sábado, 19 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. CUARTA ENTREGA.

(Nota: en la gráfica Carlos Fuentes con su esposa Silvia Lemus).
4. De la Colonia a la independencia. Machado de Assis
1. La Corona española prohibió la redacción y circulación de novelas, alegando que leer ficciones era peligroso para una población recién convertida al cristianismo. Lo cual, en otro sentido, constituye un elogio de la novela, considerándola no inocua, sino peligrosa.
Como peligrosa podía ser la palabra poética, si consideramos el caso del escritor máximo de la era colonial, la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, elogiada, exaltada, rebajada y al cabo silenciada por la autoridad eclesiástica colonial. Sin embargo, ha sido la poesía la compañera fiel, la sombra a veces, otras el sol de la literatura escrita en castellano en las Américas. De Ercilla a Neruda en Chile, de Sor Juana a Sabines en México, las musas han estado tan presentes como las misas. En el siglo XIX, Rubén Darío basta para comprobar esta fidelidad. Hay otros: con el gran nicaragüense bastaría.
Pero si la poesía es nuestra compañera más constante y antigua, una rival aparece a partir del siglo XVIII para disputarle la primacía de nuestros amores. Esa usurpadora tardía se llama la política de la identidad, la reflexión sobre la nación: la colonia que dejaba de serlo anticipaba la independencia. Manifiesta su seducción, paradójicamente, gracias al afán modernizador de Carlos III en España y su decisión de expulsar a los jesuitas, «dueños absolutos de los corazones y las conciencias de todos los habitantes de este vasto imperio», le escribe el virrey de la Nueva España, Marqués de Croix, a su hermano en carta privada, aunque públicamente se vea obligado a sostener las razones de la monarquía en su trato con las colonias: «de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir, ni opinar en los altos asuntos del Gobierno».
El doble discurso virreinal no logró ocultar otras dos cosas. Una, la creciente urgencia hispanoamericana de asentar una identidad propia tal como lo expresó el jesuita peruano Juan Pablo de Viscardo y Guzmán en 1792, al celebrarse el tercer centenario del descubrimiento: «El Nuevo Mundo es nuestra patria, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos por ella a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios».
Viscardo y Guzmán escribió estas líneas desde su exilio en Londres, y ello ilustra el otro acontecimiento que acompañó la expulsión de los jesuitas: los intelectuales de la Compañía se vengaron del rey de España escribiendo, desde el destierro, libros que proclamaban la identidad nacional de las patrias añoradas. El padre Clavijero, desde Roma, define la identidad mexicana a partir de la antigüedad precortesiana. El padre Molina, también desde Roma, escribe una historia nacional y civil de Chile, así, con todas sus letras: nacional y civil. Historia, geografía, sociedad, nación propias: la definición jesuita de las nacionalidades hispanoamericanas fortalece a éstas, las aleja de España, pero también las aleja de su posible unidad: precipita el movimiento liberador y propone a los escritores del siglo de la independencia, el XIX, el compromiso de fijar la historia patria y con ello, esclarecer la identidad nacional.
Para trascender estos dilemas y superar estas contradicciones, la clase intelectual hispanoamericana del siglo XIX sigue una vía, tortuosa a veces, y con varias etapas.
Etapa primera. El conde de Aranda (1718-1798), ministro del rey Carlos III, animado por una voluntad modernizante y reformadora, distingue claramente, como nos advierte Carmen Iglesias en su gran ensayo sobre La nobleza ilustrada, entre colonias y coronas. Las Indias, añade Iglesias, no eran colonias de España, sino parte de la corona española. A esa parte americana de la corona le corresponden ahora tres infantazgos (México, Perú y la Costa Firme) a fin de «presenciar la unión con España en una especie de commonwealth» (Iglesias). Se precavía así Aranda contra lo que ocurrió: fragmentación, vacíos de poder, guerras civiles.
Etapa segunda. Las Cortes de Cádiz en 1810, con representación igualitaria de los reinos de América, adoptan una constitución liberal. Los reinos de América son considerados parte de España. Cádiz establece principios como la división de poderes y la igualdad civil.
Etapa tercera. El rey Fernando VII es prisionero de Napoleón, España es ocupada, José Bonaparte puesto en el trono y los reinos de América se rebelan en ausencia del rey, de México a Caracas y Buenos Aires.
Cuarta etapa. Restaurado por Napoleón, en 1813 Fernando VII declara la guerra a las independencias y éstas responden con lo que Bolívar llama «la guerra a muerte».
Quinta etapa. Alcanzada la independencia en 1821, el problema se centra en la forma de gobierno. ¿Monarquía constitucional o república? Y si república, ¿de qué clase? ¿Federal o centralista? ¿Unitaria o confederada?
Cualquiera que fuese la opción política, había una realidad social subyacente que se presentía en las revoluciones de independencia como contradicción entre el «país real» y «el país legal». Durante la Colonia, las diferencias de clase rara vez se manifestaron, y cuando lo hicieron fueron velozmente reprimidas. En México, el motín contra la carestía del maíz (1692), precedido por la insurrección de los indios de las minas de Topia (Durango) en 1598, presagiaban la rebelión negra de Yanga en Veracruz y la fundación del pueblo de San Lorenzo de los Negros.
Las rebeliones se sucedieron en el siglo XVIII. Los tzeltales en Chiapas (1712), los comuneros en Paraguay (1717). Y el estado de rebelión constante de los quilombos de afrobrasileños que transmitieron el nombre inglés (kilombo) para sus comunidades. Túpac Amaru encabezó la rebelión indígena del Alto Perú en 1780 y las «comunas» de Nueva Granada se rebelaron en 1781.
El país legal era protegido por la monarquía paternalista de Habsburgos y Borbones. El país real era dominado por terratenientes, caciques y capataces. El lema del país legal era «la ley se obedece». El país real le respondió: «Pero no se cumple».
Las revoluciones de Independencia y la aparición de las nuevas repúblicas potenciaron este estado de cosas, ahondándolo. Formalmente, el país legal, modernizante, progresista, fundado en la imitación de las constituciones y leyes de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, era un biombo jurídico formal, detrás del cual persistía el viejo país real. País legal: actuando como protector del Perú, San Martín abolió legalmente, en 1821, el tributo indígena. País real: nada cambió. Una y otra vez, la desigualdad legal de la era colonial fue sustituida por la desigualdad real, ahora disfrazada de igualdad legal, de la era independiente. En su discurso de Bucaramanga, en 1828, Simón Bolívar denunció a una aristocracia de rango, oficio y dinero que, aunque hablaba de la igualdad, la quería entre las clases altas, no con las bajas.
El país real fue descrito por Sarmiento en el Facundo de 1845. Argentina es dos naciones, cada una extraña para la otra: ciudad y campo. En el campo no hay sociedad y su habitante, el gaucho, sólo le debe fidelidad al jefe. El resultado es un mundo donde predomina la fuerza bruta, la autoridad sin límite ni responsabilidad. Avant la lettre, Sarmiento nos ofrece, desde 1845, la definición de lo que Max Weber llamaría modernamente patrimonialismo, la forma arcaica de dominación, la ausencia de previsión del sentido del Estado y de la sociedad moderna, a favor del ejercicio irresponsable de la autoridad. Esta obediencia al jefe y no a la ley, define a la vida política en lo que Sarmiento llamó «la barbarie».
Sin embargo, los violadores de la ley la invocan siempre, se envuelven en su toga y se sientan en su trono porque si el cacique local es el dictador nacional en miniatura, éste es también una versión reducida del modelo ontológico del poder entre nosotros: el César romano que requiere del derecho escrito —es decir, no ignorable— para legitimarse y legitimar sus hazañas.
Las clases letradas de las nuevas sociedades intentaron dar respuestas a estas contradicciones mediante formas políticas para una realidad cultural contradictoria y pluralista. ¿Cuánto pueden las ideas, cuanto pueden las palabras para transformar la realidad? No lo sabremos, contestó el siglo XIX, si desconocemos la historia de las nuevas naciones. Es por ello natural que el siglo XIX le pertenezca a los historiadores y educadores, y muy marginalmente a los poetas y novelistas.
En Chile, José Victorino Lastarria se opone al orden colonial y escribe una nueva historia política de la nación (1844). Francisco Bilbao forma un nuevo partido, «La sociedad de la igualdad», publica el Evangelio americano por la justicia y la libertad e inventa el término «América Latina» en 1857. Benjamín Vicuña Mackenna inicia la historia urbana con sus libros sobre Valparaíso y Santiago (1869).
En México, José María Luis Mora escribe una Historia de México y sus revoluciones en 1836: un verdadero censo de la historia de México, sus leyes, finanzas, política exterior y posibilidades éticas.
Hay otros que navegan entre la política y las letras —Fray Servando Teresa de Mier, José María Heredia, Vicente Rocafuerte, Manuel Lorenzo de Vidaurre—. Pero quizás dos son los ensayistas, educadores e historiadores más importantes: Andrés Bello y Domingo F. Sarmiento.
Andrés Bello, venezolano, maestro de Simón Bolívar, trasladado a Chile en 1859, fue autor de una gramática de la lengua española adaptada al uso de las Américas. Fundó la Universidad Nacional de Chile, fue su primer presidente así como ministro de la oligarquía «ilustrada» gobernada desde la sombra por Diego Portales, el gran organizador de las instituciones chilenas, en épocas dominadas por los dictadores Santa Anna en México y Rosas en Argentina.
Bello mantuvo una famosa polémica con el otro gran escritor y estadista sudamericano, Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, civilización o barbarie. Este libro es muchas cosas. Biografía del tirano de la Rioja, Facundo Quiroga, capaz de matar a un hombre a patadas y de incendiar la casa de sus propios padres. Es, además, una historia de Argentina, geografía del país y estudio de su sociedad y propone una convicción: el pasado es la barbarie. El presente requiere trascender el pasado colonial y modernizar, cosa que Sarmiento se propuso como presidente de la república entre 1868 y 1874: bancos, comunicaciones, migración europea, desarrollo urbano…
El Facundo es uno de los dos grandes libros hispanoamericanos del siglo XIX, ambos argentinos. El otro es el Martín Fierro de José Hernández. Las novelas del siglo XIX son apenas un suspiro en medio del vendaval histórico. El cubano Cirilo Villaverde y Cecilia Valdés (1839; 1882), costumbrista y romántica. El chileno Alberto Blest Gana y Martín Rivas (1862), realista y liberal. La solera aventurera de Manuel Payno en México (Los bandidos de Río Frío, 1888-1891). Y una novela por Vicente Riva Palacio de título más inventivo que su contenido: Monja, casada, virgen y mártir. En ese orden.
Además de un audaz y fervoroso intento de convertir a la lengua en extremo mortal de la poesía, exploración de posibilidades inéditas —redescubrimiento de América—, afirmación en la negación misma de la continuidad lingüística del castellano, paseo al borde del abismo: el modernismo y Rubén Darío.
El alud de poesía cívica y patriótica, retórica y sentimental afectó incluso a los más severos. Andrés Bello —que no Agustín Lara— proclama: «divina poesía, tú de la soledad habitadora». La reacción fue profunda, sutil e irónica. El poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) introdujo los prestigios de Whitman y Poe, de Verlaine y Lautréamont en un verso que adaptase las formas del pasado para trascenderlas. Canta: «En su país del hierro vive el gran viejo, bello como un patriarca, sereno y santo». Pero Verlaine, «liróforo celeste que al instrumento olímpico y a la siringa agreste diste tu acento encantador; ¡Panida!». Pero a la retórica en español: «¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines». Y la política: «Hay mil cachorros sueltos del león español. Tened cuidado. ¡Viva la América española!» (T. Roosevelt). Y Darío, finalmente:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Lo Fatal


Así como Darío renueva la poesía en castellano (en América y en España), dejando un legado ambicioso y rico a los novelistas, su lenguaje, la novela misma es transformada por un milagro brasileño: José María Machado de Assis.
2. Brasil fue parte del imperio portugués de las Américas y su historia difiere considerablemente de la hispanoamericana. La invasión napoleónica de Portugal, en 1807, obliga a la familia real a refugiarse en Brasil. En 1808 el príncipe regente, don Juan de Portugal, llevó a Brasil las instituciones portuguesas y él mismo asumió el trono de Portugal, Brasil y Algarve en 1816, trasladándose físicamente a Lisboa en 1821, tras designar a su hijo, don Pedro, como regente brasileño. En 1822 Pedro I se convirtió en emperador y Brasil consiguió su independencia sin la sangre y las batallas de la América española.
Al abdicar Pedro I a favor de su hijo el niño Pedro II en 1831, una regencia gobernó a Brasil hasta 1840, cuando Pedro II asumió el trono y lo ocupó hasta 1889, fecha en la que renunció, se exilió y, en febrero de ese mismo año, Brasil se constituyó como república federal (1839-1908).
Doy estos datos para situar a Machado de Assis en un contexto distinto del hispanoamericano, aunque la filiación nacional del escritor acaso sea menos importante que su filiación literaria, dado que Machado de Assis no pertenece a la corriente romántica y realista de la Hispanoamérica decimonónica, sino que resucita la gran tradición de la Mancha: la tradición Cervantes-Sterne-Diderot.
O sea: Machado de Assis es un milagro. Y los milagros, le dice Don Quijote a Sancho, son cosas que rara vez suceden. No obstante, milagro dado, ni Dios lo quita.
Pero si el milagro es algo que rara vez sucede, ¿no es algo que sucede en comparación con lo que siempre, o comúnmente, sucede?
Más bien, Machado de Assis se refiere al romanticismo y al naturalismo como un corcel agotado. Un hermoso caballo vencido, devorado por las llagas y los gusanos. ¿Cuál fue su nombre original? ¿Rocinante? ¿Clavileño?
Porque la mediocridad de la novela hispanoamericana del XIX no es ajena a la ausencia de una novela española después de Cervantes y antes de Leopoldo Alas y Benito Pérez Galdós. Las razones de esta ausencia llenarían varias páginas: sólo quiero registrar mi asombro de que en la lengua de la novela moderna fundada en La Mancha por Miguel de Cervantes sólo haya habido, después de Don Quijote, campos de soledad, mustio collado.
La Regenta, Fortunata y Jacinta, le devuelven su vitalidad a la novela española en España, pero la América española deberá esperar aún, como España esperó a Clarín y a Galdós, a Borges, Asturias, Carpentier y Onetti.
En cambio —y éste es el milagro—, Brasil le da su nacionalidad, su imaginación, su lengua, al más grande —por no decir, el solitario— novelista iberoamericano del siglo pasado, Joaquim María Machado de Assis.
¿Qué supo Machado que no supieron los novelistas hispanoamericanos? ¿Por qué el milagro de Machado?
El milagro se sostiene sobre una paradoja: Machado asume, en Brasil, la lección de Cervantes, la tradición de La Mancha que olvidaron, por más homenajes que cívica y escolarmente se rindiesen al Quijote, los novelistas hispanoamericanos, de México a Argentina.
¿Fue esto resultado de la hispanofobia que acompañó a la gesta de la independencia y a los primeros años de la nacionalidad? No, repito, si atendemos a las reverencias formales del discurso. Sí, desde luego, si nos fijamos en el rechazo generalizado del pasado cultural independiente: ser negros o indígenas era ser bárbaros, ser español era ser retrógrado. Había que ser yanqui, francés o británico para ser moderno y para ser, aún más, próspero, democrático y civilizado.
Las imitaciones extralógicas de la era independiente creyeron en una civilización Nescafé: podíamos ser instantáneamente modernos excluyendo el pasado, negando la tradición. El genio de Machado se basa, exactamente, en lo contrario: su obra está permeada de una convicción: no hay creación sin tradición que la nutra, como no habrá tradición sin creación que la renueve.
Pero Machado tampoco tenía detrás de sí una gran tradición novelesca, ni brasileña ni portuguesa. Era dueño, en cambio, de la tradición que compartía con nosotros, los hispanoparlantes del continente: tenía la tradición de La Mancha. Machado la recobró: nosotros la olvidamos. Pero ¿no la olvidó también la Europa post-napoleónica, la Europa de la gran novela realista y de costumbres, sicológica o naturalista, de Balzac a Zola, de Stendhal a Tolstoi? ¿Y no fue nuestra pretensión modernizante, en toda Iberoamérica, reflejo de esa corriente realista que convengo en llamar la tradición de Waterloo, por oposición a la tradición de La Mancha?
En su Arte de la novela, Milan Kundera, más que nadie, ha lamentado el cambio de camino que interrumpió la tradición cervantesca continuada por sus más grandes herederos, el irlandés Laurence Sterne y el francés Denis Diderot, a favor de la tradición realista descrita por Stendhal como el reflejo captado por un espejo que se pasea a lo largo de un camino, y confirmada por Balzac como el hecho de hacerle la competencia al registro civil.
¿Y el llamado al juego, al sueño, al pensamiento, al tiempo?, exclama Kundera en un capítulo que titula «La desdeñada heredad de Cervantes». ¿Dónde se fue? La respuesta es, si no milagrosa, sí sorprendente: se fue a Río de Janeiro y renació bajo la pluma de un mulato carioca pobre, hijo de albañil, autodidacta, que aprendió el francés en una panadería, que sufrió de epilepsia como Dostoievski, que era miope como Tolstoi, y que escondía su genio dentro de un cuerpo tan frágil como el de otro gran brasileño, Aleijadinho, también mulato, pero además leproso, trabajando solo y solamente de noche, cuando no podía ser visto. Pero de Brasil, repito, ¿no se ha dicho que el país crece de noche, mientras los brasileños duermen? Prometo: no lo vuelvo a decir.
Machado no. Está bien despierto. Su prosa es meridiana. Pero también lo es su misterio: un misterio solar, el de un escritor americano de lengua portuguesa y raza mestiza que, solitario en el mundo del realismo como una estatua barroca de Minas Gerais, redescubre y reanima la tradición de La Mancha contra la tradición de Waterloo.
La Mancha y Waterloo.
¿Qué entiendo por estas dos tradiciones?
Históricamente, la tradición de La Mancha la inaugura Cervantes como un contratiempo a la modernidad triunfadora, una novela excéntrica de la España contrarreformista, obligada a fundar otra realidad mediante la imaginación y el lenguaje, la burla y la mezcla de géneros. La continúan Sterne con el Tristram Shandy, donde el acento es puesto sobre el juego temporal y la poética de la digresión, y por Jacques el Fatalista de Diderot, donde la aventura lúdica y poética consiste en ofrecer, casi en cada línea, un repertorio de posibilidades, un menú de alternativas para la narración.
La tradición de La Mancha es interrumpida por la tradición de Waterloo, es decir, por la respuesta realista a la saga de la revolución francesa y el imperio de Bonaparte. El movimiento social y la afirmación individual inspiran a Stendhal, cuyo Sorel lee en secreto la biografía de Napoleón; por Balzac, cuyo Rastignac es un Bonaparte de los salones parisinos; y por Dostoievski, cuyo Raskolnikov tiene un retrato del gran corso como único decorado de su buhardilla peterburguesa. Novelas críticas, ciertamente, de lo mismo que las inspira. Iniciadas con el crimen de Sorel, las carreras en ascenso de la sociedad post-bonapartista culminan con la falsa gloria del arribista Rastignac y terminan en el crimen y la miseria de Raskolnikov.
En medio de ambas corrientes, Machado de Assis revalida la tradición interrumpida de La Mancha y nos permite contrastarla, de manera muy general, con la tradición triunfante de Waterloo.
La tradición de Waterloo se afirma como realidad. La tradición de La Mancha se sabe ficción y, aún más, se celebra como tal.
Ésta es la tradición lúdica cuyo abandono Kundera lamenta pero que Machado, inesperadamente, recupera. Las Memorias póstumas de Blas Cubas, publicadas en 1881, son escritas desde la tumba por un autor cuya autoría puede ser tan cierta como la muerte misma, sólo que Blas Cubas convierte a la muerte en una incertidumbre cierta y en una certeza incierta, mediante el matiz que introduce, ab initio, el tema cervantesco de la ficción consciente de serlo: «Soy un escritor muerto —dice Blas Cubas—, no en el sentido de alguien que ha escrito antes y ahora está muerto, sino en el sentido de un escritor que ha muerto pero sigue escribiendo». Este escritor, para el cual «la tumba es en realidad una nueva cuna», es el narrador póstumo Blas Cubas, el cual, al renovar la tradición cervantina y sobre todo sterniana de dirigirse al lector, lo hace a sabiendas de que, esta vez, el lector tiene que vérselas menos con un autor incierto como el del Quijote, o con un autor angustiado por escribir la totalidad de su vida antes de morir, como Tristram Shandy, que con un autor muerto que escribe desde la tumba, que dedica su libro «al primer gusano que devoró mi carne» (nótese el uso del pretérito) y que admite la fatalidad de su situación: «Todos tenemos que morir. Es el precio por estar vivos».
De este modo, Blas Cubas traslada su propio pasado vivo y su propio presente muerto al lector, con mucho del humor de Cervantes, Sterne y Diderot, pero con una acidez, a veces una rabia, que sorprende en personaje y autor tan dulces como Blas Cubas y Machado de Assis, si no nos advirtiesen ambos, desde la primera página, que estas Memorias póstumas están escritas «con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía».
Ésta me parece la frase esencial de la novela manchega del novelista carioca: escribir con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía.
La risa primero.
La admiración de Tristram Shandy por Don Quijote, a la que aludí líneas arriba, se basa en el humor: «Estoy persuadido —leemos en Tristram Shandy—, de que la felicidad del humor cervantino nace del simple hecho de describir eventos pequeños y tontos con la pompa circunstancial que generalmente se reserva a los grandes acontecimientos».
Sterne pone de cabeza este humor describiendo los hechos pomposos con el humor de los hechos pequeños. La guerra de la sucesión española, la herencia de Carlos el Hechizado, que ensangrentó una vez más los campos de Flandes, es reproducida por el tío Toby de Tristram Shandy, privado de luchar en la guerra porque recibió una herida en la ingle, en el césped que antes le sirvió de boliche, entre dos hileras de coliflores. Allí, el tío Toby puede reproducir las campañas de Marlborough sin derramar una gota de sangre.
El humor de Machado va más allá del humor de Cervantes y el de Sterne: el brasileño narra pequeños hechos en breves capítulos con la mezcla de risa y melancolía que se resuelve, en más de una ocasión, en ironía.
Libro epicúreo, lo ha llamado alguna crítica norteamericana. Libro aterrador, añade otra reseña neoyorquina, porque su denuncia de la pretensión y la hipocresía que se esconden en los seres comunes y corrientes es implacable. No, corrige Susan Sontag: éste es solamente un libro de un escepticismo radical que se impone al lector con la fuerza de un descubrimiento personal.
Es cierto: los elementos carnavalescos, la risa jocular que Bajtin atribuye a las grandes prosas cómicas de Rabelais, Cervantes y Sterne, están presentes en Machado. Baste recordar los encuentros picarescos con el filósofo-estafador Quincas Borba, el vodevil de los encuentros con la amante secreta, Virgilia, y la descripción de la manera como ésta usa la religión: «como una ropa interior larga y colorada, protectora y clandestina». Basta evocar los retratos satíricos de la sociedad carioca y de la burocracia brasileña, resueltos en un espléndido pasaje cómico que reduce la política al problema de convertirse en secretario de un gobernador para poder acompañar al interior a su amante, la mujer del gobernador. Así se resuelve administrativamente el problema del adulterio.
En gran medida, el humor de Machado determina el ritmo de su prosa: no sólo la brevedad de los capítulos, sino la velocidad del lenguaje. Esta rapidez como hermana de la comicidad, obvia en la imagen cinematográfica acelerada de Chaplin o Buster Keaton, tiene su antecedente musical en El barbero de Sevilla de Rossini, su antecedente poético en el Eugenio Oneguin de Pushkin y su antecedente novelesco en Jacques el Fatalista de Diderot, del cual extraigo el siguiente ejemplo: El autor conoce «a una mujer bella como un ángel […]. Deseo acostarme con ella. Lo hago. Tenemos cuatro hijos».
En Blas Cubas, así se caracteriza a sí mismo el autor: «¿Por qué negarlo? Sentía pasión por la teatralidad, los anuncios, la pirotecnia».
Y Virgilia, la amante del narrador, es descubierta y descrita en unos cuantos trazos certeros: «Bonita, espontánea, frescamente modelada por la naturaleza, llena de esa magia, precaria pero eterna, que es transmitida secretamente para la procreación».
Sin embargo, la risa rabelaisiana pronto se congela en los labios de la melancolía machadiana.
En Tristram Shandy las batallas de la guerra de la sucesión española ocurren en el jardin potager del tío Toby, sin derramamiento de sangre. Machado hace hincapié en que el encuentro de risa y melancolía en Blas Cubas tampoco desembocará en la violencia. Un párrafo ilustrativo lo indica. Ante la posibilidad de un encuentro de fuerza, el autor promete que no habrá la violencia esperada y que la sangre no manchará la página.
El lector hispanoamericano podría encontrar en esta frase una sublectura histórica del Brasil como la nación latinoamericana que ha sabido conducir los procesos históricos sin la violencia de los demás países del continente. Acaso las excepciones confirmen la regla. En todo caso, en la novela de Machado el rumor del carnaval carioca va quedando lejos y afuera, a medida que la tinta de la melancolía va ganándole espacios a la pluma de la risa.
Vi hace poco un documental de televisión dedicado a Carmen Miranda, que se inicia con la infinita melancolía de las canciones tradicionales de Brasil en la voz de esta mujer excepcional convertida por Hollywood en símbolo estrepitoso del carnaval, la alegría ruidosa y el frutero en la cabeza. Pero a medida que el clisé revela la cara de la muerte, el estrépito de la Chica-Chica-Bum se desvanece y retorna la voz auténtica, la voz perdida, la voz de la melancolía. Es como si, desde la muerte, Carmen Miranda exclamase: «¡No me quiten mi tristeza!».
Por eso digo que la frase más significativa del libro de Machado es ésta: «Escrito con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía». ¿Pues qué es Blas Cubas sino la melancólica historia de un solterón que primero debe sortear los peligros del adulterio y más tarde los de la vejez solitaria y ridícula? «La muerte de un solterón a la edad de sesenta y cuatro años no alcanza el nivel de la gran tragedia», advierte el narrador al final de un recorrido en el que descubre otra unidad olvidada por Aristóteles: la unidad de la miseria humana.
Hay un momento casi proustiano en el que Blas Cubas abandona un baile a las cuatro de la mañana y nos pregunta: «¿Y qué creen ustedes que me esperaba en mi carruaje? Mis cincuenta años. Allí estaban, sin invitación, no ateridos de frío o reumáticos, sino adormilados y exhaustos, anhelando el hogar y la cama». El olvido, nos dice Machado, nos acecha antes de la muerte: «El problema no consiste en encontrar a alguien que recuerde a mis padres, sino en encontrar a alguien que me recuerde a mí». Blas Cubas empieza por imitar a la muerte: «No le gusta hablar porque quiere que todos crean que se está muriendo». Pero sólo la lectura crítica de esta gran novela puede conducirnos a la pregunta literaria, a la pregunta de la tradición que Machado revive y prolonga, la tradición de La Mancha, contestada también, a su manera, por otra gran novela latinoamericana escrita desde la muerte, el Pedro Páramo de Juan Rulfo. Esta pregunta es, «¿ser muerto es ser universal?» o, dicho de otra manera, «Para ser universales, ¿los latinoamericanos tenemos que estar muertos?».
Susan Sontag contesta afirmando la modernidad de Machado de Assis, pero advirtiéndonos que nuestra modernidad es sólo un sistema de alusiones halagadoras que nos permiten colonizar selectivamente el pasado. Sabemos que hemos sufrido de una modernidad excluyente, una modernidad huérfana en América Latina —ni Mother ni Dad— y que estamos empeñados en conquistar una modernidad incluyente, con papá y con mamá, abarcadora de cuanto hemos sido: hijos de La Mancha, parte de la impureza mestiza que hoy se extiende globalmente para crear una polinarrativa que se manifiesta como verdadera Weltliteratur en la India de Salman Rushdie, la Nigeria de Wole Soyinka, la Alemania de Günter Grass, la Sudáfrica de Nadine Gordimer, la España de Juan Goytisolo o la Colombia de Gabriel García Márquez. El mundo de La Mancha: el mundo de la literatura mestiza.
Machado no reclama este mundo por razones de raza, historia o política, sino por razones de imaginación y lenguaje, que abrazan a aquéllas.
¡Qué universales, pero qué latinoamericanas, son sentencias como éstas de Machado!:
«Tengo fe completa en los ojos oscuros y en las constituciones escritas.»
O esta otra:
«Sólo Dios conoce la fuerza de un adjetivo, sobre todo en países nuevos y tropicales.»
La fe en las constituciones escritas devuelve a Machado a la pluma de la risa, pero esta vez dentro de una constelación de referencias y premoniciones asombrosas que nos conducen, nuevamente por la vía cómica, del escritor que no tuvimos los hispanoamericanos en el siglo XIX —Machado de Assis— al escritor que sí tuvimos en el siglo XX —Jorge Luis Borges—. La estrategia borgeana de romper la idea absoluta con el accidente cómico ya está presente en Machado cuando Blas Cubas nos declara su intención de escribir el libro que nunca escribió, una Historia de los Suburbios cuya concreción contrasta absurdamente con la abstracción de la filosofía a la moda en el siglo XIX latinoamericano: el positivismo de Comte, el lema de su filosofía trinitaria, Orden y Progreso, plasmado en la bandera brasileña y que los científicos porfiristas en México también hicieron suyos, opuesto al accidente cómico de Blas Cubas: escribir una historia de los suburbios y sustituir el orden y el progreso por la invención práctica de un emplasto contra la melancolía.
Y sin embargo, el hambre latinoamericana, el afán de abarcarlo todo, de apropiarse todas las tradiciones, todas las culturas, incluso todas las aberraciones; el afán utópico de crear un cielo nuevo en el que todos los espacios y todos los tiempos sean simultáneos, aparece brillantemente en Las memorias póstumas de Blas Cubas como una visión sorprendente del primer Aleph, anterior al muy famoso de Borges, del cual, el suyo, el propio Borges dice: «Por increíble que parezca yo creo que hay, o que hubo, otro Aleph». Sí: es el de Machado de Assis.
«Imagina, lector», dice Machado, «imagina una procesión de todas las épocas, de todas las razas del hombre, todas sus pasiones, el tumulto de los imperios, la guerra del apetito contra el apetito y del odio contra el odio…». Éste es «el monstruoso espectáculo» que ve Blas Cubas desde la cima de una montaña, como el ángel por venir de Walter Benjamin contemplando las ruinas de la historia, «la condensación viviente de la historia», dice el cadáver autoral de Blas Cubas, cuya mente es «un escenario… una confusión tumultuosa de cosas y de personas en las que todo se podía ver con precisión, de la rosa de Esmirna a la planta que crece en tu patio trasero al lecho magnífico de Cleopatra al rincón de la playa donde el mendigo tiembla mientras duerme…». Allí (en el primer Aleph, el Aleph brasileño de Machado de Assis) «podía encontrarse la atmósfera del águila y el colibrí, pero también la de la rana y el caracol».
La visión del Aleph de Machado, su hambre universal, da entonces un color a su pasión literaria, a su forma de dirigirse al lector, «lector poco ilustrado», lector que es «el defecto del libro», pues quiere vivir con rapidez y llegar cuanto antes al final de una obra que es lenta «como un par de borrachos tambaleándose en la noche». Es a este lector nada amable al que Machado dirige sus juegos y conminaciones, más graves acaso que las de Sterne o Diderot, por más que se asemejen formalmente:
Lector, sáltate este capítulo; vuelve a leer este otro; conténtate con saber que éstas son meramente notas para un capítulo vulgar y triste que no escribiré; irrítate de que te obligue a leer un diálogo invisible entre dos amantes que tu curiosidad chismosa quisiera conocer; y si este capítulo te parece ofensivo, recuerda que éstas son mis memorias, no las tuyas, y que desde el principio te advertí: Este libro es suficiente en sí mismo. Si te place, excelente lector, me sentiré recompensado por mi esfuerzo; pero si te desagrada, te premiaré con un chasquido de dedos, y me sentiré bien librado de ti…
El trato un tanto rudo que Machado le reserva al lector no es ajeno, me parece, a una exigencia comparable a la de los campanazos a la medianoche que escuchó Falstaff. Se trata de despertar al lector, de sacarlo de la siesta romántica y tropical, de encaminarlo a tareas más difíciles y de abocarlo a una modernidad incluyente, apasionada, hambrienta.
Claudio Magris dice algo sobre nuestra literatura que me parece aplicable a Machado. La América Latina, escribe el autor de El Danubio, ha dilatado el espacio de la imaginación. La literatura occidental estaba amenazada de incapacidad. Europa asumió la negatividad. Latinoamérica, la totalidad. Pero hoy Europa debe admitir su mala conciencia en la celebración de Latinoamérica. Hoy, todos debemos leer a la América Latina en contra de la tentación de la aventura exótica. Los lectores europeos (y los latinoamericanos también, añadiría yo) deben aprender a hacer la tarea escolar de leer en serio la prosa melancólica, difícil, dura, de los latinoamericanos.
Magris podría estar describiendo, a pesar de la hermosa ligereza total de su escritura, los libros de Machado de Assis. Pero Machado, cuando escribe el primer Aleph, también les está exigiendo a los latinoamericanos que sean audaces, que lo imaginen todo.
En Cervantes y en Sterne, los modelos de Machado, el espíritu cómico indica los límites de la realidad. La reproducción de los sitios de batalla de Flandes en un jardín de hortalizas señala, en Tristram Shandy, no sólo los límites de la representación literaria, no sólo los límites de la representación histórica, sino los límites de la historia misma. Pues la historia es tiempo y el tiempo, nos dice Sterne al final de su bellísima novela, es fugaz, «se gasta con demasiada prisa; cada letra que trazo me dice con cuánta rapidez la vida fluye de mi pluma —los días y sus horas, más preciosas, mi querida Jenny, que los rubíes en tu cuello, vuelan sobre nuestras cabezas como nubes ligeras en un día de viento, pero nunca regresan… y cada vez que beso tu mano para decir adiós, y cada ausencia que sigue a nuestra despedida, no son sino preludios a la eterna despedida… ¡Dios tenga piedad de nosotros!».
Y en Don Quijote, el tono de la novela cambia radicalmente cuando el protagonista y Sancho Panza visitan a los Duques y éstos les ofrecen, en la realidad, lo que Don Quijote, antes, sólo poseía en la imaginación. El castillo es castillo, pero Don Quijote necesitaba que el castillo fuese, primero, venta. Privado de su imaginación, se convierte realmente en El Caballero de la Triste Figura y se encamina, fatalmente, a la muerte: «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora… Alonso Quijano el Bueno…».
Con razón llamó Dostoievski al Quijote el libro más triste que se ha escrito, pues es la historia de una desilusión. Pero es también, añade el autor ruso, el triunfo de la ficción. En Cervantes, la verdad es salvada por una mentira.
Machado de Assis también se ubica entre la fuerza de una ficción que lo incluye todo, como la imaginación latinoamericana quisiera abarcarlo todo, y los límites impuestos por la historia. «Viva la historia, la vieja y voluble historia, que da para todo» exclama desde la tumba Blas Cubas sólo para indicarnos que esta capacidad totalizadora es sólo la del error, que el hombre no es, como dijo Pascal, un carrizo pensante, sino un carrizo errante: «Cada periodo de la vida —dice Cubas— es una nueva edición que corrige la precedente y que a su vez será corregida por la que sigue, hasta que se publique la edición definitiva, que el editor le entrega a los gusanos».
La pluma de la risa y la tinta de la melancolía se unen de nuevo y vuelven a encontrar el origen mismo de su tradición: el elogio de la locura, la raíz erasmiana de nuestra cultura renacentista, la sabia dosificación de ironía que le impide a la razón o a la fe imponerse como dogmas.
Recuerdo el amor de Julio Cortázar por la figura del loco sereno, que el propio Cortázar consagró en varios personajes de Rayuela. Machado tiene el suyo, se llama Romualdo y es cuerdo en todo salvo en una cosa: se cree Tamerlán. Como Alonso Quijano se cree Don Quijote; como el tío Toby se cree un estratega militar y el personaje de Pirandello se cree el rey Enrique IV. En todo lo demás, son personas razonables.
Machado atribuye esta locura a la idea fija que, llevada a la acción política, sí puede causar catástrofes: véase, nos indica, a Bismarck y su idea fija de reunificar a Alemania, prueba del capricho y de la irresponsabilidad inmensa de la historia.
Por eso conviene respetar a los locos serenos, dejarlos tranquilos en su espacio, como el ateniense evocado por Machado que creía que todos los barcos que entraban al Pireo eran suyos; como el loco evocado por Horacio y recogido por Erasmo: un orate que se pasaba los días dentro de un teatro riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando en el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco expulsado, éste reclamó:
—No me habéis curado de mi locura, pero habéis destruido mi placer y la ilusión de mi felicidad.
Erasmo nos pide, por esta vía, regresar a las palabras de San Pablo: «Dejad que aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio… Pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres».
Los hijos de Erasmo se convierten, en Iberia y en Iberoamérica, en los hijos de La Mancha, los hijos de un mundo manchado, impuro, sincrético, barroco, corrupto, animados por el deseo de manchar con tal de ser, de contagiar con tal de asimilar, de multiplicar las apariencias a fin de multiplicar el sentido de las cosas, en contra de la falsa consolación de una sola lectura, dogmática, del mundo. Hijos de La Mancha que duplican todas las verdades para impedir que se instale un mundo ortodoxo, de la fe o la razón, o un mundo puro, excluyente de la variedad pasional, cultural, sexual, política, de las mujeres y de los hombres.
Machado de Assis, Machado de La Mancha, el milagroso Machado, es un adelantado de la imaginación y de la ironía, del mestizaje y del contagio en un mundo amenazado cada día más por los verdugos del racismo, la xenofobia, el fundamentalismo religioso y otro, implacable fundamentalismo: el del mercado.
Con Machado y su ascendencia manchega y erasmiana, con Machado y su descendencia macedonia, borgeana, cortazariana, nelidiana, goytisolitaria y julianofluvial, continuaremos empeñados los escritores de Iberia y de América en inventar eso que el gran Lezama Lima llamaba «eras imaginarias», pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable.
Machado, el brasileño milagroso, nos sigue descifrando porque nos sigue imaginando y la verdadera identidad iberoamericana es sólo la de nuestra imaginación literaria y política, social y artística, individual y colectiva.

 Fuente: Alfaguara. Editorial. Año 211.

viernes, 18 de marzo de 2016

Sarid Yishai (Tel Aviv, 1965) . Novela: El poeta de Gaza.


Sarid Yishai (Tel Aviv, 1965) Estudió derecho en la Universidad de Jerusalén y recibió un título de posgrado por la Universidad de Harvard. Trabaja como abogado y es articulista en los principales diarios de Israel. Ganadora del Gran Premio de Literatura Policiaca (Francia, 2011), del Premio Internacional María Giorgetti (Italia, 2013) y finalista del Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín (2012), El poeta de Gaza es la segunda novela del autor, una de las voces más importantes de la narrativa israelí contemporánea.

***
(Fragmento. Novela. SARID YISHAI  El poeta de Gaza).


Sinopsis
Un oficial de alto rango en el servicio secreto israelí, entregado a la labor de prevenir ataques terroristas suicidas, y con una vida profesional y personal complicada, es asignado para una nueva misión: asistir a las clases de creación literaria de una escritora de Tel Aviv, militante para la paz, e introducirse en su vida privada, haciéndose pasar por un aspirante a novelista de modo que pueda hacerse amigo de Daphna, escritora israelí, y su amigo Hani, un renombrado poeta palestino. Esto le permitirá acercarse a un viejo poeta palestino de Gaza, quien ha obtenido permiso para entrar a Israel con el fin de tratarse una enfermedad terminal. Su verdadero objetivo es Yotam, hijo del poeta y líder terrorista Hani, su agudo sentido del bien y del mal va diluyéndose. Los escritores han despertado en él sentimientos que él asumía habían muerto hacía mucho tiempo. Aun así, su sentido del deber y los hábitos producto de toda una vida en el ejército lo impulsan a seguir adelante con su puesta en escena y tenderle así una trampa a Yotam.
Autor: Yishai, Sarid
2011, RANDOM HOUSE
Generado con: QualityEbook v0.75

 El poeta de Gaza

Yishaï Sarid


A Raheli

Me quedé sentado en el coche un rato más para mirar la antigua fotografía de ella, y también para escuchar “Here comes the sun” hasta el final. No es frecuente escuchar a Harrison en la radio, y hay pocas canciones matinales tan buenas como ésta. Para mí es importante saber cómo es una persona antes de encontrarme con ella por primera vez, para no tener ninguna sorpresa. En la fotografía se veía muy guapa, el pelo recogido hacia atrás, una frente inteligente, sonriendo a un árabe en algún mitin de gente progresista.
Era una mañana de finales de julio. En la calle había la tranquilidad urbana de las vacaciones de verano. Unos gatos trepaban para buscar comida en los contenedores de basura, dos amigos paseaban hacia el mar por la avenida de los tamariscos, riendo despreocupadamente y con unos patines debajo del brazo. Vivo en el tercer piso, me había dicho ella por teléfono. Los buzones del correo tenían muchas capas de etiquetas, inquilinos jóvenes que llegaban y se marchaban, y nombres con letras latinas de gente que ya no estaba viva. El edificio estaba muy descuidado y el yeso de las paredes desconchado. Las ventanas de la escalera, altas y estrechas como las de un monasterio abandonado, estaban opacas de tanta suciedad. Dafna abrió la puerta descalza, el pelo recogido, la mirada penetrante. Es lo que capté a primera vista.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. El carruaje. El espectro.


(Historia Universal de la Infamia. Año 1935).
EL CARRUAJE
Ciento noventa días duró el proceso. Alrededor de cien testigos
prestaron fe de que el acusado era Tichborne — entre ellos, cuatro
compañeros de armas del regimiento seis de dragones. Sus partidarios
no cesaban de repetir que no era un impostor, ya qué de
haberlo sido hubiera procurado remedar los retratos juveniles de
su modelo. Además, Lady Tichborne lo había reconocido y es
evidente que una madre no se equivoca. Todo iba bien, o más o
menos bien, hasta que una antigua querida de Orton compareció
ante el tribunal para declarar. Bogle no se inmutó con esa pérfida
maniobra de los "parientes"; requirió galera y paraguas y
fue a implorar una tercera iluminación por las decorosas calles
de Londres. No sabremos nunca si la encontró. Poco antes de llegar
a Primrose Hill, lo alcanzó el terrible vehículo que desde el
fondo de los años lo perseguía. Bogle lo vio venir, lanzó un grito,
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 305
pero no atinó con la salvación. Fue proyectado con violencia contra:
las piedras. Los mareadores cascos del jamelgo le partieron
el cráneo.

EL ESPECTRO
Tom Castro era el fantasma de Tichborne, pero un pobre fantasma
habitado por el genio de Bogle. Cuando le dijeron que
éste había muerto, se aniquiló. Siguió mintiendo, pero con escaso
entusiasmo y con disparatadas contradicciones. Era fácil
prever el fin.
El 27 de febrero de 1874, Arthur Orton (alias) Tom Castro fue
condenado a catorce años de trabajos forzados. En la cárcel se
hizo querer; era su oficio. Su comportamiento ejemplar le valió
una rebaja de cuatro años. Cuando esa hospitalidad final lo dejó
—la de la prisión— recorrió las aldeas y los centros del Reino
Unido, pronunciando pequeñas conferencias en las que declaraba
su inocencia o afirmaba su culpa. Su modestia y su anhelo de
agradar eran tan duraderos que muchas noches comenzó por defensa
y acabó por confesión, siempre al servicio de las inclinaciones del
público.
El 2 de abril de 1898 murió.
(Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores. Año 1972. Buenos Aires, Argentina).

martes, 15 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Tercera entrega.


3. La cultura colonial
(Tercera entrega).
(En la gráfica: Carlos Fuentes, María José Paz, esposa de Octavio Paz, y Octavio Paz).
1. Juan Bodino, el autor de los Seis Libros de la República sobre los cuales se fundan la teoría y la práctica de la monarquía centralizadora francesa, ofrece una variante típicamente gálica al tema de la utopía en el Nuevo Mundo.
Escribe en 1566 para dudar, simplemente, que la utopía pueda tener lugar entre pueblos «primitivos» o que éstos estén a punto de regenerar a la corrupta Europa. Bien pudiera ser que los nobles salvajes viviesen también «en una edad de hierro» y no en una edad de oro. De acuerdo con Bodino, lo que el Nuevo Mundo tenía para ofrecer era una vasta geografía, no una historia feliz: un futuro, no un pasado.
Antes de que esta profecía original de América-como-futuro se volviese indebidamente optimista, Bodino puso todos nuestros pies sobre la tierra mediante el elogio sencillo aunque elegante de la realidad: el Nuevo Mundo es extraordinario por la muy ordinaria razón de que existe.
América es y el mundo, al fin, está completo.
América no es Utopía, el lugar que no es. Es Topía, el lugar que es. No un lugar maravilloso, pero el único que tenemos.
Semejante realismo, sin embargo, no logra apagar el sueño del Nuevo Mundo, la imaginación de América. Pues si la realidad es América, América primero fue un sueño, un deseo, una invención, una necesidad. El «descubrimiento» sólo prueba que jamás encontramos sino lo que primero hemos deseado.
Irving Leonard sostiene que los conquistadores llegaron al Nuevo Mundo armados con lo que el investigador norteamericano llama «los libros de los valientes», las epopeyas de caballerías que enseñaban las normas del arrojo y el honor. ¿A quiénes? Seguramente no a los aristócratas españoles que las habían mamado, sino a los protagonistas de la epopeya española en América: hombres de una clase media emergente, bachilleres destripados como Hernán Cortés; cristianos nuevos de dudosa asociación con la corte, como Gonzalo Fernández de Oviedo (alias) Valdés; miembros de la pequeña nobleza andaluza, como Álvar Núñez Cabeza de Vaca; pero también plebeyos iletrados como los hermanos Pizarro, y don nadies como Diego de Almagro, de quien el cronista Pedro de Cieza de León nos dice que su origen era tan bajo y su linaje tan reciente, que comenzaba y terminaba con él. Corsarios como Hernando de Soto, que se hizo rico con el botín del Inca asesinado, Atahualpa, y luego lo perdió en su expedición a la Florida. O más antiguos, como Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, quien financió su propia empresa en el Río de la Plata con el botín del saco de Roma por Carlos V:
A conquista de paganos
Con dinero de romanos.
Ricos como Alfonso de Lugo, el Adelantado de Canarias, y deudores en fuga como Nicuesa. Andaluces y extremeños en su mayoría, los brillos de utopía y topía, de la gloria y la riqueza, se fundían en la quimera de Eldorado.
Hijo de un regidor, lector de Amadís de Gaula y los demás «libros de los valientes», Bernal Díaz del Castillo, como hemos visto, es el prototipo del hombre nuevo que se arriesga a viajar de España a las Indias llevado por dos impulsos: el interés y el sueño, el esfuerzo individual y la empresa colectiva: la epopeya y la utopía.
Los viajes de exploración son tanto causa como reflejo de un hambre de espacio. Los descubridores y conquistadores son hombres del Renacimiento. José Antonio Maravall, historiador español, incluso describe el descubrimiento de América como una gran hazaña de la imaginación renacentista.
Estos hombres, llenos de la confianza que les daba saberse actores de su propia historia, aunque ello signifique también ser víctimas de sus propias pasiones, no llegaron solos. La Pinta, la Niña y la Santa María fueron seguidas por la nave de los locos, la navis stultorum del famoso grabado de Brant. El vigía se llamaba Maquiavelo, Tomás Moro era el piloto en nuestra embarcación de los necios y el cartógrafo era el encorvado y vigilante Erasmo de Rotterdam. Sus consignas, los estandartes de su nave eran, respectivamente, esto es, esto debe ser y esto puede ser.
Maquiavelo venía de la Italia pulverizada de las ciudades-estado y sus conflictos: un mundo de violencia para el cual Maquiavelo reclamaba un jefe realista, terrenal pero también poseído del idealismo necesario para construir una nación y un Estado. Moro venía de la Inglaterra que perdía su inocencia agraria y capitulaba ante las exigencias del enclosure, la partición de las antiguas tierras comunales y su entrega a la explotación y concentración capitalista. Erasmo, en fin, era el observador irónico de la locura histórica, testigo a la vez de Topía y de Utopía, de la razón y de la sinrazón, tanto de la fe tradicional como del nuevo realismo. A ambas —la razón y la fe— las conmina Erasmo a ser razonables, es decir, relativas. El humanismo erasmista significa el abandono de los absolutos, sean de la fe o de la razón, a favor de una ironía capaz de distinguir el saber del creer, y de poner cualquier verdad en duda, pues «todas las cosas humanas tienen dos aspectos». Esta razón relativista del humanismo es juzgada una locura por los absolutos de la Fe y de la Razón. Erasmo traza en sus cartas una ruta intermedia entre la realpolitik y el idealismo, entre topía y u-topía: su ironía significa un compromiso sonriente entre la fe y la razón, entre el mundo feudal y el mundo comercial, entre la ortodoxia y la reforma, entre el rito externo y la convicción interna, entre la apariencia y la realidad. No desea sacrificar ningún término: es el padre de Cervantes y de las ficciones irónicas que, entre nosotros, culminan en Borges y Cortázar. De allí El elogio de la locura, cuyo título latino es Moraei Encomium, que es también, de esta manera, el elogio de Moro.
En el Nuevo Mundo, Moro buscaba una sociedad basada nuevamente en el derecho natural y no en la expansión desordenada del capitalismo. Era preferible imaginar una utopía que compartiese las virtudes y los defectos de las sociedades precapitalistas, cristianas o salvajes.
El realismo político y la energía de Maquiavelo; el sueño de una sociedad humana justa de Tomás Moro; y el elogio erasmiano de la postura irónica que permite a los hombres y a las mujeres sobrevivir sus locuras ideológicas. Los tres harán escalas en el Nuevo Mundo.
Pero a menudo les resulta difícil —incluso imposible— llegar a buen puerto, porque la nave de los locos barrena en los bajíos del individualismo estoico que España hereda de Roma y transmite a América; o se inmoviliza en el mar de los sargazos del organicismo medieval; o es golpeada por las exigentes tormentas de la autocracia imperial.
Erasmo, Moro y Maquiavelo llegan al Nuevo Mundo a pesar de estos accidentes, llegan porque son parte no de la herencia romana y medieval de América, sino de la «invención de América».
Tengo en mi estudio las reproducciones de los retratos de Tomás Moro y Desiderio Erasmo por Holbein el Joven, mirándose el uno al otro mientras yo los miro a ellos. Confieso mi temor de tener cerca de mí un retrato de Maquiavelo. Su rostro impenetrable tiene algo del animal rapaz, la mirada afilada y hambrienta que Shakespeare atribuye a Casio en el drama Julio César. Y añade Shakespeare, como si describiese al florentino: «Piensa demasiado. Tales hombres son peligrosos».
Erasmo y Moro, en cambio, poseen tanto gravedad en sus actitudes como una chispa de humor en las miradas, representando perpetuamente su primer encuentro, en el verano de 1499, en Hertfordshire:
—Tú debes ser Moro o nadie.
—Y tú debes ser Erasmo, o el Diablo.
Si Nicolás Maquiavelo se hubiese unido a ellos, ¿qué habría añadido? Quizá sólo esto: «Todos los profetas que llegaron armados tuvieron éxito, mientras que los profetas desarmados conocieron la ruina».
Ésta gran tríada renacentista escribió sus delgados y poderosos volúmenes dentro de la misma década: El elogio de la locura de Erasmo aparece en 1509; la Utopía de Tomás Moro en 1516; y Maquiavelo termina su Príncipe en 1513, aunque el libro sólo es publicado póstumamente, en 1532. Es decir: coinciden con la «invención de América».
Los tres libros, en fechas distintas, hacen su aparición en el Nuevo Mundo. La Utopía de Moro, como nos lo ha enseñado Silvio Zavala, es el libro de cabecera del obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, y le sirve de modelo para la creación de sus fundaciones utópicas, en Santa Fe y Michoacán, en 1535. También lo leyó el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga. El Elogio de la locura se encontraba en la biblioteca de Hernando Colón, el hijo del Descubridor, en 1515, y la obra más influyente del sabio de Rotterdam en España, el Enchiridion, es traducida en 1526 y se transforma en el evangelio de un cristianismo interno y personalizado, en oposición a las formas puramente externas del ritual religioso. El príncipe, en fin, es publicado en traducción castellana en 1552 e incluido en el Index Librorum Prohibitorum por el cardenal Gaspar de Quiroga en 1584.
Llegan a nosotros, de esta manera, «a pesar de», no «gracias a». Como el continente mismo, ellos son, en cierto modo, figuras inventadas, deseadas, necesitadas y nombradas por el «Nuevo Mundo» que primero fue imaginado y luego encontrado por Europa.
2. Montaigne no tiene la suerte de Vespucio. El ensayista francés no ha estado, como el cartógrafo florentino, en Utopía, pero quisiera haber tenido «la fortuna de… vivir entre esas naciones, de las que se dice que viven aún en la dulce libertad de las primeras e incorruptibles leyes de la naturaleza».
Este deseo nace de una desesperación, perfectamente expresada por Alfonso de Valdés, el erasmista español y secretario del emperador Carlos V: «¿Qué ceguera es ésta? Llamámosnos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna brujería, ¿por qué no la dejamos del todo?».
Con menos énfasis pero con idéntica persuasión, Erasmo le pedía al cristianismo que creyera en sí mismo y adaptara su fe a su práctica: el cristianismo exterior debería ser el reflejo fiel del cristianismo interior. Predicó, en efecto, la reforma de la Iglesia por la Iglesia. Como suele pasar, mientras esto no ocurrió Erasmo gozó de la popularidad inmensa que el enfermo reserva al médico que le dice: «Vas a curarte». Pero cuando el cirujano se presentó, cuchillo en mano, a arrancar el tumor, el amable crítico fue arrojado fuera de la ciudad, a reunirse con el temible quirúrgico de la Iglesia de Roma, Martín Lutero. Erasmo resistió esta asimilación, se mantuvo fiel a Roma, pero el educador de la cristiandad era ya el hereje, el réprobo, el autor prohibido.
Existe en la Cosmografía de Münster un retrato de Erasmo censurado por la Inquisición española: las facciones nobles del humanista están rayonadas brutalmente con tinta, sus cuencas vaciadas como una calavera, su boca deformada y sangrante como la de un vampiro. El verdadero Erasmo es la imagen de la inteligencia irónica pintada por Holbein, como Martín Lutero es la dura, plebeya, estreñida imagen pintada por Cranach e interpretada por Albert Finney en la pieza teatral de John Osborne.
Erasmo, el primer teórico de la Reforma, jamás se unió a la reforma práctica de Lutero, no sólo por fidelidad a la Iglesia sino por una profunda convicción de la libertad humana. Erasmo reprochaba a Lutero sus ideas sobre la predestinación y reclamaba, desde la Iglesia pero para la sociedad civil capitalista prohijada por el protestantismo, «un poder de la voluntad humana… aplicable en múltiples sentidos, que llamamos el libre arbitrio»: «¿De qué serviría el hombre —medita Erasmo— si Dios lo tratase como el alfarero a la arcilla?». La paradoja de este debate, claro está, es que la severidad fatalista de Lutero desembocaría en sociedades de creciente libertad civil y desarrollo económico, en tanto que la fidelidad erasmiana al libre arbitrio dentro de la ortodoxia cristiana contemplaría la parálisis económica y política impuesta al mundo español por el Concilio de Trento y la Contrarreforma. Entre estas opciones, Europa se desangra en las guerras de religión, esa época terrible que Brecht evoca en la figura de la Madre Coraje, «vestida de hoyos y de podredumbres», en la que «la victoria o la derrota» es «una pérdida para todos». Pero adiós ilusiones: «La guerra se hace para el comercio. En vez de manteca, se vende plomo. Y nuestros hijos mueren». Dulce bellum inexpertis, escribe Erasmo: la guerra sólo es dulce para quienes no la sufren.
Tomás Moro respondió a estas realidades con la idea de Utopía. En la sociedad excéntrica de Utopía, una sociedad sin cristianismo pero con derecho natural, tanto los vicios como las virtudes del paganismo y del cristianismo podrían observarse con más claridad. Moro escribe su Utopía como una respuesta a la Inglaterra de su tiempo y al tema económico que apasionaba a sus contemporáneos: el fin de la comunidad agraria antigua y su sustitución por el sistema capitalista de la enclosure, que acabó en el siglo XVI con las tierras comunales, cercándolas y entregándolas a la explotación privada.
Al invocar en la Utopía una sociedad basada en el derecho natural, Moro imaginó el encuentro del Viejo Mundo y el Nuevo Mundo no sólo como el encuentro del cristianismo y el paganismo, sino como la creación de una nueva sociedad que acabaría por compartir tanto las virtudes como los defectos de las sociedades cristianas y aborígenes.
La Utopía de Moro no es la sociedad perfecta. Abundan en ella rasgos de crueldad y exigencias autoritarias. En cambio, la codicia ha sido extirpada y la comunidad restaurada. Pero los rasgos negativos amenazan constantemente a los positivos: Utopía no es un libro ingenuo, y gracias a su dinámica de claroscuros y opciones constantes, es una obra que deja abiertas dos cuestiones interminables, que continúan siendo parte legítima de nuestra herencia, y de nuestra preocupación.
La primera es la cuestión de los valores de la comunidad y su situación respecto de los valores individuales y los valores del Estado. Moro coloca los valores comunitarios por encima del individuo y del Estado, porque considera que estos últimos sólo son una parte de la comunidad. En este sentido, Utopía es una continuación de la filosofía tomista que da preferencia al bien común sobre el bien individual. La escolástica, apoyada por la utopía, será la escuela trisecular de la política iberoamericana.
La segunda es la cuestión, derivada de las dos anteriores, de la organización política. Si la comunidad es superior al individuo y al Estado, entonces, nos dice Moro, la organización política debe estar constantemente abierta y dispuesta a renovarse, para reflejar y servir mejor a la comunidad. Así, Utopía puede leerse como un anticipo democrático de la Ilustración dieciochesca y la filosofía política de la independencia iberoamericana.
Éstos son valores utópicos positivos que conviene tener presentes mientras damos forma a nuestra historia y a nuestra cultura contemporáneas. Pero hay más: la modernidad de Moro, más que nada, se encuentra en su celebración del placer del cuerpo y la mente.
La Utopía de Tomás Moro es un libro sumamente personal. Es, como casi todos los grandes libros, un debate del autor consigo mismo: un debate de Moro con Moro, pues como dijo William Butler Yeats, de nuestros debates con los demás hacemos retórica, pero del debate con nosotros mismos hacemos poesía. Nos permite ver a Moro y a su sociedad en el acto de entrar a la edad laica. En efecto, lo que Moro hace en la Utopía es explorar la posibilidad de la vida secular para él y para todos. Explora el tema, infinitamente fascinante, de la relación del intelectual con el poder: ¿debe un hombre sabio servir al rey? Explora la combinación de elementos que podrían crear una sociedad buena. Al permitirles a los habitantes de Utopía que vivan como le gustaría vivir a él, Moro ofrece un ideal de vida muy personal. Los aspectos desagradables, disciplinarios y misóginos de Utopía son, al cabo, valores para Tomás Moro, porque a él le hubiese gustado ser un sacerdote casado que trae el claustro a la corte. Pero acaso el aspecto más interesante del libro es que Moro ofrece esta imagen del mundo posiblemente más feliz, o más feliz posible, sometiéndolo a una crítica que no renuncia a la ambigüedad y a la paradoja como instrumentos de análisis.
Retengamos estas lecciones mientras pasamos a considerar el arribo de Tomás Moro en el Nuevo Mundo, llevado de la mano de su más fervoroso lector, el fraile dominico Vasco de Quiroga.
3. Los frailes humanistas llegaron al Nuevo Mundo pisándole los talones a los conquistadores. En 1524, los llamados Doce Apóstoles del orden franciscano desembarcaron en el México de Hernán Cortés; fueron seguidos en 1526 por los dominicos, entre ellos Quiroga. Llegaron a asegurarse de que la misión civilizadora del cristianismo —la salvación de las almas— no se perdiese en el ajetreo de la ambición política y la premura de la afirmación maquiavélica.
Bartolomé de las Casas fue el denunciador supremo de la destrucción de Utopía por quienes inventaron y desearon la utopía. Pero Vasco de Quiroga no vino a denunciar, sino a transformar la utopía en historia.
Llega con el libro de Tomás Moro bajo el brazo. La lectura de Moro simplemente identifica la convicción del obispo dominico: Utopía debería ser la Carta Magna, la constitución de la coexistencia pacífica entre el mundo devastado de los indios y el mundo triunfalista del hombre blanco en el Nuevo Mundo. Quiroga, cariñosamente llamado Tata Vasco por los indios purépechas, es animado por la visión del Nuevo Mundo como Utopía: «Porque no en vano sino con mucha causa y razón este de acá se llama Nuevo Mundo, y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor». (Vasco de Quiroga citado por Silvio Zavala.)
La influencia de Moro y las tareas de Quiroga en la Nueva España han sido objeto de brillantes y exhaustivos estudios realizados por Silvio Zavala. Recuerdo asimismo que Alfonso Reyes llamó a Quiroga uno de «los padres izquierdistas de América». Estos hombres religiosos pusieron pie en tierras que los ángeles no se atrevían a pisar, pero donde los conquistadores ya habían entrado, pisando fuerte y hasta dando patadas.
Voraces conquistadores, descritos por Pablo Neruda en una secuencia de sus memorias: «Devorándolo todo, patatas, huevos fritos, ídolos, oro, pero dándonos a cambio de ello su oro: nuestra lengua, la lengua española».
Ruidosos conquistadores, cuyas voces ásperas y resonantes contrastaban con las voces de pájaro de los indios. Una vez escuché a un mexicano de voz dulce y discreta preguntarle al poeta español León Felipe:
—¿Por qué hablan tan fuerte ustedes los españoles?
A lo cual León Felipe contestó imperativamente:
—Porque fuimos los primeros en gritar: ¡tierra!
Crueles conquistadores: los humanistas los acusaron de pisotear las tierras de Utopía y devolverlas a la edad de hierro. Los religiosos, que eran humanistas, los denunciaron también.
Acaso Vasco de Quiroga sea el único utopiano verdadero. Sabiéndose en la «edad de hierro» de la conquista española, intenta restaurar una mínima comunidad humana entre seres concretos: los indios del reino purépecha sojuzgado.
Quiroga ilustra más que nadie la verdad de que la historia sólo es digna del hombre cuando éste construye, sobre las ruinas de una civilización anterior, el edificio de una nueva convivencia. Las huellas de Alvarado, Cortés y Nuño de Guzmán ardían aún en los senderos indios de México. Quiroga los irrigó con su sabiduría, paciencia e infinito respeto hacia los vencidos. Su utopía era parte de un vasto empeño educativo que iba más allá de la evangelización, aunque la incluía. En la escuela de Santiago Tlatelolco, los indígenas demostraron muy rápidamente su aptitud para las lenguas, la escritura y las artes de la memoria. Aprendieron español, griego y latín. En Michoacán, aprendieron a respetarse de nuevo a sí mismos en el orden del trabajo y la convivencia cotidiana. Que ambas experiencias hayan fracasado es una de las grandes tristezas de México. Utopía, como paideia de la potencia creativa y de la convivencia civilizada, fue real, por un instante, en los albores de la Nueva España.
Persistente, sin fatiga, la llama utópica volvió a encenderse en las misiones jesuitas del Paraguay. En el siglo XVIII, la población de las misiones entre el Alto Paraná y el río Uruguay llegó a exceder las cien mil almas. El orden jesuita impuso un régimen de tutela para la población guaraní, que quedó desprotegida al ser expulsados los religiosos de la Orden en 1767. Charles Gibson, en su argumentación, añade los ejemplos de la región yaqui del Norte de México y su trabajo agrícola comunitario bajo la organización jesuita durante los siglos posteriores a la Conquista.
4. En 1550, durante la controversia de Valladolid sobre los derechos de conquista, aun fray Bartolomé de las Casas aceptó el concepto de guerras justas e injustas. Juan Luis Vives respondió que semejante distinción era una trampa que podría justificar todos los principios de destrucción y esclavitud. Dulce bellum inexpertis: en el Enchiridion, Erasmo les pide a las naciones recordar que la guerra sólo es dulce para quienes no la sufren. Los pueblos aborígenes la apuraron hasta extremos inauditos de crueldad, exterminio y esclavitud. El sermón de fray Antonio de Montesinos en Santo Domingo el día de Navidad de 1511, la campaña de fray Bartolomé, los dibujos de la crónica del Perú de Poma de Ayala y del Códice Osuna dan prueba clamorosa de la violencia que los conquistadores ejercieron contra los conquistados.
No obstante, de estos hechos no surgió una literatura trágica, a pesar de que la tragedia es explicada por Max Scheler como un conflicto de valores condenados a la mutua extinción. La conquista se tradujo en la exterminación mutua de la Utopía y la Épica fundadoras del Nuevo Mundo. Pero la historia no se resolvió en la tragedia porque la evangelización cristiana no transmitía valores trágicos, sino un optimismo ultra-terreno, y el mundo de los vencidos se desplomó sin instrumentos críticos para salvarse del azoro y de la fatalidad. La praxis de la colonización sólo ahondó estos abismos. La oportunidad trágica de la América española —ese acto de renovación que ilumina y trasciende lo que hemos sido a fin de seguir siendo sin sacrificio de ninguno de los componentes; la tragedia como conciencia y contemplación de nosotros mismos y del mundo— quedó en reserva, latente en el corazón de nuestra cultura.
El vacío fue llenado por el barroco doloroso del Nuevo Mundo, respuesta formal de la naciente cultura hispanoamericana a la derrota de la utopía de la invención de América y a la épica de su conquista: derrota compartida de Moro y Maquiavelo, del deber ser y del querer ser, del deseo y de la voluntad. En el abismo entre ambas surge, hambriento y desesperado, Nuestro Señor el Barroco, como lo llama Lezama. El arte de la contraconquista.
En el arte de la contraconquista, Nuestro Señor el Barroco es el anónimo constructor y decorador de la capilla de Tonantzintla en México, y de la catedral de Puno en Perú. Es, ya con nombre, el constructor ahora llamado el indio Kondori, autor de «la voluntariosa masa pétrea de las edificaciones de La Compañía» en Potosí. Es, sobre todo, el mulato embozado, el artista que picoteó la piedra barroca con el rostro escondido porque, como recuerda Lezama, el Brasil progresa de noche, mientras duermen los brasileños, y Aleijadinho, «culminación del barroco americano», necesita la noche del alma para esculpir las maravillas del Ouro Preto en secreto, en disfraz, en el lenguaje barroco de la abundancia y la parodia, la sustitución y la condensación y, finalmente, el erotismo. Mulato, leproso y manco, la noche es su aliada y el barroco su espejo, su salud, su claridad: Aleijadinho.
Un erotismo sostenido por la voracidad intelectual barroca que es la de la América ibérica: saberlo todo, acumularlo todo, aprovechar hasta la muerte la gran concesión de la Contrarreforma al mundo de los sentidos para emborracharlos de saber y de formas desparramadas: el barroco llega a parecerse, en un momento dado, a nuestra libertad. Fue la gran válvula de escape del mundo colonial americano. Pero también refleja la economía del desperdicio hispánico. El barroco: nombre de la riqueza de la pobreza. El protestantismo: nombre de la pobreza de la riqueza.
El erotismo barroco pertenece a la historia del desperdicio; es cohete millonario que convierte en cenizas luminosas del cielo los ahorros miserables de una aldea campesina de la Sierra Madre o de la Cordillera de los Andes. Si Lutero y Calvino condenan la imagen, el decorado, la profusión de cualquier tipo en las iglesias reformistas, la Contrarreforma subraya hasta el delirio la decoración, la ingeniería, la abundancia, el gasto.
El gasto del barroco: si el protestantismo es la religión del ahorro y su arte es el de las paredes blancas de las iglesias del norte de Europa y las paredes desnudas de las iglesias de la Nueva Inglaterra, el catolicismo será la religión del derroche, del gasto suntuario, de la prodigalidad. Concesión de la Iglesia al Renacimiento, en América el barroco es, además, concesión de la Conquista a la Contraconquista y la proliferación barroca permite no sólo esconder a los ídolos detrás de los altares, sino sustituir los lenguajes, dándole cabida, en el castellano, al silencio indígena y a la salmodia negra, a la cópula de Quetzalcóatl con Cristo y de Tonantzin con Guadalupe. Parodia de la historia de vencedores y vencidos con máscaras blancas y sonrientes sobre rostros oscuros y tristes. Canibalizar y carnavalizar la historia, convirtiendo el dolor en fiesta, creando formas literarias y artísticas intrusas, entrometidas unas en las otras, como lo son hasta la fecha las de Borges, Neruda y Cortázar, sin respeto de reglas o géneros. Literatura de textos prestados, permutados, mímicos, payasos, como lo son hasta la fecha los de Manuel Puig, Luis Rafael Sánchez o Severo Sarduy. Textos en blanco, asombrados entre el desafío del espacio de una página, lenguaje que habla del lenguaje, de Sor Juana y de Sandoval y Zapata, a José Gorostiza y a José Lezama Lima.
El barroco, nacido del hambre de espacio, no es base de narración, no es historia en los dos sentidos —cronología sucesiva o imaginación combinatoria; pasado como tal y pasado como presente; hecho registrable y evento continuo— si no es, por todos estos motivos, tiempo. Sospecho que la vieja pugna entre los partidarios de un barroco-como-caos-original y los de un barroco-como-voluntad-de-artificio tiene su origen en este testimonio del Nuevo Mundo. Mientras el barroco fue la tierra nueva, deseada primero y luego necesariamente descubierta para calmar el hambre de espacio del Renacimiento, mientras sólo fue extensión sufrió a la historia: historia de las botas, las ruedas de cañón y los cascos de caballería que la hollaron. Mientras sólo fue espacio, sólo fue épica devastadora del mundo previo, mítico, del indígena americano. El europeo en América sustituyó el mito aborigen con su propio mito: la utopía. Ésta tampoco sobrevivió al empuje épico de la conquista. Ambos —mito indígena, utopía europea— sobrevivieron sólo gracias a la síntesis del barroco americano, respuesta al caos histórico y voluntad salvadora de artificio ante el vacío. Los refleja a ambos. Es su palabra, su forma.
La cultura iberoamericana se construye así sobre una serie de contradicciones.
Primera contradicción: Entre el humanismo renacentista y el absolutismo monárquico.
Segunda contradicción: Entre la reforma protestante y la Contra-reforma católica.
Tercera contradicción: Entre el puritanismo del Norte y la sensualidad del Sur.
Cuarta contradicción: Entre la conquista europea de América y la contraconquista indo (y afro) americana de Europa.
Tanto en Europa como en América, el arte del barroco aparece como la conciliación —abrupta a veces, destilada otras; de estas contradicciones—. El barroco europeo salva al Sur católico de la continencia dogmática y le ofrece una salida voluptuosa. El barroco americano salva al mundo conquistado del silencio y le ofrece una salida sincrética y sensual.
5. La conquista y la colonización de las Américas por las armas y las letras de España fue una paradoja múltiple. Fue una catástrofe para las poblaciones aborígenes, notablemente para las grandes civilizaciones nativas de México y el Perú. Pero una catástrofe, nos advierte María Zambrano, sólo es catastrófica si de ella no se desprende nada que la redima.
De la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros, los indo-iberoamericanos. Fuimos, inmediatamente, mestizos, hombres y mujeres de sangres indígena, española y poco más tarde, africana. Fuimos católicos, pero nuestro cristianismo fue el refugio sincrético de las culturas indígenas y africanas. Y hablamos castellano, pero inmediatamente le dimos una inflexión americana, peruana, mexicana, a la lengua.
Porque en cuanto abrazó a los pueblos de las Américas, en cuanto mezcló su sangre con la de los mundos indígenas primero y negro más tarde, la lengua española dejó de ser la lengua del imperio y se convirtió en algo, mucho, más.
Se convirtió, de nuestro lado del Atlántico, la orilla americana, en lengua universal del reconocimiento entre las culturas europea e indígena cuyos frutos superiores fueron la poesía de la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz y la prosa del cronista peruano, el Inca Garcilaso de la Vega, en los siglos XVI y XVII.
Sor Juana vio en su propia poesía un producto de la tierra. «¿Qué mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria, entre mis letras / el hechizo derramaron?» El Inca Garcilaso fue más lejos y se negó a ver en la América indo-española una región excéntrica o aislada, sino que conectó la cultura del Nuevo Mundo a la visión de un globo unido por muchas culturas: «Mundo sólo hay uno», exclamó el Inca, para su edad y para la nuestra.
Porque del otro lado del Atlántico, sujeta a la vigilancia de la Inquisición, los dogmas religiosos y la exigencia de la pureza de sangre, la propia literatura de España creó todo un nuevo reino de la imaginación. Si la Iglesia y el Estado impusieron las reglas de la Contrarreforma, la literatura de España inventó, en cambio, una contra-imaginación y un contralenguaje.
De Fernando de Rojas a Miguel de Cervantes, de Francisco Delicado a Francisco de Quevedo —el abuelo instantáneo de los dinamiteros, según César Vallejo— todo lo que no puede decirse de otra manera se expresa gracias a la literatura.
Contra la adversidad de la prohibición, contra las evidencias de la decadencia moral y política, España afirma, con más vigor que el resto de Europa, el derecho a definir la realidad en términos de la imaginación. Lo que imaginamos es, a la vez, posible y real. Verdad de Cervantes, verdad de Velázquez.
Hoy celebramos, de este modo, no la lengua del imperio, sino la lengua de encuentros, la lengua de reconocimientos, la lengua que liga a Lorca y Neruda, a Galdós y Gallegos, pero también a Juan Goytisolo en España y a Juan Rulfo en México.
Nadie la representó a más alto grado, durante la Colonia, que Sor Juana Inés de la Cruz.
Nacida como Juana de Asbaje en el centro de México, en 1648, fue probablemente hija ilegítima. Cuando cumplió siete años, le rogó a su madre vestirla como un muchacho para poder estudiar en la universidad. Su brillante inteligencia la condujo a la corte virreinal cuando llegó a la adolescencia. Ahí, asombró a los profesores universitarios con su conocimiento de todo lo que había bajo el sol, desde el latín hasta las matemáticas. Ganó elogios y fama, pero pronto se percató de las dificultades de ser una mujer escritora en el México colonial. No sólo tenía que encarar la oposición masculina y el escrutinio eclesiástico, sino que vería socavado su tiempo y amenazada su seguridad. Así que fue a la Iglesia, esperando, quizá, encontrar la protección de la que un día se volvería contra ella. Aun así, su celda en el Convento de San Jerónimo conjuró cualquier atisbo de peligro. Ahí coleccionó más de cuatro mil volúmenes, sus documentos, sus plumas y tinta, sus instrumentos musicales. Ahí pudo escribir sobre todo lo que el sol alumbra, desde una celda donde estaba permitido el conocimiento: ahí pudo desplegar su imaginación y su sabiduría tanto en el solaz como en la disciplina. Ahí, en el mundo de la religión y de las letras, unidos por un momento en el tiempo, ella sería conocida como Sor Juana Inés de la Cruz —la hermana Juana.
Ahí, como escribe Roald Hoffman en un hermoso poema dedicado a ella, «mezcló las tierras», intentó juntar el cielo y la tierra, pero también el alma y el cuerpo, Europa y América, Blanco e Indio, Razón y Misterio, Vida y Muerte. Un Sueño lo contuvo todo junto, un «Primero sueño», un sueño iniciático, como llamó a uno de sus mejores poemas. En ese sueño pretende ver las cosas tan claras como es posible:
… sigan tu sombra en busca de tu día
los que con verdes vidrios por anteojos,
todo lo ven pintado a su deseo;
que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.
Lo que ella ve, con una lucidez casi clínica, es el cruel juego del amor, ya no disfrazado de metáfora mística, sino casi proustiano en su agudeza psicológica:
Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro al que mi amor maltrata,
maltrato a quien mi amor busca constante.
Ella debe saberlo todo, porque ella tiene «una negra inclinación al saber». Especialmente debe saber más que cualquier europeo de su tiempo, creando así una tradición para el escritor latinoamericano, la de saber tanto como cualquier europeo, pero también algo que los europeos no saben: abrumadora obligación para el escritor de América Latina. Debemos conocer a Descartes, pero también el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas. Su conocimiento es admirado en Europa y ella reconoce esto con tímida coquetería en un poema:
Vergüenza me ocasionáis
con haberme celebrado,
porque sacan vuestras luces
mis faltas más a lo claro.
Pero ella debe saber más que cualquier hombre:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis…
Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos si os tratan mal,
burlándoos si os quieren bien.
Con todo, esos claros ojos que no serán seducidos por anteojos verdes saben perfectamente que todo en esta vida es «engaño colorido»:
… es un afán caduco, y bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
Sor Juana vio una vez a dos niñas que hacían girar un trompo. Así que hizo que se regara harina sobre el piso y, al perder fuerza el trompo, podía verse su rastro en espiral. El mundo, después de todo, no era circular, sino una espiral. Unas décadas más tarde, el filósofo napolitano Giambattista Vico fundaría la moderna historiografía en tal principio. La Historia está hecha por hombres y mujeres, procede no en una línea recta, no en un círculo, sino en una espiral de constantes cursos y recursos, hacia adelante y hacia atrás, recogiendo lo que los predecesores, otros pueblos, diferentes culturas, han hecho. Sor Juana anticipó ciertamente, en el teatro, en sus villancicos, la naturaleza multicultural del Mundo Americano.
Pero más que esto, ella propuso constantemente la poesía como una alternativa, como la otra voz de la sociedad. Y como nadie en la colonia estaba más silenciado que la mujer, quizá sólo una mujer pudo haber dado una voz a esa sociedad, mientras admitía lúcidamente las divisiones de su corazón y de su mente:
En dos partes dividida
tengo el alma en confusión:
una, esclava a la pasión,
y otra, a la razón medida…
¿Pasión? ¿Razón? ¿Esclavitud? ¿Dónde está la certeza, la fe, la ciega aceptación de los preceptos religiosos, no los de la razón, ni la pasión? ¿Quién fue, después de todo, esta monja presuntuosa, admirada en Europa, congraciada, quizá sexualmente, con la esposa del virrey, de vida cortesana en su celda, admitiendo que «Sufro en amar y ser amada»? ¿Por quién? ¿Cuándo? ¿A qué horas?
Finalmente, su celda monástica no era protección suficiente de la autoridad, masculina y rígidamente ortodoxa, encarnada en su perseguidor, el arzobispo de México, Aguiar y Seijas. A la edad de cuarenta años, fue privada de su biblioteca, de sus instrumentos musicales, de su pluma y su tinta. Fue reintegrada a su silencio y murió, quizá, por deber. Tenía cuarenta y tres años cuando murió, en 1695. No hables más, hermana Juana.
Ella venció a sus silenciadores. Su poesía barroca tiene la capacidad de contener, para siempre, las formas y palabras de la abundancia del Nuevo Mundo, sus nuevos nombres, su nueva geografía, su flora y su fauna nunca antes vistos por los ojos europeos. Porque ella misma deambulaba en su poesía y no era más que el producto de la tierra, «mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria».
6. Si algo se necesitaba para profundizar y amplificar la cultura europea, india y mestiza de las Américas, era abrazar el universo africano que llegó a nosotros apesadumbrado y sometido sólo para regalarnos libertad y gozo. Desde el Mississippi de Faulkner a la Cuba de Carpentier, a la Isla Dominica de Jean Rhys, a la Santa Lucía de Derek Walcott, a la Martinica de Aimé Césaire, a la Barranquilla de García Márquez, una corriente de reconocimientos, negros, blancos y mulatos dio otro color más al rostro humano de las Américas, y fue el negro.
La Corona española reguló la trata de esclavos para beneficiarse. En 1518, Carlos V otorgó una concesión a uno de sus favoritos flamencos para introducir a cuatro mil esclavos africanos a las colonias españolas. Desde entonces, la población negra de Hispanoamérica crecería a una proporción de ocho mil personas por año, a 30.000 en 1620. A Brasil arribaron los primeros negros en 1538. En los tres siglos siguientes, tres millones y medio de esclavos africanos cruzarían el Atlántico: Portugal importaría al Brasil algunas veces más negros que los indios que encontró ahí. Y hoy, el continente americano tiene la mayor población negra fuera de África. Nacieron en el Nuevo Mundo en medio de dolor y sufrimiento. No debemos olvidar que los hombres, mujeres y niños negros vinieron a las Américas en buques negreros. Incluso antes de embarcar, muchos trataron de cometer suicidio. Una vez a bordo, eran desnudados, marcados en el pecho y encadenados por parejas. Eran vendidos por peso, y ahora viajaban en el espacio de un sepulcro, en lo hondo de las bodegas, apiñados, sin prevenciones sanitarias y en una atmósfera irrespirable, e incluso intentaron revueltas, pero generalmente fracasaron. Pero a donde quiera que llegaron, los esclavos fueron maniatados rígidamente a la economía de la plantación, esto es, al cultivo intensivo y extensivo de los productos tropicales.
La rígida ecuación —esclavos negros más economía de plantación— se complicó por una rivalidad entre grandes poderes para controlar tanto el tráfico de esclavos del África como la fuente de los productos del Nuevo Mundo. Aplastados por estas demandas de la política y el comercio internacionales, los esclavos negros no podían apelar ni siquiera a la conciencia de sus sojuzgadores cristianos. Eran cazados por los gobernantes africanos para su provecho. Eran traídos por comerciantes europeos que proclamaban haberlos liberado de la violencia tribal, mientras la Iglesia cristiana declaraba que habían sido salvados del paganismo. Este grandilocuente ejercicio de hipocresía e injusticia no consiguió destruir el espíritu creativo e incluso rebelde de los esclavos negros en las Américas. Los insurrectos, los prófugos, los saboteadores, solían fracasar en su propia liberación. Otras veces, lograban su libertad: se convertían en capataces, artesanos, granjeros, carreteros. Su labor fue intensa, no sólo en el campo, sino como albañiles y joyeros, pintores y carpinteros, sastres, zapateros, cocineros y panaderos. Difícilmente encontramos una actividad laboral en la vida del Nuevo Mundo que no esté marcada por la cultura africana. En Brasil, llegaron a ayudar en la exploración y conquista del interior. Los regimientos negros con comandantes negros lucharon contra los holandeses y defendieron Río de Janeiro contra los franceses. Fueron esenciales para la conquista, colonización y desarrollo del Brasil. También se sublevaron.
Y, muchas veces, simplemente desaparecieron por los territorios y fundaron asentamientos llamados quilombos. En uno de ellos, Palmares, en Alagoas, Brasil, permanecieron hasta muy entrado el siglo XVII. Con 20.000 pobladores, Palmares se convirtió en un estado africano en el corazón de América del Sur, con su propia tradición africana. Pero, como con los nativos indios, en el encuentro con los europeos los negros se convirtieron, aún más a pecho, en moradores de un Nuevo Mundo creador de una cultura mixta, de una nueva imaginación.
Desde luego, es tan importante como interesante conocer, tanto como se pueda, el origen africano de los negros del Nuevo Mundo. La razón de esto es que fortalece el sentido de continuidad que considero crucial en la identidad del universo latinoamericano que, insisto, es indio, africano y europeo. Pero aún más importante para nosotros es, ciertamente, la nueva cultura creada por los negros de las Américas. Porque de donde quiera en África que ellos provinieran, tan pronto como fueron aglutinados en un puerto de embarque en Senegal, se les forzó a establecer nuevas relaciones, con sus nuevos amos, pero sobre todo con otros esclavos venidos de muchas partes de las costas atlánticas africanas. Todo un nuevo sistema de relaciones, y la cultura que esto implicaba, vino así a depender de los trabajos que los esclavos debían realizar en el Nuevo Mundo, ya fuesen veteranos o recién llegados a la plantación; en este caso, ¿de dónde venían, en qué tipo de embarcación viajaron, adónde arribaron? En aquél, ¿cuál era ahora su «color», se habían casado con otras etnias o no, eran mulatos, hijos de negra y blanco, o zambos, hijos de negro e india? ¿Y qué tanto habían influido en todos ellos las dos culturas previas a su llegada, la europea y la indígena?
La lengua tuvo que adaptarse con agilidad proteica a estas realidades: eso si uno quería comprender y ser comprendido por los capataces o por los compañeros de labores, también negros, pero de una región distante de la propia; o, desde luego, por la propia recién desposada. ¿Y qué lengua hablarían los hijos?
La cultura negra del Nuevo Mundo fluyó naturalmente hacia el barroco. Porque así como surgió un barroco hispanoamericano, desde Tonantzintla en México hasta el Potosí en el Alto Perú, gracias al encuentro entre el indígena y el europeo, también la fusión de los negros y portugueses creó uno de los mayores monumentos del Nuevo Mundo: el barroco afro-brasileño-portugués de Minas Gerais, la región productora de oro más opulenta del mundo en el siglo XVIII.
Ahí, el mulato Antonio Francisco Lisboa, conocido como Aleijadinho, forjó lo que puede considerarse la culminación del barroco latinoamericano. Aleijadinho fue el hijo de una esclava negra y de un arquitecto portugués blanco. Ambos padres, y el mundo, lo desampararon. El joven sufrió de lepra. Así que en lugar de la sociedad de los hombres y mujeres, se afilió a la sociedad barroca de la piedra. Las doce estatuas de los profetas talladas por Aleijadinho en la escalinata que conduce a la iglesia de Congonhas do Campo eluden la simetría de las esculturas clásicas. Como las figuras italianas de Bernini (¡pero en qué geografía tan absolutamente remota!), éstas son estatuas tridimensionales en movimiento que se precipitan hacia el espectador; estatuas rebeldes, retorcidas en su angustia mística y furor humano, pero también estatuas liberadoras, imbuidas de un sentido nuevo y afirmativo del cuerpo y sus potencialidades.
La redondez del barroco, su negativa a conceder a nadie ni a nada un punto de vista privilegiado, su proclamación del cambio perpetuo, su conflicto entre el mundo ordenado de los pocos y el mundo desordenado de los muchos, son ofrendados por este arquitecto mulato de la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, en Ouro Preto (literalmente: Oro Negro, la gran capital minera del Brasil colonial). El exterior del templo es un rectángulo perfecto, pero adentro todo es curvo, poligonal, oval, como el orbe de Colón, como el auténtico descubrimiento del huevo. Porque el mundo es circular y puede ser visto desde muchas perspectivas, la visión de Aleijadinho se une a la de los artistas ibéricos y a la de los indoamericanos del Nuevo Mundo. En Congonhas y Ouro Preto, nuestra visión se unifica, vemos con ambos ojos y nuestros cuerpos están completos de nuevo. Paradójicamente, todas estas visiones confluyen en la de un hombre marginado, un joven leproso que, según se decía, trabajaba sólo de noche, cuando nadie podía verlo. Pero ¿acaso no se ha dicho de Brasil mismo que crece de noche mientras los brasileños duermen?
Trabajando de noche, rodeado de sueño, Aleijadinho otorga un cuerpo a los sueños de sus congéneres, hombres y mujeres. Porque no tiene otro modo de hablar con ellos excepto a través del silencio de la piedra.
7. Todos estos perfiles —indígenas, negros, ibéricos y, a través de Iberia, mediterráneos: españoles y portugueses, pero también judíos y árabes, romanos y griegos— fueron amasados en una vasta cultura mestiza, la cultura de las Américas.
Todos estos factores convergieron en las nacientes culturas urbanas del Nuevo Mundo, pues si al comienzo —y por largo tiempo— fue el interior el que proveyó de temas y personajes, espacio y tiempo, finalmente fue la ciudad la que devino protagonista tanto de nuestra novela moderna como de la tradicional. Buenos Aires en Arlt, Borges, Macedonio, Sábato, Cortázar, Bioy Casares; Santiago en los novelistas chilenos; Lima en Vargas Llosa y Bryce Echenique; La Habana en Lezama Lima; la Ciudad de México en Gustavo Sainz y Fernando del Paso.
La tierra en la época colonial latinoamericana estuvo dominada por el poder político central de la gran Ciudad Barroca o, más bien, por un collar de ciudades creadas por la energía española en América con los brazos indios, negros y mestizos, desde California hasta el Río de la Plata: no sólo enclaves fronterizos, no sólo asentamientos, sino grandes puertos —San Juan de Puerto Rico, La Habana, Veracruz, Cartagena de Indias—, ciudades mineras —Guanajuato, Potosí— y soberbias capitales —México, Guatemala, Quito, Lima—, todos nacidos bajo el signo del barroco. La descripción más precisa que tenemos de la vida de una gran metrópolis barroca del Nuevo Mundo es la de Bernardo de Balbuena, un poeta español que arribó niño al Nuevo Mundo y escribió sobre la grandeza de la ciudad de México en 1604.
Solamente en la sección sobre las artes y entretenimientos, Balbuena habla de mil «regalos y ocasiones de contento», incluyendo conversaciones, juegos, recepciones, cacerías y fiestas en jardines, días de campo, saraos, conciertos, visitas, carreras, paseos, «comedias nuevas cada día», modas, la autoridad de palanquines y carruajes, los tocados quiméricos de las damas, los apuros y preocupaciones de los maridos, y todo esto entre joyas, oro y plata, perlas y sedas, brocados y broches, y servidos por criados con librea. Todo capricho que pueda desearse, dice Balbuena, es cumplido.
Estas pretensiones extraordinarias son vueltas a la realidad, notoriamente, por los cronistas de otra capital virreinal, Lima. Mateo Rosas de Oquendo ridiculiza a la oligarquía de Lima, rodeada de «mil poetas de escaso seso, cortesanos de honra dudosa y más fulleros de calzas de los que se podría hacer cuento».
El virrey, dice, está rodeado de «trotamundos y duelistas, embusteros y charlatanes», mientras que los policías eran «ladrones en rueda». Una ciudad, termina por decir, de «soles dañosos y oscuros linajes». Simón de Ayanque, en su propia descripción de la Lima colonial, va más allá y con mayor temeridad: ésta es una ciudad, y que nadie lo olvide, de «indias, zambas y mulatas; chinos, mestizos y negros». «Verás en todos oficios», escribe Ayanque, «chinos, mulatos y negros, y muy pocos españoles», así como a «muchos indios que de la sierra vinieron para no pagar tributo y meterse a caballeros».
Pretensión: la pretensión de ser algo o alguien más, si se era moreno, blanco; si se era pobre, rico; si se era rico, cortesano y europeo. Ésta parece ser una de las marcas distintivas de las sociedades urbanas coloniales, divididas entre ricos y pobres, confrontadas por disputas entre las órdenes eclesiásticas, desgarradas por devaneos pasionales e igualmente apasionadas condenas del sexo y del cuerpo.
Nuestras modernas ciudades, desde 1821 y el triunfo de la Independencia, mientras luchaban por volverse cosmopolitas e industrializadas, no habían superado completamente las contradicciones del periodo colonial, sus extremos de necesidad disfrazada con un barniz de opulencia, o el choque entre sus componentes culturales.
Por eso me gustaría elegir, finalmente, una imagen de una novela moderna latinoamericana, más que una de entre las imágenes espectrales del pasado, un símbolo contemporáneo de la cultura viva de Latinoamérica.
Viene de Paradiso, la novela de Lezama Lima en la cual tres jóvenes, en busca de su identidad cultural y afectiva, deambulan por las calles de La Habana en la noche oscura del alma. De pronto, una casa en el centro de la ciudad, en el corazón de la oscuridad, se ilumina por un instante, deslumbrando a los tres muchachos con su esplendor y opulencia.
Es la luz renovada de las artes del pasado, parece decirnos Lezama Lima, que sirve a la función moderna de la polis contemporánea, la ciudad de Latinoamérica. Esta función es recordar que ni la conquista ni la contraconquista de América Latina han concluido, que seguimos oprimidos y suprimimos a nuestros compatriotas latinoamericanos con tanta crueldad —aunque a veces sea sólo la crueldad de la indiferencia— como los conquistadores ibéricos; que debemos continuar dando respuestas culturales a los problemas de nuestra vida cotidiana, política y económica. En Latinoamérica poseemos una continuidad cultural que es nuestra mayor riqueza de cara a la fragmentación y desorganización económica y política. Y esta cultura fue creada por una sociedad civil, por hombres y mujeres que también viven vidas políticas y económicas: la cuestión de América Latina, hoy, es: ¿podemos hacer sentir el peso de la autenticidad de la cultura sobre la vida de la ciudad, sobre nuestras vidas políticas y económicas?
Sí, responde el pensador incluyente, fluido, que es José Lezama Lima, claro que sí, si nos damos cuenta de que una cultura es su imaginación, de que una historia es su memoria y de que una cultura incapaz de crear sus propias imágenes, o una historia incapaz de imaginar su propia memoria, están destinadas a desaparecer.
El pasado es nuestra agenda.

Fuente: Alfaguara. Barcelona. España. Año 2011.

lunes, 14 de marzo de 2016

Ray Pollock. Gran Premio de literatura policíaca (Francia). Año 2012.


Ganador del año 2012.
El Gran premio de la literatura policíaca (en francés: Grand prix de littérature policière)? es un premio literario francés fundado en 1948 por el escritor y crítico literario de Maurice Bernard Endrèbe. Es el premio más prestigioso adscrito al género policíaco en Francia, y se concede anualmente a la mejor novela francesa y a la mejor novela policíaca internacional publicada durante el mismo año.1

Los ganadores son determinados por un jurado de hasta diez miembros, que incluye también a escritores. Cada uno de los jueces preselecciona un conjunto de obras que se llevan a discusión, para posteriormente, plasmar una lista de votación que se presenta ante el jurado. Entre los autores consagrados de las últimas décadas que han sido acreedores del premio se encuentran Jean-Patrick Manchette, Didier Daeninckx, Mary Higgins Clark, Elizabeth George, Thomas Harris, Patricia Highsmith, Arnaldur Indriðason, P. D. James, Léo Malet y Manuel Vázquez Montalbán

Donald Ray Pollock (Knockemstiff, Ohio, 1954) es un escritor estadounidense. Nació y creció en la localidad de Knockemstiff. Abandonó pronto los estudios para trabajar en una planta cárnica y, posteriormente, en una fábrica de papel, donde permaneció más de tres décadas. Cuando contaba con 55 años se graduó en el programa de escritura creativa de la Universidad Estatal de Ohio. A partir de ese momento comenzó a publicar diversos textos en periódicos (New York Times) y revistas literarias (Epoch, Sou`wester, Granta, Third Coast, River Styx, The Journal, Boulevard y PEN America). Sus obras han sido traducidas a diversos idiomas, como el español, francés, italiano, portugués y húngaro.

***

EL DIABLO DE TODAS LAS HORAS.
Tras el sensacional éxito de Knockemstiff, he aquí la esperadísima primera incursión en la novela de Donald Ray Pollock: El diablo a todas horas mezcla la imaginería del gótico norteamericano con la sequedad y crudeza de la novela negra más descarnada en una trama adictiva y contundente, que replica y expande la intensidad de sus mejores relatos. Todo un despliegue de poder narrativo, y la reválida de una firma imprescindible.
Cuando Willard Russell, veterano de la primera guerra mundial, descubre que el cáncer empuja a su mujer hacia una muerte inevitable, concluye que solo Jesús podrá socorrer a quien la ciencia ha condenado, tras erigir un altar en pleno bosque, se entrega a unas sesiones de oración que, poco a poco, se tornarán peligrosamente sangrientas, y en las que participará, estoico, su hijo Arvin.

Durante más de dos décadas, desde la resaca posbélica hasta los aparentemente esperanzados años sesenta, Arvin crece en busca de su propia versión de la justicia, rodeado de personajes tan particulares como siniestros: Carl y Sandy Henderson, una pareja de asesinos en serie que patrullan América en una extraña misión homicida, el fugitivo Roy, predicador circense y febril, y su compañero Theodore, guitarrista paralítico y asediado por sus pulsiones, el religioso Preston Teagardin, cruel, sádico y lascivo, y el sheriff corrupto Lee Bodecker, que está dejando de beber. Hombres y mujeres frecuentemente dominados por formas monstruosas de la fe, que perdieron el rumbo en un mundo a la deriva donde Dios no es más que una sombra.

Fuente: Editorial Libros del Silencio. Año 2012.

sábado, 12 de marzo de 2016

Historia Universal de la Infamia. (Las virtudes de la disparidad. El encuentro. Ad majorem dei gloriam).


Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia. 1935.
LAS VIRTUDES DE LA DISPARIDAD
Tichborne era un esbelto caballero de aire envainado, con los
rasgos agudos, la tez morena, el pelo negro y lacio, los ojos vivos
y la palabra de una precisión ya molesta; Orton era un palurdo
desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad,
cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones
y conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber
de Orton era embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer
la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su hijo.
El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil
ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar
por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado
serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario,
la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo.
Bogle era más sutil: hubiera presentado un kaiser lampiño, ajeno
de atributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo
en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora;
uos consta que presentó un Tichborne fofo, con sonrisa amaHISTORIA.
UNIVERSAL ' DE LA INFAMIA 303
ble de imbécil, peló castaño y una: inmejorable ignorancia del
idioma francés. Bogle sabía que-un facsímil perfecto del anhelado
Roger Charles Tichborne era de imposible obtención. Sabía también
que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que
destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo
parecido. Intuyó qué la enorme ineptitud dé la pretensión sería'
urik convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que
nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más
sencillos dé convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración
todopoderosa del tiempo: catorce años de hemisferio austral
y de azar pueden cambiar a un hombre.
Otra razón fundamental: Los repetidos e insensatos avisos de
Lady Tichborne demostraban su plena seguridad de que Roger
Charles no había muerto, su voluntad de reconocerlo.

EL ENCUENTRO
Tom Castró, siempre servicial, escribió a Lady Tichborne. Para
fundar su identidad invocó la prueba fehaciente de dos lunares
ubicados en la tetilla izquierda y de aquel episodio de su niñez,
tan aflígeme- pero por lo mismo tan memorable, en que lo acometió
un enjambre de abejas. La comunicación era breve y a
semejanza de Tom Castro y de Bogle, prescindía de escrúpulos
ortográficos, En la imponente soledad de un hotel de París, la dama
la leyó y la releyó,con, lágrimas felices, y en pocos días encontró
los recuerdos que le pedía su hijo.
El dieciséis de enero de 1867, Roger Charles Tichborne se
anunció en ese hotel. Lo precedió su respetuoso sirviente, Ebenezer
Bogle. El día de invierno era de muchísimo sol; los ojos
fatigados de Lady Tichborne estaban velados de llanto. El negro
abrió de par en par las ventanas. La luz hizo de máscara: la madre
reconoció, al hijo pródigo y le franqueó su abrazo. Ahora que de
veras lo tenía, podía prescindir del diario y las.cartas que él le
mandó desde Brasil: meros reflejos adorados que habían alimentado,
su soledad de catorce años lóbregos. Se las devolvía con orgullo:
ni una faltaba.
.Bogle sonrió con toda discreción: ya tenía dónde documentarse
el plácido fantasma de Roger Charles.

AD MAJOREM DEI GLORIAM
Ese reconocimiento dichoso —que parece cumplir una tradición
de las tragedias clásicas— debió coronar esta historia, dejando tres
304 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS '
felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la madre
verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador recompensado
por la apoteosis providencial de su industria. Él
Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación
incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así.
Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes entablaron querella
contra Arthur Orton por usurpación de estado civil. Desprovistos
de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás creyeron
en el obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente
de Australia. Orton contaba con el apoyo de los
innumerables acreedores que habían determinado que él era
Tichborne, para que pudiera pagarles.
Asimismo contaba con la amistad del abogado de la familia,
Édward Hopkins y con la del anticuario Francis J. Baigent. Ello
no bastaba, con todo. Bogle pensó que para ganar la partida era
imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió
el sombrero de copa y el decente paraguas y fue a buscar inspiración
por las decorosas calles de Londres. Era el atardecer; Bogle
vagó hasta que una luna del color de la miel se duplicó en el
agua rectangular de las fuentes públicas. El dios lo visitó. Bogle
chistó a un carruaje y se hizo conducir al departamento del anticuario
Baigent. Éste mandó una larga carta al Times, que aseguraba
que el supuesto Tichborne era un descarado impostor.
La firmaba el padre Goudron, de la Sociedad de Jesús. Otras
denuncias igualmente papistas la sucedieron. Su efecto fue inmediato:
las buenas gentes no dejaron de adivinar que Sir Roger
Charles era blanco de un complot abominable de los jesuítas.

Obras Completas. Editorial EMECÉ editores, 1972. Buenos Aires, Argentina.

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas