viernes, 18 de marzo de 2016

Sarid Yishai (Tel Aviv, 1965) . Novela: El poeta de Gaza.


Sarid Yishai (Tel Aviv, 1965) Estudió derecho en la Universidad de Jerusalén y recibió un título de posgrado por la Universidad de Harvard. Trabaja como abogado y es articulista en los principales diarios de Israel. Ganadora del Gran Premio de Literatura Policiaca (Francia, 2011), del Premio Internacional María Giorgetti (Italia, 2013) y finalista del Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín (2012), El poeta de Gaza es la segunda novela del autor, una de las voces más importantes de la narrativa israelí contemporánea.

***
(Fragmento. Novela. SARID YISHAI  El poeta de Gaza).


Sinopsis
Un oficial de alto rango en el servicio secreto israelí, entregado a la labor de prevenir ataques terroristas suicidas, y con una vida profesional y personal complicada, es asignado para una nueva misión: asistir a las clases de creación literaria de una escritora de Tel Aviv, militante para la paz, e introducirse en su vida privada, haciéndose pasar por un aspirante a novelista de modo que pueda hacerse amigo de Daphna, escritora israelí, y su amigo Hani, un renombrado poeta palestino. Esto le permitirá acercarse a un viejo poeta palestino de Gaza, quien ha obtenido permiso para entrar a Israel con el fin de tratarse una enfermedad terminal. Su verdadero objetivo es Yotam, hijo del poeta y líder terrorista Hani, su agudo sentido del bien y del mal va diluyéndose. Los escritores han despertado en él sentimientos que él asumía habían muerto hacía mucho tiempo. Aun así, su sentido del deber y los hábitos producto de toda una vida en el ejército lo impulsan a seguir adelante con su puesta en escena y tenderle así una trampa a Yotam.
Autor: Yishai, Sarid
2011, RANDOM HOUSE
Generado con: QualityEbook v0.75

 El poeta de Gaza

Yishaï Sarid


A Raheli

Me quedé sentado en el coche un rato más para mirar la antigua fotografía de ella, y también para escuchar “Here comes the sun” hasta el final. No es frecuente escuchar a Harrison en la radio, y hay pocas canciones matinales tan buenas como ésta. Para mí es importante saber cómo es una persona antes de encontrarme con ella por primera vez, para no tener ninguna sorpresa. En la fotografía se veía muy guapa, el pelo recogido hacia atrás, una frente inteligente, sonriendo a un árabe en algún mitin de gente progresista.
Era una mañana de finales de julio. En la calle había la tranquilidad urbana de las vacaciones de verano. Unos gatos trepaban para buscar comida en los contenedores de basura, dos amigos paseaban hacia el mar por la avenida de los tamariscos, riendo despreocupadamente y con unos patines debajo del brazo. Vivo en el tercer piso, me había dicho ella por teléfono. Los buzones del correo tenían muchas capas de etiquetas, inquilinos jóvenes que llegaban y se marchaban, y nombres con letras latinas de gente que ya no estaba viva. El edificio estaba muy descuidado y el yeso de las paredes desconchado. Las ventanas de la escalera, altas y estrechas como las de un monasterio abandonado, estaban opacas de tanta suciedad. Dafna abrió la puerta descalza, el pelo recogido, la mirada penetrante. Es lo que capté a primera vista.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. El carruaje. El espectro.


(Historia Universal de la Infamia. Año 1935).
EL CARRUAJE
Ciento noventa días duró el proceso. Alrededor de cien testigos
prestaron fe de que el acusado era Tichborne — entre ellos, cuatro
compañeros de armas del regimiento seis de dragones. Sus partidarios
no cesaban de repetir que no era un impostor, ya qué de
haberlo sido hubiera procurado remedar los retratos juveniles de
su modelo. Además, Lady Tichborne lo había reconocido y es
evidente que una madre no se equivoca. Todo iba bien, o más o
menos bien, hasta que una antigua querida de Orton compareció
ante el tribunal para declarar. Bogle no se inmutó con esa pérfida
maniobra de los "parientes"; requirió galera y paraguas y
fue a implorar una tercera iluminación por las decorosas calles
de Londres. No sabremos nunca si la encontró. Poco antes de llegar
a Primrose Hill, lo alcanzó el terrible vehículo que desde el
fondo de los años lo perseguía. Bogle lo vio venir, lanzó un grito,
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 305
pero no atinó con la salvación. Fue proyectado con violencia contra:
las piedras. Los mareadores cascos del jamelgo le partieron
el cráneo.

EL ESPECTRO
Tom Castro era el fantasma de Tichborne, pero un pobre fantasma
habitado por el genio de Bogle. Cuando le dijeron que
éste había muerto, se aniquiló. Siguió mintiendo, pero con escaso
entusiasmo y con disparatadas contradicciones. Era fácil
prever el fin.
El 27 de febrero de 1874, Arthur Orton (alias) Tom Castro fue
condenado a catorce años de trabajos forzados. En la cárcel se
hizo querer; era su oficio. Su comportamiento ejemplar le valió
una rebaja de cuatro años. Cuando esa hospitalidad final lo dejó
—la de la prisión— recorrió las aldeas y los centros del Reino
Unido, pronunciando pequeñas conferencias en las que declaraba
su inocencia o afirmaba su culpa. Su modestia y su anhelo de
agradar eran tan duraderos que muchas noches comenzó por defensa
y acabó por confesión, siempre al servicio de las inclinaciones del
público.
El 2 de abril de 1898 murió.
(Obras Completas. Editorial EMECÉ Editores. Año 1972. Buenos Aires, Argentina).

martes, 15 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Tercera entrega.


3. La cultura colonial
(Tercera entrega).
(En la gráfica: Carlos Fuentes, María José Paz, esposa de Octavio Paz, y Octavio Paz).
1. Juan Bodino, el autor de los Seis Libros de la República sobre los cuales se fundan la teoría y la práctica de la monarquía centralizadora francesa, ofrece una variante típicamente gálica al tema de la utopía en el Nuevo Mundo.
Escribe en 1566 para dudar, simplemente, que la utopía pueda tener lugar entre pueblos «primitivos» o que éstos estén a punto de regenerar a la corrupta Europa. Bien pudiera ser que los nobles salvajes viviesen también «en una edad de hierro» y no en una edad de oro. De acuerdo con Bodino, lo que el Nuevo Mundo tenía para ofrecer era una vasta geografía, no una historia feliz: un futuro, no un pasado.
Antes de que esta profecía original de América-como-futuro se volviese indebidamente optimista, Bodino puso todos nuestros pies sobre la tierra mediante el elogio sencillo aunque elegante de la realidad: el Nuevo Mundo es extraordinario por la muy ordinaria razón de que existe.
América es y el mundo, al fin, está completo.
América no es Utopía, el lugar que no es. Es Topía, el lugar que es. No un lugar maravilloso, pero el único que tenemos.
Semejante realismo, sin embargo, no logra apagar el sueño del Nuevo Mundo, la imaginación de América. Pues si la realidad es América, América primero fue un sueño, un deseo, una invención, una necesidad. El «descubrimiento» sólo prueba que jamás encontramos sino lo que primero hemos deseado.
Irving Leonard sostiene que los conquistadores llegaron al Nuevo Mundo armados con lo que el investigador norteamericano llama «los libros de los valientes», las epopeyas de caballerías que enseñaban las normas del arrojo y el honor. ¿A quiénes? Seguramente no a los aristócratas españoles que las habían mamado, sino a los protagonistas de la epopeya española en América: hombres de una clase media emergente, bachilleres destripados como Hernán Cortés; cristianos nuevos de dudosa asociación con la corte, como Gonzalo Fernández de Oviedo (alias) Valdés; miembros de la pequeña nobleza andaluza, como Álvar Núñez Cabeza de Vaca; pero también plebeyos iletrados como los hermanos Pizarro, y don nadies como Diego de Almagro, de quien el cronista Pedro de Cieza de León nos dice que su origen era tan bajo y su linaje tan reciente, que comenzaba y terminaba con él. Corsarios como Hernando de Soto, que se hizo rico con el botín del Inca asesinado, Atahualpa, y luego lo perdió en su expedición a la Florida. O más antiguos, como Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, quien financió su propia empresa en el Río de la Plata con el botín del saco de Roma por Carlos V:
A conquista de paganos
Con dinero de romanos.
Ricos como Alfonso de Lugo, el Adelantado de Canarias, y deudores en fuga como Nicuesa. Andaluces y extremeños en su mayoría, los brillos de utopía y topía, de la gloria y la riqueza, se fundían en la quimera de Eldorado.
Hijo de un regidor, lector de Amadís de Gaula y los demás «libros de los valientes», Bernal Díaz del Castillo, como hemos visto, es el prototipo del hombre nuevo que se arriesga a viajar de España a las Indias llevado por dos impulsos: el interés y el sueño, el esfuerzo individual y la empresa colectiva: la epopeya y la utopía.
Los viajes de exploración son tanto causa como reflejo de un hambre de espacio. Los descubridores y conquistadores son hombres del Renacimiento. José Antonio Maravall, historiador español, incluso describe el descubrimiento de América como una gran hazaña de la imaginación renacentista.
Estos hombres, llenos de la confianza que les daba saberse actores de su propia historia, aunque ello signifique también ser víctimas de sus propias pasiones, no llegaron solos. La Pinta, la Niña y la Santa María fueron seguidas por la nave de los locos, la navis stultorum del famoso grabado de Brant. El vigía se llamaba Maquiavelo, Tomás Moro era el piloto en nuestra embarcación de los necios y el cartógrafo era el encorvado y vigilante Erasmo de Rotterdam. Sus consignas, los estandartes de su nave eran, respectivamente, esto es, esto debe ser y esto puede ser.
Maquiavelo venía de la Italia pulverizada de las ciudades-estado y sus conflictos: un mundo de violencia para el cual Maquiavelo reclamaba un jefe realista, terrenal pero también poseído del idealismo necesario para construir una nación y un Estado. Moro venía de la Inglaterra que perdía su inocencia agraria y capitulaba ante las exigencias del enclosure, la partición de las antiguas tierras comunales y su entrega a la explotación y concentración capitalista. Erasmo, en fin, era el observador irónico de la locura histórica, testigo a la vez de Topía y de Utopía, de la razón y de la sinrazón, tanto de la fe tradicional como del nuevo realismo. A ambas —la razón y la fe— las conmina Erasmo a ser razonables, es decir, relativas. El humanismo erasmista significa el abandono de los absolutos, sean de la fe o de la razón, a favor de una ironía capaz de distinguir el saber del creer, y de poner cualquier verdad en duda, pues «todas las cosas humanas tienen dos aspectos». Esta razón relativista del humanismo es juzgada una locura por los absolutos de la Fe y de la Razón. Erasmo traza en sus cartas una ruta intermedia entre la realpolitik y el idealismo, entre topía y u-topía: su ironía significa un compromiso sonriente entre la fe y la razón, entre el mundo feudal y el mundo comercial, entre la ortodoxia y la reforma, entre el rito externo y la convicción interna, entre la apariencia y la realidad. No desea sacrificar ningún término: es el padre de Cervantes y de las ficciones irónicas que, entre nosotros, culminan en Borges y Cortázar. De allí El elogio de la locura, cuyo título latino es Moraei Encomium, que es también, de esta manera, el elogio de Moro.
En el Nuevo Mundo, Moro buscaba una sociedad basada nuevamente en el derecho natural y no en la expansión desordenada del capitalismo. Era preferible imaginar una utopía que compartiese las virtudes y los defectos de las sociedades precapitalistas, cristianas o salvajes.
El realismo político y la energía de Maquiavelo; el sueño de una sociedad humana justa de Tomás Moro; y el elogio erasmiano de la postura irónica que permite a los hombres y a las mujeres sobrevivir sus locuras ideológicas. Los tres harán escalas en el Nuevo Mundo.
Pero a menudo les resulta difícil —incluso imposible— llegar a buen puerto, porque la nave de los locos barrena en los bajíos del individualismo estoico que España hereda de Roma y transmite a América; o se inmoviliza en el mar de los sargazos del organicismo medieval; o es golpeada por las exigentes tormentas de la autocracia imperial.
Erasmo, Moro y Maquiavelo llegan al Nuevo Mundo a pesar de estos accidentes, llegan porque son parte no de la herencia romana y medieval de América, sino de la «invención de América».
Tengo en mi estudio las reproducciones de los retratos de Tomás Moro y Desiderio Erasmo por Holbein el Joven, mirándose el uno al otro mientras yo los miro a ellos. Confieso mi temor de tener cerca de mí un retrato de Maquiavelo. Su rostro impenetrable tiene algo del animal rapaz, la mirada afilada y hambrienta que Shakespeare atribuye a Casio en el drama Julio César. Y añade Shakespeare, como si describiese al florentino: «Piensa demasiado. Tales hombres son peligrosos».
Erasmo y Moro, en cambio, poseen tanto gravedad en sus actitudes como una chispa de humor en las miradas, representando perpetuamente su primer encuentro, en el verano de 1499, en Hertfordshire:
—Tú debes ser Moro o nadie.
—Y tú debes ser Erasmo, o el Diablo.
Si Nicolás Maquiavelo se hubiese unido a ellos, ¿qué habría añadido? Quizá sólo esto: «Todos los profetas que llegaron armados tuvieron éxito, mientras que los profetas desarmados conocieron la ruina».
Ésta gran tríada renacentista escribió sus delgados y poderosos volúmenes dentro de la misma década: El elogio de la locura de Erasmo aparece en 1509; la Utopía de Tomás Moro en 1516; y Maquiavelo termina su Príncipe en 1513, aunque el libro sólo es publicado póstumamente, en 1532. Es decir: coinciden con la «invención de América».
Los tres libros, en fechas distintas, hacen su aparición en el Nuevo Mundo. La Utopía de Moro, como nos lo ha enseñado Silvio Zavala, es el libro de cabecera del obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, y le sirve de modelo para la creación de sus fundaciones utópicas, en Santa Fe y Michoacán, en 1535. También lo leyó el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga. El Elogio de la locura se encontraba en la biblioteca de Hernando Colón, el hijo del Descubridor, en 1515, y la obra más influyente del sabio de Rotterdam en España, el Enchiridion, es traducida en 1526 y se transforma en el evangelio de un cristianismo interno y personalizado, en oposición a las formas puramente externas del ritual religioso. El príncipe, en fin, es publicado en traducción castellana en 1552 e incluido en el Index Librorum Prohibitorum por el cardenal Gaspar de Quiroga en 1584.
Llegan a nosotros, de esta manera, «a pesar de», no «gracias a». Como el continente mismo, ellos son, en cierto modo, figuras inventadas, deseadas, necesitadas y nombradas por el «Nuevo Mundo» que primero fue imaginado y luego encontrado por Europa.
2. Montaigne no tiene la suerte de Vespucio. El ensayista francés no ha estado, como el cartógrafo florentino, en Utopía, pero quisiera haber tenido «la fortuna de… vivir entre esas naciones, de las que se dice que viven aún en la dulce libertad de las primeras e incorruptibles leyes de la naturaleza».
Este deseo nace de una desesperación, perfectamente expresada por Alfonso de Valdés, el erasmista español y secretario del emperador Carlos V: «¿Qué ceguera es ésta? Llamámosnos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna brujería, ¿por qué no la dejamos del todo?».
Con menos énfasis pero con idéntica persuasión, Erasmo le pedía al cristianismo que creyera en sí mismo y adaptara su fe a su práctica: el cristianismo exterior debería ser el reflejo fiel del cristianismo interior. Predicó, en efecto, la reforma de la Iglesia por la Iglesia. Como suele pasar, mientras esto no ocurrió Erasmo gozó de la popularidad inmensa que el enfermo reserva al médico que le dice: «Vas a curarte». Pero cuando el cirujano se presentó, cuchillo en mano, a arrancar el tumor, el amable crítico fue arrojado fuera de la ciudad, a reunirse con el temible quirúrgico de la Iglesia de Roma, Martín Lutero. Erasmo resistió esta asimilación, se mantuvo fiel a Roma, pero el educador de la cristiandad era ya el hereje, el réprobo, el autor prohibido.
Existe en la Cosmografía de Münster un retrato de Erasmo censurado por la Inquisición española: las facciones nobles del humanista están rayonadas brutalmente con tinta, sus cuencas vaciadas como una calavera, su boca deformada y sangrante como la de un vampiro. El verdadero Erasmo es la imagen de la inteligencia irónica pintada por Holbein, como Martín Lutero es la dura, plebeya, estreñida imagen pintada por Cranach e interpretada por Albert Finney en la pieza teatral de John Osborne.
Erasmo, el primer teórico de la Reforma, jamás se unió a la reforma práctica de Lutero, no sólo por fidelidad a la Iglesia sino por una profunda convicción de la libertad humana. Erasmo reprochaba a Lutero sus ideas sobre la predestinación y reclamaba, desde la Iglesia pero para la sociedad civil capitalista prohijada por el protestantismo, «un poder de la voluntad humana… aplicable en múltiples sentidos, que llamamos el libre arbitrio»: «¿De qué serviría el hombre —medita Erasmo— si Dios lo tratase como el alfarero a la arcilla?». La paradoja de este debate, claro está, es que la severidad fatalista de Lutero desembocaría en sociedades de creciente libertad civil y desarrollo económico, en tanto que la fidelidad erasmiana al libre arbitrio dentro de la ortodoxia cristiana contemplaría la parálisis económica y política impuesta al mundo español por el Concilio de Trento y la Contrarreforma. Entre estas opciones, Europa se desangra en las guerras de religión, esa época terrible que Brecht evoca en la figura de la Madre Coraje, «vestida de hoyos y de podredumbres», en la que «la victoria o la derrota» es «una pérdida para todos». Pero adiós ilusiones: «La guerra se hace para el comercio. En vez de manteca, se vende plomo. Y nuestros hijos mueren». Dulce bellum inexpertis, escribe Erasmo: la guerra sólo es dulce para quienes no la sufren.
Tomás Moro respondió a estas realidades con la idea de Utopía. En la sociedad excéntrica de Utopía, una sociedad sin cristianismo pero con derecho natural, tanto los vicios como las virtudes del paganismo y del cristianismo podrían observarse con más claridad. Moro escribe su Utopía como una respuesta a la Inglaterra de su tiempo y al tema económico que apasionaba a sus contemporáneos: el fin de la comunidad agraria antigua y su sustitución por el sistema capitalista de la enclosure, que acabó en el siglo XVI con las tierras comunales, cercándolas y entregándolas a la explotación privada.
Al invocar en la Utopía una sociedad basada en el derecho natural, Moro imaginó el encuentro del Viejo Mundo y el Nuevo Mundo no sólo como el encuentro del cristianismo y el paganismo, sino como la creación de una nueva sociedad que acabaría por compartir tanto las virtudes como los defectos de las sociedades cristianas y aborígenes.
La Utopía de Moro no es la sociedad perfecta. Abundan en ella rasgos de crueldad y exigencias autoritarias. En cambio, la codicia ha sido extirpada y la comunidad restaurada. Pero los rasgos negativos amenazan constantemente a los positivos: Utopía no es un libro ingenuo, y gracias a su dinámica de claroscuros y opciones constantes, es una obra que deja abiertas dos cuestiones interminables, que continúan siendo parte legítima de nuestra herencia, y de nuestra preocupación.
La primera es la cuestión de los valores de la comunidad y su situación respecto de los valores individuales y los valores del Estado. Moro coloca los valores comunitarios por encima del individuo y del Estado, porque considera que estos últimos sólo son una parte de la comunidad. En este sentido, Utopía es una continuación de la filosofía tomista que da preferencia al bien común sobre el bien individual. La escolástica, apoyada por la utopía, será la escuela trisecular de la política iberoamericana.
La segunda es la cuestión, derivada de las dos anteriores, de la organización política. Si la comunidad es superior al individuo y al Estado, entonces, nos dice Moro, la organización política debe estar constantemente abierta y dispuesta a renovarse, para reflejar y servir mejor a la comunidad. Así, Utopía puede leerse como un anticipo democrático de la Ilustración dieciochesca y la filosofía política de la independencia iberoamericana.
Éstos son valores utópicos positivos que conviene tener presentes mientras damos forma a nuestra historia y a nuestra cultura contemporáneas. Pero hay más: la modernidad de Moro, más que nada, se encuentra en su celebración del placer del cuerpo y la mente.
La Utopía de Tomás Moro es un libro sumamente personal. Es, como casi todos los grandes libros, un debate del autor consigo mismo: un debate de Moro con Moro, pues como dijo William Butler Yeats, de nuestros debates con los demás hacemos retórica, pero del debate con nosotros mismos hacemos poesía. Nos permite ver a Moro y a su sociedad en el acto de entrar a la edad laica. En efecto, lo que Moro hace en la Utopía es explorar la posibilidad de la vida secular para él y para todos. Explora el tema, infinitamente fascinante, de la relación del intelectual con el poder: ¿debe un hombre sabio servir al rey? Explora la combinación de elementos que podrían crear una sociedad buena. Al permitirles a los habitantes de Utopía que vivan como le gustaría vivir a él, Moro ofrece un ideal de vida muy personal. Los aspectos desagradables, disciplinarios y misóginos de Utopía son, al cabo, valores para Tomás Moro, porque a él le hubiese gustado ser un sacerdote casado que trae el claustro a la corte. Pero acaso el aspecto más interesante del libro es que Moro ofrece esta imagen del mundo posiblemente más feliz, o más feliz posible, sometiéndolo a una crítica que no renuncia a la ambigüedad y a la paradoja como instrumentos de análisis.
Retengamos estas lecciones mientras pasamos a considerar el arribo de Tomás Moro en el Nuevo Mundo, llevado de la mano de su más fervoroso lector, el fraile dominico Vasco de Quiroga.
3. Los frailes humanistas llegaron al Nuevo Mundo pisándole los talones a los conquistadores. En 1524, los llamados Doce Apóstoles del orden franciscano desembarcaron en el México de Hernán Cortés; fueron seguidos en 1526 por los dominicos, entre ellos Quiroga. Llegaron a asegurarse de que la misión civilizadora del cristianismo —la salvación de las almas— no se perdiese en el ajetreo de la ambición política y la premura de la afirmación maquiavélica.
Bartolomé de las Casas fue el denunciador supremo de la destrucción de Utopía por quienes inventaron y desearon la utopía. Pero Vasco de Quiroga no vino a denunciar, sino a transformar la utopía en historia.
Llega con el libro de Tomás Moro bajo el brazo. La lectura de Moro simplemente identifica la convicción del obispo dominico: Utopía debería ser la Carta Magna, la constitución de la coexistencia pacífica entre el mundo devastado de los indios y el mundo triunfalista del hombre blanco en el Nuevo Mundo. Quiroga, cariñosamente llamado Tata Vasco por los indios purépechas, es animado por la visión del Nuevo Mundo como Utopía: «Porque no en vano sino con mucha causa y razón este de acá se llama Nuevo Mundo, y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor». (Vasco de Quiroga citado por Silvio Zavala.)
La influencia de Moro y las tareas de Quiroga en la Nueva España han sido objeto de brillantes y exhaustivos estudios realizados por Silvio Zavala. Recuerdo asimismo que Alfonso Reyes llamó a Quiroga uno de «los padres izquierdistas de América». Estos hombres religiosos pusieron pie en tierras que los ángeles no se atrevían a pisar, pero donde los conquistadores ya habían entrado, pisando fuerte y hasta dando patadas.
Voraces conquistadores, descritos por Pablo Neruda en una secuencia de sus memorias: «Devorándolo todo, patatas, huevos fritos, ídolos, oro, pero dándonos a cambio de ello su oro: nuestra lengua, la lengua española».
Ruidosos conquistadores, cuyas voces ásperas y resonantes contrastaban con las voces de pájaro de los indios. Una vez escuché a un mexicano de voz dulce y discreta preguntarle al poeta español León Felipe:
—¿Por qué hablan tan fuerte ustedes los españoles?
A lo cual León Felipe contestó imperativamente:
—Porque fuimos los primeros en gritar: ¡tierra!
Crueles conquistadores: los humanistas los acusaron de pisotear las tierras de Utopía y devolverlas a la edad de hierro. Los religiosos, que eran humanistas, los denunciaron también.
Acaso Vasco de Quiroga sea el único utopiano verdadero. Sabiéndose en la «edad de hierro» de la conquista española, intenta restaurar una mínima comunidad humana entre seres concretos: los indios del reino purépecha sojuzgado.
Quiroga ilustra más que nadie la verdad de que la historia sólo es digna del hombre cuando éste construye, sobre las ruinas de una civilización anterior, el edificio de una nueva convivencia. Las huellas de Alvarado, Cortés y Nuño de Guzmán ardían aún en los senderos indios de México. Quiroga los irrigó con su sabiduría, paciencia e infinito respeto hacia los vencidos. Su utopía era parte de un vasto empeño educativo que iba más allá de la evangelización, aunque la incluía. En la escuela de Santiago Tlatelolco, los indígenas demostraron muy rápidamente su aptitud para las lenguas, la escritura y las artes de la memoria. Aprendieron español, griego y latín. En Michoacán, aprendieron a respetarse de nuevo a sí mismos en el orden del trabajo y la convivencia cotidiana. Que ambas experiencias hayan fracasado es una de las grandes tristezas de México. Utopía, como paideia de la potencia creativa y de la convivencia civilizada, fue real, por un instante, en los albores de la Nueva España.
Persistente, sin fatiga, la llama utópica volvió a encenderse en las misiones jesuitas del Paraguay. En el siglo XVIII, la población de las misiones entre el Alto Paraná y el río Uruguay llegó a exceder las cien mil almas. El orden jesuita impuso un régimen de tutela para la población guaraní, que quedó desprotegida al ser expulsados los religiosos de la Orden en 1767. Charles Gibson, en su argumentación, añade los ejemplos de la región yaqui del Norte de México y su trabajo agrícola comunitario bajo la organización jesuita durante los siglos posteriores a la Conquista.
4. En 1550, durante la controversia de Valladolid sobre los derechos de conquista, aun fray Bartolomé de las Casas aceptó el concepto de guerras justas e injustas. Juan Luis Vives respondió que semejante distinción era una trampa que podría justificar todos los principios de destrucción y esclavitud. Dulce bellum inexpertis: en el Enchiridion, Erasmo les pide a las naciones recordar que la guerra sólo es dulce para quienes no la sufren. Los pueblos aborígenes la apuraron hasta extremos inauditos de crueldad, exterminio y esclavitud. El sermón de fray Antonio de Montesinos en Santo Domingo el día de Navidad de 1511, la campaña de fray Bartolomé, los dibujos de la crónica del Perú de Poma de Ayala y del Códice Osuna dan prueba clamorosa de la violencia que los conquistadores ejercieron contra los conquistados.
No obstante, de estos hechos no surgió una literatura trágica, a pesar de que la tragedia es explicada por Max Scheler como un conflicto de valores condenados a la mutua extinción. La conquista se tradujo en la exterminación mutua de la Utopía y la Épica fundadoras del Nuevo Mundo. Pero la historia no se resolvió en la tragedia porque la evangelización cristiana no transmitía valores trágicos, sino un optimismo ultra-terreno, y el mundo de los vencidos se desplomó sin instrumentos críticos para salvarse del azoro y de la fatalidad. La praxis de la colonización sólo ahondó estos abismos. La oportunidad trágica de la América española —ese acto de renovación que ilumina y trasciende lo que hemos sido a fin de seguir siendo sin sacrificio de ninguno de los componentes; la tragedia como conciencia y contemplación de nosotros mismos y del mundo— quedó en reserva, latente en el corazón de nuestra cultura.
El vacío fue llenado por el barroco doloroso del Nuevo Mundo, respuesta formal de la naciente cultura hispanoamericana a la derrota de la utopía de la invención de América y a la épica de su conquista: derrota compartida de Moro y Maquiavelo, del deber ser y del querer ser, del deseo y de la voluntad. En el abismo entre ambas surge, hambriento y desesperado, Nuestro Señor el Barroco, como lo llama Lezama. El arte de la contraconquista.
En el arte de la contraconquista, Nuestro Señor el Barroco es el anónimo constructor y decorador de la capilla de Tonantzintla en México, y de la catedral de Puno en Perú. Es, ya con nombre, el constructor ahora llamado el indio Kondori, autor de «la voluntariosa masa pétrea de las edificaciones de La Compañía» en Potosí. Es, sobre todo, el mulato embozado, el artista que picoteó la piedra barroca con el rostro escondido porque, como recuerda Lezama, el Brasil progresa de noche, mientras duermen los brasileños, y Aleijadinho, «culminación del barroco americano», necesita la noche del alma para esculpir las maravillas del Ouro Preto en secreto, en disfraz, en el lenguaje barroco de la abundancia y la parodia, la sustitución y la condensación y, finalmente, el erotismo. Mulato, leproso y manco, la noche es su aliada y el barroco su espejo, su salud, su claridad: Aleijadinho.
Un erotismo sostenido por la voracidad intelectual barroca que es la de la América ibérica: saberlo todo, acumularlo todo, aprovechar hasta la muerte la gran concesión de la Contrarreforma al mundo de los sentidos para emborracharlos de saber y de formas desparramadas: el barroco llega a parecerse, en un momento dado, a nuestra libertad. Fue la gran válvula de escape del mundo colonial americano. Pero también refleja la economía del desperdicio hispánico. El barroco: nombre de la riqueza de la pobreza. El protestantismo: nombre de la pobreza de la riqueza.
El erotismo barroco pertenece a la historia del desperdicio; es cohete millonario que convierte en cenizas luminosas del cielo los ahorros miserables de una aldea campesina de la Sierra Madre o de la Cordillera de los Andes. Si Lutero y Calvino condenan la imagen, el decorado, la profusión de cualquier tipo en las iglesias reformistas, la Contrarreforma subraya hasta el delirio la decoración, la ingeniería, la abundancia, el gasto.
El gasto del barroco: si el protestantismo es la religión del ahorro y su arte es el de las paredes blancas de las iglesias del norte de Europa y las paredes desnudas de las iglesias de la Nueva Inglaterra, el catolicismo será la religión del derroche, del gasto suntuario, de la prodigalidad. Concesión de la Iglesia al Renacimiento, en América el barroco es, además, concesión de la Conquista a la Contraconquista y la proliferación barroca permite no sólo esconder a los ídolos detrás de los altares, sino sustituir los lenguajes, dándole cabida, en el castellano, al silencio indígena y a la salmodia negra, a la cópula de Quetzalcóatl con Cristo y de Tonantzin con Guadalupe. Parodia de la historia de vencedores y vencidos con máscaras blancas y sonrientes sobre rostros oscuros y tristes. Canibalizar y carnavalizar la historia, convirtiendo el dolor en fiesta, creando formas literarias y artísticas intrusas, entrometidas unas en las otras, como lo son hasta la fecha las de Borges, Neruda y Cortázar, sin respeto de reglas o géneros. Literatura de textos prestados, permutados, mímicos, payasos, como lo son hasta la fecha los de Manuel Puig, Luis Rafael Sánchez o Severo Sarduy. Textos en blanco, asombrados entre el desafío del espacio de una página, lenguaje que habla del lenguaje, de Sor Juana y de Sandoval y Zapata, a José Gorostiza y a José Lezama Lima.
El barroco, nacido del hambre de espacio, no es base de narración, no es historia en los dos sentidos —cronología sucesiva o imaginación combinatoria; pasado como tal y pasado como presente; hecho registrable y evento continuo— si no es, por todos estos motivos, tiempo. Sospecho que la vieja pugna entre los partidarios de un barroco-como-caos-original y los de un barroco-como-voluntad-de-artificio tiene su origen en este testimonio del Nuevo Mundo. Mientras el barroco fue la tierra nueva, deseada primero y luego necesariamente descubierta para calmar el hambre de espacio del Renacimiento, mientras sólo fue extensión sufrió a la historia: historia de las botas, las ruedas de cañón y los cascos de caballería que la hollaron. Mientras sólo fue espacio, sólo fue épica devastadora del mundo previo, mítico, del indígena americano. El europeo en América sustituyó el mito aborigen con su propio mito: la utopía. Ésta tampoco sobrevivió al empuje épico de la conquista. Ambos —mito indígena, utopía europea— sobrevivieron sólo gracias a la síntesis del barroco americano, respuesta al caos histórico y voluntad salvadora de artificio ante el vacío. Los refleja a ambos. Es su palabra, su forma.
La cultura iberoamericana se construye así sobre una serie de contradicciones.
Primera contradicción: Entre el humanismo renacentista y el absolutismo monárquico.
Segunda contradicción: Entre la reforma protestante y la Contra-reforma católica.
Tercera contradicción: Entre el puritanismo del Norte y la sensualidad del Sur.
Cuarta contradicción: Entre la conquista europea de América y la contraconquista indo (y afro) americana de Europa.
Tanto en Europa como en América, el arte del barroco aparece como la conciliación —abrupta a veces, destilada otras; de estas contradicciones—. El barroco europeo salva al Sur católico de la continencia dogmática y le ofrece una salida voluptuosa. El barroco americano salva al mundo conquistado del silencio y le ofrece una salida sincrética y sensual.
5. La conquista y la colonización de las Américas por las armas y las letras de España fue una paradoja múltiple. Fue una catástrofe para las poblaciones aborígenes, notablemente para las grandes civilizaciones nativas de México y el Perú. Pero una catástrofe, nos advierte María Zambrano, sólo es catastrófica si de ella no se desprende nada que la redima.
De la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros, los indo-iberoamericanos. Fuimos, inmediatamente, mestizos, hombres y mujeres de sangres indígena, española y poco más tarde, africana. Fuimos católicos, pero nuestro cristianismo fue el refugio sincrético de las culturas indígenas y africanas. Y hablamos castellano, pero inmediatamente le dimos una inflexión americana, peruana, mexicana, a la lengua.
Porque en cuanto abrazó a los pueblos de las Américas, en cuanto mezcló su sangre con la de los mundos indígenas primero y negro más tarde, la lengua española dejó de ser la lengua del imperio y se convirtió en algo, mucho, más.
Se convirtió, de nuestro lado del Atlántico, la orilla americana, en lengua universal del reconocimiento entre las culturas europea e indígena cuyos frutos superiores fueron la poesía de la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz y la prosa del cronista peruano, el Inca Garcilaso de la Vega, en los siglos XVI y XVII.
Sor Juana vio en su propia poesía un producto de la tierra. «¿Qué mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria, entre mis letras / el hechizo derramaron?» El Inca Garcilaso fue más lejos y se negó a ver en la América indo-española una región excéntrica o aislada, sino que conectó la cultura del Nuevo Mundo a la visión de un globo unido por muchas culturas: «Mundo sólo hay uno», exclamó el Inca, para su edad y para la nuestra.
Porque del otro lado del Atlántico, sujeta a la vigilancia de la Inquisición, los dogmas religiosos y la exigencia de la pureza de sangre, la propia literatura de España creó todo un nuevo reino de la imaginación. Si la Iglesia y el Estado impusieron las reglas de la Contrarreforma, la literatura de España inventó, en cambio, una contra-imaginación y un contralenguaje.
De Fernando de Rojas a Miguel de Cervantes, de Francisco Delicado a Francisco de Quevedo —el abuelo instantáneo de los dinamiteros, según César Vallejo— todo lo que no puede decirse de otra manera se expresa gracias a la literatura.
Contra la adversidad de la prohibición, contra las evidencias de la decadencia moral y política, España afirma, con más vigor que el resto de Europa, el derecho a definir la realidad en términos de la imaginación. Lo que imaginamos es, a la vez, posible y real. Verdad de Cervantes, verdad de Velázquez.
Hoy celebramos, de este modo, no la lengua del imperio, sino la lengua de encuentros, la lengua de reconocimientos, la lengua que liga a Lorca y Neruda, a Galdós y Gallegos, pero también a Juan Goytisolo en España y a Juan Rulfo en México.
Nadie la representó a más alto grado, durante la Colonia, que Sor Juana Inés de la Cruz.
Nacida como Juana de Asbaje en el centro de México, en 1648, fue probablemente hija ilegítima. Cuando cumplió siete años, le rogó a su madre vestirla como un muchacho para poder estudiar en la universidad. Su brillante inteligencia la condujo a la corte virreinal cuando llegó a la adolescencia. Ahí, asombró a los profesores universitarios con su conocimiento de todo lo que había bajo el sol, desde el latín hasta las matemáticas. Ganó elogios y fama, pero pronto se percató de las dificultades de ser una mujer escritora en el México colonial. No sólo tenía que encarar la oposición masculina y el escrutinio eclesiástico, sino que vería socavado su tiempo y amenazada su seguridad. Así que fue a la Iglesia, esperando, quizá, encontrar la protección de la que un día se volvería contra ella. Aun así, su celda en el Convento de San Jerónimo conjuró cualquier atisbo de peligro. Ahí coleccionó más de cuatro mil volúmenes, sus documentos, sus plumas y tinta, sus instrumentos musicales. Ahí pudo escribir sobre todo lo que el sol alumbra, desde una celda donde estaba permitido el conocimiento: ahí pudo desplegar su imaginación y su sabiduría tanto en el solaz como en la disciplina. Ahí, en el mundo de la religión y de las letras, unidos por un momento en el tiempo, ella sería conocida como Sor Juana Inés de la Cruz —la hermana Juana.
Ahí, como escribe Roald Hoffman en un hermoso poema dedicado a ella, «mezcló las tierras», intentó juntar el cielo y la tierra, pero también el alma y el cuerpo, Europa y América, Blanco e Indio, Razón y Misterio, Vida y Muerte. Un Sueño lo contuvo todo junto, un «Primero sueño», un sueño iniciático, como llamó a uno de sus mejores poemas. En ese sueño pretende ver las cosas tan claras como es posible:
… sigan tu sombra en busca de tu día
los que con verdes vidrios por anteojos,
todo lo ven pintado a su deseo;
que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.
Lo que ella ve, con una lucidez casi clínica, es el cruel juego del amor, ya no disfrazado de metáfora mística, sino casi proustiano en su agudeza psicológica:
Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro al que mi amor maltrata,
maltrato a quien mi amor busca constante.
Ella debe saberlo todo, porque ella tiene «una negra inclinación al saber». Especialmente debe saber más que cualquier europeo de su tiempo, creando así una tradición para el escritor latinoamericano, la de saber tanto como cualquier europeo, pero también algo que los europeos no saben: abrumadora obligación para el escritor de América Latina. Debemos conocer a Descartes, pero también el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas. Su conocimiento es admirado en Europa y ella reconoce esto con tímida coquetería en un poema:
Vergüenza me ocasionáis
con haberme celebrado,
porque sacan vuestras luces
mis faltas más a lo claro.
Pero ella debe saber más que cualquier hombre:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis…
Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos si os tratan mal,
burlándoos si os quieren bien.
Con todo, esos claros ojos que no serán seducidos por anteojos verdes saben perfectamente que todo en esta vida es «engaño colorido»:
… es un afán caduco, y bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
Sor Juana vio una vez a dos niñas que hacían girar un trompo. Así que hizo que se regara harina sobre el piso y, al perder fuerza el trompo, podía verse su rastro en espiral. El mundo, después de todo, no era circular, sino una espiral. Unas décadas más tarde, el filósofo napolitano Giambattista Vico fundaría la moderna historiografía en tal principio. La Historia está hecha por hombres y mujeres, procede no en una línea recta, no en un círculo, sino en una espiral de constantes cursos y recursos, hacia adelante y hacia atrás, recogiendo lo que los predecesores, otros pueblos, diferentes culturas, han hecho. Sor Juana anticipó ciertamente, en el teatro, en sus villancicos, la naturaleza multicultural del Mundo Americano.
Pero más que esto, ella propuso constantemente la poesía como una alternativa, como la otra voz de la sociedad. Y como nadie en la colonia estaba más silenciado que la mujer, quizá sólo una mujer pudo haber dado una voz a esa sociedad, mientras admitía lúcidamente las divisiones de su corazón y de su mente:
En dos partes dividida
tengo el alma en confusión:
una, esclava a la pasión,
y otra, a la razón medida…
¿Pasión? ¿Razón? ¿Esclavitud? ¿Dónde está la certeza, la fe, la ciega aceptación de los preceptos religiosos, no los de la razón, ni la pasión? ¿Quién fue, después de todo, esta monja presuntuosa, admirada en Europa, congraciada, quizá sexualmente, con la esposa del virrey, de vida cortesana en su celda, admitiendo que «Sufro en amar y ser amada»? ¿Por quién? ¿Cuándo? ¿A qué horas?
Finalmente, su celda monástica no era protección suficiente de la autoridad, masculina y rígidamente ortodoxa, encarnada en su perseguidor, el arzobispo de México, Aguiar y Seijas. A la edad de cuarenta años, fue privada de su biblioteca, de sus instrumentos musicales, de su pluma y su tinta. Fue reintegrada a su silencio y murió, quizá, por deber. Tenía cuarenta y tres años cuando murió, en 1695. No hables más, hermana Juana.
Ella venció a sus silenciadores. Su poesía barroca tiene la capacidad de contener, para siempre, las formas y palabras de la abundancia del Nuevo Mundo, sus nuevos nombres, su nueva geografía, su flora y su fauna nunca antes vistos por los ojos europeos. Porque ella misma deambulaba en su poesía y no era más que el producto de la tierra, «mágicas infusiones / de los indios herbolarios / de mi Patria».
6. Si algo se necesitaba para profundizar y amplificar la cultura europea, india y mestiza de las Américas, era abrazar el universo africano que llegó a nosotros apesadumbrado y sometido sólo para regalarnos libertad y gozo. Desde el Mississippi de Faulkner a la Cuba de Carpentier, a la Isla Dominica de Jean Rhys, a la Santa Lucía de Derek Walcott, a la Martinica de Aimé Césaire, a la Barranquilla de García Márquez, una corriente de reconocimientos, negros, blancos y mulatos dio otro color más al rostro humano de las Américas, y fue el negro.
La Corona española reguló la trata de esclavos para beneficiarse. En 1518, Carlos V otorgó una concesión a uno de sus favoritos flamencos para introducir a cuatro mil esclavos africanos a las colonias españolas. Desde entonces, la población negra de Hispanoamérica crecería a una proporción de ocho mil personas por año, a 30.000 en 1620. A Brasil arribaron los primeros negros en 1538. En los tres siglos siguientes, tres millones y medio de esclavos africanos cruzarían el Atlántico: Portugal importaría al Brasil algunas veces más negros que los indios que encontró ahí. Y hoy, el continente americano tiene la mayor población negra fuera de África. Nacieron en el Nuevo Mundo en medio de dolor y sufrimiento. No debemos olvidar que los hombres, mujeres y niños negros vinieron a las Américas en buques negreros. Incluso antes de embarcar, muchos trataron de cometer suicidio. Una vez a bordo, eran desnudados, marcados en el pecho y encadenados por parejas. Eran vendidos por peso, y ahora viajaban en el espacio de un sepulcro, en lo hondo de las bodegas, apiñados, sin prevenciones sanitarias y en una atmósfera irrespirable, e incluso intentaron revueltas, pero generalmente fracasaron. Pero a donde quiera que llegaron, los esclavos fueron maniatados rígidamente a la economía de la plantación, esto es, al cultivo intensivo y extensivo de los productos tropicales.
La rígida ecuación —esclavos negros más economía de plantación— se complicó por una rivalidad entre grandes poderes para controlar tanto el tráfico de esclavos del África como la fuente de los productos del Nuevo Mundo. Aplastados por estas demandas de la política y el comercio internacionales, los esclavos negros no podían apelar ni siquiera a la conciencia de sus sojuzgadores cristianos. Eran cazados por los gobernantes africanos para su provecho. Eran traídos por comerciantes europeos que proclamaban haberlos liberado de la violencia tribal, mientras la Iglesia cristiana declaraba que habían sido salvados del paganismo. Este grandilocuente ejercicio de hipocresía e injusticia no consiguió destruir el espíritu creativo e incluso rebelde de los esclavos negros en las Américas. Los insurrectos, los prófugos, los saboteadores, solían fracasar en su propia liberación. Otras veces, lograban su libertad: se convertían en capataces, artesanos, granjeros, carreteros. Su labor fue intensa, no sólo en el campo, sino como albañiles y joyeros, pintores y carpinteros, sastres, zapateros, cocineros y panaderos. Difícilmente encontramos una actividad laboral en la vida del Nuevo Mundo que no esté marcada por la cultura africana. En Brasil, llegaron a ayudar en la exploración y conquista del interior. Los regimientos negros con comandantes negros lucharon contra los holandeses y defendieron Río de Janeiro contra los franceses. Fueron esenciales para la conquista, colonización y desarrollo del Brasil. También se sublevaron.
Y, muchas veces, simplemente desaparecieron por los territorios y fundaron asentamientos llamados quilombos. En uno de ellos, Palmares, en Alagoas, Brasil, permanecieron hasta muy entrado el siglo XVII. Con 20.000 pobladores, Palmares se convirtió en un estado africano en el corazón de América del Sur, con su propia tradición africana. Pero, como con los nativos indios, en el encuentro con los europeos los negros se convirtieron, aún más a pecho, en moradores de un Nuevo Mundo creador de una cultura mixta, de una nueva imaginación.
Desde luego, es tan importante como interesante conocer, tanto como se pueda, el origen africano de los negros del Nuevo Mundo. La razón de esto es que fortalece el sentido de continuidad que considero crucial en la identidad del universo latinoamericano que, insisto, es indio, africano y europeo. Pero aún más importante para nosotros es, ciertamente, la nueva cultura creada por los negros de las Américas. Porque de donde quiera en África que ellos provinieran, tan pronto como fueron aglutinados en un puerto de embarque en Senegal, se les forzó a establecer nuevas relaciones, con sus nuevos amos, pero sobre todo con otros esclavos venidos de muchas partes de las costas atlánticas africanas. Todo un nuevo sistema de relaciones, y la cultura que esto implicaba, vino así a depender de los trabajos que los esclavos debían realizar en el Nuevo Mundo, ya fuesen veteranos o recién llegados a la plantación; en este caso, ¿de dónde venían, en qué tipo de embarcación viajaron, adónde arribaron? En aquél, ¿cuál era ahora su «color», se habían casado con otras etnias o no, eran mulatos, hijos de negra y blanco, o zambos, hijos de negro e india? ¿Y qué tanto habían influido en todos ellos las dos culturas previas a su llegada, la europea y la indígena?
La lengua tuvo que adaptarse con agilidad proteica a estas realidades: eso si uno quería comprender y ser comprendido por los capataces o por los compañeros de labores, también negros, pero de una región distante de la propia; o, desde luego, por la propia recién desposada. ¿Y qué lengua hablarían los hijos?
La cultura negra del Nuevo Mundo fluyó naturalmente hacia el barroco. Porque así como surgió un barroco hispanoamericano, desde Tonantzintla en México hasta el Potosí en el Alto Perú, gracias al encuentro entre el indígena y el europeo, también la fusión de los negros y portugueses creó uno de los mayores monumentos del Nuevo Mundo: el barroco afro-brasileño-portugués de Minas Gerais, la región productora de oro más opulenta del mundo en el siglo XVIII.
Ahí, el mulato Antonio Francisco Lisboa, conocido como Aleijadinho, forjó lo que puede considerarse la culminación del barroco latinoamericano. Aleijadinho fue el hijo de una esclava negra y de un arquitecto portugués blanco. Ambos padres, y el mundo, lo desampararon. El joven sufrió de lepra. Así que en lugar de la sociedad de los hombres y mujeres, se afilió a la sociedad barroca de la piedra. Las doce estatuas de los profetas talladas por Aleijadinho en la escalinata que conduce a la iglesia de Congonhas do Campo eluden la simetría de las esculturas clásicas. Como las figuras italianas de Bernini (¡pero en qué geografía tan absolutamente remota!), éstas son estatuas tridimensionales en movimiento que se precipitan hacia el espectador; estatuas rebeldes, retorcidas en su angustia mística y furor humano, pero también estatuas liberadoras, imbuidas de un sentido nuevo y afirmativo del cuerpo y sus potencialidades.
La redondez del barroco, su negativa a conceder a nadie ni a nada un punto de vista privilegiado, su proclamación del cambio perpetuo, su conflicto entre el mundo ordenado de los pocos y el mundo desordenado de los muchos, son ofrendados por este arquitecto mulato de la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, en Ouro Preto (literalmente: Oro Negro, la gran capital minera del Brasil colonial). El exterior del templo es un rectángulo perfecto, pero adentro todo es curvo, poligonal, oval, como el orbe de Colón, como el auténtico descubrimiento del huevo. Porque el mundo es circular y puede ser visto desde muchas perspectivas, la visión de Aleijadinho se une a la de los artistas ibéricos y a la de los indoamericanos del Nuevo Mundo. En Congonhas y Ouro Preto, nuestra visión se unifica, vemos con ambos ojos y nuestros cuerpos están completos de nuevo. Paradójicamente, todas estas visiones confluyen en la de un hombre marginado, un joven leproso que, según se decía, trabajaba sólo de noche, cuando nadie podía verlo. Pero ¿acaso no se ha dicho de Brasil mismo que crece de noche mientras los brasileños duermen?
Trabajando de noche, rodeado de sueño, Aleijadinho otorga un cuerpo a los sueños de sus congéneres, hombres y mujeres. Porque no tiene otro modo de hablar con ellos excepto a través del silencio de la piedra.
7. Todos estos perfiles —indígenas, negros, ibéricos y, a través de Iberia, mediterráneos: españoles y portugueses, pero también judíos y árabes, romanos y griegos— fueron amasados en una vasta cultura mestiza, la cultura de las Américas.
Todos estos factores convergieron en las nacientes culturas urbanas del Nuevo Mundo, pues si al comienzo —y por largo tiempo— fue el interior el que proveyó de temas y personajes, espacio y tiempo, finalmente fue la ciudad la que devino protagonista tanto de nuestra novela moderna como de la tradicional. Buenos Aires en Arlt, Borges, Macedonio, Sábato, Cortázar, Bioy Casares; Santiago en los novelistas chilenos; Lima en Vargas Llosa y Bryce Echenique; La Habana en Lezama Lima; la Ciudad de México en Gustavo Sainz y Fernando del Paso.
La tierra en la época colonial latinoamericana estuvo dominada por el poder político central de la gran Ciudad Barroca o, más bien, por un collar de ciudades creadas por la energía española en América con los brazos indios, negros y mestizos, desde California hasta el Río de la Plata: no sólo enclaves fronterizos, no sólo asentamientos, sino grandes puertos —San Juan de Puerto Rico, La Habana, Veracruz, Cartagena de Indias—, ciudades mineras —Guanajuato, Potosí— y soberbias capitales —México, Guatemala, Quito, Lima—, todos nacidos bajo el signo del barroco. La descripción más precisa que tenemos de la vida de una gran metrópolis barroca del Nuevo Mundo es la de Bernardo de Balbuena, un poeta español que arribó niño al Nuevo Mundo y escribió sobre la grandeza de la ciudad de México en 1604.
Solamente en la sección sobre las artes y entretenimientos, Balbuena habla de mil «regalos y ocasiones de contento», incluyendo conversaciones, juegos, recepciones, cacerías y fiestas en jardines, días de campo, saraos, conciertos, visitas, carreras, paseos, «comedias nuevas cada día», modas, la autoridad de palanquines y carruajes, los tocados quiméricos de las damas, los apuros y preocupaciones de los maridos, y todo esto entre joyas, oro y plata, perlas y sedas, brocados y broches, y servidos por criados con librea. Todo capricho que pueda desearse, dice Balbuena, es cumplido.
Estas pretensiones extraordinarias son vueltas a la realidad, notoriamente, por los cronistas de otra capital virreinal, Lima. Mateo Rosas de Oquendo ridiculiza a la oligarquía de Lima, rodeada de «mil poetas de escaso seso, cortesanos de honra dudosa y más fulleros de calzas de los que se podría hacer cuento».
El virrey, dice, está rodeado de «trotamundos y duelistas, embusteros y charlatanes», mientras que los policías eran «ladrones en rueda». Una ciudad, termina por decir, de «soles dañosos y oscuros linajes». Simón de Ayanque, en su propia descripción de la Lima colonial, va más allá y con mayor temeridad: ésta es una ciudad, y que nadie lo olvide, de «indias, zambas y mulatas; chinos, mestizos y negros». «Verás en todos oficios», escribe Ayanque, «chinos, mulatos y negros, y muy pocos españoles», así como a «muchos indios que de la sierra vinieron para no pagar tributo y meterse a caballeros».
Pretensión: la pretensión de ser algo o alguien más, si se era moreno, blanco; si se era pobre, rico; si se era rico, cortesano y europeo. Ésta parece ser una de las marcas distintivas de las sociedades urbanas coloniales, divididas entre ricos y pobres, confrontadas por disputas entre las órdenes eclesiásticas, desgarradas por devaneos pasionales e igualmente apasionadas condenas del sexo y del cuerpo.
Nuestras modernas ciudades, desde 1821 y el triunfo de la Independencia, mientras luchaban por volverse cosmopolitas e industrializadas, no habían superado completamente las contradicciones del periodo colonial, sus extremos de necesidad disfrazada con un barniz de opulencia, o el choque entre sus componentes culturales.
Por eso me gustaría elegir, finalmente, una imagen de una novela moderna latinoamericana, más que una de entre las imágenes espectrales del pasado, un símbolo contemporáneo de la cultura viva de Latinoamérica.
Viene de Paradiso, la novela de Lezama Lima en la cual tres jóvenes, en busca de su identidad cultural y afectiva, deambulan por las calles de La Habana en la noche oscura del alma. De pronto, una casa en el centro de la ciudad, en el corazón de la oscuridad, se ilumina por un instante, deslumbrando a los tres muchachos con su esplendor y opulencia.
Es la luz renovada de las artes del pasado, parece decirnos Lezama Lima, que sirve a la función moderna de la polis contemporánea, la ciudad de Latinoamérica. Esta función es recordar que ni la conquista ni la contraconquista de América Latina han concluido, que seguimos oprimidos y suprimimos a nuestros compatriotas latinoamericanos con tanta crueldad —aunque a veces sea sólo la crueldad de la indiferencia— como los conquistadores ibéricos; que debemos continuar dando respuestas culturales a los problemas de nuestra vida cotidiana, política y económica. En Latinoamérica poseemos una continuidad cultural que es nuestra mayor riqueza de cara a la fragmentación y desorganización económica y política. Y esta cultura fue creada por una sociedad civil, por hombres y mujeres que también viven vidas políticas y económicas: la cuestión de América Latina, hoy, es: ¿podemos hacer sentir el peso de la autenticidad de la cultura sobre la vida de la ciudad, sobre nuestras vidas políticas y económicas?
Sí, responde el pensador incluyente, fluido, que es José Lezama Lima, claro que sí, si nos damos cuenta de que una cultura es su imaginación, de que una historia es su memoria y de que una cultura incapaz de crear sus propias imágenes, o una historia incapaz de imaginar su propia memoria, están destinadas a desaparecer.
El pasado es nuestra agenda.

Fuente: Alfaguara. Barcelona. España. Año 2011.

lunes, 14 de marzo de 2016

Ray Pollock. Gran Premio de literatura policíaca (Francia). Año 2012.


Ganador del año 2012.
El Gran premio de la literatura policíaca (en francés: Grand prix de littérature policière)? es un premio literario francés fundado en 1948 por el escritor y crítico literario de Maurice Bernard Endrèbe. Es el premio más prestigioso adscrito al género policíaco en Francia, y se concede anualmente a la mejor novela francesa y a la mejor novela policíaca internacional publicada durante el mismo año.1

Los ganadores son determinados por un jurado de hasta diez miembros, que incluye también a escritores. Cada uno de los jueces preselecciona un conjunto de obras que se llevan a discusión, para posteriormente, plasmar una lista de votación que se presenta ante el jurado. Entre los autores consagrados de las últimas décadas que han sido acreedores del premio se encuentran Jean-Patrick Manchette, Didier Daeninckx, Mary Higgins Clark, Elizabeth George, Thomas Harris, Patricia Highsmith, Arnaldur Indriðason, P. D. James, Léo Malet y Manuel Vázquez Montalbán

Donald Ray Pollock (Knockemstiff, Ohio, 1954) es un escritor estadounidense. Nació y creció en la localidad de Knockemstiff. Abandonó pronto los estudios para trabajar en una planta cárnica y, posteriormente, en una fábrica de papel, donde permaneció más de tres décadas. Cuando contaba con 55 años se graduó en el programa de escritura creativa de la Universidad Estatal de Ohio. A partir de ese momento comenzó a publicar diversos textos en periódicos (New York Times) y revistas literarias (Epoch, Sou`wester, Granta, Third Coast, River Styx, The Journal, Boulevard y PEN America). Sus obras han sido traducidas a diversos idiomas, como el español, francés, italiano, portugués y húngaro.

***

EL DIABLO DE TODAS LAS HORAS.
Tras el sensacional éxito de Knockemstiff, he aquí la esperadísima primera incursión en la novela de Donald Ray Pollock: El diablo a todas horas mezcla la imaginería del gótico norteamericano con la sequedad y crudeza de la novela negra más descarnada en una trama adictiva y contundente, que replica y expande la intensidad de sus mejores relatos. Todo un despliegue de poder narrativo, y la reválida de una firma imprescindible.
Cuando Willard Russell, veterano de la primera guerra mundial, descubre que el cáncer empuja a su mujer hacia una muerte inevitable, concluye que solo Jesús podrá socorrer a quien la ciencia ha condenado, tras erigir un altar en pleno bosque, se entrega a unas sesiones de oración que, poco a poco, se tornarán peligrosamente sangrientas, y en las que participará, estoico, su hijo Arvin.

Durante más de dos décadas, desde la resaca posbélica hasta los aparentemente esperanzados años sesenta, Arvin crece en busca de su propia versión de la justicia, rodeado de personajes tan particulares como siniestros: Carl y Sandy Henderson, una pareja de asesinos en serie que patrullan América en una extraña misión homicida, el fugitivo Roy, predicador circense y febril, y su compañero Theodore, guitarrista paralítico y asediado por sus pulsiones, el religioso Preston Teagardin, cruel, sádico y lascivo, y el sheriff corrupto Lee Bodecker, que está dejando de beber. Hombres y mujeres frecuentemente dominados por formas monstruosas de la fe, que perdieron el rumbo en un mundo a la deriva donde Dios no es más que una sombra.

Fuente: Editorial Libros del Silencio. Año 2012.

sábado, 12 de marzo de 2016

Historia Universal de la Infamia. (Las virtudes de la disparidad. El encuentro. Ad majorem dei gloriam).


Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia. 1935.
LAS VIRTUDES DE LA DISPARIDAD
Tichborne era un esbelto caballero de aire envainado, con los
rasgos agudos, la tez morena, el pelo negro y lacio, los ojos vivos
y la palabra de una precisión ya molesta; Orton era un palurdo
desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad,
cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones
y conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber
de Orton era embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer
la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su hijo.
El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil
ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar
por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado
serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario,
la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo.
Bogle era más sutil: hubiera presentado un kaiser lampiño, ajeno
de atributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo
en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora;
uos consta que presentó un Tichborne fofo, con sonrisa amaHISTORIA.
UNIVERSAL ' DE LA INFAMIA 303
ble de imbécil, peló castaño y una: inmejorable ignorancia del
idioma francés. Bogle sabía que-un facsímil perfecto del anhelado
Roger Charles Tichborne era de imposible obtención. Sabía también
que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que
destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo
parecido. Intuyó qué la enorme ineptitud dé la pretensión sería'
urik convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que
nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más
sencillos dé convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración
todopoderosa del tiempo: catorce años de hemisferio austral
y de azar pueden cambiar a un hombre.
Otra razón fundamental: Los repetidos e insensatos avisos de
Lady Tichborne demostraban su plena seguridad de que Roger
Charles no había muerto, su voluntad de reconocerlo.

EL ENCUENTRO
Tom Castró, siempre servicial, escribió a Lady Tichborne. Para
fundar su identidad invocó la prueba fehaciente de dos lunares
ubicados en la tetilla izquierda y de aquel episodio de su niñez,
tan aflígeme- pero por lo mismo tan memorable, en que lo acometió
un enjambre de abejas. La comunicación era breve y a
semejanza de Tom Castro y de Bogle, prescindía de escrúpulos
ortográficos, En la imponente soledad de un hotel de París, la dama
la leyó y la releyó,con, lágrimas felices, y en pocos días encontró
los recuerdos que le pedía su hijo.
El dieciséis de enero de 1867, Roger Charles Tichborne se
anunció en ese hotel. Lo precedió su respetuoso sirviente, Ebenezer
Bogle. El día de invierno era de muchísimo sol; los ojos
fatigados de Lady Tichborne estaban velados de llanto. El negro
abrió de par en par las ventanas. La luz hizo de máscara: la madre
reconoció, al hijo pródigo y le franqueó su abrazo. Ahora que de
veras lo tenía, podía prescindir del diario y las.cartas que él le
mandó desde Brasil: meros reflejos adorados que habían alimentado,
su soledad de catorce años lóbregos. Se las devolvía con orgullo:
ni una faltaba.
.Bogle sonrió con toda discreción: ya tenía dónde documentarse
el plácido fantasma de Roger Charles.

AD MAJOREM DEI GLORIAM
Ese reconocimiento dichoso —que parece cumplir una tradición
de las tragedias clásicas— debió coronar esta historia, dejando tres
304 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS '
felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la madre
verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador recompensado
por la apoteosis providencial de su industria. Él
Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación
incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así.
Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes entablaron querella
contra Arthur Orton por usurpación de estado civil. Desprovistos
de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás creyeron
en el obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente
de Australia. Orton contaba con el apoyo de los
innumerables acreedores que habían determinado que él era
Tichborne, para que pudiera pagarles.
Asimismo contaba con la amistad del abogado de la familia,
Édward Hopkins y con la del anticuario Francis J. Baigent. Ello
no bastaba, con todo. Bogle pensó que para ganar la partida era
imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió
el sombrero de copa y el decente paraguas y fue a buscar inspiración
por las decorosas calles de Londres. Era el atardecer; Bogle
vagó hasta que una luna del color de la miel se duplicó en el
agua rectangular de las fuentes públicas. El dios lo visitó. Bogle
chistó a un carruaje y se hizo conducir al departamento del anticuario
Baigent. Éste mandó una larga carta al Times, que aseguraba
que el supuesto Tichborne era un descarado impostor.
La firmaba el padre Goudron, de la Sociedad de Jesús. Otras
denuncias igualmente papistas la sucedieron. Su efecto fue inmediato:
las buenas gentes no dejaron de adivinar que Sir Roger
Charles era blanco de un complot abominable de los jesuítas.

Obras Completas. Editorial EMECÉ editores, 1972. Buenos Aires, Argentina.

viernes, 11 de marzo de 2016

Segunda entrega: La gran novela latinoamericana. (Frgamento). Carlos Fuentes.


Segunda entrega: La gran novela latinoamericana.
(Fragmento). Carlos Fuentes.
2. Descubrimiento y conquista
(En la gráfica en segundo plano: la periodista Silvia Lemus, esposa de Carlos Fuentes).

Entre el 27 de agosto y el 2 de septiembre de 1520, en el palacio real de Bruselas, Alberto Durero fue el primer artista europeo que vio los objetos de arte azteca enviados por el conquistador Hernán Cortés al emperador Carlos V. «He visto los objetos enviados al rey desde la nueva tierra bajo el sol», escribe Durero, «y en todos los días de mi vida no había visto ninguna cosa que conmoviera mi corazón tanto como lo han hecho esos objetos, pues en ellos descubrí obras de arte que me maravillaron. Allí está la imaginación sutil de los pueblos de esas extrañas tierras». Ojalá el espíritu del gran artista se hubiera hecho presente entre aquellos que destruyeron gran parte de la herencia precolombina de las Américas porque la consideraron obra de salvajes demonios.
América es un sueño y una pesadilla, y asimismo forma parte de la cultura de la Europa renacentista. Es decir: Europa encuentra en América un espacio que da cabida al exceso de energías del Renacimiento. Pero encuentra también un espacio para limpiar la historia y regenerar al hombre.
La invención de América


El historiador mexicano Edmundo O’Gorman sugiere que América no fue descubierta: fue inventada. Y fue inventada, seguramente, porque fue necesitada. En su libro La invención de América, O’Gorman habla de un hombre europeo que era prisionero de su mundo. La cárcel medieval estaba fabricada con las piedras del geocentrismo y la escolástica, dos visiones jerárquicas de un universo arquetípico, perfecto, incambiable aunque finito, porque era el lugar de la Caída.
La naturaleza del Nuevo Mundo confirma el hambre de espacio del Viejo Mundo. Perdidas las estructuras estables del orden medieval, el hombre europeo se siente disminuido y desplazado de su antigua posición central. La tierra se empequeñece en el universo de Copérnico. Las pasiones —la voluntad sobre todo— se agrandan para compensar esta disminución. Ambas conmociones se resuelven en el deseo de ensanchar los dominios de la tierra y del hombre: se desea al Nuevo Mundo, se inventa al Nuevo Mundo, se descubre al Nuevo Mundo; se le nombra.
De esta manera, todos los dramas de la Europa renacentista van a ser representados en la América europea: el drama maquiavélico del poder, el drama erasmiano del humanismo, el drama utópico de Tomás Moro. Y también el drama de la nueva percepción de la naturaleza.
Si el Renacimiento concibió que el mundo natural estaba al fin dominado y que el hombre, en verdad, era la medida de todas las cosas, incluyendo la naturaleza, el Nuevo Mundo se reveló de inmediato como una naturaleza desproporcionada, excesiva, hiperbólica, inconmensurable. Ésta es una percepción constante de la cultura iberoamericana, que nace del sentimiento de asombro de los exploradores originales y continúa en las exploraciones de una naturaleza sin fin en libros como Os sertões de Euclides da Cunha, Canaima de Rómulo Gallegos, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, Gran sertón: veredas de Guimarães Rosa y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Pero, significativamente, este mismo asombro, este mismo miedo ante una naturaleza que escapa de los límites del poder humano, ruge sobre el páramo del rey Lear y su «noche helada». «Nos convertirá a todos en necios y locos», gime Lear.
El Nuevo Mundo es descubierto (perdón: inventado, imaginado, deseado, necesitado) en un momento de crisis europea: la confirma y la refleja. Para el cristianismo, la naturaleza es prueba del poder divino. Pero también es una tentación: nos seduce y aleja de nuestro destino ultraterreno; la tentación de la naturaleza consiste en repetir el pecado y el placer de la Caída.
En cambio, la rebeldía renacentista percibe a la naturaleza como la razón de cuanto existe. La naturaleza es el aquí y ahora celebrado por los inventores del humanismo renacentista: el poeta Petrarca, el filósofo Ficino, el pintor Leonardo. El Renacimiento nace —por así decirlo— cuando Petrarca evoca la concreción del día, la hora, la estación florida en que por primera vez vio a Laura —una amante de carne y hueso, no una alegoría— cruzar el puente sobre el Arno:
Bendito el día y el mes y el año
y la estación y el tiempo, la hora, el punto,
el hermoso país y el lugar donde yo me reuní
con dos bellos ojos, que me han ligado…
Soneto XXIX


En 1535, Gonzalo Fernández de Oviedo, el conquistador español y gobernador de la fortaleza de Santo Domingo, escribió su Historia natural de las Indias y rápidamente enfrentó este problema, que yace en el corazón de las relaciones entre el Viejo y el Nuevo Mundo. La actitud de Oviedo hacia las tierras recién descubiertas, nos dice su biógrafo italiano, Antonello Gerbi, pertenece tanto al mundo cristiano como al renacentista. Pertenece al cristianismo porque Oviedo se muestra pesimista hacia la historia. Pertenece al Renacimiento porque se muestra optimista hacia la naturaleza. De esta manera, si el mundo de los hombres es absurdo y pecaminoso, la naturaleza es la razón misma de Dios y Oviedo puede cantar el ditirambo de las nuevas tierras porque son tierras sin historia: son tierras sin tiempo. Son utopías intemporales.
América se convierte en la Utopía de Europa. Una utopía inventada por Europa, como escribe O’Gorman. Pero también una utopía deseada y por ello una utopía necesitada. ¿Necesaria también?
La Utopía americana es una utopía proyectada en el espacio, porque el espacio es el vehículo de la invención, el deseo y la necesidad europeos en el tránsito entre el Medioevo y el Renacimiento. La ruptura de la unidad medieval se manifiesta primero en el espacio. Las ciudades amuralladas pierden sus límites, sus contrafuertes se cuartean, sus puentes levadizos caen para siempre y a las nuevas ciudades abiertas —ciudades de don Juan y Fausto, la ciudad de la Celestina— entran atropelladamente las epidemias del escepticismo, el orgullo individual, la ciencia empírica y el crimen contra el Espíritu Santo: las tasas de interés. Entran el amor y la imaginación sin Dios, como los conciben la Cleopatra de Shakespeare y el Quijote de Cervantes.
Antes de ser tiempo, la historia moderna fue espacio porque nada, como el espacio, distingue tan nítidamente lo viejo de lo nuevo. Colón y Copérnico revelan un hambre de espacio que, en su versión propiamente hispanoamericana, culmina irónicamente en la historia contemporánea por Jorge Luis Borges, El Aleph: el espacio que los contiene todos (el Aleph) no depende de una descripción minuciosa y realista de todos los lugares en el espacio; sólo es visible simultáneamente, en un instante gigantesco: todos los espacios del Aleph ocupan el mismo punto, «sin superposición y sin transparencia»: «cada cosa era infinitas cosas… porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres)… vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó».
La ironía de esta visión es doble. Por una parte, Borges debe enumerar lo que vio con simultaneidad, porque una visión puede ser simultánea, pero su transcripción ha de ser sucesiva, ya que el lenguaje lo es. Y por otra parte, este espacio de todos los espacios, una vez visto, es totalmente inútil a menos que lo ocupe una historia personal. En este caso, la historia personal de una mujer hermosa y muerta, Beatriz Viterbo, «alta, frágil» y con «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis» en su andar.
Una historia personal. Y la historia es tiempo.
No es gratuito que Borges, a guisa de exergo, inicie el cuento con una cita de Hamlet: «Oh Dios, podría encerrarme en una cáscara de nuez, y sentirme rey del infinito espacio…».
Erasmo en América


En el Renacimiento, que es una de las claves profundas de gestación de la novela iberoamericana, se afirmó una libertad para actuar sobre lo que es, tradicionalmente asociada con la filosofía política de Maquiavelo, aunque calificada, en nuestro tiempo, por la interpretación de Antonio Gramsci: Maquiavelo es el filósofo de la Utopía activa, enderezada a la creación de un Estado moderno. Contrapuesta a esta libertad, se afirmó la de actuar sobre lo que debería ser: es la Utopía de Tomás Moro, calificada, a su vez, por la práctica política de nuestro siglo, que ha querido imponer la felicidad ciudadana por métodos violentos o sublimados.
Una tercera libertad renacentista nos invita, con una sonrisa, a considerar lo que puede ser. Es la sonrisa de Erasmo de Rotterdam y de ella se desprende una vasta progenie literaria, empezando por la influencia de Erasmo en España y sobre Cervantes, cuyas figuras, Quijote y Sancho, representan las dos maneras del erasmismo: creer y dudar, universalizar y particularizar; la ilusión de las apariencias, la dualidad de toda verdad y el elogio de la locura. Será el gran antecedente de la obra de Julio Cortázar.
Moriae encomium: el elogio de la locura es el elogio de Moro, el amigo de Erasmo; es el elogio irónico de Utopía, y de Topía también, pues ambas —el deber ser y el ser— se someten a la crítica de la razón; pero la razón, para ser razonable, debe verse a sí misma con los ojos de una locura irónica. Erasmo propone esta operación relativa en el cruce de dos épocas de absolutos. Critica el absoluto medieval de la Fe. Pero también el absoluto humanista de la Razón. La locura de Erasmo se instala en el corazón de la Fe y en el de la Razón, advirtiéndoles a ambas: si la Razón ha de ser razonable, requiere un complemento crítico, lo que Erasmo llama el elogio de la locura, para no caer en el dogmatismo que corrompió a la Fe. Locura para los absolutos de la Fe o de la Razón, la ironía la convierte en cuestionamiento del hombre por el hombre y de la razón por la razón. Relativizado por la locura crítica e irónica, el hombre se libera en la fatalidad dogmática de la Fe, pero no se convierte en el dueño absoluto de la Razón.
Políticamente, el pensamiento de Erasmo se tradujo en un llamado al reformismo razonable, desde dentro de la sociedad y de la Iglesia cristianas. Pues el sabio de Rotterdam no sólo dirigió su mensaje a la iglesia romana, sino a la cultura ética de la cristiandad, al Estado católico y a su violencia. Su enorme influencia en la España de la iniciación imperial, en la corte del joven Carlos V, la atestigua el propio secretario del emperador, Alfonso de Valdés, discípulo de Erasmo, quien hace un llamado a la coincidencia entre la fe y la práctica. No es posible que la cristiandad proclame una fe y practique cuanto la niega. Si esta contradicción no se puede superar, dice Valdés, más vale abandonar de una vez la fe y convertirse al islamismo o a la animalidad.
Decir esto en el momento en que España inauguraba su inmenso imperio de ultramar mediante la conquista de culturas diferentes, después de expulsar a los judíos y derrotar a los moros, importaba bastante. Decirlo cuando el poder monárquico se congelaba en estructuras verticales, marcadas por la intolerancia de la Iglesia y del Estado, era, más que importante, intolerable. La Iglesia católica y el Estado español no iban a aceptar ninguna teoría de la doble verdad: sólo la unidad ortodoxa; ninguna reforma desde dentro: sólo la contrarreforma militante; ninguna fe razonable: la Inquisición; y ninguna razón irónica: el Santo Oficio.
La popularidad de Erasmo en la España de los Austrias fue sustituida gradualmente por sospecha primero, prohibición en seguida y, al cabo, silencio. Pero, por lo que hace al Nuevo Mundo, este proceso se retrasó mucho en relación con la popularidad del escritor en tierras de América. De las Antillas a México y al Río de la Plata, Erasmo fue prohibido, pero leído, nos informa Marcel Bataillon en Erasmo y España. La prohibición misma revela, añade el historiador francés, hasta qué grado sus obras eran estimadas y preservadas celosamente contra la Inquisición. Importaban.
Erasmo fue introducido a la cultura de las Américas por hombres como Diego Méndez de Segura, el principal escribano de la expedición de Cristóbal Colón, quien al morir en 1536 en Santo Domingo, le dejó a sus hijos diez libros, cinco de ellos escritos por Erasmo; por Cristóbal de Pedraza, cantor de la catedral de México y futuro obispo de Honduras, quien introdujo a Erasmo en la Nueva España; y por nadie menos que Pedro de Mendoza, el fundador de Buenos Aires, cuyo inventario de propiedades, de 1538, incluye «un libro por Erasmo, mediano, guarnecido de cuero». Bataillon, en la parte final de su libro, da un catálogo completo y seductor de la presencia de Erasmo en América.
Erasmo importaba tanto, que hasta podemos decir que su espíritu, el espíritu de la ironía, del pluralismo y del relativismo, ha sobrevivido como uno de los valores más exigentes, aunque políticamente menos cumplidos, de la civilización iberoamericana. Si el gobernador Pedro de Mendoza ya estaba leyendo a Erasmo en Buenos Aires en 1538, es obvio que, en la misma ciudad, Julio Cortázar lo leía cuatro siglos después.
La edad de oro


La disolución de la unidad medieval por el fin del geocentrismo y el descubrimiento del Nuevo Mundo da origen a las respuestas de Maquiavelo, Moro y Erasmo: Esto es. Esto debe ser. Esto puede ser. Pero esas respuestas del tiempo europeo son contestaciones a preguntas sobre el espacio americano. No hay sindéresis real. Como el Nuevo Mundo carece de tiempo, carece de historia. Son respuestas a una interrogante sobre la naturaleza del espacio del Nuevo Mundo y transforman a éste en Utopía. De allí su contrasentido, pues Utopía, por definición, es el lugar imposible: el lugar que no es. Y sin embargo, aunque no hay tal lugar, la historia de América se empeña en creer que no hay otro lugar. Este conflicto territorial, histórico, moral, intelectual, artístico, aún no termina.
La invención de América es la invención de Utopía: Europa desea una utopía, la nombra y la encuentra para, al cabo, destruirla.
Para el europeo del siglo XVI, el Nuevo Mundo representaba la posibilidad de regeneración del Viejo Mundo. Erasmo y Montaigne, Vives y Moro anuncian el siglo de las guerras religiosas, uno de los más sangrientos de la historia europea, y le contraponen una utopía que finalmente, contradictoriamente, tiene un lugar: América, el espacio del buen salvaje y de la edad de oro.
En el espacio, las cosas están aquí o allá. Resulta que la edad de oro y el buen salvaje están allá: en otra parte: en el Nuevo Mundo. Colón le describe un paraíso terrestre a la reina Isabel la Católica en sus cartas. Utopía es objeto de una confirmación y, enseguida, de una destrucción. Si estos aborígenes encontrados por Colón en las Antillas son tan dóciles y están en armonía con las cosas naturales, ¿por qué se siente obligado el Almirante a esclavizarlos y mandarlos a España cargados de cadenas?
Estos hechos llevan a Colón a presentar la edad de oro no como una sociedad ideal, sino como el lugar del oro: no un tiempo feliz sino, literalmente, un espacio dorado, una fuente de riqueza inagotable. Colón insiste en la abundancia de maderas, perlas, oro. El Nuevo Mundo sólo es naturaleza: es una u-topía a-histórica, idealmente deshabitada o, a la postre, deshabitada por el genocidio y rehabitable mediante la colonización europea. La civilización o la humanidad no están presentes en ella.
Pero Colón cree, después de todo, que ha encontrado un mundo antiguo: los imperios de Catay y Cipango: China y Japón. Américo Vespucio, en cambio, es el primer europeo que dice que éste es, en verdad, un Mundo Nuevo: merecemos su nombre. Es Vespucio quien, firmemente, hunde la raíz utópica en América. Utopía es una sociedad, los habitantes de Utopía viven en comunidad armónica y desprecian el oro: «Los pueblos viven con arreglo a la naturaleza y mejor los llamaríamos epicúreos que estoicos… No tienen propiedad alguna sino que todas son comunes». Como no tienen propiedad, no necesitan gobierno: «Viven sin rey y sin ninguna clase de soberanía y cada uno es su propio dueño».
Todo esto impresiona mucho a los lectores contemporáneos de Colón y Vespucio, explica Gerbi, pues ellos sabían que Cristóbal era un gitano afiebrado, oriundo de Génova, puerto de mala fama, codicia visionaria, pasiones prácticas y testarudas; en tanto que Américo era un florentino escéptico y frío.
De tal suerte que cuando este hombre tan cool le dice a sus lectores que el Nuevo Mundo es nuevo, no sólo en su lugar, sino en su materia: plantas, frutas, bestias y pájaros; que es en verdad el paraíso terrestre, los europeos están dispuestos a creerlo, pues este Vespucio es como Santo Tomás. No cree sino lo que ve y lo que ve es que Utopía existe y que él ha estado allí, testigo de esa «edad de oro y su estado feliz» (l’età dell’oro e suo stato felice) cantada por Dante, donde «siempre es primavera, y las frutas abundan» (qui primavera è sempre, ed ogni frutto). América, pues, no fue descubierta: fue inventada. Todo descubrimiento es un deseo, y todo deseo, una necesidad. Inventamos lo que descubrimos; descubrimos lo que imaginamos. Nuestra recompensa es el asombro.
Lo real maravilloso


De Durero a Henry Moore, pasando por Shakespeare y Vivaldi, el Aduanero Rousseau y Antonin Artaud, América ha sido imaginada por Europa, tanto como Europa ha sido imaginada por América.
Esta imaginación, en sus inicios, cobra un carácter fantástico.
Si lo fantástico es un duelo con el miedo, la imaginación es la primera exorcista del terror de lo desconocido. La fantasía europea de América opera mediante fabulosos bestiarios de Indias, en los que el Mar Caribe y el Golfo de México aparecen como los hábitat de sirenas vistas por el mismísimo Colón el 9 de enero de 1493 «que salieron bien alto de la mar», aunque, admite el Almirante, «no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara».
En cambio, Gil González, explorador del istmo panameño, se topa allí, en una anchura de mar oscuro, con «peces que cantaban con armonía, como cuentan de las sirenas, y que adormecen del mismo modo». Y Diego de Rosales ve «una bestia que, descollándose sobre el agua, mostraba por la parte anterior cabeza, rostro y pechos de mujer, bien agestada, con cabellos y crines largas, rubias y sueltas. Traía en los brazos a un niño. Y al tiempo de zambullir notaron que tenía cola y espaldas de pescado».
Acaso, con febril imaginación, los navegantes del Caribe y el Golfo no vieron sirenas sino ballenas, pues a éstas les atribuyeron, como escribe Fernández de Oviedo «dos tetas en los pechos [menos mal] e así pare los hijos y los cría».
Más problemática es la configuración del llamado peje tiburón de estas costas, descrito por Fernández de Oviedo con precisión anatómica: «Muchos destos tiburones he visto —escribe en su Sumario de la natural historia de las Indias— que tienen el miembro viril o generativo doblado». «Quiero decir —añade Oviedo— que cada tiburón tiene dos vergas… cada una tan larga como desde el codo de un hombre grande a la punta mayor del dedo de la mano». «Yo no sé —admite con discreción el cronista— si en el uso dellas las ejercita ambas juntas… o cada una por sí, o en tiempos diversos».
Por mi parte, yo no sé si envidiar o compadecer a estos tiburones del Golfo y el Caribe, pero sí recuerdo con el cronista Pedro Gutiérrez de Santa Clara que por fortuna estas bestias sólo paren una vez en toda su vida, lo cual parecería contraponer la existencia del órgano y su función —abundante una, parca la otra…
Las cartas de Pedro Mártir de Anglería sobre los asombrosos bestiarios del mar americano fueron objeto de burlas en la Roma pontificia, hasta que el arzobispo de Cosenza y legado pontificio de España, de nombre —otra vez, asómbrense ustedes— Juan Rulfo, confirmó las historias de Pedro Mártir y ensanchó el campo de lo real maravilloso del Golfo y el Caribe para incluir el peje vihuela capaz de hundir, con su fortísimo cuerno, a un navío; el cocuyo a cuya luz los naturales «hilan, tejen, cosen, pintan, bailan y hacen otras cosas las noches». Son linternas de las costas…
Los alcatraces que cubren el aire en busca de sardinas. Las auras o zopilotes que vio Colón en la costa de Veragua, «aves hediondas y abominables» que caen sobre los soldados muertos y que son «tormento intolerable a los de la tierra». Es la noche de la iguana, que Cieza de León no sabe «si es carne o pescado», pero que de pequeña cruza las aguas ligera y por encimita, pero de vieja, se desplaza lentamente por el fondo de las lagunas.
Las maravillas se acumulan. Tortugas de concha tan grande que podían cubrir una casa. Hicoteas fecundas depositando en las arenas de nuestros mares nidadas de mil huevos. Playas de perlas «tan negras como azabache, e otras leonadas, e otras muy amarillas e resplandescientes como oro», escribe Fernández de Oviedo. Y la mítica salamandra, ardiendo en sí misma pero tan fría, dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, «que pasando por las ascuas las mata como si fuere puro yelo».
No tardarían estos portentos del mar y las costas del descubrimiento en cobrar cuerpo como maravillas de la civilización humana, maravillosamente descritas por Bernal Díaz del Castillo al entrar, con la hueste de Hernán Cortés, a la capital azteca, México-Tenochtitlan:
«Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha [que] iba a México y nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas y encantamientos que cuentan en el libro de Amadís… y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños».
El primer novelista


Digo que es nuestro primer novelista y lo digo con todas las reservas del caso. ¿No es el libro de Bernal una «crónica verdadera», un relato de sucesos realmente acaecidos entre 1519 y 1521? Pero es, a su vez, el relato de algo acontecido a cuarenta y siete años de que Bernal, ciego, de edad ochenta y cuatro, escribiendo desde Guatemala y olvidado de todos, decide que nada se olvide de lo que ocurrió medio siglo antes: «Agora que estoy escribiendo se me presenta todo delante de los ojos como si ayer fuera cuando esto pasó».
Sí, sólo que no pasó ni ayer ni hoy sino en otro país: el de la memoria, el país inevitable del novelista, la memoria, que por más veraz que quisiera ser, sabe que no pasará del mero listado de fechas y hechos si no le da alas la imaginación. Sobre todo, cuando lo que los ojos han visto en la realidad histórica es comparable a lo que los cronistas de Indias han visto en la fabulación del Nuevo Mundo: «Ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas, como veíamos».
Bernal reúne, como lo ha visto el penetrante crítico del pasado literario de España, Francisco Rico, «la singular convivencia de naturalidad y pasmo».
«Ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas, como veíamos», escribe Bernal, dándole carta de crédito a la imaginación fabulosa de Fernández de Oviedo y Pedro Mártir. Pero éstos, los fabuladores, ¿no anticiparon acaso, con su imaginación propia, la visión de Anáhuac de Bernal Díaz del Castillo?
Vean ustedes cómo nuestras ficciones cobran simultáneamente carta de naturalización fantástica y sueño de imaginación comprobada.
¿Qué hay en el fondo de esta aparente contradicción?
¿Se trata más bien de una andadera complementaria?
No. Detrás de cada sirena y de cada hicotea, como detrás de cada batalla de armas y conquista imperial, hay una paradoja de civilización: un país agotado llama Conquista al acto final de siete siglos de Reconquista. Es la lanzada final del Cid Campeador, ya no contra el moro, sino contra el azteca, el inca y el araucano.
Cuando era un joven estudiante, solía caminar cada mañana al cuarto para las ocho a través del Zócalo, la plaza central de la Ciudad de México, mi aterradora y maravillosa ciudad. El taxi colectivo me llevaba de casa, cerca del Paseo de la Reforma, a la esquina de la Avenida Madero donde se encuentra el Hotel Majestic. Luego caminaba por la anchura de la plaza hasta un pequeño barrio colonial que llevaba a la Escuela de Leyes de la Universidad Nacional, en la calle de San Ildefonso.
Todos los días, al cruzar el Zócalo, otra escena violenta, cruzaba al vuelo ante mi mirada. Podía ver, al sur, a hombres y mujeres en maxtles y huipiles blancos viajando en piraguas que fluían sobre un oscuro canal. Al norte había una esquina donde la piedra se rompía en formas de flechas llameantes y calaveras rojas y mariposas quietas; al oeste, un muro de serpientes bajo los techos gemelos de los templos de la lluvia y del fuego. Al este, otro muro de calaveras.
Ambas imágenes, la de la antigua ciudad y la de la urbe moderna, se disolvían una y otra vez ante mis ojos.
En 1521, el conquistador Hernán Cortés arrasó con la ciudad azteca —una Venecia india—, y sobre sus ruinas levantó la capital del Virreinato de la Nueva España, después capital de la República Mexicana. En el lugar del templo del dios de la guerra, Huitzilopochtli, se construyó el palacio virreinal. Las casas de los conquistadores se ubicaron sobre el antiguo sitial de las serpientes y la gran Catedral —la mayor de Latinoamérica—, sobre el antiguo palacio del emperador Moctezuma, un palacio con patios llenos de aves y bestias, con cámaras de albinos, jorobados y enanos, y habitaciones llenas de plata y oro.
Mientras caminaba sobre la enorme plaza de piedra rota, sabía que mis pies pisaban sobre el patio de una civilización. Sabía que todas estas cosas que yo imaginaba habían existido ahí y ya no estaban. Caminaba sobre las cenizas de la ciudad capital de Tenochtitlan, desaparecida para siempre.
Mi admiración no era menos tangible que el pasmo que podemos imaginar del cronista de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo, quien comienza por decirnos, al entrar él y sus compañeros a la capital azteca en 1519: «Nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… y algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños».
Historia y ficción: un pueblo, escribió el historiador francés Jules Michelet, tiene derecho de soñar en su futuro.
Yo agregaría que tiene el derecho de soñar en su pasado.
Todos estamos en la historia porque los tiempos de los hombres y mujeres todavía no concluyen. Todavía no hemos dicho nuestra última palabra.
Es una cuestión de la más alta importancia política e histórica: ¿qué es lo que recordamos, qué es lo que olvidamos, de qué somos responsables, a quién tenemos que rendir cuentas?
Mas, finalmente, no es una cuestión sujeta a valoraciones meramente políticas. Es parte de la dinámica de la cultura, así como el artista se atreve a imaginar el pasado y a recordar el futuro, dando una versión más plena de la realidad que la de las controversias políticas, las rutinarias estadísticas o la neutralidad factual.
Recordar el futuro. Imaginar el pasado.
Éste es un modo de decir que, ya que el pasado es irreversible y el futuro incierto, los hombres y mujeres se quedan sólo con el escenario del ahora si quieren representar el pasado y el futuro.
El pasado humano se llama Memoria. El futuro humano se llama Deseo. Ambos confluyen en el presente, donde recordamos, donde anhelamos.
William Faulkner, uno de los creadores de la memoria colectiva de las Américas, hace decir a uno de sus personajes: «Todo es presente, ¿entiendes? El ayer sólo terminará mañana y el mañana comenzó hace diez mil años». Y en Cien años de soledad, los habitantes de Macondo inventan el mundo, aprenden cosas y las olvidan, y son forzados a volver a nombrar, a volver a escribir, a volver a evocar: para Gabriel García Márquez la memoria no es espontánea o gratuita o legitimadora; es un acto de supervivencia creativa. Debemos imaginar el pasado para que el futuro, cuando llegue, también pueda ser recordado, evitando así la muerte de los eternamente olvidados.
A la memoria compartida de los escritores de las Américas, permitan que agregue el nombre del cronista español de la épica de la conquista del Imperio Azteca, Bernal Díaz del Castillo; reclamo compartir su memoria y compartir la imaginación en la creación de las Américas, con su poderoso despliegue de valor, sueño, desengaño, fatalidad y empeño, sentido de los límites, quebradas ambiciones, cosmogonías pulverizadas y, surgiendo de entre las ruinas, el perfil de una nueva civilización.
Bernal Díaz del Castillo nació en Medina del Campo, Valladolid, en 1495 —tres años después del primer viaje de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo—. Llegó a América en 1514, y en 1519 se unió a la expedición de Hernán Cortés de Cuba a México.
Después de la Conquista fue a residir a Guatemala, donde escribió su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, concebida como una respuesta al historiador Antonio López de Gómara, quien exaltó la figura del conquistador Hernán Cortés, a expensas de los soldados comunes.
Bernal terminó de escribir su Historia en 1568, cuando tenía setenta y tres años de edad, y cuarenta y siete años después de los sucesos. Envió su manuscrito a España, donde fue publicado hasta 1632 —ciento once años después de los hechos.
Pero antes, en 1580, Bernal, ciego y acabado, murió en Guatemala a la edad de ochenta y cuatro años y no pudo supervisar la edición incompleta de su libro, el que finalmente apareció en su versión completa en 1904, en Guatemala.
Pero en 1519, cuando desembarcó con Cortés en México, Bernal tenía sólo veinticuatro años de edad. Tenía un pie en Europa y otro en América. Llena el dramático vacío entre los dos mundos de un modo literario y singularmente moderno.
En efecto, hace lo que Marcel Proust hizo en su búsqueda del tiempo perdido. Sólo que en lugar de magdalenas mojadas en té, los resortes de la memoria en Bernal eran los guerreros, el número de sus corceles, la lista de sus batallas:
«Digo que haré esta relación… quiénes fueron los capitanes y soldados que conquistamos y poblamos [estas tierras]… y quiero aquí poner por memoria todos los caballos y yeguas que pasaron». Y así lo hace soldado por soldado. Caballo por caballo.
«Pasó un Martín López; fue muy buen soldado…»
«Y pasó un Ojeda… y quebráronle un ojo en lo de México…»
«Y un fulano de la Serna… tenía una cuchillada por la cara que le dieron en la guerra; no me acuerdo qué se hizo de él.»
«Y pasó un fulano Morón, gran músico…»
«Y pasaron dos hermanos que se decían Carmonas, naturales de Jerez; murieron de sus muertes.»
Éste es un mundo que había desaparecido cuando Bernal escribió sobre él. Está en busca del tiempo perdido: es nuestro primer novelista.
Y el tiempo perdido es, como en Proust, un tiempo que uno puede recuperar sólo como un minuto liberado de la sucesión del tiempo.
Lo que ocurre con Bernal es que en su libro es el poeta épico mismo quien se convierte en el buscador del instante perdido.
Bernal, como Proust, ya ha vivido lo que está a punto de contar, pero debe darnos la impresión de que lo que cuenta está sucediendo mientras es escrito y leído: la vida fue vivida, pero el libro debe ser descubierto.
Llegamos con Bernal, en el amanecer de la memoria compartida de las Américas, a un nuevo modo de vivir: de volver a vivir, ciertamente, pero también de vivir, por vez primera, la experiencia recordada como la experiencia escrita.
Al desplegarse el relato, la voluntad épica titubea. Pero una épica vacilante ya no es una épica: es una novela. Y una novela es algo contradictorio y ambiguo. Es la mensajera de la noticia de que en verdad ya no sabemos quiénes somos, de dónde venimos o cuál es nuestro lugar en el mundo. Es la mensajera de la libertad al precio de la inseguridad. Es una reflexión sobre el precio que se paga por el progreso material a costa de perder nuestras premisas fundamentales y nuestras raíces filosóficas: es el precio de Prometeo. Don Quijote será la mayor contribución española a este drama de la modernidad, pero Bernal Díaz lo prefigura con su épica quebrada. ¿Qué quiero decir con épica quebrada, con crónica vacilante?
Paseando por el Zócalo


Yo, descendiente de España y de México, caminé sobre las ruinas ocultas de la capital de Moctezuma y mi asombro ante lo que podía imaginar en el siglo veinte no fue menor que aquel de Bernal Díaz del Castillo, el cronista de la conquista, en el siglo dieciséis. No menor, tampoco, es el titubeo de mi pluma. Pues en medio de una de las mayores aventuras épicas de todos los tiempos, el soldado español Bernal Díaz podía decir que no sabía o siquiera imaginaba que podría escribir realmente sobre tantas cosas «nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos».
Este sentimiento de pasmo seguido de un sentimiento de humildad en la descripción literaria del sueño se resuelve finalmente en la obligación de destruir el sueño, de transformarlo en una pesadilla. Bernal Díaz escribe con admiración, con auténtico amor, sobre la nobleza y la belleza de muchos de los aspectos del mundo indígena. Su descripción del gran mercado de Tlatelolco, del palacio del emperador, del encuentro entre Cortés y Moctezuma, está entre los pasajes más emotivos de la literatura.
Pero la épica de Bernal también está llena de rumores distantes de tambores y muerte, de antorchas y sacrificios secretos: «sangre y humo». Un tono de constante amenaza, de inminente desastre y de temor de que el valiente batallón de menos de cincuenta mil guerreros, anulado su retiro por la decisión de barrenar las naves, pudiese ser arrasado por el poder superior de los ejércitos aztecas en cualquier momento. Aun así la ciudad cae en manos de los españoles en 1521 y sus habitantes lamentan la muerte del guerrero, la sangre del niño, la marca con fuego de la mujer y la caída del Imperio; el conquistador, el destructor, se une a sus víctimas en la gran elegía, dice Bernal, por todo lo «derribado, desperdigado y perdido para siempre».
No es usual entre los cronistas épicos de la Edad Media ni del Renacimiento (en verdad, Simone Weil diría, es inusual en cualquier poeta épico desde Homero) amar lo que está obligado a destruir. Pero Bernal se acerca mucho a su paradigma. De cara a él, su libro es una crónica épica de acontecimientos. Está escribiendo sobre una página gloriosa de la historia y sobre un grupo de hombres correosos amoldados a su conciencia individual y a sus medios y fines políticos. Están aquí para lograr los fines de la Providencia, la salvación de los paganos y, con menor ímpetu, para extender el poder de la Corona española. De esta manera, todas las principales corrientes que conducen a los hombres de España al Nuevo Mundo están ahí: la individualista ambición militante, el ejército cruzado, la Iglesia militante y la Corona militante también.
Esta integridad entre el relato contado y la conciencia detrás del contar es común al tema épico. Pero Bernal, al escribir la primera épica europea del Nuevo Mundo, introduce una novedad en la voz épica, quizá porque en realidad describe la novedad misma, un Nuevo Mundo, mientras que la épica, de acuerdo tanto con el filósofo español José Ortega y Gasset como con el crítico ruso Mijail Bajtin, sólo se ocupa de lo que ya es conocido.
Permitan que demore un momento en el problema genérico que afecta la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, ya que estoy convencido de que toda gran obra literaria, como la de Bernal, contiene no sólo un diálogo con el mundo, sino también consigo misma.
La mayoría de los teóricos literarios oponen la épica a la novela. Veamos qué tienen que decir para colocar la épica de Bernal en su lugar adecuado, en el amanecer del Nuevo Mundo.
Para José Ortega y Gasset, la novela y la épica son «exactamente lo contrario». La épica se aboca al pasado como tal. La épica nos habla de un mundo que fue y ha concluido: el pasado épico huye del presente.
El poeta épico, dice Ortega, sólo habla de lo que ya ha terminado, de lo que su público ya conoce: «Homero —escribe— no pretende contarnos nada nuevo. Lo que sabe, los oyentes ya lo saben, y Homero sabe que lo saben». Esto es: en el momento en que aparece el poema épico, éste cuenta un relato bien conocido, aceptado y celebrado por todos.
La novela, por el contrario, es la operación literaria basada en la novedad, como indica Mijail Bajtin. La épica, escribe el crítico ruso, se finca en una visión unificada y única del mundo, obligatoria e indudablemente verdadera para los héroes, el autor y el auditorio. Junto con Ortega, Bajtin piensa que la épica trata con las categorías e implicaciones de un pasado terminado, de un mundo comprendido (o comprensible).
Pero si la épica es algo concluido, la novela es algo inconcluso: «refleja las tendencias de un nuevo mundo que todavía está haciéndose», explica Bajtin. La unidad épica del mundo es hecha añicos por la historia y la novela aparece para tomar su lugar.
Hegel le dio a la épica otro lugar en el discurso literario: el de hacer añicos, precisamente el mundo precedente, el mundo del mito. Para Hegel, la épica era un acto humano desestabilizador que trastornaba la tranquilidad de la existencia en su mítica integridad. Una especie de dinámica que nos arranca de nuestro hogar mítico y nos manda a la guerra de Troya y a los viajes de Ulises: el accidente que hiere la esencia.
Por su parte, la gran filósofa judeocristiana, la francesa Simone Weil, atribuye a la épica homérica exactamente lo contrario de lo que Ortega le concede. Para Weil, La Ilíada es un movimiento inconcluso, cuyo mensaje moral está en espera de cumplirse en nuestro propio tiempo. La Ilíada no es un poema pasado, sino un poema por venir, cuando probemos ser capaces, dice Weil, de aprender la lección de la Grecia homérica: «Cómo no admirar nunca el poder, ni odiar al enemigo, ni despreciar a los que sufren».
Creo que Bernal pertenece más a este movimiento épico, o épica-en-movimiento descrita por Hegel y Simone Weil, que a la épica conclusa evocada por Ortega y Bajtin. Pero si aceptamos las premisas del filósofo español o del crítico ruso, Bernal también escribe una novela que es una novedad en relación con la épica previa, la de los romances medievales de caballerías.
Permitan que me exprese como lo haría un católico y diga que quizá Bernal escribe una novela épica con tanto movimiento y novedad como la épica según Hegel y Weil, y con tanta novedad y dinamismo como la novela según Bajtin y Ortega.
De cualquier modo, la gran crónica popular de Bernal Díaz del Castillo, como toda gran literatura, transforma los hechos del pasado y los rememora en un suceso continuo que está siendo leído en el futuro —el futuro en relación tanto con los acontecimientos narrados como con la escritura de esos acontecimientos por el autor—, pero que realmente tiene lugar en el presente, donde tanto la obra literaria y el lector siempre, y finalmente, se encuentran.
Primero, mientras escribe la respuesta a la biografía de Cortés por Gómara, Bernal niega que la conquista haya sido una épica individual, sino más bien una empresa colectiva actuada por la clase media naciente a la que él, y Cortés, pertenecían. Bernal no menosprecia a Cortés, a quien admira enormemente. Pero lanza un alegato contra el culto a la personalidad del conquistador en favor de los soldados de a pie, los de caballería, los escopeteros: los quinientos camaradas que obliteraron su retirada y cruzaron el Rubicón hacia el desconocido imperio de los aztecas y su rumor de muerte y sacrificio. Ésta es la épica colectiva no de los grandes héroes, reyes y caballeros, sino de los hombres humildes que delinearon su propio destino: los pueblos como actores de la historia: un presagio de la interpretación que Michelet haría de la Revolución Francesa como el tránsito de «todo un pueblo» del silencio a la voz.
Pero, en segundo lugar, esta crónica no es un registro de los acontecimientos en el momento en que ocurren, sino bajo la perspectiva de cincuenta años y de la vejez. Bernal, ahora residente en Guatemala, rompe su largo silencio con el fin de hacer justicia a los soldados de la conquista. No tiene pretensiones literarias: escribe su libro para sus hijos y nietos y, en verdad, lo lega como una especie de herencia. No vivió para ver su obra impresa. Pero a la edad de ochenta y cuatro años, cuando murió, estaba satisfecho al considerarla como la única fortuna que pudo transferir a su familia. Esta perspectiva le da al libro una extraña nota melancólica: un lamento por el tiempo perdido, la juventud; un recordatorio vibrante y triste de la promesa inmaculada de recompensar el valor personal.
Bajo el signo del romance épico —el libro está lleno de referencias al paladín Rolando, a Amadís de Gaula, a los libros de caballerías—, la obra de Bernal ha sido escrita de manera tan comprehensiva y moralmente armónica como el poema épico. Todo será incluido en letanías impresionantes: soldados, caballos, batallas, vendimias en el mercado. Aun así se saldrá por la tangente y abreviará el relato mientras se aproxima a una estrategia novelística más moderna: «Pero no gastaré más tiempo en el tema de los ídolos» dice, o… «Dejemos el asunto del tesoro», o «Dejémosle ir —al intérprete Melchor—, y mala suerte la suya, y volvamos a nuestra historia».
La conformidad de Bernal con los ideales de la fe cristiana nunca estuvo en duda, ni su lealtad a la Corona de España. No obstante es capaz de algunas notas discordantes, si no heréticas, ciertamente cargadas de ironía. Gómara había dicho que la batalla en la sabana de Tabasco había sido ganada por el arribo material de los apóstoles Santiago y San Pedro. Pero Bernal escribe que «yo, como pecador, no era digno de verlos».
Lo que sí ve son las grandes hazañas de Cortés y su regimiento, y su genio narrativo consiste en emplear los poderes de la memoria para evocarlas mientras preserva su frescor para nosotros. La novedad y el asombro son las premisas de su escritura: «nos maravillamos», «un lugar maravilloso», «obra muy maravillosa»: «y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos». Pero la memoria es el receptáculo que recupera el alud de maravillas: los sucesos parecen estar sucediendo porque la memoria está en el suceder: «He leído la memoria atrás dicha de todos los capitanes y soldados… Pero más tarde, en su lugar y sazón, diré los nombres de todos aquellos que tomaron parte en esta expedición, tanto como pueda recordarlos».
La memoria de Bernal es el moderno recuerdo del novelista. Está marcada por cinco rasgos profundamente novelísticos:
1) Amor por la caracterización: Bernal nos hará saber que se está refiriendo a un Rojas, no a Rojas el rico; a Juan de Nájera, no al sordo que jugaba pelota en México. Son individuos concretos, no guerreros alegóricos. Sus figuras son a veces tan excéntricas como cualquiera de Shakespeare o Melville. He ahí al lunático Cervantes, el Loco que precede y avisa al desfile de soldados. He ahí al Astrólogo, Juan Millán, el viejo chiflado y adivino de la expedición.
2) Amor por el detalle que desacraliza las figuras épicas: Cortés pierde una alpargata en Champotón y cae en el lodo con un pie descalzo para su gran batalla en México: Moctezuma y Cortés juegan a los dados para matar el tiempo en la ciudad de México, y el emperador acusa al bravo capitán Pedro de Alvarado de hacer trampa.
3) Amor por la murmuración. Sin la cual, sin lugar a dudas, no habría novela moderna y ni siquiera épica narrativa: desde la violación de Helena de Troya hasta el secuestro de Albertina, desde Homero hasta Proust, Defoe, Dickens o Stendhal, todos, en este sentido, son chismosos de oficio. Bernal no fue la excepción. Nos informa que Cortés se había recién casado en Cuba con una mujer llamada La Marcaida; se decía que se habían casado por amor; pero aquellos que lo han visto de cerca «tienen mucho que decir sobre ese matrimonio». Así que Bernal, habiendo sembrado la semilla del rumor con tanta sutileza como Henry James, se escabulle de «este tema delicado».
4) Hay grandes retratos sociales, retratos sociales críticos. Bernal es especialmente receptivo al describir la tradición española —y luego latinoamericana— del hidalgo, el caballero, literalmente, el hijo-de-algo. Bernal Díaz pinta un extraordinario retrato de Cortés en la isla de Cuba donde, tan pronto como es nombrado general, comienza «a pulir y ataviar su persona mucho más que antes». Usa «un penacho de plumas, con su medalla y una cadena de oro, y una ropa de terciopelo, sembradas por ella unas lazadas de oro». Aun así, este espléndido hidalgo «para hacer estos gastos que he dicho, no tenía de qué, porque en aquella sazón estaba muy adeudado y pobre». Lujos, juegos, prodigalidad: de la deuda de la Armada española a la deuda del FMI, la generosidad dispendiosa de los clanes patrimonialistas de América Latina y sus ambiciones señoriales son ya perfiladas por Bernal en la figura de Cortés y de los conquistadores.
Pero éstos, en el caso de Hernán Cortés —y he aquí nuestro quinto rasgo narrativo—, son sólo signos externos de un amor profundo por 5) La teatralidad y la intriga que se volvieron fundamentales para lograr sus propósitos políticos. Cortés impresiona a los enviados de Moctezuma con el recurso casi cinematográfico de las cabalgatas sobre la playa con la marea baja ante gente que nunca antes había visto caballos: «Un caballo —escribe el poeta sueco Artur Lundkvist como si estuviese describiendo los corceles de los conquistadores tal como los pintó en un mural José Clemente Orozco—, un caballo: esa poderosa criatura con fuego en el vientre y relámpago en los cascos; con un oscuro torrente de sangre pesada, poderosa, como una catarata contenida». Imaginen ver a estas bestias por primera vez; sólo la magia y el mito podían explicar, ante los ojos de los indios, tal aparición. Cortés adora la duplicidad, emplea a dobles y descubre la farsa de los dobles que Moctezuma envía en su propio lugar. Cortés seduce, asombra y atemoriza a los enemigos potenciales; hace que los caballos huelan a sus yeguas y que cañones furiosos escupan fuego a determinadas horas con propósitos teatrales. Pero también escucha, aprende, oye las quejas, arresta a los recaudadores de impuestos, libera a los pueblos del tributo de Moctezuma y se ocupa de que las nuevas se difundan: los españoles han llegado a liberar a los pueblos indios sujetos a la tiranía de los aztecas. Cortés ha venido para llevar el peso del hombre blanco. De esta manera, la política maquiavélica transforma la novela de Bernal, que en sí misma es la transformación de la épica de Bernal, en la historia política de Bernal. Finalmente ésta es la historia de la colonización, del imperialismo, del genocidio y de la codicia.
Desde el instante en Zempoala cuando los españoles reciben sus primeros mil tamemes, o cargadores, al instante cuando los primeros indios son hechos esclavos y marcados con fuego, la violencia ocupa el lugar de la fascinación, y luego el lugar del pasmo es arrebatado por la ambición, la corrupción y la sombra del autoritarismo burocrático.
La descripción de la escaramuza por el oro de Moctezuma es un feo cuento de traición, sospecha y franco robo: los soldados de a pie no ven nada de esos botines.
Sin embargo, hay una sexta faceta de este cuento que deseo recordar: el drama de la voluntad contra el destino. La determinación contra el hado.
Moctezuma se rige por el destino. Cortés, por la voluntad. Ambos se encaran en una de las confrontaciones más dramáticas de la historia. Cortés es el gran personaje maquiavélico del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. Maquiavelo, desde luego, nunca fue leído por Cortés. El Príncipe fue escrito en 1513, pero no fue publicado sino hasta 1532, póstumamente, y una vez que Cortés consumó la conquista de México cayó del favor real. No obstante, él es la mejor prueba viva del maquiavelismo, la figura del Príncipe que ha conquistado su propio poder estaba en el aire, representada en la esencial realidad de la afirmación del humanismo, y se estaba volviendo real no sólo en las figuras evocadas por Maquiavelo en la historia europea, sino, con coincidencias aún más dramáticas, en las figuras deslumbrantes, nunca antes vistas, de los conquistadores del Nuevo Mundo.
Maquiavelo es el hermano de los conquistadores.
Pues, ¿qué es El Príncipe, sino una alabanza de la voluntad y una negación de la providencia, un manual del hombre nuevo del Renacimiento que se prepara para convertirse en el nuevo estadista, liberado de las obligaciones excesivas para con una fortuna, herencia o noble cuna inciertos? El Príncipe gana su reino terrenal a través del derecho de conquista.
Fiel a su destino maquiavélico, Hernán Cortés encarna esta profunda ironía: toda su virtù, la fuerza de su brazo y la magnitud de su voluntad, no son suficientes para conquistar su fracaso secreto, su suerte, sus peligros, su providencia.
En esto se parece, finalmente, a su víctima, el emperador Moctezuma.
Moctezuma se rige por el destino. Al final es lapidado por su propio pueblo, en junio de 1521.
La gran voz


Moctezuma, el gran tlatoani de México, esto es, el Señor de la Gran Voz, el Dueño Absoluto de las Palabras, fue despojado de sus atributos por un europeo renacentista, la encarnación misma del espíritu maquiavélico, Hernán Cortés, y por una mujer que otorgó la lengua india a los españoles y la lengua española a los indios: Marina, la Malinche, princesa esclava, intérprete y amante de Cortés y, simbólicamente, madre del primer mestizo mexicano, el primer hijo de sangre tanto india como europea. Moctezuma dudó entre someterse a la fatalidad del regreso de Quetzalcóatl el día previsto por la profecía religiosa, o luchar contra estos hombres blancos y barbados montados en bestias de cuatro patas y armados con el trueno y el fuego.
Esta duda le costó la vida: su propio pueblo perdió la fe en él y lo apedreó hasta matarlo. Cuauhtémoc, el último rey, luchó por salvar a la nación azteca como centro de identificación y solidaridad con todos los pueblos mexicas.
Era demasiado tarde.
Cortés, el político maquiavélico, descubrió la secreta debilidad del imperio azteca: el pueblo sujeto a Moctezuma lo odiaba y se unía a los españoles contra el déspota azteca.
Se libraron de la tiranía azteca, pero adquirieron la tiranía española.
Tiempo perdido: escrita cinco décadas después de haber sucedido, Bernal ofrece una aventura perdurable; una memoria, una resurrección del reino perdido. Pero no es sólo una retrospectiva que le permite comprender la tristeza y la futilidad inherente a toda gloria humana. Es una visión más profunda que generalmente atribuimos a la gran ficción. En el libro de Bernal resuenan profecías de peligros y derrotas, pero ninguna es tan grande como el peligro y la derrota que llevamos en el propio corazón.
Esta sabiduría es proyectada implícitamente a las dos figuras principales del relato, el emperador indio y el conquistador español.
La autocracia vertical de Moctezuma fue sustituida por la autocracia vertical de los Habsburgo españoles. Somos descendientes de ambas verticalidades, y nuestras tercas luchas por la democracia son tanto más difíciles y, quizá, incluso admirables por ello.
La traducción española de El Príncipe de Maquiavelo fue publicada en 1552 y luego incluida en el Index de Libros Prohibidos —el Index Librorum Prohibitorum— por el cardenal Gaspar de Quiroga en 1584.
Pero antes, la Corona había ordenado, en marzo de 1527, que no se imprimiesen más las Cartas de Cortés al rey Carlos. Seis años después de consumada la conquista, el conquistador, quien había privado a Moctezuma, el gran tlatoani, de su voz, era a su vez condenado al silencio.
Y en 1553 otro decreto real prohibió exportar a las colonias americanas todas las historias de la conquista.
No gozamos de anuencia para conocernos a nosotros mismos, así que en lugar de historias tuvimos, al final, que escribir novelas.
La primera novela, cargada de rumores, de silencios, de vacilaciones y de ambigüedades que humanizan la certeza épica de la conquista imperial del mundo indígena por los españoles, fue escrita por Bernal Díaz del Castillo.
Su contemplación popular, colectiva, de los acontecimientos, nos dice, no obstante, una historia necesariamente individual, porque si el destino de Cortés representa el de los soldados españoles, el destino de los soldados españoles también representa el de Cortés. Todo esto junto lo contiene el libro de Bernal.
La tensión creciente en el libro es la de esas novelas donde el destino individual se entrecruza con el destino histórico.
Pero aún hay otra tensión en la crónica de Bernal, y es la que se instaura entre la promesa utópica del Nuevo Mundo, la certeza europea del paraíso redescubierto en América, y la destrucción de la utopía por la necesidad militar y política de los acontecimientos épicos.
Bernal nos brinda así una épica enamorada de su utopía, de su edad dorada, de su edén perdido, ahora destruido por el hierro y las botas de la épica misma.
Un enorme vacío hispanoamericano se abre entre la promesa utópica y la realidad épica:
Este vacío ha sido llenado de muchos modos, a través de las renovadas promesas utópicas, aunque con violencia aún mayor, como sucedió en la mayoría de los países indios recién conquistados; a través del barroco, un arte diseñado para llenar vacíos, y eso, en Latinoamérica, se convierte en un ingrediente esencial de lo que el escritor cubano José Lezama Lima llamó la contra-conquista: una absorción de las culturas europeas y africanas y el mantenimiento de las culturas indígenas que, encontradas y mezcladas, crean la cultura latinoamericana o la cultura indo-afro-iberoamericana.
Nombre, Memoria y Voz: cómo te llamas, quiénes fueron tu madre y tu padre, cuál es tu palabra, cómo hablas, quién habla por ti. Todas estas preguntas urgentes, actuales, del continente americano son formuladas tácita o expresamente por Bernal, y serán las preguntas de Rubén Darío y de Pablo Neruda, de Alejo Carpentier y de Juan Rulfo, de Gabriela Mistral y de Gabriel García Márquez.
Porque la conquista de México no sólo fue una batalla entre Hombres y Dioses, o entre Mito y Artillería. También fue un conflicto de voces: una lucha por el lenguaje.
El emperador Moctezuma, el Tlatoani, el de la Gran Voz, sólo escucha a los Dioses: es derrotado por los hombres.
Hernán Cortés, el Conquistador, sólo escucha las voces de los hombres: es derrotado por las instituciones, la Iglesia y la Corona.
Quizá la que en verdad rescata las voces de todos, los vencedores y los vencidos, los indios, europeos y mestizos, es una mujer:
Malintzin es su nombre indio, un nombre de aciaga fortuna. Nacida princesa, sus padres, temiendo las profecías acerca de su nacimiento, la cedieron como esclava a los caciques, los jefes indios de Tabasco, quienes a su vez la obsequiaron a Cortés como trofeo de guerra.
Marina es su nombre español, el que recibió al ser bautizada.
Pero la Malinche es su nombre mexicano, el nombre de la traidora que se entregó al conquistador, se convirtió en su amante pero también en su intérprete —mi lengua, la llamaba Cortés—, y gracias a sus palabras, a su conocimiento del universo indio, Cortés conquistó México.
Simbólicamente, ella da a luz al primer mexicano, el primer mestizo, Martín Cortés, quien ya, en la primera generación después de la conquista, se convierte en el protagonista, junto con su medio hermano, también llamado Martín, el hijo de Cortés y una noble española, del primer movimiento en ciernes hacia la independencia de México, pronto sofocado por la Corona española en 1567.
Una nueva realidad nació con la Malinche y su hijo mestizo, abandonados ambos por las aspiraciones políticas y sociales del padre, Hernán Cortés.
Su voz nos pone en el borde mismo de una comprensión más profunda de un suceso como el de la conquista ibérica del Nuevo Mundo:
Nos transforma a nosotros, los descendientes de los indios y europeos de las Américas, en testigos del hecho terrible de nuestra muerte e inmediata resurrección.
Antes nuestros ojos, en el presente, todos vivimos el hecho que nos dio a luz.
Somos los eternos testigos de nuestra propia creación.
Y nos repetimos infinitamente las preguntas de esa creación:
¿Cuál es nuestro lugar en el Mundo?
¿A quién debemos lealtad?
¿A nuestros padres españoles?
¿A nuestras madres aztecas, mayas, quechuas, araucanas?
¿A quién debemos hablarle ahora: a los antiguos dioses, o a los nuevos?
¿Qué lengua debemos hablar ahora, la de los conquistados o la de los conquistadores?
Bernal Díaz nos da las respuestas a estos dilemas por medio de su memoria épica traducida por una imaginación novelística.
Porque además del lenguaje del conquistado y del conquistador, Bernal le da palabras a un libro que canta su propia gestación, contemplándose y debatiéndose. Y en el centro de ese libro está su autor, Bernal, descubriendo, así como descubre las maravillas y los peligros del mundo, que él también se descubre a sí mismo. Y que en su propio ser oculta el verdadero enemigo: el yo enemigo, pero también el verdadero salvador: el yo amante, amatorio, el yo enamorado del mundo que describe.
Porque hay una hendidura en la coraza del guerrero cristiano contra los paganos aztecas, y a través de ella relumbra un corazón tristemente enamorado de sus enemigos.
Ésta es la fuente secreta de la ficción hispanoamericana de cara a los enigmas del mundo histórico. Bernal Díaz escribe un misterioso lamento por las oportunidades que perdieron los hombres de la España moderna bajo la forma de una épica atribulada —una novela esencial— en la cual el vencedor termina por amar a los vencidos y por reconocerse a sí mismo en ellos.
Otra voz, una nueva voz algunas veces oculta, silenciosa, insultante, amarga a veces, una voz vulnerable y amorosa a veces, que grita con la estridencia de un ser que demanda ser oído, ser visto y, así existir, repitiéndose incesantemente nuestra pregunta:
¿Quién habla?
¿A quién, a cuántos, pertenece la voz de Hispanoamérica? Éstas son las preguntas dirigidas al nombre, a la voz y a la memoria de las Américas.
Memoria y deseo


Describimos lo maravilloso, como hizo Bernal Díaz cuando llegó a la ciudad lacustre de los aztecas: «Que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si era entre sueños…». Nos fincamos en esta imaginación de América: este deseo por el Nuevo Mundo.
Pero todos los deseos tienen sus objetos y éstos, según Buñuel, son siempre oscuros, porque no sólo queremos poseer, sino transformar el objeto de nuestro deseo. No hay deseos inocentes; ni descubrimientos inmaculados; no hay viajero que, secretamente, no se arrepienta de dejar su tierra y no tema jamás regresar a su hogar.
El deseo nos arrastra con él porque no estamos solos; un deseo es la imitación de otro deseo que queremos compartir, poseerlo nosotros. El viaje, el descubrimiento, termina con la conquista: queremos el mundo para transformarlo.
Colón descubre en las islas la Edad Dorada de los nobles salvajes. Envía a éstos, encadenados, a España. Y el paraíso terrenal es incendiado, marcado y explotado. La melancolía de Bernal Díaz es la del peregrino que descubre la visión del paraíso y luego es forzado a matar lo que ama. El azoro se convierte en dolor, pero ambos se salvan por la memoria; ya no deseamos viajar, descubrir y conquistar: ahora recordamos para no volvernos locos y para evadir los insomnios.
La historia es la violencia que, como Macbeth, asesina el sueño. La gloria ofrece la muerte y, cuando es desenmascarada, aparece como la muerte misma. Bernal, el cronista, el escritor, sólo puede recordar: ahí, en su memoria, el descubrimiento permanece siempre maravilloso. El jardín está intacto, el fin es un nuevo comienzo y los estragos de la guerra coexisten con la aparición de un nuevo mundo, nacido de la catástrofe.
Recordar; volver. Entonces podemos percatarnos de que vivimos rodeados de mundos perdidos, de historias desaparecidas. Estos mundos y sus historias son nuestra responsabilidad: fueron hechos por hombres y por mujeres. No podemos olvidarlos sin condenarnos nosotros mismos a ser olvidados. Debemos mantener la historia para tener historia; somos los testigos del pasado para tener un futuro.
Comprendemos entonces que el pasado depende de nuestra memoria aquí y ahora, y el futuro de nuestro deseo, aquí y ahora. La memoria y el deseo son nuestra imaginación presente: éste es el horizonte de nuestros constantes descubrimientos y éste el viaje que debemos renovar cada día.
Para ello escribimos novelas.
Fuente: Fuente: Editorial Alfaguara, 2011. Barcelona. España.

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas