domingo, 11 de octubre de 2015

Umberto Eco. Historia de la belleza.


Umberto Eco nos comenta la Historia de la Belleza, en un libro profusamente ilustrado. «En realidad no hay belleza más auténtica que la sabiduría que encontramos y apreciamos en ciertas personas. Prescindiendo de su rostro, que puede ser poco agraciado, y haciendo caso omiso de la apariencia, buscamos su belleza interior.» Plotino «La belleza del mundo es todo lo que se manifiesta en sus elementos particulares, como las estrellas en el cielo, los pájaros en el aire, los peces en el agua y los hombres sobre la tierra.» Guillermo de Conches «Una razón evidente de que muchos no tengan un sentimiento apropiado de la belleza es la falta de esa delicadeza de la imaginación necesaria para ser sensible alas emociones más sutiles. Cada cual pretende tener esa delicadeza, habla de ella y quisiera regular a partir de ella todo gusto o sentimiento.» David Hume «La muerte y la belleza son dos cosas profundas que tienen tanto de azul como de negro y parecen dos hermanas, terribles y fecundas, con un mismo enigma y similar misterio.» Victor Hugo «La belleza es verdad, la verdad es belleza»: eso es cuanto sabemos -y debemos saber- sobre la tierra.» John Keats «Lo bello es siempre extravagante. No quiero decir que sea voluntaria, fríamente extravagante, porque en tal caso sería un monstruo que desborda los raíles de la vida. Digo que tiene siempre un punto de sorpresa que lo convierte en algo especial.» Charles Baudelaire

Editorial Debolsillo.
Nº de páginas: 440 págs.
Encuadernación: Tapa blanda bolsillo
Editorial: DEBOLSILLO
Lengua: CASTELLANO

sábado, 10 de octubre de 2015

Umberto Eco. Interpretación y sobreinterpretación.


Umberto Eco , autor de novelas de éxito e importante teórico literario, funde en este libro esos dos papeles en un provocador debate en torno al controvertido tema de la interpretación literaria. Los límites de la interpretación -lo que se puede afirmar que significa realmente un texto- es una cuestión que interesa doblemente a un semiótico, autor de novelas cuya sorprendente complejidad ha sumido a los lectores en una gran especulación acerca de su significado. La iluminadora y a menudo ocurrente reflexión de Eco va de Dante a El nombre de la rosa, de El péndulo de Focault a Chomsky y Derrida, y lleva todos los sellos de su inimitable estilo personal. Richard Rorty, Jonathan Culler y Christine Brooke-Rose ofrecen sendas perspectivas sobre el polémico tema y dan lugar a un intercambio de ideas único entre algunos de los más destacados y estimulantes teóricos de la disciplina.
Fuente: Umberto Eco. Con colaboraciones de: Richard Rorty , Jonathan Culller, Christine Brooke-Rose. Compilación de Stefan Collini- Traucción de Juan Gabriel López Guix.
Cambridge Universitty Press.
Año: 1995.

Umberto Eco El péndulo de Foucault. (Fragmento).


Umberto Eco

 El péndulo de Foucault. (Fragmento).
Título original: Il pendolo di Foucault
Umberto Eco, 1988

Traducción: Ricardo Pochtar



  Sólo para vosotros, hijos de la doctrina y de la sabiduría, hemos escrito esta obra. Escrutad el libro, concentraos en la intención que hemos diseminado y emplazado en diferentes lugares; lo que en un lugar hemos ocultado, en otro lo hemos manifestado, para que vuestra sabiduría pueda comprenderlo.
(Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, De occulta philosophia, 3, 65)
La superstición trae mala suerte.
(Raymond Smullyan, 5000 B.C., 1.3.8)


   


  1. Keter


 


  1


 ,ךשמנ ס׳׳אה רוא תויהב הנה ו )ב
ללחה ךות רשי וק )ה( תניחבב
ףכית )ו( טשפתנו ךשמנ אל ,ל״נה
טאל טשפתמ היה םנמא ,הטמל דע
—תה הליחתב יכ ,רמול ינוצר ,טאל
ףכית םשו ,טשפתהל רואה וק ליח
,וק דוסב ותוטשפתה תליחתב )ו)
(ח( ןיעכ ,השענו ךשמנו טשפתנ
.ביבסמ לוגע דחא לגלג
[ 2 ]

 Fue entonces cuando vi el Péndulo.
La esfera, móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro, describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.
Sabía, aunque cualquiera hubiese podido percibirlo en la magia de aquella plácida respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la longitud del hilo y ese número π que, irracional para las mentes sublunares, por divina razón vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y otro polo era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de π, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo.
También sabía que en la vertical del punto de suspensión, en la base, un dispositivo magnético, comunicando su estímulo a un cilindro oculto en el corazón de la esfera, garantizaba la constancia del movimiento, artificio introducido para contrarrestar las resistencias de la materia, pues no sólo era compatible con la ley del Péndulo, sino que, precisamente, hacía posible su manifestación, porque en el vacío, cualquier punto material pesado, suspendido del extremo de un hilo inextensible y sin peso, que no sufriese la resistencia del aire ni tuviera fricción con su punto de sostén, habría oscilado en forma regular por toda la eternidad.
La esfera de cobre despedía pálidos, cambiantes reflejos, comoquiera que reverberara los últimos rayos del sol que penetraban por las vidrieras. Si, como antaño, su punta hubiese rozado una capa de arena húmeda extendida sobre el pavimento del coro, con cada oscilación habría inscrito un leve surco sobre el suelo, y el surco, al cambiar infinitesimalmente de dirección a cada instante, habría ido ensanchándose hasta formar una suerte de hendidura, o de foso, donde hubiera podido adivinarse una simetría radial, semejante al armazón de una mándala, a la estructura invisible de un pentaculum, a una estrella, a una rosa mística. No, más bien, a la sucesión, grabada en la vastedad de un desierto, de huellas de infinitas, errantes caravanas. Historia de lentas, milenarias migraciones; quizá fueran así las de los Atlántidas del continente Mu, en su tenaz y posesivo vagar, oscilando de Tasmania a Groenlandia, del Trópico de Capricornio al de Cáncer, de la Isla del Príncipe Eduardo a las Svalvard. La punta repetía, narraba nuevamente en un tiempo harto contraído, lo que ellos habían hecho entre una y otra glaciación, y quizá aún seguían haciendo, ahora como mensajeros de los Señores; quizá en el trayecto desde Samoa a Nueva Zembla la punta rozaba, en su posición de equilibrio, Agarttha, el Centro del Mundo. Intuí que un único plano vinculaba Avalón, la hiperbórea, con el desierto austral que custodia el enigma de Ayers Rock.
En aquel momento, a las cuatro de la tarde del 23 de junio, el Péndulo reducía su velocidad en un extremo del plano de oscilación, para dejarse caer indolente hacia el centro, acelerar a mitad del trayecto, hendir confiado el oculto cuadrilátero de fuerzas que marcaban su destino.
Si hubiera permanecido allí, indiferente al paso de las horas, contemplando aquella cabeza de pájaro, aquella punta de lanza, aquella cimera invertida, mientras trazaba en el vacío sus diagonales, rasando los puntos opuestos de su astigmática circunferencia, habría sucumbido a un espejismo fabulador, porque el Péndulo me habría hecho creer que el plano de oscilación habría completado una rotación entera para regresar, en treinta y dos horas, a su punto de partida, describiendo una elipse aplanada, la cual giraba también alrededor de su centro con una velocidad angular uniforme, proporcional al seno de la latitud. ¿Cómo habría girado si el punto hubiese estado sujeto en el ápice de la cúpula del Templo de Salomón? Quizá los Caballeros también habían probado allí. Quizá el cálculo, el significado final, hubiera permanecido inalterado. Quizá la iglesia abacial de Saint-Martin-des-Champs era el verdadero Templo. En cualquier caso, el experimento sólo habría sido perfecto en el Polo, único lugar en que el punto de suspensión se sitúa en la prolongación del eje de rotación de la Tierra, y donde el Péndulo consumaría su ciclo aparente en veinticuatro horas.
Pero no por aquella desviación con respecto a la Ley, prevista por lo demás en la Ley, no por aquella violación de una medida áurea se empañaba la perfección del prodigio. Sabía que la Tierra estaba girando, y yo con ella, y Saint-Martin-des-Champs y toda París conmigo y que juntos girábamos bajo el Péndulo, cuyo plano en realidad jamás cambiaba de dirección, porque allá arriba, en el sitio del que estaba suspendido, y en la infinita prolongación ideal del hilo, allá en lo alto, siguiendo hacia las galaxias más remotas, permanecía, eternamente inmóvil, el Punto Quieto.
La Tierra giraba, pero el sitio donde estaba anclado el hilo era el único punto fijo del universo.
Por tanto, no era hacia la Tierra adonde se dirigía mi mirada, sino hacia arriba, allí donde se celebraba el misterio de la inmovilidad absoluta. El Péndulo me estaba diciendo que, siendo todo móvil, el globo, el sistema solar, las nebulosas, los agujeros negros y todos los hijos de la gran emanación cósmica, desde los primeros eones hasta la materia más viscosa, un solo punto era perno, clavija, tirante ideal, dejando que el universo se moviese a su alrededor. Y ahora yo participaba en aquella experiencia suprema, yo, que sin embargo me movía con todo y con el todo, pero era capaz de ver Aquello, lo Inmóvil, la Fortaleza, la Garantía, la niebla resplandeciente que no es cuerpo ni tiene figura, forma, peso, cantidad o calidad, y no ve, no oye, ni está sujeta a la sensibilidad, no está en algún lugar o en algún tiempo, en algún espacio, no es alma, inteligencia, imaginación, opinión, número, orden, medida, substancia, eternidad, no es tinieblas ni luz, no es error y no es verdad.
Me devolvió a la realidad un diálogo, preciso y desganado, entre un chico con gafas y una chica desgraciadamente sin ellas.
—Es el péndulo de Foucault —estaba diciendo él—. Primer experimento en un sótano en 1851, después en el Observatoire y más tarde bajo la cúpula del Panthéon, con un hilo de sesenta y siete metros y una esfera de veintiocho kilos. Por último, desde 1855 está instalado aquí, a escala reducida, y cuelga de aquel orificio, en el centro del crucero.
—¿Y qué hace? ¿Tambalearse?
—Demuestra la rotación de la Tierra. Como el punto de suspensión permanece inmóvil…
—¿Y por qué permanece inmóvil?
—Porque un punto… cómo te diré… en su punto central, a ver si me explico, todo punto que esté justo en el centro de los puntos que ves, pues bien, ese punto, el punto geométrico, no lo ves, no tiene dimensiones, y lo que no tiene dimensiones no puede moverse hacia la derecha ni hacia la izquierda, ni hacia arriba ni hacia abajo. Por tanto, no gira. ¿Entiendes? Si el punto no tiene dimensiones, ni siquiera puede girar alrededor de sí mismo. Ni siquiera tiene sí mismo…
—¿Tampoco si la Tierra gira?
—La Tierra gira pero el punto no. Si te gusta, bien; si no, te aguantas. ¿Estamos?
—Eso asunto suyo.
Miserable. Encima de su cabeza tenía el único lugar estable del cosmos, la única redención de la condenación del panta rei y pensaba que era asunto suyo, y no Suyo. Y poco después ambos se alejaron; él, adoctrinado con algún manual que había oscurecido su capacidad de asombro, ella, inerte, inaccesible al estremecimiento del infinito, se alejaron sin que, en su memoria, hubiera quedado huella alguna de aquel encuentro pavoroso, el primero y el último, con el Uno, el En-sof, lo Indecible. ¿Cómo no postrarse de hinojos ante el altar de la certeza?
Yo miraba con temor reverente. En aquel momento estaba convencido de que Jacopo Belbo tenía razón. Cuando me hablaba del Péndulo, su emoción me parecía fruto de un delirio estético, de ese cáncer que lentamente estaba cobrando forma informe, en su alma, y poco a poco, sin que él se diese cuenta, iba transformando su juego en realidad. Pero si tenía razón con respecto al Péndulo, quizá también fuera cierto todo el resto, el Plan, la Conjura Universal, y era justo que ahora yo estuviese allí, en la víspera del solsticio de verano. Jacopo Belbo no había enloquecido, sólo había descubierto, jugando, a través del Juego, la verdad.
Es que la experiencia de lo Numinoso no puede durar mucho tiempo sin trastornar la mente.
Traté entonces de apartar la vista siguiendo la curva que, desde los capiteles de las columnas dispuestas en semicírculo, se prolongaba por las nervaduras de la bóveda hasta la clave, repitiendo el misterio de la ojiva, que se apoya en una ausencia, suprema hipocresía estática, y a las columnas les hace creer que empujan hacia arriba las aristas, mientras que a éstas, rechazadas por la clave, las persuade de que son ellas quienes afirman las columnas contra el suelo, cuando en realidad la bóveda es todo y nada, efecto y causa al mismo tiempo. Pero comprendí que descuidar el Péndulo, péndulo de la bóveda, para admirar la bóveda, era como abstenerse de beber en el manantial para embriagarse en la fuente.
El coro de Saint-Martin-des-Champs sólo existía porque, en virtud de la Ley, podía existir el Péndulo, y éste existía porque existía aquél. No se elude un infinito, pensé, huyendo hacia otro infinito, no se elude la revelación de lo idéntico eludiéndose con la posibilidad de encontrarse con lo distinto.
Sin poder quitar la vista de la clave de bóveda fui retrocediendo, lentamente, porque en unos pocos minutos, los que habían transcurrido desde que entrara allí, me había aprendido el recorrido de memoria, y las grandes tortugas metálicas que desfilaban a mi lado eran bastante imponentes como para señalar su presencia al rabillo de mis ojos. Retrocedí por la amplia nave, hacia la puerta de entrada, y otra vez pasaron sobre mí aquellos amenazadores pájaros prehistóricos de tela raída y alambre, aquellas malignas libélulas que una voluntad oculta había hecho colgar del techo de la nave. Adivinaba que eran metáforas sapienciales, mucho más significativas y alusivas de lo que el pretexto didascálico hubiera querido, engañosamente, sugerir. Vuelo de insectos y reptiles jurásicos, alegoría de las largas migraciones que el Péndulo estaba compendiando sobre el suelo, arcontes, emanaciones perversas; y ahora se abatían sobre mí, con sus largos picos de arqueoptérix, el aeroplano de Breguet, el de Bleriot, el de Esnault, el helicóptero de Dufaux.
Así es como se entra, en efecto, al Conservatoire des Arts et Métiers en París; después de haber atravesado un patio del siglo XVIII, penetramos en la vieja iglesia abacial, engastada en edificios más tardíos como antes lo había estado en el primitivo priorato. Nada más entrar nos deslumbra la confabulación entre el universo superior de las celestes ojivas y el mundo atónico de los devoradores de aceites minerales.
Sobre el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles, bicicletas y coches de vapor, desde arriba amenazan los aviones de los pioneros, en algunos casos los objetos están íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en la ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan todos cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros casos sólo quedan esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que amenazan indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado, inmovilizado en esas especies de lechos donde algo podía empezar a moverse y a hurgar en nuestra carne, hasta arrancarnos la confesión.
Más allá de esa secuencia de antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma herrumbrada, puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua de la Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para otro mundo, por la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha, se abre el coro, donde el Péndulo oscila coronado de la pesadilla de un entomólogo enfermo, caparazones, mandíbulas, antenas, proglotis, alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos que de pronto podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos, transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores, máquinas de vapor, dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en la girola, ídolos asirios, caldeos, cartagineses, grandes Baales de vientre antaño incandescente, vírgenes de Nuremberg con el corazón descubierto, erizado de clavos, los otrora poderosos motores de aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en adoración del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la Tradición y de la Sabiduría.
Los turistas aburridos, que pagan sus nueve francos en la caja y los domingos entran gratis, pueden pensar que unos viejos señores decimonónicos con la barba amarillenta por la nicotina, el cuello de la camisa ajado y mugriento, la levita impregnada de olor a rapé, los dedos ennegrecidos por los ácidos, la mente agriada por las envidias académicas, fantasmas de caricatura que se llamaban cher maître unos a otros, pusieron aquellos objetos bajo aquellas bóvedas por virtuoso espíritu didáctico, para satisfacer al contribuyente burgués y radical, para celebrar los destinos de esplendor y de progreso. Pero no, no, Saint-Martin-des-Champs había sido concebido primero como priorato y después como museo revolucionario, como florilegio de archisecretos arcanos, y aquellos aeroplanos, aquellas máquinas automóviles, aquellos esqueletos electromagnéticos estaban allí para mantener un diálogo cuya fórmula aún se me escapaba.
¿Acaso hubiese tenido que creer que, como me decía hipócritamente el catálogo, la bella iniciativa había partido de los señores de la Convención para facilitar el acceso de las masas a un santuario de todas las artes y oficios, cuando era tan evidente que el proyecto, las palabras mismas utilizadas, correspondían exactamente a las que Francis Bacon empleara para describir la Casa de Salomón en la Nueva Atlántida?
¿Era posible que sólo yo, yo y Jacopo Belbo, y Diotallevi, hubiésemos intuido la verdad? quizá aquella noche conocería la respuesta. Tenía que conseguir a toda costa quedarme en el museo a la hora del cierre, para esperar hasta medianoche.
Por dónde entrarían Ellos no lo sabía, sospechaba que en el entramado del alcantarillado de París había un conducto que llevaba desde algún punto del museo hasta algún lugar de la ciudad, quizá cercano a la Porte-St-Denis; lo que sí sabía era que, una vez fuera, no sería capaz de encontrar esa entrada. De modo que necesitaba esconderme, y permanecer en el recinto.
Traté de evitar la fascinación de aquel sitio y de mirar la nave con ojos indiferentes. Ahora ya no buscaba una revelación, sólo quería obtener una información. Imaginaba que en las otras salas sería difícil encontrar un lugar que me permitiera burlar la vigilancia de los guardianes (su obligación, a la hora de cerrar, consiste en dar una vuelta por las salas, atentos a que no haya un ladrón agazapado en alguna parte), pero ¿qué mejor que esta nave rebosante de vehículos, para instalarse en algún sitio como pasajero? Esconderse, vivo, en un vehículo muerto. Al fin y al cabo, después de tantos juegos, ¿por qué no intentar también éste?
Vamos, ánimo, dije para mis adentros, deja de pensar en la Sabiduría: pide ayuda a la Ciencia.

jueves, 8 de octubre de 2015

Historia de la fealdad. Umberto Eco.


Entre demonios, locos, enemigos terribles y presencias perturbadoras, entre abismos repulsivos y deformidades que rozan lo sublime, navegando entre freaks y fantasmas, se descubre una vena iconográfica extraordinariamente amplia y a menudo insospechada. Tras la Historia de la belleza, he aquí la Historia de la fealdad. En apariencia, belleza y fealdad son conceptos quese implican mutuamente, y por lo general se considera que la fealdad es la antítesis de la belleza, hasta el punto de que bastaría definir la primera para saber qué es la segunda. No obstante, las distintas m anifestaciones de la fealdad a través de los siglos son más ricas e imprevisibles de lo que comúnmentese cree. Tanto los fragmentos antológicos como las extraordinarias ilustraciones de este libro nos llevan, pues, a recorrer un itinerario sorprendente hecho de pesadillas, terrores y amores de casi tres mil años, donde los sentimientos de repulsa y de conmovedoracompasión se dan la mano, y el rechazo de la deformidad va acompañado de éxtasis decadentes ante las más seductoras violaciones de todos los cánones clásicos. Entre demonios, locos, enemigos terribles y presencias perturbadoras, entre abismos repulsivos y deformidades que rozan lo sublime, navegando entre freaks y fantasmas, se descubre una vena iconográfica extraordinariamente amplia y a menudo insospechada. Así que,tras haber contemplado a lo largo de estas páginas la fealdad natural, la fealdad espiritual, la asimetría, la falta de armonía y la deformidad, en un sucederse de lo mezquino, débil, vil, banal, casual, arbitrario, tosco, repugnante, desmañado, horrendo, insulso, vomitivo, criminal, espectral, hechicero, satánico, repelente, asqueroso, desagradable, grotesco, abominable, odioso, indecente, inmundo, sucio, obsceno, espantoso, abyecto, monstruoso, horripilante, vicioso, terrible, terrorífico, tremendo, repelente, repulsivo, desagradable, nauseabundo, fétido, innoble, desgraciado, lamentable e indecente, el primer editor extranjero que vio esta obra exclamó: «¡Qué hermosa es la fealdad!»

Enrico Pugliatti.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Umberto Eco. Novela: Número cero.


Los perdedores y los autodidactas siempre saben mucho más que los ganadores. Si quieres ganar, tienes que concentrarte en un solo objetivo, y más te vale no perder el tiempo en saber más: el placer de la erudición está reservado a los perdedores.
Con estas credenciales se nos presenta Colonna, el protagonista de Número 0, que en abril de 1992, a sus cincuenta años, recibe una extraña propuesta de un tal Simei: va a convertirse en redactor jefe de Domani, un diario que se adelantará a los acontecimientos a base de suposiciones y mucha imaginación, sin reparar casi en límite que separa la verdad de la mentira, y chantajeando de paso las altas esferas del poder.
El hombre, que hasta la fecha ha malvivido como documentalista y en palabras de su ex mujer es un perdedor compulsivo, acepta el reto a cambio de una cantidad considerable de dinero, y arranca la aventura. Reunidos en un despacho confortable, Colonna y otros seis colegas preparan los que serán los Número 0, las ediciones anticipadas del nuevo periódico, indagando en archivos que hablan de los secretos ocultos de la CIA, del Vaticano y de la vida de Mussolini.

Todo parece ir sobre ruedas hasta que un cadáver tendido en una callejuela de Milán y un amor discreto cambian el destino de nuestro héroe y el modo en que sus lectores vamos a mirar la realidad, o lo que queda de ella.
Fuente: Editorial Lumen.

martes, 6 de octubre de 2015

Seis paseos por los bosques narrativos. Umberto Eco.


Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto. 

Seis paseos por los bosques narrativos recoge las `Norton Lectures`, impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer `paseo` refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia. 

Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel: 

... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que `Ello` quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.

Fuente: Editorial Lumen.
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Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto.

Seis paseos por los bosques narrativos recoge las "Norton Lectures", impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer "paseo" refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia.

Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel:

... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que "Ello" quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.

Esta relación entre autor y lector pide cierta contribución por parte del segundo, nos pide que salgamos de una mera pasividad receptiva y colaboremos rellenando una serie de espacios que el texto deja vacíos debido a la imposibilidad de decirlo absolutamente todo sobre el universo creado, sobre los acontecimientos y los personajes.

También se nos pide que, al iniciar una lectura, aceptemos, de un modo tácito, lo que Coleridge denominaba pacto ficcional.

El lector tiene que saber que lo que se le cuenta es una historia imaginaria, sin por ello pensar que el autor está diciendo una mentira. Sencillamente, como ha dicho Searle, el autor finge que hace una afirmación verdadera. Nosotros aceptamos el pacto ficcional y fingimos que lo que nos cuenta ha acaecido de verdad.
Así pues, no sólo el autor le pide al lector modelo que colabore sobre la base de su competencia del mundo real, no sólo le provee de esa competencia cuando no la tiene, no sólo le pide que haga como si conociera cosas, sobre el mundo real, que el lector no conoce, sino que incluso lo induce a creer que debería hacer como si conociera cosas que, en cambio, en el mundo real no existen.
A lo largo del discurso, Eco nos va desvelando también ciertas formas que el autor tiene de dirigir nuestra lectura, ciertas estrategias textuales: analepsis (que "parece reparar un olvido del narrador"), prolepsis ("es una manifestación de impaciencia narrativa"), dilaciones, suspenses, alargamientos, juegan con nuestra capacidad de previsión, con nuestra identificación con los personajes, nos imponen un determinado tiempo de lectura.

El tiempo del discurso es el efecto de una estrategia textual en interacción con la respuesta del lector al que impone un tiempo de lectura.

El conocimiento de estos "artificios" nos permitirá detectarlos con una cierta facilidad, nos hará ser más conscientes de las intenciones del autor sin por ello estropearnos un ápice el placer de la lectura (como el propio Eco sostiene que le ocurre, por ejemplo, con Sylvie, de Gerard de Nerval, obra a la que ha dedicado años de análisis y que sigue atrapándole y descubriéndole aspectos nuevos en cada nueva lectura), nos hará aproximarnos cada vez más a ese lector modelo que cada autor propone en su texto.

Porque ser conscientes de cómo está construido un texto no debe en ningún caso impedir que admiremos el resultado, ni incluso que, una vez sumergidos en la narración, olvidemos todas estas estrategias textuales para disfrutar plenamente de la historia narrada. Podemos aplicar todo aquello que Eco nos explica al análisis de su propio discurso, pero esto no nos impedirá apreciar la sutileza con que están escogidos los ejemplos narrativos que ilustran cuanto dice, ni nos impedirá disfrutar de sus rasgos de humor y de ironía, ni sentir la contagiosa pasión con que lee determinadas obras.

Edysa Mondelo
Notas:
  1. Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 1989.

El URL de este documento es "http://www.ucm.es/OTROS/especulo/numero5/u_eco6.htm"

lunes, 5 de octubre de 2015

DOBLE INFLUENCIA DEL ESPÍRITU CIENTÍFICO SOBRE LA LITERATURA.


DOBLE INFLUENCIA DEL ESPÍRITU CIENTÍFICO SOBRE LA LITERATURA
(El escritor y sus fantasmas).
Ernesto Sabato.

El espíritu científico de los tiempos modernos ejerció una doble influencia sobre la ficción: con respecto a la objetividad y con respecto a la racionalidad.
En lo que a la racionalidad se refiere, se produjo el curioso fenómeno de la novela policial científica, a partir de ese aficionado a las ciencias físico-matemáticas que era Edgar Poe, y cierto tipo de fantasía poética de carácter leibniziano en Borges.
En ambos casos se trata de una ficción genuina, que de una manera o de otra satisface necesidades del espíritu humano. Pero en los dos mediante el sacrificio de los valores «meramente» humanos: los personajes acaban siendo títeres simbólicos que para ejecutar una trama perfecta deben perder sus contradictorios e irracionales atributos humanos. De manera que no sólo la novela a secas no pudo admitir el influjo racionalista sino que se convirtió en el bastión del irracionalismo que es inevitable a la condición del hombre. En el apogeo del nuevo mito recomendaba Boileau:
 Aimez donc la Raison. Que toujours vos écrits
empruntent d’elle seule leur lustre et leur prix.

Pero la creación literaria nunca obtuvo «d’elle seule» nada de profundo y valedero, pues no sólo la creación artística es siempre mágica sino que el drama y la novela trata de seres que, aunque se pretenden racionales, casi invariablemente son movidos por las (irracionales) pasiones. Cierto es que el creador construye su obra con todas las potencias de su ser, su razón y sus ideas entre ellas. Pero imaginar que la razón es capaz de producir la materia artística es tan descabellado como suponer que los martillos y zarandas no se limitan a purificar el oro sino que también lo producen. Quizá, tal vez, la razón ayude: pero casi siempre su ayuda es peligrosa y falaz. Y en cada ocasión en que el novelista está en dudas, es más seguro que alcance sus objetivos oyendo la ambigua voz de su inspiración que la nítida e inequívoca voz de la razón.

sábado, 3 de octubre de 2015

(El escritor y sus fantasmas). Ernesto Sabato.


(El escritor y sus fantasmas).
EL PROTOTIPO DE LA LITERATURA CIENTÍFICA
Nota: Ernesto Sabato,  escribe y nos expone su teoría acerca de la novela policíaca, un subgénero literario que el argentino no aceptaba como de importancia.  Una interpretación interesante que hoy en la actualidad ha tenido un segundo aire, especialmente en la Letras Centroamericanas de finales del siglo xx e inicios del siglo XXI. J. Méndez-Limbrick.

Para R. Caillois, la novela policial evoluciona desde la aventura con persecuciones y golpes hasta el rompecabezas matemático; y una vez en ese estadio, por asfixia, nuevamente el género evoluciona hacia la simple aventura. De Vidocq y Sue saldrían las primeras novelas del género, todavía en plena confusión de disfraces, emboscadas, hematomas y persecuciones por los tejados. Conan Doyle introduciría el método deductivo y de ese modo la narración evoluciona hacía el universo matemático. Finalmente, cuando la atmósfera se rarifica en exceso, hay una vuelta a la aventura en ficciones como El halcón mal tés.
Esta tesis es brillante pero tiene un pequeño defecto: es falsa.
Basta pensar que Edgar Poe es contemporáneo de Sue y que de él surge el relato matemático en toda su perfección. Lo cierto es que no hay la evolución que pretende Caillois sino una simultaneidad dialéctica de las dos tendencias; tendencias que corresponden básicamente a dos temperamentos opuestos: el contemplativo y el activo.
No me voy a referir en este ensayo a la historia del género policial ni a esa presunta evolución que señala Caillois. Mi propósito aquí es examinar la forma racionalista del género policial y mostrarla como el modelo que el espíritu científico logró en la literatura, a consecuencia de la presión general que su prestigio ejercía sobre todos los ámbitos del espíritu. En la literatura se manifestó de dos maneras: una, con respecto a la objetividad, que examino en otra parte; la segunda, con respecto a la racionalidad, que quiero examinar ahora.
Para Leibniz no existen en el Universo hechos brutos ni casualidades: todo tiene su raison d’être, y si muchas veces no la advertimos es porque nos parecemos a Dios, pero no lo bastante. De todos modos, el ideal del conocimiento para este filósofo consiste en ir reduciendo la caótica masa de verdades de hecho al orden divino de las verdades de razón. Los físicos que encajan el tumultuoso movimiento de una catarata en una fórmula matemática realizan en la tierra ese ideal; y el día en que los hombres puedan calcular un crimen o deducir un odio, Leibniz por fin descansará tranquilo. Mientras tanto, algunos escritores policiales tratan de calmarlo.
Edgar Poe, aficionado a las ciencias físico-matemáticas, inventó de un solo golpe y en toda su perfección el género policial científico. Procede así: mediante una hipótesis trata de volver coherente un conjunto enigmático de hechos: un guante ensangrentado, un cadáver, una impresión digital, un cigarrillo a medio fumar, una sonrisa; esa hipótesis debe explicar el crimen mediante los hechos restantes, del mismo modo como un astrofísico explica el estallido de una estrella considerando las presiones, temperaturas y masas. Este ejercido es estrictamente racional y aseado. Como corresponde a un temperamento platónico, el caballero Dupin no es propenso a andar por los tejados, ni a disfrazarse, ni a disparar el revólver: simplemente construye cadenas de silogismos. Su criminal podría —y en rigor debería— ser designado por un símbolo como 22 k-gamma.
En general, nadie toma este género en serio: ni el literato que lo fabrica (por algo suele usar seudónimo), ni el editor que lo industrializa, ni el lector que lo consume como quien come caramelos o se distrae jugando al golf.
En la novela corriente, el acento está colocado sobre la verdad, sobre el drama del hombre; en este tipo de narración está puesto sobre el juego, sobre el pasatiempo y el artificio. La investigación del enigma no tiene ni más ni menos jerarquía que un problema de ajedrez o una ingeniosa charada. Por eso no hay en ella drama auténtico, aunque se edifica siempre sobre lo más dramático de la vida, que es la muerte. Los personajes parecen disfrazados o actores que, en cuanto terminen con la tarea del día, irán juntos —criminales y detectives— a tomar una copa en el bar más cercano.
Muchos cultores de esta narrativa se resisten, sin embargo, a admitir su jerarquía subalterna, y entonces nos señalan la riqueza psicológica de tal novela o la excelente descripción de paisajes en tal otra.
Pero ninguna de esas instituciones académicas que vigilan la pureza del género tolera la inclusión de un elemento que al final no tenga su exacta justificación en el rompecabezas: destinado a confundir al lector, sería condenado como un deshonesto recurso. De este modo, ningún autor honorable incluirá un guante ensangrentado que no tenga que ver con el enigma. Pero en ese caso ¿con qué derecho incluir un hermoso paisaje? Es cierto que el guante es más grosero y no tiene siquiera el justificativo estético del paisaje. Pero lógicamente ambos constituyen elementos ajenos, y en definitiva es tan repudiable un paisaje gratuito, aunque sea hermoso, como un guante superfluo. ¿Estamos tratando, acaso, de descubrir un crimen o de extasiarnos ante la belleza universal? A menos que ese poniente tenga su raison d’être en el crimen, no hay razón alguna que permita tolerar semejante contingencia, y mucho menos si la descripción es hermosa, porque en ese caso es mucho más despistadora. En una narración de este género, todos y cada uno de los elementos que aparecen deben tener una rigurosa y determinista relación con el crimen que se investiga: desde la forma de una carpeta hasta un magnífico poniente. Como este grandioso programa es utópico, sin embargo, toda novela policial resulta en definitiva imperfecta.
De acuerdo. Pero al menos que sus entusiastas no nos vengan a invocar sus imperfecciones como prueba de su jerarquía.
El género policial, desde sus orígenes, buscó la originalidad y la sorpresa. Y una de las paradojas que inauguró fue la de prescindir de la policía. Quiero decir: la de reemplazar un cuerpo profesional atacado de idiotez perenne por brillantes aficionados que descubren los enigmas más intrincados entre dos partidas de bridge o dos estudios de arte chino. Así comenzaron a desfilar maîtres retirados, como Hermes Theocopullos; rentistas melómanos y einstenianos, como Philo Vance; caballeros geniales, como Sherlock Holmes. Que yo sepa, la reducción al absurdo de esta raza fue obtenida por el equipo Borges-Bioy Casares al inventar a don Isidro Parodi, aficionado que resuelve las charadas policiales en su celda de la penitenciaría nacional. Parodi resulta así la réplica exacta del matemático Leverrier, que enclaustrado en su gabinete, mediante razonamiento puro, descubre un nuevo planeta.
La raíz de esta inclinación acaso haya que buscarla en la esencia leibniziana del género. Habría sido inverosímil encomendar los complicados procesos lógicos a un cuerpo como el cuerpo policial, que si bien ha producido excelentes boxeadores no ha dado jamás un filósofo de cierto renombre. Nada impide, en cambio, que esos sagaces detectives se encuentren entre rentistas refinados o profesores de ciencias. Estos aficionados deben estar dotados de una genial lucidez, apta para distinguir la trama racional debajo del confuso caos de la realidad, las vérités de raison debajo de las vérités de fait. De modo que hasta don Isidro Parodi, con su matecito azul y su cucheta reglamentaria, resulta un modesto simulacro del Dios leibniziano: encerrado entre las cuatro paredes de su celda, realiza una discreta y suburbana versión de la characteristica universalis.
Pero el género nació de la doble necesidad de racionalizar y asombrar, lo que lo impulsa a una constante renovación de recetas. Y así como al comienzo el criminal era el individuo menos sospechoso y luego fue menester abandonar esta ingenua variante que no asombra más que una sola vez; del mismo modo terminó por inyectar una curiosa originalidad, haciendo que los crímenes los descubra la policía, como en el caso del comisario Maigret. Claro que ya no es el torpe funcionario de antes sino un policía que sólo es concebible después del género policial, después de este viaje de ida y vuelta por el reino de la logística.
Y aunque es probable que eso suceda porque la naturaleza imita al arte y porque también los policías leen novelas policiales y todos (criminales y detectives) terminan por comportarse como ordena la preceptiva; lo cierto es que al final de su excéntrico periplo la narración policial se acerca a la realidad, ya que al fin de cuentas nunca se ha visto que un verdadero crimen haya sido aclarado por un golfista o un crítico de arte: mal o bien —generalmente mal, generalmente no en forma racional como querría Poe, generalmente con una mezcla de razonamientos y tumefacciones que acercan más el género a la física que a la matemática pura, más a las ciencias reales que a las ciencias ideales— es siempre la policía la que descubre los crímenes.
No me parece mal que de vez en cuando también los narradores policiales reconozcan este moderado hecho.

viernes, 2 de octubre de 2015

El signo de los tres. Eco Umberto y Thomas A. Sebeok


PREFACIO
Los compiladores convienen en que el presente libro no
ha sido ≪programado≫, es decir, no es resultado de regla y
caso, o sea, de una deduccion. Peirce nos enseno que no es
cierto en absoluto que todo acontecimiento este ≪determinado
por causas conforme a una ley≫, ya que, por ejemplo, ≪si
un hombre y su antipoda estornudan al mismo tiempo, esto
es simplemente lo que llamamos coincidencia≫ (1.406). Veamos
la singular sucesion de acontecimientos que enumeramos
a continuacion.
1. En 1978, Sebeok dijo casualmente a Eco que el y Jean
Umiker-Sebeok estaban estudiando el ≪metodo≫ de Sherlock
Holmes a la luz de la logica de Peirce. Eco, por su parte, manifesto
que estaba preparando una conferencia (que pronuncio
mas tarde, en noviembre de aquel mismo ano, durante el
II Coloquio Internacional de Poetica, organizado por el Departamento
de Filologia Francesa y Romanica de la Universidad
de Columbia) en la que comparaba el uso de la metodologia
abductiva en Zadig de Voltaire con el de Holmes. Dado
que tanto Eco como Sebeok eran ya incurables adictos a Peirce,
esta aparente coincidencia no era de extranar.
2. Sebeok senalo entonces que conocia un ensayo, mas
o menos sobre el mismo tema, publicado unos anos antes por
Marcello Truzzi, sociologo y declarado entusiasta de Holmes,
quien no era un especialista en semiotica. Era obvio que Truzzi,
que citaba sobre todo a Popper y no a Peirce, se interesaba
por el problema de la abduccion o, en todo caso, por los metodos
hipotetico-deductivos.
3. Unas semanas despues, Sebeok descubrio que el eminente
logico finlandes Jaakko Hintikka habia escrito dos ensayos
(entonces ineditos) sobre Sherlock Holmes y la logica
moderna. Hintikka no hacia ninguna referencia explicita a
la abduccion de Peirce, pero la cuestion era la misma.
9
4. En ese mismo periodo, Eco leyo un trabajo, publicado
en 1979, de uno de sus colegas de la Universidad de Bolonia,
el historiador Cario Ginzburg, que habia anunciado su aparicion
mas de un ano antes. En ese trabajo se describia el empleo
de modelos conjeturales desde Hipocrates y Tucidides
hasta los criticos de arte del siglo diecinueve. Su autor citaba,
sin embargo, en sus reveladoras notas a pie de pagina, Zadig,
Peirce e incluso Sebeok. Huelga decir que Sherlock Holmes
era uno de los protagonistas principales de ese erudito
estudio, junto a Freud y Morelli.
5. A continuacion, Sebeok y Umiker-Sebeok publicaron
una primera version de su estudio —despues de que el primero
lo diera a conocer en una conferencia, en octubre de
1978, en la Universidad de Brown, en el marco de un encuentro
dedicado a ≪La metodologia en semiotica≫— en el que
se confrontaba Peirce con Holmes, y Eco publicaba su conferencia
sobre Zadig. El propio Eco organizaba, en 1979, en
la Universidad de Bolonia, un seminario de seis meses sobre
Peirce y la novela policiaca. Casi al mismo tiempo, Sebeok
—sin saber nada de la actividad docente paralela de Eco—
ofrecia un curso titulado ≪Semiotic Approaches to James
Bond and Sherlock Holmes≫, como parte del programa de
literatura comparada de la Universidad de Indiana (utilizo,
sin embargo, el ensayo que Eco habia publicado, en 1965, sobre
las estructuras narrativas en Ian Fleming). Una de las consecuencias
mas tangibles del seminario de Eco fue el articulo
escrito por dos de sus colaboradores, Bonfantini y Proni, incluido
ahora en el presente libro; y uno de los resultados del
curso de Sebeok fue su analisis —realizado en colaboracion
con uno de los estudiantes del curso, Harriet Margolis— de
la semiotica de las ventanas en Sherlock Holmes (publicado
por primera vez en 1982, en un numero de Poetics Today).
Mientras sucedia todo esto, Eco proseguia sus investigaciones
en la historia de la semiotica, durante las cuales dio con
la teoria aristotelica de la definicion; el trabajo que Eco publica
en este libro es resultado de esa linea de investigacion.
6. Entretanto, Sebeok y Eco decidieron reunir estos trabajos
en un volumen, proyecto al que acepto unirse, con entusiasmo,
la Indiana University Press. Durante uno de sus cursos
de otono en la Universidad de Yale, Eco entrego el mate10
rial manuscrito a Nancy Harrowitz, quien, aquel mismo
trimestre, escribio un ensayo sobre Peirce y Poe, en el cual
el metodo de Holmes, siguiendo una sugerencia del articulo
de Sebeok, se convirtio en un termino de referencia obligado.
7. Surgio otro hecho sorprendente cuando Eco descubrio
que Gian Paolo Caprettini, de la Universidad de Torino, habia
dirigido, durante dos anos, un seminario sobre Peirce y
Holmes. Caprettini es un conocido estudioso de Peirce, pero
esa era la primera vez que Eco hablaba con el sobre Holmes.
La coincidencia no debia desperdiciarse y, en consecuencia,
tambien Caprettini fue invitado a colaborar en el presente volumen.
Tenemos la impresion de que, si hubieramos seguido rebuscando,
hubieramos encontrado mas contribuciones similares.
(!Quizas el espiritu de la historia formulado en el Zeitgeist
de nuestra epoca no es un mero fantasma hegeliano!)
Tuvimos, sin embargo, que dar por terminada la busqueda,
sobre todo, por falta de tiempo. Muy a pesar nuestro, tuvimos,
ademas, que excluir material interesante acerca del ≪metodo
≫ de Holmes porque no tenia en cuenta la logica de la
abduccion (cf. la bibliografia del presente libro y, a nivel mas
general, la incomparable World Bibliography o f Sherlock Holmes
and Dr. Watson, de Ronald Burt de Waal, 1974). La literatura
menor acerca de Sherlock Holmes consta de un abrumador
repertorio de titulos, por lo que preferimos concentrarnos
en un numero relativamente pequeno de contribuciones
recientes, que abordan directamente la historia de la
metodologia abductiva.
Durante nuestras pesquisas, nos dimos cuenta de que todos
los modernos estudiosos de la logica del descubrimiento
cientifico han dedicado unas lineas, si mas no, a Holmes. Saul
Kripke, por ejemplo, escribio, el 29 de diciembre de 1980, una
carta a Sebeok en que, entre otras cosas, decia: ≪Tengo ineditas
un par de disertaciones y una serie completa de conferencias
(mis clases sobre John Locke en Oxford) acerca del ≪Fictional
discourse in empty names≫, en las que Holmes podria
ocupar un lugar todavia mas importante≫ que en las referencias
que de el hizo el propio Kripke en sus ≪Semantical Considerations
on Modal Logic≫ o en las Addenda a su Naming
and Necessity. Numerosos trabajos siguen todavia fundados
11
en la idea de que el metodo de Holmes se encuentra a medio
camino entre la deduccion y la induccion. La idea de hipotesis
o abduccion aparece mencionada, cuando lo es, solo de
pasada.
Como es natural, no todos los trabajos publicados en el
presente libro llegan a las mismas conclusiones. El proposito
de los compiladores no es discutir las divergencias de enfoque,
sino dejar al lector la libertad de valorarlas y utilizarlas
de acuerdo con su propio interes.
En cuanto al titulo del libro, nuestra intencion fue darle
dos sentidos. Es obvia la referencia al largo relato de Doyle,
≪The Sign of the Four≫, o ≪The Sign of Four≫, que aparecio
primeramente en la revista Lippincott’s y mas tarde, en 1819,
en forma de libro. Ademas, sentimos una compulsion dominante
de remitir al lector al baile de desenfrenadas triplicidades
del juego de las tres cartas de que habla Sebeok en su introduccion.
En la actualidad, la logica del descubrimiento cientifico
—expresion en la que, por supuesto, se reconocera una estrecha
vinculacion con Karl R. Popper— se ha convertido en
un tema candente y de interes capital para la teoria del conocimiento,
desarrollada no solo por el propio Popper, sino tambien
por su colega, el ya fallecido Imre Lakatos, y por su antiguo
discipulo, convertido despues en uno de sus criticos mas
feroces, Paul K. Feyerabend, entre muchos otros. La controvertida
imagen popperiana de la ciencia, como campo de
≪conjeturas y refutaciones≫ —Popper, entre otras ideas, sostiene
que la induccion es mitica, la busqueda de la certeza
cientifica imposible y todo el conocimiento eternamente
falible—, fue anticipada en sustancia por Peirce, a quien Popper
considera, dicho sea de paso, como ≪uno de los mas grandes
filosofos de todos los tiempos≫, aunque la falsacion, como
una tecnica mas de la logica, no fuera en absoluto desconocida
ni siquiera en la Edad Media. Los criticos de Popper,
como T. S. Kuhn y Anthony O’Hear, estan en desacuerdo con
el acerca de algunos de estos puntos fundamentales. Estamos
convencidos de que el enfoque semiotico de la abduccion puede
arrojar nueva luz sobre un debate tan venerable y continuado.
Esperamos que la presente coleccion de trabajos no
solo tenga interes para las huestes de fans de Sherlock Hol-
12
mes, sino que sea leida, tambien, tanto por los partidarios
fervientes de los Analíticos primeros (sobre el silogismo), como
por los de los Analíticos segundos (que tratan de las condiciones
del conocimiento cientifico). Como es natural, esperamos
tambien llamar la atencion de algunos de los que forman
el grupo, cada vez mas numeroso, de los habitués de Peirce,
entre los que nosotros dos figuramos. Creemos que, aunque
de manera modesta, este libro puede ser tambien importante
para la epistemologia y la filosofia de la ciencia.

U m b e r t o E c o
Universidad de Bolonia
T h o m a s A . S e b e o k
Universidad de Indiana

jueves, 1 de octubre de 2015

CHANSON DE ROLAND.


CHANSON DE ROLAND
El Cantar de Roldán (La Chanson de Roland, en francés) es un poema épico de varios cientos de versos, escrito a finales del siglo XI en francés antiguo, atribuido a un monje normando, Turoldo, cuyo nombre aparece en el último y enigmático verso: «Ci falt la geste que Turoldus declinet». Sin embargo, no queda claro el significado del verbo «declinar» en este verso: puede querer decir ‘entonar’, ‘componer’ o quizás ‘transcribir’, ‘copiar’. Es quizá el cantar de gesta más antiguo escrito en lengua romance en Europa. El texto del llamado Manuscrito de Oxford escrito en anglo-normando (de alrededor de 1170) consta de 4.002 versos decasílabos, distribuidos en 291 estrofas de desigual longitud llamadas tiradas.
http://www.alquiblaweb.com/2012/10/21/los-cantares-de-gesta-poema-del-mio-cid-y-chanson-de-roland/

Nota: siempre este Canto me emocionó. Una imagen que llevo en la memoria: Roldán herido de muerte con su bella espada Durandarte que no logra quebrar para que no caiga en manos de sus enemigos...J.Méndez-Limbrick.

CLXXII 

Hiere Roldán las gradas de sardónice. Gime el acero, mas no se astilla ni se mella. Al ver el conde que no puede quebrarla, comienza a lamentarse para sí: 

-¡Ah, Durandarte, qué bella eres, qué clara y brillante! ¡Cómo luces y centelleas al sol! Hallábase Carlos en los valles de Moriana cuando le ordenó Dios por intermedio de un ángel que te donase a uno de sus condes capitanes: entonces te ciñó a mi lado, el rey grande y gentil. Por ti conquisté el Anjeo y la Bretaña, por ti me apoderé del Poitou y del Maine. Gracias a ti lo hice dueño de la franca Normandía, de Provenza y Aquitania, de Lombardía y de toda la Romana. Por ti vencí en Baviera, conquisté Flandes y Borgoña, y la Apulia toda; y también Constantinopla, de la que recibió pleitesía, y Sajonia, donde es amo y señor. Por ti domeñé Escocia e Inglaterra, su cámara, según él decía. Por ti gané cuantas comarcas posee Carlos, el de la barba blanca. Por esta espada siento dolor y lástima. ¡Antes morir que dejársela a los infieles! ¡Dios, Padre nuestro, no permitáis que Francia sufra tal menoscabo.

ALAIN ROBBE-GRILLET LA CASA DE CITAS. Literatura de Rescate.


Alain Robbe-Grillet (Brest, 18 de agosto de 1922 - Caen, 18 de febrero de 2008) fue un novelista y guionista francés. Su literatura, puramente objetiva, en la que el autor no interviene con comentario alguno sobre los personajes o la situación, es fiel reflejo del `nouveau roman` o antinovela de la década de 1950, un movimiento liderado por Robbe-Grillet. Sus teorías se esbozan en `Por una nueva novela` (1963), donde el autor concibe el mundo como si el narrador fuera un cineasta que se limita a captar imágenes. En sus obras, aparecen a menudo situaciones surrealistas e inconsistentes que nunca son explicadas. 

Entre sus novelas cabe destacar `Las gomas` (1953), `El mirón` (1955), `En el laberinto` (1959), `Instantáneas` (1962), `La casa de citas` (1965), `Topología de una ciudad fantasma` (1976), `El espejo que vuelve` (1984) y `Le reprise` (2001). Robbe-Grillet escribió también el guión para la película de Alain Resnais, `El año pasado en Marienbad` (1961) y dirigió varias películas entre las que destaca `La inmortal` (1963). 

Alain Robbe-Grillet fue elegido miembro de la Academia Francesa de la Lengua el 25 de marzo de 2004 pero renunció a tomar posesión del cargo al considerar la ceremonia como obsoleta. Falleció a los 85 años de edad, el 18 de febrero de 2008, a causa de una crisis cardíaca. 

Estaba casado desde 1957 con la escritora Catherine Robbe-Grillet, también conocida bajo el seudónimo de Jeanne de Berg.
Enrico Pugliatti.

ALAIN ROBBE-GRILLET
LA CASA DE CITAS
TÍTULO DE LA EDICIÓN ORIGINAL: LA MAISON DE RENDEZ-VOUS
TRADUCCIÓN: JOSEP ESCUÉ
EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.

 El autor quiere hacer constar que esta novela no puede considerarse en modo alguno un documento sobre la vida en la colonia inglesa de Hong Kong. Todo parecido, de decorado o situaciones, con aquella sería mero resultado del azar, objetivo o no.

Si algún lector, acostumbrado a las escalas en Extremo Oriente, pensara que los lugares aquí descritos no concuerdan con la realidad, el autor, que ha pasado allí la mayor parte de su vida, le aconsejaría que volviera y se fijara más: las cosas cambian rápidamente en aquellos climas.

(Fragmento de novela).
La carne femenina sin duda ha ocupado siempre un lugar muy destacado en mis sueños. Incluso estando despierto, su imagen no deja de asaltarme. A una joven con traje de verano que muestra su nuca curvada —está abrochándose la sandalia—, con la cabellera medio echada hacia adelante descubriendo la piel frágil y el vello rubio, la veo yo al instante dispuesta a alguna complacencia, de inmediato excesiva. La estrecha falda ceñida, abierta hasta los muslos, de las elegantes de Hong Kong se desgarra de golpe bajo una mano violenta, que desnuda bruscamente la cadera redondeada, firme, tersa, brillante, y la suave curva hasta la cintura. El látigo de cuero, en el escaparate de un talabartero parisién, los pechos expuestos de los maniquíes de cera, el cartel de un espectáculo, un anuncio de ligas o de un perfume, dos labios húmedos y abiertos, un brazalete de hierro, un collar de perro, disponen en torno a mí su insistente y provocativo decorado. Una simple cama con dosel, un cordel, la punta encendida de un puro, me acompañan durante horas, al albur de los viajes, durante días. En los parques organizo fiestas. Para los templos dispongo ceremonias, ordeno sacrificios. Los palacios árabes o mongoles me llenan los oídos de gritos y suspiros. En las paredes de las iglesias de Bizancio, los mármoles aserrados con simetría bilateral dibujan ante mis ojos sexos femeninos ampliamente abiertos, distendidos. Un par de argollas empotradas en la piedra, en lo más profundo de una antigua cárcel romana, bastan para que se me aparezca la bella esclava encadenada, sometida a largos suplicios, en el silencio, la soledad y el ocio.
A menudo me paro a contemplar a alguna joven que baila en una fiesta. Me gusta que lleve desnudos los hombros y, cuando se vuelve, el inicio de los pechos. Su carne lisa reluce con un brillo suave bajo la luz de las arañas. Ejecuta con encantadora concentración uno de esos pasos complicados en los que la chica se separa de su pareja, alta silueta negra, en segundo plano, que se limita a esbozar apenas los movimientos ante ella, atenta, cuyos ojos bajos parecen acechar la menor señal que hace la mano del hombre, para obedecerle en el acto mientras sigue observando las leyes minuciosas del ceremonial, y luego, tras una orden casi imperceptible, girando de nuevo en una ágil media vuelta, descubre de nuevo sus hombros y su nuca.
Ahora se ha apartado un poco, para abrochar la hebilla de su fino zapato, de delgadas tiras doradas que sujetan con varias cruces el pie descalzo. Sentada al borde de un sofá, permanece inclinada, la cabellera medio echada hacia adelante descubriendo aún más la piel frágil de rubio vello. Pero se acercan dos personajes y pronto ocultan la escena, una alta silueta de smoking negro, a la que un hombre gordo y colorado habla de sus viajes.
Todo el mundo conoce Hong Kong, su bahía, sus juncos, sus sampanes, los rascacielos de Kowloon y el traje ceñido de falda estrecha, abierta lateralmente hasta el muslo, que visten las eurasiáticas, altas muchachas elásticas, moldeadas por sus vestidos de seda negra con corto cuello blanco y sin mangas, estrictamente cortados a ras de axilas y de cuello. La delgada tela brillante se apoya directamente en la piel, marcando las formas del vientre, el pecho, las caderas, y plisándose en el talle en un haz de diminutos surcos, cuando la paseante, que se ha detenido ante un escaparate, vuelve la cabeza y el busto hacia la luna, en la que, inmóvil, el pie izquierdo apoyado en el suelo con sólo la punta de un zapato de tacón muy alto, pronto a reanudar la marcha en mitad del paso interrumpido, la mano derecha tendida hacia adelante, algo separada del cuerpo, y el codo medio doblado, contempla un instante a la joven de cera vestida con idéntico traje de seda blanca, o su propio reflejo en el cristal, o la correa de cuero trenzado que sostiene el maniquí con la mano izquierda, el brazo desnudo separado del cuerpo y el codo medio doblado para contener a un gran perro negro de pelo brillante que avanza delante de ella.
El animal ha sido disecado con mucho arte. Y, si no fuera por su inmovilidad total, su rigidez demasiado acentuada, sus ojos de cristal demasiado brillantes sin duda, y demasiado fijos, el interior de su boca entreabierta tal vez demasiado rosado, sus dientes demasiado blancos, se diría que va a concluir el movimiento interrumpido: avanzar la pata que ha quedado tendida hacia atrás, levantar las dos orejas simétricamente, abrir más las mandíbulas para descubrir por entero los colmillos, en una actitud amenazadora, como si lo inquietara algo que ve en la calle o pusiera en peligro a su dueña.
El pie derecho de ésta, que se adelanta casi hasta la altura de la pata trasera del perro, sólo se apoya en el suelo con la punta de un zapato de tacón muy alto, cuya piel dorada cubre únicamente con un triángulo minúsculo la punta de los dedos, mientras unas finas tiras sujetan con tres cruces el empeine y ciñen el tobillo sobre una media muy fina, apenas visible aunque de color oscuro, probablemente negra.
Un poco más arriba, la seda blanca de la falda está abierta lateralmente, dejando adivinar la corva y el muslo. Por encima, gracias a una discreta cremallera, casi invisible, el traje debe de abrirse de golpe hasta la axila, sobre la carne desnuda. El cuerpo elástico se mueve a derecha e izquierda para intentar liberarse de las delgadas ataduras de cuero que aprisionan los tobillos y las muñecas; pero, naturalmente, en vano. Los movimientos que la postura permite son además de escasa amplitud; torso y miembros obedecen a unas reglas tan estrictas, tan exigentes, que la joven parece ahora enteramente inmóvil, llevando el compás sólo con una imperceptible ondulación de la cintura. Y de pronto, a una orden muda de su pareja, da una media vuelta ágil, quedándose otra vez inmóvil en el acto, o más bien meciéndose con una ondulación tan lenta, tan reducida, que sólo se mueve la delgada tela en el vientre y los pechos.

Fuentes:
TÍTULO DE LA EDICIÓN ORIGINAL: LA MAISON DE RENDEZ-VOUS
TRADUCCIÓN: JOSEP ESCUÉ
EDITORIAL ANAGRAMA, S.A.
ISBN: 84—339—3189—X

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