jueves, 29 de octubre de 2015

CORNELL WOOLRICH (1903-1968). En el crepúsculo.


Publicados en diferentes revistas, recogidos en numerosas antologías y adaptados con frecuencia a la radio, a la televisión y al cine (Alfred Hitchcock y François Truffaut realizaron grandes películas inspiradas en sus argumentos), los relatos de CORNELL WOOLRICH (1903-1968) —firmados con diferentes seudónimos, siendo WILLIAM IRISH el más famoso— no sólo constituyen una original contribución a la renovación del género policíaco, sino que también son piezas ya clásicas de la literatura de suspense. Maestro en la creación de climas obsesivos basados en el lento despliegue de pruebas condenatorias, la vacilación entre la confianza y la duda, la carrera contra el tiempo y la indefensión ante el azar o el error, Woolrich refleja en sus relatos —ambientados en el marco histórico de la Gran Depresión estadounidense— los problemas de los hombres y mujeres de la sociedad moderna, atrapados por poderes que escapan a su control y dominados por la soledad y el miedo. EN EL CREPÚSCULO incluye cuatro narraciones («Un centavo por palabra», «El número de la suerte», «Un día demasiado bello para morir» y «La vida es extraña a veces»), una bibliografía y una lista de las adaptaciones de sus obras al cine, la radio y la televisión.


CUENTO.

 Un centavo por palabra[1]

  El encargado de la recepción recibió una llamada, a primera hora de la tarde; preguntaban si tendrían disponible una habitación «agradable y tranquila» para las seis. La llamada procedía evidentemente de una oficina, porque quien llamaba era una mujer joven que, según se vio, deseaba que la pretendida reserva se hiciera a nombre de un hombre; no especificó si se trataba de su jefe o de uno de los clientes de la firma. Al informarle de que había una habitación disponible, solicitó:
  —Entonces ¿hará el favor de reservarla a nombre del señor Edgar Danville Moody, para las seis de la tarde aproximadamente?
  Y dos veces más insistió en lo del silencio.
  —Pero tiene que ser una habitación tranquila. Asegúrese de que es silenciosa. No se le debe molestar mientras la ocupe.
  El recepcionista le aseguró con un toque de sequedad:
  —Este es un hotel totalmente tranquilo.
  —Muy bien —repuso ella encantada—. Porque no queremos que se le distraiga. Es importante que no se le moleste en absoluto.
  —Eso podemos prometérselo —dijo el recepcionista.
  —Gracias —repuso la joven con rapidez.
  —Gracias —contestó el recepcionista.
  El cliente en cuestión llegó bastante después de las seis, pero no tan tarde como para que se hubiera cancelado la reserva. Era joven; si en realidad no estuviera por debajo de los treinta años, por lo menos lo aparentaba. Había intentado camuflar su apariencia juvenil dejándose un frío bigote rubio sobre el labio superior. Fallaba totalmente en el efecto deseado. Parecía un bigote falso pintado en el rostro de un niño.
  Era un joven alto y esbelto. Su atuendo llamaba la atención; le faltaba poco para resultar teatralmente extravagante. O, según el gusto de quien le observara, traspasaba esa línea. Como la noche era fresca para el tiempo en que estaban, iba envuelto en un abrigo de tejido peludo de color arena, conocido genéricamente como pelo de camello, con un cinturón, ajustado como un látigo, en la cintura. Por otra parte, a pesar del frío, no llevaba sombrero.
  La corbata lucía un dibujo de rayas distintivo de algún regimiento, pero quizás fueran de regimientos equivocados, pertenecientes a ejércitos rivales. Llevaba una pipa apretada entre los dientes, pero con la cazoleta vacía y vuelta hacia abajo. Una ancha arandela de plata rodeaba la boquilla. Sus zapatos eran de varios colores, con contrafuertes en tono caoba y el resto casi amarillo. No tenían ni ojetes ni cordones; estaban hechos como mocasines, para meter el pie directamente; una lengüeta de cuero con flecos colgaba del borde exterior de cada empeine.
  Iba abundantemente cargado con diversas pertenencias, pero ninguna de ellas era una maleta normal para llevar ropa. Bajo un brazo sostenía un gran cuadrado plano, envuelto en papel de estraza, atado con cuerdas y que sugería un lienzo. En esa misma mano llevaba un gran paquete envuelto también en papel de estraza; en la otra una máquina de escribir portátil enfundada. De un bolsillo del abrigo sobresalía airosamente un largo objeto oblongo envuelto, también éste, en papel de estraza.
  Aunque iba solo y no era excesivamente ruidoso ni en sus movimientos ni en su hablar, su llegada produjo una sensación de agitación y alboroto, como si algo de enormes consecuencias, estuviera ocurriendo. Esto, por supuesto, podía deberse al carácter llamativo de su ropa. Cuando pasaran los años no sería de esa clase de hombres que se muestran reservados o pasan inadvertidos.
  Se desprendió de todo su cargamento, dejando una parte en el suelo y otra encima del mostrador, y preguntó:
  —¿Hay una habitación reservada para Edgar Danville Moody?
  —Sí, señor, desde luego —repuso el empleado amablemente.
  —Será muy tranquila, ¿verdad? —inquirió con interés.
  —No oirá ni caer un alfiler —prometió el empleado.
  El huésped firmó la ficha de registro con una rúbrica.
  —¿Va a quedarse mucho tiempo con nosotros, señor Moody? —preguntó el recepcionista.
  —Más vale que no sea mucho —fue la enigmática respuesta—, si no quiero verme en un lío.
  —Lleva al señor arriba, Joe —repuso hospitalario el empleado, llamando a un botones.
  Joe empezó a coger los objetos uno a uno.
  —¡Espera un minuto, a Gertie no! —se le ordenó de repente.
  José miró a su alrededor, primero a un lado, luego al otro. Allí no había nadie más.
  —¿Gertie? —preguntó desconcertado.
  El joven señor Moody cogió la máquina de escribir portátil y golpeó la tapa afectuosamente.
  —Esta es Gertie —le informó—. Soy supersticioso. Cuando trabajamos juntos no dejo que la lleve nadie, excepto yo.
  Entraron juntos en el ascensor; Moody llevaba a Gertie.
  Joe permaneció callado durante los dos primeros pisos, pero luego fue incapaz de seguir guardando silencio.
  —Es la primera vez que oigo que a una máquina de escribir se le llame Gertie —observó suavemente, apartando la vista de los mandos.
  —Ya he gastado seis —proclamó Moody con orgullo—. Gertie es la séptima —dio un golpecito cariñoso a la tapa—. Las bautizo por orden alfabético. La primera fue Alicia.
  Joe se sentía profundamente interesado.
  —¿Cómo ha podido gastar seis como ésta? Hace años que el señor Elliot tiene la misma en su despacho, desde que yo vine a trabajar aquí, y todavía no ha acabado con ella.
  —¿Quién es? —preguntó Moody.
  —El contable del hotel.
  —¡Ah-h-h! —repuso Moody con marcado desprecio—. No me extraña. El sólo escribe números. Yo soy escritor.
  Joe estaba totalmente hipnotizado. Aquel joven le había agradado desde el primer momento, pero ahora se sentía fascinado.
  —Caramba, ¿es usted escritor? —dijo casi sin aliento—. Eso es lo que siempre he querido ser yo.
  Moody estaba demasiado interesado en su propia condición de escritor para reconocer el deseo del otro de serlo también.
  —¿Firma con su propio nombre? —insinuó Joe incapaz de apartar los ojos del nuevo huésped.
  —Desde luego que sí.
  Amplió más la respuesta.
  —Dan Moody. ¿Me has leído alguna vez?
  Joe era de natural demasiado ingenuo para mentir de manera verosímil. Se rascó la parte posterior de la cabeza.
  —Déjeme ver —dijo—. Estoy intentando pensar.
  El rostro de Moody se alargó casi en una expresión de enfado. Sin embargo, un momento después se había despejado de nuevo.
  —De todos modos, supongo que no tienes mucho tiempo para leer en un trabajo como éste —explicó para satisfacción de ambos.
  —No, no lo tengo, pero desde luego me gustaría leer algo suyo —repuso Joe con fervor—. Especialmente ahora que le conozco.
  Empujó la palanca y el ascensor comenzó a bajar. Tan absorto había estado, que habían subido tres pisos de más.
  Joe le condujo a la habitación 923 y se desprendió de su carga. Luego se entretuvo por allí, incapaz de alejarse. Aquello no tenía nada que ver con el retraso en recibir la propina; por una vez, y con absoluta sinceridad, Joe se había olvidado de que existiera semejante cosa.
  Moody se quitó su abrigo parecido a una tienda y lo tiró sobre una silla con un movimiento ondulante por encima de la cabeza, como una persona que está a punto de sumergirse en el baño. Luego empezó a rasgar los papeles de estraza produciendo explosivos sonidos por toda la habitación.
  Del cuadrado plano salió una plancha de cartón igualmente plana y cuadrada, en blanco por la cara posterior y protegida por papeles de seda en el frente. Moody los fue quitando hasta dejar al descubierto una sorprendente composición al óleo en vividos colores. Sus componentes principales eran una joven de generoso busto, con un destrozado vestido de color lavanda, que huía desesperadamente de un perseguidor cuyo rostro mostraba una expresión que prometía adicionales destrozos.
  Joe abrió los ojos de par en par y permaneció así. Se aproximó un poco más y siguió paralizado. Moody colocó la plancha de cartón en el suelo, apoyada en una silla.
  —¿Lo ha hecho usted? —susurró Joe lleno de respeto.
  —No, el dibujante. Es la portada del mes que viene. Tengo que escribir un relato que esté de acuerdo con ella.
  —Yo creía que lo hacían al revés —repuso Joe desconcertado—. Que primero escribían el relato y luego lo «ilustriaban».
  —Ese es el procedimiento habitual —dijo Moody con labia de profesional—. Todos los meses escogen el relato principal y lo llevan a la portada. Esta vez tuvieron un pequeño problema. El tipo que iba a escribir la historia no llegó a tiempo, se puso enfermo o algo así. Por tanto el artista tuvo que empezar, sin esperarle. Ahora ya no queda tiempo, así que tengo que inventar a toda prisa una historia que encaje con la portada.
  —¡Vaya! —exclamó Joe—. Va a resultar difícil ¿no?
  —Una vez que se empieza, sale sola. Lo que cuesta es empezar.
  Del paquete más abultado habían salido, en el ínterin, dos bloques de considerable tamaño envueltos en papel azul oscuro. Abrió uno para extraer una resma de cuartillas blancas para el original; el otro para extraer una resma de hojas de papel de copia.
  —Voy a utilizar esta mesa de aquí —decidió, y colocó un montón en una de las esquinas de ella y un segundo montón en la esquina opuesta. Entre los dos puso a Gertie, la máquina de escribir, en una especie de lugar de honor.
  Del mismo paquete habían salido un par de zapatillas flexibles, aplastadas punta contra talón y talón contra punta. Las dejó caer bajo la mesa.
  —No puedo escribir con los zapatos puestos —explicó a su nuevo discípulo—. Ni con el cuello de la camisa abrochado —añadió mientras se lo abría y lanzaba la corbata sobre una silla.
  Del delgado paquete oblongo que llevaba ladeado en el bolsillo, el último de los objetos envueltos, salió un cartón de cigarrillos. La pipa, reservada evidentemente para las horas de ocio, la desechó inmediatamente.
  —¿Hay un cenicero por aquí? —inquirió, como un comandante que supervisara un posible campo de acción.
  Joe se precipitó hacia diversos rincones de la habitación.
  —No, han debido de llevárselo los últimos que han estado aquí —dijo—. Espere un minuto, voy por…
  —No importa, usaré esto en su lugar —decidió Moody, acercando una papelera de metal—. De todos modos, con la cantidad de ceniza que produzco cuando trabajo, un cenicero no sería capaz de contenerla toda.
  El teléfono dio un timbrazo corto, como un interrogante quejumbroso. Moody lo cogió y luego se lo pasó a Joe.
  —El hombre de abajo quiere saber qué te retiene, por qué no bajas.
  Joe dio un respingo y luego descendió al cotidiano nivel de su trabajo desde las elevadas alturas de la creación artística en las que había estado flotando. Incapaz de darle la espalda, empezó a retroceder de espaldas hacia la puerta.
  —¿Hay algo más que…? —preguntó tristemente.
  Moody le entregó un arrugado billete.
  —Tráeme un… vamos a ver, este es un relato de portada… más vale que me traigas una docena justa de botellas de cerveza. Me relaja cuando estoy trabajando. Tráemela rubia, no negra.
  —Enseguida, señor Moody —repuso Joe vehementemente, alejándose a toda velocidad.
  Mientras el botones estuvo fuera, Moody efectuó sus penúltimos preparativos: se sentó para quitarse los zapatos y ponerse las zapatillas, acercó y ajustó el foco de una lámpara de pie con pantalla y colocó la horrible obra de arte contra el zócalo de la pared de enfrente de modo que pudiera verla directamente frente a él, justo por encima del borde de la mesa.
  Luego se dirigió al teléfono y pidió un número sin tener que buscarlo.
  Una joven contestó.
  —Peerless, buenas tardes.
  —El señor Tartell, por favor —dijo.
  Otra joven repuso:
  —Oficina del señor Tartell.
  —Hola, Cora. Soy Dan Moody. Ya estoy aquí, instalado. ¿Se ha ido ya a casa el señor Tartell?
  —Se marchó hace media hora —repuso ella—. Me dejó el número de su casa y me dijo que te lo diera; quiere que le llames si encuentras alguna dificultad o tienes algún problema. Pero no más tarde de las once… en East Orange se van pronto a la cama.
  —No tendré ningún problema —dijo con gran seguridad en sí mismo—. ¿Cuánto tiempo llevo en esto?
  —Pero este es un relato de portada. Está muy preocupado. Tiene que ir a la imprenta mañana a las nueve… no podemos hacerles esperar más.
  —Lo lograré, lo lograré —repuso—. Estaré esperándole ante su mesa a las ocho y media en punto.
  —¡Ah, tengo buenas noticias para ti! No sólo te va a pagar por esta historia la tarifa de Bill Hammond, dos centavos por palabra, sino que me encargó que te dijera que, si haces un buen trabajo, él hará que recibas esa bonificación adicional, aparte del número de palabras, a que aludiste cuando te llamó hoy la primera vez.
  —¡Magnífico! —exclamó agradecido.
  En la voz de la joven apareció una nota de preocupación maternal.
  —Ahora ponte a trabajar y demuéstrale lo que puedes hacer. De verdad que tiene una buena opinión de ti, Dan. No debería decírtelo. Y procura tenerlo aquí antes de que él venga por la mañana. No me gusta verle tan preocupado. Cuando se preocupa yo me siento tan desgraciada como él. Buena suerte.
  Y colgó.
  Joe volvió con la cerveza; seis botellas repartidas en dos bolsas de papel.
  —Ponlas en el suelo junto a la mesa, donde no tenga más que agacharme —le ordenó Moody.
  —Me han echado una tremenda regañina abajo, pero no me importa, valía la pena. Aquí tiene un abrebotellas que me han dado los de la tienda.
  —Esto viene a cubrir aproximadamente lo que te he dado —calculó Moody, rebuscando en su bolsillo—. Toma…
  —No —protestó Joe, sincero, con un gesto de disuasión—. No quiero aceptar ninguna propina suya, señor Moody. Usted es diferente de las otras personas que han venido aquí. Usted es escritor y yo siempre he querido serlo. Pero si pudiera leer alguna historia suya… —añadió con ansiedad.
  Moody rebuscó rápidamente entre los restos de papel de estraza y sacó una revista que había quedado sepultada allí.
  —Aquí… aquí está la del mes pasado —dijo—. Me la iba a llevar a casa, pero puedo conseguir otra en el despacho.
  Se titulaba ¡Relatos sobrecogedores!, con signos de admiración y todo. Joe se frotó reverente las puntas de los dedos en el uniforme antes de tocarla, como si temiera mancharla.
  Moody la abrió y se la ofreció de ese modo.
  —Aquí estoy, aquí —dijo—. La segunda historia. El mes que viene será la historia principal, abriré la revista por haber escrito el relato de portada. —Retrocedió a sus humildes comienzos durante un momento de complacencia—. Cuando empecé solía aparecer al final de la revista. Ya sabe, donde están los anuncios de culturismo.
  —«Matando el tiempo», por Dan Moody —leyó Joe en voz baja, como quien recita una letanía.
  —Siempre le cambian a uno los títulos, no sé por qué —se lamentó Moody de mal humor—. El que yo le había dado a ésta era «De boca de las pistolas». ¿No crees que era mejor?
  —¿Querría…? —Joe manoseaba torpemente un lápiz, sin atreverse a ofrecerlo.
  Moody cogió el lápiz de los dedos de Joe y escribió en el margen, junto al título del relato: «Te deseo mucha suerte, Joe —Dan Moody». Joe mientras tanto sujetaba la revista por abajo con las palmas de las manos, como un acólito que hiciera una ofrenda en algún altar.
  —La conservaré siempre —exclamó Joe—. En donde usted escribió voy a pegar encima papel transparente, para que no se borre.
  —Te lo habría escrito con tinta —repuso Moody con benevolencia—, pero el papel barato no la admite; la chupa como un secante.
  El teléfono lanzó otro de sus irritantes y reducidos balidos.
  Joe dio un respingo lleno de culpabilidad y retrocedió apresuradamente hacia la puerta.
  —Tengo que volver a mi trabajo o se armará un escándalo allá abajo. —Medio cerró la puerta y luego volvió a abrirla para añadir—: Si quiere usted algo, señor Moody, no tiene más que llamarme. Dejaré lo que esté haciendo y subiré corriendo.
  —Gracias, así lo haré Joe —respondió Moody con la sonrisa cálida y satisfecha de la persona cuyo ego ha sido espolvoreado con polvos de talco y acariciado con algodón en rama.
  —Y mucha suerte con ese relato. ¡Cuente con mi aplauso!
  —Gracias otra vez, Joe.
  Joe cerró la puerta con deferencia, sujetando el picaporte hasta el final de modo que hiciera el menor ruido posible y no perturbara el místico proceso creador que estaba a punto de comenzar allí dentro.
  Sin embargo, antes de que se iniciara, Moody fue al teléfono y pidió un número correspondiente a la cercana Long Island. Contestó una voz de soprano que sonaba como la de una colegiala.
  —Soy yo, cielo —dijo Moody.
  La voz ya había parecido jadeante así que no pudo ponerse peor; lo que sí hizo fue seguir igual de jadeante.
  —¿Qué pasó? ¡De prisa, dímelo! ¿Te encargaron el relato de portada?
  —¡Sí, lo conseguí! En este momento estoy en la habitación del hotel y ellos corren con todos los gastos. Y escucha esto: me pagan tarifa doble por palabra, dos centavos…
  Un chillido de pura alegría fue la respuesta.
  —Espera un minuto, no me has dejado terminar. Si les gusta el trabajo me pagarán incluso una bonificación adicional. ¿Qué dices a eso?
  Los grititos se multiplicaron; esta vez fueron una serie, en vez de uno solo.
  Cuando se calmaron, la oyó decir casi sin aliento:
  —¡Estoy tan orgullosa de ti!
  —¿Está el niño despierto todavía?
  —Sí. Sabía que te gustaría darle las buenas noches, así que le tengo levantado. Espera un minuto, voy a traerlo.
  La voz se alejó, luego regresó otra vez. Sin embargo, parecía tan sola como antes.
  —Dile algo a papi. Papi está aquí. Quiere oírte decirle algo.
  Silencio.
  —Hola, hijito. ¿Cómo está mi pequeño? —le engatusó Moody.
  Más silencio.
  —Papi va a hacer un trabajo muy importante —dijo la voz de soprano casi cantando—. ¿No vas a desearle buena suerte?
  Se produjo una pausa cargada de suspense; luego un asustado cloqueo como el de un pollito de corral:
  —¡Suete!
  Los grititos de placer se produjeron esta vez a ambos extremos de la línea, y en dos tonos, soprano y tenor.
  —¡Me ha deseado suerte! Es un buen presagio. ¡Ahora no tiene más remedio que salirme una historia estupenda!
  La voz de soprano estaba demasiado ocupada en distribuir asfixiantes besos sobre lo que parecía ser una superficie lo bastante grande como para no poder contestar.
  —Bueno —dijo él—, más vale que me ponga a trabajar. Estaré en casa antes del mediodía… cogeré el tren de las diez cuarenta y cinco después de entregar el trabajo en el despacho de Tartell.
  La conversación se hizo jadeante, confusa y tripartita.
  —Haz un trabajo de primera / ¡Va a ser un éxito! / ¡Recuerda que el niño y yo estamos contigo! / ¡Piensa en mí! / Y tú en nosotros también. / ¡Muá, muá! / ¡Muá, muá, muá!
  ¡Clic!
  Colgó sonriendo y suspiró profundamente para expresar su completa satisfacción con su situación familiar. Luego se dio media vuelta, se enjabonó las manos rápidamente y se remangó las mangas de la camisa.
  Los preparativos habían terminado; el proceso creativo estaba a punto de empezar. El proceso creativo, esa mística fuerza de la vida, ese lujo del que han surgido la Venus de Milo, la Mona Lisa, la Fantasía Impromptu, los tapices de Bayeux, Romeo y Julieta, las vidrieras de la catedral de Chartres, el «Paraíso Perdido»… y un relato de crímenes de Dan Moody. El proceso es el mismo en todos los casos; que los resultados sean un tanto desiguales no invalida la similitud básica de origen.
  Se sentó delante de Gertie y, al observar que el óvalo de luz procedente de la lámpara caía sobre la máquina despreciando el polícromo rectángulo de cartón, inclinado, en relativa sombra, contra la pared, ajustó la pantalla de modo que el foco luminoso quedara dirigido casi directamente al dibujo, dejando ahora a la máquina en la sombra. En realidad no necesitaba luz sobre la máquina de escribir. Jamás miraba las teclas cuando escribía, ni la hoja de papel puesta en la máquina. Era un experto mecanógrafo y si en el turbulento proceso del tecleo pulsaba a veces una letra equivocada, en la oficina se preocupaban de corregirlo; Tartell tenía correctores especiales para eso. Aquello no era tarea de Moody… él era el creador; no podía preocuparse con detalles insignificantes tales como unos pocos errores mecanográficos.
  Por la misma razón nunca releía lo que había escrito; no podía permitírselo dado que le pagaban un centavo por palabra (su tarifa habitual) y dada la urgencia con la que trabajaba. Además, sabía por experiencia que siempre salía mejor la primera vez; si uno volvía a releerlo y lo retocaba, lo único que conseguía era estropearlo.
  Cogió una hoja de papel blanco de la parte superior del montón y la insertó suavemente en el rodillo —para él era un movimiento automático. Normalmente hacía un sandwich de hojas —una blanca encima, una hoja de papel carbón en el medio y una amarilla abajo— por si el relato se extraviaba en el correo o se perdía en el despacho de la revista antes de que el cajero le hubiera entregado el cheque correspondiente. Pero en este caso resultaba totalmente innecesario; iba a entregar personalmente el trabajo en el despacho de Tartell; era un encargo urgente e iba a pasar a la imprenta inmediatamente. Perdería varios minutos en la redacción del manuscrito si se entretenía en hacer «sandwiches», y, además, las hojas de copia amarillas costaban cuarenta y cinco centavos la resma en Goldsmith’s (cincuenta y cinco en los demás sitios). En aquel tipo de trabajo había que vigilar los costes.
  Encendió un cigarrillo, el primero de los muchos que inevitablemente vendrían después. Aquello acompañaba siempre a la producción de todas sus obras: el cigarrillo-para-empezar. Espiró un remolino de humo azul, estiró un poco el cuello, y contempló con fijeza el original de la portada que tenía delante, apoyado contra la pared. Y ahora la primera línea. Aquella era siempre la frase clave de todos sus relatos. Hasta que no la tenía no podía entrar en el tema; pero cuando la conseguía el relato empezaba a desarrollarse por sí solo… Después de eso resultaba fácil, coser y cantar. Era como arrancar el extremo de la gasa de un enorme vendaje entrecruzado.
  La primera línea, la primera línea…
  Se quedó mirando fijamente, casi hipnotizado.
  Lo mejor era empezar con la chica, que destacaba mucho en la portada, y presentar al protagonista más tarde. Vamos a ver, llevaba un traje de noche violeta…
  La joven del traje de noche violeta apareció corriendo aterrorizada por la calle. Tras ella…
  Sus manos quedaron suspendidas en el aire avaramente y luego volvieron a retirarse. No, un momento, ella no podía llevar un traje de noche por la calle, ni violeta ni de ningún otro color. Bueno, tendría que ponérselo más avanzado el relato, eso era todo. En una novela corta de veinte mil palabras habría tiempo más que suficiente para que se pusiera un traje de noche. Con una sola línea bastaría, más adelante.
  Se fue a casa, se cambió de vestido y volvió otra vez.
  Vamos a probar de nuevo…
  La bella pelirroja bajó corriendo la calle, mirando hacia atrás aterrorizada. Tras ella…
  Se atascó otra vez. Sí, pero ¿quién la perseguía y qué había hecho para que ellos la persiguieran? Ese era el problema.
  He empezado demasiado pronto, decidió. Más vale que me remonte a cuando ella hace algo que provoca que alguien la persiga. Después puedo introducir la persecución.
  El cigarrillo se estaba acabando sin que hubiera alumbrado nada más que a sí mismo. Encendió otro.
  Vamos a ver. ¿Qué podía hacer una joven bella, inocente y buena para que resultara plausible que alguien la persiguiera? Porque tenía que ser buena… Tartell era muy exigente respecto a eso.
  «No quiero ninguna indeseable en mis relatos. Si tiene que meter alguna, procure matarla lo antes posible. Y en cualquier caso no deje que se acerque demasiado al protagonista. Aléjela de él. Si se enamora de ella, es que es un tonto. Y si no se enamora, resulta demasiado bobalicón. Manténgala en segundo plano… déjela tan sólo que abra la puerta vestida con un salto de cama cuando el gángster principal viene de visita. ¡Y cierre otra vez la puerta… rápidamente!»
  Se pasó la mano por el pelo con un movimiento como de masaje, la dejó caer sobre la mesa, aporreó el borde con ella dos veces como hace una persona que intenta abrir un cajón rebelde. Vamos a ver, vamos a ver… La chica podría descubrir algo que no debiera y entonces ellos descubren que ella lo ha descubierto y la persiguen para hacerla callar… ¡eso vale, ya está! Ahora, ¿cómo lo ha descubierto? Puede haber ido a un salón de belleza, y haber oído hablar en la cabina de al lado… No, los salones de belleza resultaban demasiado femeninos; Tartell no permitiría que apareciera uno de ellos en sus historias. Además, Moody no había estado jamás en ninguno; no sabría cómo describir el interior. La joven podía estar en una cabina telefónica y a través de la pared… No, había utilizado esa idea en el número del mes de julio… en La muerte deja caer una bala.
  En aquel punto resultaba indicado un poco de lubricante… algo que facilitara el girar de las ruedas, que suavizara los muelles. Cogió distraído el abrebotellas que le había dejado Joe, se agachó, alzó una botella y la abrió, todo con la misma mano, utilizando el borde de la mesa como palanca. Echó un poquito en el vaso y no hizo más que mojarse sobriamente los labios.
  Veamos. Podía recibir un paquete en su casa, que estaba destinado a otra persona, y…
  Tuvo la peculiar e instintiva sensación que se produce cuando alguien nos mira intensamente, con fijeza. Rechazó la idea sacudiendo ligeramente la cabeza. Quedó en suspenso durante un minuto o dos y luego la sensación volvió a embargarle lentamente.
  El hilo del relato se hizo un nudo irremediable justo cuando estaba a punto de meterlo por el ojo de aguja de la primera línea.
  Volvió la cabeza para disipar aquella sensación, mirando en la misma dirección desde donde parecía asaltarle. Y entonces la vio, Había una paloma totalmente inmóvil en el alféizar, justo fuera del cristal de la ventana. Tenía la cabeza erguida de forma inquisitiva, con el perfil vuelto hacia él, y le miraba con un solo ojo. Pero aquel ojo estaba casi inclinado sobre el cristal de tan atento que miraba. Se hallaba a menos de dos o tres centímetros del cristal.
  Cuando él miró a su vez, el ojo parpadeó solemnemente. Una vez nada más, sin dar ninguna otra muestra de vida.
  No hizo caso y volvió a su trabajo.
  Llaman a la puerta, la joven va a abrir y un hombre le entrega un paquete…
  Sus ojos se volvieron lentamente de forma incontrolable hacia el exterior, como si intentaran echar un vistazo sin que él se enterara. Los obligó a regresar, frunciendo las cejas con gesto de censura. Pero casi inmediatamente volvieron a emprender el mismo camino. Sólo saber que la paloma estaba allá fuera parecía atraer sus ojos de forma casi magnética.
  Volvió otra vez la cabeza hacia ella. Esta vez le hizo una mueca maligna.
  —Vete de ahí —esbozó con los labios—. Vete a otro sitio.
  Habló sin voz porque el cristal impedía que le oyera.
  La paloma parpadeó. Con más lentitud que la primera vez, si es que se puede medir el parpadeo de una paloma. La premeditación de aquel parpadeo parecía expresar desdén y desprecio.
  Siempre predispuesto a sentirse ofendido, él se enardeció inmediatamente. Lanzó violentamente el brazo hacia el animal, en un semicírculo completo, para librarse de él. Las plumas de sus alas se alzaron un poco y volvieron a plegarse, como si las hubiera acariciado una ligera brisa. Luego, con majestuosa pompa, se dio media vuelta, volvió el otro lado de la cabeza hacia el cristal y le miró con el otro ojo.
  Se levantó de la silla, furioso, y avanzó hacia la ventana y la alzó.
  —¡Te he dicho que te vayas de aquí! —exclamó amenazadoramente. Con el brazo dio un violento trallazo al aire por encima de la superficie del alféizar.
  El animal eludió el gesto con menos dificultad que un niño saltando a la comba. ¡Sólo que, en vez de volver a bajar cuando la comba pasó por debajo, permaneció arriba! Hizo un pequeño viaje en círculo moviendo apenas las alas y, tan pronto como él metió otra vez el brazo, bajó casi hasta el punto preciso donde había estado antes.
  Ambos repitieron una vez más el episodio, con idénticos resultados. La paloma gastaba mucha menos energía deslizándose a una altura segura que él braceando violentamente, y se dio cuenta que si seguían así, pronto se establecería una ley de rendimiento decreciente. Además, la segunda vez apuntó mal y se golpeó el dorso de la mano contra la piedra que bordeaba la ventana; tuvo que chuparse los nudillos y soplárselos para aliviar el dolor.
  Jamás había odiado tanto a un pájaro. En realidad, nunca había odiado a ninguno hasta entonces.
  Furioso, cerró de golpe la ventana. Entonces, como si comprendiera que contaba con el aviso previo de cualquier posible golpazo, la paloma empezó a contonearse de un lado a otro del alféizar, como un piquete, impidiéndole trabajar. Cada vez que él se daba la vuelta, ella le apuntaba con aquel ojo redondo.
  Cogió la papelera de metal y la sopesó en la mano para comprobar su solidez. Luego, la soltó con pena. La iba a necesitar durante el desarrollo de su narración; no podía tirar las colillas al suelo despreocupadamente; tendría que perder demasiado tiempo pisándolas para evitar que se iniciara un fuego. Y aunque la papelera echara al pájaro del alféizar, probablemente se caería fuera con él.
  Cogió el teléfono y pidió hablar con el recepcionista, para poder desahogar su indignación con algún ser humano.
  —¿Tengo que tener palomas en el alféizar de la ventana? —gritó acusadoramente—. ¿Por qué no me dijo que iba a haber palomas en el alféizar?
  El empleado se quedó más que sorprendido; aquel ataque le dejó pasmado.
  —Yo… ah… ah… no había recibido nunca una queja así —logró balbucear finalmente.
  —¡Bueno, pues ya la ha recibido! —le informó Moody con firme desaprobación.
  —Sí, señor, pero… ¿qué es lo que está haciendo? —repuso atropelladamente el empleado—. ¿Hace ruido?
  —No hace falta que lo haga —se encolerizó Moody—. ¡Lo único que pasa es que no la quiero aquí!
  Se produjo una pausa momentánea durante la cual se podía conjeturar que el empleado estaba desconcertado, rascándose un lado de la barbilla o quizá la sien o la frente. Luego volvió a hablar, totalmente perplejo.
  —Lo lamento, señor… pero no comprendo qué quiere que haga yo. Usted está ahí arriba con ella, yo abajo. ¿No ha… no ha intentado espantarla?
  —¿Que si lo he intentado? —repuso Moody atragantándose exasperado—. ¡No he hecho otra cosa! ¡Se da una vuelta por aquí y luego vuelve otra vez al mismo sitio!
  —Bueno, lo único que puedo sugerir —dijo el empleado impotente—, es mandarle un botones con una fregona o una escoba, que se quede junto a la ventana y…
  —¡Yo no puedo trabajar con un botones aquí dentro, montando guardia con una fregona o una escoba al hombro! ¡Eso sería peor que la paloma!
  El empleado suspiró profundamente con inagotable paciencia.
  —Lo siento, señor, pero…
  Moody le cortó la palabra.
  —¡No sé qué puedo hacer! ¡No sé qué puedo hacer! —se burló ferozmente—. ¡Gracias! Ha sido una gran ayuda —continuó con pesado sarcasmo—. ¡No sé qué habría hecho sin usted! —y colgó.
  Se volvió a mirar al animal con una expresión resignada que pocas veces mostraban aquellos iris enérgicos y entusiastas.
  La paloma tenía el cuello estirado en un ángulo agudo, casi tocando el antepecho de piedra, pero seguía mirándole desde aquella perspectiva oblicua como si dijera: «¿Iba eso por mí? ¿Tenía algo que ver conmigo?»
  Se aproximó y levantó la ventana con brusquedad. No consiguió perturbarla en lo más mínimo.
  Dio media vuelta y volvió a su puesto de trabajo. Desde allí le habló fríamente a la paloma. En voz alta, pero con frialdad, con la condescendencia propia de las formas de vida superiores para con las inferiores.
  —Escucha: ¿Quieres entrar? ¿Es eso lo que te pasa? ¿Te mueres de ganas de entrar? ¿No estarás contenta hasta que entres? ¡Entonces, por amor de Dios, entra, acabemos de una vez y deja que vuelva a mi trabajo! Aquí hay un bonito sillón muy cómodo, un bonito sofá muy mullido, una bonita y ancha cama con un barrote donde posarte. La habitación entera es tuya. ¡Entra y diviértete!
  El pájaro levantó la cabeza y dejó de mirarle de aquel modo socarrón por debajo del ala. Estudió la invitación. Luego sus patitas bermellón, que parecían palillos, se doblaron y le dirigió un despectivo gesto con la cabeza, como diciendo: «¡Esto es para ti y tu habitación!»… y echó a volar inesperadamente, esta vez en una línea recta e inequívoca de despedida final.
  Los pies de Moody estallaron en tal explosión de cólera que la silla se volcó. Agarró la papelera, corrió hacia la ventana, y la lanzó violentamente… sin ninguna esperanza, por supuesto, de alcanzar a su presa ya desaparecida.
  —¡Maldito y sucio pichón! —se quejó con amargura—. ¡Vuelve aquí y te…! ¡Hacerme esto a mí cuando estoy a punto de cogerle el tranquillo! ¡Ojalá tropieces de cabeza con un cable de alta tensión! Espero que te encuentres con un halcón…
  Sin embargo su ira se calmó con la misma rapidez que unos polvos de Seidlitz pasados. Cerró la ventana sin violencia. Una risa apagada había empezado ya a sonar dentro de él mientras volvía a la silla y sonrió algo avergonzado al llegar a ella.
  —Mira que enfadarme con una paloma —murmuró censurándose a sí mismo—. Más vale que me vigile.
  Otro cigarrillo, dos buenos tragos de cerveza, y ahora, veamos… ¿por dónde iba? La primera línea. Levantó la vista hacia el techo.
  Extendió los dedos, que quedaron en suspenso y de pronto empezaron a golpetear por todo el oscuro teclado como pesadas gotas de lluvia.
  —¿Es para mi? —dijo la joven contemplando incrédula al hombre de ojos astutos que sostenía el paquete.
  —Usted es…
  Una mano hizo una pausa; luego dos de sus dedos chasquearon en busca de inspiración.
  —Tengo que ponerle un nombre —murmuró. Contempló sin resultado el techo durante un momento; luego miró hacia la ventana. La mano prosiguió su tarea.
  —Usted es Pearl Dove, ¿no?
  —Si, yo no esperaba nada.
  («No pongan demasiado diálogo —les advertía siempre Tartell—. Que se muevan, que hagan algo. El diálogo deja blancos muy grandes en las páginas y el lector no obtiene toda la lectura a que le da derecho su dinero»).
  Se lo entregó bruscamente, dio media vuelta y desapareció tan repentinamente como había aparecido.
  Dos «aparecido» en una línea… demasiados. Golpeó la tecla de la x nueve veces y desapareció tan repentinamente como había surgido. Ella intentó llamarle pero ya no se le veía. De algún lugar de la noche llegó hasta sus oídos el gemido producido al arrancar por un coche caro.
  Frunció el ceño, cerró los ojos brevemente y luego comenzó a teclear otra vez de un modo automático.
  Miró al paquete que le habían dejado.
  Nunca se preocupaba de releer lo que llevaba escrito… esas finuras remilgadas quedaban para los escritores editados en papel satinado y para los poetas. En relatos como el que él estaba escribiendo era casi imposible romper el hilo de la acción. Seguir avanzando, eso era lo único que importaba. Si había una laguna ocasional, los correctores de pruebas de Tartell la resolverían con un par de palabras.
  Se bebió la cerveza del vaso, lo volvió a llenar y miró soñador al techo. La ancha y vacía extensión del techo proporcionaba a sus personajes más espacio para moverse, tal como les conjuraba la visión de su mente.
  —Ella tiene un novio que está en la Sección de Homicidios —murmuró confidencialmente—. No es exactamente un novio, sino más bien una especie de protector fraternal («No les pongan novios —era la constante advertencia de Tartell—, sólo amigos. A lo mejor luego quieren matar a la chica y si ella es novia del protagonista no pueden hacerlo sin que él pierda prestigio ante los lectores»).
  —Ella le llama para decirle que ha recibido un misterioso paquete. Él le dice que no lo abra, que llegará en seguida…
  El resto era trabajo mecánico. Rápido y furioso. Las teclas se hundían y alzaban como una capa de hojas lanzadas al viento del otoño.
  La página salió disparada del rodillo por sí sola, y supo que había escrito la última línea que cabía en la hoja. La puso a un lado en el suelo sin mirarla siquiera y metió una nueva, todo en un solo movimiento rutinario y fluido. Después, con la misma tranquilidad casi inconsciente, se agachó para coger una nueva botella, la abrió, y escanció la cerveza hasta que apareció en el gollete un reborde de espuma color crema.
  Ahora estaban dedicados a la tarea de abrir el paquete. Prolongó la escena durante dos líneas más para darse tiempo de improvisar lo que iban a encontrar dentro, cosa que no había tenido oportunidad de hacer hasta entonces…
  Lo contempló. Luego entrecerró los ojos y asintió torvamente.
  —¿Qué opinas tú? —susurró ella, con la mano en la garganta.
  Entonces se encontró frente al problema. La improvisación tenía que producirse justamente entonces. Las teclas se deslizaron hasta una pausa desganada pero completa. Para entonces ya casi echaban humo, o quizá el que se veía procedía de su siempre presente cigarrillo, colocado sobre el borde de la mesa, cuyas volutas flotaban dando una gran vuelta alrededor de la máquina.
  Había siempre varias posibilidades que resultaban adecuadas como contenido de paquetes misteriosos. Píldoras de opio —pero eso significaba introducir un chino malvado, y la amenaza del dibujo de la portada no era china ni mucho menos…
  Se levantó bruscamente, apartó la silla de la mesa, y la corrió un poco hacia adelante, hasta colocarla directamente bajo la fantasmagórica escena del techo que se había detenido al mismo tiempo que las teclas —como se inmovilizan las figuras de una película en la pantalla cuando se estropea algo en el proyector.
  Se puso de pie sobre la silla, estiró el cuello y miró intensamente y con absoluta sinceridad. Estaba a solo medio metro de las formas imaginadas del techo. Su poquito de fetichismo, o idiosincrasia, le había dado resultado antes en ocasiones similares, y lo mismo ocurrió entonces. Podía ver el interior del paquete, podía ver…
  Se bajó otra vez con un ágil salto, colocó la silla en su sitio y se lanzó ávidamente a las teclas.
  ¡Diamantes sin tallar!
  —¿No son bonitos? —dijo ella, asiéndose la garganta que le latía.
  (Bueno, si había demasiados «asidos» los asalariados de Tartell quitarían uno o dos. Siempre resultaba difícil saber qué tenían que hacer con las manos los personajes femeninos. Agarrarse la garganta y sujetarse el corazón eran sus recursos favoritos. Los personajes masculinos siempre podían manosear una pistola o lanzar un puñetazo a alguien, pero no resultaba refinado que las mujeres hicieran eso en «¡Relatos sobrecogedores!»).
  —Bonitos pero robados —rezongó él.
  Los ojos de ella se dilataron.
  —¿Cómo lo sabes?
  —Son el lote de Espinoza; desaparecieron hace una semana —desenfundó la pistola—. Esto significa que alguien va a tener problemas.
  Era suficiente diálogo para unas cuantas páginas —tenía que meter algo de acción rápida y emocionante.
  Ya no hubo más atascos. La historia fluía como un torrente. El timbre del margen repiqueteaba casi con ritmo de staccato, el rodillo giraba con continuidad de émbolo y las páginas saltaban casi como goterones de masa en una plancha de hacer tortitas. El nivel de la cerveza no dejaba de subir en el vaso y, contradictoriamente, disminuían constantemente. Los cigarrillos exhalaban sus espíritus, sus largos y delgados espíritus grises, en aras de una buena causa; el índice de mortalidad era terrible.
  El curso de su pensamiento, la línea de la vida de la historia, lubricado por la cerveza pero no estorbado por ella en lo más mínimo, relampagueaba, chisporroteaba y avanzaba hacia delante como el relámpago en una neblina color topacio y los dedos relajados y las teclas hipando le seguían todo lo deprisa que podían. Sólo una vez más, justo antes del final, se produjo casi un tropiezo, pero no porque se detuvieran las ideas, sino más bien por un error de memoria…, por lo que él tomó equívocamente por una repetición. La línea:
  Asiéndose la garganta con las manos, Pearl corrió calle abajo con su traje de noche violeta surgió de las teclas y se produjo una pesada e inquietante interrupción.
  Un momento, eso lo puse al principio. No puede pasarse todo el tiempo corriendo por la calle con un traje de noche violeta; los lectores se hartarían. Además, ¿por qué se puso el traje de noche violeta? Hace un minuto el individuo le rasgó la blusa blanca poniendo al descubierto su trémulo hombro blanco.
  Se volvió a medias en la silla (y no con demasiada firmeza) para intentar la casi desesperada tarea de buscar entre la manta de hojas blancas que yacían a su alrededor, en el suelo, y entonces la memoria vino en su ayuda en el momento preciso.
  ¡Ahora recuerdo! Trasladé el principio a la mitad, y en su lugar empecé con lo del paquete ante la puerta. (Incluso a él le parecía que hacía mucho, mucho tiempo que el paquete había llegado a la puerta; hacía de ello semanas y semanas; en otra historia.) Esta es la primera vez que ha corrido calle abajo con el traje de noche color violeta; no lo había hecho antes. Muy bien, que siga corriendo.
  Sin embargo, con bastante lógica, para hacer que la protagonista se pusiera el vestido aquel, tachó de todos modos con equis toda la línea, y escribió como explicación:
  —Si no hubieras pensado con tanta rapidez, ese individuo me habría matado con toda seguridad. Esta noche te llevo a cenar; es una orden.
  —Iré corriendo a casa a cambiarme. Tengo un vestido nuevo y me muero por estrenarlo.
  Y con eso lo solucionó todo.
  Diez minutos después (según el tiempo del relato, no el suyo), debido al desgraciado contratiempo de haber llegado al café que no era a la hora equivocada, aquella línea volvió a aparecer, esta vez legitimada, y la protagonista corría calle abajo, gritando, asiéndose la garganta, con su traje de noche violeta. (Antes del «con» se le olvidó poner un «vestida».) La frase incluso había ganado con la espera. Ahora iba gritando también, lo que no había hecho la primera vez.
  Finalmente, entre neblina bañada en cerveza, al cabo de una hora o quizás de dos, de una docena de cigarrillos o de paquete y medio, de dos botellas de cerveza o quizás de cuatro, salió del rodillo una página en la que acababa de escribir la palabra Fin y el relato quedó acabado.
  Lanzó un profundo suspiro, tan profundo como el de una aspiradora. Dejó caer la cabeza y la apoyó durante unos momentos contra el borde de la mesa. Luego se levantó tambaleándose de la silla y se dirigió con paso inseguro hacia la cama, pisoteando las desordenadas cuartillas caídas. Pero no tenía los zapatos puestos, así que no las estropeó mucho.
  No oyó el rechinar de los muelles cuando se tumbó. Sus oídos ya estaban dormidos…
  En algún momento de la mañana, muy a primera hora (exactamente igual que en casa), el niño de seis años de los vecinos empezó a correr con su velocípedo arriba y abajo ante el edificio dando incesantes timbrazos. Él se agitó y le dijo a su esposa entre dientes.
  —¿Por qué no le das un grito por la ventana y haces que el mocoso ese se quede frente a su casa con su maldito cacharro?
  Moody se agitó atormentadamente sobre un hombro y en aquel momento el niño, como siempre, se volvió definitivamente a su casa y se acabaron los timbrazos. Pero cuando Moody abrió sus ojos adormecidos, no estaba en su casa; se encontraba en la habitación de un hotel.
  —Tómese el tiempo que quiera —dijo una voz sarcástica—. Tengo todo el día.
  Moody volvió la cabeza, aturdido; Joe mantenía abierta la puerta de la habitación para permitir que Tartell, el director de la revista, le mirara fijamente desde el umbral. Tartell era bajo pero impresionante. Era muy mayor, según el concepto del tiempo que tenía Moody, tan viejo como un pino gigante de California; contaba unos cuarenta y cinco o cuarenta y ocho años. Y en aquel preciso momento Tartell no estaba de buen humor.
  —¡Los de la imprenta han llamado dos veces —gritó— preguntando si van a recibir hoy esa historia o no!
  El cuerpo de Moody dio un convulsivo respingo y sus tobillos frenaron contra el suelo.
  —Caramba, ¿tan tarde es…?
  —¡No, en absoluto! —chilló Tartell—. ¡La revista puede salir cuando queramos! ¡No se preocupe por algo tan insignificante! Si Cora no hubiera tenido la presencia de ánimo de llamar a mi casa antes de que yo saliera para la oficina, no habría pasado por aquí y habríamos estado esperando una hora más en el despacho. ¿Dónde está? Entréguemelo. Yo me lo llevaré.
  Moody señaló con desánimo al suelo que ofrecía un aspecto como si en él hubiera celebrado la noche anterior una reunión política con panfletos.
  —Muy sistemático —comentó Tartell con acritud. Avanzó hacia el centro de la habitación, doblándose en una especie de ángulo recto almohadillado y empezó a zigzaguear recogiendo papeles sin detenerse, como un guardia diligente y corto de vista que pinchara las hojas caídas en un parque.
  —Esto es lo más adecuado después de un copioso desayuno. ¡Lo mejor que podía hacer!
  Joe parecía apenado, pero por Moody, no por Tartell.
  —Yo le ayudaré, señor —se ofreció apaciguador, y empezó a su vez a agacharse una y otra vez.
  Tartell se paró de repente y, sin levantarse, pareció intentar leer las hojas del suelo sin moverse de su postura tan poco normal y mirando directamente desde arriba.
  —Están en blanco —dijo acusador—. ¿Dónde empieza esto?
  —Deles la vuelta —repuso Moody, cansado de tanto alboroto—. Deben de haber caído de cara.
  —Están así por los dos lados, señor Moody —balbuceó Joe.
  —¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Tartell encolerizado—. ¡Un momento…!
  Se incorporó del todo, se apartó, fue hacia Gertie y examinó de cerca la máquina destapada.
  Luego alzó ambos puños en el aire sujetando todavía manojos de páginas estériles y golpeó con ellos, con furia maníaca, los dos extremos de la mesa de escribir. Su voz incontrolada apagaba el ruido de los golpes.
  —¡Maldito y estúpido idiota! —bramó enloquecido, alzando la vista hacia el techo como buscando ayuda con la que apaciguar unas emociones que le impulsaban a atacar.
  —¡Ha estado tecleando el aire toda la noche! ¡Ha estado aporreando un papel en blanco! ¡Se olvidó de ponerle una cinta nueva a la máquina de escribir!
  Joe, mirando más allá de Tartell, dio un rápido paso hacia delante, con los brazos alzados para sujetar a alguien o algo.
  Tartell le detuvo con un gesto, obligándole a quedarse donde estaba.
  —No le sujete, deje que se caiga —ordenó, lleno de amargura—. Quizá un buen golpazo contra el suelo meta algo de sentido en esa estúpida cabeza, llena de talento…
  Los escritores de publicaciones baratas tenían que producir millones de palabras bajo una intensa presión para llenar las docenas de revistas de misterio con espeluznantes portadas que florecieron desde finales de los años veinte hasta finales de los cuarenta. The Pulp Jungle (Sherbourne Press, 1967), de Frank Gruber, es el mejor reportaje sobre cómo vivía y trabajaba esa fantástica tribu, pero la mejor ficción sobre el tema es «Un centavo por palabra», que es no sólo una gráfica y hábil (además de divertida) evocación del medio ambiente de los escritores de novelas baratas sino una bella muestra de la última etapa de Woolrich, en que una novela corta, sin valor alguno, se convierte en símbolo de cualquier posible logro humano, y su destino representa la frustración de todo logro.


Fuente:
Título original: Nightwebs (part IV)
Cornell Woolrich, 1971
Traducción: María Ángeles Aledo
Diseño de portada: Daniel Gil
Editor digital: Yorik
ePub base r1.0

miércoles, 28 de octubre de 2015

Leo Malet. Novela: Calle de la Estación, 120.


ARGUMENTO
Ambientada en la Francia de la segunda guerra mundial, Calle de la Estación, 120 es la primera novela de Léo Malet que tiene al detective Nestor Burma como protagonista.
Bob Colomer, ayudante de Burma, es asesinado en la estación de Lyón justo cuando acababa de reencontrarse con su jefe, recién llegado a Francia del campo de prisioneros alemán en el que había estado internado. Antes de morir, Colomer logra susurrarle una dirección: “Calle de la Estación, 120”, la misma que Burma había escuchado en el hospital militar de un prisionero agonizante. A partir de ahí arranca una investigación en la que el detective tendrá que indagar en episodios de su pasado que ya creía enterrados y que le llevará de la Francia de Vichy al París ocupado por los nazis.
Fuente: Editorial, El Asteroide.

martes, 27 de octubre de 2015

Gaston Bachelard La intuición del instante.


«La intuición del instante» -cuya edición original data de 1932- es una cuidadosa e inspirada exploración del tiempo, de su duración y de su percepción, de los temas -variados y problemáticos- que el tiempo convoca. Bachelard examina polémicamente, con su característico y bello estilo, las ideas de Henri Bergson y de Roupnel, así como las revolucionarias teorías de Albert Einstein. Al igual que en el resto de su obra, Gaston Bachelard ofrece en 'La intuición del instante', con refrescante generosidad, una original visión del mundo.

 Gaston Bachelard
La intuición del instante

Título original: L'Intuition de l'instant
Gaston Bachelard, enero de 1987
Traducción: Jorge Ferreiro


  Introducción


Cuando un alma sensible y culta recuerda sus esfuerzos por trazar, según su propio destino intelectual, las grandes líneas de la Razón, cuando estudia, por medio de la memoria, la historia de su propia cultura, se da cuenta de que en la base de sus certidumbres íntimas queda aún el recuerdo de una ignorancia esencial. En el reino del conocimiento mismo hay así una falta original, la de tener un origen; la de perderse la gloria de ser intemporal; la de no despertar siendo uno mismo para permanecer como uno mismo, sino esperar del mundo oscuro la lección de la luz.
¿En qué agua lustral encontraremos, no sólo la renovación de la frescura racional, sino además el derecho al regreso eterno del acto de Razón? ¿Qué Siloé pondrá orden suficiente en nuestro espíritu para permitirnos comprender el orden supremo de las cosas, marcándonos con el signo de la Razón pura? ¿Qué gracia divina nos dará el poder de acoplar el principio del ser y el principio del pensamiento y, empezándonos en verdad a nosotros mismos en un pensamiento nuevo, el de retomar en nosotros, para nosotros y sobre nuestro propio espíritu, la tarea del Creador? Esa fuente de la juventud intelectual es la que, como buen hechicero, busca Roupnel en todos los campos del espíritu y del corazón. Tras él, poco hábiles por nuestra parte en el manejo de la vara de avellano, nosotros sin duda no encontraremos todas las aguas vivas ni sentiremos todas las corrientes subterráneas de un agua profunda. Pero al menos quisiéramos decir en qué puntos de Siloé recibimos los impulsos más eficaces y qué temas enteramente nuevos aporta Roupnel al filósofo que quiere meditar en los problemas del tiempo y del instante, de la costumbre y de la vida.
Antes que nada, en esa obra arde un hogar secreto. No sabemos lo que le da su calor ni su claridad. No podemos determinar el momento en que el misterio se aclaró lo suficiente para enunciarse como problema. Mas, ¡qué importa! Provenga del sufrimiento o de la dicha, todo hombre tiene en su vida esa hora de luz, la hora en que de pronto comprende su propio mensaje, la hora en que, aclarando la pasión, el conocimiento revela a la vez las reglas y la monotonía del Destino, el momento verdaderamente sintético en que, al dar conciencia de lo irracional, el fracaso decisivo a pesar de todo es el éxito del pensamiento. Allí se sitúa la diferencia del conocimiento, la fluxión newtoniana que nos permite apreciar cómo de la ignorancia surge el espíritu, la inflexión del genio humano sobre la curva descrita por el correr de la vida. El valor intelectual consiste en mantener activo y vivo ese instante del conocimiento naciente, de hacer de él la fuente sin cesar brotante de nuestra intuición y de trazar, con la historia subjetiva de nuestros errores y de nuestras faltas, el modelo objetivo de una vida mejor y más luminosa. El valor de coherencia de esa acción persistente de una intuición filosófica oculta se siente de principio a fin en la obra de Roupnel. Aunque el autor no nos muestre su origen, no podemos equivocarnos sobre la unidad y la hondura de su intuición. El lirismo que guía ese drama filosófico que es Siloé es signo de su intimidad, pues, como escribe Renán, «lo que decimos de nosotros mismos siempre es poesía».[1] Por ser enteramente espontáneo, ese lirismo ofrece una fuerza de persuasión que sin duda no podríamos transportar a nuestro estudio. Habría que volver a vivir el libro entero, seguirlo línea por línea para comprender toda la claridad que le agrega su carácter estético. Por lo demás, para leer convenientemente Siloé es preciso darse cuenta de que es obra de un poeta, de un psicólogo, de un historiador que aún niega ser filósofo en el momento mismo en que su meditación solitaria le entrega la más bella de las recompensas filosóficas: la de orientar el alma y el espíritu hacia una intuición original.
En los estudios siguientes, nuestra tarea principal consistirá en arrojar luz sobre esa intuición nueva y en mostrar su interés metafísico.
Antes de adentrarnos en nuestra exposición serán útiles algunas observaciones para justificar el método que hemos escogido.
Nuestra finalidad no es resumir el libro de Roupnel. Siloé es un libro donde abundan el pensamiento y los hechos. Más que resumirse, debería desarrollarse. Mientras que las novelas de Roupnel están animadas por una verdadera alegría del verbo, por una profusa vida de las palabras y de los ritmos, es sorprendente que Roupnel haya encontrado en Siloé la frase condensada, recogida por entero en el fuego de la intuición. Desde ese momento, nos pareció que, aquí, explicar era explicitar. Por tanto, retomamos las intuiciones de Siloé lo más cerca posible de su origen y nos esforzamos por seguir en nosotros mismos la animación que esas intuiciones podían dar a la meditación filosófica. Durante varios meses hicimos el marco y el armazón de nuestras construcciones. Por lo demás, una intuición no se demuestra, sino que se experimenta. Y se experimenta multiplicando o incluso modificando las condiciones de su uso. Samuel Butler dice con razón: «Si una verdad no es lo suficientemente sólida para soportar que se le desnaturalice o se le maltrate, no es de especie muy robusta».[2] Por las deformaciones que hemos hecho sufrir a las tesis de Roupnel tal vez se pueda medir su verdadera fuerza. Por tanto, con entera libertad nos hemos valido de las intuiciones de Siloé y, finalmente, más que una exposición objetiva, lo que ofrecemos aquí es nuestra experiencia del libro.
Sin embargo, si nuestros arabescos deforman demasiado el dibujo de Roupnel, siempre será posible restituir la unidad volviendo a la fuente misteriosa del libro. Como trataremos de demostrar, en ella se hallará siempre la misma intuición. Además, Roupnel nos dice[3] que el extraño título de su obra sólo tiene verdadera inteligencia por sí mismo. ¿No es eso invitar al lector a poner también en el umbral de su lectura, su propia Siloé, el misterioso refugio de su personalidad? Así se recibe de la obra una lección extrañamente conmovedora y personal que confirma su unidad en un nuevo plano. Digámoslo de una vez: Siloé es una lección de soledad. Es la razón por la cual su intimidad es tan profunda, es la razón por la que, más allá de la dispersión de los capítulos y pese también al juego demasiado holgado de nuestros comentarios, está segura de conservar la unidad de su fuerza íntima.
Tomemos pues al punto las intuiciones rectoras sin sujetarnos a seguir el orden del libro. Son esas intuiciones las que nos darán las claves más cómodas para abrir las perspectivas múltiples en que se desarrolla la obra.

lunes, 26 de octubre de 2015

Edgar Wallace. Novela: Los 4 hombres justos.


Edgar Wallace nació en 1875 en Greenwich. (Gran Bretaña) y murió en Hollywood en 1932. Era hijo ilegítimo de una actriz y fue adoptado por un vendedor ambulante de pescado, George Freeman Dejó la escuela a los doce años y desempeñó diversos oficios, entre ellos vendedor de periódicos, mozo de cuadra y aprendiz de imprenta. Ingresó en el ejército a los dieciocho años: sirvió en la guerra de Sudáfrica y actuó como reportero.
Su producción literaria fue prodigiosa en número: escribió más de doscientas novelas y miles de artículos periodísticos. Entre las primeras se cuentan «El círculo carmesí», «El arquero verde», «El campanero», «La mansión secreta», etc.



RESEÑA

Cuatro hombres, que se dan a sí mismos el calificativo de «justos», acuerdan acabar con la vida del ministro de Asuntos Exteriores británico decidido a aprobar una ley que ellos consideran inaceptable.
Toda la policía londinense está al acecho, las normas de vigilancia son máximas. Rodeado por un cinturón de seguridad, el ministro se encierra en una habitación inaccesible, pero aun así el crimen se lleva a cabo...
Al publicar la primera edición de esta novela, Edgar Wallace no publico la solución y ofreció una generosa recompensa a quien supiera encontrarla. El reto sigue en pie: ¿como se cometió el crimen, sin dejar huella alguna en una habitación totalmente aislada?


REPARTO

LEON GONZALEZ, POICCART, GEORGE MANFRED, TE-RRI (ALIAS SAIMONT): Los Cuatro Hombres Justos.
MANUEL GARCIA: Líder carlista.
SIR PHILIP RAMON: Ministro de Asuntos Exteriores británico.
FALMOUTH: Superintendente de policía.
WELBY: Corresponsal del Megaphone.
HAMILTON: Secretario privado de Sir Philip Ramón.
BILLY MARKS: Ratero londinense.
QUINN WILLIAMS: Joven pueblerino, afincado en Nueva York.
RUTH (BRICKY) COLEMAN: Empleada de un salón de baile.
STEPHEN GRAVES-. Miembro de la alta sociedad.
HELEN KIRSCH: Joven neoyorquina.
ARTHUR HOLMES: Agente de bolsa.
JOAN BRISTOL: Empleada de un club nocturno.
GRIFF: Amigo de la anterior.



 INTRODUCCION

«En cierta ocasión», refiere Edgar Wallace, «entrevisté a Mark Twain, y, tras un rato de charla, me dijo: Me gustaría que redactase su artículo en tercera persona; pues, si hace cita ver-bal de mis palabras, me hará hablar como nunca he hablado en mi vida (...), y desde que he pasado a la categoría de entrevistado, entiendo lo que quería de-cir. Siento escalofríos al leer algunas de las declaraciones atribuidas a mí, salvajes en su extravagancia y baladre-ras en su inmodestia.
»No es culpa del periodista: tiene que redactar de prisa y producir una im-presión, e imagino que la impresión que yo he creado es la de que estoy más orgulloso de la cantidad que de la cali-dad de mis obras, lo que no es cierto. Trabajo con rapidez porque no sé tra-bajar de ningún otro modo. No soy capaz de sentarme día tras día a una hora programada y escribir con pulcra caligrafía un número determinado de páginas, interrumpiendo mi labor del modo que la comencé, al toque de un reloj. O trabajo veloz e ininterrumpida-mente, o no trabajo en absoluto. Soy, también, un deliberado holgazán. Me digo: Esta semana no trabajaré lo más mínimo, y, por curioso que parezca, la semana que escojo no es precisamen-te una llena de atractivas citas.»
Wallace parece hablar por boca de su personaje Peter Dewin cuando le ha-ce afirmar, no sin cierta turbación: «Al-go extraño sucede en mí, Daphne: cuan-do mi mente comienza una labor, no hay modo de detenerla» .
Edgar podía concentrarse en su tarea literaria al tiempo de atender las de-mandas afectivas de sus hijos, .para quienes siempre estuvo abierta la puer-ta de su estudio; podía redactar un artículo en una libreta apoyada sobre sus rodillas a la vez de supervisar el ensayo de una de sus producciones tea-trales. Ni la eficiencia de sus secreta-rios, entre los que se encontraba un campeón europeo de mecanografía, bas-taba a veces para pasar al papel con la debida prontitud sus grabaciones en el dictáfono. Compuso su libro El hombre diablo, de ochenta mil palabras, casi de un tirón, durante un fin de semana, haciéndose servir una taza de té cada media hora para combatir el sueño.
Este ritmo de trabajo, normal en él, dio lugar a envidias. Remendones de la cultura, del calibre de quienes provo-can un bostezo por palabra cada vez que intentan analizar en qué consiste el arte de la palabra, hicieron el razo-namiento de turno: «Si yo, que he be-bido en los clásicos, he necesitado do-mingos en negro y noches en blanco para redactar un borrador sobre las capas sociales en la obra de Jane Austen, ¿cómo es posible que ese condenado Edgar Wallace, que en lugar de ateneos frecuenta hipódromos, sea tan prolífico? Sólo cabe una explicación: lo que escribe carece de interés lite-rario.» Y como carecía de interés litera-rio, no lo leyeron. Y lo curioso es có-mo, si no lo leyeron, pudieron saber que carecía de interés literario.
Cuando preguntaron a Igor Stravins-ky si era difícil conseguir estar inspi-rado, respondió: «Difícil, no. O es muy fácil o es imposible.» Cuando germi-naba una idea en la mente de Edgar Wallace, todo su chorro de conciencia se sometía al servicio de esa idea, se-leccionando de entre su rica experien-cia vital aquellos elementos convenien-tes a la composición de su nueva obra literaria, a medida que ésta iba adqui-riendo forma. No preparaba sinopsis de lo que iba a escribir. «Un relato de-be narrarse él mismo, y con harta fre-cuencia la situación culminante o el per-sonaje central cobra forma a partir de algún giro accidental de la trama», afir-ma Wallace en un artículo. Se advierte en estas palabras cierta reacción contra la tendencia excesiva de los autores de-tectivescos a construir sus tramas em-pezando por el final y sacrificando el frescor del relato a un mero esquema. No obstante, conviene dejar claro que, en lo tocante a la explicación central del misterio criminal, Edgar Wallace la tenía preparada de sobra desde el principio. Basta con leer Los Cuatro Hombres Justos o El círculo carme-sí  para comprobarlo. Más Wallace, antes que novelista encasillable en un género determinado, es un narrador. El interés de libros como los citados está más en el escalonamiento de los trances que en el misterio a secas. Y no olvidemos que también triunfó con obras muy distintas a las policíacas, como su centenar largo de narraciones de ambiente africano o el guión origi-nal de la célebre película King Kong.
Si tuviéramos que poner una etique-ta a la producción de Wallace, corrien-do los riesgos que toda etiqueta con-lleva, podríamos utilizar la de «literatura mítica». Tam de los Scouts, Sanders, Bosambo, el capitán Tatham, King Kong, Mr. Reeder, King Kerry (El hom-bre que compró Londres), «Huesos», Evans y un largo etcétera se encuen-tran entre los mitos no criminales de Wallace; El Círculo Carmesí, Los Cua-tro Hombres Justos, El Arquero Verde y otros pertenecen a la galería de sus delincuentes míticos. Algunos de estos mitos encarnan temores colectivos (King Kong o El Círculo Carmesí); otros, añoranzas.
«Cada uno de nosotros tiene una vi-da secreta, conocida únicamente por unos pocos íntimos», afirma Walla-ce . «La vida secreta de un individuo exteriormente dichoso puede ser mu-cho más venturosa o infortunada de lo que parece al observador superficial, pero posee una identidad propia e in-dependiente de aquella con la que es-tamos familiarizados.
»Mas existe también una tercera vi-da, oculta a los ojos del marido o de la esposa, del padre y de la madre..., la vida de sueños que todos vivimos. Es a este ego al que recurre el autor de obras de ficción.
»No hay ninguno de nosotros que no sea autor de ficción y que no haya ur-dido alguna trama en la que figure co-mo héroe. Esta capacidad para soñar es nuestra salvación en un mundo de realidades feas. Normalmente somos perfectamente capaces de salir de nos-otros mismos: soñamos soluciones pa-ra nuestros apuros monetarios, felices desenlaces a situaciones desdichadas, recompensas para labores penosas, va-caciones a cambio del trabajo. Pero en ocasiones los hechos desnudos son tan amenazadores que somos incapaces de realizar el esfuerzo preciso para accio-nar el engranaje onírico. Estamos hip-notizados por el presagio del fracaso, por el pánico del desastre. Es entonces cuando el autor de ficción se convierte en el doctor por excelencia. Es él quien pone en marcha el tren de pensamien-tos que se dirige al destino deseable...»
En King Kong hace soñar a las ma-sas que la Belleza (encarnada en la jo-ven Ann) acaba por destruir el peligro de una hecatombe presentida durante las crisis sociales de la época (peligro encarnado en el monstruo).
Críticos más familiarizados con na-rrativa psicológica o realista que con la de tipo imaginativo, tienden a enjui-ciar con ligereza las narraciones detec-tivescas de Edgar Wallace, tachando a sus personajes de bidimensionales. El error de estos críticos procede de apli-car unos criterios que, siendo válidos en otros géneros, son inadecuados para apreciar la dimensión artística de un libro del tipo de Los Cuatro Hombres Justos. Tanto se puede pecar de ima-ginativo en una novela realista, como de realista en una novela imaginativa. Cada género tiene sus leyes. Sería una sandez, por ejemplo, comparar el Cri-men y castigo de Dostoiewsky con una novela policíaca de Edgar Wallace, por la sencilla razón de que se proponen metas completamente diferentes.
«Personalmente pienso», dice Edgar Wallace , «que en la construcción de una trama de misterio no ha habido ninguna mejora sobre el método de Wilkie Collins, exceptuando el hecho de que el auge de la prensa y la pre-valencia del inglés periodístico, que a mi juicio es un inglés muy bueno, ha desplazado al recargado estilo literario que el lector Victoriano demandaba.
»Las historias de misterio, tal y co-mo yo entiendo su modo de escribirlas, difieren de la novela ordinaria como un número de music-hall difiere del habi-tual drama teatral. En el drama uno dispone de todo un acto para crear una atmósfera, presentar los personajes y plantear el argumento. Un intérprete de music-hall dispone de contados se-gundos para impresionar a la audien-cia con su personalidad y producir una atmósfera.»
Wallace es conciso. Adquirió entre-namiento en este arte durante su labor periodística. Un par de frases pueden bastarle para dar una pincelada pin-toresca a un personaje:

«...¿Si conozco a los Cuatro?—sus hombros subieron hasta sus orejas—. ¿Quién no? Hubo un caso en Málaga, ¿sabe? (...) Terrí no es un gran criminal...» .

Los signos (...), unidos a la prece-dente expresión «sus hombros subie-ron hasta sus orejas», nos producen la impresión de que el hablante es muy ex-presivo y locuaz, pero no necesitamos soportar esa locuacidad.
A veces, esta concisión es intraduci-ble. Recuerdo, por ejemplo, la dificul-tad que me planteó la palabra sniffing durante la traducción de El Círculo Carmesí. Había un personaje «con un perpetuo sniffing». El término es el ge-rundio de un verbo que significa, entre otras acepciones, «olfatear, aspirar por la nariz, husmear al modo de un perro». Esta característica cuadraba con la psi-que del individuo, un abogado rastrero (como un perro) que, en la práctica de su profesión, estaba continuamente al acecho (husmeaba) de informes obte-nidos ilícitamente.
Wallace utiliza materiales de la rea-lidad pintorescos o improbables, com-binándolos imaginativamente. Su Tony Perelli está inspirado en Al Capone; su célebre Mr. Reeder es una caricaturización de un investigador real, al de-cir de Percy Hoskins ; su Sanders es sir Henry H. Johnston, etc.
«Por lo que respecta a la improbabi-lidad de mis historias criminales, la verdadera dificultad al escribir estriba en encontrar algo auténticamente im-probable», afirma Wallace en uno de los artículos citados. «Todos los días hay casos en los tribunales que, de ser escritos en forma de ficción, serían ta-chados de imposibles.»
Mucho de su material lo extrajo de Old Bailey, el tribunal de lo criminal en Londres, así como de su frecuente trato con miembros del hampa. Su Hombre Diablo existió realmente: fue el célebre criminal Charles Peace. Es-cribió numerosas historias de crímenes reales. Su concepto del criminal es pe-simista, influido por una antropología de signo lombrosiano: cree poco en la reforma.
«A la vez que crea, Wallace se re-crea», dijo alguien. Al escribir, disfru-taba por lo menos tanto como su pú-blico al leerlo. Y de esta delectación surge un humor fresco, nunca corro-sivo: el humor de quien siempre reac-cionó con una sonrisa ante los más amargos avatares de la vida. Este hu-mor ha quedado oscurecido por su fa-ceta de autor detectivesco, mas ha sido apreciado por algunos lectores. Es se-guramente una de las cualidades que en él apreciaba el también humorista P. G. Wodehouse, quien en una carta dirigida a un tal Townend escribió: «¿Puede conseguir algo para leer estos días? Estuve ayer en la biblioteca del Times y salí con las manos vacías. No había nada que me apeteciese. Para rellenar el tiempo hasta que Edgar Wal-lace escriba otro libro...» James Joyce escribía a Stanislaus: «¿Lees alguna vez el Daily Mail? Un tipo llamado Ed-gar Wallace escribe en él a veces una columna burlesca: es muy diverti-da» .
Wallace puede ser saboreado por un público muy variado en edades y en cultura. Cuando el señor Pound, direc-tor del Strand Magazine, fue abordado en la calle por una niña que quería su autógrafo, se sintió agradablemente sorprendido. Mas sufrió una desilusión cuando la niña le explicó: «Es porque usted conoce a Edgar Wallace.» Entre los fans de Edgar figuran personajes tan dispares como el compositor Delius y Crippen, el célebre médico asesino. Anwar-el-Sadat, el asesinado presidente de Egipto, aprendió alemán traducien-do un libro de Wallace publicado en este idioma, y Rudolph Hess, el lugar-teniente de Hitler, estuvo concentrado en una novela de este autor cuando de-bería haber estado estudiando los do-cumentos de su caso. Konrad Adenauer, el presidente Roosevelt y Jorge V de Inglaterra se encontraban entre sus lec-tores más entusiastas.
Una curiosa cualidad de Edgar Wal-lace es la sensación de presencia actual que produce en quien lo lee. Con mo-tivo de la publicación en Selecciones del Reader’s Digest de su artículo «In-olvidable Edgar Wallace» , Nigel Morland recibió numerosas cartas con fragmentos como éstos:
«¿Sabe? Cuando finalizo un libro de Edgar Wallace siempre siento una es-pecie de sensación de que él se halla en algún lugar próximo, y cuando suelto una carcajada por algún pasaje diverti-do escrito por él, tengo la certeza de que Edgar ríe también...»
«Sé que suena terriblemente tonto, pero cuando releo alguno de mis muy queridos libros de Edgar Wallace y lo cierro con un sentimiento de placer, estoy seguro de ver a Edgar con el ra-billo del ojo, sonriéndome.»
«No puedes negar que está alrede-dor. Siempre que hablas de Edgar Wal-lace recibes la impresión de que está contigo.»

* * *

En la presente edición se ofrece por vez primera a los lectores de habla es-pañola el primer libro que escribió Edgar Wallace: Los Cuatro Hombres Justos (The Four Just Man). Lo publicó el propio Wallace en su modesta edito-rial Tallis Press, en 1905. En la primera edición no incluyó el capítulo de la solución, habiendo ofrecido pública-mente quinientas libras en premios a las personas que ofreciesen una expli-cación correcta al problema detectives-co planteado.
Los Cuatro Justos son un mito: son hombres capaces de juzgar a sus semejantes. La dicotomía de conceptos irre-conciliables humano - justo adquiere identidad literaria en un grupo de tres hombres de diferentes nacionalidades (el cuarto había muerto anteriormente a la acción del libro), los cuales, im-buidos de la idea de la justicia social, ponen sus vidas y sus fortunas al servi-cio de la misma. Creen en una justicia de orden natural, marcada en la con-ciencia del hombre universal, la cual no se cumple debido a la corrupción de las autoridades. No explica Wallace en qué se basaban los Cuatro para arro-garse el derecho divino de quitar la vi-da. Simplemente nos dice que ellos es-taban convencidos de ser instrumentos de la Providencia. Y para corroborarlo, deja que sea la Providencia la que tenga la última palabra, sirviéndose de una rosa... Pero no adelantemos los acon-tecimientos.



Filmografía

Hay dos películas de cine y una serie televisiva basadas en los Cuatro Hom-bres Justos.
La primera película (The Four Just Men) data de 1921, siendo su director George Ridgewell, y los actores Cecil Humphreys, Teddy Arundell, C. H. Croker-King, Charles Tilson-Chowne, Owen Roughwood, George Bellamy y Robert Vallis. Fue producida por Stoll.
La segunda película, de igual título, es de 1939. La dirigió Walter Forde, siendo los guionistas Roland Pertwee, Angus McPhail y Sergei Nolbandov. En-tre los actores estaban Hugh Sinclair, Griffith Jones, Francis L. Sullivan (los Hombres Justos, cuyos nombres están cambiados), Frank Lawton (Terri), Alan Napier (el ministro de Asuntos Exterio-res), At hole Stewart (comisario adjun-to de Scotland Yard), George Merrit (Falmouth) y Garry Marsh (Billy). En los Estados Unidos se tituló The Se-cret Four (Los Cuatro Secretos).
La serie de televisión estuvo prota-gonizada por Vittorio de Sica, Dan Dai-ley, Jack Hawkins y Richard Conte. Es poco fiel a los textos.


Teatro

George Warren escribió una versión teatral de la novela. Fue estrenada en el teatro Colchester Royal en agosto de 1906, siendo el productor H. A. Saintsbury, quien además interpretó el papel de Manfred. El director fue J. Bannistair Howard.

JUAN SANTISTEBAN

domingo, 25 de octubre de 2015

La poética de la ensoñación. Gastón Bachelard.


INTRODUCCIÓN
Méthode, Méthode, que me veux‐tu?
Tu sais bien que jʹai mangé du fruit de lʹincons‐cient.*
Jules Laforgue, ʺMoralités légendairesʺ,
Mercure de Trance, p. 24
1
En un libro reciente, que completa libros anteriores
consagrados a la imaginación poética, intentamos señalar
el interés que ofrece el método fenomenológico para tales
investigaciones. Según los principios de la
fenomenología, se intentaba sacar a plena luz la toma de
conciencia de un individuo maravillado por las imágenes
poéticas. Esta toma de conciencia, que la fenomenología
moderna quiere sumar a todos los fenómenos de la
psiquis, parece otorgar un precio subjetivo duradero a
imágenes que a menudo sólo tienen una objetividad
dudosa, una objetividad fugitiva. Al obligarnos a cumplir
un regreso sistemático sobre nosotros mismos y un esfuerzo
de claridad en la toma de conciencia, a propósito
de una imagen dada por un poeta, el método
fenomenológico nos lleva a intentar la comunicación con
la conciencia creante ** del poeta. La imagen
* ʺMétodo, Método, ¿qué pretendes de mí? Sabes bien que he comido
del fruto del inconsciente.ʺ [T.]
** En francés créante. [T.]
INTRODUCCIÓN
10
poética nueva —¡una simple imagen!— llega a ser de esta
manera, sencillamente, un origen absoluto, un origen de
conciencia.( En las horas de los grandes hallazgos, una
imagen poética puede ser el germen de un mundo, el
germen de un universo imaginado ante las ensoñaciones
de un poeta. La conciencia de maravillarse ante ese
mundo creado por el poeta se abre en toda su
ingenuidad. Sin duda la conciencia está destinada a
mayores empresas. Se organiza con tanta más fuerza en
la medida en que se entrega a obras cada vez más
coordinadas. En especial, ʺla conciencia de racionalidadʺ
tiene una virtud de permanencia que plantea un problema
difícil al fenomenólogo: debe decir de qué modo la
conciencia se enlaza en una cadena de verdades. Por el
contrario, al abrirse sobre una imagen aislada, la
conciencia imaginante tiene —por lo menos a primera
vista— menos responsabilidades. La conciencia
imaginante considerada en relación con imágenes
separadas podría entonces proporcionar temas para una
pedagogía elemental de las doctrinas fenomenológicas.
Pero henos aquí frente a una doble paradoja. ¿Por qué —
preguntará el lector no advertido— sobrecarga usted un
libro sobre la ensoñación con el pesado aparato filosófico
que implica el método fenomenológico?
¿Por qué —dirá por su parte el fenomenólogo de oficio—
elegir una materia tan elusiva como las imágenes para
exponer principios fenomenológicos?
¿Sería acaso más simple, si siguiéramos los bueINTRODUCCIÓN
11
nos métodos del psicólogo que describe lo que observa,
que mide niveles, que clasifica tipos, que ve nacer la
imaginación en los niños, sin examinar jamás, a decir
verdad, cómo muere en el común de los hombres?
¿Pero puede un filósofo convertirse en psicólogo? ¿Puede
doblegar su orgullo hasta conformarse con la
comprobación de hechos, una vez que ha ingresado, con
todas las pasiones requeridas, en el reino de los valores?
Un filósofo queda, como se dice hoy, ʺen situación
filosóficaʺ; a veces tiene la pretensión de empezarlo todo,
pero, ¡ay! continúa. .. ¡Ha leído tantos libros de filosofía!
Con el pretexto de estudiarlos, de enseñarlos, ¡ha
deformado tantos ʺsistemasʺ! Cuando llega la noche,
cuando ya no enseña, cree tener el derecho de
encerrarse en el sistema de su elección.
Así he elegido yo la fenomenología con la esperanza de
volver a examinar con una mirada nueva las imágenes
fielmente amadas, tan sólidamente fijadas en mi memoria
que ya no sé si las recuerdo o las imagino cuando las
vuelvo a encontrar en mis sueños.

Fuente:
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO.
Título original:
La poétique de la revene
D. R. © 1960, Presses Universitaires de France, Paris.

sábado, 24 de octubre de 2015

Lautréamont por GASTON BACHELARD.


Profundo ensayo encaminado a ubicar la figura de Isidore Ducasse -Lautréamont, para efectos literarios- y revaluar los méritos estéticos y formales de sus célebres `Cantos de Maldoror`, que han conmovido e incluso determinado a generaciones de poetas a lo largo de un siglo, con sus proposiciones iconoclastas que rayan en la locura, aunque nunca deba olvidarse su virtud tonificante.
Fuente:
FCE.


viernes, 23 de octubre de 2015

Dashiell Hammett El halcón maltés.


Una estatuilla con figura de halcón que los caballeros de la Orden de Malta regalaron al emperador Carlos V en 1530 ha sido objeto, durante más de cuatro siglos, de robos y extravíos. Cuando, tras mil peripecias, llega a la ciudad de San Francisco, un grupo de delincuentes trata de apoderarse de ella, lo que da lugar a conflictos, asesinatos y pasiones exacerbadas. A ello contribuye el detective Sam Spade mediante el empleo de la violencia más cruda y la creación de situaciones arriesgadas e imprevisibles, aunque siempre esclarecedoras.

(Fragmento).
   Para José
 1
spade & archer

Samuel Spade tenía una mandíbula larga y huesuda, con la barbilla en forma de V, debajo de otra V, la de la boca, esta más flexible. Las aletas de la nariz retrocedían ligeramente formando, a su vez, otra V más pequeña. Los ojos, de un gris pálido, eran horizontales. El motivo V lo retomaban unas cejas tirando a pobladas que nacían de dos surcos idénticos sobre la nariz ganchuda, y el cabello castaño muy claro partía de unas sienes altas y achatadas para terminar en punta sobre la frente. Tenía un simpático aspecto de Satanás rubio.
—¿Sí, encanto? —le dijo a Effie Perine.
Era una chica espigada, tostada por el sol. El vestido de tela fina se pegaba a su cuerpo produciendo un efecto de humedad. Tenía unos ojos castaños y juguetones y una cara tersa y un poco masculina. Cerró la puerta, se recostó en ella, y dijo:
—Hay una chica que quiere verte. Se llama Wonderly.
—¿Cliente?
—Tal vez. De todos modos, te conviene recibirla: está como un tren.
—Pues hazla pasar, mi vida —replicó Spade—, hazla pasar.
Effie Perine abrió la puerta que comunicaba la antesala con la recepción, se hizo a un lado y, con una mano en el tirador, dijo:
—¿Quiere usted pasar, señorita Wonderly?
Se oyó un «Gracias» en voz muy baja —solo la perfecta articulación hizo inteligible la palabra—, y una mujer joven franqueó la entrada. Con paso vacilante, avanzó despacio mientras miraba a Spade con unos ojos azul cobalto, tímidos y sagaces al mismo tiempo. Era alta, con un cuerpo esbelto y flexible, ni un solo ángulo. Su cuerpo se mostraba erguido, con los senos altos, las piernas largas, y manos y pies pequeños. Lucía dos tonos de azul a juego con el color de sus ojos. El cabello que asomaba ensortijado bajo el sombrero azul era de un rojo oscuro, mientras que sus carnosos labios eran de un rojo más subido. Unos dientes blancos brillaron en la media luna de su tímida sonrisa.
Spade se levantó haciendo una especie de reverencia cortés, al tiempo que le indicaba con una mano de gruesos dedos la butaca de roble que había junto al escritorio. Medía poco más de un metro ochenta. El fuerte declive redondeado de los hombros daba a su cuerpo un aire casi cómico —menos ancho que grueso— e impedía que la americana gris recién planchada le sentara bien.
La señorita Wonderly dijo «Gracias» en el mismo murmullo de antes y se sentó en el borde del asiento de madera.
Spade se dejó caer en su silla giratoria, hizo un cuarto de giro para quedar de cara a ella y sonrió educadamente. Sonrió sin separar los labios. Todas las uves de su cara se alargaron. A través de la puerta llegaban los sonidos de la máquina en la que Effie Perine estaba escribiendo: el tac-taca-tac, el campanilleo, el rumor del carro al girar. En alguna oficina cercana vibraba una máquina eléctrica con un ruido sordo. Sobre la mesa de Spade, un cigarrillo se consumía lentamente en un cenicero de latón repleto de colillas retorcidas. Copos grises de ceniza salpicaban la superficie amarillenta del escritorio, así como el secante verde y los papeles esparcidos. Por una ventana con cortinas beige, abierta unos veinte o veinticinco centímetros, entraba del patio un aire que olía ligeramente a amoniaco. La ceniza suelta bailoteaba en la corriente.
La señorita Wonderly observó el bailoteo de los copos de ceniza. Sus ojos se movían inquietos. Estaba sentada en el borde mismo de la butaca y sus pies se apoyaban planos en el suelo, como si estuviera a punto de levantarse. Sus manos, enguantadas de oscuro, sujetaban férreamente un oscuro bolso plano sobre su regazo. Spade se retrepó en su butaca al tiempo que preguntaba:
—Bien, señorita Wonderly, ¿en qué puedo ayudarla?
Ella se sobresaltó un poco, lo miró. Después tragó saliva y dijo, atropelladamente:
—¿Usted podría…? He pensado… bueno, es que… —Acto seguido, se torturó el labio inferior y no dijo más. Sus ojos, sin embargo, suplicaron por ella.
Spade sonrió, asintiendo con la cabeza como si la hubiera entendido, pero transmitiendo la impresión de que no ocurría nada grave.
—¿Qué le parece si me lo cuenta usted desde el principio —dijo—, y así sabremos qué medidas hay que tomar? Remóntese lo más atrás que pueda.
—Fue en Nueva York.
—Continúe.
—No sé dónde se conocieron. Quiero decir en qué lugar concreto de Nueva York. Ella es cinco años más joven que yo (solo tiene diecisiete) y no compartíamos amistades. Creo que nunca hemos tenido la intimidad que cabría esperar de dos hermanas. Mis padres están en Europa. Se morirían de pena. He de hacer que vuelva antes de que ellos regresen.
—Continúe —dijo él.
—Vuelven el primero de mes.
Los ojos de Spade se iluminaron.
—Entonces tenemos dos semanas —dijo.
—No supe lo que había hecho mi hermana hasta que llegó la carta. Me puse frenética. —Los labios le temblaban; el bolso apoyado en su regazo estaba siendo sometido a un severo aplastamiento—. Tuve demasiado miedo de que hubiera hecho algo así como para acudir a la policía, pero el miedo a que le hubiera sucedido algo a ella me empujaba a hacerlo. No tenía a nadie a quien pedir consejo. No sabía qué hacer. ¿Qué podía hacer yo?
—Nada, naturalmente —dijo Spade—, ¿y entonces llegó la carta?
—Así es, y yo le envié un telegrama pidiéndole que volviera a casa. Lo mandé a una lista de correos, mi hermana no me dio otras señas. Esperé una semana entera y nada, ni una palabra de ella. A todo esto, el regreso de mis padres se iba acercando, de modo que decidí venir a San Francisco a buscarla. Le escribí diciendo que venía. No debería haberlo hecho, ¿verdad?
—Tal vez no. Acertar no siempre es fácil. Y ¿no ha dado con ella?
—No. Le escribí que me hospedaría en el St. Mark, suplicándole que fuera a verme y que me dejara hablar con ella aunque no tuviese ninguna intención de volver a casa conmigo. Pero no se ha presentado. He esperado tres días y nada, ni siquiera me ha enviado un mensaje.
Spade asintió con su cabeza de Satanás rubio, frunció un comprensivo entrecejo y apretó los labios.
—Ha sido horrible —continuó la señorita Wonderly, intentando sonreír—. No podía quedarme sentada, esperando, sin saber qué le había pasado, o qué le podía estar pasando. —Cejó en su intento de sonreír. Se estremeció visiblemente—. La única dirección que tenía de ella era la lista de correos. Le escribí otra carta, y ayer por la tarde fui a la oficina de Correos. Estuve allí hasta que se hizo de noche, pero no la vi. Esta mañana he vuelto a ir, y Corinne sigue sin aparecer, pero a quien sí he visto ha sido a Floyd Thursby.
Spade asintió de nuevo con la cabeza. El ceño desapareció, dejando en su lugar un semblante de extremada atención.
—No ha querido decirme dónde estaba Corinne —continuó ella—. No ha querido decirme nada, excepto que estaba contenta y bien. Pero ¿cómo me lo voy a creer? Es lo que él me diría de todos modos, ¿no?
—Sin duda —convino Spade—. Pero también podría ser verdad.
—Espero que lo sea. Ojalá lo sea —exclamó la joven—. Pero no puedo volver a casa sin haberla visto, sin haber hablado con ella al menos por teléfono. Él se ha negado a llevarme, dice que Corinne no quiere verme. Eso no me lo puedo creer. Me ha prometido que le diría que me había visto, y que la traería consigo (si ella aceptaba) esta noche al hotel. Pero luego dijo que seguro que no iba a querer. Floyd me ha prometido que de todos modos él vendría. Y…
Se interrumpió llevándose una mano a la boca en el momento en que se abría la puerta.
El hombre que la había abierto dio un paso hacia el interior, dijo «¡Oh, perdón!», se quitó apresuradamente el sombrero marrón que llevaba y dio marcha atrás.
—No pasa nada, Miles —le dijo Spade—. Entra. Señorita Wonderly, le presento al señor Archer, mi socio.
Miles Archer volvió a entrar en el despacho. Cerró la puerta, sonrió a la joven e hizo un gesto vagamente cortés con el sombrero que sostenía en la mano. Era de estatura mediana y complexión atlética, los hombros anchos, el cuello grueso, el rostro jovial y de buen color y unas cuantas canas en el pelo muy corto. Aparentaba pasar de los cuarenta y tantos años como Spade aparentaba pasar de los treinta.
—La hermana de la señorita Wonderly se escapó de Nueva York con un tal Floyd Thursby —explicó Spade—. Ahora están aquí. La señorita ha hablado con Thursby y ha quedado con él esta noche. Puede que Thursby lleve a su hermana consigo, aunque lo más probable es que no. La señorita Wonderly quiere que encontremos a su hermana, la apartemos de ese individuo y la hagamos volver a casa. —Miró a la señorita Wonderly—. ¿No es así?
—Sí —dijo ella, en un susurro. La vergüenza, que había ido desapareciendo gracias a las obsequiosas sonrisas de Spade, a sus asentimientos de cabeza y su tono tranquilizador, comenzaba a devolverle el color a su cara. Miró el bolso que tenía en el regazo y empezó a toquetearlo nerviosa.
Spade le hizo un guiño a su socio. Miles Archer se aproximó y se detuvo junto a una esquina de la mesa. Mientras la chica miraba el bolso, él la miró a ella. Sus ojillos castaños la recorrieron en osada y positiva valoración desde la cara hasta los pies y vuelta a subir. Después miró a Spade y simuló lanzar un silbido de admiración.
Spade hizo un rápido gesto de advertencia levantando apenas dos dedos del brazo de la butaca y dijo:
—No creo que vaya a ser difícil. Es solo cuestión de apostar un hombre en el hotel y hacer que le siga cuando se marche, de ese modo nos llevará hasta su hermana. Si resulta que ella se presenta con él y usted la convence para que vuelva a casa, tanto mejor. Si no (si su hermana no quiere abandonarlo una vez hayamos dado con ella), bueno, ya encontraremos la manera de solucionarlo.
—Claro —dijo Archer. Su voz era ronca, ordinaria.
La señorita Wonderly miró a Spade, fugazmente, juntando el entrecejo.
—¡Pero deben tener cuidado! —exclamó. La voz le tembló un poco, sus labios parecían aquejados de un tic nervioso—. Ese hombre me da mucho miedo, no sé de lo que sería capaz. Ella es muy joven, y que la haya traído aquí desde Nueva York me parece muy… ¿No será…? ¿No puede hacerle algún daño a mi hermana?
Spade sonrió al tiempo que palmeaba los brazos de la butaca.
—Eso corre de nuestra cuenta —dijo—. Sabremos cómo tratar a ese individuo.
—Pero —insistió ella—, ¿creen que podría…?
—Todo es posible, desde luego. —Spade asintió con gesto sensato—. Pero puede confiar en que nos encargaremos de eso.
—No, si no es que desconfíe —dijo ella, sincera—, pero quiero que sepan que ese hombre es peligroso. Estoy casi convencida de que no se detendría ante nada. No creo que dudara en… en matar a Corinne si pensara que así puede salvarse él. ¿Creen que podría hacerlo?
—Dígame, no le habrá usted amenazado, ¿verdad?
—Le dije que lo único que quería era llevarla a ella casa antes de que volvieran mis padres, para que no se enteraran de lo que había hecho. Le prometí no contarles nada a ellos si él me ayudaba, pero que si no, papá se encargaría de que le dieran su merecido. Diría que no me creyó del todo.
—¿Y no perseguirá casarse con su hermana? —preguntó Archer.
La chica se ruborizó. Su respuesta denotó confusión.
—Tiene mujer y tres hijos en Inglaterra. Corinne me lo dijo por carta, para explicarme por qué se había fugado con él.
—Suele pasar —dijo Spade—, lo de Inglaterra es solo un añadido. —Se inclinó al frente para coger lápiz y una libreta—. ¿Qué aspecto tiene él?
—Oh, pues rondará los treinta y cinco años, es alto como usted, de piel morena, o quizá toma mucho el sol. Tiene el pelo oscuro y unas cejas espesas. Habla siempre medio gritando, a lo fanfarrón, y es de carácter nervioso e irritable. Da la impresión de ser una persona… violenta.
Spade, que estaba escribiendo, preguntó sin alzar la vista:
—¿Color de ojos?
—Azul gris, acuosos, pero su mirada no es de persona débil. Ah, sí, y tiene una hendidura muy marcada en el mentón.
—¿Complexión delgada, normal, recia?
—Se le ve en forma. Tiene las espaldas anchas y camina muy erguido, se podría decir que con un porte muy militar. Esta mañana llevaba puesto un traje gris claro y un sombrero también gris.
—¿A qué se dedica? —preguntó Spade dejando el lápiz sobre la mesa.
—Lo ignoro. No tengo la más remota idea.
—¿A qué hora han quedado?
—A partir de las ocho.
—Muy bien, señorita Wonderly, tendremos un hombre apostado allí. Iría bien que…
—Señor Spade, ¿no podría ir usted, o el señor Archer? —Hizo un gesto de súplica con ambas manos—. ¿No podrían ocuparse personalmente del asunto uno de los dos? No estoy diciendo que el hombre que enviarían no esté capacitado, pero es que tengo mucho miedo de lo que pueda pasarle a Corinne. Me da miedo ese hombre. ¿No podrían ir ustedes? Bueno, ya me imagino que en ese caso tendría que pagar más… —Abrió el bolso con dedos nerviosos y puso dos billetes de cien dólares encima de la mesa de Spade—. ¿Bastará con esto?
—Sí —dijo Archer—. Iré yo mismo.
La señorita Wonderly se puso de pie, tendiéndole impulsivamente una mano.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —exclamó. Luego le estrechó la mano a Spade y repitió—: ¡Gracias!
—No hay de qué —dijo Spade—. Iría bien que recibiera usted a Thursby en la planta baja, o que se deje ver con él en el vestíbulo.
—De acuerdo —dijo ella, y dio otra vez las gracias a los dos socios.
—Y no intente buscarme —le advirtió Archer—. Ya la veré yo a usted.
Spade acompañó a la señorita Wonderly hasta la puerta del pasillo. Cuando volvió, Archer señaló con la cabeza los billetes de cien que había sobre el escritorio, soltó un gruñido de placer diciendo:
—Bastan y sobran. —Cogió uno, lo dobló y se lo metió en un bolsillo del chaleco—. Y en el bolso llevaba a sus hermanitos —agregó.
Spade se guardó el otro billete antes de tomar asiento.
—No me la aprietes demasiado, Miles —dijo—. ¿Qué te ha parecido?
—¡Preciosa! Y me dices que no la apriete. —Archer soltó una risotada, pero ahora sin alegría—. Puede que tú la hayas visto primero, Sam, pero el primero en hablar he sido yo. —Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se balanceó sobre los talones.
—Le causarás estragos, claro que sí. —Spade sonrió enseñando los dientes como un lobo—. Tienes cerebro, claro que lo tienes.
Se puso a liar un cigarrillo.
Fuente:
Dashiell Hammett
 El halcón maltés
Título original: The Maltese Falcon
Dashiell Hammett, 1930
Traducción: Luis Murillo Fort
Editor digital: Samarcanda
Primer editor: Gonzalez (en Todos los casos de Sam Spade)

jueves, 22 de octubre de 2015

Howard Phillips Lovecraft. Necronomicon


Howard Phillips Lovecraft mencionó por vez primera al Necronomicon en el año 1922. La posibilidad de la existencia de lo que se presentaba como auténtica guía al feudo de los muertos suscitó de inmediato un inmenso interés en todo el mundo. Los libreros se vieron asediados por montones de pedidos, mientras que los anticuarios se lanzaron a la búsqueda febril de la misteriosa obra. A partir de entonces se generó una viva controversia entre los partidarios de S.T. Joshi, de la Miskatonic University, en cuya opinión el Necronomicon no existió jamás. atribuyendo la obra a Lovecraft mismo, y aquellos estudiosos de los conocimientos ocultos que estaban convencidos de la autenticidad del libro de los nombres muertos. En un texto publicado en 1938 por Wilson H. Shepherd en The Rebel Press, Oakman (Alabama), H.P. Lovecraft resume la historia del Necronomicon. Puntualiza allí que el titulo original era Al Azif, siendo Azif el término utilizado por los árabes para designar el rumor nocturno producido por los insectos y que se suponía era el murmullo de los demonios. La obra fue compuesta por Abdul al-Hazred, un poeta loco de Sana, en el Yemen, que habría vivido en la época de los Omeyas, hacia al año 700 Este poeta visitó las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasó diez años en la soledad del gran desierto que cubre el sur de Arabia, el Rub al Khali o «espacio vacío» de los antiguos y el Dahna o «desierto escarlata» de los árabes modernos. Se dice que este desierto está habitado por espíritus que protegen el mal y por monstruos de muerte. Las personas que dicen haber penetrado en él cuentan que se producen allí cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, al-Hazred vivió en Damasco, en donde escribió el Necronomicon, y en donde circularon rumores terribles y contradictorios concernientes a su muerte o a su desaparición, en el año 738. Su biógrafo del siglo XII, Ibn-Khallikan, cuenta que fue asido en pleno día por un monstruo invisible y devorado de forma horrible ante un gran número de testigos aterrados por el miedo. Se cuentan también muchas cosas de su locura. Pretendía haber visto a la famosa Irem, la ciudad de los pilares, y haber hallado bajo las ruinas de cierta ciudad situada en el desierto los anales y los secretos de una raza más antigua que la humanidad. Fue un musulmán poco devoto, adorando entidades desconocidas que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu. En el año 950, el Azif, que había circulado secretamente entre los filósofos contemporáneos, fue traducido al griego por Theodorus Philetas, bajo el título de Necronomicon. Durante un siglo se sucedieron a raíz de este libro una serie de terribles experiencias, por lo que el libro fue prohibido y quemado por el patriarca Miguel. Después ya no se volvió a hablar más que esporádicamente del Necronomicon hasta que en 1228 Olaus Wormius hiciera una traducción latina del mismo, que fue impresa en dos ocasiones, una en el siglo XV, en letras negras, y la otra en el siglo XVII. Ambas ediciones están desprovistas de cualquier mención particular y únicamente puede especularse con la fecha y el lugar de su impresión a partir de su tipografía. La obra, tanto en su versión griega como en la latina, fue prohibida por el papa Gregorio IX en 1232, poco después de ser traducida al latín. La edición árabe original se perdió en la época de Wormius. Hay una vaga alusión a cierta copia secreta localizada en San Francisco a principios de siglo, pero que habría desaparecido con ocasión del gran incendio de 1906. No queda ningún vestigio tampoco de la versión griega, impresa en Italia entre 1500 y 1550, tras el incendio de la biblioteca de un habitante de Salem en 1692. Habría igualmente una traducción preparada por el Dr. Dee, que jamás fue impresa y cuyos fragmentos procederían del manuscrito original. De los textos latinos que aún quedan, uno – del siglo XV – estaría encerrado en el British Museum y el otro – del siglo XVII – en la Bibliothèque Nationale de París. Un ejemplar del siglo XVII se halla en la biblioteca Widener en Harvard y otro en la biblioteca de la universidad Miskatonic en Arkham, en Massachusetts. Existe otro igualmente en la biblioteca de la universidad de Buenos Aires. Existen probablemente numerosos ejemplares secretos más, Mundo Desconocido: El Necronomicon y un rumor insistente asegura que un ejemplar del siglo XV forma parte de la colección de un célebre multimillonario americano. Otro rumor menos consistente asegura que un ejemplar del siglo XVI en versión griega está en poder de la familia Pickman de Salem. Pero este ejemplar habría desaparecido con el artista R.U. Pickman, en 1926. Esta es la historia que nos cuenta Lovecraft del Necronomicon. Los estudios más serios realizados sobre esta enigmática obra, tan buscada como desconocida, están recogidos junto con fragmentos originales en este dossier especial, cuya publicación creemos que satisfará a muchos de nuestros lectores.
Salud.
A. Faber-Kaiser.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Raymond Chandler. Novela: Adiós muñeca.


1940- Adios muñeca(Farewell my lovely)

El detective Philip Marlowe tiene el encargo de encontrar a Velma, una bailarina que había trabajado en un club nocturno, y a su amigo Moose, que acaba de salir de la cárcel. Las investigaciones que lleva a cabo Marlowe le colocan ante situaciones peligrosas, ya que tiene que ver a personajes oscuros y de dudosa honestidad. En estas circunstancias no le resultará nada fácil cumplir con su misión.
Fue llevada al cine en1944 con Dick Powell, Claire Trevor y Anne Shirley dirigida por Edward Dmytryk y 1975 con Robert Mitchun, Charlotte Rampling, Silvia Miles y John Ireland,entre otros. Dirigida por Dick Richards .
Fuente:
Patricia. 17-02-11
Enrico Pugliatti.
(Fragmento).

1

  Era una de las manzanas de Central Avenue donde todavía no todos los habitantes son negros. Yo acababa de salir de una peluquería de cierta importancia en la que una agencia de colocaciones creía que podía estar trabajando un barbero suplente llamado Dimitrios Aleidis. Era un asunto de poca monta. Su mujer estaba dispuesta a gastar algún dinero para conseguir que volviera a casa.

  No llegué a encontrarlo, pero la verdad es que la señora Aleidis tampoco me pagó por el tiempo empleado.

  Era un día tibio, casi a finales de marzo, y, delante de la peluquería, me paré a mirar un prominente cartel luminoso que anunciaba, en el piso de arriba, un emporio de comidas y juego de dados llamado Florian's. Otra persona miraba también el anuncio. Contemplaba las polvorientas ventanas con una fijeza en la expresión cercana al éxtasis, como un robusto inmigrante que divisara por vez primera la Estatua de la Libertad. Era un hombre grande, aunque no medía más allá de un metro noventa y cinco ni era mucho más ancho que un camión de cerveza. Se hallaba a una distancia de unos tres metros, con los brazos completamente caídos y un humeante cigarro olvidado entre los enormes dedos de su mano izquierda.

  Negros esbeltos y silenciosos iban y venían por la calle y lo miraban de reojo porque era todo un espectáculo. Llevaba el sombrero de fieltro típico de un gánster, una chaqueta gris de sport con bolas de golf en miniatura a modo de botones, una camisa marrón, una corbata amarilla, pantalones grises de franela con la raya muy marcada y zapatos de piel de cocodrilo con las punteras de color blanco. Del bolsillo del pecho le caía en cascada un pañuelo que hacía juego con el amarillo brillante de la corbata. También llevaba dos plumas de colores metidas en la banda del sombrero, pero hay que reconocer que no las necesitaba. Incluso en Central Avenue, que no es la calle más discreta del mundo en materia de vestimenta, pasaba tan inadvertido como una tarántula en un trozo de bizcocho.

  Estaba demasiado pálido y necesitaba un afeitado. Pensándolo bien, siempre daría la impresión de necesitar un afeitado. Pelo negro rizado y cejas muy tupidas que casi se unían por encima de su nariz porruda. Las orejas, en cambio, resultaban pequeñas y delicadamente dibujadas para un individuo de su tamaño, y sus ojos tenían un brillo similar al que otorgan las lágrimas y que a menudo parece una característica de los ojos grises. Durante un rato conservó la inmovilidad de una estatua y, finalmente, sonrió.

  Luego cruzó despacio la acera hacia la doble puerta batiente que cerraba la escalera por la que se subía al piso de arriba. La empujó para abrirla, examinó desapasionadamente la calle a izquierda y derecha, y acabó entrando. Si hubiera sido un tipo menos gigantesco y hubiese ido vestido de manera un poco menos llamativa, quizá habría pensado yo que se disponía a perpetrar un atraco a mano armada. Pero no con aquella ropa; no con aquel sombrero y todo aquel conjunto.

  Las puertas batientes giraron de nuevo hacia afuera y casi se detuvieron, pero antes de inmovilizarse por completo se abrieron de nuevo, con violencia. Algo atravesó volando la acera y fue a caer en la calzada, entre dos coches estacionados. Aterrizó sobre las manos y las rodillas y emitió un sonido muy agudo, como de rata acorralada. Luego se levantó muy despacio, recogió el sombrero que había perdido y regresó a la acera. Era un negro joven de tez clara, delgado, estrecho de hombros, con un traje color lila y un clavel en el ojal. Pelo negro muy brillante y repeinado. Mantuvo la boca abierta y lloriqueó durante un momento. La gente lo miró con aire distraído. El joven optó por volver a colocarse el sombrero con rapidez, se deslizó hasta la pared de la casa y echó a andar sin hacer nuevos ruidos, los pies hacia afuera, calle adelante.

  Silencio. El tráfico recobró la normalidad. Yo me acerqué a las puertas batientes y me detuve delante. Se habían inmovilizado ya. No eran asunto mío. Pero las empujé para abrirlas y miré dentro.

  Una mano en la que me podría haber sentado salió de la oscuridad, me agarró por un hombro y lo hizo añicos. Luego la mano me hizo atravesar la puerta y sin esfuerzo alguno me levantó en el aire la altura de un escalón. La cara de grandes dimensiones se me quedó mirando. Una voz suave y grave me habló muy bajo:

   -¿Morenos aquí, no es eso? Explíquemelo, amigo.

  Al comienzo de la escalera estaba a oscuras y en silencio. De lo alto llegaban vagos ruidos de humanidad, pero nosotros estábamos solos. El gigante me miró fijamente con expresión solemne y siguió aplastándome el hombro.

   -Un negro -dijo-. Acabo de echarlo fuera. ¿Me ha visto echarlo fuera?

  Me soltó el hombro. No parecía tener roto el hueso, pero sí dormido el brazo.

   -Es uno de esos sitios -dije, frotándome la parte dolorida-. ¿Qué esperaba?

   -No diga eso, amigo -ronroneó suavemente el gigante, como cuatro tigres después de cenar-. Velma trabajaba aquí. Mi pequeña Velma.

  Me buscó otra vez el hombro. Traté de esquivarlo, pero era tan rápido como un felino. Empezó a machacarme otra vez los músculos con sus dedos de hierro.

   -Sí -dijo-. Mi pequeña Velma. Llevo ocho años sin verla. ¿Dice que es un local para negros?

  Respondí que sí con un hilo de voz.

  El gigante me levantó dos escalones más. Me zafé como pude y traté de conseguir un mínimo de espacio para maniobrar. No llevaba pistola. No había considerado que me hiciera falta para buscar a Dimitrios Aleidis. Tampoco creo que me hubiera servido de gran cosa. Probablemente mi acompañante me la hubiese quitado y se la habría comido.

   -Suba y compruébelo usted mismo -dije, tratando de que mi voz no reflejara el dolor que sentía.

  Me soltó una vez más y se me quedó mirando con una expresión como de tristeza en los ojos grises.

   -Me siento bien -dijo-. No me gustaría que nadie se enfadara conmigo. Vamos a subir usted y yo y quizá nos tomemos unas copas.

   -No le servirán bebidas. Ya le he dicho que es un local para negros.

   -Hace ocho años que no veo a Velma -dijo con su voz grave y triste-. Ocho largos años desde que le dije adiós. Y seis sin escribirme. Pero seguro que ha tenido sus razones. Trabajaba aquí. Era una preciosidad. Vamos a subir usted y yo, ¿eh?

   -De acuerdo -grité-. Subiré con usted. Pero deje de llevarme. Permítame que ande. Estoy perfectamente. Ya terminé de crecer. Incluso voy solo al cuarto de baño. Deje de llevarme.

   -Mi pequeña Velma trabajaba aquí -dijo con suavidad. No me estaba escuchando.

  Subimos las escaleras. Me permitió que caminara. Me dolía el hombro y tenía húmeda la nuca.

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