lunes, 26 de octubre de 2015

Edgar Wallace. Novela: Los 4 hombres justos.


Edgar Wallace nació en 1875 en Greenwich. (Gran Bretaña) y murió en Hollywood en 1932. Era hijo ilegítimo de una actriz y fue adoptado por un vendedor ambulante de pescado, George Freeman Dejó la escuela a los doce años y desempeñó diversos oficios, entre ellos vendedor de periódicos, mozo de cuadra y aprendiz de imprenta. Ingresó en el ejército a los dieciocho años: sirvió en la guerra de Sudáfrica y actuó como reportero.
Su producción literaria fue prodigiosa en número: escribió más de doscientas novelas y miles de artículos periodísticos. Entre las primeras se cuentan «El círculo carmesí», «El arquero verde», «El campanero», «La mansión secreta», etc.



RESEÑA

Cuatro hombres, que se dan a sí mismos el calificativo de «justos», acuerdan acabar con la vida del ministro de Asuntos Exteriores británico decidido a aprobar una ley que ellos consideran inaceptable.
Toda la policía londinense está al acecho, las normas de vigilancia son máximas. Rodeado por un cinturón de seguridad, el ministro se encierra en una habitación inaccesible, pero aun así el crimen se lleva a cabo...
Al publicar la primera edición de esta novela, Edgar Wallace no publico la solución y ofreció una generosa recompensa a quien supiera encontrarla. El reto sigue en pie: ¿como se cometió el crimen, sin dejar huella alguna en una habitación totalmente aislada?


REPARTO

LEON GONZALEZ, POICCART, GEORGE MANFRED, TE-RRI (ALIAS SAIMONT): Los Cuatro Hombres Justos.
MANUEL GARCIA: Líder carlista.
SIR PHILIP RAMON: Ministro de Asuntos Exteriores británico.
FALMOUTH: Superintendente de policía.
WELBY: Corresponsal del Megaphone.
HAMILTON: Secretario privado de Sir Philip Ramón.
BILLY MARKS: Ratero londinense.
QUINN WILLIAMS: Joven pueblerino, afincado en Nueva York.
RUTH (BRICKY) COLEMAN: Empleada de un salón de baile.
STEPHEN GRAVES-. Miembro de la alta sociedad.
HELEN KIRSCH: Joven neoyorquina.
ARTHUR HOLMES: Agente de bolsa.
JOAN BRISTOL: Empleada de un club nocturno.
GRIFF: Amigo de la anterior.



 INTRODUCCION

«En cierta ocasión», refiere Edgar Wallace, «entrevisté a Mark Twain, y, tras un rato de charla, me dijo: Me gustaría que redactase su artículo en tercera persona; pues, si hace cita ver-bal de mis palabras, me hará hablar como nunca he hablado en mi vida (...), y desde que he pasado a la categoría de entrevistado, entiendo lo que quería de-cir. Siento escalofríos al leer algunas de las declaraciones atribuidas a mí, salvajes en su extravagancia y baladre-ras en su inmodestia.
»No es culpa del periodista: tiene que redactar de prisa y producir una im-presión, e imagino que la impresión que yo he creado es la de que estoy más orgulloso de la cantidad que de la cali-dad de mis obras, lo que no es cierto. Trabajo con rapidez porque no sé tra-bajar de ningún otro modo. No soy capaz de sentarme día tras día a una hora programada y escribir con pulcra caligrafía un número determinado de páginas, interrumpiendo mi labor del modo que la comencé, al toque de un reloj. O trabajo veloz e ininterrumpida-mente, o no trabajo en absoluto. Soy, también, un deliberado holgazán. Me digo: Esta semana no trabajaré lo más mínimo, y, por curioso que parezca, la semana que escojo no es precisamen-te una llena de atractivas citas.»
Wallace parece hablar por boca de su personaje Peter Dewin cuando le ha-ce afirmar, no sin cierta turbación: «Al-go extraño sucede en mí, Daphne: cuan-do mi mente comienza una labor, no hay modo de detenerla» .
Edgar podía concentrarse en su tarea literaria al tiempo de atender las de-mandas afectivas de sus hijos, .para quienes siempre estuvo abierta la puer-ta de su estudio; podía redactar un artículo en una libreta apoyada sobre sus rodillas a la vez de supervisar el ensayo de una de sus producciones tea-trales. Ni la eficiencia de sus secreta-rios, entre los que se encontraba un campeón europeo de mecanografía, bas-taba a veces para pasar al papel con la debida prontitud sus grabaciones en el dictáfono. Compuso su libro El hombre diablo, de ochenta mil palabras, casi de un tirón, durante un fin de semana, haciéndose servir una taza de té cada media hora para combatir el sueño.
Este ritmo de trabajo, normal en él, dio lugar a envidias. Remendones de la cultura, del calibre de quienes provo-can un bostezo por palabra cada vez que intentan analizar en qué consiste el arte de la palabra, hicieron el razo-namiento de turno: «Si yo, que he be-bido en los clásicos, he necesitado do-mingos en negro y noches en blanco para redactar un borrador sobre las capas sociales en la obra de Jane Austen, ¿cómo es posible que ese condenado Edgar Wallace, que en lugar de ateneos frecuenta hipódromos, sea tan prolífico? Sólo cabe una explicación: lo que escribe carece de interés lite-rario.» Y como carecía de interés litera-rio, no lo leyeron. Y lo curioso es có-mo, si no lo leyeron, pudieron saber que carecía de interés literario.
Cuando preguntaron a Igor Stravins-ky si era difícil conseguir estar inspi-rado, respondió: «Difícil, no. O es muy fácil o es imposible.» Cuando germi-naba una idea en la mente de Edgar Wallace, todo su chorro de conciencia se sometía al servicio de esa idea, se-leccionando de entre su rica experien-cia vital aquellos elementos convenien-tes a la composición de su nueva obra literaria, a medida que ésta iba adqui-riendo forma. No preparaba sinopsis de lo que iba a escribir. «Un relato de-be narrarse él mismo, y con harta fre-cuencia la situación culminante o el per-sonaje central cobra forma a partir de algún giro accidental de la trama», afir-ma Wallace en un artículo. Se advierte en estas palabras cierta reacción contra la tendencia excesiva de los autores de-tectivescos a construir sus tramas em-pezando por el final y sacrificando el frescor del relato a un mero esquema. No obstante, conviene dejar claro que, en lo tocante a la explicación central del misterio criminal, Edgar Wallace la tenía preparada de sobra desde el principio. Basta con leer Los Cuatro Hombres Justos o El círculo carme-sí  para comprobarlo. Más Wallace, antes que novelista encasillable en un género determinado, es un narrador. El interés de libros como los citados está más en el escalonamiento de los trances que en el misterio a secas. Y no olvidemos que también triunfó con obras muy distintas a las policíacas, como su centenar largo de narraciones de ambiente africano o el guión origi-nal de la célebre película King Kong.
Si tuviéramos que poner una etique-ta a la producción de Wallace, corrien-do los riesgos que toda etiqueta con-lleva, podríamos utilizar la de «literatura mítica». Tam de los Scouts, Sanders, Bosambo, el capitán Tatham, King Kong, Mr. Reeder, King Kerry (El hom-bre que compró Londres), «Huesos», Evans y un largo etcétera se encuen-tran entre los mitos no criminales de Wallace; El Círculo Carmesí, Los Cua-tro Hombres Justos, El Arquero Verde y otros pertenecen a la galería de sus delincuentes míticos. Algunos de estos mitos encarnan temores colectivos (King Kong o El Círculo Carmesí); otros, añoranzas.
«Cada uno de nosotros tiene una vi-da secreta, conocida únicamente por unos pocos íntimos», afirma Walla-ce . «La vida secreta de un individuo exteriormente dichoso puede ser mu-cho más venturosa o infortunada de lo que parece al observador superficial, pero posee una identidad propia e in-dependiente de aquella con la que es-tamos familiarizados.
»Mas existe también una tercera vi-da, oculta a los ojos del marido o de la esposa, del padre y de la madre..., la vida de sueños que todos vivimos. Es a este ego al que recurre el autor de obras de ficción.
»No hay ninguno de nosotros que no sea autor de ficción y que no haya ur-dido alguna trama en la que figure co-mo héroe. Esta capacidad para soñar es nuestra salvación en un mundo de realidades feas. Normalmente somos perfectamente capaces de salir de nos-otros mismos: soñamos soluciones pa-ra nuestros apuros monetarios, felices desenlaces a situaciones desdichadas, recompensas para labores penosas, va-caciones a cambio del trabajo. Pero en ocasiones los hechos desnudos son tan amenazadores que somos incapaces de realizar el esfuerzo preciso para accio-nar el engranaje onírico. Estamos hip-notizados por el presagio del fracaso, por el pánico del desastre. Es entonces cuando el autor de ficción se convierte en el doctor por excelencia. Es él quien pone en marcha el tren de pensamien-tos que se dirige al destino deseable...»
En King Kong hace soñar a las ma-sas que la Belleza (encarnada en la jo-ven Ann) acaba por destruir el peligro de una hecatombe presentida durante las crisis sociales de la época (peligro encarnado en el monstruo).
Críticos más familiarizados con na-rrativa psicológica o realista que con la de tipo imaginativo, tienden a enjui-ciar con ligereza las narraciones detec-tivescas de Edgar Wallace, tachando a sus personajes de bidimensionales. El error de estos críticos procede de apli-car unos criterios que, siendo válidos en otros géneros, son inadecuados para apreciar la dimensión artística de un libro del tipo de Los Cuatro Hombres Justos. Tanto se puede pecar de ima-ginativo en una novela realista, como de realista en una novela imaginativa. Cada género tiene sus leyes. Sería una sandez, por ejemplo, comparar el Cri-men y castigo de Dostoiewsky con una novela policíaca de Edgar Wallace, por la sencilla razón de que se proponen metas completamente diferentes.
«Personalmente pienso», dice Edgar Wallace , «que en la construcción de una trama de misterio no ha habido ninguna mejora sobre el método de Wilkie Collins, exceptuando el hecho de que el auge de la prensa y la pre-valencia del inglés periodístico, que a mi juicio es un inglés muy bueno, ha desplazado al recargado estilo literario que el lector Victoriano demandaba.
»Las historias de misterio, tal y co-mo yo entiendo su modo de escribirlas, difieren de la novela ordinaria como un número de music-hall difiere del habi-tual drama teatral. En el drama uno dispone de todo un acto para crear una atmósfera, presentar los personajes y plantear el argumento. Un intérprete de music-hall dispone de contados se-gundos para impresionar a la audien-cia con su personalidad y producir una atmósfera.»
Wallace es conciso. Adquirió entre-namiento en este arte durante su labor periodística. Un par de frases pueden bastarle para dar una pincelada pin-toresca a un personaje:

«...¿Si conozco a los Cuatro?—sus hombros subieron hasta sus orejas—. ¿Quién no? Hubo un caso en Málaga, ¿sabe? (...) Terrí no es un gran criminal...» .

Los signos (...), unidos a la prece-dente expresión «sus hombros subie-ron hasta sus orejas», nos producen la impresión de que el hablante es muy ex-presivo y locuaz, pero no necesitamos soportar esa locuacidad.
A veces, esta concisión es intraduci-ble. Recuerdo, por ejemplo, la dificul-tad que me planteó la palabra sniffing durante la traducción de El Círculo Carmesí. Había un personaje «con un perpetuo sniffing». El término es el ge-rundio de un verbo que significa, entre otras acepciones, «olfatear, aspirar por la nariz, husmear al modo de un perro». Esta característica cuadraba con la psi-que del individuo, un abogado rastrero (como un perro) que, en la práctica de su profesión, estaba continuamente al acecho (husmeaba) de informes obte-nidos ilícitamente.
Wallace utiliza materiales de la rea-lidad pintorescos o improbables, com-binándolos imaginativamente. Su Tony Perelli está inspirado en Al Capone; su célebre Mr. Reeder es una caricaturización de un investigador real, al de-cir de Percy Hoskins ; su Sanders es sir Henry H. Johnston, etc.
«Por lo que respecta a la improbabi-lidad de mis historias criminales, la verdadera dificultad al escribir estriba en encontrar algo auténticamente im-probable», afirma Wallace en uno de los artículos citados. «Todos los días hay casos en los tribunales que, de ser escritos en forma de ficción, serían ta-chados de imposibles.»
Mucho de su material lo extrajo de Old Bailey, el tribunal de lo criminal en Londres, así como de su frecuente trato con miembros del hampa. Su Hombre Diablo existió realmente: fue el célebre criminal Charles Peace. Es-cribió numerosas historias de crímenes reales. Su concepto del criminal es pe-simista, influido por una antropología de signo lombrosiano: cree poco en la reforma.
«A la vez que crea, Wallace se re-crea», dijo alguien. Al escribir, disfru-taba por lo menos tanto como su pú-blico al leerlo. Y de esta delectación surge un humor fresco, nunca corro-sivo: el humor de quien siempre reac-cionó con una sonrisa ante los más amargos avatares de la vida. Este hu-mor ha quedado oscurecido por su fa-ceta de autor detectivesco, mas ha sido apreciado por algunos lectores. Es se-guramente una de las cualidades que en él apreciaba el también humorista P. G. Wodehouse, quien en una carta dirigida a un tal Townend escribió: «¿Puede conseguir algo para leer estos días? Estuve ayer en la biblioteca del Times y salí con las manos vacías. No había nada que me apeteciese. Para rellenar el tiempo hasta que Edgar Wal-lace escriba otro libro...» James Joyce escribía a Stanislaus: «¿Lees alguna vez el Daily Mail? Un tipo llamado Ed-gar Wallace escribe en él a veces una columna burlesca: es muy diverti-da» .
Wallace puede ser saboreado por un público muy variado en edades y en cultura. Cuando el señor Pound, direc-tor del Strand Magazine, fue abordado en la calle por una niña que quería su autógrafo, se sintió agradablemente sorprendido. Mas sufrió una desilusión cuando la niña le explicó: «Es porque usted conoce a Edgar Wallace.» Entre los fans de Edgar figuran personajes tan dispares como el compositor Delius y Crippen, el célebre médico asesino. Anwar-el-Sadat, el asesinado presidente de Egipto, aprendió alemán traducien-do un libro de Wallace publicado en este idioma, y Rudolph Hess, el lugar-teniente de Hitler, estuvo concentrado en una novela de este autor cuando de-bería haber estado estudiando los do-cumentos de su caso. Konrad Adenauer, el presidente Roosevelt y Jorge V de Inglaterra se encontraban entre sus lec-tores más entusiastas.
Una curiosa cualidad de Edgar Wal-lace es la sensación de presencia actual que produce en quien lo lee. Con mo-tivo de la publicación en Selecciones del Reader’s Digest de su artículo «In-olvidable Edgar Wallace» , Nigel Morland recibió numerosas cartas con fragmentos como éstos:
«¿Sabe? Cuando finalizo un libro de Edgar Wallace siempre siento una es-pecie de sensación de que él se halla en algún lugar próximo, y cuando suelto una carcajada por algún pasaje diverti-do escrito por él, tengo la certeza de que Edgar ríe también...»
«Sé que suena terriblemente tonto, pero cuando releo alguno de mis muy queridos libros de Edgar Wallace y lo cierro con un sentimiento de placer, estoy seguro de ver a Edgar con el ra-billo del ojo, sonriéndome.»
«No puedes negar que está alrede-dor. Siempre que hablas de Edgar Wal-lace recibes la impresión de que está contigo.»

* * *

En la presente edición se ofrece por vez primera a los lectores de habla es-pañola el primer libro que escribió Edgar Wallace: Los Cuatro Hombres Justos (The Four Just Man). Lo publicó el propio Wallace en su modesta edito-rial Tallis Press, en 1905. En la primera edición no incluyó el capítulo de la solución, habiendo ofrecido pública-mente quinientas libras en premios a las personas que ofreciesen una expli-cación correcta al problema detectives-co planteado.
Los Cuatro Justos son un mito: son hombres capaces de juzgar a sus semejantes. La dicotomía de conceptos irre-conciliables humano - justo adquiere identidad literaria en un grupo de tres hombres de diferentes nacionalidades (el cuarto había muerto anteriormente a la acción del libro), los cuales, im-buidos de la idea de la justicia social, ponen sus vidas y sus fortunas al servi-cio de la misma. Creen en una justicia de orden natural, marcada en la con-ciencia del hombre universal, la cual no se cumple debido a la corrupción de las autoridades. No explica Wallace en qué se basaban los Cuatro para arro-garse el derecho divino de quitar la vi-da. Simplemente nos dice que ellos es-taban convencidos de ser instrumentos de la Providencia. Y para corroborarlo, deja que sea la Providencia la que tenga la última palabra, sirviéndose de una rosa... Pero no adelantemos los acon-tecimientos.



Filmografía

Hay dos películas de cine y una serie televisiva basadas en los Cuatro Hom-bres Justos.
La primera película (The Four Just Men) data de 1921, siendo su director George Ridgewell, y los actores Cecil Humphreys, Teddy Arundell, C. H. Croker-King, Charles Tilson-Chowne, Owen Roughwood, George Bellamy y Robert Vallis. Fue producida por Stoll.
La segunda película, de igual título, es de 1939. La dirigió Walter Forde, siendo los guionistas Roland Pertwee, Angus McPhail y Sergei Nolbandov. En-tre los actores estaban Hugh Sinclair, Griffith Jones, Francis L. Sullivan (los Hombres Justos, cuyos nombres están cambiados), Frank Lawton (Terri), Alan Napier (el ministro de Asuntos Exterio-res), At hole Stewart (comisario adjun-to de Scotland Yard), George Merrit (Falmouth) y Garry Marsh (Billy). En los Estados Unidos se tituló The Se-cret Four (Los Cuatro Secretos).
La serie de televisión estuvo prota-gonizada por Vittorio de Sica, Dan Dai-ley, Jack Hawkins y Richard Conte. Es poco fiel a los textos.


Teatro

George Warren escribió una versión teatral de la novela. Fue estrenada en el teatro Colchester Royal en agosto de 1906, siendo el productor H. A. Saintsbury, quien además interpretó el papel de Manfred. El director fue J. Bannistair Howard.

JUAN SANTISTEBAN

domingo, 25 de octubre de 2015

La poética de la ensoñación. Gastón Bachelard.


INTRODUCCIÓN
Méthode, Méthode, que me veux‐tu?
Tu sais bien que jʹai mangé du fruit de lʹincons‐cient.*
Jules Laforgue, ʺMoralités légendairesʺ,
Mercure de Trance, p. 24
1
En un libro reciente, que completa libros anteriores
consagrados a la imaginación poética, intentamos señalar
el interés que ofrece el método fenomenológico para tales
investigaciones. Según los principios de la
fenomenología, se intentaba sacar a plena luz la toma de
conciencia de un individuo maravillado por las imágenes
poéticas. Esta toma de conciencia, que la fenomenología
moderna quiere sumar a todos los fenómenos de la
psiquis, parece otorgar un precio subjetivo duradero a
imágenes que a menudo sólo tienen una objetividad
dudosa, una objetividad fugitiva. Al obligarnos a cumplir
un regreso sistemático sobre nosotros mismos y un esfuerzo
de claridad en la toma de conciencia, a propósito
de una imagen dada por un poeta, el método
fenomenológico nos lleva a intentar la comunicación con
la conciencia creante ** del poeta. La imagen
* ʺMétodo, Método, ¿qué pretendes de mí? Sabes bien que he comido
del fruto del inconsciente.ʺ [T.]
** En francés créante. [T.]
INTRODUCCIÓN
10
poética nueva —¡una simple imagen!— llega a ser de esta
manera, sencillamente, un origen absoluto, un origen de
conciencia.( En las horas de los grandes hallazgos, una
imagen poética puede ser el germen de un mundo, el
germen de un universo imaginado ante las ensoñaciones
de un poeta. La conciencia de maravillarse ante ese
mundo creado por el poeta se abre en toda su
ingenuidad. Sin duda la conciencia está destinada a
mayores empresas. Se organiza con tanta más fuerza en
la medida en que se entrega a obras cada vez más
coordinadas. En especial, ʺla conciencia de racionalidadʺ
tiene una virtud de permanencia que plantea un problema
difícil al fenomenólogo: debe decir de qué modo la
conciencia se enlaza en una cadena de verdades. Por el
contrario, al abrirse sobre una imagen aislada, la
conciencia imaginante tiene —por lo menos a primera
vista— menos responsabilidades. La conciencia
imaginante considerada en relación con imágenes
separadas podría entonces proporcionar temas para una
pedagogía elemental de las doctrinas fenomenológicas.
Pero henos aquí frente a una doble paradoja. ¿Por qué —
preguntará el lector no advertido— sobrecarga usted un
libro sobre la ensoñación con el pesado aparato filosófico
que implica el método fenomenológico?
¿Por qué —dirá por su parte el fenomenólogo de oficio—
elegir una materia tan elusiva como las imágenes para
exponer principios fenomenológicos?
¿Sería acaso más simple, si siguiéramos los bueINTRODUCCIÓN
11
nos métodos del psicólogo que describe lo que observa,
que mide niveles, que clasifica tipos, que ve nacer la
imaginación en los niños, sin examinar jamás, a decir
verdad, cómo muere en el común de los hombres?
¿Pero puede un filósofo convertirse en psicólogo? ¿Puede
doblegar su orgullo hasta conformarse con la
comprobación de hechos, una vez que ha ingresado, con
todas las pasiones requeridas, en el reino de los valores?
Un filósofo queda, como se dice hoy, ʺen situación
filosóficaʺ; a veces tiene la pretensión de empezarlo todo,
pero, ¡ay! continúa. .. ¡Ha leído tantos libros de filosofía!
Con el pretexto de estudiarlos, de enseñarlos, ¡ha
deformado tantos ʺsistemasʺ! Cuando llega la noche,
cuando ya no enseña, cree tener el derecho de
encerrarse en el sistema de su elección.
Así he elegido yo la fenomenología con la esperanza de
volver a examinar con una mirada nueva las imágenes
fielmente amadas, tan sólidamente fijadas en mi memoria
que ya no sé si las recuerdo o las imagino cuando las
vuelvo a encontrar en mis sueños.

Fuente:
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO.
Título original:
La poétique de la revene
D. R. © 1960, Presses Universitaires de France, Paris.

sábado, 24 de octubre de 2015

Lautréamont por GASTON BACHELARD.


Profundo ensayo encaminado a ubicar la figura de Isidore Ducasse -Lautréamont, para efectos literarios- y revaluar los méritos estéticos y formales de sus célebres `Cantos de Maldoror`, que han conmovido e incluso determinado a generaciones de poetas a lo largo de un siglo, con sus proposiciones iconoclastas que rayan en la locura, aunque nunca deba olvidarse su virtud tonificante.
Fuente:
FCE.


viernes, 23 de octubre de 2015

Dashiell Hammett El halcón maltés.


Una estatuilla con figura de halcón que los caballeros de la Orden de Malta regalaron al emperador Carlos V en 1530 ha sido objeto, durante más de cuatro siglos, de robos y extravíos. Cuando, tras mil peripecias, llega a la ciudad de San Francisco, un grupo de delincuentes trata de apoderarse de ella, lo que da lugar a conflictos, asesinatos y pasiones exacerbadas. A ello contribuye el detective Sam Spade mediante el empleo de la violencia más cruda y la creación de situaciones arriesgadas e imprevisibles, aunque siempre esclarecedoras.

(Fragmento).
   Para José
 1
spade & archer

Samuel Spade tenía una mandíbula larga y huesuda, con la barbilla en forma de V, debajo de otra V, la de la boca, esta más flexible. Las aletas de la nariz retrocedían ligeramente formando, a su vez, otra V más pequeña. Los ojos, de un gris pálido, eran horizontales. El motivo V lo retomaban unas cejas tirando a pobladas que nacían de dos surcos idénticos sobre la nariz ganchuda, y el cabello castaño muy claro partía de unas sienes altas y achatadas para terminar en punta sobre la frente. Tenía un simpático aspecto de Satanás rubio.
—¿Sí, encanto? —le dijo a Effie Perine.
Era una chica espigada, tostada por el sol. El vestido de tela fina se pegaba a su cuerpo produciendo un efecto de humedad. Tenía unos ojos castaños y juguetones y una cara tersa y un poco masculina. Cerró la puerta, se recostó en ella, y dijo:
—Hay una chica que quiere verte. Se llama Wonderly.
—¿Cliente?
—Tal vez. De todos modos, te conviene recibirla: está como un tren.
—Pues hazla pasar, mi vida —replicó Spade—, hazla pasar.
Effie Perine abrió la puerta que comunicaba la antesala con la recepción, se hizo a un lado y, con una mano en el tirador, dijo:
—¿Quiere usted pasar, señorita Wonderly?
Se oyó un «Gracias» en voz muy baja —solo la perfecta articulación hizo inteligible la palabra—, y una mujer joven franqueó la entrada. Con paso vacilante, avanzó despacio mientras miraba a Spade con unos ojos azul cobalto, tímidos y sagaces al mismo tiempo. Era alta, con un cuerpo esbelto y flexible, ni un solo ángulo. Su cuerpo se mostraba erguido, con los senos altos, las piernas largas, y manos y pies pequeños. Lucía dos tonos de azul a juego con el color de sus ojos. El cabello que asomaba ensortijado bajo el sombrero azul era de un rojo oscuro, mientras que sus carnosos labios eran de un rojo más subido. Unos dientes blancos brillaron en la media luna de su tímida sonrisa.
Spade se levantó haciendo una especie de reverencia cortés, al tiempo que le indicaba con una mano de gruesos dedos la butaca de roble que había junto al escritorio. Medía poco más de un metro ochenta. El fuerte declive redondeado de los hombros daba a su cuerpo un aire casi cómico —menos ancho que grueso— e impedía que la americana gris recién planchada le sentara bien.
La señorita Wonderly dijo «Gracias» en el mismo murmullo de antes y se sentó en el borde del asiento de madera.
Spade se dejó caer en su silla giratoria, hizo un cuarto de giro para quedar de cara a ella y sonrió educadamente. Sonrió sin separar los labios. Todas las uves de su cara se alargaron. A través de la puerta llegaban los sonidos de la máquina en la que Effie Perine estaba escribiendo: el tac-taca-tac, el campanilleo, el rumor del carro al girar. En alguna oficina cercana vibraba una máquina eléctrica con un ruido sordo. Sobre la mesa de Spade, un cigarrillo se consumía lentamente en un cenicero de latón repleto de colillas retorcidas. Copos grises de ceniza salpicaban la superficie amarillenta del escritorio, así como el secante verde y los papeles esparcidos. Por una ventana con cortinas beige, abierta unos veinte o veinticinco centímetros, entraba del patio un aire que olía ligeramente a amoniaco. La ceniza suelta bailoteaba en la corriente.
La señorita Wonderly observó el bailoteo de los copos de ceniza. Sus ojos se movían inquietos. Estaba sentada en el borde mismo de la butaca y sus pies se apoyaban planos en el suelo, como si estuviera a punto de levantarse. Sus manos, enguantadas de oscuro, sujetaban férreamente un oscuro bolso plano sobre su regazo. Spade se retrepó en su butaca al tiempo que preguntaba:
—Bien, señorita Wonderly, ¿en qué puedo ayudarla?
Ella se sobresaltó un poco, lo miró. Después tragó saliva y dijo, atropelladamente:
—¿Usted podría…? He pensado… bueno, es que… —Acto seguido, se torturó el labio inferior y no dijo más. Sus ojos, sin embargo, suplicaron por ella.
Spade sonrió, asintiendo con la cabeza como si la hubiera entendido, pero transmitiendo la impresión de que no ocurría nada grave.
—¿Qué le parece si me lo cuenta usted desde el principio —dijo—, y así sabremos qué medidas hay que tomar? Remóntese lo más atrás que pueda.
—Fue en Nueva York.
—Continúe.
—No sé dónde se conocieron. Quiero decir en qué lugar concreto de Nueva York. Ella es cinco años más joven que yo (solo tiene diecisiete) y no compartíamos amistades. Creo que nunca hemos tenido la intimidad que cabría esperar de dos hermanas. Mis padres están en Europa. Se morirían de pena. He de hacer que vuelva antes de que ellos regresen.
—Continúe —dijo él.
—Vuelven el primero de mes.
Los ojos de Spade se iluminaron.
—Entonces tenemos dos semanas —dijo.
—No supe lo que había hecho mi hermana hasta que llegó la carta. Me puse frenética. —Los labios le temblaban; el bolso apoyado en su regazo estaba siendo sometido a un severo aplastamiento—. Tuve demasiado miedo de que hubiera hecho algo así como para acudir a la policía, pero el miedo a que le hubiera sucedido algo a ella me empujaba a hacerlo. No tenía a nadie a quien pedir consejo. No sabía qué hacer. ¿Qué podía hacer yo?
—Nada, naturalmente —dijo Spade—, ¿y entonces llegó la carta?
—Así es, y yo le envié un telegrama pidiéndole que volviera a casa. Lo mandé a una lista de correos, mi hermana no me dio otras señas. Esperé una semana entera y nada, ni una palabra de ella. A todo esto, el regreso de mis padres se iba acercando, de modo que decidí venir a San Francisco a buscarla. Le escribí diciendo que venía. No debería haberlo hecho, ¿verdad?
—Tal vez no. Acertar no siempre es fácil. Y ¿no ha dado con ella?
—No. Le escribí que me hospedaría en el St. Mark, suplicándole que fuera a verme y que me dejara hablar con ella aunque no tuviese ninguna intención de volver a casa conmigo. Pero no se ha presentado. He esperado tres días y nada, ni siquiera me ha enviado un mensaje.
Spade asintió con su cabeza de Satanás rubio, frunció un comprensivo entrecejo y apretó los labios.
—Ha sido horrible —continuó la señorita Wonderly, intentando sonreír—. No podía quedarme sentada, esperando, sin saber qué le había pasado, o qué le podía estar pasando. —Cejó en su intento de sonreír. Se estremeció visiblemente—. La única dirección que tenía de ella era la lista de correos. Le escribí otra carta, y ayer por la tarde fui a la oficina de Correos. Estuve allí hasta que se hizo de noche, pero no la vi. Esta mañana he vuelto a ir, y Corinne sigue sin aparecer, pero a quien sí he visto ha sido a Floyd Thursby.
Spade asintió de nuevo con la cabeza. El ceño desapareció, dejando en su lugar un semblante de extremada atención.
—No ha querido decirme dónde estaba Corinne —continuó ella—. No ha querido decirme nada, excepto que estaba contenta y bien. Pero ¿cómo me lo voy a creer? Es lo que él me diría de todos modos, ¿no?
—Sin duda —convino Spade—. Pero también podría ser verdad.
—Espero que lo sea. Ojalá lo sea —exclamó la joven—. Pero no puedo volver a casa sin haberla visto, sin haber hablado con ella al menos por teléfono. Él se ha negado a llevarme, dice que Corinne no quiere verme. Eso no me lo puedo creer. Me ha prometido que le diría que me había visto, y que la traería consigo (si ella aceptaba) esta noche al hotel. Pero luego dijo que seguro que no iba a querer. Floyd me ha prometido que de todos modos él vendría. Y…
Se interrumpió llevándose una mano a la boca en el momento en que se abría la puerta.
El hombre que la había abierto dio un paso hacia el interior, dijo «¡Oh, perdón!», se quitó apresuradamente el sombrero marrón que llevaba y dio marcha atrás.
—No pasa nada, Miles —le dijo Spade—. Entra. Señorita Wonderly, le presento al señor Archer, mi socio.
Miles Archer volvió a entrar en el despacho. Cerró la puerta, sonrió a la joven e hizo un gesto vagamente cortés con el sombrero que sostenía en la mano. Era de estatura mediana y complexión atlética, los hombros anchos, el cuello grueso, el rostro jovial y de buen color y unas cuantas canas en el pelo muy corto. Aparentaba pasar de los cuarenta y tantos años como Spade aparentaba pasar de los treinta.
—La hermana de la señorita Wonderly se escapó de Nueva York con un tal Floyd Thursby —explicó Spade—. Ahora están aquí. La señorita ha hablado con Thursby y ha quedado con él esta noche. Puede que Thursby lleve a su hermana consigo, aunque lo más probable es que no. La señorita Wonderly quiere que encontremos a su hermana, la apartemos de ese individuo y la hagamos volver a casa. —Miró a la señorita Wonderly—. ¿No es así?
—Sí —dijo ella, en un susurro. La vergüenza, que había ido desapareciendo gracias a las obsequiosas sonrisas de Spade, a sus asentimientos de cabeza y su tono tranquilizador, comenzaba a devolverle el color a su cara. Miró el bolso que tenía en el regazo y empezó a toquetearlo nerviosa.
Spade le hizo un guiño a su socio. Miles Archer se aproximó y se detuvo junto a una esquina de la mesa. Mientras la chica miraba el bolso, él la miró a ella. Sus ojillos castaños la recorrieron en osada y positiva valoración desde la cara hasta los pies y vuelta a subir. Después miró a Spade y simuló lanzar un silbido de admiración.
Spade hizo un rápido gesto de advertencia levantando apenas dos dedos del brazo de la butaca y dijo:
—No creo que vaya a ser difícil. Es solo cuestión de apostar un hombre en el hotel y hacer que le siga cuando se marche, de ese modo nos llevará hasta su hermana. Si resulta que ella se presenta con él y usted la convence para que vuelva a casa, tanto mejor. Si no (si su hermana no quiere abandonarlo una vez hayamos dado con ella), bueno, ya encontraremos la manera de solucionarlo.
—Claro —dijo Archer. Su voz era ronca, ordinaria.
La señorita Wonderly miró a Spade, fugazmente, juntando el entrecejo.
—¡Pero deben tener cuidado! —exclamó. La voz le tembló un poco, sus labios parecían aquejados de un tic nervioso—. Ese hombre me da mucho miedo, no sé de lo que sería capaz. Ella es muy joven, y que la haya traído aquí desde Nueva York me parece muy… ¿No será…? ¿No puede hacerle algún daño a mi hermana?
Spade sonrió al tiempo que palmeaba los brazos de la butaca.
—Eso corre de nuestra cuenta —dijo—. Sabremos cómo tratar a ese individuo.
—Pero —insistió ella—, ¿creen que podría…?
—Todo es posible, desde luego. —Spade asintió con gesto sensato—. Pero puede confiar en que nos encargaremos de eso.
—No, si no es que desconfíe —dijo ella, sincera—, pero quiero que sepan que ese hombre es peligroso. Estoy casi convencida de que no se detendría ante nada. No creo que dudara en… en matar a Corinne si pensara que así puede salvarse él. ¿Creen que podría hacerlo?
—Dígame, no le habrá usted amenazado, ¿verdad?
—Le dije que lo único que quería era llevarla a ella casa antes de que volvieran mis padres, para que no se enteraran de lo que había hecho. Le prometí no contarles nada a ellos si él me ayudaba, pero que si no, papá se encargaría de que le dieran su merecido. Diría que no me creyó del todo.
—¿Y no perseguirá casarse con su hermana? —preguntó Archer.
La chica se ruborizó. Su respuesta denotó confusión.
—Tiene mujer y tres hijos en Inglaterra. Corinne me lo dijo por carta, para explicarme por qué se había fugado con él.
—Suele pasar —dijo Spade—, lo de Inglaterra es solo un añadido. —Se inclinó al frente para coger lápiz y una libreta—. ¿Qué aspecto tiene él?
—Oh, pues rondará los treinta y cinco años, es alto como usted, de piel morena, o quizá toma mucho el sol. Tiene el pelo oscuro y unas cejas espesas. Habla siempre medio gritando, a lo fanfarrón, y es de carácter nervioso e irritable. Da la impresión de ser una persona… violenta.
Spade, que estaba escribiendo, preguntó sin alzar la vista:
—¿Color de ojos?
—Azul gris, acuosos, pero su mirada no es de persona débil. Ah, sí, y tiene una hendidura muy marcada en el mentón.
—¿Complexión delgada, normal, recia?
—Se le ve en forma. Tiene las espaldas anchas y camina muy erguido, se podría decir que con un porte muy militar. Esta mañana llevaba puesto un traje gris claro y un sombrero también gris.
—¿A qué se dedica? —preguntó Spade dejando el lápiz sobre la mesa.
—Lo ignoro. No tengo la más remota idea.
—¿A qué hora han quedado?
—A partir de las ocho.
—Muy bien, señorita Wonderly, tendremos un hombre apostado allí. Iría bien que…
—Señor Spade, ¿no podría ir usted, o el señor Archer? —Hizo un gesto de súplica con ambas manos—. ¿No podrían ocuparse personalmente del asunto uno de los dos? No estoy diciendo que el hombre que enviarían no esté capacitado, pero es que tengo mucho miedo de lo que pueda pasarle a Corinne. Me da miedo ese hombre. ¿No podrían ir ustedes? Bueno, ya me imagino que en ese caso tendría que pagar más… —Abrió el bolso con dedos nerviosos y puso dos billetes de cien dólares encima de la mesa de Spade—. ¿Bastará con esto?
—Sí —dijo Archer—. Iré yo mismo.
La señorita Wonderly se puso de pie, tendiéndole impulsivamente una mano.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —exclamó. Luego le estrechó la mano a Spade y repitió—: ¡Gracias!
—No hay de qué —dijo Spade—. Iría bien que recibiera usted a Thursby en la planta baja, o que se deje ver con él en el vestíbulo.
—De acuerdo —dijo ella, y dio otra vez las gracias a los dos socios.
—Y no intente buscarme —le advirtió Archer—. Ya la veré yo a usted.
Spade acompañó a la señorita Wonderly hasta la puerta del pasillo. Cuando volvió, Archer señaló con la cabeza los billetes de cien que había sobre el escritorio, soltó un gruñido de placer diciendo:
—Bastan y sobran. —Cogió uno, lo dobló y se lo metió en un bolsillo del chaleco—. Y en el bolso llevaba a sus hermanitos —agregó.
Spade se guardó el otro billete antes de tomar asiento.
—No me la aprietes demasiado, Miles —dijo—. ¿Qué te ha parecido?
—¡Preciosa! Y me dices que no la apriete. —Archer soltó una risotada, pero ahora sin alegría—. Puede que tú la hayas visto primero, Sam, pero el primero en hablar he sido yo. —Hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se balanceó sobre los talones.
—Le causarás estragos, claro que sí. —Spade sonrió enseñando los dientes como un lobo—. Tienes cerebro, claro que lo tienes.
Se puso a liar un cigarrillo.
Fuente:
Dashiell Hammett
 El halcón maltés
Título original: The Maltese Falcon
Dashiell Hammett, 1930
Traducción: Luis Murillo Fort
Editor digital: Samarcanda
Primer editor: Gonzalez (en Todos los casos de Sam Spade)

jueves, 22 de octubre de 2015

Howard Phillips Lovecraft. Necronomicon


Howard Phillips Lovecraft mencionó por vez primera al Necronomicon en el año 1922. La posibilidad de la existencia de lo que se presentaba como auténtica guía al feudo de los muertos suscitó de inmediato un inmenso interés en todo el mundo. Los libreros se vieron asediados por montones de pedidos, mientras que los anticuarios se lanzaron a la búsqueda febril de la misteriosa obra. A partir de entonces se generó una viva controversia entre los partidarios de S.T. Joshi, de la Miskatonic University, en cuya opinión el Necronomicon no existió jamás. atribuyendo la obra a Lovecraft mismo, y aquellos estudiosos de los conocimientos ocultos que estaban convencidos de la autenticidad del libro de los nombres muertos. En un texto publicado en 1938 por Wilson H. Shepherd en The Rebel Press, Oakman (Alabama), H.P. Lovecraft resume la historia del Necronomicon. Puntualiza allí que el titulo original era Al Azif, siendo Azif el término utilizado por los árabes para designar el rumor nocturno producido por los insectos y que se suponía era el murmullo de los demonios. La obra fue compuesta por Abdul al-Hazred, un poeta loco de Sana, en el Yemen, que habría vivido en la época de los Omeyas, hacia al año 700 Este poeta visitó las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasó diez años en la soledad del gran desierto que cubre el sur de Arabia, el Rub al Khali o «espacio vacío» de los antiguos y el Dahna o «desierto escarlata» de los árabes modernos. Se dice que este desierto está habitado por espíritus que protegen el mal y por monstruos de muerte. Las personas que dicen haber penetrado en él cuentan que se producen allí cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, al-Hazred vivió en Damasco, en donde escribió el Necronomicon, y en donde circularon rumores terribles y contradictorios concernientes a su muerte o a su desaparición, en el año 738. Su biógrafo del siglo XII, Ibn-Khallikan, cuenta que fue asido en pleno día por un monstruo invisible y devorado de forma horrible ante un gran número de testigos aterrados por el miedo. Se cuentan también muchas cosas de su locura. Pretendía haber visto a la famosa Irem, la ciudad de los pilares, y haber hallado bajo las ruinas de cierta ciudad situada en el desierto los anales y los secretos de una raza más antigua que la humanidad. Fue un musulmán poco devoto, adorando entidades desconocidas que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu. En el año 950, el Azif, que había circulado secretamente entre los filósofos contemporáneos, fue traducido al griego por Theodorus Philetas, bajo el título de Necronomicon. Durante un siglo se sucedieron a raíz de este libro una serie de terribles experiencias, por lo que el libro fue prohibido y quemado por el patriarca Miguel. Después ya no se volvió a hablar más que esporádicamente del Necronomicon hasta que en 1228 Olaus Wormius hiciera una traducción latina del mismo, que fue impresa en dos ocasiones, una en el siglo XV, en letras negras, y la otra en el siglo XVII. Ambas ediciones están desprovistas de cualquier mención particular y únicamente puede especularse con la fecha y el lugar de su impresión a partir de su tipografía. La obra, tanto en su versión griega como en la latina, fue prohibida por el papa Gregorio IX en 1232, poco después de ser traducida al latín. La edición árabe original se perdió en la época de Wormius. Hay una vaga alusión a cierta copia secreta localizada en San Francisco a principios de siglo, pero que habría desaparecido con ocasión del gran incendio de 1906. No queda ningún vestigio tampoco de la versión griega, impresa en Italia entre 1500 y 1550, tras el incendio de la biblioteca de un habitante de Salem en 1692. Habría igualmente una traducción preparada por el Dr. Dee, que jamás fue impresa y cuyos fragmentos procederían del manuscrito original. De los textos latinos que aún quedan, uno – del siglo XV – estaría encerrado en el British Museum y el otro – del siglo XVII – en la Bibliothèque Nationale de París. Un ejemplar del siglo XVII se halla en la biblioteca Widener en Harvard y otro en la biblioteca de la universidad Miskatonic en Arkham, en Massachusetts. Existe otro igualmente en la biblioteca de la universidad de Buenos Aires. Existen probablemente numerosos ejemplares secretos más, Mundo Desconocido: El Necronomicon y un rumor insistente asegura que un ejemplar del siglo XV forma parte de la colección de un célebre multimillonario americano. Otro rumor menos consistente asegura que un ejemplar del siglo XVI en versión griega está en poder de la familia Pickman de Salem. Pero este ejemplar habría desaparecido con el artista R.U. Pickman, en 1926. Esta es la historia que nos cuenta Lovecraft del Necronomicon. Los estudios más serios realizados sobre esta enigmática obra, tan buscada como desconocida, están recogidos junto con fragmentos originales en este dossier especial, cuya publicación creemos que satisfará a muchos de nuestros lectores.
Salud.
A. Faber-Kaiser.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Raymond Chandler. Novela: Adiós muñeca.


1940- Adios muñeca(Farewell my lovely)

El detective Philip Marlowe tiene el encargo de encontrar a Velma, una bailarina que había trabajado en un club nocturno, y a su amigo Moose, que acaba de salir de la cárcel. Las investigaciones que lleva a cabo Marlowe le colocan ante situaciones peligrosas, ya que tiene que ver a personajes oscuros y de dudosa honestidad. En estas circunstancias no le resultará nada fácil cumplir con su misión.
Fue llevada al cine en1944 con Dick Powell, Claire Trevor y Anne Shirley dirigida por Edward Dmytryk y 1975 con Robert Mitchun, Charlotte Rampling, Silvia Miles y John Ireland,entre otros. Dirigida por Dick Richards .
Fuente:
Patricia. 17-02-11
Enrico Pugliatti.
(Fragmento).

1

  Era una de las manzanas de Central Avenue donde todavía no todos los habitantes son negros. Yo acababa de salir de una peluquería de cierta importancia en la que una agencia de colocaciones creía que podía estar trabajando un barbero suplente llamado Dimitrios Aleidis. Era un asunto de poca monta. Su mujer estaba dispuesta a gastar algún dinero para conseguir que volviera a casa.

  No llegué a encontrarlo, pero la verdad es que la señora Aleidis tampoco me pagó por el tiempo empleado.

  Era un día tibio, casi a finales de marzo, y, delante de la peluquería, me paré a mirar un prominente cartel luminoso que anunciaba, en el piso de arriba, un emporio de comidas y juego de dados llamado Florian's. Otra persona miraba también el anuncio. Contemplaba las polvorientas ventanas con una fijeza en la expresión cercana al éxtasis, como un robusto inmigrante que divisara por vez primera la Estatua de la Libertad. Era un hombre grande, aunque no medía más allá de un metro noventa y cinco ni era mucho más ancho que un camión de cerveza. Se hallaba a una distancia de unos tres metros, con los brazos completamente caídos y un humeante cigarro olvidado entre los enormes dedos de su mano izquierda.

  Negros esbeltos y silenciosos iban y venían por la calle y lo miraban de reojo porque era todo un espectáculo. Llevaba el sombrero de fieltro típico de un gánster, una chaqueta gris de sport con bolas de golf en miniatura a modo de botones, una camisa marrón, una corbata amarilla, pantalones grises de franela con la raya muy marcada y zapatos de piel de cocodrilo con las punteras de color blanco. Del bolsillo del pecho le caía en cascada un pañuelo que hacía juego con el amarillo brillante de la corbata. También llevaba dos plumas de colores metidas en la banda del sombrero, pero hay que reconocer que no las necesitaba. Incluso en Central Avenue, que no es la calle más discreta del mundo en materia de vestimenta, pasaba tan inadvertido como una tarántula en un trozo de bizcocho.

  Estaba demasiado pálido y necesitaba un afeitado. Pensándolo bien, siempre daría la impresión de necesitar un afeitado. Pelo negro rizado y cejas muy tupidas que casi se unían por encima de su nariz porruda. Las orejas, en cambio, resultaban pequeñas y delicadamente dibujadas para un individuo de su tamaño, y sus ojos tenían un brillo similar al que otorgan las lágrimas y que a menudo parece una característica de los ojos grises. Durante un rato conservó la inmovilidad de una estatua y, finalmente, sonrió.

  Luego cruzó despacio la acera hacia la doble puerta batiente que cerraba la escalera por la que se subía al piso de arriba. La empujó para abrirla, examinó desapasionadamente la calle a izquierda y derecha, y acabó entrando. Si hubiera sido un tipo menos gigantesco y hubiese ido vestido de manera un poco menos llamativa, quizá habría pensado yo que se disponía a perpetrar un atraco a mano armada. Pero no con aquella ropa; no con aquel sombrero y todo aquel conjunto.

  Las puertas batientes giraron de nuevo hacia afuera y casi se detuvieron, pero antes de inmovilizarse por completo se abrieron de nuevo, con violencia. Algo atravesó volando la acera y fue a caer en la calzada, entre dos coches estacionados. Aterrizó sobre las manos y las rodillas y emitió un sonido muy agudo, como de rata acorralada. Luego se levantó muy despacio, recogió el sombrero que había perdido y regresó a la acera. Era un negro joven de tez clara, delgado, estrecho de hombros, con un traje color lila y un clavel en el ojal. Pelo negro muy brillante y repeinado. Mantuvo la boca abierta y lloriqueó durante un momento. La gente lo miró con aire distraído. El joven optó por volver a colocarse el sombrero con rapidez, se deslizó hasta la pared de la casa y echó a andar sin hacer nuevos ruidos, los pies hacia afuera, calle adelante.

  Silencio. El tráfico recobró la normalidad. Yo me acerqué a las puertas batientes y me detuve delante. Se habían inmovilizado ya. No eran asunto mío. Pero las empujé para abrirlas y miré dentro.

  Una mano en la que me podría haber sentado salió de la oscuridad, me agarró por un hombro y lo hizo añicos. Luego la mano me hizo atravesar la puerta y sin esfuerzo alguno me levantó en el aire la altura de un escalón. La cara de grandes dimensiones se me quedó mirando. Una voz suave y grave me habló muy bajo:

   -¿Morenos aquí, no es eso? Explíquemelo, amigo.

  Al comienzo de la escalera estaba a oscuras y en silencio. De lo alto llegaban vagos ruidos de humanidad, pero nosotros estábamos solos. El gigante me miró fijamente con expresión solemne y siguió aplastándome el hombro.

   -Un negro -dijo-. Acabo de echarlo fuera. ¿Me ha visto echarlo fuera?

  Me soltó el hombro. No parecía tener roto el hueso, pero sí dormido el brazo.

   -Es uno de esos sitios -dije, frotándome la parte dolorida-. ¿Qué esperaba?

   -No diga eso, amigo -ronroneó suavemente el gigante, como cuatro tigres después de cenar-. Velma trabajaba aquí. Mi pequeña Velma.

  Me buscó otra vez el hombro. Traté de esquivarlo, pero era tan rápido como un felino. Empezó a machacarme otra vez los músculos con sus dedos de hierro.

   -Sí -dijo-. Mi pequeña Velma. Llevo ocho años sin verla. ¿Dice que es un local para negros?

  Respondí que sí con un hilo de voz.

  El gigante me levantó dos escalones más. Me zafé como pude y traté de conseguir un mínimo de espacio para maniobrar. No llevaba pistola. No había considerado que me hiciera falta para buscar a Dimitrios Aleidis. Tampoco creo que me hubiera servido de gran cosa. Probablemente mi acompañante me la hubiese quitado y se la habría comido.

   -Suba y compruébelo usted mismo -dije, tratando de que mi voz no reflejara el dolor que sentía.

  Me soltó una vez más y se me quedó mirando con una expresión como de tristeza en los ojos grises.

   -Me siento bien -dijo-. No me gustaría que nadie se enfadara conmigo. Vamos a subir usted y yo y quizá nos tomemos unas copas.

   -No le servirán bebidas. Ya le he dicho que es un local para negros.

   -Hace ocho años que no veo a Velma -dijo con su voz grave y triste-. Ocho largos años desde que le dije adiós. Y seis sin escribirme. Pero seguro que ha tenido sus razones. Trabajaba aquí. Era una preciosidad. Vamos a subir usted y yo, ¿eh?

   -De acuerdo -grité-. Subiré con usted. Pero deje de llevarme. Permítame que ande. Estoy perfectamente. Ya terminé de crecer. Incluso voy solo al cuarto de baño. Deje de llevarme.

   -Mi pequeña Velma trabajaba aquí -dijo con suavidad. No me estaba escuchando.

  Subimos las escaleras. Me permitió que caminara. Me dolía el hombro y tenía húmeda la nuca.

martes, 20 de octubre de 2015

Du Maurier Daphne - Rebecca.


Novelista romántica inglesa y escritora de cuentos de aventuras y misterio, a menudo ambientados en la costa de Cornualles. Nació en Londres y estudió en casa con sus hermanas. A los 18 años empezó a escribir relatos que más tarde se publicarían en El manzano (1952). En 1932 se casó con sir Frederick Browning, comandante general, y en 1943 se establecieron con sus tres hijos en Menabilly, una casa situada en Cornualles. Con `La posada de Jamaica` (1936) logró su primer éxito comercial. Se trata de un relato melodramático sobre el contrabando en la costa de Cornualles, en el que retrata la desigual relación entre los sexos, que fue llevado al cine por Alfred Hitchcock en 1939. Pero fue su novela `Rebeca` (1938), adaptada al cine también por Hitchcock (1940), la que levantó los elogios del público y de la crítica. En ella, Du Maurier describe la ambivalencia de poder entre los sexos y el sometimiento que la sociedad exige a la mujer dentro del matrimonio. La prenda de punto rebeca procede de esta película cuya actriz Joan Fontaine usaba unas prendas de vestir de este tipo. `La cala del francés` (1941) es otra novela romántica inspirada en una breve relación amorosa.
A pesar de que su estilo ha sido criticado por melodramático, Du Maurier atrajo la atención literaria por su talento como narradora. Su novela `Mi prima Raquel` (1951) alcanzó cierta popularidad y también fue adaptada al cine en 1953. Sus relatos `Los pájaros` (1952) y `Ahora no mires` (1971) fueron llevados al cine en 1963 y 1973, respectivamente. En ambos, junto con `La cita` (1980), comenzó a aparecer el lado más desconcertante de la habilidad de Du Maurier como escritora de misterio, lo que incrementó su interés literario. También escribió obras históricas, de teatro y una biografía de su padre, el actor y director Gerald du Maurier.

***

A la mansión de Manderley llegan Maxim de Winter y su nueva esposa, una mujer joven, tímida e inocente. Pronto ésta se verá apresada por el perturbador recuerdo de la primera mujer de su marido, llamada Rebeca. Una mujer brillante en todos los aspectos a la que todos parecen adorar, y que murió mientras guiaba su velero durante una tormenta.
La presencia obsesiva de su recuerdo en todo lo que les rodea, y en especial la arisca actitud de la siniestra y misteriosa ama de llaves (antigua niñera de Rebeca), está a punto de destrozarles la relación y hasta la existencia.
Nadie que conozca la película basada en esta novela ha olvidado el conflicto de pasiones e intereses que se desarrolla en la mansión de Manderley. Pero sólo la lectura del libro le permitirá penetrar en la psicología de los protagonistas y comprender sus reacciones, profundamente humanas y convincentes. Los personajes de esta novela son seres complejos, pero el arte de la autora, de extraordinaria fuerza dramática, los recrea hasta lo más mínimo.

***

(Fragmento).
 Capítulo 1
ANOCHE soñé que había vuelto a Manderley. En mi sueño me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. La puerta estaba cerrada con candado y cadena. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los mohosos barrotes de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.
No humeaba la chimenea, y las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. Serpenteaba el camino ante mí, retorcido y tortuoso como siempre, pero según avanzaba noté que había cambiado; ahora era estrecho y estaba descuidado, no como yo lo había conocido. Al principio me extrañó y no comprendí lo que había cambiado; pero cuando tuve que bajar la cabeza para no tropezar con una rama que cruzaba el camino, me di cuenta de lo ocurrido. La naturaleza había reconquistado lo que fue suyo y, poquito a poco, con métodos arteros e insidiosos, había ido invadiendo el camino, extendiendo por él sus dedos, largos y tenaces. El bosque, siempre amenazador, incluso en tiempos pasados, había triunfado al fin. Oscura y salvaje, la vegetación llegaba hasta los bordes del camino. Las hayas, de tronco blanco y desnudo, se inclinaban las unas hacia las otras y entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando sobre mi cabeza una bóveda como la nave de una iglesia. Vi otros árboles mezclados con las hayas, que no reconocí: robles achaparrados y olmos retorcidos que habían nacido inopinadamente de la tierra silenciosa, junto a plantas y arbustos disformes de los que tampoco me acordaba.
El camino había quedado reducido a un estrecho sendero, ya sin grava, ahogado de hierbas y musgo. Abundaban en los árboles las ramas bajas que estorbaban el paso; las retorcidas raíces parecían garras esqueléticas. Aislados entre la maleza pude reconocer algunos macizos, que en nuestros tiempos resaltaban graciosos y cuidados, como aquel de hortensias de tallos elegantes, cuyas azuladas flores llegaron a adquirir cierto renombre. Nadie las cultivaba ya y se habían vuelto silvestres, creciendo desmesuradas, incapaces de florecer, negruzcas, feas, como los anónimos parásitos que junto a ellas crecían.
Aquel pobre hilillo blanco que un día fue nuestro camino avanzaba más y más, torciendo ora a la derecha, ora a la izquierda. Algunas veces lo creí ahogado para siempre, pero aparecía de nuevo, acaso bajo un árbol caído o luchando con el barro de una charca nacida de las lluvias invernales. Me pareció el camino más largo que antes. Evidentemente, los kilómetros se habían multiplicado, como los árboles, y el camino conducía únicamente a un laberinto, a una espesura impenetrable, y no a la casa. Pero, de repente, apareció esta ante mí. La avenida que conducía hasta la puerta estaba casi borrada por el desmesurado crecimiento de matojos exuberantes que se extendían por todas partes. Me detuve, con el corazón palpitante, mientras sentía en los ojos la extraña punzada de las lágrimas.
¡Allí estaba Manderley! ¡Nuestro Manderley!, reservado y silencioso, como siempre. Sus grises piedras brillaban a la luz de la luna de mi sueño, y las vidrieras reflejaban los verdes macizos de césped y la terraza. El tiempo no había logrado destruir la perfecta simetría de aquellos muros, ni el lugar sobre el que se alzaban como una joya mostrada en el hueco de la mano.
La terraza se fundía en los macizos y los macizos en el mar; volviendo la cabeza, pude ver la sábana de plata, tranquila a la luz de la luna, como lago no inquietado por brisa o por aquilón. Ni una ola rizaba aquellas aguas de ensueño, ninguna nube impelida por el poniente oscurecía la claridad del pálido firmamento. Volví a mirar hacia la casa, y aunque se alzaba inviolada e intacta, como si la acabáramos de abandonar, vi que el jardín había obedecido la ley de la selva, igual que el bosque. Los rododendros medían más de quince metros y se retorcían abrazados en extraño maridaje a una multitud de arbustos anónimos, pobres advenedizos, que se agarraban a sus raíces como si se dieran cuenta de su origen bastardo. Se veía un lilo enlazado con una haya roja, y, como si quisiera hacer la unión más fuerte, la hiedra malévola, sempiterna enemiga de lo grácil, había extendido sus tenaces zarcillos alrededor de la pareja, que así resultaba prisionera. La hiedra reinaba en el abandonado jardín; sus largas ramas se arrastraban sobre el césped, y pronto llegarían hasta la misma casa. Otra planta, espurio brote del bosque, cuyas semillas caían y morían antes bajo los árboles, marchaba ahora junto a la hiedra, e imponía su fealdad de ruibarbo monstruoso sobre los suaves bancales de césped donde antes florecían los narcisos.
Crecían por todas partes las ortigas, vanguardia del ejército invasor. Ahogaban la terraza, se desperezaban en los senderos, se inclinaban, vulgares y delgaduchas, hasta contra las ventanas de la casa. Centinelas descuidadas, habían dejado que rompieran sus filas los arbustos de ruibarbo; sus cabezas arrugadas, sus tallos encogidos, formaban veredas frecuentadas por los conejos. Pasé del camino a la terraza, pues las ortigas no eran barrera para mí. Caminaba encantada, y nada podía detenerme.
La luna sabe jugar con la imaginación, hasta con la imaginación de una persona que duerme. Estaba frente a la casa, callada, silenciosa, y hubiera podido jurar que Manderley no era un caparazón vacío, sino que vivía y respiraba como en otros tiempos.
Veía luz en las ventanas; la brisa nocturna movía suavemente las cortinas; y allí, en la biblioteca, estaba la puerta mal cerrada, como la habíamos dejado, y junto a un jarrón de rosas, mi olvidado pañuelo.
El cuarto mismo era testigo de nuestra presencia allí: un montón de libros preparados para ser devueltos a la biblioteca circulante y un desechado número del Times; ceniceros con alguna colilla; almohadones que aún conservaban las huellas de nuestras cabezas, tirados sobre las sillas. En el hogar, los rescoldos del fuego, que durarían hasta la madrugada, y Jasper, nuestro querido Jasper, con sus ojos expresivos y sus dientes poderosos, estaría tumbado dando con el rabo sobre el suelo porque había oído las pisadas del amo.
Una nube, antes no vista, cubrió de repente la luna y se detuvo un instante, como mano sombría que escondiera una cara. Desapareció la ilusión con ella y las luces de las ventanas se apagaron. Volví a ver solamente un caserón desolado, inanimado, abandonado hasta de los fantasmas, sin que ni un eco del pasado se agarrase a sus paredes desnudas.
La casa era una tumba, y nuestras angustias y sufrimientos estaban allí enterrados en las ruinas. No resucitarían. Cuando, ya despierta, recordase a Manderley, lo haría sin amargura. Pensaría en lo que hubiera podido ser, pensaría que yo hubiera podido vivir allí sin sufrimientos. Me acordaría de la rosaleda en verano y del gorjeo de los pajarillos al amanecer. De la hora del té bajo el castaño, del rumor del mar que nos llegaba a través de los prados.
Pensaría en los lilos en flor y en el Valle Feliz. Eran cosas permanentes y no podían desaparecer. Eran recuerdos y no podían causarnos dolor. Todo esto pensaba aún soñando, mientras las nubes ocultaban la cara de la luna, pues, como muchos que sueñan, me daba cuenta de ello. La verdad era que me encontraba durmiendo a muchos cientos de kilómetros, en tierra extranjera, y que despertaría, pasados unos segundos, en el desnudo cuartito de un hotel cuya vulgaridad anónima me servía de consuelo. Suspiraría un instante, me desperezaría, daría la vuelta, y al abrir los ojos me sorprendería el sol resplandeciente, el cielo límpido y duro, tan distinto de la suave claridad de la luna de mi sueño. Comenzaría nuestro día, largo y monótono, es verdad, pero lleno de cierta paz, de cierta bendita tranquilidad que antes no habíamos conocido. De Manderley no hablaríamos, ni yo le contaría mi sueño. Porque Manderley ya no era nuestro; Manderley ya no existe.

Fuente:
ePub r1.2
Titivillus 29.08.15
Dr. Enrico Pugliatti.

Agatha Christie. Novela:El Asesinato De Roger Ackroyd.


Novelista inglesa, prolífica escritora de relatos policiacos. Nació en Torquay. `El misterioso caso de Styles` (1920) inauguró su carrera. Sus relatos se caracterizan por los sorprendentes desenlaces y por la creación de dos originales detectives: Hercules Poirot y Miss Marple. Poirot es el héroe de la mayor parte de sus novelas, entre las que destacan `El asesinato de Roger Ackroyd` (1926) y `Telón` (1975), donde se produce la muerte del detective. Su primer matrimonio, con Archibald Christie, terminó en divorcio en 1928. En 1930, durante un viaje por Oriente Próximo, Christie conoció al prestigioso arqueólogo inglés Max Mallowan. Se casaron ese mismo año, y desde entonces Christie acompañó a su marido en sus visitas anuales a Irak y Siria. Utilizó estos viajes como material para `Asesinato en Mesopotamia` (1930), `Muerte en el Nilo` (1937), y `Cita con la muerte` (1938). Entre las obras teatrales de Christie cabe citar `La ratonera`, representada en Londres ininterrumpidamente desde 1952, y `Testigo de cargo` (1953, llevada al cine en 1957 en una magnífica versión de Billy Wilder y protagonizada por Charles Laughton, Marlene Dietrich y Tyrone Power), por la que recibió el premio de la crítica teatral de Nueva York para la temporada 1954-1955. Escribió también novelas románticas bajo el seudónimo de Mary Westmacott. Sus historias han sido llevadas al cine y la televisión, especialmente las protagonizadas por Hercules Poirot y Miss Marple. En 1971, fue condecorada con la Orden del Imperio Británico.

***

El Asesinato De Roger Ackroyd

La señora Ferrars ha aparecido muerta, víctima de una sobredosis de somníferos. Un año antes había fallecido también su marido, oficialmente de una gastritis aguda, aunque para Caroline Sheppard, la hermana del doctor del pueblo, se trata de un asesinato. Poco después, el cadáver de Roger Ackroyd, hombre rico del pueblo, aparece con una daga tunecina clavada en la espalda. Caroline sospecha que hay una relación entre las tres muertes. Afortunadamente, para ayudarla, el pueblo cuenta con un nuevo vecino, de corta estatura y grandes bigotes, con el curioso nombre de Hercules...
Fuente:
RBA.
Dr. Enrico Pugliatti.

lunes, 19 de octubre de 2015

Raymond Chandler. Novela: El sueño eterno.


Publicada en 1939, EL SUEÑO ETERNO supuso la fulgurante irrupción de Raymond Chandler (1888-1959) en el ámbito de la novela negra. Tomando como modelo en muchos aspectos a Dashiell Hammett, principalmente en la concepción de esta clase de relatos como reflejo y crítica de una sociedad más que como propuesta de acertijo o enigma a resolver, Chandler inició con su apuesta por su detective Philip Marlowe, con su inconfundible sentido del humor, una de las vetas más ricas del género. En «El sueño eterno» -novela repleta de nervio y de ingeniosos diálogos- es un caso de chantaje el que lleva a Marlowe a asomarse a las alcantarillas de una sociedad en apariencia espléndida.
Fuente:
Editorial Debate.

(Fragmento).
Capítulo 1
Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba que había llovido. Vestía mi traje azul oscuro con camisa azul oscura, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno, y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
El recibidor del chalet de los Sternwood tenía dos pisos. Encima de las puertas de entrada, capaz de permitir el paso de un rebaño de elefantes indios, había un vitral en el que figuraba un caballero con armadura antigua rescatando una dama que se hallaba atada a un árbol, sin más encima que una larga y muy oportuna cabellera. Tenía levantada la visera de su casco, como muestra de sociabilidad, y jugueteaba con las cuerdas que ataban a la dama, al parecer sin resultado alguno. Me detuve un momento y pensé que de vivir yo en esta casa, tarde o temprano tendría que subir allí y ayudarle, ya que parecía que él, realmente, no lo intentaba.
La parte trasera del vestíbulo tenía puertaventanas; tras ellas, un gran cuadro de césped se extendía delante de un garaje blanco, ante el cual el chófer, joven, moreno y esbelto, con brillantes polainas negras, limpiaba un Packard descapotable, color castaño. Detrás del garaje había árboles recortados tan cuidadosamente como el pelaje de los perros de lanas y después de ellos, un inmenso invernadero con techo en forma de cúpula. A continuación había más árboles y, completamente al fondo, se veían las líneas sólidas, desiguales y apacibles de las faldas de las colinas.
En el lado este del edificio, una escalera pavimentada con baldosines daba a un balcón corrido con barandilla de hierro forjado y un vitral, con otra escena romántica. Enormes sillas, con asiento redondo de felpa roja, adosadas a la pared, en los espacios vacíos, daban la sensación de que nunca se hubiese sentado nadie en ellas. En medio de la pared oeste había una enorme chimenea con pantalla de cobre formada por cuatro panales unidos con bisagras, y en aquélla una repisa de mármol en cuyas esquinas había cupidos. En la repisa había un gran retrato al óleo, y encima de éste dos gallardetes de caballería, agujereados con bala o comidos por la polilla, cruzados dentro de un marco de cristal. El retrato era el de un rígido oficial con uniforme de la época de la guerra contra México. El hombre del retrato tenía perilla y bigotes negros y, en conjunto, el aspecto de un hombre con el que convenía estar a bien. Pensé que debía ser el abuelo del general Sternwood. No podía ser el propio general, aunque había oído que éste era demasiado viejo para un par de hijas que rondaban la peligrosa edad de los veintitantos.
Estaba contemplando aún los ojos negros y ardientes cuando se abrió una puerta debajo de la escalera. No era el mayordomo que volvía. Era una muchacha. Tendría alrededor de veinte años; era pequeña y delicadamente formada, aunque parecía fuerte. Vestía pantalones azul pálido, que le sentaban muy bien. Andaba como flotando. Su pelo tostado era fino y ondulado y lo llevaba más corto de lo que se estilaba entonces: a lo paje con puntas vueltas hacia dentro. Sus ojos eran azul pizarra y no tenían expresión ninguna cuando miraron hacia mí. Se me acercó y sonrió; tenía dientes pequeños y rapaces, tan blancos como el corazón de la naranja fresca y tan nítidos como la porcelana. Brillaban entre los labios delgados, demasiado tirantes. Su rostro carecía de color y no parecía muy saludable.
—Es usted muy alto —me dijo.
—Ha sido sin querer.
Sus ojos se agrandaron. Estaba confundida. Pensaba. Y pude darme cuenta en el poco tiempo que la conocía que pensar iba a ser siempre un fastidio para ella.
—Y buen mozo. Además, apuesto a que usted ya lo sabe.
Gruñí.
—¿Cómo se llama?
—Reilly —dije—. Doghouse Reilly.
—Es un nombre muy raro —comentó.
Se mordió el labio y volvió la cabeza un poco mirando hacia mí de soslayo. Entonces bajó las pestañas, que casi acariciaron sus mejillas, y las levantó de nuevo lentamente, como un telón. Llegaría a conocer bien este truco, que tenía como finalidad hacerme caer de espaldas, patas arriba.
—¿Es usted luchador? —preguntó al ver que no me caía.
—No exactamente. Soy un sabueso.
—¿Un qué...? —preguntó, ladeando la cabeza con enfado, y su hermoso color brilló en la luz, más bien tenue, del gran vestíbulo—. Se está usted burlando de mí.
—¡Hum...!, ¡hum!
—¿Qué?
—Prosiga —dije— ya me oyó.
—No ha dicho nada. Es usted un grandísimo bromista —dijo, y levantó un pulgar y se lo mordió.
Era un pulgar extrañamente formado, delgado y estrecho como un dedo suplementario, sin curva alguna en la primera articulación. Se lo mordió y lo chupó lentamente, dándole vueltas en la boca, como haría un niño con el chupete.
—Es usted terriblemente alto —dijo y soltó una risita divertida.
Se volvió con lentitud, sin levantar los pies. Sus manos estaban caídas a los costados. Se inclinó hacia mí de puntillas. Se precipitó en mis brazos. Tenía que cogerla o dejar que se estrellase en el suelo embaldosado. La sostuve por las axilas y, como un muñeco desarticulado, cayó sobre mí. Tuve casi que abrazarme a ella para levantarla. Cuando su cabeza estuvo sobre mi pecho, la levanté y me miró riéndose:
—Es usted listo —dijo, divertida—, yo también lo soy.
No contesté nada. El mayordomo eligió tan oportuno momento para volver a través de las puertaventanas y verme sujetándola.
Esto no pareció preocuparle. Era un hombre alto, delgado y con el pelo blanco, de unos sesenta años. Tenía ojos azules, de mirada completamente abstraída. Su piel era suave y brillante, y se movía como un hombre de firmes músculos. Atravesó la habitación despacio hacia nosotros y la muchacha se separó de mí de un salto y desapareció antes de que yo pudiera dejar escapar un suspiro.
El mayordomo dijo sin entonación: —El general le recibirá ahora mismo, señor Marlowe. Levanté la barbilla y señalando con la cabeza pregunté: —¿Quién es?

—La señorita Carmen Sternwood, señor —Deberían destetarla. Ya tiene edad suficiente. Miró hacia mí con grave cortesía y repitió lo que él había dicho.

sábado, 17 de octubre de 2015

Josephine Tey. Novela: La hija del tiempo.


1990 elegida mejor novela de misterio escrita en inglés por la Crime Writers’ Association de Gran Bretaña.
«Suspense de primera categoría, hábilmente trenzado y bellamente escrito». Los Angeles Times
«Un clásico ineludible de la literatura detectivesca». The NY Times.

ARGUMENTO
Las largas horas de convalecencia en la cama de un hospital pueden llegar a ser mortales para una mente despierta como la de Alan Grant, inspector de Scotland Yard. Pero sus días de tedio acaban cuando alguien le propone un interesante tema sobre el que meditar: ¿podría adivinarse el carácter de alguien solo por su aspecto?
Grant se basará en un retrato de Ricardo III para demostrar que ello es posible: el monarca más despiadado de la historia del Reino Unido podría haber sido, según Grant, inocente de todo crimen.
Aquí comienza una investigación llena de conjeturas acerca de la persona y el reinado de Ricardo III, un controvertido pasaje de la historia británica que, tras haber leído esta novela, indudablemente será visto con otros ojos.
Fuente: Editorial RBA



La verdad es la hija del tiempo.
(Fragmento de novela).
Proverbio Antiguo

1

Grant yacía en su cama alta de color blanco contemplando el techo. Lo miraba con aversión. Se sabía de memoria hasta la más ínfima grieta de aquella limpia superficie. Había trazado mapas del techo y los había explorado: ríos, islas y continentes. Había jugado a las adivinanzas y hallado objetos ocultos: rostros, pájaros y peces. Había realizado cálculos matemáticos y redescubierto su infancia: teoremas, ángulos y triángulos. Prácticamente no había otra cosa que hacer que observarlo. Lo odiaba.
Había propuesto a la Enana que girara un poco la cama para poder explorar un nuevo tramo de techo. Pero al parecer eso estropearía la simetría de la habitación, y en los hospitales, la simetría está un escalafón por debajo de la limpieza y dos por encima de la devoción a Dios. En un hospital, cualquier cosa que estuviese desalineada era una blasfemia. ¿Por qué no leía?, le preguntaba ella. ¿Por qué no se enfrascaba en la lectura de una de aquellas novelas caras recién editadas que sus amigos no paraban de traerle?
—Nace demasiada gente en el mundo y se escriben demasiadas palabras. Cada minuto salen millones y millones de ellas de las imprentas. La idea me horroriza.
—Parece que esté usted estreñido —le dijo la Enana.
La Enana era la enfermera Ingham, quien en realidad medía un metro sesenta y estaba muy bien proporcionada. Grant la llamaba la Enana para desquitarse del hecho de recibir órdenes de una figurita de porcelana de Dresde a la que podría sostener en una mano. Siempre que pudiese ponerse en pie, claro está. No solo le decía qué podía y qué no podía hacer, sino que manejaba su metro ochenta de humanidad con una soltura que a Grant le resultaba humillante. Por lo visto, el peso no era obstáculo para la Enana. Volteaba los colchones con la abstraída elegancia de un malabarista. Cuando acababa su turno, Grant era atendido por la Amazona, una diosa con unos brazos como las ramas de una haya. La Amazona era la enfermera Darroll, que provenía de Gloucestershire y se ponía nostálgica cuando llegaba la temporada de los narcisos. (La Enana era de Lytham St. Anne’s, y a ella los narcisos le importaban un comino.) Tenía las manos grandes y tersas y ojos de vaca, y siempre parecía lamentarse por los demás, pero el menor esfuerzo físico la hacía jadear como si fuese una bomba de succión. A Grant le parecía todavía más humillante ser tratado como un peso muerto que como si no pesara nada.
Grant estaba postrado y al cargo de la Enana y la Amazona porque se había caído por una trampilla, el colmo de la humillación. En comparación con eso, los empujones de la Amazona y los leves tirones de la Enana eran un mero corolario. Caerse por una trampilla era el colmo del absurdo, algo patético y grotesco, digno de una pantomima. En el momento de su desaparición del nivel del suelo estaba persiguiendo implacablemente a Benny Skoll. El único aunque escaso consuelo en esa situación insufrible era que cuando Benny Skoll dobló la esquina a todo correr, fue a parar a los brazos del sargento Williams.
Ahora Benny debería estar tres años entre rejas, lo cual era muy satisfactorio para los jefazos, pero seguramente vería reducida su condena por buena conducta. En los hospitales no había indultos por buen comportamiento.
Grant dejó de contemplar el techo y miró de soslayo la pila de libros caros y llamativos en los que tanto había insistido la Enana. El que estaba encima, con la hermosa imagen de Valetta vestida de un rosa imposible, era el relato anual de Lavinia Fitch sobre las vicisitudes de una intachable heroína. En vista de la representación del Gran Puerto que adornaba la cubierta, la Valeria, Angela, Cecile o Denise de turno debía de ser esposa de un marino. Solo había abierto el libro para leer el amable mensaje que Lavinia había escrito en su interior.
El sudor y el surco era Silas Weekley en plan campechano y franco a lo largo de setecientas páginas. La situación, a juzgar por el primer párrafo, no había cambiado sustancialmente desde su último libro: la madre tumbada en el piso de arriba con su decimoprimer hijo, el padre tumbado en el piso de abajo después del noveno trago, el hijo mayor tumbado a la bartola en el establo, la hija mayor tumbada con su amante en el granero y el resto de la familia pasando desapercibida en la cuadra. La lluvia se filtraba por el techo de paja y el estiércol humeaba en el muladar. Silas jamás se olvidaba del estiércol. No era culpa suya que el vapor fuese el único elemento ascendente de la escena. Si Silas hubiera descubierto un vapor que humeara hacia abajo, lo habría incluido.
Bajo los ásperos claroscuros de la sobrecubierta del libro de Silas se ocultaba una elegante historia de florituras eduardianas y absurdidades barrocas titulada Campanas en sus pies. En dicha obra, Rupert Rouge abordaba el vicio en un tono malicioso. Rupert siempre te arrancaba unas francas carcajadas durante las dos primeras páginas. Pero al llegar a la tercera te percatabas de que Rupert había aprendido de George Bernard Shaw, esa maliciosa criatura (pero, ni que decir tiene, nada viciosa), que la manera más sencilla de resultar ingenioso era el facilón y conveniente método de la paradoja. Después te veías venir los chistes con tres frases de antelación.
El libro con un fogonazo rojo de pistola sobre un fondo verde oscuro en la portada era lo último de Oscar Oakley. Tipos duros ladeando la boca y hablando en un estadounidense sintético sin el ingenio ni la mordacidad necesarios para rezumar autenticidad. Rubias, barras cromadas y persecuciones trepidantes. Una auténtica bazofia.
El caso del abrelatas perdido, de John James Mark, contenía tres errores de procedimiento en las dos primeras páginas. Al menos le había proporcionado a Grant cinco minutos de deleite mientras redactaba una carta imaginaria a su autor.
No alcanzaba a recordar cuál era el delgado libro azul situado abajo del montón. Algo serio y estadístico, pensó. Moscas tsé tsé, calorías, conductas sexuales o algo por el estilo.
Incluso en esos casos sabías qué ocurriría en la página siguiente. ¿Acaso ya nadie era capaz de variar de registro de cuando en cuando? ¿Es que todos se aferraban a la misma fórmula? Los escritores se limitaban a seguir una pauta, de manera que los lectores ya sabían lo que iba a suceder. Hablaban de «un nuevo Silas Weekley» o de «una nueva Lavinia Fitch» exactamente igual que hablaban de «un nuevo ladrillo» o «un nuevo cepillo de pelo». Jamás decían «un nuevo libro de» quien fuese. No les interesaba la obra, sino la novedad. Tenían bastante claro cómo sería.
Mientras apartaba su asqueada mirada de la variopinta pila, pensó que quizás estaría bien que todas las imprentas del mundo se detuvieran durante una generación. Debería imponerse una moratoria literaria. Algún Supermán debería inventar un rayo que las estropeara todas al mismo tiempo. Eso evitaría que la gente te enviase un montón de estupideces cuando estás tumbado en la cama y ningún retaco mandón te pediría que las leyeras.
Grant oyó que se abría la puerta, pero no se volvió para mirar. Se había puesto de cara a la pared, literal y metafóricamente.
Notó que alguien se acercaba a la cama y cerró los ojos para eludir cualquier posibilidad de conversación. En aquel momento no deseaba la simpatía de Gloucestershire ni la vivacidad de Lancashire. En el silencio que siguió, una leve tentación, una nostálgica fragancia de todos los campos de Grasse, acarició sus fosas nasales e inundó su cerebro. La saboreó, reflexionando. La Enana olía a detergente de lavanda y la Amazona a jabón y a yodo. Aquel lujoso olor que flotaba en el aire era «L’Enclos Numéro Cinq». Solo una persona a la que conociera utilizaba ese perfume, y esa era Marta Hallar.
Abrió un ojo y miró de soslayo. Evidentemente, ella se había inclinado para ver si estaba dormido y ahora observaba con aire indeciso —si es que podía decirse que Marta hacía algo con indecisión—, prestando atención al montón de publicaciones manifiestamente vírgenes que había sobre la mesa. En un brazo llevaba dos libros nuevos, y en el otro un gran ramo de lilas blancas. Grant se preguntó si había elegido lilas blancas porque las consideraba la ofrenda floral más adecuada para el invierno (adornaban su camerino del teatro de diciembre a marzo) o porque no desmerecían su elegante blanco y negro. Llevaba un sombrero nuevo y sus habituales perlas, unas perlas que en su día Grant le había ayudado a recuperar. Estaba muy guapa, muy parisina y, por suerte, desentonaba sobremanera con el hospital.
—¿Te he despertado, Alan?
—No, no estaba durmiendo.
—Parece que vengo a echar agua en el mar —dijo Marta, dejando los dos libros junto a sus despreciados hermanos—. Espero que te parezcan más interesantes que esos otros. ¿Ni siquiera has hojeado el de nuestra querida Lavinia?
—No puedo leer nada.
—¿Tienes dolores?
—Estoy agonizando. Pero no es la pierna ni la espalda.
—¿De qué se trata entonces?
—Es lo que mi prima Laura llama «las punzadas del aburrimiento».
—Pobre Alan. ¡Y cuánta razón tiene Laura! —Marta sacó un puñado de narcisos de un jarrón demasiado grande para acogerlos, los tiró en el lavabo con uno de sus más refinados ademanes y procedió a sustituirlos por las lilas—. Uno podría pensar que el aburrimiento es una emoción enorme, pero no lo es, por supuesto. Es algo absurdo, insignificante.
—Ni una cosa ni la otra. Es como si te atizaran con ortigas.
—¿Por qué no te pones a hacer algo?
—¿Perfeccionar mis hobbies?
—Perfeccionar la mente. Por no hablar de tu alma y tu humor. Podrías estudiar filosofía. Yoga o algo así. Pero supongo que una mente analítica como la tuya no es la más adecuada para reflexionar sobre lo abstracto.
—Me he planteado retomar el álgebra. Tengo la sensación de que nunca le hice justicia en la escuela. Pero he estudiado tanta geometría en ese maldito techo que estoy un poco harto de las matemáticas.
—Bueno, imagino que no tiene sentido recomendar rompecabezas a alguien que se encuentra en tu situación. ¿Qué tal unos crucigramas? Puedo traerte un cuadernillo, si quieres.
—Dios me libre.
—Siempre puedes inventártelos. Dicen que es más divertido que resolverlos.
—Es posible, pero un diccionario pesa varios kilos. Además, nunca me ha gustado buscar cosas en libros de consulta.
—¿Juegas al ajedrez? Yo ya no me acuerdo. ¿Qué te parecen unos problemas de ajedrez? Salen las blancas y mate en tres movimientos y cosas así.
—Solo me interesa el ajedrez desde una perspectiva pictórica.
—¿Pictórica?
—Los peones, los alfiles y demás son muy decorativos, de lo más elegantes.
—Muy bien. Puedo traerte un tablero. De acuerdo, olvidemos el ajedrez. Podrías realizar alguna investigación académica. Es como las matemáticas, tienes que dar con la solución a un problema no resuelto.
—¿Te refieres a delitos? Me sé todos los casos de memoria.
Ya no se puede hacer nada más al respecto, y menos si estás postrado en una cama.
—No me refería a los archivos de Scotland Yard. Me refería a algo más... ¿Cómo decirlo? Algo más clásico. Algo que haya traído de cabeza al mundo durante siglos.
—¿Por ejemplo?
—Pues las cartas del cofre.
—¡Ah no! ¡María, reina de Escocia no!
—¿Y por qué no? —preguntó Marta, que al igual que todas las actrices veía a María Estuardo a través de una bruma de velos blancos.
—Podría interesarme una mujer mala, pero una tonta no.
—¿Tonta? —dijo Marta con su mejor registro grave de Electra.
—Mucho.
—Pero Alan, ¿cómo puedes decir eso?
—Si hubiese llevado otro tocado nadie se habría interesado nunca por ella. Lo que seduce a la gente es ese sombrerito.
—¿Crees que habría amado con menos pasión si hubiese llevado un sombrero de paja?
—Nunca amó con pasión, llevara el sombrero que llevara.
Marta parecía tan escandalizada como le permitían toda una vida en el teatro y una hora de concienzudo maquillaje.
—¿Por qué piensas eso?
—María Estuardo medía uno ochenta. Casi todas las mujeres demasiado altas son frías. Pregúntale a cualquier médico.
Y al pronunciar esas palabras, Grant se preguntó por qué desde que Marta lo adoptó como acompañante de repuesto cuando necesitaba uno no se le había ocurrido sopesar si su célebre racionalidad con los hombres obedecía precisamente a su estatura. Pero Marta no había trazado ningún paralelismo; seguía pensando en su reina favorita.
—Al menos fue una mártir. Eso tendrás que reconocérmelo.
—¿Mártir de qué?
—De su religión.
—Lo único que la martirizó fue el reuma. Se casó con Darnley sin la dispensa papal y con Bothwell por el rito protestante.
—¡Y por supuesto ahora me dirás que tampoco estuvo presa!
—El problema es que te la imaginas en una pequeña habitación en lo alto de un castillo, con barrotes en las ventanas y una vieja sirvienta fiel que comparte con ella las oraciones, cuando en realidad contaba con sesenta personas a su servicio. Se quejó amargamente cuando las redujeron al miserable número de treinta personas y a punto estuvo de morirse del disgusto cuando se quedó con dos secretarios, varias mujeres, una bordadora y un par de cocineros. E Isabel tuvo que pagarlo todo de su bolsillo. Estuvo pagando durante veinte años, y durante veinte años María Estuardo fue ofreciendo la corona de Escocia por toda Europa a cualquiera que estuviese dispuesto a iniciar una revolución y le devolviera el trono que había perdido o, dicho de otra manera, el trono que ocupaba Isabel.
Grant miró a Marta y vio que estaba sonriendo.
—¿Ya van un poco mejor ahora? —preguntó.
—¿Mejor el qué?
—Las punzadas.
Grant se echó a reír.
—Sí, durante un minuto me había olvidado de ellas. ¡Al menos podemos atribuirle algo bueno a María Estuardo!
—¿Cómo sabes tanto sobre María?
—En mi último año de colegio hice un trabajo sobre ella.
—Y no te gustó, deduzco.
—No me gustó lo que descubrí sobre ella.
—Es decir, que no la consideras un personaje trágico.
—Sí, mucho. Pero no trágico en el sentido que suele creer la gente. Su tragedia fue que nació siendo reina con la actitud de un ama de casa. Tomarle el pelo a tu vecina, la señora Tudor, es inofensivo e incluso divertido; a lo sumo no podrás justificar una serie de compras a plazos, pero eso te afecta solo a ti. Cuando utilizas la misma técnica con un reino, el resultado es desastroso. Si estás dispuesto a empeñar un país de diez millones de habitantes para mofarte de un rival monárquico, acabas siendo un fracasado sin amigos. —Grant reflexionó unos instantes—. Habría tenido un éxito arrollador como maestra en una escuela para chicas.
—¡Qué bruto eres!
—Lo digo en el buen sentido. Les habría caído bien a los empleados, y las niñas la habrían adorado. A eso me refiero cuando digo que es trágica.
—En fin, que tampoco te apetecen las cartas del cofre. ¿Qué más tienes por ahí? El hombre de la máscara de hierro.
—No recuerdo quién era, pero no me interesa un hombre tímido que se esconde detrás de un trozo de lata. No me interesa nadie a quien no pueda verle la cara.
—Ah, sí, olvidaba tu pasión por las caras. Las de los Borgia eran maravillosas. Seguro que en ellas encontrarías más de un misterio con el que entretenerte. También estaba Perkin Warbeck, por supuesto. La impostura siempre es fascinante. ¿Era o no era? Es un juego fantástico. La balanza nunca se decanta por completo de un lado o de otro. Si la empujas sube otra vez, como un tentetieso.
Se abrió la puerta y en el umbral apareció el familiar rostro de la señora Tinker, coronado por su todavía más familiar e histórico sombrero. La señora Tinker lucía el mismo tocado desde que empezó a trabajar en casa de Grant, y era incapaz de imaginársela con ningún otro. Sabía que tenía otro, porque combinaba con algo que ella denominaba el «conjuntito azul». Ese «conjuntito azul» se lo ponía únicamente en determinadas ocasiones, lo que quiere decir que jamás aparecía con él en el 19 de Tenby Court. Se lo ponía con conciencia ritual y le servía de baremo con el que medir el acontecimiento («¿Se divirtió señora Tink? ¿Cómo fue?» «No merecía la pena que me pusiera el conjuntito azul»). Lo había llevado en la boda de la princesa Isabel y en otros actos de la realeza, y aparecía con él durante dos fugaces segundos de una noticia en la que la duquesa de Kent cortaba una cinta, pero Grant lo conocía solo de oídas; era un criterio sobre la importancia social de un acontecimiento. Los sucesos eran o no dignos de que la señora Tinker se enfundara el «conjuntito azul».
—Me han dicho que tenía usted visita —comentó la señora Tinker—, y estaba a punto de marcharme cuando me di cuenta de que la voz me era conocida y me he dicho: «Pero si es la señorita Hallard», así que he decidido entrar.
Llevaba varias bolsas de papel y un ramillete de anémonas. Saludó a Marta de mujer a mujer; en su día había sido ayudante de vestuario y no profesaba un excesivo respeto a las diosas del mundo del teatro. Observó con recelo el hermoso centro de lilas que aparecían resplandecientes merced a la pericia de Marta. Esta no se percató de la mirada, pero sí del pequeño ramo de anémonas, y abordó la situación como si la tuviera ensayada.
—Con lo que me ha costado encontrar lilas blancas y llega la señora Tinker y me da en las narices con sus lirios del valle.
—¿Lirios? —dijo la señora Tinker con aire dubitativo.
—Como dijo Salomón: no tienen que trabajar ni tejer.
La señora Tinker solo pisaba la iglesia para asistir a bodas y bautizos, pero pertenecía a una generación que había ido a catequesis. Contempló con renovado interés la pequeña maravilla que sostenía en la mano, enfundada en un guante de lana.
—Pues no lo sabía, pero tiene más sentido, ¿no? Yo pensaba que eran azucenas. Campos y campos de azucenas. Son carísimas, pero un poco deprimentes. ¿Así que eran de colores? ¿Y por qué no lo dicen? ¿Por qué tienen que llamarlas lilas?
Y así siguieron hablando de traducción y de lo engañosas que podían ser las Sagradas Escrituras («Siempre me he preguntado qué era eso de echar el pan sobre las aguas», dijo la señora Tinker) para pasar tan incómodo momento.
Mientras seguían ocupadas con la Biblia, entró la Enana con más jarrones. Grant se percató de que los jarrones eran adecuados para las lilas blancas y no para las anémonas. Eran un tributo a Marta, un pasaporte para mejorar la comunicación. Pero a Marta nunca le interesaron las mujeres, a menos que les encontrara una utilidad inmediata. Su tacto con la señora Tinker había sido un mero savoir faire, un reflejo condicionado, de modo que la Enana quedó reducida a un papel funcional en lugar de social. Recogió los narcisos del lavamanos y los colocó dócilmente en otro jarrón. La sumisión de la Enana era lo más precioso que Grant había observado en mucho tiempo.
—Bueno —dijo Marta cuando terminó de colocar las lilas y las puso donde Grant pudiera verlas—. Me voy para que la señora Tinker te dé todas esas golosinas que lleva en la bolsa de papel. Por un casual, señora Tinker, no habrá traído esos maravillosos bollos suyos...
La señora Tinker estaba henchida de orgullo.
—¿Quiere un par de ellos? Están recién salidos del horno.
—Bueno, después tendré que hacer penitencia. Esos pastelitos son mortales para la cintura, pero déme un par. Me los llevaré para acompañar el té en el teatro.
La señora Tinker eligió dos con aduladora deliberación («Me gustan con los bordes un poco tostados»), los guardó en el bolso de Marta, y esta dijo:
—Bien, au revoir, Alan. Vendré en un par de días y te enseñaré a hacer calceta. Dicen que nada relaja tanto como tejer. ¿No es cierto, enfermera?
—Sí, sí, desde luego. Muchos pacientes se entretienen tejiendo. Les parece una buena manera de pasar el rato.
Marta le lanzó un beso desde la puerta y se marchó, seguida de la respetuosa Enana.
—Menuda bruja está hecha —dijo la señora Tinker mientras se disponía a abrir las bolsas. No se refería a Marta

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