disparador automático para fotografiarme. Además no sé si mi cámara fotográfica funciona, porque ha recibido un golpe. En algunos momen-tos pronuncio mi nombre varias veces, dando a mi voz tonalidades di-ferentes. ¿Tendré miedo de olvidarlo?. Descubro que hay un eco en el bosque. Nada me da tanto miedo. A veces oigo, o creo oír, el motor de un avión: entonces miro el cielo desesperada-mente.
¿Dónde estarán aquellos ojos que me miraban tanto?. ¿De qué conver-sarán?. ¿Habrán caído al mar atraídos por su propio color?. ¿Si llegaran de improviso?.
Poco a poco me acostumbro a esta vida. Prefiero dormir, es lo que hago mejor, a veces demasiado. Si una fiera me atacara duran-te mi sueño no podría defenderme y cometo todos los días la impru-dencia de dormir profundamente a la hora de la siesta; es claro que no sé a ciencia cierta cuándo es la hora de la siesta, porque mi reloj se ha parado y por primera vez he perdido la noción del tiempo. A través de tantos árboles la luz del sol me llega indirectamente. Des-pués de perder el hilo de la hora, si así puede decirse, difícil sería orientarme de acuerdo con esa luz. No sé si es otoño, invierno, pri-mavera o verano. ¿Cómo podría saberlo si no sé en qué sitio estoy?. Creo que los árboles que me rodean son de hojas perennes. No me atrevo a aventurarme por el bosque: podría perder mis provisiones. Ésta ya es mi casa. Las ramas son mis perchas. Extraño mucho el jabón y el espejo, las tijeras y el peine. Empieza a preocuparme la cuestión del sueño, me parece que duermo casi todo el tiempo y creo que las culpables son estas flores que perfuman tanto el aire. El as-pecto anodino que tienen, engaña: forman una glorieta que observándola bien es diabólica. Vanamente las arranco de la tierra: vuelven a crecer con más ímpetu. Traté de destruir algunas enterrándolas, pero no tengo herramientas para cavar la tierra y me serví de un trozo de madera chato, cuyo manejo me resultó engorroso. Pobre Robinson Crusoe, o más bien dicho, feliz Robinson Crusoe que sabía desempeñarse en las tareas que impone la soledad. Yo no sirvo pa-ra una situación como ésta. Vanamente traté de destruir las flores, como estaba diciendo, pues muchas de ellas se trepan a los árboles y se pierden en la altura tapándome el cielo. No podría destruir con nada su perfume, ya que este lugar es como un cuarto cerrado. A ve-ces me he dormido observando una rama con dos o tres flores; al despertar he advertido que la misma rama ya tenía nueve flores más. ¿Cuánto tiempo yo habría dormido?. No lo sé. Nunca sé el tiem-po que duermo, pero su-pongo que duermo como en los días en que llevo una vida normal. ¿Cómo en ese tiempo tan corto han podido florecer tantas flores? Si pienso en estas cosas me volveré loco. Ob-servo la flor culpable de mi sueño: es como una campanilla, y es dul-ce (la he probado). Las ramas en que brota van tejiendo extrañas ca-nastitas. Nunca observé una en-redadera tan de cerca. Se enrosca en troncos y en ramas, con un tejido tan apretado que a veces resulta imposible arrancarla. Es como un fo-rro, como una cascada, como una serpiente. Sedienta de agua, busca mis ojos, se aproxima. Aho-ra tengo miedo de dormir. Tengo pesadillas. Ya van varias noches que sueño lo mismo: la madreselva me confunde con un árbol y co-mienza a tejer alrededor de mis piernas una red que me aprisiona. No creo que estoy mal de salud. Creo, por lo contrario, que estoy perfectamente bien. Sin embargo, este estado de somnolen-cia no pa-rece tan normal. A veces me pregunto: ¿no habré perdido to-talmen-te la noción del tiempo?. ¿Duermo más de lo que es habitual para un ser humano, o creo que duermo más?. ¿Es el perfume que me da sue-ño?. A la hora en que más se expande, empiezo a parpadear, se me cierran los ojos, y caigo en un letargo que al despertar me asusta. El progreso que hace la enredadera sobre el árbol fue durante unos días mi reloj. Como una tejedora iba tejiendo sus puntos alrededor de cada rama. Al despertar, por los nudos que había hecho yo podía calcular el tiempo de mi sueño, pero ahora, últimamente, se apre-sura. ¿Soy yo o el tiempo?. Pasar de una idea a la otra sin orden al-guno, es una de mis características actuales, pero la verdad es que nunca dispuse de tanto tiempo ni de tanta inactividad física. Jamás creí que me encontraría en una situación semejante. La abstinen-cia, además, me causó siempre horror. Ayer ¿sería ayer ayer? bebí dos botellas de vino para desqui-tarme, y después de vagar por el bosque, embriagado, caí dormido no sé por cuánto tiempo.
Soñé que decía: ¿Dónde estarán aquellos ojos que tanto me mi-raban?. ¿Qué beberán?. Hay personas que son manos; otras, bocas; otras, ca-bellera; otras, pecho donde uno se recuesta; otras, cuello; otras, ojos, nada más que ojos. Como ella. Trataba de explicárselo cuando íbamos en el avión, pero ella no entendía. Entendía sólo con los ojos y pregun-taba: "¿Cómo? ¿Cómo dice?".
Desperté lejos de los víveres creyendo que jamás volvería a en-contrarlos. Me amonesté cruelmente. Tuve discusiones conmigo mismo. Volví guiado por una gracia divina, sin duda, al lugar de sal-vación: mis alimentos. ¡Qué ironía de la suerte!. ¡Depender de ali-mentos cuando me jactaba entre los hombres de poder pasar veinte días ayunando y me reía de las huelgas de hambre!. Ahora, por un dátil o por una re-pugnante castaña de Cajú, vendería mi alma. Sin duda todos los hom-bres son iguales y reaccionarían del mismo mo-do. No me muevo, estoy encerrado como en una celda. No supuse que celda y selva se parecie-ran tanto, que sociedad y soledad tuvie-ran tantos puntos de contacto. Dentro de mi oreja un millón de vo-ces discuten, se enemistan, se dedi-can a destruirme. Tra ra ra ra ra estoy harto.
Dios mío, que me sea dado no olvidarme de aquellos ojos. Que el iris viva en mi corazón como si mi corazón fuese de tierra y el iris una plan-ta.
Esas voces contradictorias (volviendo a las voces que siento den-tro de mi oreja) se dedican a destruirme.
Amaos los unos a los otros. Nunca me resultó tan difícil seguir ese pre-cepto. Asimismo no hay que despreciar la soledad. Un día el mundo se poblará tanto, que mi actual guarida no será solitaria. Pensar en trans-formaciones me da vértigo. Con los ojos cerrados pienso todos esos disparates y es una imprudencia: la enredadera aprovecha mi descuido para treparse por mi pierna izquierda, teje una red minuciosa en cada dedo de mi pie. El dedo más chiquito me hace reír. Con qué artimaña lo envuelve. No hablemos del dedo gor-do que parece un hisopo. La enre-dadera avanza rápidamente en su trabajo con distintos métodos: para los dedos chicos de mi pie utili-za simplemente un punto que se parece mucho a los barrotes de las sillas de mimbre modernas, para superfi-cies grandes utiliza una amalgama extraña de arabescos que imitan los asientos plásticos de los automóviles. Arranco de mi pie la trenza con cierta dificultad. Recuerdo una enredadera de mi casa que se llama enamorada del muro, y que tiene patitas con garras que se adhieren a los muros. Recuerdo haber arrancado, de niño, algunas ramas y haber sentido la resistencia de la planta en cada una de las hojas como gati-tos que no quieren soltar su presa. Esta enredadera no tiene patitas como la enamorada del muro. Mayor es su mérito. Infatigablemente va tejiendo y tejiendo lazos. ¡Pobres árboles, pobres plantas que caen bajo sus garras!. Dichoso el árbol que es apenas sensitivo. Se lo decía a al-guien (por quien ya no siento ningún amor) para conmoverla. Me quedó el verso. No estoy tan seguro de ese apenas sensitivo. De noche me parece que oí a los árboles quejarse, abrazarse, rechazar-se o suspirar, arrodillarse frente a otros de su familia o de otros que habían sucumbi-do bajo la enredadera. Ingresé en este mundo vege-tal desconociéndolo totalmente. El único árbol que conocí, fuera del sauce, se entiende, fue la tipa. Una vez mamá dijo al cruzar la pla-za San Martín:
-¡Qué lindas tipas! -pasaban en ese momento dos mujeres ho-rribles y me reí.
-¿De qué te reís? -protestó mamá mirando el follaje de las ti-pas y aña-dió-: ¿Acaso ahora no se puede admirar ni los árboles? -¿Qué árboles? -interrogué.
-Las tipas, ignorante. Todavía no sabés lo que son las tipas. -¡Ah!, las tipas -respondí con debido asombro-, "yo creí que hablabas de las ti-pas".
-Ya no sabés ni hablar. Tendrías que irte a la selva para hablar con los monos.
Pobre mamá, cómo se habrá arrepentido del insulto. A veces me desve-la ese recuerdo pero no puedo evitarlo. Miro en la oscuridad las tipas. Tenían flores amarillas: el vestido de mamá parecía más celeste. ¿Y yo tendré siempre mi cara gris de Buenos Aires?.
¿Qué mirarán aquellos ojos?.
Cara de pan crudo, decía la modista que venía a coser para mis herma-nas en casa y que siempre pensaba que yo tenía doce años cuando ya había cumplido los veinte. ¡Qué opio tener veinte años!. No extraño mi casa; eso sí que no, pero un espejo es una compañía, mala o buena, como todas las compañías, y allí tenía mi espejo re-dondo como una lu-na. He dormido esta vez más que todas las otras veces, más que el día de la borrachera; es claro que no puedo estar seguro de no equivocar-me.
¿Dónde estarán aquellos ojos?. ¿Los estaré olvidando?. No recuer-do muy bien la forma del lagrimal.
A veces uno duerme cinco minutos y parecería que ha dormido toda una noche. Me dormí al atardecer, me desperté con una luz de atarde-cer. ¿Habría dormido cinco minutos?. Pero tengo una prueba contun-dente de que no fue así: la enredadera tuvo tiempo de tejer su trenza alrededor de mi pierna izquierda y de llegar hasta el mus-lo; ¡la tiene con mi pierna izquierda!. Como si no fuera bastante hi-zo otro tanto con mi brazo izquierdo. Esta vez la arranqué con ma-yor dificultad pero con menos urgencia que la vez anterior, dicién-dole animal, como a una de mis amigas que siempre me embroma. He resuelto cambiar de guarida. Cargo mis víveres y me mudo en busca de un sitio sin enredaderas pero no lo encuentro y la camina-ta me cansa. A veces pienso que han pasado varios años y que soy viejo; pero si fuera así no me quedarían provisiones. Ahora me que-dé en un lugar tal vez peor, pero no tengo ánimo para volver sobre mis pasos. Toda esta selva es una enredadera. ¿Para qué preocupar-me?. Hay que preocuparse sólo por lo que tiene solución. El perfume seguirá embriagándome, dándome sueño. La enredadera seguirá haciendo sus trenzas. Ahora raras veces me despierto sin que haya tejido alguna trenza alrededor de mi brazo o de mi pierna. Ayer no más, se trepó a mi cuello. Me fastidió un poco. No es que me diera miedo, ni siquiera cuando se me enroscó alrededor de la lengua. Re-cuerdo que al soñar grité y abrí imprudentemente la boca. Es extra-ño. Nunca pensé que una enredadera podía introducirse tan fácil-mente adentro de mi boca.
-Anormal. ¿Qué te has creído?. Uno no se puede fiar de nadie -le dije-.
Me hace gracia porque pienso en la risa que les va a dar a mis amigos esta anécdota. No me creerán. Tampoco creerán que no pue-do estar ociosa. Últimamente trato de tejer trenzas como la enreda-dera alrede-dor de las ramas: es un experimento bastante interesan-te, pero difícil. ¿Quién puede competir con una enredadera?. Estoy tan ocupada que me olvido de aquellos ojos que me miraban; con mayor razón me olvido hasta de beber y de comer. ¡Variable género humano!. Envolví la lapi-cera en mis tallos verdes, como las lapice-ras tejidas con seda y lana por los presos.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Silvina Ocampo. Cuentos Completos tomo I.


Silvina Ocampo (1903-1993) nació en Bue-nos Aires. Desde joven estudió dibujo y pintura; uno de sus maestros fue Giorgio De Chirico. Publicó por primera vez en 1937 (Viaje olvidado). En 1940 se casa con Adolfo Bioy Ca-sares y ese mismo año compila con éste y con Borges una Antología de la literatura fantástica. Sus poemas y cuentos aparecieron en la revista Sur que dirigía su hermana Victoria. Entre más de veinte obras publicadas vale recor-dar: Enumeración de la patria (poemas), Los que aman, odian (novela policial en cola-boración con Bioy, Emecé, 1945) y Los traidores (teatro, en colaboración con J. R. Wilcock). Recibió el Premio Munici-pal de Poesía y el Primer Premio Nacio-nal de Poesía. Realizó numerosas tra-ducciones del inglés y el francés y, a su vez, fue traducida a varios idiomas.

***

"Como el Dios del primer versículo de la Biblia, cada escritor crea un mun-do. Esa creación, a diferencia de la divina, no es ex nibilo; surge de la me-moria, del olvido que es parte de la memoria, de la litera-tura anterior, de los hábitos de un len-guaje y, esencialmente, de la imagina-ción y de la pa-sión. [...] Silvina Ocampo nos propone una realidad en la que con-viven lo quimérico y lo casero, la cruel-dad minuciosa de los niños y la recatada ter-nura, la hamaca paraguaya de una quinta y la mitología. [...] Le importan los colores, los matices, las formas, lo convexo, lo cóncavo, los metales, lo ás-pero, lo pulido, lo opaco, lo traslúcido, las piedras, las plantas, los ani-males, el sabor peculiar de cada hora y de cada es-tación, la música, la no menos misteriosa poesía y el peso de las almas, de que ha-bla Hugo. De las palabras que podrían definirla, la más precisa, creo, es genial."
Jorge Luis Borges

***

"Los personajes de Silvina Ocampo callan con gusto [...] y cuando escriben, es pa-ra crear otra oscuridad, para tramar una impostura; más aún: para confirmar el carácter de impostura de todo lo demás. Pero si la escritura aporta más sombra que luz, es justamente por la conciencia que ella tiene de esta sombra que cum-ple con su misión reveladora. [...] La fuerza de esta ferocidad sutil reside en su tranquilidad y su impasibilidad mismas, idénticas a las de los niños, al punto de no excluir una mirada limpia y una son-risa ligera. Una ferocidad que jamás se separa de la inocencia: inocencia másca-ra de la ferocidad, o ferocidad máscara de la inocencia. [...] hay un mundo fe-menino en el cual Silvina Ocampo se de-senvuelve como en un continente ocul-to, un laberinto de prisiones individua-les que rodea y condiciona todo lo que parece simple y evidente en las relacio-nes humanas, prisiones que el egoísmo edifica alrededor de nosotros mismos.
Italo Calvino
Fuente:
EMECÉ EDITORES

PRIMERA EDICIÓN – BUENOS AIRES 1999

viernes, 2 de septiembre de 2016

Jorge Luis Borges. Poesía. LUNA DE ENFRENTE. (1925). Final del poemario.



DAKAR

  Dakar está en la encrucijada del sol, del desierto y del mar.
  El sol nos tapa el firmamento, el arenal acecha en los caminos, el
  [mar es un encono.

  He visto un jefe en cuya manta era más ardiente lo azul que en el
  [cielo incendiado.

  La mezquita cerca del biógrafo luce una claridad de plegaria.
  La resolana aleja las chozas, el sol como un ladrón escala los muros.
  África tiene en la eternidad su destino, donde hay hazañas,
  [ídolos, reinos, arduos bosques y espadas.

  Yo he logrado un atardecer y una aldea.

  LA PROMISIÓN EN ALTA MAR

  No he recobrado tu cercanía, mi patria, pero ya tengo tus estrellas.
  Lo más lejano del firmamento las dijo y ahora se pierden en su
  [gracia los mástiles.

  Se han desprendido de las altas cornisas como un asombro de
  [palomas.

  Vienen del patio donde el aljibe es una torre inversa entre dos
  [cielos.

  Vienen del creciente jardín cuya inquietud arriba al pie del muro
  [como un agua sombría.

  Vienen de un atardecer de provincia, lacio como un yuyal.
  Son inmortales y vehementes; no ha de medir su eternidad
  [ningún pueblo.

  Ante su firmeza de luz todas las noches de los hombres se
  [curvarán como hojas secas.

  Son un claro país y de algún modo está mi tierra en su ámbito.

  CASI JUICIO FINAL

  Mi callejero no hacer nada vive y se suelta por la variedad de la
  [noche.

  La noche es una fiesta larga y sola.
  En mi secreto corazón yo me justifico y ensalzo.
  He atestiguado el mundo; he confesado la rareza del mundo.
  He cantado lo eterno: la clara luna volvedora y las mejillas que
  [apetece el amor.

  He conmemorado con versos la ciudad que me ciñe
  y los arrabales que se desgarran.
  He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre.
  Frente a la canción de los tibios, encendí mi voz en ponientes.
  A los antepasados de mi sangre y a los antepasados de mis sueños
  [he exaltado y cantado.

  He sido y soy.
  He trabado en firmes palabras mi sentimiento
  que pudo haberse disipado en ternura.
  El recuerdo de una antigua vileza vuelve a mi corazón.
  Como el caballo muerto que la marea inflige a la playa, vuelve a
  [mi corazón.

  Aún están a mi lado, sin embargo, las calles y la luna.
  El agua sigue siendo grata en mi boca y el verso no me niega su
  [música.

  Siento el pavor de la belleza; ¿quién se atreverá a condenarme si
  [esta gran luna de mi soledad me perdona?


  MI VIDA ENTERA

  Aquí otra vez, los labios memorables, único y semejante a vosotros.
  He persistido en la aproximación de la dicha y en la intimidad de
  [la pena.

  He atravesado el mar.
  He conocido muchas tierras; he visto una mujer y dos o tres
  [hombres.

  He querido a una niña altiva y blanca y de una hispánica quietud.
  He visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada
  [inmortalidad de ponientes.

  He paladeado numerosas palabras.
  Creo profundamente que eso es todo y que ni veré ni ejecutaré
  [cosas nuevas.

  Creo que mis jornadas y mis noches
  se igualan en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos
  [los hombres.


  ÚLTIMO SOL EN VILLA LURO

  Tarde como de Juicio Final.
  La calle es una herida abierta en el cielo.
  Ya no sé si fue un Ángel o un ocaso la claridad que ardió en la
  [hondura.

  Insistente, como una pesadilla, carga sobre mí la distancia.
  Al horizonte un alambrado le duele.
  El mundo está como inservible y tirado.
  En el cielo es de día, pero la noche es traicionera en las zanjas.
  Toda la luz está en las tapias azules y en ese alboroto de chicas.
  Ya no sé si es un árbol o es un dios, ese que asoma por la verja
  [herrumbrada.

  Cuántos países a la vez: el campo, el cielo, las afueras.
  Hoy he sido rico de calles y de ocaso filoso y de la tarde hecha
  [estupor.

  Lejos, me devolveré a mi pobreza.

  VERSOS DE CATORCE

  A mi ciudad de patios cóncavos como cántaros
  y de calles que surcan las leguas como un vuelo,
  a mi ciudad de esquinas con aureola de ocaso
  y arrabales azules, hechos de firmamento,
  a mi ciudad que se abre clara como una pampa,
  yo volví de las viejas tierras antiguas del Occidente
  y recobré sus casas y la luz de sus casas
  y la trasnochadora luz de los almacenes
  y supe en las orillas, del querer, que es de todos
  y a punta de poniente desangré el pecho en salmos
  y canté la aceptada costumbre de estar solo
  y el retazo de pampa colorada de un patio.
  Dije las calesitas, noria de los domingos,
  y el paredón que agrieta la sombra de un paraíso,
  y el destino que acecha tácito, en el cuchillo,
  y la noche olorosa como un mate curado.
  Yo presentí la entraña de la voz las orillas,
  palabra que en la tierra pone el azar del agua
  y que da a las afueras su aventura infinita
  y a los vagos campitos un sentido de playa.
  Así voy devolviéndole a Dios unos centavos
  del caudal infinito que me pone en las manos.

Fuente:
Fuente:
PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, SEPTIEMBRE 2012.


 

jueves, 1 de septiembre de 2016

Alejandra Pizarnik & León Ostrov Cartas. No.14.


 Carta N.º 14
Querido León Ostrov:
Le escribo desde Capri, en un café rodeado de barcas dentro de un mar sólo azul y bajo un cielo muy puro. Estuve tres días en Roma —siguiendo su consejo— y me enamoré de sus calles. Y me prometí volver por más tiempo. Ahora estoy en Capri —es mi primer día— y me siento descontenta… El mes pasado anduve tan cansada que no tuve fuerzas para elegir un lugar donde pasar mis vacaciones (1 mes). Siguiendo el consejo de mi prima, estudiante de medicina, he venido a Capri por el Club Mediterranée, una suerte de agencia de viajes con ciertas influencias de los campamentos israelíes pues en vez de hotel hay cabañas y los integrantes de cada contingente se manifiestan sumamente deseosos de hacer una vida comunitaria. Yo, más cansada que nueva, y sin poder hablar con nadie, cómo hablar con estos jóvenes que me recuerdan mi adolescencia idiota. Lo cierto es que estoy absolutamente exilada de la sociedad y recién ahora compruebo que no es una expresión vacía de sentido. Simplemente no tengo de qué hablar con ellos, no hay nada en común. Pero soy yo la que comprende, soy yo la que sabe. Esto es tan difícil de decir. Pero además no quiero hablar. Con nadie. Quiero ver claro en mí.
Ando con deseos de volver a mi casa (a Bs. As.). Razones de salud. Cada día me siento más cansada, más enferma (nada más que vértigos y fatiga). Me gustaría ir a descansar unos meses. Pero al lado de París o de Roma, qué haré en una ciudad tan fea como Bs. Aires. Pero no se vive en las calles. En fin, no sé cómo soportaré este mes de Capri no sólo por los imbéciles del club sino por las horribles playas. Otra cosa que me disgusta es el paisaje al estilo de las tarjetas postales clásicas. No hay duda, el surrealismo me hizo daño… No sé si le dije que me publicaron poemas en la N. R. F.[26] y en Lettres Nouvelles. En fin, estoy cansada y sufro de insomnio.
Lamento esta carta sin humor, sin nada. Estoy carente de fuerzas para más. Además, ahora me angustia esta mezcla de francés, italiano y español que uso para la vida diaria. Hablar varios idiomas es no hablar ninguno. No en vano Rimbaud dejó la poesía e inmediatamente se dedicó a los idiomas. Así yo ahora, negándome a hablar el español aún con los que lo saben. Hace como dos meses que no escribo poemas. Creo «conveniente» volver a descansar y a escribir.
Me gustaría decirle más. He mirado tanto y pensado y observado tanto estos días. Pero tal vez lo escriba, tal vez un cuento, una crónica sobre mi descubrimiento de lo idiota que puede ser la gente, que es. Y no obstante estoy triste por ello, por darme cuenta, yo sí y ellos no. Si sabiendo lo que sé no escribo poemas hermosos… En fin, conflictos de alguien sin vida personal.
Le escribiré de nuevo, desde aquí o en cuanto llegue. «Perdón por la tristeza». Abrazos para los tres,
Alejandra
Fuente:
Alejandra Pizarnik & León Ostrov, 2012

Edición de: Andrea Ostrov

Diseño de cubierta: Silvina Gribaudo

Editor digital: Titivillus

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