jueves, 6 de agosto de 2015

Franz Kafka Diarios & Carta al padre.



Ningún escritor, quiero decir, la realidad que su obra irradia, encarna la pesadilla alucinante del siglo que termina como Franz Kafka. Su mundo literario (que abarca tres novelas inconclusas, unos copiosos diarios, un volumen de narraciones y aforismos y una abundante correspondencia), concebido en las dos primeras décadas de la presente centuria, es el espejo en el que nos contemplamos con una mezcla de estupor y horror. En esas cuartillas apretadas, repletas, en las que hasta los bordes son escritos o rellenados con dibujos, obtenidas en una lucha feroz contra todo y todos, está el siniestro y falaz espíritu de nuestra época.

 Franz Kafka
Diarios & Carta al padre

Franz Kafka, 1982
Traducción: Andrés Sánchez Pascual
Prólogo: Nora Catelli
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

Nota del editor

            La que el lector tiene en sus manos es la primera edición íntegra en español de los Diarios de Kafka, seguidos de los Diarios de viaje y de la Carta al padre. Unos y otra han sido traducidos de nuevo a partir de la edición crítica y canónica de las obras completas del autor conocida como Kritische Ausgabe. Schriften, Tagebücher, Briefe (Edición crítica. Escritos, Diarios, Cartas, denominada KA en adelante), editada por Jürgen Born, Gerhard Neumann, Malcolm Pasley y Jost Schillemeit, con el asesoramiento de Nahum Glatzer, Rainer Gruenter, Paul Raabe y Marthe Robert, y publicada en Frankfurt am Main por la editorial S. Fischer a partir de 1982.
Por lo que toca a los Diarios, la presente edición es sustancialmente distinta de las disponibles hasta el momento para los lectores de habla hispana, basadas todas en la edición realizada a título póstumo por Max Brod en 1950 (y que es la primera edición de los Diarios de Kafka pretendidamente completa, pues la que el mismo Brod había publicado en 1937 constituía sólo una selección de los mismos). El hecho es que esta edición de Brod (llamada MB en adelante) presenta abundantes deficiencias de todo orden que los editores de KA han corregido, dando lugar no sólo a una nueva fijación de los textos, sino también a una nueva ordenación cuyo sentido conviene aclarar.
En el momento de editar los cuadernos y papeles de Kafka, Max Brod, que ya dispuso de hecho de la práctica totalidad del material relativo a los Diarios, segregó de su contexto original numerosos fragmentos, antes o después incluidos por él mismo en distintos volúmenes póstumos dedicados a la obra narrativa de Kafka; asimismo, suprimió diversos pasajes que consideró reiterativos, o demasiado confusos, o simplemente carentes de interés. Suprimió también determinados pasajes que juzgaba ofensivos para algunas de las personas en ellos mencionadas, muchas de las cuales todavía vivían cuando él preparaba su edición; por la misma razón, ocultó numerosos nombres propios detrás de sus iniciales. Al final de este volumen, en la introducción a las notas correspondientes a los Diarios (pp. 859-862), se da noticia más detallada de la intervención de Brod sobre los mismos.
La presente edición de los Diarios ofrece, pues, respecto de las anteriores, significativos añadidos que reparan las omisiones, descuidos y errores de Brod y devuelven al texto de Kafka su primigenia integridad. Tales añadidos corresponden, en su mayoría, a los siguientes conceptos:
Textos repetidos por Kafka con ligeras variantes, que admiten ser leídos como borradores sucesivos de un mismo texto o verdaderos ejercicios de estilo (como el que constituyen, seguidas una detrás de otra, las siete variaciones consecutivas de la reflexión que Kafka hace sobre los efectos de su educación, pp. 46-57).
Relatos completos o fragmentos de corte narrativo, segregados, ya sea por su extensión, ya por su carácter más o menos acabado, del cuerpo de los Diarios; los casos extremos son, a este respecto, las narraciones tituladas El fogonero y La condena;
Citas, resúmenes y glosas extensas hechas por Kafka a partir de determinadas lecturas, como las de sendos libros de Meyer Isser Pinès (pp. 290-294), de Johann Wolfgang Goethe (pp. 317-321) o de Marcellin de Marbot (PP. 573-578);
Pasajes oscuros o completamente incomprensibles, escrupulosamente reproducidos en la edición KA;
Referencias demasiado íntimas o que podrían haber resultado hirientes, según Brod, tanto para Kafka como para terceros (la mayor parte de ellos desaparecidos en la actualidad);
Los dibujos realizados por Kafka en diversas entradas de los Diarios.
Como se ha dicho, el presente volumen incorpora, además de los Diarios y los Diarios de viaje, la Carta al padre, escrita por Kafka en 1919, texto que KA incluye en el volumen que dedica a los Escritos póstumos. En la introducción a las notas correspondientes se razona cumplidamente el criterio que nos ha movido a actuar así.
En lo que respecta a los Diarios, y siguiendo el criterio de KA, la ordenación de los textos se ha establecido conforme a la secuencia efectiva de las anotaciones de Kafka en los distintos cuadernos en que iba escribiendo, con lo que se modifica en buena medida la refundición que de esas mismas anotaciones realizó Brod, atento sobre todo a un criterio cronológico.
Los manuscritos que configuran los Diarios de Kafka están integrados por:
Una serie de doce cuadernos, todos ellos en cuarto (de unos 25 x 2.0 cm), que oscilan entre las veinte páginas (el cuaderno décimo) y las cincuenta y ocho páginas (el cuaderno primero), sin pauta, y encuadernados en hule negro, marrón o marrón-rojizo;
Dos «legajos» (en alemán, Konvolute), es decir, dos colecciones de hojas sueltas, una de tres páginas y la otra de seis, cuyo contenido se asocia indudablemente a las anotaciones de los diarios y que por esa razón ha sido incluido entre las mismas.
En esta edición, siguiendo la pauta de KA, los doce cuadernos se ordenan de acuerdo con las fechas más antiguas que constan en cada uno de ellos, sin perjuicio de que alguno de ellos pueda contener entradas anacrónicas, posteriores a las primeras entradas del cuaderno siguiente, y viceversa. Hay que aclarar, a este respecto, que Kafka no siempre escribió sus anotaciones de modo correlativo dentro de los sucesivos cuadernos que conforman sus Diarios; es decir, no siempre esperó a que un cuaderno estuviera completo para empezar el siguiente, sino que en más de una ocasión empezó uno nuevo dejando el anterior inacabado, pero volviendo más tarde a hacer anotaciones en éste. Esto ocurre de un modo especialmente notorio con las anotaciones correspondientes a los cuadernos primero, segundo y tercero; y de nuevo con las de los cuadernos octavo y noveno.
La interpolación de los dos «legajos» entre los cuadernos noveno y décimo se explica por las fechas que pueden leerse en los mismos, posteriores a la última anotada en el cuaderno noveno, y anteriores a la primera del cuaderno décimo.
Conviene advertir, por otro lado, que los manuscritos de Kafka contienen errores flagrantes en la anotación de algunas fechas, errores que no siempre advirtió Max Brod pero que han sido corregidos en KA y, por consiguiente, también en la presente edición, donde las rectificaciones correspondientes se hacen entre corchetes. En cualquier caso, entre los diversos instrumentos de consulta que se ofrecen al lector al final del volumen se cuenta un índice cronológico de todas las entradas de los Diarios, incluidos también los Diarios de viaje, que permite reconstruir la secuencia temporal de los mismos y, si se prefiere, realizar la lectura conforme a ella. Asimismo, dispone el lector de una cronología de la vida de Kafka que puede ayudarle a situar adecuadamente en su contexto biográfico algunos de los sucesos a los que se refiere el escritor. En el volumen I de estas Obras Completas se incluye un ensayo biográfico de Klaus Wagenbach que sirve más ampliamente al mismo propósito; al igual que el libro Franz Kafka. Imágenes de su vida, del mismo Wagenbach (Barcelona, Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg, 1998), donde se encuentran abundantes documentos gráficos relativos a buena parte de las personas y lugares mencionados en estos Diarios.
El signo 0 que el lector encontrará con frecuencia intercalado en los textos de Kafka remite al aparato de notas que se encuentra al final del volumen[1], donde cada nota viene precedida del número de la página y de la línea en que se ha introducido la llamada correspondiente. Son, ante todo, notas aclaratorias, explicativas y de carácter histórico; en algún caso se trata de notas que permiten relacionar los Diarios y la Carta al padre con la obra narrativa de Kafka, que esta edición reúne en los volúmenes I (Novelas) y III (Narraciones). Sólo en contadas ocasiones las notas entran en el terreno de la interpretación del sentido de los textos kafkianos. La información que las notas proporcionan acerca de determinadas personas u obras a las que Kafka se refiere suele darse la primera vez que se hace mención de las mismas y no vuelve a repetirse en menciones posteriores. Pero el lector dispone, al final del volumen, de un exhaustivo índice de nombres y obras citados en el que podrá localizar todas las ocasiones en que la persona o la obra en cuestión ha sido mencionada, ya sea de forma directa (con su nombre o su título), ya sea de forma indirecta (es decir, por alusiones).
Otra herramienta de gran utilidad para el lector es el índice de fragmentos, esbozos y apuntes narrativos que se encuentra asimismo al final de este volumen. A partir del mismo, el lector tiene constancia efectiva de cuantos pasajes de los Diarios son de naturaleza narrativa, por breves o incompletos que resulten, y tiene la posibilidad, si así lo quiere, de realizar un itinerario selectivo a través de los textos aquí reunidos.
La escritura tanto de los cuadernos como de los legajos que constituyen el cuerpo original de los Diarios y de los Diarios de viaje (cosa distinta es la Carta al padre, como se explica en la introducción a las notas correspondientes) ofrece las características comunes a los textos escritos a mano y con fines particulares, no destinados a la publicación, redactados a menudo en circunstancias poco favorables a la claridad y al cuidado de la forma en que se presentan. Sólo una edición facsimilar podría dar cuenta de las muchas particularidades de una escritura realizada en estas condiciones, particularidades que en cualquier otro caso no tiene sentido preservar. Tanto menos cuando se trata, como aquí, de una traducción, y de ningún modo, como en el caso de KA, de una edición crítica. Ésta es la razón por la que, apartándonos de los criterios de transcripción de KA, que reproduce en lo posible las particularidades del original, respetando sus fallos, rarezas e incongruencias, aquí hemos optado por presentar los textos conforme a los criterios convencionales de edición, sin imitación de tantas peculiaridades en absoluto adjudicables a una voluntad estilística.
Conforme al criterio establecido en la presentación de estas Obras Completas (véase el volumen I, pp. 30 y ss.) se respeta en lo posible la puntuación —a veces muy particular— de Kafka, con excepción de aquellos pasos —muy frecuentes, dadas las mencionadas características del texto— en los que la omisión de un signo determinado confunde o desorienta gravemente la lectura. En estos casos, se repara la omisión, toda vez que no haya indicio alguno de que sea intencionada. Resultaría sin embargo exagerado, cuando no absurdo, conceder rango estilístico a tantas deficiencias propiciadas por las condiciones materiales en que se realizó la escritura. De este modo, se pone punto final a muchas frases que no lo llevan, excepto aquéllas en que es razonable pensar que la construcción misma de la frase ha quedado interrumpida o simplemente suspendida, juzgándose abusiva en tales casos la imposición de los tres puntos suspensivos. Se mantiene, eso sí, el empleo regular del guión largo con valor de pausa o cesura, en ningún caso asimilable al guión largo con valor de aparte, del que se distingue por ir a la vez precedido y seguido de un espacio en blanco. Hace tiempo ya que es frecuente conservar en las traducciones del alemán al español este signo en muchas ocasiones insustituible, que carece de correspondencia exacta con ninguno de los signos convencionales de puntuación en nuestro idioma, y cuyo valor gráfico, en el caso particular de unos diarios como éstos, resulta muy expresivo.
Por lo que respecta a los párrafos, en líneas generales se mantienen el ritmo y la distribución del original. Cuando no los había, y para facilitar tanto la lectura como la consulta del texto, se han abierto blancos de línea entre las entradas correspondientes a fechas sucesivas. Se han mantenido, conforme a KA, los trazos con que el propio Kafka separa a menudo anotaciones sucesivas, unas veces mediante una raya que recorre la página de un extremo a otro, en otros casos mediante una raya más corta. Estos trazos contribuyen no poco a deslindar las anotaciones entre sí, deshaciendo muchas continuidades artificialmente establecidas en MB.
Se componen en cursiva aquellas palabras (títulos de libros, nombres de periódicos, extranjerismos, usos meta-lingüísticos) que, aunque no vayan subrayadas por Kafka, se escriben convencionalmente de este modo.
Se desarrollan aquellas abreviaturas que, siendo características de una escritura privada, no destinada a ser consultada por nadie más que el propio autor, producirían extrañeza y dificultades al lector de una edición como la presente. Así, por ejemplo, donde Kafka abrevia (siempre sin sistematicidad alguna) ital. por italianos, se restituye, íntegra, la palabra italianos; y lo mismo se hace con abreviaturas como d. (por derecha), p.e. (por por ejemplo), e.d. (por es decir), n. (por nacido), sept. (por septiembre), etc. Este criterio se suspende en aquellos casos en que se estima razonable que Kafka haya abreviado la palabra en cuestión por pudor o discreción, como ocurre con la palabra sexo, abreviada s. (véase, en el cuaderno undécimo, las páginas 660 y 677). En estas ocasiones, muy pocas, se aclara en las notas a qué aluden las abreviaturas en cuestión.
Caso semejante es el de los nombres que Kafka escribe con iniciales, la mayor parte de las veces sin otra razón presumible que la de economizar el esfuerzo de la escritura (pues los mismos nombres aparecen unas veces escritos completos y otras por sus iniciales). También en estos casos, y a efectos de no obligar al lector a acudir constantemente a las notas finales, se desarrolla, sin más, el nombre en cuestión, toda vez que se sabe con seguridad a quién se alude. Con el mismo criterio se desarrollan también las iniciales con que a menudo se refiere Kafka a periódicos o revistas. En cualquier caso, en el índice de nombres y obras citados se consignan oportunamente, junto a los nombres propios, las iniciales que emplea Kafka para aludirlos.
En cuanto a las cifras, vuelve a ocurrir que, dentro de la economía que caracteriza la escritura de estos diarios, Kafka suele escribir la mayoría con números, aunque de nuevo aquí no se observa sistematicidad alguna. En la presente edición se han aplicado, una vez más, los criterios convencionales a este respecto, de forma que donde Kafka escribe 2 señoras se transcribe dos señoras, por ejemplo; o se transcribe las dos de la noche por las 2 de la noche.
En lo tocante a las fechas correspondientes a cada entrada, se completan siempre que es posible las referencias al día, al mes y al año, incluyendo entre corchetes los datos omitidos por Kafka o las rectificaciones a los errores que en ocasiones comete. Sólo se precisa el día de la semana cuando el propio Kafka lo hace, y sólo se escribe el nombre del mes cuando, asimismo, lo hace también Kafka; en los demás casos, siguiendo el uso más corriente por su parte, la referencia del mes sé da mediante números romanos, de modo que, por lo general, las fechas se dan según la forma siguiente: 5.XI 1911 (por 5 de noviembre de 1911).
Finalmente, conviene puntualizar que Kafka escribe a menudo incorrectamente palabras pertenecientes a idiomas distintos del alemán, en particular el francés. Salvo en las muy contadas ocasiones en que resultan expresivos en algún sentido, los errores de este tipo se reparan, como se reparan también los que comete ocasionalmente en la transcripción de nombres propios. Como fuere, las notas subrayan los casos más recurrentes o significativos.
J. Ll.
NORA CATELLI
«Pruebas de haber vivido»
Los «Diarios» y la «Carta al padre» de Franz Kafka como límites de la autobiografía
I
Uno encuentra en su diario pruebas de haber vivido, de haber mirado alrededor y de haber anotado observaciones incluso en circunstancias que hoy parecen insoportables, es decir, encuentra pruebas de que esta mano derecha se movió igual que se mueve hoy, cuando nos hemos vuelto, ciertamente, más prudentes gracias a la posibilidad de abarcar con la mirada nuestras circunstancias de entonces (23 de diciembre de 1911).
Hay muchos Kafka: el narrador, autor de parábolas e inventor de mundos improbables aunque fatalmente posibles, el escritor de cartas, de aforismos, de diarios. Este último, que cree encontrar en esa escritura la «prueba» asombrosa de haber vivido, es el que mejor encarna una de las figuras de la modernidad de 1900: el judío centro-europeo, para quien la ciudad multilingüe es el paisaje y el conflicto de lenguas, el horizonte obligado. La figura del escritor judío y la modernidad se sueldan en ese espacio solidario, el del diario, que dibuja su destino a partir del cambio de siglo: un destino urbano, ligado al devenir de la ciudad. Dos son los rasgos en que se expresa históricamente esta fusión en la realidad centroeuropea: la apertura de los guetos y el debate sobre la asimilación o secularización de los judíos.
Por eso, en la Praga de Kafka importa mucho quiénes de los judíos son praguenses, quiénes vienen del campo y quiénes de Rusia o de Polonia. La ciudad es un dibujo por hacerse, cuyo trazado depende de su desarrollo en los diarios: su cartógrafo es el judío que sueña, que va al teatro y al cine, que constata la existencia de los suyos —y de los gentiles— en los cuerpos, las esquinas, los ritos, las voces de este imperio en trance de extinción, donde se aúna lo feudal con el progreso, lo cristiano con lo judío y con lo asiático, el alemán con el checo y el yídish, lengua en la que a la vez se cruzan los judíos occidentales con los orientales.
Cuando nació Kafka, en 1883, Praga era llamada la «Jerusalén de Europa». Aunque las cifras de los censos difieran según las fuentes, puede decirse que por entonces tenía ciento sesenta mil habitantes, de los cuales unos veinte mil eran judíos que iban llegando de pueblos y regiones circundantes y que, entre 1848 y 1870, habían logrado ampliar sus derechos civiles. Hasta entonces habían tenido vedadas muchas actividades, carecían de libertad de circulación y, salvo los mayores de cada familia, no podían casarse ni tener hijos. En 1852 fueron abolidos los guetos, pero no demolidos; hacia 1900, una cuarta parte de los judíos praguenses seguía viviendo dentro de sus muros. En esos mismos años la minoría praguense de habla alemana contaba entre sesenta y setenta mil almas, de las cuales poco más de un tercio, unas veintiséis mil, eran judías; en 1922, dos años antes de la muerte de Kafka, la ciudad había ampliado su circunferencia y contaba seiscientas sesenta y siete mil almas.
En ese proceso de expansión, la mayoría checa había aumentado, proporcionalmente, sobre la alemana y la judía. Sin embargo, los judíos abundaban en universidades y periódicos, en círculos artísticos y científicos. Las lenguas fluctuaban y chocaban como filamentos eléctricos: el abuelo paterno de Kafka, matarife y pobre, hablaba yídish, mientras la familia materna, próspera y más culta, con una rama judía ortodoxa y otra asimilada o que tendía hacia la asimilación, se expresaba en alemán. Ésta fue, aun en su extrañeza, la lengua materna de Kafka, que no aprendió ni hebreo ni yídish en su niñez. Cuando sus padres se iban a trabajar a la tienda, los niños de la familia hablaban checo con las criadas y niñeras, pero conservaban el alemán con los progenitores. El checo era la lengua de los inferiores, de los empleados del padre, de los revolucionarios y, en general, la de los antisemitas. Y el antisemitismo crecía y se adelantaba siempre un paso al impulso asimilacionista y a su contrapartida, el sionismo, cuyos objetivos había proclamado hacia 1900 Theodor Herzl.
Espejo de esa suma de autocracia imperial y modernidad, Praga es la libertad, la cárcel, el infierno y también el carnaval de Kafka. No es algo externo a su desarrollo, sino la malla que sostiene su escritura de súbdito, de individuo y de artista: los Diarios son el testimonio de la existencia de esa malla. Discípulo de seguidores del filósofo sensualista Ernst Mach, instruido en el valor de la percepción como manera fundamental de conexión con el mundo, Kafka se anuda a esa malla inextricable, como si su escritura fuese inseparable del juego de los sentidos.
 II
Inaprensible, indefinible escritura, de cuyo carácter enigmático este volumen incluye muestras acabadas: unos diarios que él, seguramente, no pensaba publicar y una carta al padre que no llegó a destino. Pruebas de la imposibilidad de definición en cuanto a su género y, sobre todo, en cuanto a sus destinatarios, estos escritos constituyen una roca inabordable para cualquier intento de interpretación: intento que, sin embargo, exigen, como a propósito de los relatos del mismo Kafka afirmó Walter Benjamin. Pero ya que no podemos saber qué quería él de esos textos, bien podemos preguntarnos qué querían estos textos del propio Kafka. ¿Cómo se sitúan frente al resto de la obra, frente a cartas, novelas y cuentos? ¿Qué quieren de sí mismos y del lector? ¿Quieren un lector?
Sería fácil afirmar que no hay respuesta a tales preguntas. Pero también sería falso. La crítica acerca de Kafka está llena de tentativas de satisfacer estas cuestiones. Muchas son rigurosas, algunas magníficas. Todas necesarias, porque la lectura de los Diarios o de la Carta al padre es como el choque de un insecto contra un cristal: la experiencia del muro transparente y letal.
Producen en el lector un acceso inmediato de comprensión falsa, al que suele seguir una amnesia momentánea y, por último, un desconcierto reverencial. En ese momento, cuando se llega a la reverencia desconcertada, como ante un texto sagrado, buscamos guías, sabios. Nos convertimos en alumnos ante un alfabeto nuevo, aunque tan similar al que ya conocemos que por unos instantes —durante el acceso de comprensión falsa— creemos que es el nuestro: olvidamos la frase —¿de qué hablaba?— y entonces advertimos que hemos olvidado de qué hablaba porque en realidad nunca lo hemos sabido. Y no lo sabíamos porque el alfabeto es muy parecido al nuestro, pero no es el nuestro. Entonces, humildemente, partimos en busca de guías, de sabios.
También lo hacía Kafka: los guías y sabios a los que recurría están en los Diarios. No son sólo lecturas. Mejor dicho, son lecturas de textos, pero también de cuerpos, sueños, sonidos, rostros, esquinas, plazas, horas, sensaciones, contraluces, idiomas; quizá los diarios fuesen los instrumentos de Kafka para enfrentarse con su propio alfabeto que, a pesar de todo, le resultaba desconocido.
Entre 1909 y 1910, cuando empezó a llevarlos, ya no era un niño; para los criterios de la época, ni siquiera un joven. Por eso se les ha atribuido una función analítica, más que de formación, como si fuesen el lugar donde alguien que ya hubiese sufrido cambios irreversibles se dedicase a describir los efectos de esos cambios. Otros sostienen que los Diarios no constituyen el soporte de un proceso analítico sino una especie de educación de la percepción, tanto de sí mismo como del mundo que lo rodeaba.
En Kafka. Por una literatura menor, Gilíes Deleuze y Félix Guattari descreen del supuesto carácter analítico de los Diarios y también de que sean un laboratorio de escritura: los consideran, en cambio, una suerte de armazón secreta del proyecto de Kafka como escritor, el elemento —en el sentido de ambiente— del cual parece no querer salir, como un pez en el agua. E insisten en que eran también un refugio contra el agotamiento y la esterilidad creadora.
Las funciones de un diario son variadas y muchas veces contradictorias. Como género, carece de estructura, no compone un relato, no selecciona lo significativo del pasado ni lo relevante del presente. Su única exigencia formal es la secuencia cronológica de escritura: el hilo de los días. Desde luego, ésta es una línea ideal: pueden existir cortes de meses y hasta de años, discontinuidades y desajustes flagrantes, evocaciones, relatos retrospectivos y anticipaciones. Pero la presencia de la fecha (o su posibilidad editorial) en el encabezado de la entrada es un requisito ineludible, incluso cuando se halla ausente. Es lo que hace el género, lo que lo constituye, independientemente de los contenidos que así se pauten. Los humores de quien escribe, sus afinidades, sus angustias y sus obsesiones, pero también sus actividades, relaciones y observaciones, se disputan el espacio y señalan tendencias dominantes. En un ensayo escrito en 1979, Roland Barthes enumeró cuatro motivos por los que los escritores llevan diarios: la invención de un estilo, el afán de testimoniar una época, la construcción de una imagen y, por último, el laboratorio de la lengua, en que el diario es concebido como taller de frases. Las tendencias dominantes señalarían al lector ciertas orientaciones de lectura que son, en el fondo, claves para imaginar a qué tiende un escritor de diarios: si a hacerse un espacio como autor, si a construirse una mirada de testigo, si a poder escribir sin exponerse públicamente a los triunfos y fracasos de la literatura, si a cincelar su lengua. En Kafka están todas las orientaciones, en una administración caprichosa pero al mismo tiempo omnímoda: él las utiliza y a la vez las destruye a fuerza de saturarlas todas.
Es posible reconstruir este ejercicio de saturación si se recorren dos importantes registros. El primero, la biblioteca de Kafka, inventariada por Jürgen Born. Allí se enumeran multitud de diarios, cartas y memorias: por ejemplo, el diario íntimo de Amiel, que inaugura una tradición poderosa a lo largo del siglo XIX, el de Byron, ejercicio vitalista y expansivo del yo, los de Robert Browning y Elizabeth Barret, recuentos de educación del espíritu Victoriano, la explosión subjetiva de Dostoievski o la de Gogol. Además, por supuesto, de Kierkegaard, Goethe, Flaubert, Fontane, Gauguin, Van Gogh, Kleist o Leon Tolstoi.
El segundo registro de los modelos que Kafka siguió está en sus mismos Diarios. Entre 1910o y 1923 Kafka cita, comenta e interpreta, entre otros, los diarios, autobiografías o memorias de Musset, Claudel, Hebbel, Hauptmann, Goethe, Schiller, Hamsun, Grillparzer, Lenz, Wassermann, Werfel, Kropotkin; y de Rahel Varnhagen, la gran escritora de cartas y animadora romántica de salones berlineses, o de Theodor Herzl, el fundador del sionismo…
Estos repertorios indican en quiénes se miraba Kafka, aunque sea difícil describir cómo lo hacía. También facilitan el esfuerzo de vincular sus Diarios con sus circunstancias biográficas, como últimamente lo han hecho Friedrich Karl y, sobre todo, Klaus Wagenbach. Se va dibujando entonces un espacio histórico —la modernidad en el imperio austrohúngaro— y personal —el judío praguense— que confluyen en los Diarios, donde se unen lo histórico y lo personal en una figura de escritor ubicuo. Esto explica, hasta cierto punto, el intrigante proceso de saturación de modelos que se desarrolla en los Diarios: ese barrido de sensaciones, lecturas, pensamientos, recuerdos, cuentos… Así, a la pregunta acerca de cuáles son las tradiciones de las que participa el judío Kafka como escritor de diarios, hay que responder que de muchas, de las cuales dos al menos son dominantes.
La primera sería la disciplina protestante del autoanálisis, que en Kafka reaparece a través de su devoción por Kierkegaard, y a la que ya Goethe había atribuido el poder de atravesar las fronteras religiosas:
Sería deseable estudiar si los protestantes muestran una tendencia más marcada a la práctica de la autobiografía que los católicos. Estos últimos tienen siempre un confesor a su lado y pueden desembarazarse maravillosamente de sus debilidades sin preocuparse de consecuencias funestas, mientras que los protestantes se reprochan sus faltas durante más tiempo y no conciben más alivio que un cambio moral. Por eso me admiran Montaigne y Descartes: sin ser protestantes ellos mismos viven en una época en que el protestantismo hizo mover muchas cosas. Hay que profundizar estas reflexiones (Carta de Goethe a Gottling del 4 de marzo de 1826).
Parece como si Goethe señalase a Kafka el modo de utilizar a Kierkegaard. Y lo cierto es que Goethe es el autor más citado en los Diarios de Kafka. Se ofrece como único territorio natural de este escritor sin territorio, como su auténtico lugar del no-lugar. La correspondencia, las conversaciones con Eckermann, los libros de viajes y Poesía y verdad señalan una disciplina que se materializa en los Diarios: Goethe, en el que, más que inspirarse, Kafka vive, «sin ser protestante», como tampoco lo eran los católicos Descartes y Montaigne (la madre de éste, no lo olvidemos, era descendiente de judíos conversos aragoneses).
En segundo término, tras la vertiente autoanalítica de origen protestante, destaca otra línea que le llega a Kafka probablemente del dramaturgo Franz Grillparzer (1791-1872), cuyos diarios, de una notable variedad de registros, Hofmannsthal calificó en cierta ocasión de «diarios medusa». En ellos se mezclan notas de escritor, observaciones sobre lecturas y sobre sus propios escritos, además de aforismos, recuentos humillantes de fracasos y decadencias físicas, de fealdades, enfermedades, ridículos sociales y derrotas amorosas.
A Kafka le inquietaba la semejanza de los diarios de Grillparzer con los suyos propios:
Abandona el insensato error de hacer comparaciones, por ejemplo con Flaubert, Kierkegaard, Grillparzer […] Flaubert y Kierkegaard sabían muy exactamente lo que les pasaba, su voluntad era firme, eso no era cálculo, sino hazaña. En ti, en cambio, hay una eterna sucesión de cálculos, una monstruosa oscilación de cuatro años. Con Grillparzer quizá encaje mejor la comparación, pero Grillparzer no te parece digno de imitar, siendo como es ejemplo desdichado… (27 de agosto de 1916; la cursiva es mía).
Así, el modelo más cercano, Grillparzer, sería opresivo e indigno de imitación porque retrospectivamente evoca la «monstruosa oscilación» que Kafka encuentra en su propia experiencia de la escritura. Los otros dos, Flaubert y Kierkegaard, actuaban, no calculaban. Es decir, no compensaban la esterilidad creadora con la práctica del diario. En esta tensión con modelos inalcanzables por radicalmente opuestos —Flaubert, Kierkegaard— o por siniestramente similares —Grillparzer— puede hallarse, más allá de las razones que exponen sus biógrafos, una de las causas del ritmo irregular de estos diarios: una arritmia, un vaivén respecto del modelo más cercano aunque opresivo e indigno de imitación. Hasta cierto punto, Kafka reproduce el esquema de Grillparzer al reunir cuentos, sueños, paseos, reflexiones. Quizá a esta incomodidad con respecto al semejante se deba su extraordinaria administración de lo descriptivo, auténtico hilo conductor del gesto moral de su escritura. En este registro, que constituye el sustrato más regular y frecuente de los Diarios, Kafka parece darse el lujo de actuar —como Flaubert, como Kierkegaard— para librarse de la contaminación de Grillparzer, que lo convertiría en otro «ejemplo desdichado al que los hombres futuros deben estar agradecidos porque él sufrió por ellos».
La suma de todas las descripciones, en los Diarios, es Praga, serie de mapas transparentes e instantáneos, con itinerarios en los que en diversos fragmentos y con distintos estilos se sigue a la muchedumbre o se dibujan los trayectos desolados de la paz o de la guerra. Esas transparencias dejan traslucir las otras líneas, tradiciones o funciones que Kafka, como he dicho al principio, agota o satura. Pero la saturación no se produce porque parodie sus modelos, sino porque muestra su caduca dependencia respecto de ciertas nociones que él no sigue: por ejemplo, la separación entre mundo privado y mundo público, entre interioridad y exterioridad. De ahí que Kafka sea, en sus diarios, un artista supremo de la descripción. En los Diarios, describir es vivir. Todos los estilos son posibles: el naturalismo impávido, casi entomológico, el expresionismo y la evocación barroca, la fijeza cubista en la que desguaza su propio cuerpo:
Esta necesidad que siento, casi siempre que tengo bien el estómago, de amontonar en mí imágenes de tremendas hazañas alimenticias […] Me meto en la boca las largas chuletas y, sin masticarlas, me las saco por detrás, desgarrándome el estómago y los intestinos. Devoro sucias tiendas de ultramarinos enteras, las dejo vacías. Me atiborro de arenques, pepinos y toda clase de alimentos malos, rancios y picantes. Se vierten dentro de mí, como granizo, latas enteras de caramelos. Con ello no sólo gozo de mi buen estado de salud, sino también de un sufrimiento que no causa dolor y se pasa enseguida (30 de octubre de 1911).
Aunque los Diarios apenas aluden a la Gran Guerra, a las trincheras, a las revoluciones que desde 1917 sacudieron el centro de Europa, a la caída del imperio austrohúngaro, nada hay más lejano a ellos que la retórica de la búsqueda interior. En cambio, hay una singular atención a percepciones sensoriales colorísticas, acuáticas, lumínicas, que a veces suenan hasta proustianas. Y de sueños que se convierten en profecías de una sociedad amenazante o en encarnaciones de lo siniestro, eso que una vez fue próximo pero que ahora viene de una fuente perversamente olvidada. A través de este registro el mundo se le aproxima a Kafka, se funde con él; y lo aleja de nosotros.
Cuando describe, Kafka lo hace con una impresionante variedad de recursos, de perspectivas, de enfoques. La
vida social y religiosa le exige una mirada atenta, distante, casi de antropólogo cuando atiende a los usos de la vida religiosa de su comunidad judía. En el siguiente fragmento el antropólogo puede convertirse en miembro perplejo de esa comunidad que ni lo acepta del todo ni del todo lo rechaza. O solazarse, poco después, en el procedimiento oblicuo del chismoso que se divierte al reproducir una anécdota en la que los habitantes de Praga se mezclan y se agitan como en escenas de cine mudo.
En ocasiones el lector puede percibir que Kafka ensaya, como diría Barthes, el taller de frases. Se convierte entonces en brillante ejecutor de giros clásicos de descripción:
En casa del campesino Lüftner. El gran zaguán. Teatralidad del conjunto: él, nervioso, con sus ji-ji y sus ja-ja y sus golpes en la mesa, su forma de levantar los brazos, de encogerse de hombros y de brindar con el vaso de cerveza, como un soldado de Wallenstein […] Dos caballos enormes en el establo, figuras homéricas bajo un fugaz rayo de sol que entraba por la ventana del establo (9 de octubre de 1917).
Kafka es único en esta desconcertante conjunción: los múltiples recursos con los que se apropia del mundo se convierten en su propia dimensión interior, en su único centro visible. Por eso resulta tan vacuo proclamar nuestra cercanía con él como declarar su enigmática lejanía. Es verdad que ninguna perspectiva puede abarcarlo, pero no cabe reducir esta observación a pura hipérbole o canto al genio: nadie puede reproducir la experiencia de Kafka porque nadie puede revivir su experiencia de la intemperie, que nunca proclama, pero que vive y sufre en cada anotación, en cada apropiación del mundo. Ésa es la razón por la cual tiene precursores, pero carece de seguidores.
Por eso tampoco se puede decidir cuál es la función de los Diarios: ¿proceso analítico, refugio frente a la esterilidad creadora, laboratorio de percepciones, archivo del mundo o diarios medusa? Siempre dentro y fuera de lugar y de género, los Diarios ponen en entredicho cualquier definición, aunque continuamente la susciten. Acaso, como los de Grillparzer, diarios medusa en busca de un lector medusa, capaz de moverse sin plan aparente: el lector como representante de esa modernidad de la cual los Diarios son, al tiempo, expresión y clausura.
 III
Así como no hay crescendo en las visiones y descripciones, sino choques de fragmentos, tampoco hay gradación en el registro de las muchas experiencias de la lengua en los Diarios. Pero cabe insistir en dos, muy claras y hasta opuestas: la de la literatura, que es la aventura individual de Kafka, y la de la pluralidad fonética e idiomática de Praga, que es su aventura social, familiar y religiosa.
La primera experiencia, la de la lengua literaria, es abrupta, volcánica y material. Allí Kafka juega con la escritura. Por ejemplo: «Wenn er mich immer fragt [‘Siempre que él me pregunta’]. La ä, desprendida de la frase, se alejaba volando como una pelota por la hierba» (1910).
La segunda es detallada, abundante y matizada; una construcción miniaturesca del alemán múltiple y segmentado. Kafka se complace en la pintura de «el habla de Berlín, aspirada» (septiembre de 1911), o analiza su vínculo con su madre a partir de su relación con esa lengua ajena y, no obstante, propia:
Ayer se me ocurrió que si no siempre he querido a mi madre tanto como se merecía y como yo soy capaz de querer, es sólo porque me lo ha impedido la lengua alemana […] pues para los judíos la palabra Mutter es especialmente alemana, contiene inconscientemente, junto al brillo cristiano, también la frialdad cristiana, por ello la mujer judía a la que se llama Mutter se vuelve no sólo rara, sino también ajena (24 de octubre de 1911).
Junto con la duplicidad en la experiencia del alemán, Kafka suele transmitir una reverencia casi carnal ante el desconocido hebreo. Percibe sus sonidos de modo concreto, visual, orgánico, y siente la nostalgia de la fusión física con la comunidad a través de rituales de los que se sabe excluido: entonces la melodía talmúdica es vista como un tubo por el que pasa el aire y se lleva el tubo «a cambio un tornillo grande, orgulloso en conjunto, humilde en sus vueltas, va girando hacia el preguntado, partiendo de un inicio pequeño y remoto» (octubre de 1911).
Si el alemán lo enfrenta con su destino de escritor y de hijo, y el hebreo con la nostalgia de una lengua sagrada que no logrará dominar, el checo es mostrado como parte ineludible de la vida laboral y política más urgente y constituye siempre una requisitoria insatisfecha e incómoda:
Toda la tarde en el café City, persuadiendo a Miska de que firme una declaración diciendo que él sólo era dependiente nuestro y no había, por lo tanto, obligación de asegurarlo […] Me lo promete, yo hablo un checo fluido, sobre todo disculpo con elegancia mis errores (25 de noviembre de 1911).
Como la del checo, la ansiedad frente al yídish apenas chapurreado tiene una dimensión política obcecada y perentoria:
Deseo de ver un teatro yídish a lo grande […] También el deseo de conocer la literatura yídish, que al parecer tiene asignada una permanente actitud de lucha nacional que determina cada una de sus obras (octubre de 1911).
Las lenguas no sólo constituyen una red de intrincada disposición, donde lo familiar se anuda con lo literario y lo religioso, sino una malla de relaciones de clase, en las que el bienestar burgués o vagamente liberal se ve confrontado por rituales y ceremonias más antiguas, intensas y vinculantes —la del hebreo, la del yídish—, aunque, de hecho, para él inalcanzables.
En esa malla, y precisamente en los Diarios, aparece además una zona de extraordinaria densidad y de interrogantes perentorios: ¿cómo piensa Kafka en Praga y, por tanto, en sus diarios, las lenguas y la literatura? ¿Cómo piensa su situación en la literatura? ¿Es esa literatura la alemana?
Cabe aquí una breve digresión. El alemán y el checo coexistían en Praga desde el siglo XIII, pero a partir del XIV (y al menos durante tres siglos) el checo se redujo a la condición de lengua de colonizados, mientras que el alemán de la ciudad adquiría la reputación de ser el más correcto de todo el Imperio. Ya a mediados del siglo XVII había observado Grimmelshausen que en el barrio alemán de Praga se utilizaba un idioma mejor que el de cualquier otra región en que se hablara esa lengua. La razón era evidente: la ciudad letrada era alemana; el cinturón rural era checo. Por tanto, los campesinos que rodeaban la ciudad no podían corromper el alemán. Durante el siglo XIX los checos lucharon para que su lengua fuese admitida en la administración, sobre todo a partir de 1848; en 1882 consiguieron la escisión de la universidad en una rama checa y otra alemana.
Durante este largo proceso, la burguesía checa se hizo bilingüe; hablaba el Bóhmakeln, alemán corriente pero lleno de bohemianismos, y con acento checo: la lengua colorista de los checos en los países germanohablantes, también en Viena. Muchos han tomado el Böhmakeln como único alemán de los praguenses, cuando en realidad había otra variante en la ciudad.
Era el alemán de la pequeña burguesía, de los funcionarios, profesores y empleados que se esforzaban en utilizar una lengua ultracorrecta, aunque conservasen su acento checo. El resultado: el Kleinseitner Deutsch, un alemán cuyo nombre, Kleinseite, corresponde al del barrio al noroeste de Praga (en checo, Malá Strana) donde se habían instalado en su origen los comerciantes alemanes; allí se había hablado esta lengua durante siglos. A principios del siglo XX la minoritaria población alemana, que no era bilingüe, se encontraba a la defensiva: no se hallaba en una fase de expansión y le faltaban apoyos institucionales e intelectuales exteriores, aparte de que despreciaba a los estudiantes venidos de los Sudetes, demasiado rústicos, pobres y antisemitas. Este pequeño resto de población alemana hablaba aquel Kleinseitner Deutsch o Praguer Deutsch, que consistía, se supone, en una aplicación residual pero estricta en el uso oral de la lengua escrita normalizada, y que sonaba muy distinta a la pronunciación austriaca vienesa. En cierta ocasión, Franz Werfel describió la entonación de Rilke como una especie de registro apátrida, casi aséptico, que apenas conservaba algo del acento oficial austriaco de procedencia bohemia. De allí se puede deducir el de Kafka: «un alemán libresco con acento de burócrata austríaco originario de Bohemia» (Pavel Trost).
No es casual, entonces, que durante los primeros años de escritura de sus Diarios Kafka reflexionase y escribiese largamente sobre las diversas caras de la pirámide literaria que componía el imperio austrohúngaro; en 1911 dedicó a las literaturas de ámbito restringido («literaturas pequeñas» anota, como la yídish y la checa) unas parsimoniosas reflexiones en las que analizaba el vínculo férreo entre esas literaturas y la función nacional de sus escritores. Del tono desapegado, casi académico de esos pasajes se desprende con bastante claridad la posición de Kafka: atiende respetuoso a la existencia de esas literaturas «pequeñas», pero no se incluye en ellas. Escribe desde lo alto de la pirámide literaria, desde la cúspide de una lengua que, aun distante y ajena, incluso hostil, le permite alcanzar momentáneos estados de perfección estilística. Hannah Arendt observó en un ensayo que Kafka había registrado con asombro sincero, en los Diarios, que cada una de sus frases era perfecta. La misma certidumbre se percibe en sus Diarios de viaje, cuando apunta el placer que experimenta al oír el alemán mal pronunciado o con acento extranjero: es el gozo de quien talla sus frases, de quien —aun atónito ante sus propios logros— no duda de su oído.
Tampoco es casual que en los últimos años, a partir de 1917 o 1918, las preocupaciones de Kafka en torno a las lenguas cediese ante otras crecientes exigencias de definición: el matrimonio, la enfermedad y los vaivenes de su obra literaria. Aun así, el lector advierte que Kafka entra y sale de los Diarios sin violencia apenas, como si incluso las extensas etapas de silencio o de ausencia se viesen sostenidas por esa disciplina aprendida de sus modelos clásicos. Y esa disciplina no lo abandona: sólo que en lugar de someterse a ella y volverse puramente introspectivo, extrae de allí una fluidez inédita entre lo interior y lo exterior, una fluidez que se puede considerar del todo original y propia.
Desde este punto de vista, los Diarios parecen documentos preparatorios de una autobiografía que Kafka nunca escribió. Aunque la idea es seductora, no puede ser aceptada como definitiva. Porque en 1919 Kafka escribió la Carta al padre, que, más que documento preparatorio para una autobiografía, semeja el residuo de ésta. Los manuscritos de los Diarios, con sus trazos dubitativos, tachaduras y correcciones, con el movimiento acumulativo o aluvional que les es característico, se contraponen al destilado estilístico y argumentativo de la carta, que Kafka no corrige ni tacha, y que, como se sabe, mecanografió personalmente.
Recordemos las circunstancias en que surgió este texto. En 1917 le fue diagnosticada a Kafka la tuberculosis. Dos años más tarde escribió la carta, cuyo hilo conductor es la historia de las relaciones entre padre e hijo y las consecuencias de esas relaciones en la formación física, sexual, psicológica, religiosa y social del segundo. Aquí Kafka se construye, como escritor, una imagen fijada en la posición de hijo, y por eso da la sensación de escribir desde un «estado de infancia» permanente. No obstante, hay que matizar esta observación. No es que en la carta elija una posición de niño, ni que hable como un niño, ni que reivindique una posición de minoridad adolescente respecto de sus obligaciones de adulto, como la profesión o el sexo. Más bien congela en la rememoración de la infancia un destino de adulto, que sabe además cumplido: en 1919 Kafka tiene treinta y seis años y da por fracasados casi del todo sus intentos de matrimonio, paso definitivo —y nunca dado— en el que el escritor de la carta cifra su independencia respecto de su padre.
Se considera casi indiscutible la identificación del autor Kafka con quien firma la carta: Franz. Pero ese «casi» es fundamental. Es evidente que sería difícil imaginar para la carta un contexto de ficción. Pero no menos difícil es suponerla fruto de un impulso. No es ficción, pero sí artificio: está visiblemente trabajada, como una especie de prueba de artista del género de la epístola clásica, que él conocía bien.
Por eso, nada tan arduo de definir como este escrito, en el que aparentemente se narra Kafka. Los recuerdos son mínimos, y las escasas anécdotas se interpolan con resúmenes mucho más abundantes, significativamente más abundantes. Se produce así un juego de antítesis entre anécdota que ilustra y situación que permanece. Kafka utiliza el juego para después fundir los términos de la contradicción en uno solo, que está dentro de él, que se debe íntegramente a sus propias fuerzas y a sus propias debilidades; de allí ha sacado la crítica la imagen del acusador interno. Anécdotas y situaciones que quien firma la carta erige en ejemplos de una extraordinaria brutalidad contenida, primero exterior y después incorporada al carácter del hijo para eternizarlo, desde dentro, en ese papel. He aquí sus hitos: la noche en que el niño fue sacado a la galería porque tenía sed y pedía agua; padre e hijo en la caseta de baño, con la humillación del niño ante el vigor físico del mayor; el modo irritante que tiene el padre de masticar en las comidas familiares; el hábito repugnante de cortarse las uñas o de sacar punta a los lápices; la forma de hablar asertiva del padre y la tartamudeante del hijo; la madre casi muda; los conflictos con las hermanas; los momentos maravillosos de beatitud cuando el padre le sonreía de lejos; los fracasos de Franz en el negocio; el judaísmo superficial del padre; el desprecio por los libros del hijo («¡Déjalo en la mesita de noche!») y, por fin («de ello depende por completo el éxito de esta carta»), la cuestión del matrimonio.
Otra de las escasísimas anécdotas: padre, madre e hijo hablando de sexo en la Josefsplatz y las observaciones inadecuadas del padre, ligadas a la oferta de darle un consejo para no correr riesgos cuando vaya al prostíbulo…
Todo lo que se cuenta asume ante el lector la condición de lo verídico, aunque no sepamos exactamente en qué consiste eso que se cuenta. Esta sensación es algo común a todos los Diarios y aun a la obra literaria entera de Kafka. Más aún, si a pesar de las reservas antes expuestas, se quiere atribuir a la Carta al padre la condición de autobiografía, debe admitirse a continuación que Kafka ha vaciado por completo el género; ha vuelto caduco el relato en primera persona de una serie de hechos propuestos como vida propia, transformándolo en exposición excesiva (en el sentido fotográfico) de un estado. A esa exposición excesiva de un estado permanente de infancia se reduce el mundo y la vida en la Carta al padre. El relato opera como la vivencia de los otros en la infancia: el niño necesita siempre a los otros, de manera perentoria, para dormir, comer, beber, subsistir. Por eso, porque está escrita en estado de infancia, esta hipotética autobiografía adopta la forma de una carta, género que existe en la medida en que presupone un lector concreto cuya existencia, virtual o real, condiciona el asunto y el tono del texto.
Excesiva, elaborada, perfecta y a la vez sin contenido: la autobiografía como prodigio de vaciamiento retórico de un yo que se entrega al otro en forma de carta sería el resultado de la escritura de Kafka. ¿Entrega al otro que es consecuencia de esa porosidad característica, de esa ausencia de límites entre interioridad y exterioridad que muestran los diarios y que realiza la carta? ¿Se debe también a este estado de infancia su disposición jocunda y piadosa al registro de la experiencia de los sentidos? Insisto en la disposición jocunda y piadosa: no se dan en los diarios, ni siquiera en la carta, las formas brutales de la invectiva o el sarcasmo, a pesar de que cada anotación, cada cita, cada episodio han sido vividos —escritos— a la intemperie moral y psíquica más radical y definitiva.
Vuelvo entonces a las preguntas del principio: ¿quieren estos escritos un lector? Imposible responder en ninguno de los dos casos; ninguna voz asegura una manera coherente de vinculación con ellos. No porque haya en Kafka búsqueda deliberada de efectos de dubitación, ni porque desarrolle el modelo clásico que dibuja un itinerario de transformaciones subjetivas. Sus diarios desmienten el lugar común que atribuye al género un papel significativo en el proceso de autoconocimiento: Kafka no necesita pasar por tal proceso.
Extrañamente, estos Diarios empiezan desde la posición, indefinible pero certera, del conocimiento pleno. Más aún, no parece haber en ellos progresión en la autoconciencia, sino todo lo contrario: lucidez atónita, lucidez constante y en grado absoluto desde la primera hasta la última línea. Esa lucidez no parece únicamente un don, sino una consecuencia concreta de procedimientos y elecciones de escritura de Kafka. La atención al mundo característica de los Diarios se explicaría retrospectivamente a partir de la inédita posición de escritor en estado de infancia que Kafka postula, pocos años antes de morir, en la Carta al padre. El grado constante de lucidez no será, entonces, algo mágicamente acaecido, sino el producto de un cruce entre disolución de géneros heredados y disolución de fronteras entre lo interior y lo exterior. No supone haberse negado al mundo y a los otros sino, al contrario, haberse entregado del todo, como el niño de la carta, al mundo de los otros: describiendo, atendiendo a los sentidos, estableciendo conexiones múltiples entre cuerpos y experiencias. Por eso, quizá el modelo perfecto de entrega a los otros sea la ofrenda diferida —no realizada— al padre como lector; algo que despoja a Kafka de todo dominio sobre su propio destino. Por esta razón la Carta al padre ha asumido, en la literatura del siglo XX, un carácter ejemplar: lo que se dibuja allí es un sujeto nuevo, un menor perpetuo que dirime en el estricto círculo familiar su entero destino.
Esta lucidez parece provenir, entonces, de su atención perpleja y fascinada a la construcción del mundo, construcción que tendría en el padre —en todo padre— al gran arquitecto, y en el hijo eterno a su vasallo. Precisamente a causa de ese vaciamiento del yo en aras del padre, cada segmento de materia escrita se convertiría en afirmación de la pluralidad y permeabilidad de la existencia, y Kafka podría sostener en esa pluralidad la línea tensa y única del conocimiento absoluto.

 REFERENCIAS
Roland Barthes, «Deliberación» (1979), en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces (1982), Barcelona, Paidós, 1986.
Jürgen Born, Kafkas Bibliothek. Ein Beschreibendes Verzeichnis., Frankfurt am Main, S. Fischer, 1974.
Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Pour une littérature mineure, Paris, Editions de Minuit, 1975; Kafka. Por una literatura menor, México, ERA, 1978.
La cita de Pavel Trost pertenece a su artículo «Das späte Praguer Deutsch» (1962) y se cita a través de Michel Reffet, «Les Allemands de Prague. La conscience linguistique des Allemands de Prague comme facteur d’éclosion littéraire», en Revue de Littérature Comparée, núm. 270 (1994), pp. 285-297.
La cita de la carta de Goethe a Göttling se hace a través de Jacques Le Rider, Journaux intimes viennois, Paris, PUF, 2000, p. 19.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Aforismos, visiones y sueños Kafka, Franz.


Kafka se ha convertido en el autor del mundo moderno por antonomasia. Su obra refleja los temores, las inseguridades y la alienación psicológica del ser humano en la sociedad industrializada y secularizada. No obstante, Kafka no alcanzó el éxito literario en vida: su dedicación a la literatura tenía algo de compulsivo, siniestro, como si al escribir fundiera el camino de la salvación y el de la condenación. A pesar de ello, el éxito literario póstumo del que ha gozado demuestra la profunda convicción del hombre moderno de que su obra ha captado elementos esenciales de nuestra existencia. Para facilitar al lector un acercamiento al universo de Kafka, acometemos con la presente selección la empresa de sistematizar algunos de los aforismos, visiones y sueños principales que fecundaron su obra: los elementos esenciales que determinan el mundo kafkiano, que pueden servir tanto de introducción para los neófitos como de profundización para los ya iniciados.
Fuente: Editorial Valdemar. Valdemar. 1998. 17 cm. 203 p. Encuadernación en tapa blanda de editorial ilustrada. Kafka, Franz 1883-1924. Obra selecta. Selección, traducción, prólogo y notas, José Rafael Hernández Arias. El Club Diógenes. vol. 100. Traducido del alemán .

martes, 4 de agosto de 2015

Perednik Gustavo Daniel - Kafkiana Un Recorrido Por El Mundo De Kafka.


Gustavo Daniel Perednik (Buenos Aires, 1956), es un escritor y filósofo judío residente en Israel.
Ha sido invitado a disertar a cien ciudades de cincuenta países, incluyendo veinte universidades españolas, y otras cincuenta de Estados Unidos, China, y Latinoamérica, y es autor de quince libros (varios de ellos premiados y traducidos) y de más de mil artículos sobre judaísmo y modernidad.
En 2009, el diario El Universal de México lo consideró “el más citado de los defensores de Israel”, y El Comunicador Personal lo llamó “el orador y argumentador más brillante en nuestro idioma”. En 2011, La razón de Madrid definió a la judeofobia, como “un fenómeno que se plasma en los medios de comunicación, en las relaciones sociales y hasta en el arte, y que Perednik destapa con ahínco casi arqueológico en sus conferencias por todo el mundo”.
Graduado de las universidades de Buenos Aires y Jerusalén (cum laude), Perednik completó en Nueva York sus estudios de doctorado en filosofía y cursó humanidades en La Sorbona (Francia), San Marcos (Perú) y Uppsala (Suecia). Fue distinguido como profesor sobresaliente por la Universidad Hebrea de Jerusalén, en la que dirigió los programas Cuatrienal y Preparatorio y creó el programa Sheli de estudios en castellano. En dicha ciudad dirigió por una década el Instituto para Líderes del Exterior.
Fundó el Centro Hebreo Ioná de Argentina (que dirigió por dos décadas), el Programa Ai Tian de Esclarecimiento Judaico en China, y el Programa de educación y esclarecimiento acerca del rol del judío en el mundo de la Fundación Hadar, dedicado a «visualizar la civilización judaica de modo global, sus orígenes, fuentes y mensajes, tomar conciencia de la hostilidad de la que los judíos han sido objeto por milenios y valorar el aporte de los judíos a la civilización, y la validez de la cultura judía en nuestros días.»

***

El ícono, el genio, el judío, el filósofo.
Kafkania se divide en cuatro partes, a saber: el ícono, el genio, el judío y el filósofo. La primera desgrana el peculiar estilo de Kafka y las razones por las que se le ha llamado “la voz del siglo XX”. Siguen capítulos que relacionan a Kafka con Woody Allen, con el Premio Nobel israelí Shmuel Agnón, con Dostoievski, Borges, Ciorán y la Biblia Hebrea, esta siempre recurrente en la obra de Perednik.
Kafkania combina equilibradamente los aspectos biográficos con el análisis literario, la contextualización histórica y el abordaje filosófico, por lo que el libro es una guía completa para conocer la obra de uno de los genios más reconocidos de la modernidad. Escribe Rodolfo Modern: “Nadie como Kafka supo ocasionar un sentimiento de horror y desolación ante lo que vio –y predijo– en un tono desprovisto de todo patetismo… Despierta en nosotros, sus lectores denodados, un grito de angustia, impotencia y asombro”.
Fuente: N.N.

domingo, 2 de agosto de 2015

VIDA Y OBRA DE SHAKESPEARE VÍCTOR HUGO


VIDA Y OBRA DE SHAKESPEARE
VÍCTOR HUGO

A
INGLATERRA

Le dedico este libro, glorificación de su poeta.
Digo a Inglaterra la verdad; pero, como tierra ilustre y libre,
 la admiro, y como asilo, la amo.
VÍCTOR HUGO.

Hauteville-House, 1864.
El verdadero titulo de esta obra debiera ser: A propósito de Shakespeare. El deseo de introducir an-te el público, como se dice en Inglaterra, una nueva traducción de Shakespeare, fue el primitivo móvil del autor. El sentimiento que lo une tan profunda-mente al traductor no puede ser óbice a su derecho de recomendar dicha traducción. Pero su conciencia ha sido solicitada en otro sentido, de un modo aun más imperativo, por el autor en sí. Todo cuanto se vincula con Shakespeare, todos los problemas que se relacionan con el arte, se hicieron presentes a su espíritu. Tratar tales cuestiones implicaba explicar la misión del arte; tratar tales problemas, es explicar los deberes del pensamiento con respecto al hombre Semejante oportunidad de exponer verdades es ine-ludible, y lo es particularmente en una época como la nuestra. El autor lo ha comprendido así. No ha titu-beado en abordar esos complejos interrogantes del arte y de la civilización, en sus múltiples aspectos, amplificando los horizontes cada vez que la perspec-tiva variaba de ubicación y aceptando todas las su-gestiones que el tema, en su rigurosa exigencia, le ofrecía. De esa ampliación del primitivo propósito ha nacido este libro.
Hauteville-House, 1864.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO
SHAKESPEARE. - SU VIDA

I

Hace alrededor de doce años, en una isla vecina a las costas de Francia, una casa de aspecto melancólico en todo el transcurso del año, se tornaba particularmente sombría a causa del invierno que comenzaba. El viento del oeste, soplando en plena libertad, hacía aún más densa la cortina de niebla que noviembre arremolinaba entre la vida terrestre y el sol. La noche cae prontamente en otoño y la pequeñez de  las ventanas de la casa se unían a la brevedad de los días, para acrecentar la tristeza crepuscular de ese refugio.
La misma poseía por techo una terraza; era rectilínea, correcta, cuadrada, blanca. Era el prototipo de la personificación edificada del metodismo. Nada más glacial que esa blancura inglesa. Parecía ofrecer la hospitalidad de la nieve. Frente a ella se soñaba, con el corazón estrujado, en las viejas barracas campesinas de Francia, de madera, alegres y negras, con sus viñas circundantes.
A la casa seguía un jardín de un cuarto de arpenta, en plano inclinado, cercado por un muro de piedra, sembrado de piedras, sin árboles, desnudo, donde se veía más granito que follaje. Ese pequeño terreno sin cultivar, abundaba en matas de caléndulas que la gente pobre del lugar comía cocida acompañada de congrios. La cercana playa se ocultaba de la vista del jardín por la elevación de una colina. Sobre la misma existía un pequeño prado de hierba dura, donde vegetaban algunas ortigas y alta cicuta.
Desde la casa se divisaba, a la derecha, en el horizonte, sobre una colina y en medio de un bosquecillo, una torre que se decía habitada por duendes; sobre la izquierda veíase el dick. El dick era una fila de troncos de árboles adosados a un muro rocoso, erguidos en la arena, secos, descarnados, nudosos, anquilosados, que semejaban una hilera de tibias gigantescas. La fantasía, que con tan buena volun-tad acepta los sueños para proponerse enigmas, hubiera podido in-quirir a qué hombres fabulosos habían pertenecido esas tibias, de tres toesas de altura.
La fachada sud de la casa daba sobre el jardín, la fachada norte sobre un camino desierto.
Un corredor de entrada, una cocina, una suerte de invernadero y un patiecillo, además de una pequeña sala, con vista al camino sin viajeros y una espaciosa y oscura habitación, componían la planta baja; en el primero y segundo piso estaban los dormitorios, limpios, fríos, sumariamente amueblados, recientemente pintados, con blancas cortinas en las ventanas. Así era esa vivienda por dentro. El rumor del mar llegaba hasta ella perennemente.
Esa casa, cual pesado cubo blanco, de ángulos rectos, escogida por quienes la habitaban por un designio del azar, quizá intencional, recordaba la forma de una tumba.
Quienes la habitaban formaban un grupo, o mejor dicho, una familia. Eran proscriptos. El de mayor edad era uno de esos hombres que, en un momento determinado, están de más en su patria. Había salido de una asamblea; los otros, aún jóvenes, salían de una prisión. El haber escrito había sido motivo de cadenas. ¿Adónde habría de llevar el pensamiento, sino a la cárcel?
La cárcel los había arrojado al destierro.
El viejo, el padre, tenía a su lado a todos los suyos, menos a su hija mayor, que no había podido seguirle. Su yerno había permane-cido al lado de ella. Frecuentemente se hallaban sentados alrededor de una mesa o sobre un banco, silenciosos, graves, pensando todos, sin decírselo, en los dos ausentes.
¿Por qué causas ese grupo se había instalado en ese alojamiento, tan poco atrayente? Por razones de premura y en el deseo de ha-llarse lo más pronto posible fuera de la hospedería. Tal vez lo fuera, también, porque se trataba de la primera casa disponible que habían hallado y porque los exilados no tienen mano feliz.
Esa casa -a la que es llegado el momento de rehabilitar un tanto y quizá consolar, pues quién sabe si, en su aislamiento, no se siente triste de lo que acabamos de decir de ella, ya que una vivienda tiene un alma-; esa casa se denominaba Marine - Terrace. La llegada fue lúgubre; pero después de todo, declarémoslo, la estada fue tranquila, y Marine - Terrace no dejó en aquellos que allí vivieron, sino afec-tuosos y caros recuerdos. Y cuanto decimos de Marine - Terrace, lo hacemos extensivo a esa isla, Jersey. Los lugares donde se ha sufrido concluyen por tener un sabor de amarga dulzura que, más tarde, hacen sentir su nostalgia. Brindan una hospitalidad severa que place al espíritu y al recuerdo.
En esa isla habían vivido, antes, otros exilados. Pero no es ésta la oportunidad de hablar de ellos. Digamos solamente que el más an-tiguo, según la tradición o quizá la leyenda, fue un romano llamado Vipsanio Minator, que empleó su exilio en proseguir, en provecho de su país, la muralla romana, de la que aún se ven algunos restos, semejantes a trozos de colinas, próximos a una bahía, llamada, si mal no recuerdo, la bahía de Santa Catalina. Vispanio Minator era un personaje consular, tan enamorado de Roma que concluyó por ser molesto al Imperio. Tiberio lo exiló a esa isla cimeria, Cesárea; según otros, a una de las Orcadas. Pero Tiberio hizo algo más: no confor-me con haberlo exilado, ordenó el olvido. Se prohibió a los oradores del Senado y del Foro que pronunciaran el nombre de Vipsanio Mi-nator. Los oradores del Foro y del Senado y hasta la historia obede-cieron; de todo lo cual, por otra parte, Tiberio no dudaba Esa arro-gancia en las órdenes, que iba hasta el extremo de imponerlas al propio pensamiento de los hombres, caracterizaba a determinados gobiernos antiguos, encaramados en una de esas situaciones sólidas y en las cuales la mayor suma de crímenes produce la mayor suma de seguridades.
Volvamos a Marine - Terrace.
Una mañana de fines de noviembre, los habitantes del lugar, el padre y el más joven de los hijos, se hallaban sentados en la sala baja. Callaban, como náufragos pensativos.
Afuera llovía, el viento soplaba y la casa estaba como ensordecida por ese tronar exterior. Ambos meditaban, absorbidos quizá por esa coincidencia de un comienzo de invierno y un comienzo de exilio.
De pronto el hijo levantó la voz e interrogó al padre:
-¿Qué piensas tú de este exilio?
-Que será largo.
-¿En qué piensas emplearlo?
El padre respondió:
-Contemplaré el océano.
Después de un silencio, el padre prosiguió:
-¿Y tú?
-Yo -repuso el hijo- traduciré a Shakespeare.

sábado, 1 de agosto de 2015

FEDOR DOSTOIEVSKI La mujer de otro y el marido bajo la cama


FEDOR DOSTOIEVSKI
En `La mujer de otro`, las cuitas del protagonista, Andrévich, permiten al autor aproximarse tanto a la realidad social del siglo XIX como a las profundidades del alma de este hombre que vive obsesionado por el fantasma de los celos. Dostoievski utiliza la ironía para poner de manifiesto el comportamiento extravagante, ridículo e incluso patético del protagonista. `La mujer de otro` provoca la sonrisa del lector por la hilaridad de alguno de sus episodios, pero también nos muestra los desvaríos a los que llegar este personaje a causa de los celos, hasta el punto de convertir el amor que siente por su joven esposa en un auténtico tormento.
Fuente: NN.
La mujer de otro y el marido bajo la cama

I

 —Por favor, señor, ¿me permite que le haga una pregunta?
 El transeúnte se sobresaltó y miró un poco intimidado al individuo que, envuelto en una piel de vulpeja, le interpelaba de aquella forma a las ocho de la noche en plena calle. Como se sabe, cualquier petersburgués puede asustarse más o menos cuando un desconocido lo aborda en la calle, aunque lo haga con cortesía.
 Así pues, nuestro transeúnte se sobresaltó..., y hasta se asustó ligeramente cuando aquel hombre le dirigió la palabra.
 —Excúseme por importunarle —continuó diciendo el individuo de la piel de vulpeja—, pero es que yo..., yo no sé... En fin, espero que me dispense, pues como usted mismo puede comprobar, me encuentro un tanto confuso...
 Y entonces fue cuando el joven de la pelliza se fijó en que aquel individuo no parecía saber muy bien lo que decía. Su arrugada frente estaba muy pálida, su voz era insegura, sus pensamientos nadaban en la confusión, y las palabras le salían de la boca con gran trabajo, pudiéndose apreciar que efectivamente le resultaba harto laborioso el simple hecho de dirigirse a otra persona con un ruego, aun cuando esta persona, por su apariencia externa, fuese inferior a él socialmente. Si a todo esto se añade que dicho ruego provenía de un caballero como aquél, que vestía una piel magnífica, lucía un irreprochable frac verde y ostentaba sobre él diversas condecoraciones, entonces se comprenderá que la escena resultara incluso más extraña de lo normal.
 El caballero de la piel de vulpeja parecía ser consciente de todo ello, y sin duda por eso se había turbado de aquella manera. No pudiendo dominarse, refrenó como pudo su emoción y se dispuso a poner término a aquella enojosa situación, que él mismo había provocado.
 —Dispénseme usted, señor... No me di cuenta muy bien de lo que hacía. Sé que no me conoce y... Bueno, perdóneme si en algo le he molestado al detenerlo en su camino.
 Después de esto, se quitó el sombrero, lo agitó en el aire a manera de saludo, y se alejó de allí a toda prisa.
 —Señor, permítame...
 Pero el elegante caballero de la piel de vulpeja había desaparecido ya, como tragado por las sombras. Al joven de la pelliza no le quedó otro remedio que dejar que se marchara, si bien pensó: «¡Vaya tipo tan extraño!»
 Después de haberse admirado diversas veces de lo ocurrido, y cuando ya comenzaba a olvidarse de ello, el joven se dedicó a pensar de nuevo en sus propios asuntos. Empezó otra vez a dar paseos, arriba y abajo, por la acera que había frente a un edificio de varios pisos, sin perder de vista la puerta del mismo.
 De pronto comenzó a aparecer una espesa niebla, pero el joven se alegró, ya que de este modo se notaría mucho menos su incansable ir y venir, a pesar de que no tenía otro espectador que un cochero, el cual parecía aguardar inútilmente a que solicitara sus servicios algún cliente.
 —¡Excúseme...!
 El joven volvió a sobresaltarse. Y para mayor sorpresa volvió a encontrarse frente a frente con el caballero de la vulpeja y del frac verde.
 —Perdone usted que vuelva de nuevo a... —comenzó a decir el extraño personaje—, pero he pensado que usted es seguramente un hombre de honor y que... Por favor, no se fije en mí como persona... Bueno, quiero decir que no tenga en cuenta lo que yo pueda significar socialmente. Lo único que quiero de usted es que me considere como un ser humano, sin más ni más, que se ve en la precisión de dirigirse a usted con un ruego apremiante. Necesitaría que alguien me hiciera un favor...
 —Si está dentro de mis posibilidades... Dígame de qué se trata.
 —Quizá esté pensando usted que voy a pedirle dinero...
 El misterioso individuo frunció la boca bajo la forma de una sonrisa. Después palideció y al final estalló en una especie de carcajada histérica.
 —Verá, caballero, yo...
 —Bueno, perdóneme... Ya comprendo que le estoy molestando... ¿Sabe una cosa? ¡Es que no me puedo soportar a mí mismo! Míreme usted como a una persona que no se da cuenta muy bien de lo que ocurre a su alrededor, algo así como si no estuviera en mis cabales, pero no piense usted que...
 —¡Vamos, caballero, dígame lo que sea! —le interrumpió el joven en tono apremiante, aunque los gestos de su cabeza fuesen más bien de impaciencia.
 —¡Ah! ¡De modo que me habla así! —replicó inopinadamente el caballero—. ¿Por qué un jovenzuelo como usted se atreve a tratar de semejante forma a un hombre como yo? ¡Santo Dios! Pienso que debo haber perdido el juicio... Veamos, amigo mío, ¿qué le parezco ahora, en esta actitud de humillación? ¿Quiere responderme sinceramente?
 El joven lo miró con aire de desconcierto, pero no dijo absolutamente nada.
 —Bueno, como usted no quiere contestarme, permítame que le haga yo una pregunta... ¿Ha visto pasar por aquí a una señora? —dijo el caballero de la vulpeja con una súbita resolución.
 —¿A una señora?
 —Sí, eso es. Ya ve, ahora se extraña de que fuera tan simple lo que iba a pedirle... ¡Y ya lo vé! ¡A eso se reducía mi ruego! ¿Acaso creía de verdad que iba a pedirle dinero? Vamos, dígame, ¿ha visto pasar por aquí a una señora?
 —¿Una señora? ¿Y qué sé yo? ¡Han pasado tantas por este mismo lugar!
 —Muy bien... —interrumpió al joven el distinguido caballero, con una amarga sonrisa—. Sepa que no era exactamente eso lo que quería decirle. La verdad es que yo..., hubiera querido ser más preciso desde un principio. Mi pregunta debería haber sido la siguiente... ¿Ha visto usted a una señora con una piel de zorro, un capuchón de terciopelo negro y un velo del mismo color?
 —No, señor... No he visto a ninguna señora vestida así.
 El joven, por su parte, quería preguntar también algo al caballero del frac verde, pero éste había vuelto a desaparecer en la niebla. Cuando fue a formular su pregunta, el joven ya sólo pudo distinguir la silueta del excéntrico caballero, que se alejaba a toda prisa.
 «¡Que se vaya al diablo!», exclamó para sí el nocturno paseante.
 El joven, visiblemente malhumorado, se ciñó la bufanda al cuello un poco más, y reanudó sus paseos sin olvidar la puerta de la casa que vigilaba. En el fondo, y por varias razones; estaba furioso. «¿Por qué no vendrá de una vez? —pensaba—. ¡Pronto serán ya las ocho!»
 No se equivocaba el joven, porqiie en aquel mismo instante comenzaron a oírse las primeras de las ocho campanadas en el reloj de una torre cercana.
 —¡Excúseme...!
 —¿Otra vez? —exclamó el joven, al ver de nuevo al dichoso caballero—. ¿Se ha propuesto darme la noche a fuerza de sustos?
 —Por eso le digo que me perdone... En fin, aquí me tiene de nuevo. Es lógico que le parezca raro, pero es que...
 —Caballero, ¿por qué no intenta explicarse sin tantos rodeos? Hasta el momento no he conseguido enterarme aún de lo que usted desea. Dígame, ¿qué quiere de mí?
 —¡Ah! Por lo que veo, usted es de esos jóvenes que tienen prisa para todo. Está bien, se lo diré todo con el menor número de palabras que me sea posible. No puedo hacer otra cosa, así es que... Verá, yo soy de los que creen que las circunstancias unen ocasionalmente a hombres que, en lo que se refiere a su condición, no tienen nada de común entre sí... ¡Ah! Ya veo que comienza a impacientarse de nuevo. Pero la cuestión es que no sé cómo expresarme... Ya le he dicho antes que ando buscando a una señora. Verá que estoy dispuesto a confiárselo todo, sólo que creo que debo cerciorarme o comprobar, si lo prefiere mejor, el lugar donde se encuentra esa señora. Po lo demás, no creo que le interese a usted conocer la identidad de dicha señora.
 —Como quiera, pero continúe, por favor...
 —¿Que continúe? Dígame, ¿por qué emplea ese tono para hablar? Bueno, tal vez le haya ofendido por llamarle «joven», pero le aseguro que no. En resumen, si usted quisiera hacerme un gran favor... Se trata de esa señora. No puedo decirle otra cosa sino que pertenece a una familia muy distinguida, con la que tengo cierta relación... Dicho de otro modo, como yo me encuentro así, es decir, que no tengo a nadie en este mundo...
 —Bien, ¿y qué más? Continúe.
 —¡Ah, me gustaría verle a usted en mi lugar, joven! ¡Vaya! ¡Otra vez he vuelto a llamarle «joven»! Le ruego que me disculpe. Por lo demás, los minutos son preciosos y urge que... Bueno, figúrese que esa señora... Pero, veamos, ¿no podría decirme usted quién vive en esa casa?
 —¡Vaya! ¡Ahora sale con ésas! ¡En este edificio vive mucha gente, señor mío!
 —Sí, tiene razón —dijo el extraño caballero, sonriendo por lo bajo y tratando de salvar así la situación—. Ya comprendo que hasta ahora me he expresado con una extrema vaguedad, pero... A propósito, ¿por qué me habla usted en ese tono? Cierto que yo no me expreso como es debido, lo reconozco, pero no creo que esto sea motivo suficiente... Bueno, quiero decir que, si usted fuese un hombre generoso, consideraría que ya me he humillado bastante y que... Como le digo, no se trata de una dama de mediana posición, sino que por el contrario pertenece a una familia muy distinguida... Perdone, pero estoy trastornado, y reconozco que le hablo como si se tratara de una novela de Paul de Kock, de esas que tienen «poco fondo», al decir de las gentes, cuando lo malo de tales novelas es que... Pero, bueno, dejemos esto.
 El joven comenzó a mirar con ojos compasivos al hombre de la vulpeja, que una vez más acababa de hacerse un lío con sus propias palabras. Lo contemplaba con una sonrisa estúpida, mientras se llevaba instintivamente las manos al cuello de su pelliza para resguardarse del frío.
 —¿Me preguntaba usted antes quién vive en ese edificio? —dijo de pronto el joven, retrocediendo un paso.
 —Sí, pero ya sé su respuesta. ¡En ese edificio vive mucha gente!
 —Es cierto, pero conozco a alguien que vive ahí... Es una mujer que se llama Sofia Ostafievna —repuso el joven en voz baja y animado por un súbito deseo de mostrarse simpático.
 —¡Ah, vamos! ¡Entonces es de suponer que usted sabe algo más!
 —Le aseguro que no, que no sé nada más de lo que le he dicho, aunque es cierto que, a juzgar por su agitación, cualquiera podría decir que...
 —Le diré lo que sé, joven... ¡Oh, le pido perdón de nuevo! Acabo de enterarme por la criada de que ella visita esta casa, ¿comprende? Pero usted se ha equivocado, porque la dama a que yo me refiero no viene a ver a Sofia Ostafievna, entre otras cosas porque..., ¡ni siquiera la conoce!
 —¡Ah! ¿No...? ¡Entonces dispense!
 —Por lo que veo, nada de lo que constituye mi problema le interesa a usted —observó el extraño personaje.
 —Escuche, caballero —comenzó a decir el joven—, ignoro la causa de su actual estado de espíritu, pero quisiera saber una cosa. Dígame, ¿acaso le engaña una mujer? Si es así —añadió sonriendo, con una evidente intención en su tono de ser comprensivo—, y usted lo quiere reconocer, creo que entonces nos podríamos entender, pero mientras tanto...
 —¡Ah, es usted muy astuto! ¡Va a terminar conmigo y con mi integridad! —exclamó el caballero de la vulpeja—. En fin, se lo confesaré todo. Ha adivinado usted de qué se trata. Ya sé que no es para sentir vergüenza, porque al fin y al cabo, ¿quién está libre de que le ocurra otro tanto? Sepa que su compasión me conmueve, entre otras cosas porque los jóvenes de hoy en día... Bueno, lo que quiero decir es que, entre la juventud, como usted debe saber, suele afirmarse que... En resumen, usted debe saberlo mejor que yo.
 —¡Oh, claro que sí! No se esfuerce, le comprendo perfectamente. Lo que ya no comprendo tan bien, caballero, es en qué puedo servirle.
 —En seguida lo verá. Al menos, convendrá conmigo en que una visita a Sofía Ostafievna es muy poco probable... Por lo demás, tampoco sé a punto fijo dónde ha podido ir la dama en cuestión. Lo único que sé de cierto es que ha entrado en ese edificio, ¿comprende? Por eso, al verle a usted, aquí, dando paseos arriba y abajo, que era lo mismo que hacía yo, sólo que por la otra acera, me dije... Sepa usted que yo estaba esperando a esa señora. Me consta que está ahí dentro... Quería tener un encuentro con ella y exponerle con toda tranquilidad lo poco decente y lo escandaloso que resulta... En fin, ya me comprende usted.
 —¡Oh, claro que sí! Pero dígame de una vez...
 —Sin embargo, no crea que lo hago por mí. No piense usted nada de eso. ¡Oh, no! ¡Esa mujer es para mí una extraña! Su marido está allí, en el puente Vosnesenski. Hubiera querido venir él mismo, pero no es capaz de hallar la fuerza de voluntad necesaria para decidirse... Como les ocurre a todos los maridos que se encuentran en tal situación, no acaba de creerse que lo que le han dicho sea verdad —el caballero de la vulpeja hizo un esfuerzo por sonreír en este punto—. Yo no soy más que un amigo suyo, de forma que habrá de reconocer que, a pesar de las apariencias, no soy lo que usted habrá creído. La situación está clara, ¿no es así?
 —Por supuesto, señor. ¿Y qué más? Si no me equivoco, todavía no me ha dicho lo que pretende de mí. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?
 —Bien, déjeme explicarle. Como le vengo diciendo, yo estoy aquí por delegación, pues se me ha encargado... Bueno, usted ya comprende. ¡Pobre amigo mío! Pero yo sé que esa joven astuta tiene siempre a Paul de Kock en su almohada, y por todo ello creo que no debe serle difícil ausentarse de su casa sin que nadie se entere. Hablando con toda sinceridad, lo único que la criada me ha dicho es que ella acostumbraba venir a esa casa, y por eso estoy aquí... En definitiva, quiero sorprenderla saliendo de ahí, ¿comprende usted? Por otra parte, hace tiempo que yo había tenido una corazonada así, y por esto quería preguntarle a usted, que iba y venía por la calle... En fin, no sabría cómo decirle...
 —¿Otra vez está así? Veamos, ¿qué es lo que en resumen quiere usted saber? ¿No va a decírmelo nunca?
 —Verá, es que yo, por desgracia, no tengo el gusto de conocerle, y francamente no me atrevo siquiera a manifestar una cierta curiosidad. Por ejemplo, yo quisiera saber quién, qué y por qué... Pero de todas formas, usted me permitirá que le diga...
 El caballero de la vulpeja, en extremo emocionado, cogió entonces al joven una mano y se la sacudió con fuerza.
 —¡He tenido mucho gusto en conocerle! —exclamó con una indudable sinceridad—. Lo debía haber hecho así desde el primer instante, ¿no le parece? Pero, comprenda, uno está tan excitado a veces, que acaba olvidándose de todo.
 El caballero de la vulpeja estaba realmente excitado, tanto que no podía permancer quieto ni un solo instante. Miraba sin cesar a derecha e izquierda. Se apoyaba unas veces en un pie y otras en el contrario, gruñendo de impaciencia, y asiendo continuamente algo, ya sus botones, o las solapas de la pelliza de su interlocutor.
 —Verá, mi deseo era dirigirme a usted animado con las mejores intenciones —continuó diciendo—, para rogarle (y perdone la libertad con que me expreso) que efectuara usted sus paseos al otro lado de la calle, ¿comprende? Ya sabe, desde aquí puede vigilarse mucho mejor la puerta, y no querría tener un descuido. No me perdonaría jamás que saliera por esa puerta sin verla. En todo caso, si usted la viera antes que yo, le agradecería infinito que la detuviera y me avisara a gritos, si ello es necesario... ¡Oh, no sé lo que digo! Evidentemente, estoy fuera de mí... Ahora comprendo que mi proposición es tan improcedente como estúpida.
 —¿Por qué? Yo no lo creo así.
 —¡Ah, no! Por favor, no intente disculparme. Sé que estoy loco y que no tengo remedio. Nunca me había ocurrido una cosa así. ¡Es como si hubiera oído pronunciar mi sentencia de muerte! Incluso podría confesarle que... que en un principio le tomé por el amante.
 —Bien, hablemos francamente —dijo el joven—, lo que usted quiere saber es lo que yo hago aquí, ¿no es eso?
 —Pero, mi querido amigo, ¿qué dice usted? ¡Dios pie libre de pensar una cosa así! Sin embargo, ¿sería..., sería usted capaz de darme su palabra de honor de que no es ningún amante que espera?
 —No, señor... No tengo el menor inconveniente en decirle que, en efecto, soy el amante de una mujer, pero no de la suya... Es de comprender que, en tal caso, no estaría de plantón aquí, en medio de la calle, sino con ella en su casa. Espero que lo comprenda usted así.
 —¿Por qué dice de mi mujer, joven? ¿Acaso no le he dicho que se trata de la esposa de un amigo? Sepa que yo soy soltero, como ya creo que le dije. Lo único que... Bueno, yo también tengo una amante...
 —¿Y dice usted que el marido espera en el puente?
 —Así es, joven. Pero, óigame, sepa que hay también otros... Ya sabe usted que todo son enredos y trapisondas, y que la ligereza de costumbres reina por doquier, sobre todo cuando... Bueno, no era eso lo que deseaba decir.
 —¿Y bien?
 —Nada más. Pero sepa que me interesa dejar bien claro entre nosotros que yo no soy el marido...
 —Está bien, eso ya creo que me lo dijo usted con anterioridad. Ahora que está más tranquilo, le ruego que me deje en paz, ¿le parece bien? Haremos lo que usted ha dicho y, si se presenta la ocasión, prometo avisarle. ¿Está de acuerdo? ¡Porque sepa que yo también estoy esperando a una mujer!
 —¡Oh, entonces dispénseme! En seguida le dejo tranquilo, joven... La verdad es que esa impaciencia de su corazón sólo puede inspirarme simpatía. Le entiendo perfectamente, mi querido amigo. ¡Oh, qué bien le comprendo ahora!
 —Bueno, pues mejor, ¿no le parece?
 —¡Hasta la vista! Pero antes dígame uña cosa...
 —¿Qué es lo que quiere ahora?
 —Que me prometa formalmente que usted no es el amante. Déme su palabra de honor de que no lo es.
 —¡Ah, santo Dios!
 —¿Me permite una sola pregunta? Una pregunta solamente... ¿Conoce el apellido del marido de su..., bueno, de la mujer por la que tan interesado se siente?
 —¡Claro que lo conozco! Pero le aseguro que no es el suyo. Vamos, caballero, ¿quiere dejarme en paz de una vez?
 —¡Ah, comprendo! Pero, dígame, ¿cómo sabe usted cuál es mi apellido?
 —Caballero, voy a darle un consejo. Haga el favor de marcharse. Está perdiendo el tiempo, y tanto es así que no se apercibe de que, mientras discute conmigo, esa mujer habría podido escapársele no una, sino cien veces. ¿Qué más desea de mí? Mire, le voy a decir una cosa. La mujer que busca lleva una piel de zorro y un capuchón en la cabeza, mientras que la que yo espero lleva un abrigo a cuadros y un sombrerito de terciopelo azul claro. Y ahora, dígame, ¿qué más quiere usted saber?
 —¿Un sombrero de terciopelo azul claro? ¡Pero si ella lleva precisamente un abrigo a cuadros y un sombrero de terciopelo azul claro! —exclamó, fuera de sí, el extraño caballero, que parecía haberse propuesto echar raíces en el suelo, delante del sufrido joven.
 —¡Ah, demonios! Entonces debe tratarse de una casualidad, por la sencilla razón de que la mujer que yo espero no acostumbra venir a esa casa.
 —Pero, veamos, ¿dónde está ahora la que usted espera?
 —¿De verdad le interesa saberlo?
 —Es lo único que me interesa en estos momentos.
 —¡Demonios! Por lo que veo, usted está loco..., o es un tremendo caradura, además de que no tiene el menor pudor. De acuerdo, le diré que la mujer que yo espero tiene amistades en esta casa, en el segundo piso. Veamos, ¿qué más quiere saber? Porque ahora sólo falta que me pregunte usted su nombre...
 —¡Santo Dios! Yo también tengo amistades en el segundo piso de esa casa. ¡Es el general!
 —¿Qué general?
 —¡Pues el general! Le diré su nombre. ¡Es el general Polovitsin!
 —¿Lo ve? No se trata de la misma persona.
 —¿No?
 —No, señor. Lo que quiere decir que tampoco estamos hablando de la misma mujer. ¿Se convence ahora?
 De pronto guardaron silencio los dos. Quedaron como atontados, mirándose mutuamente, el uno frente al otro.
 —¡Vaya, hombre! —exclamó repentinamente el joven—. ¿Y ahora puede saberse por qué me mira de esa manera?
 El caballero de la vulpeja comenzó a dar muestras de inquietud.
 —Le confieso francamente que yo...
 —No siga, por favor, si no es para hablar de una forma razonable. Estamos tratando una cuestión que nos interesa a los dos. Veamos, dígame de una vez a quién espera usted... O mejor dicho, ¿qué amistades suyas viven en ese edificio?
 —¿Amistades mías?
 —¡Claro! ¿Acaso no ha hablado usted de un general?
 —¿Sabe lo que pienso, joven? Creo que acertó en mis suposiciones, si debo juzgar por sus ojos...
 —¡Demonios! ¿Acaso no estoy aquí, delante sus propios ojos?
 —Sí, pero...
 —Entonces, dígame una cosa, ¿cómo podría estar con ella al mismo tiempo? ¡Vamos, caballero, no desvaríe! Y ahora hábleme claro de una vez, aunque, bien mirado, a mí me es indiferente que hable o que no hable. Lo que yo querría es que me dejara en paz de una vez.
 Y el joven, con la idea de poner punto final a aquella absurda conversación, dio media vuelta e hizo un gesto definitivo en el aire..
 —¡Pero si yo no digo nada! Lo único que le pido es que... Verá, yo estaría dispuesto a contárselo todo, si me prometiera... En fin, le hablaré claro. En un principio, mi mujer visitaba a los Polovitsin porque es parienta suya, como usted muy bien debe saber, y yo no sospechaba nada, como es lógico, aunque mejor sería decir que cualquier clase de sospecha estaba muy lejos de mi ánimo. Pero ayer me encontré en la calle a Su Excelencia y, con el consiguiente asombro por mi parte, hube de enterarme de que hacía ya tres semanas que se había cambiado de casa, mientras que mi mujer (bueno, qué digo, la mujer de mi amigo), la señora en cuestión, ha dicho que iba a ver a sus parientes, como si aún vivieran en ese edificio... La sirvienta, por otra parte, me ha dicho que Su Excelencia había alquilado un piso a un tal Bobinitsin, un joven que...
 —¡Diablos! ¿Otra vez volvemos a las andadas?
 —¡Perdóneme! Comprenda, es que estoy fuera mí.
 —¡Bah, que el diablo se lo lleve! ¿Qué me importa que esté fuera de sí? Claro que ahora es cuando empiezo a comprenderlo todo. ¡Ah, mire usted eso!
 —¿Dónde? ¿Dónde...? ¿Qué ocurre? Por favor, joven, si se ve en la necesidad de llamarme, hágalo con el nombre de Ivan Andreievich...
 —¡Ivan Andreievich! ¡Vaya, nunca hubiera podido imaginármelo!
 —¡Aquí estoy! —gritó en seguida el caballero de la vulpeja, volviendo junto al joven—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está ella?
 —No está en ningún lado, hombre de Dios. Si le he llamado, ha sido para saber únicamente cuál es el nombre de esa dama.
 —Glaf...
 —¿Glafira?
 —No, no es precisamente Glafira... Deberá perdonarme, joven, pero no puedo revelarle su nombre.
 Y el honrado caballero, al decir aquello, se puso completamente blanco.
 —Está bien, de acuerdo. No se llama Glafira. Ya sabía yo que no se llamaba así... Pero ése tampoco es el nombre de la otra. Y ahora dígame: ¿a quién ha ido a yer en esa casa?
 —¿A qué casa?
 —¿A qué casa va a ser? ¡Demonios! ¡A esa de enfrente!
 El joven se sentía tan furioso, que le resultaba prácticamente imposible estarse quieto.
 —¡Ah! ¿Lo ve usted? ¿Por qué sabía que ella se llama Glafira?
 —Por favor, joven, no emplee ese tono para hablarme.
 —¡Diablos! ¡Yo empleo el tono que acostumbro emplear cuando hablo con las personas! ¿Quién se ha creído usted que es? Vamos, dígame de una vez por todas quién es esa mujer. Confiese de una vez que se trata de su esposa.
 —¡Nada de eso...! ¿Cuántas veces he de decirle que soy soltero? Y, desde luego, lo que no me parece nada bien es que, en una conversación como la presente, sostenida con un hombre que tiene mil problemas, saque usted a relucir esa expresión de «¡diablos!» a cada momento. ¿Por qué no sabe hablar en otros términos más correctos?
 —¡Vaya! ¡Volvemos a estar en las mismas! Con usted resulta, imposible dialogar.
 —¡Y a usted le ciega la cólera! Por eso prefiero callarme... ¡Cielo santo! ¿Qué es eso?
 —¿A qué se refiere?
 En efecto, de pronto comenzaron a oírse unos rumores de risas. Se trataba de dos mujeres elegantemente vestidas, que salían en aquel momento de la casa. Al verlas, los dos hombres se lanzaron con rapidez a su encuentro.
 —¡No hay nada que hacer!
 —¿Qué quiere usted decir?
 —Que no es ella...
 —¡Cómo! ¿No han acertado ustedes? —comentó una de las dos mujeres en tono irónico.
 Entretanto, la otra sé dirigió hacia el coche parado, y llamó:
 —¡Cochero!
 —¿Adonde vamos, señoritas?
 —A Pokrov Ven, Anushka, sube. Te llevaré conmigo.
 —Vamos, cochero.
 El carruaje arrancó y volvieron a quedarse solos los dos obsesionados vigilantes de la calle.
 —¿De dónde habrán salido esas dos mujeres? —comentó el joven.
 —¿No cree usted que deberíamos haberlas seguido?
 —¿Seguirlas? ¿Adonde?
 —¿Adonde iba a ser? ¡Pues a casa de Bobinitsin!
 —Seguir a la gente es algo que no está bien.
 —¿Y por qué no? No es que yo me niegue a ir, pero me figuro que aunque tuviéramos éxito, ella diría otra cosa... Diría que había venido hasta aquí para sorprenderme, con lo cual le daría pie a hacerme sus acostumbados reproches.
 —Mire, yo no sé nada de todo este embrollo, pero... ¿por qué no hacemos la prueba? ¡Suba usted a casa del general!
 —¡Pero si ya no vive aquí!
 —Es igual. ¿No comprende? Si ella ha estado en su casa, usted también va a verlo. En resumen, usted podría simular no saberse enterado del cambio de domicilio del general, y manifestar que iba sólo con objeto de recoger a su esposa...
 —¿Y luego?
 —Luego va usted a ver a quien desee... A Bobinitsin, por ejemplo, ¿le parece bien?
 —Bueno, pero usted... Dígame, después de todo, ¿qué le va ni le viene en todo este asunto?
 —¡Vaya! ¡Otra vez estamos con lo mismo! ¿Acaso desvaría usted hasta tal punto?
 —¿Por qué se pone así? Comprendo que usted quiera saber, pero de eso...
 —¿Y quién quiere saber? ¿No ha sido usted quien ha venido preguntando.aquí? ¡Bah, que el diablo se le lleve! No pienso preocuparme más de sus cosas. Iré yo solo adonde sea necesario. Si le parece bien, póngase a vigilar la salida por si acaso... ¡Vamos, hombre, dése prisa!
 —Por lo que veo, usted se ahoga en un vaso de agua, mi querido amigo —exclamó el caballero de la vulpeja, pareciendo estar él mismo próximo a la desesperación.
 —¡Cómo! ¿Qué tiene de particular el hecho de que yo pueda acalorarme? —preguntó el joven entre dientes, apremiando al caballero—. Al fin y al cabo, ¿quié es usted para censurar mis enfados?
 —Caballero, permítame que...
 —¡No le permito nada! Al menos hasta que diga por lo menos cuál es su nombre. Vamos, dígame, ¿cómo se llama usted, señor mío?
 —No lo sé... No sé domo me llamo, joven. ¿Par qué necesita usted saber mi nombre? No puedo decírselo. A cambio, si quiere, le acompañaré con sumo gusto. No crea que pienso quedarme atrás, porque estoy dispuesto a todo. No obstante, si hemos de seguir juntos, le puntualizaré que yo estoy acostumbrado a un lenguaje más correcto que el que emplea usted. En mi opinión, uno no debe dejar que le arrebate nadie su presencia de espíritu, ¿comprende lo que quiero decir? Pero si usted, por algún motivo, ha perdido la serenidad, no por ello debe olvidar las conveniencias... ¡Usted es todavía muy joven, amigo mío!
 —¿Y a mí qué me importa que usted sea viejo?! Si es así, ¿qué hace aquí? ¿Por qué no se preocupa del marcharse a casa a dormir?
 —¡Vamos, joven! ¿Qué es eso de que yo soy viejo? Sepa que no lo soy tanto, lo cual está a la vista. Debo confesar que quizá le haya permitido a usted una excesiva confianza, pero de eso a andar por ahí dando vueltas...
 —Está bien. En tal caso, ¿por qué no se va con todos los diablos del infierno?
 —Hemos quedado en que le acompañaré... Al fin y al cabo, usted no puede impedírmelo. Los dos están interesados en este asunto, así es que yo le acompaño, ¿de acuerdo?
 —Pero, hombre, ¿por qué no habla más bajo? ¿No comprende que va a alborotar a toda la vecindad?
 Una vez puestos de acuerdo, los dos hombres cruzaron la calle, penetraron en la casa y subieron las escaleras hasta el segundo piso. En el rellano había muy poca luz y apenas se veía nada.
 —Espere... ¿Tiene usted cerillas?
 —¿Cerillas dice?
 —Claro. ¿Es que no fuma?
 —¡Ah, sí! Aquí están... Aquí las tengo, joven.
 El señor de la piel de vulpeja hurgaba afanosamente en los bolsillos, en busca de las cerillas, pero sin éxito.
 —¡Diablos! ¿Qué es esto? ¡Oh, sí! ¡Creo que es ésta la puerta!
 —¡Esa, ésa! ¡Esa... es!
 —¡Demonios...! ¿Por qué no grita usted un poco más? ¿No ve que despertaremos a todo el mundo?
 —Es que yo no estoy acostumbrado a estas aventuras tan poco dignas, compréndalo... Por lo demás, sepa que usted es un mal educado y un insolente.
 Al final ardió una cerilla.
 —¿Lo ve? Aquí está la placa de metal. Ahí lo pone: Bobinitsin. ¿No lo ve usted?
 —Sí, lo veo.
 —Pues silencio, y camine despacito, ¿entendido? ¡Vaya, hombre! ¿Qué le ocurre ahora?
 —Se ha apagado la cerilla.
 —¿Qué le parece? ¿Llamamos?
 —Será lo mejor —asintió con firmeza el caballero de la vulpeja.
 —Está bien, llame entonces...
 —¿Y por qué he de ser yo? Llame usted primero.
 —¡Es usted un cobarde!
 —¡Pues, de usted tampoco se puede decir que un valiente!
 —¡Vamos, llame!
 —¿Sabe que a estas alturas casi lamento haberle confiado mi secreto? Usted...
 —¿Qué es lo que ocurre conmigo?
 —Usted se ha aprovechado de mis momentos de turbación, pues ha visto que yo...
 —¡Que el diablo se le lleve! Yo a usted, sin embargo, le encuentro grotesco, y créame que ya es bastante...
 —En ese caso, ¿por qué está aquí conmigo?
 —¿Y usted?
 —¡Vaya una moral! —se quejó casi involuntaria mente el caballero de la piel de vulpeja.
 —Pero ¿qué dice de moral? ¿Acaso se considera usted muy moral?
 —Es usted quien está cometiendo una inmoralidad.
 —¿A qué inmoralidad se refiere?
 —En mi opinión, todo marido ofendido... ¡es vam especie de vergüenza pública! ¡Una vergüenza que clama al cielo!
 —¡Ah, por fin! ¿De modo que confiesa por fin qul es usted el marido? ¿No decía antes que el marido estaba esperando en el puente? Si es así, ¿por qu| se toma esta historia tan a pecho? ¿Por qué se mete donde no le llaman y corre unas aventuras tan vulgares y a las que, según usted, no está acostumbrado?
 —Puestos a tener sospechas, también yo podrá pensar que usted es el amante...
 —Si continúa así, no tendré más remedio que creer que es usted poco hombre.
 —De modo que, en su opinión, yo soy el marido —dijo el caballero de la vulpeja, como si le hubiesen arrojado un jarro de agua fría.
 —¡Silencio! ¡Cállese! ¿No oye usted?
 —¡Es ella!
 —No creo...
 —¡Qué oscuro!
 En la escalera se hizo de pronto un silencio casi sepulcral, al mismo tiempo que podía detectarse una especie de rumor en el piso de Bobinitsin.
 —¡Vamos, hombre! ¿Por qué hemos de reñir entre nosotros? —murmuró el caballero de la vulpeja.
 —¡Diablos! ¿Acaso no ha sido usted el primero en considerarse ofendido?
 —¡Es que usted me ha tratado con muy pocas consideraciones!
 —¿Y cómo quiere que le trate?
 —De otra forma más correcta.
 —¡Calle usted!
 —Sin embargo, reconocerá que todavía es muy joven...
 —¿Quiere callarse de una vez?
 —Estoy de acuerdo con usted, ¿sabe? Yo también creo que el marido que se encuentra en semejante situación es poco hombre, un calzonazos, un cornudo...
 —Pero, hombre, ¿quiere callar de una vez?
 —¿Y por qué perseguir tanto al pobre marido?
 —¡Silencio! ¡Es ella,..! ¿No la reconoce?
 En aquel mismo Instante, sin embargo, cesó el rumor.
 —¿Era ella de verdad?
 —¡Claro que lo era! ¿Por qué se ha emocionado usted de esa manera? Si de verdad es extraño a todo este asunto, ¿qué puede importarle que sea ella o no?
 —¡Caballero, por favor! —exclamó en voz baja el señor de la piel de vulpeja—. Espero que comprenda que en un estado de turbación como el mío... Lo que quiero decir es que usted me lia visto en una actitud demasiado humillante. Por lo demás, es posible que mañana ya no nos volvamos a ver, pero aunque así ocurriera, no crea que me avergüenzo de nada, pues insisto en que se trata de la esposa de mi amigo, el que espera en el puente... Como ya le he dicho con anterioridad, es su mujer... y no la mía. A ese amigo le conozco muy bien. Si quiere, le contaré su historia. Yo soy su amigo, como usted podrá ver; si no lo fuera, ¿cómo iba a tomarme tanto interés por su desgracia? ¡Compréndalo de una vez, joven! Recuerdo que en más de una ocasión le tuve que preguntar «para qué se casaba». Nunca comprendí la necesidad que pudiera tener de comprometer su vida con una mujer caprichosa y coqueta. ¡Son cosas que no se entienden, pero que ocurren! Dígame, ¿acaso no tengo razón? Bueno, la cuestión es que mi amigo se empeñó y se casó, porque según él ansiaba disfrutar de los placeres de la familia... En otros tiempos, él también había sido una especie de conquistador y engañaba a todos los maridos que podía. Ahora, sin embargo, le ha tocado a él la suerte. Así es la vida, ¿no le parece, joven? Usted me perdonará por estas manifestaciones, que la necesidad de la situación me ha arrancado, incluso en contra de mi sentido de la discreción. Mi amigo es ahora un auténtico desdichado...
 El caballero de la vulpeja se detuvo en este puntos Le fallaba la voz, pero el joven pudo escuchar una especie de sollozo.
 —¡Bah, que el diablo se lo lleve! ¡Por lo visto aún abundan los cretinos en el mundo...! Pero veamos, amigo mío, ¿quiere decirme de una vez quién es?
 —No, joven, eso no estaría bien. Reconózcalo usted mismo. Yo procedo con nobleza y sinceridad, mientras que usted..., ¡usted ha vuelto a emplear ese desagradable tono de voz!
 —Sí, sí, de acuerdo... Pero, dígame, ¿cuál es su apellido?
 —¿Y para qué necesita saber mi apellido?
 —¡Vaya pregunta!
 —Bástele con saber que me es absolutamente imposible decirle mi nombre...
 —Veamos, ¿conoce usted al señor Schabrin? —preguntó súbitamente el joven a su compañero.
 —¡Schabrin!
 —Sí, Schabrin he dicho. ¿Le conoce?
 —No... No sé qué Schabrin puede ser ése —afirmó el señor de la vulpeja, con ojos que parecían amenazar con salírsele de las órbitas—. No conozco a nadie que se llame Schabrin, ésa es la verdad. El amigo del que le hablo es una persona decente, al que conocí por casualidad. Por lo demás, sepa que sus descortesías sólo son explicables a partir de una determinada excitación, propia del momento.
 —Pues sepa que ese individuo es un granuja y que no tiene nada de decente. Es un estafador que ha robado una caja de caudales... y que no tardará en tener que habérselas con la justicia.
 —Perdone usted —dijo el caballero de la piel de vulpeja, que se había puesto pálido como la cera—. Usted no conoce a mi amigo, si no hablaría de otro modo de él. Es evidente que no le ha visto nunca ni de lejos.
 —Es cierto que personalmente no le conozco, pero a cambio conozco perfectamente su carácter, basándome en fuentes que le son muy allegadas...
 —¡Ah, amigo mío! ¿Puede saberse de qué fuentes habla? Como usted sabe, yo soy tan distraído que...
 —Ese individuo es un majadero, ya se lo digo yo. Es un calzonazos, que no sabe guardar a su mujer en casa, ¿qué más quiere que le diga?
 —Le ruego que me disculpe, joven, pero mucho me temo que le esté cegando su ofuscación.
 —¿Qué ofuscación?
 —La suya.
 —¡Vamos, hombre!
 —Sé muy bien lo que le digo.
 —¡Cállese! ¡Silencio! ¿No ha oído?
 En el piso de Bobinitsin volvió a oírse, en efecto, un rumor. Y poco después se abrió la puerta, a la vez que se dejaban oír unas voces.
 —¡Ah! ¡No! ¡No es ella! Estoy seguro de que no es ella. Conozco bien su voz y... ¡No! ¡No es ella, desde luego! —aseguró el caballero de la piel de vulpeja, mientras volvía a ponérsele la cara tan blanca como la pared.
 —¡Cállese! —ordenó de pronto el joven. Y se adosó a un rincón para no ser visto. —No es ella, ya se lo digo... Créame que lo celebro infinitamente.
 —Bueno, hombre, pues en ese caso ya puede marcharse, ¿no le parece? ¡Vamos, largúese!
 —¿Y usted? ¿Por qué quiere quedarse aquí?
 —Porque tengo algo que hacer, mientras que usted... ¿Por qué no se marcha de una vez y me deja tranquilo?
 En aquel momento volvió a abrirse la puerta y el señor de la piel de vulpeja se apresuró a desaparecer, escaleras abajo. Casi rozando con él, pasaron un caballero y una dama..., ¡y el joven creyó que se le saltaba el corazón del pecho! Primero percibió una clara y conocida vocecita de mujer, y luego una voz recia de hombre, que le era completamente desconocida.
 —No hay por qué preocuparse, tomaré un trineo —dijo la voz del hombre.
 —De acuerdo. Me parece muy bien.
 —No tardará mucho en llegar a la puerta. Es cosa de un momento, ya lo verás...
 Después de decir esto, el hombre desapareció, quedándose sola la mujer.
 —¡Glafira! —dijo entonces el joven, saliendo de su escondrijo y cogiendo a la dama por la muñeca—. ¿Es así como respetas tus juramentos?
 —¿Quién eres? ¡Ah, ya veo! Eres tú, Tvogorov... ¡Santo cielo! ¿Qué haces aquí? ¡Qué sorpresa!
 —¿Quién era ese individuo?
 —¡Mi marido! ¿Quién quieres que sea? Márchate cuanto antes, por Dios, que volverá en seguida. Ya sabes, hemos venido a ver a Polovitsin...
 —¡Pero si Polovitsin hace por lo menos tres semanas que no vive aquí! ¡Lo sé todo!
 —¡Ah...!
 Y al lanzar esta pequeña exclamación, la dama echó a correr escaleras abajo, todo lo rápidamente que le fue posible. Pero el joven corrió tras ella y la alcanzó haciendo que se detuviera nuevamente.
 —¿Quién te ha dicho eso? —quiso saber la dama.
 —Tu propio marido, Ivan Andreievich, que se encuentra en tu presencia...
 En efecto, era Ivan Andreievich quien así hablaba, y al que el joven reconoció como su inseparable compañero de toda la noche. Ahora estaba en la escalera, delante de su esposa.
 —¡De modo que eres tú! —exclamó el marido.
 —Ah! C'est vous! —exclamó a su vez Glafira Petrovna, abalanzándose hacia él con sincera alegría—. ¡Oh, Dios! ¡Las cosas que a mí me suceden siempre...! ¿Sabes? Estuve en casa de los Polovitsin, ya te puedes imaginar... Como sabes, viven en el puente Ismailov, ¿lo recuerdas? Bien, el caso es que tomé allí un trineo, pero en el trayecto se espantaron los caballos y fui despedida sobre la nieve, a unos cien pasos de aquí... Al cochero le llevaron al hospital, pues parecía trastornado. Menos mal que en aquel momento llegó el señor Tvogorov...
 —¿Cómo?
 El señor Tvogorov se parecía desde luego mucho más al asombro personificado que a sí minmo.
 —El señor Tvogorov me reconoció en seguida y tuvo la amabilidad de acompañarme, pero ahora, puesto que estás tú aquí, me volveré contigo a casa. Permítame, señor Tvogorov, que le exprese mi más profunda gratitud.
 Y al decir esto, la dama tendió su mano al señor Tvogorov, que parecía cada ves más atónito, y que le estrechó la suya con tanta fuerza que casi le arranca un grito.
 —Es el señor Ivan Ilich Tvogorov —dijo la dama, presentándolo a su marido—. Un amigo mío del que creo haberte hablado alguna vez. Tuve el gusto de conocerle en el último baile que dieron los Skorlupov, ¿lo recuerdas?
 —¡Oh, sí! Claro que lo recuerdo —aseguró con calor el caballero de la piel de vulpeja—. ¡Mucho gusto, señor...!
 Y con sincera alegría estrechó la mano del señor Tvogorov.
 De pronto se dejó oír la voz recia de antes:
 —¿Qué significa esto? ¿Con quién estás hablando?
 Y ante el pequeño grupo apareció un caballero muy alto, que se caló unos impertinentes y examinó con la mayor atención al caballero de la vulpeja.
 —¡Ah! ¡Hola, señor Bobinitsin! —exclamó entonces la dama, con su tono más meloso—. ¿De dónde sale usted, si me permite la pregunta? ¡Figúrese que acaban de despedirme por la nieve los caballos desbocados de un trineo! ¡Ha sido terrible! Pero aquí está mi marido... Jean, permíteme que te presente al señor Bobinitsin, a quien tuve el gusto de conocer en el baile de los Karpov.
 —¡Ah! ¡Encantado, señor! Permítanme, voy a buscar un coche...
 —Sí, Jean, anda. Todavía tengo los nervios de punta a causa del susto que me he llevado. No me siento demasiado bien. Esta noche en el baile de máscaras... —susurró la dama al oído de Tvogorov—. Adiós, señor Bobinitsin. ¿Nos volveremos a ver mañana en el baile de los Karpov?
 —No sé si iré mañana allí —repuso Bobinitsin, que murmuró algo al oído de la dama, para terminar su frase, tras lo cual hizo una reverencia y montó en su trineo.
 Entonces se presentó un segundo trineo, en el cual subió la dama. El caballero de la vulpeja, sin embargo, titubeó antes de hacerlo. Al parecer, no se encontraba en condiciones de hacer ningún movimiento, mientras contemplaba con ojos desorbitados al joven de la pelliza, que sólo oponía a su descaro una sonrisa no precisamente muy espiritual.
 —No sé...
 —Encantado de haberle conocido —repuso el joven con una leve inclinación, que en cierto modo le sirvió para echarse hacia delante, pues de pronto dejó su rostro traslucir una sombra de precaución temerosa.
 —¡Mucho gusto!
 —Creo que ha perdido usted un chanclo...
 —¡Ah, es cierto! ¡Muchas gracias! Eso me ocurre por usar chanclos de goma.
 —Pues, según dicen, con los chanclos de goma sudan los pies —dijo el joven, con un aparente interés.
 —Jean, ¿vienes ya?
 —En seguida voy, querida... Permíteme un momento. Señor —añadió, dirigiéndose al joven—, le agradezco su consejo sobre los chanclos. ¡Excúseme!
 —Por favor...
 —¿Sabe una cosa? Celebro mucho, muchísimo, haberle conocido...
 El caballero de la piel de vulpeja se sentó junto a su esposa en el trineo, y después arrancaron los caballos. El joven, entretanto, permaneció inmóvil, pues aún no había conseguido reponerse de su sorpresa.

Dostoievski Fiodor - El Cocodrilo.


Dostoievski Fiodor - El Cocodrilo.
En `El cocdrilo`, se nos cuenta la disparatada historia de un funcionario que es devorado, ante el espanto de su esposa, por un caimán en el zoo de San Petersburgo. Sin embargo, el tal funcionario no muere porque el animal está hueco por dentro... y ahí comienza la ironía de Dostoievski hincándole los colmillos a la avaricia y la vanidad humanas, al incipiente desarrollo del mundo capitalista y a la mastodóntica burocracia de la Rusia de todos los zares.

El cocodrilo. Fragmento.
 I
¡Hola, Lambert! ¿Dónde está Lambert? ¿Has visto a Lambert?


El 13 de enero del año 1865, a las doce y media en punto, Elena Ivanovna, esposa de Iván Matvieyich, mi sabio amigo y, ¿por qué no decirlo?, también compadre y primo segundo, sintió la comezón súbita de ver el cocodrilo que exhibían en el Pasaje.
Iván Matvieyich no tenía nada que hacer precisamente ese día, pues acababa de obtener una licencia. Hasta tenía ya en el bolsillo su billete del ferrocarril para un viaje al extranjero que se proponía emprender, más bien por ganas de ver cosas nuevas que por razones de salud. No se opuso a la ardiente curiosidad de su esposa, porque la compartía.
—¡Excelente idea! —dijo muy orondo—, vamos a ver el cocodrilo. En vísperas de emprender un viaje por Europa no está mal trabar conocimiento con los indígenas de nuestro país.
Y en el acto ofreció el brazo a su cónyuge, y ambos se encaminaron al Pasaje. Yo les acompañé, a fuer de amigo de la casa y siguiendo inveterada costumbre.
Nunca vi a Iván Matvieyich de tan buen humor como aquella inolvidable tarde. ¡Ah! ¡No sabemos leer en el porvenir!
No bien hubo entrado en el Pasaje, se quedó embobado ante la magnificencia del establecimiento, y, llegado al sitio en que se exhibía el monstruo, manifestó su intención de pagarme las veinticinco copecas que costaba el billete, cosa inaudita en él.
Introducidos en una salita, notamos que, a más del cocodrilo, había allí loros de la especie de las cacatúas y algunos monos encerrados en una jaula, colocada en el fondo. Junto a la entrada, a lo largo de la pared de la izquierda, vimos una gran tina de cinc, especie de bañera cubierta de un enrejado de alambre y con muy poca agua. Aquella tina servía de morada a un cocodrilo enorme que estaba allí muy tranquilo, sin dar mas señales de vida que un tablón, como si hubiese perdido todas sus facultades naturales al contacto de nuestro húmedo clima, tan inclemente para los extranjeros. Aquel primer vistazo que dimos al monstruo nos dejó completamente helados.
—¡Y eso es un cocodrilo!... —dijo Elena Ivanovna con tono de desencanto—, yo me lo había figurado de otro modo.
Sin duda se lo imaginaba engarzado en brillantes. El dueño del cocodrilo, un alemán, se acercó a nosotros y se nos quedó mirando con arrogancia.
—Razón tiene —díjome al oído Iván Matvieyich—, razón tiene para estar tan orgulloso, pues le consta que no hay más cocodrilo en Rusia que el suyo.
Yo cargué aquella trivial observación en la cuenta del extraordinario buen humor de mi amigo y pariente, pues, por lo general, era un poquito envidioso.
—No parece estar vivo su cocodrilo —observó Elena Ivanovna, que, intimidada por el descaro del dueño del monstruo, le dirigió su más graciosa sonrisa, con la esperanza de bajarle los humos, según el procedimiento que suelen seguir las damas.
—Perdón, señora —respondió el alemán, desollando cruelmente el ruso.
Y, acto seguido, levantó la rejilla de alambre y se puso a hostigar al cocodrilo con una varilla. Para dar señales de vida, el pérfido monstruo movió ligeramente las patas y la cola, levantó el hocico y lanzó una suerte de prolongado resuello.
—¡Bueno, bueno; no te enfades, Karlchen  —dijo suavemente el alemán con muestras de amor propio halagado.
—¡Qué feo es este cocodrilo!... ¡Me da miedo! —murmuró, coquetona, Elena Ivanovna—. Estoy segura de que voy a soñar con él.
—En sueños no habría de hincarle el diente, señora —observó el alemán con galantería.
Luego se puso a reír del chiste; pero sus risas no hallaron eco.
—Vamos a ver los monos, Semión Semionich —dijo Elena Ivanovna, dirigiéndose exclusivamente a mí—. ¡Me perezco por los monos; los hay tan bonitos..., mientras que ese cocodrilo es horrible...!
—No temas nada, mujercita —exclamó Iván Matvieyich, pavoneándose y echándoselas de valiente—, este tránsfuga del reino de los Faraones no nos hará ningún daño.
Y se quedó junto a la bañera. A poco, se puso a hacerle cosquillas al cocodrilo en las narices con el guante, con objeto, según después nos confesó, de incitarle a lanzar otro resoplido. El dueño del bicho siguió a Elena Ivanovna —¡una señora!— hasta la jaula de los monos. Todo marchaba a pedir de boca, y no era de temer ningún contratiempo.
Elena Ivanovna quedó encantada de los monos y les dedicó toda su atención. Chillaba de alborozo, y, fingiendo no ver al dueño, se entretenía descubriendo semejanzas entre algunos de aquellos animales con tal o cual de sus amigos. Yo me divertía, pues aquellos parecidos eran siempre exactos. El alemán, no sabiendo si debía o no reírse, concluyó por ponerse mustio...
En aquel preciso momento un terrible alarido, que podría calificarse hasta de sobrenatural, resonó en la sala. No sabiendo qué pensar, me quedé alelado, sin moverme de mi sitio; luego, oyendo gritar también a Elena Ivanovna, me volví a toda prisa. ¿Y qué diréis que vi?
Pues vi, ¡oh Dios mío!, al infortunado Iván Matvieyich, a quien el cocodrilo había cogido por la mitad del cuerpo con sus terribles quijadas, y, levantándolo en el aire, lo zarandeaba horizontalmente en el espacio, sin dejar ver de su cuerpo otra cosa que las piernas que desesperadamente sacudía. En un instante desapareció del todo mi pobre amigo y pariente. Pero, como yo permaneciera inmóvil, pude observar todos los pormenores del accidente con apasionada atención, con la más viva curiosidad que jamás sintiera, de suerte que os lo puedo referir punto por punto.
"¡Qué rabia —pensé— si me hubiese yo encontrado en el pellejo de Iván Matvieyich!"
Pero volvamos a lo ocurrido. Poniendo en acción sus terribles quijadas, el cocodrilo empezó por tirar de los pies del pobre Iván Matvieyich, y luego, soltándolo un poco, porque mi sabio amigo pugnaba por escapar y se agarraba a la bañera, se lo engulló hasta la cintura. Luego, soltándolo otro poco, continuó engulléndoselo de varias sentadas, poco a poco, de suerte que Iván Matvieyich fue desapareciendo lentamente de nuestra vista. Por último, de un bocado definitivo se tragó el animal a mi sabio amigo todo entero y de modo que se podía ver cómo se lo iba metiendo en el cuerpo.
Iba yo a lanzar también un grito, cuando, por un pérfido juego de la suerte, el cocodrilo, molesto sin duda por la inusitada enormidad de aquel bolo alimenticio, hizo otro esfuerzo, y, al abrir por vez postrera sus formidables fauces pudimos ver de nuevo el apurado rostro de mi pariente, cuyos anteojos rodaron al fondo de la tina. Hubiérase dicho que aquella cabeza humana sólo apareció de nuevo para lanzar una suprema mirada sobre las cosas de este mundo y dar un último adiós a todas las alegrías de esta vida.
Mas ni siquiera tuvo tiempo de realizar ese designio. El cocodrilo, que había recobrado bríos, hizo otro esfuerzo y se engulló definitivamente la cabeza. Aquella reaparición y desaparición de una cabeza humana dotada aún de vida, resultaba un espectáculo espantoso; pero, al mismo tiempo —quizá por la rapidez de aquel escamoteo y por la caída de los lentes— no dejaba de tener sus ribetes de ridículo, por lo cual no me fue posible contener la risa. Pero, haciéndome cargo de lo inoportuno de mi conducta en tal momento —¿no era yo amigo de la casa?— interpelé vivamente a Elena Ivanovna con un tono de condolida simpatía.
—¡Adiós para siempre nuestro Iván Matvieyich! —le dije.
No pienso siquiera expresar la intensa emoción de que diera muestra la joven en tanto se desarrollaba la escena descrita. Al comienzo, después de lanzar aquel alarido, se quedó como petrificada y miraba todo aquel desastre casi con indiferencia, muy desencajados los ojos. Luego se echó a llorar, y yo le estreché las manos. En aquel momento, enloquecido de espanto, el dueño del cocodrilo se puso a dar palmadas y, levantando los ojos al cielo, exclamó:
—^Oh mi cocodrilo, mi Karlchen de mi vida! Mutter, Mutter, Mutter .
A aquellos gritos, abrióse la puerta del fondo y apareció la madre, con su cofia en la cabeza. Era una mujer ya de edad, morena y despechugada, que se abalanzó hacia su hijo lanzando chillidos estridentes.
Se armó entonces un espantoso revuelo. Elena, como una poseída, no se cansaba de repetir: "¡Que le den! ¡Que le den!" Tan pronto se encaraba con el alemán como con su madre, suplicándoles, inconscientemente sin duda, que le pegasen no sé a quién ni por qué causa. En cuanto al domador y su madre no se preocupaban lo más mínimo de nosotros, y lloraban, a moco tendido, junto a la bañera.
—Es cosa perdida. ¡Va a reventar de un momento a otro! ¡Acaba de tragarse a un funcionario enterito! —gemía el domador.
—¡Pobre Karlchen! ¡Nuestro querido Karlchen! ¡Se morirá! —aullaba la madre.
—¡Nos deja huérfanos y sin pan! —añadía el hombre.
—¡Denle! ¡Denle! —vociferaba, incansable, Elena Ivanovna, colgada de un faldón del abrigo del alemán.
—Se puso a hostigar a mi cocodrilo. ¿Por qué tenía su marido que hostigármelo? —rezongaba el domador, desasiéndose—. Si revienta mi Karlchen tendrá Ud. que indemnizarme. Era mi hijo, mi único hijo.
Confieso que el egoísmo de aquel alemán y la sequedad de corazón de su madre me indignaban no poco. Pero los ininterrumpidos gritos de Elena Ivanovna: "¡Denle! ¡Denle!", me apuraban todavía más, y concluyeron por cautivar toda mi atención. Yo tenía un miedo muy regular.
Pero había interpretado mal el sentido de aquellas peregrinas exclamaciones. Creía que Elena Ivanovna, habiendo perdido momentáneamente la razón, pero deseosa, no obstante, de vengar a su querido Iván Matvieyich proclamaba su derecho a una satisfacción, y pedía que castigasen al cocodrilo, dándole de palos. Pero ella quería dar a entender, en realidad, otra cosa muy distinta.
Procurando tranquilizarla, le supliqué no emplease aquella escabrosa palabra de pegar, porque, verdaderamente, en aquel sitio en pleno Pasaje, ante una asamblea de personas ilustradas, a dos pasos de la sala donde en aquel mismo momento daba el señor Lavro  su curso público, la expresión de un deseo tan reaccionario resultaba no sólo inverosímil, sino hasta inadmisible. Y de un momento a otro podría dar lugar a que cayesen sobre nuestras espaldas las silbantes cuerdas de las disciplinas críticas del señor Stepanov. Para colmo de terror se justificaron al punto mis temores. Se descorrió la cortina que cerraba el cuarto donde se hallaba expuesto el cocodrilo, y compareció en el umbral un individuo que llevaba barba y bigote, el cual, con el sombrero en la mano, inclinaba hacia nosotros la parte superior de su cuerpo, conservando prudentemente su base de sustentación en el vestíbulo, para no verse así en la obligación de desembolsar el precio del billete.
—Señora —dijo el desconocido, realizando prodigios de equilibrio para mantener su cabeza en la sala donde nosotros estábamos y al mismo tiempo no sacar los pies del vestíbulo—, señora, una inspiración tan retrógrada no dice bien de su inteligencia, y sólo puede provenir de cierta falta de fósforo en su cerebro. La Crónica del Progreso, así como nuestros periódicos satíricos, no podrán menos de anatematizarla a usted...
Mas no pudo rematar su discurso. El dueño del establecimiento recobró en ese momento sus sentidos, y, notando con horror la presencia gratuita de aquel individuo en la sala del cocodrilo, arremetió furiosamente contra el incógnito progresista y lo echó del local a puñetazos. Ambos desaparecieron detrás de la cortina, y yo comprendí al punto que todo aquel revuelo era injustificado, porque Elena Ivanovna era en absoluto inocente de la intención que le atribuía de querer infligir al cocodrilo el humillante castigo de los vergajazos. Pedía, ni más ni menos, que le abrieran la barriga para sacar de allí a su querido Iván Matvieyich.
— ¡De modo que quería usted que matasen a mi cocodrilo! —vociferó el domador—. Antes preferiría diez veces que matasen a su esposo... Mi padre exhibía ya al público a ese cocodrilo; mi abuelo lo había exhibido antes; lo exhibo yo ahora, y mi hijo lo exhibirá cuando yo me muera. ¡El mundo entero ha de ver a ese cocodrilo! A mí me conocen en toda Europa, mientras a usted no la conoce nadie, y tendrá que pagarme una indemnización.
—¡Eso, eso! —gritó la alemana, furiosa—, no les dejaremos salir de aquí hasta que nos indemnicen, porque nuestro pobre Karlchen va a reventar.
—Inútil sería, indudablemente, matarlo —añadí yo con toda flema, tratando de llevarme a Elena Ivanovna a casa—, porque nuestro querido Iván Matvieyich seguro que a estas horas se encuentra ya en la gloria.
—¡Querido amigo —exclamó de pronto, y con asombro nuestro, la voz de Iván Matvieyich—, querido amigo, yo creo que sería más conveniente avisar al comisario de Policía, porque sólo la intervención de la fuerza pública será capaz de convencer a este alemanote!
Aquellas palabras, pronunciadas con voz entera, que atestiguaba una extraordinaria presencia de ánimo, nos dejaron estupefactos hasta tal punto, que en el primer momento nos resistíamos a dar crédito a nuestros oídos. Sin embargo, nos aproximamos de inmediato a la bañera, donde rebullía el cocodrilo, y nos pusimos a escuchar al desgraciado cautivo con una atención sostenida, aunque algo escéptica.
Resonaba su voz débil y apagada, como si viniese de muy lejos. Se hubiera podido creer que algún chusco, apostado en la estancia contigua y con la boca pegada al almohadón, se desgañitaba gritando para simular, con objeto de distraer al público situado en la otra estancia, un diálogo entre dos gañanes en una estepa o en lo hondo de un barranco, espectáculo que más de una vez pude admirar en casa de algún amigo con motivo de la Nochebuena.
—Iván Matvieyich, maridito mío, ¿estás vivo todavía? —murmuró Elena Ivanovna.
—Sí, vivo y sano —respondió Iván Matvieyich—; gracias a la protección del Altísimo, me tragó el cocodrilo sin hacerme el menor daño. Sólo una cosa me inquieta: ¿cómo considerarán mis jefes este contratiempo? Porque ya sabes que había sacado mis pasaportes para el extranjero, y ahora me encuentro en la panza de un cocodrilo, donde no se está del todo mal...
— ¡Pero, maridito, qué más da, con tal que te saquen de ahí! —interrumpió Elena Ivanovna.
—¡Sacarlo de ahí!... —exclamó el dueño del bicho—. No consentiré que a mi cocodrilo le pongan la mano encima. De ahora en adelante el público se atropellará por entrar a verlo. Cobraré a veinte copecas la entrada, y Karlchen no tendrá necesidad de que le echen de comer...
—¡Gracias a Dios! —añadió la madre.
—Tiene razón —observó Iván Matvieyich con plácido acento—; ante todo, hay que considerar las cosas desde el punto de vista económico.
—Amigo mío —exclamé yo—, ahora mismo corro a ver a nuestro jefe para presentar la oportuna demanda, pues de sobra veo que nosotros solos no lograremos salir del paso.
—Lo mismo creo yo —respondió Iván Matvieyich—, porque en nuestra época de crisis comercial, es bastante difícil abrirle la panza a un cocodrilo sin pagar indemnización. Así que hay que plantearse una cuestión previa: ¿cuánto pedirá el domador por el cocodrilo? Y a esta pregunta ha de seguir otra como corolario: ¿quién habrá de pagar? Porque ya sabes que no soy rico...
—Como no pidas un anticipo sobre tu sueldo —insinué yo tímidamente.
Pero el domador me cortó la palabra.
—No estoy dispuesto a vender mi cocodrilo; ni por tres mil rublos lo daría. Por lo menos, tendría que darme cuatro mil. Con lo que ha pasado, el público formará cola a la puerta del local. Tendrán que darme por él cinco mil rublos.
En una palabra: que quería aprovecharse. La más sórdida avaricia se reflejaba en su rostro.
—Basta ya. ¡Me voy! —exclamé, indignado.
—¡Y yo también, y yo también!... —lloriqueaba Elena Ivanovna—. Iré a ver a Andrei Osipich y le enterneceré con mis lágrimas.
—¡No; eso no, mujercita mía!... —interrumpió Iván Matvieyich, que hacía mucho tiempo que estaba celoso de aquel caballero.
Sabía que su mujer era muy propensa a soltar el raudal de las lágrimas delante de un hombre culto, porque el llanto le sentaba muy bien. Luego, dirigiéndose a mí, continuó:
—Tampoco a ti te lo aconsejo. No sabemos lo que podría resultar de esa gestión. Mas sí te ruego que vayas hoy mismo a ver a Timofei Semionich; es un hombre de costumbres rancias, bastante tonto, y, lo que más importa, muy leal. Salúdale en mi nombre y cuéntale el percance con todos sus pormenores. Al mismo tiempo le entregarás siete rublos que me ganó la última vez que jugamos nuestra partidita; ese rasgo nos granjeará sus simpatías. Es un hombre cuyo consejo puede valernos mucho. Entre tanto, llévate de aquí a Elena Ivanovna... Sosiégate, alma mía —añadió, dirigiéndose a su esposa—; todos esos aspavientos me fatigan, y quisiera descansar un poco. Después de todo, no se está mal aquí; por más que todavía no he tenido tiempo de reconocer bien este inesperado asilo.
—¿Cómo reconocer? Pero ¿es que ves algo ahí dentro? —exclamó Elena Ivanovna, muy alegre.
—Impenetrables tinieblas me rodean —respondió el infortunado cautivo—, pero puedo palpar, y, por así decirlo, ver con las manos. Así, pues, hasta la vista. Estáte tranquila y no te prives de distracciones. Hasta mañana. En cuanto a ti, Semión Semionich, ven a verme esta noche, y, como eres distraído y podrías olvidarte, hazte un nudo en el pañuelo.
Confieso que no me disgustaba la idea de salir de allí, pues estaba cansado y empezaba a aburrirme. Me apresuré, pues, a coger del brazo a Elena Ivanovna y sacarla del local.
—Esta noche les costará a ustedes la entrada veinticinco copecas —nos previno el domador.
—¡Oh Dios mío, qué interesada es esta gente! —dijo Elena Ivanovna, mirándose en todos los espejos del Pasaje y comprobando, con satisfacción visible, que las recientes emociones la habían embellecido.
—Es el punto de vista económico —le contesté un poco emocionado y enorgullecido de acompañar a una mujer tan hermosa.
—¿El punto de vista económico? —repitió ella, con su simpática vocecita—; pues yo no he entendido nada de lo que dijo Iván Matvieyich acerca de ese condenado punto de vista económico.
—Yo se lo explicaré a usted.
Y me puse a disertar sobre los beneficiosos resultados de la acumulación de capitales extranjeros en nuestra patria, con tanto mayor facilidad cuanto que aquella misma mañana había leído en Las Noticias de Petersburgo y en El Cabello sendos artículos sobre el referido tema.
Escuchó ella un rato y me interrumpió, diciendo:
—¡Qué raro es todo esto!... ¿Acabará usted de contarme todas esas sandeces? Dígame: ¿estoy muy encarnada?
Aproveché la ocasión para asestarle una galantería:
—No está usted encarnada —le dije—; está usted exquisita.
—¡Anda el mequetrefe! —murmuró encantada.
Luego añadió, inclinando graciosamente la cabeza:
—¡Cómo compadezco a mi pobre marido!... —Y de pronto—: ¡Pero, Dios mío, dígame usted cómo se las va a arreglar para merendar ahí dentro!... ¿ Y..., y... si se le ocurre alguna necesidad?
—Su pregunta me coge de improviso —le respondí, algo desconcertado—. Si he de decir la verdad, no había caído en ello. ¡Verdaderamente, ustedes las mujeres son más prácticas que nosotros cuando se trata de los problemas de la existencia!
—¡Pobre! ¡Cómo ha ido a meterse ahí! ¡En esas tinieblas no podrá proporcionarse ninguna distracción! ¡Y pensar que ni siquiera me queda un retrato suyo!... ¡Ah! ¡Aquí me tiene usted, viuda o poco menos! —Y esbozó una encantadora sonrisa, que demostraba hasta qué punto le parecía interesante su nuevo estado—. ¡De todos modos, me da él mucha lástima!
Así expresaba ella la natural congoja de una mujer que acaba de perder a su marido. La acompañé a su casa, y me obligó a que me quedase a cenar. Luego, después de tomar una tacita de café, logré apaciguarla y la dejé para ir a avistarme con Timofei Semionich, convencido de que todo hombre que tuviese un hogar y una posición respetable había de encontrarse a aquella hora en su casa.
He escrito este primer capítulo en el estilo que conviene al argumento de mi relato. Pero estoy resuelto a emplear en lo sucesivo un tono menos elevado, si bien más natural, y lealmente se lo advierto al lector.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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