domingo, 21 de junio de 2015

Justo Navarro. Premio Herralde de novela 1990.


Justo Navarro Velilla (Granada, 1953), es un escritor, traductor y periodista español.
Galardonado con el premio Herralde 1990.

El Premio Herralde de Novela es concedido anualmente en España por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana.
Creado en 1983, toma su nombre de Jorge Herralde, fundador y propietario de la editorial. La dotación en 2006 es de 18.000 euros y publicación para la novela ganadora. Se falla el primer lunes de noviembre de cada año.

Justo Navarro nació en Granada, en cuya Universidad se licenció en Filología Románica en 1975. Relacionado con la poesía española contemporánea, ha escrito dos libros de poemas, además de varias novelas. Es colaborador ocasional de diarios como El País, y traductor de autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Pere Gimferrer, Michael Ondatjee, Joan Perucho, Ben Rice y Virginia Woolf. Colaboró en el guion de la ópera basada en Don Quijote de la Mancha que La Fura dels Baus estrenó en 2000 en el Liceo de Barcelona. Navarro ganó en 1986 el Premio de la Crítica de poesía castellana por `Un aviador prevé su muerte`. En 1990 también ganó con `Accidentes íntimos` el Premio Herralde de Novela, concedido por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana. Desde 2003, es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada.

***
Novela: Accidentes íntimos. Premio Herralde de novela 1990.
Una mujer intenta suicidarse en la habitación de un hotel y su acto pone al descubierto la inquietante naturaleza de sus relaciones con quienes la rodean, el artificio de la amistad, la dificultad de establecer lazos sólidos con los otros y de encontrar sentido a una existencia cuyos intersticios corroen las certezas cotidianas.

Accidentes íntimos es la crónica de un extrañamiento: cuando la amiga de la suicida fracasada se enfrenta a los hechos, las cosas sufren una pérdida de significado y al mismo tiempo comienza a producirse un misterioso proceso de fascinación por la enigmática personalidad de la suicida. Las piezas de la realidad, como las de un puzzle deshecho, pierden contacto entre si, se desordenan. El presente se convierte en resonancia distorsionada de un pasado ineludible, los objetos familiares pueblan un territorio de exilio donde nadie llega a conocerse porque nadie es quien parece ser. Al final, la búsqueda del equilibrio perdido tal vez exija la infidelidad y la mentira para recomponer una precaria estabilidad...

Accidentes íntimos constituye un lúcido ejercicio de percepción, visión minuciosa de un mundo habitual que a partir de un hecho concreto se distancia de las coordenadas de la costumbre y se vuelve opaco, ajeno, irónico y, sin embargo, omnipresente con la intensidad de una Realidad no domesticada.

Con este libro, el novelista y poeta Justo Navarro se confirma como uno de los más deslumbrantes escritores de la reciente narrativa española.

Fuente: N.N.

(Fragmento de novela).
JUSTO NAVARRO
Accidentes íntimos
Premio Herralde de Novela


El día 5 de noviembre de 1990, Accidentes íntimos fue galardonada con el VIII Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde


A mi madre


UNO

El televisor estaba encendido, pero no había nadie en el cuarto. Llamó a Hanna dos, tres veces, mientras en la pantalla una máquina pintaba la carrocería hueca de un coche, y el locutor encargado del doblaje aplastaba con su voz una voz japonesa. Dejó sin voz el televisor, cambió de canal: dos mujeres compartían una cabina de teléfonos, se peleaban por el auricular, por marcar un número. «Hanna», repitió, con el bolso todavía colgado del hombro, frente a la pantalla, y las luces de la película -violeta, blancas, rojas, amarillas- se reflejaban en los zapatos negros. Entonces se dio cuenta, más allá del zumbido del televisor sin volumen y del ruido de motores que llegaba desde la calle: el silencio de la casa era el silencio de las casas vacías. Hacía mucho que no notaba un silencio así: desde que, hacía ocho meses, le alquiló a la turista Hanna Osterberg el dormitorio que había sido de su hermana, Victoria.
Encendió la lámpara: la habitación estaba en orden, limpia, como a punto de serle mostrada a un futuro inquilino exigente. Se sentó en el diván, recién cepillado y mullido; dejó el bolso en el suelo, junto a los zapatos que acababa de quitarse. Cerró los ojos, gritó: «Hanna.» No le contestaron. Los abrió y vio, en el televisor, a dos mujeres con los ojos cerrados, muy juntas dentro de una cabina de teléfonos. Pasó un dedo por el fondo del cenicero de cristal, se examinó la yema: no quedaba rastro de ceniza. Se levantó, arregló el cojín, volvió a calzarse los zapatos, recogió el bolso: quería que las cosas quedaran exactamente en el lugar que Hanna les había asignado. Buscó en la televisión las imágenes que aparecían cuando llegó a la casa: en ningún canal encontró la máquina que pintaba coches. Un hombre con barba de varios días la miraba con descaro y el ceño fruncido desde el arcén de una carretera.
Subió al dormitorio de Hanna. El armario y los cajones de la cómoda estaban cerrados. ¿No dejaba Hanna todo abierto para que ella se encargara de cerrarlo? Había semanas en que sólo usaban un idioma mudo: las preguntas eran cajones a medio abrir; las réplicas, cajones cerrados. El cenicero de la mesa de noche estaba vacío, escondido a medias por una novela de ciencia ficción; no había huellas de vasos ni tazas sucias. Se acercó a la ventana, miró por el visor de la cámara fotográfica que, sobre el trípode, apuntaba día y noche hacia la avenida de Fríes. Vio una mancha negra: Hanna había cubierto el teleobjetivo con la tapa protectora. Apartó la cortina, y se iluminó el ámbar del semáforo sobre el verde, la luz roja con la silueta de un peatón parado. Los vehículos se pusieron en movimiento: los oía a pesar de los vidrios dobles de la ventana.
Sonaba el teléfono. Bajó con prisa la escalera de caracol mientras contaba los timbrazos: tenía el prejuicio de que quienes llaman suelen colgar a partir del séptimo aviso sin respuesta. Descolgó antes de que sonara el sexto timbrazo. «Sí», dijo. Un avión se quemaba en la pantalla del televisor. «¿Qué te cuentas?», dijo Félix. «Nada, Hanna no está», respondió. «¿A mí qué me importa la alemana?», dijo Félix. «Tengo un par de horas en cuanto acabe de cenar. ¿Has cenado? ¿Voy a verte?», añadió. «Espera un momento», dijo ella. En la cocina tropezó con un cubo de agua turbia: el agua osciló, rebosó, le salpicó los zapatos. Hanna lo había lavado todo obsesivamente, pero había olvidado el cubo ante la puerta del patio. Cruzó el patio, entró en el cobertizo donde Hanna revelaba las fotos: no había fotos pegadas a la pared, secándose; ni películas positivadas colgadas con pinzas de los hilos de pescar. Las cubetas estaban limpias, bien alineados en el anaquel los frascos de productos químicos; no quedaban restos de papel fotográfico en el lavabo.
«¿Dónde te metes? Tengo un par de horas. ¿Nos vemos en el Goma Cuatro?», dijo Félix. De vuelta al teléfono se había arañado la pierna contra la esquina del mueble de los periódicos: el dolor le saltaba las lágrimas, y hacía que se mordiera los labios. «No sé dónde se ha metido Hanna», dijo ella. «Bueno, ven si quieres.» Colgó. La presentadora del telediario colgaba el teléfono, y, a su espalda, en una pantalla dentro de la pantalla, estallaba, entre una nube de polvo, un rascacielos. Comprobaba el desgarrón de la media, se manchó de sangre. Lamía la sangre que le había quedado en el dedo, pensaba en lo raro que resultaba que Hanna hubiera salido: ¿nunca le había llamado la atención que no pisara la calle, salvo para comprar alguna vez en el supermercado? Entonces se acordó de la tarde en que se encontraron en el mostrador de la pescadería y, luego, volvieron juntas a la casa por el paseo de Reding. Hanna miraba aquí y allí, no como si buscara a una persona: como si, muerta de miedo, quisiera evitar ser vista.
Se quitó las medias, fue al cuarto de baño: se sentía, descalza, muy pequeña, extraña en las habitaciones de todos los días. Los pies no reconocían el suelo que pisaban; las baldosas eran más duras, inhóspitas. Cuando advirtió, mientras buscaba algodón y alcohol, que faltaban los cosméticos de Hanna, el cepillo de dientes, el cepillo del pelo, se sentó en el borde de la bañera: ahora se miraba en el espejo como lo hacen los que han pasado una mala noche o acaban de salir de una fiesta demasiado larga. Forzó la mueca de una carcajada, arrugó la cara como quien lloriquea; se tiró de la comisura de los ojos hasta que las facciones se emborronaron achinadas: se estaba convirtiendo en otra. ¿Eran los efectos de diez horas de trabajo? Empapó un algodón en alcohol y lo aplicó a la herida: el escozor le recordaba a su padre, que, hacía mucho, le desinfectaba una desolladura junto a las casetas de la playa de la Campana. Se puso un esparadrapo, bebió del grifo; al enderezarse, se golpeó la cabeza con la repisa. Volcó un tarro de crema hidratante: era una ciega a la que le han desarreglado los objetos de su cuarto.
Un soldado apoyaba la frente en la boca del cañón del fusil, un dedo pulgar oprimía poco a poco el gatillo. Dejó de mirar la televisión. El teléfono tenía la presencia sólida y refrenada de un perro guardián: descolgó. Oía, cerrados los ojos, la señal de que la línea estaba disponible: imitó el pitido con los labios apretados. ¿Llamaba Hanna en ese instante? Colgó inmediatamente. Entonces le llegó el choque metálico de las hojas de la cancela, rechinaron las pisadas en la franja de gravilla, una llave entraba y giraba en la cerradura. Cedía por fin la puerta. «Hanna», dijo. «Hola. ¿Qué te cuentas, Ruby?», contestó Félix.
Hablaban y se desnudaban con la familiaridad relajada de dos tenistas que comparten vestuario. «Así que hoy no has podido practicar tu alemán con la extranjera», dijo Félix. «Bueno, lo he practicado con Zehrfuss: el trato está casi cerrado. Compran con una cláusula de rescisión en caso de que no recalifiquen los terrenos», dijo Ruby. «Sí, pero echas de menos el acento de la alemana, que no habla jamás. ¿A cuánto les sale el metro?», dijo Félix. Lanzó la camisa hacia la silla, empezó a desabrocharse el cinturón. «¿No sabes que Hanna me tiene prohibido desde el primer día que le hable en alemán?», dijo Ruby mientras se quitaba el sostén. «Sí, como tu madre», dijo Félix. «No», corrigió Ruby, «mi madre me prohibía que le hablara en español.» «¿Todas las alemanas están locas por las cuestiones lingüísticas?», dijo Félix. «¿Todas las sábanas están frías cuando te acuestas?», dijo Ruby. La curva del hombro, la pierna izquierda, la cadera de Félix la tocaban, cálidas y secas como un guante de goma. Los huesos de las rodillas se hincaban en la rodilla; el tobillo, en el tobillo. Ruby se separó un centímetro, sentía el calor próximo, el olor a lociones sobre sudor. «No me toques, como si tuvieras mucha sed y no tocaras el vaso de agua, y esperaras», dijo. Félix se le echó encima, nariz contra nariz: Ruby se veía en sus ojos, en el derecho y en el izquierdo, dos veces, redonda como en el dorso de una cuchara. «¿Qué es esto? ¿Un esparadrapo? Qué excitante. ¿Cuándo vas a Francfort con los de la inmobiliaria?», dijo Félix. «Un momento, perdona», dijo Ruby. Se desprendía del peso con el trabajo con que se sale del fondo de un ascensor atestado. Félix le lamió el cuello.
Entró desnuda en el dormitorio de Hanna, buscó por la pared el interruptor de la luz: la parálisis de las cosas amplificaba el silencio. Félix tosió entonces en el cuarto vecino; Ruby se acordó de la tos de Hanna, que, antes de conciliar el sueño, fumaba un cigarrillo. Abrió el armario de par en par: Hanna no se había llevado la ropa; las carpetas de las fotografías seguían en su sitio, junto a la caja de las novelas de ciencia ficción, en francés y alemán, compradas en la tienda de libros usados. Desanudó los lazos, extendió las fotos sobre las toallas dobladas: las caras abstraídas, o con un grado de atención que bordeaba el ensimismamiento o la anormalidad, de los conductores detenidos frente al semáforo de la avenida de Príes, frente a la ventana, la sobresaltaron como las páginas de un diario íntimo. Todos parecían ocultarse tras un muro transparente, a la espera de que los capturara un cazador. ¿Por qué Hanna sólo fotografiaba, con el auxilio del teleobjetivo, chóferes al acecho de que cambiara el rojo de semáforo? En la última fotografía de la carpeta faltaba la cuarta parte, una esquina: el conductor retratado había perdido los ojos y la frente, hubiera sido difícil reconocer quién era.


sábado, 20 de junio de 2015

JAMES SALTER . Novela. Título original: A Sport and a Pastime.


James Salter es un novelista y escritor de cuentos, y es considerado como uno de los mejores practicantes de vida de sus colegas escritores, por la crítica y por los afortunados lectores familiarizados con su trabajo. Robert Burke, escribiendo en el comentario Bloomsbury , lo llamó `uno de los mejores escritores de este país`, y Publishers Weekly `, el autor de algunas de la ficción más apreciado de las últimas tres décadas.`
El tema de Salter es el deseo humano en sus múltiples manifestaciones: deseo erótico, los celos, la ambición, la curiosidad, la obsesión, las necesidades de triunfar, de alcanzar la perfección, para experimentar la vida, de ser amado, a la mera pertenencia. Las relaciones entre los hombres y las mujeres más a menudo proporcionan los valores para estos estudios de penetración del deseo.

***

Juego y distracción, que toma prestado su título de un versículo de El Corán, narra la historia de amor entre Philip Deane, un universitario norteamericano que vaga por Europa, y Anne-Marie Costallat, una joven dependiente francesa. La historia de estos desventurados amantes nos llega, evocada en todo su esplendor erótico, a través de la imaginación de un solitario compatriota de él.

Fuente: 2013, Editorial, Salamandra Colección:  Narrativa .

(Fragmento).
JUEGO Y DISTRACCIÓN
JAMES SALTER 
 Traducción de Jaime Zulaika
Sabed que la vida de acá es juego y distracción...!
El Corán, LVII 20
Título original: A Sport and a Pastime.

1

SEPTIEMBRE. Parece que estos días luminosos no acabarán nunca. La ciudad, casi desierta en agosto, se está llenando de nuevo. Se repuebla. Todos los restaurantes y comercios vuelven a abrir sus puertas. La gente regresa del campo, del mar, de viajes por carreteras congestionadas de tráfico. La estación está muy concurrida. Hay niños, perros, familias con equipajes atados con correas. Me abro camino entre ellos. Es como atravesar un túnel. Por fin salgo a la luminosidad del quai, debajo de un gran techo de cristal que parece ampliar la luz.
A ambos lados hay una larga fila de vagones verde oscuro, con la pintura descascarillada por el tiempo. Los recorro leyendo los números, primera y segunda clase. Es como contar dinero. Me reconforta la sensación de abandonarme al cuidado de quienes dirigen estos trenes grandes, somnolientos, por cuyos cristales claros hay gente mirando, como exhausta, tan quieta como inválidos. Es difícil encontrar un compartimento vacío, simplemente no hay ninguno. Mis bolsas empiezan a pesarme. A la mitad del andén subo al tren, recorro el pasillo y finalmente abro una puerta corrediza. Nadie alza la vista. Levanto mi equipaje para depositarlo en la rejilla y tomo asiento. Silencio. Es como estar en la sala de espera de un médico. Miro alrededor. Hay fotografías de turismo en la pared, paisajes de la Bretaña, de la Provenza. Enfrente de mí hay una chica con marcas de nacimiento en una pierna, marcas de color uva. Las miro y remiro. Por su forma parecen islas del canal.
Por fin, con un gruñido, empezamos a movernos. Suena un chirrido de metal, portazos secos. Una agradable sacudida en el cambio de vías. El cielo está pálido. Un francés con una chaqueta y un pantalón azules duerme en el asiento del rincón. Los tonos de azul no casan. Son piezas de dos trajes distintos. Lleva calcetines de color gris perla.
Pronto circulamos por un callejón de salida, desfilan las casas de las afueras, calles ordinarias, apartamentos, jardines, tapias. La vida secreta de Francia, en la que nadie puede penetrar, la vida de álbumes de fotos, de tíos carnales, de nombres de perros que han muerto. Diez minutos después, París se ha desvanecido. El horizonte, cargado de edificios, se esfuma. Ya me siento libre.
Verde, burguesa Francia. Rodamos a toda velocidad. Cruzamos puentes con un tamborileo seco. El campo se va abriendo. Hay extensiones largas, de color trigo, y luego tierra llana y verde, tendida y fértil. Las granjas son de piedra. La sabiduría de generaciones sabe que la única riqueza verdadera es la tierra, un conocimiento que no admite discusión, no necesita cambio. Campo abierto, plano como un terreno de juego. Hileras de árboles.
Ella tiene también dos lunares en la cara y un dedo vendado. Intento imaginar dónde trabaja: en una pátisserie, decido. Sí, la veo de pie detrás de las vitrinas de pasteles. Sí. Eso es. Sus zapatos negros están un poco polvorientos. Y son muy puntiagudos. Las punteras son absurdas. Sortijas baratas en ambas manos. Lleva un suéter negro, una falda negra. Frunce la frente mientras lee las historias de amor de Echo Mode. Parece que el tren va más rápido.
Sobrepasamos velozmente las ciudades. Cesson, una estación blanca con un reloj antiguo. Ríos con gabarras. Cruzamos zumbando otra localidad, con gente en el andén quieta como vacas. Túneles, ahora, que presionan los oídos. Es como si estuviesen barajando un mazo enorme de imágenes. A continuación harán un truco. Silencio, por favor. El tren comienza a reducir un poco la velocidad, como obedeciendo. La chica de enfrente se ha quedado dormida. Tiene una boca estrecha, con las comisuras curvadas hacia abajo, como por el peso de una sabiduría amarga. Expone la cara al sol. Se remueve. La mano se le desliza: la palma reposa ahora sobre el estómago, que se parece ya a un Rubens. De improviso abre los ojos. Me ve. Aparta la mirada hacia la ventanilla. Ahora tiene las manos cruzadas sobre el vientre. Sus ojos vuelven a cerrarse. Nos inclinamos con el tren en los virajes.
Abajo pasan canales, brillantes como jade, canales con barcazas atracadas. El verdín da al agua un tono verdoso. Casi se podría escribir en su superficie.
Henares que forman diseños largos, rectangulares. Ahora surgen colinas no muy altas. Álamos. Campos de fútbol vacíos. Montereau: un chico en bicicleta aguarda cerca de la estación. Hay iglesias con veletas. Arroyuelos con barcas de remos amarradas debajo de los árboles. La chica comienza a buscar un cigarrillo. Advierto que está roto el cierre de su bolso. Ahora el tren avanza paralelo a una carretera, más rápido que los coches, que vacilan y se alejan. El sol me da en la cara. Me duermo. La hermosa piedra de tapias y granjas desfila sin ser vista. El dibujo de los campos queda atrás, algunos pálidos como pan, otros oscuros como el mar. El tren reduce la marcha y empieza a moverse con un traqueteo medido, majestuoso, como el de un carruaje. Abro los ojos. En lontananza veo el esqueleto gris de una catedral, el perfil azul de Sens. En la estación donde paramos unos pocos minutos, la grava resuena bajo los pies de los viajeros que pisan el suelo resquebrajado del andén. Sin embargo, reina un extraño silencio. Hay susurros y toses, como en un entreacto. Oigo arrancar el papel de un paquete de cigarrillos. La chica se ha apeado. Ha recogido sus cosas y se ha ido. Sens está en una curva, y el tren está inclinado. Los pasajeros, ociosos, miran por las ventanillas abiertas.
Las colinas se aproximan y desfilan a nuestro lado cuando, poco a poco, comenzamos a salir de la ciudad. Las casas ofrecen sus ventanas abiertas al cálido aire matutino. El heno está hacinado en forma de cajas, gallineros, hogazas de pan. Por encima de nosotros, de pronto, pasa una iglesia. En sus muros hay grietas lo bastante grandes para que aniden pájaros. Voy a recorrer esas carreteras comarcales, seguir el curso de esos arroyos brillantes.
Rosa, pardo, camello, tabaco: de esos colores son las ciudades. Hay pastos largos y ondulados, con hileras de árboles. St. Julien du Sault: su hotel parece vacío. Gavillas de heno ahora, fardos. Grandes cuadrados de maíz. Cezy: su estación parece el decorado de una obra recién representada. Pirámides de heno, buhardillas, barricadas. Huertos. Niños jugando en huertas. JOIGNY, escrito en letras rojas.
Cruzamos un riachuelo, el Yonne, al entrar en Laroche. Hay un hotel con el tejado ennegrecido por el tiempo. Flores en las macetas del alféizar. Una nueva parada. Aquí se hace transbordo.
Deambulamos en silencio entre carros de equipaje que parecen abandonados. En un carrito se venden bocadillos y cerveza. Una chica embarazada me dirige una mirada según pasa de largo. La cara quemada por el sol. Ojos pálidos. Expresión serena. Se diría que la gente, sobre todo las mujeres, ha vuelto a ser real. Se han esfumado las criaturas elegantes de la ciudad, de las grandes carreteras, los lugares de veraneo. Apenas las recuerdo. Esto es otro sitio. Al fondo de las vías hay cobertizos llenos de bicicletas. Obreros de azul esperan sentados en bancos iluminados por el sol.
A partir de aquí la línea no está electrificada. El tren va más despacio. Rebasamos aguas verdes en las que han caído árboles. Vaharadas de humo acre entran en el compartimento, ese maravilloso humo corrosivo que se come el acero y adquiere un tono negro terminal como el carbón.
Hay una chica silenciosa, con trinchera, sentada en el rincón; tiene cara de pájaro, una de esas caritas duras, con los huesos muy pegados por debajo. Una cara apasionada. La cara de una chica que quizá se traslade a la ciudad. Tiene ojos grandes, pintados de negro. Una boca amplia, pálida como la cera. Le ciñe el cuello una cinta de diamantes de imitación. Parece que veo todas las cosas más claras. Se me abren los detalles de un mundo entero.
El cielo está ahora casi completamente cubierto de nubes. La luz ha cambiado, y también los colores. La distancia torna azules los árboles. Los campos se agostan. Hay túneles de heno, mezquitas, cúpulas, bóvedas. Todas las casas tienen su huerto. Aquí la carretera está vacía: algún que otro motorista, algún camión. La gente viaja a otros lugares. En el exterior de una casa hay dos jaulas pequeñas para que los canarios tomen el aire. Sobrepasamos cascos, ladrillos de heno. Abrimos surcos. Va y viene el olor ácido del humo. Los silbidos largos, estridentes que se pierden a lo lejos me llenan de alegría.
Ella ha sacado un caramelo del bolso. Lo desenvuelve, se lo mete en la boca para garantizar el silencio. Sus dedos juegan con el papel, lo enrollan lentamente, prensan la bola. Sus ojos son azul claro. Pueden mirar fijamente a través de uno. La nariz es larga pero femenina. Me gustaría verle los dientes.
Se toca el pelo, primero por debajo de una oreja, luego de la otra. Su anillo de boda parece esmaltado. Tiene un paraguas de tela violeta amarrado con una cuerda al equipaje. El mango es dorado, no más grueso que un lápiz. No lleva laca en las uñas. Ahora permanece inmóvil en su asiento y mira por la ventanilla, con la boca fruncida en una vaga expresión resignada. La chiquilla que está frente a mí no puede apartar los ojos de ella.
Empiezo a mirar por la ventana. Estamos llegando. Por fin, a lo lejos, contra un cielo veteado, aparece una ciudad. Una aguja grande, señera, severa como un monumento: Autun. Bajo mis bolsas de viaje. Sufro un repentino y breve acceso de nerviosismo cuando las transporto por el pasillo. La idea de venir aquí resulta visionaria.
Sólo se apean dos o tres personas. Aún no es mediodía. Hay un único reloj de agujas negras que saltan cada medio minuto. Mientras camino, el tren se pone en marcha. Por alguna razón me asusta que se vaya. Pasa el último vagón. Revela vías vacías, otro andén, ni un alma en él. Sí, ya lo veo: algunas mañanas, ciertas mañanas de invierno, esto está casi totalmente cubierto de niebla; detalles, objetos, surgen poco a poco, a medida que avanzas. Por las tardes, el sol lo baña todo en una luz fría, incorpórea. Entro en la sala principal de la estación. Hay un quiosco de prensa con persianas de hierro. Está cerrado. Una balanza grande. Horarios en la pared. El hombre al otro lado del cristal de la ventanilla no alza la mirada cuando paso por delante.
La casa de los Wheatland está en la parte vieja de la ciudad, exactamente encima de la muralla romana. Primero hay una larga alameda y luego la plaza enorme. Una calle de tiendas. A continuación, nada más que casas, un silencio como en los cuadros de Utrillo. Por último, la Place du Terreau. Hay una fuente, una fuente de tres caños donde beben palomas y, perfilándose encima, la catedral, como un gran barco varado. Sólo es posible vislumbrar la aguja, adornada en las aristas, esa maravillosa espadaña que al mismo tiempo apunta hacia el centro de la tierra y al vacío exterior. La carretera la rodea por detrás. Muchas de sus ventanas están rotas. Los armazones de plomo, en forma de diamante, están vacíos y negros. Treinta metros más allá hay una callejuela sin salida, un impasse, como lo llaman, y ahí está la casa.
Es grande y de piedra, con el tejado hundido y los alféizares gastados. Una casa enorme, de ventanas altas como árboles, exactamente como la recuerdo de una visita de unos pocos días en que, al subir desde la estación, tuve la extraña certeza de que estaba en una ciudad que ya conocía. Sus calles me resultaban familiares. Para cuando llegamos a la cancela, ya se había formado la idea que flotó en mi cabeza durante el resto del verano: la de que volvería. Y ahora estoy aquí, delante de la puerta. Cuando la miro, de repente veo, por primera vez, letras escondidas en el follaje de hierro, una inscripción: vaincre oúmourir. Falta la ce de vaincre.
Autun, callado como un cementerio. Tejados de tejas oscuras por el musgo. El anfiteatro. La gran plaza central: el Champ de Mars. Ahora, en el azul otoñal, reaparece esta vieja ciudad, otoño provinciano que te cala los huesos. El verano ha terminado. El jardín se marchita. Las mañanas son frías. Tengo treinta, tengo treinta y cuatro años: los años se secan como hojas.

HEMEROTECA LITERARIA.Murió el escritor James Salter.


Tenía 90 años.
Fue piloto en la guerra de Corea. Y luego dejó todo por la escritura. Reconocido tardíamente por la crítica, su último libro había llegado a las librerías argentinas en 2014.

    El escritor estadounidense James Salter, un maestro analista de las relaciones humanas admirado por su cuidada y sofisticada prosa, murió a los 90 años en Sag Harbor (Nueva York).

    Miembro de la misma generación que Richard Yates, considerado maestro por Richard Ford y estudiante en la escuela militar de West Point (Nueva York) dos cursos por detrás de Jack Kerouac, Salyer no fue el más popular de todos ellos, pero el tiempo lo revalorizó y cada vez más autores comenzaron a citarlo como referencia. 

    Su novela más famosa sigue siendo "A sport and a pastime" ("Un deporte y un pasatiempo"), una obra corta publicada en 1967 sobre una intensa aventura amorosa en Francia que hoy se considera un clásico de la literatura erótica. 

    Los galardones que recibió fueron por sus relatos cortos: ganó el PEN Book Award por la colección "Dusk y otros relatos" (1988) y recibió dos homenajes por las historias breves escritas a lo largo de su carrera: el premio Rea y el premio PEN/Malamud. 

    Lejos de obsesionarse con ser prolífico, Salter trabajaba despacio y con cuidado, y a lo largo de su vida solo publicó seis novelas y dos colecciones de relatos. 

    En abril de 2014, Salter habló en una entrevista con la agencia española EFE sobre su vida y su obra, poco después de publicar "All That Is" ("Todo lo que hay"), su primera novela desde 1979 y que también llegó a las librerías argentinas.

    "No creo que muchas de mis ideas hayan cambiado mucho, pero sí mi manera de escribir. He dejado deliberadamente la filosofía atrás, he escrito más directo, sin metáforas. Con la edad la poesía desaparece, se pierde la capacidad para la sorpresa y el asombro. Pero la energía la tengo", dijo entonces. 

    El escritor, nacido en Manhattan (Nueva York), había cumplido 90 años hace apenas diez días.

    Casado dos veces y con cinco hijos, Salter descubrió que quería ser escritor durante su tiempo en el Ejército estadounidense, que abandonó en 1957, años después de graduarse en la academia militar West Point y ser piloto durante la guerra de Corea.

    viernes, 19 de junio de 2015

    HEMEROTECA LITERARIA. JOSÉ SARAMAGO.


    Publicación de notas inéditas del escritor.

    José Saramago es más querido que Cristiano Ronaldo. (www.correlavoz.mx)
    José Saramago es más querido que Cristiano Ronaldo. (www.correlavoz.mx)
    Lisboa (DPA). Ayer, en Lisboa, so pretexto del quinto aniversario de la muerte del premio Nobel de Literatura de 1998, el portugués José Saramago, se celebró una serie de eventos, entre ellos la publicación de notas inéditas del escritor.
    Saramago solía tomar notas cuando escribía sus novelas. Lo que podría considerarse algo así como el making of de la obra Ensayo sobre la lucidez fue publicado en Portugal por Blimunda, órgano oficial de la Fundación José Saramago (FJS). Las notas manifiestan la “intimidad creativa”, las dudas y las luchas del autor al desnudo.
    Pasados ya cinco años de la desaparición del escritor, los portugueses siguen adorándolo tal vez más que a otros ídolos nacionales más ‘recientes’ como el futbolista del Real Madrid Cristiano Ronaldo.

    Clifford D. Simak. Premio Hugo, 1964.


    Clifford D. Simak nace en Milville (Wisconsin, EUA) en 1904, en 1929 contrae matrimonio con Agnes Kuchenberg, con quien tendrá dos hijos. Estudia en la Universidad de Wisconsin y comienza a trabajar para algunos diarios, hasta que en 1939 entra a trabajar en el Minneapolis Star And Tribune de Minneapolis (Minnesota), en el que permanecerá hasta su retiro en 1976. Durante todo este tiempo, simultaneara su trabajo como periodista con su actividad como escritor, de ciencia-ficción principalmente.

    Su primera publicación es EL MUNDO DEL SOL ROJO (THE WORLD OF THE RED SUN), en el número de diciembre de 1931 de Wonder Stories. Se trata, pues, de un autor previo a la época dorada de la era Campbell. Uno de los pocos que logró sobrevivir al cambio de orientación en la ciencia ficción que supuso que éste tomara las riendas de Astounding Science Fiction en 1937. De hecho, Simak no escribió nada en el periodo que va de 1933 a 1937 (con la única excepción THE CREATOR en 1935) porque el mismo confesaba sentirse incómodo con la ciencia ficción que se hacía en la época. No obstante, con la llegada de Campbell a ASF, las nuevas directrices se adaptaron perfectamente a su estilo, y se convirtió en uno de los autores regulares de la revista.

    Es significativo el gran respeto y admiración que siempre despertó entre el resto de escritores del género, Isaac Asimov lo describe como un hombre afable y bondadoso en el aspecto personal, y como la encarnación de la sencillez y claridad literaria que él siempre ha buscado a lo largo de su obra, en el aspecto literario. Robert Heinlein va si cabe más allá, y dice que leer ciencia ficción es leer a Clifford D. Simak. Este reconocimiento culminará en 1976 con la otorgación del premio Gran Maestro de los Escritores de Ciencia Ficción de América (antes que él únicamente lo habían recibido Robert Heinlein y Jack Williamson).

    Otros premios destacables a lo largo de su carrera son:
    Premio Internacional de Fantasía (International Fantasy Award) para el mejor libro de ficción por CIUDAD (CITY) en 1953.
    Premio Hugo a la mejor novela corta de 1959 por UN GRAN PATIO DELANTERO (THE BIG FRONT YARD).
    Premio Hugo a la mejor novela de 1964 por ESTACIÓN DE TRÁNSITO (WAY STATION).
    Premio de la Academia de las Ciencias de Minnesota en 1967 por el destacado servicio prestado a la ciencia [2]
    Primer Premio Fandom Hall of Fame en 1973
    Premio Júpiter a la mejor novela de 1978 por HERENCIA DE ESTRELLAS (A HERITAGE OF STARS).
    Premios Hugo, Nébula, Locus y Analog al mejor relato corto de 1981 por LA GRUTA DE LOS CIERVOS DANZARINES (GROTTO OF THE DANCING DEER).
    Premio Bram Stoker a la labor de toda una vida en 1988.

    ***

    Estación de tránsito
    Clifford D. Simak
    Título original: Way Station
    Trad. J. Ribera
    Col. Biblioteca de Ciencia Ficción nº 4
    Orbis, 1986
    ¿Qué podría decir de esta novela y de su autor que no se haya dicho ya? Os diría que es una de las más grandes escritas jamás, que forma parte de aquellos papeles impresos que nos han mantenido felizmente atrapados en el sillón durante tanto tiempo, que está a la altura de los seis o siete mejores títulos de ciencia-ficción, siempre en mi modestia opinión, junto a Pórtico de Frederik Pohl, Tigre Tigre (o Las estrellas mi destino, por favor) de Alfred Bester, El día de los trífidos de John Wyndham, 2001: una odisea espacial, de Clarke, Edén de Stanislaw Lem, Fundación de Asimov, y las que espero descubrir con los años.

    Estación de tránsito nos narra la historia de Enoch Wallace, una persona sencilla que vive en una casa desconectada de todo atisbo de civilización, y del que se dice que tiene más de un siglo. Hombre corriente, aparentemente apocado, guarda un maravilloso secreto que le convierte, irónicamente, en uno de los hombres más civilizados del planeta. Deberá compaginar su vida cotidiana -y sus remordimientos al recordar su participación en la Guerra de Secesión- con el tremendo secreto que esconde, consciente que será descubierto, tarde o temprano, por aquellos a los que trata de proteger de una situación que podría cambiar, e incluso destruir, su actual forma de vida.

    El maestro Simak narra la historia con una perfección descriptiva (a veces excesiva) que muy pocas veces he podido descubrir. La naturaleza montañosa y los largos paseos por caminos de idílica tranquilidad demuestran una sensibilidad ecologista que resulta extremadamente avanzada para la época, y que llevan implícitos unos ligeros toques de mágica fantasía.

    Se muestra crítico con situaciones enormemente preocupantes y gran conocedor de la sociedad humana `natural`, donde sabe que el ser humano no es suficientemente bueno ni evolucionado. Hace gala de una imaginación propia de un avanzado exobiólogo, aunque debe expresarse en los términos de su época -el aparente desfase es más que natural-, y de una inventiva genial ante las situaciones que plantea, con un tono que se muestra, al mismo tiempo, utópico y clásico.

    Si hay que poner un pero, sería el final, apretado y demasiado impaciente, que impide una conclusión explosiva de la historia que la convertiría, sin lugar a dudas, en la mejor novela de este género. No os dejéis disuadir por este pequeño punto negro y disfrutad de un libro maravilloso que, entre un maremagno de sentimientos, parece que nos ruega: seamos amigos.
    Fuente: Raúl de la Cruz Orobio

    (Fragmento de novela)
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    ESTACIÓN DE TRANSITO
    Clifford D. Simak
    Traducción de JOSÉ RIBERA
    TITULO ORIGINAL EN INGLÉS:
    WAY STATION
    NEBULAE 120
    E. D. H. A. S. A.
    BARCELONA BUENOS AIRES
    Depósito legal: B 26.724-1966
    No. Rgtro. : 5214-66
    © Clifford D. Simak
    Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
    Avenida Infanta Carlota, 129 - Barcelona
    Emegé. E. Granados, 91 y Londres. 98 – Barcelona
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    I
    El fragor ya había terminado. El humo se arrastraba en finas hebras grises de
    niebla sobre la tierra torturada, las cercas destrozadas y los melocotoneros hechos
    astillas aguzadas por el fuego de cañón. Por un momento - reinó silencio, aunque no paz, sobre aquellos escasos kilómetros cuadrados de terreno, donde sólo un
    momento antes los hombres gritaban y se debatían con el frenesí de un Odio
    ancestral que los enfrentaba en una lucha s~ aliar, antes de que se separasen paracaer exhaustos.
    Durante un tiempo interminable, según pareció, los truenos rodaron del uno al otro
    confín del horizonte, la tierra destripada saltó por los aires, los caballos relincharon y los hombres profirieron roncas imprecaciones; se escuchó el silbido del metal y el
    golpe sordo con que terminó; brilló el ruego abrasador y resplandeció el acero; los
    gallardos colores de las banderas restallaron en el viento de la batalla.
    Luego todo terminó y reinó el silencio,
    Pero el silencio era una nota extraña que no tenía ningún derecho sobre aquel
    campo ni sobre aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de
    dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.
    Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando
    volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, las palabras sin
    pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.
    Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que
    entonces no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusets, el XVI de Maine.
    Y había también Enoch Wallace.
    Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su
    cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.
    Pero aún vivía.

    II
    4
    El Dr. Erwin Rardwicke hizo rodar el lápiz entre las palmas de las manos. Era una
    cuestión irritante. Miró al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio,
    con cierta expresión calculadora.
    - Lo que no acabo de entender - dijo Hardwicke - es por qué ha acudido usted a
    nosotros.
    - Verá; ustedes son de la Academia Nacional de Ciencias y pensé que...
    - Y ustedes son de la CIA.
    - Mire, doctor, si le parece mejor, considere esta visita extraoficial. Finjamos que
    soy un ciudadano intrigado que se dejó caer por aquí para ver si usted podía ayudarme.
    - No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo podría hacerlo. Todo esto me
    parece tan nebuloso y tan hipotético...
    - ¡Pero por Dios hombre! - dijo Claude Lewis -, no puede usted negar las pruebas
    que tengo... por pequeñas que sean.
    - Bien, de acuerdo - repuso Hardwicke -, empecemos de nuevo y examinémoslo
    detalle por detalle. Dice usted que tienen a este hombre...
    - Se llama Enoch Wallace - continuó Lewis -. Bajo el punto de vista cronológico,
    tiene ciento veinticuatro años. Nació en una alquería de Wisconsin, a pocos
    kilómetros de la ciudad de Millville, el 22 de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah
    y Amanda. Fue de los primeros en alistarse en respuesta a la llamada de Abraham
    Lincoln que pedía voluntarios. Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue
    prácticamente liquidada en Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser
    destinado a otra unidad de combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant.
    Asistió al fin de la lucha en Appomatex...
    - Veo que han investigado sus antecedentes.
    - He mirado su hoja de servicios. Su solicitud de alistamiento en el Capitolio del
    Estado, en Madison. El resto de la documentación, entre la que se cuenta su
    licenciamiento, aquí en Washington.
    Y dice usted que aparenta unos treinta años.
    - Ni un día más. Y quizá menos que eso.
    - Pero usted no ha hablado con él.
    Lewis meneó negativamente la cabeza.
    - Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos sus huellas dactilares...
    - En tiempo de la Guerra de Secesión - dijo Lewis -, aún no se tomaban huellas
    dactilares.
    5
    - El último veterano de nuestra guerra civil - comentó Hardwicke -, murió hace
    unos años. Creo que era un tambor de la Confederación. Aquí debe de haber algún error.
    Lewis hizo un movimiento negativo con la cabeza.
    - Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a este caso.
    -¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué se interesan los servicios de
    Información en un asunto como éste?
    - Reconozco que es algo que se sale un poco de lo corriente - admitió Lewis -.
    Pero es algo que podría tener consecuencias tan extraordinarias...
    -¿Se refiere usted a la inmortalidad?
    - Es posible que tal idea cruzara por nuestra mente. Una simple posibilidad de
    ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en consideración otras cosas. , Hay algo tan extraño, que merecía una investigación.
    - Pero la CIA...
    Lewis sonrió.
    - Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba de la - investigación a un centro
    científico cualquiera? Supongo que lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nuestros hombres tropezó casualmente con el asunto. Se hallaba de vacaciones.
    Tenía familia en Wisconsin... y no ea aquella región particular, sino a unos cincuenta kilómetros de ella. Oyó un rumor... un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de fundamento.
    - Esto es lo que más me intriga - observó Hardwike -. ¿Cómo es posible que un
    hombre viva ciento veinticuatro años en una localidad sin convertirse en una celebridad de renombre mundial? ¿Se imagina usted el partido que sacarían los
    periódicos a un notición como éste?
    - Me estremezco sólo de pensarlo - repuso Lewis.
    - Aún no me ha dicho cómo sería posible.
    - Resulta un poco difícil de explicar - contestó Lewis -. Se tiene que conocer la
    región y sus moradores. El extremo de Wisconsin está limitado por dos ríos, el
    Mississipi por el oeste, y el Wisconsin por el norte. Entre los ríos se extienden
    anchurosas y dilatadas praderas, con ricas tierras, prósperas alquerías y ciudades.
    Pero las tierras que descienden hasta el río son fragosas y quebradas; abruptos
    riscos, altivos peñascos, profundas gargantas y acantilados, entre los que quedan
    algunas regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas
    carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y retrógrado... no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.
    »Hubo un tiempo en que había muchas alquerías en esas bolsas aisladas, pero
    hoy en día apenas nadie puede vivir en esas míseras explotaciones agrícolas. Las
    dificultades económicas obligan poco a poco a los habitantes de estas zonas a
    abandonarlas. Venden sus tierras por lo que les quieren dar por ellas y emigran,
    principalmente a las ciudades, para poder ganarse la vida.
    Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.
    - Y únicamente se quedan, por supuesto, los más retrógrados y conservadores.
    Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven
    fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas
    unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.
    -¿Quiere usted decir que esas gentes tan atrasadas se han confabulado para no
    hablar?
    - Acaso no sea una conspiración tan declarada como eso - repuso Lewis -. Sólo
    es su manera de hacer las cosas, una supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban de sus propios asuntos. No les gustaba que los
    demás se inmiscuyesen en ellos y en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos
    ajenos. Si un hombre quería vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso,
    pero al fin y al cabo era cuenta suya. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría que un extraño quisiera tirarles de la lengua.
    »AI cabo de un tiempo, supongo, terminaron por aceptar el hecho de que Wallace
    continuaba siendo joven mientras ellos envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las nuevas generaciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de extraordinario... y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una vida muy retraída.
    - Y en las regiones vecinas, cuando las gentes pensaban en aquello, se
    acostumbraron a considerarlo como una especie de leyenda... otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.
    - Pero su agente lo hizo.
    - Sí, y no me pregunte por qué.
    - Sin embargo, no le habían ordenado que investigase el caso.
    - Lo necesitaban en otra parte. Y además, allí ya era demasiado conocido.
    7
    -¿Y usted?
    - Me requirió dos años de trabajo.
    - Pero ahora ya sabe la verdad.
    - No toda. Hay más incógnitas ahora que al principio.
    - Usted ha visto a ese hombre.
    - Muchas veces - repuso Lewis -. Pero nunca he hablado con él. No creo que ni
    siquiera me haya visto. Da un paseo todos los días antes de ir a buscar el correo.
    Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus tierras. El cartero le trae las
    pocas cosas que necesita. Un saco de harina, una libra de tocino, una docena de
    huevos, cigarros y a veces vino.
    - Pero esto debe de ser contrario al reglamento postal. Claro que lo es. Pero los
    carteros lo hacen desde hace años. No hace daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso, nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha tenido ese hombre.
    - Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja
    - Así es. Tiene un pequeño huerto y en él - cultiva algunas verduras. Sus tierras
    vuelven a ser bravías y. salvajes.
    - Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.
    - Y lo saca - dijo Lewis -. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras
    preciosas a una empresa de Nueva York.
    -¿Las obtiene legalmente?
    - Solo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo.
    De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base
    legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él, como el comprador, burlan a varias de ellas.
    -¿Y eso a usted no le importa?
    - Visité a esa empresa - contestó Lewis -, y se pusieron bastante nerviosos. En
    primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen
    comprándole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen
    inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre e1 asunto y no
    cambiasen nada.
    - No quiere que nadie pueda asustarlo - comentó Hanwicke.
    - Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa
    de Nueva York continúe comprándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal
    8
    como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proceden esas piedras, le
    diré que lo ignoro.
    - Quizá tenga una mina.
    -¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.
    - Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.
    Lewis asintió.
    - Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una
    manera muy frugal, a juzgar la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita
    mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones científicas. También compra muchos libros.
    -¿Obras técnicas?
    - Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos
    adelantos. Física, química y biología... esas cosas.
    - Pero yo no...
    - Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de o, al menos, no tiene una
    formación científica.
    En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba... quiero decir que no se
    daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber
    aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras - una de
    esas escuelas rurales de una sola habitación - y sólo un invierno en una academia
    que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le
    diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado.
    En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.
    Hardwícke movió dubitativamente la cabeza.
    - Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?
    - Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería
    levantar la liebre. Ah; me olvidaba de una cosa... escribe mucho. Compra esas
    grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En
    cuanto a la tinta, la compra a litros.
    Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.
    Lewis – dijo -, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese
    comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.
    Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lápiz, se puso a hacerlo rodar
    de nuevo entre las palmas de las manos.
    9
    - Lleva ya dos años estudiando este caso – dijo -. ¿Y no tiene ninguna idea?
    - Ninguna en absoluto - repuso Lewis -. Estoy completamente desconcertado. Por
    esto me encuentro aquí.
    - Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?
    - Su madre murió - dijo Lewis -, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los
    vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud.
    Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros
    permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin
    necesitar a nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época.
    Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresivas. Tenía en
    cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.
    »Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos cultivaron las tierras juntos
    durante un año o cosa así. El viejo Wallace adquirió una segadora tirada por un
    caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.
    »Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos,
    asustados por algo, se desbocaron.
    El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó delante de la segadora
    mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.
    Hardwicke hizo una mueca de disgusto.
    - Horrible - dijo.
    - Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una
    escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun uncidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.
    »Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con
    su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para
    hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia
    mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.
    - Decía usted que esa gente no quiere hablar con extraños. ¿Cómo se las ha
    arreglado para saber tanto?
    10
    - He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Compré un automóvil
    desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.
    -¿Un qué?
    - Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.
    - Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.
    - Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la
    exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un
    amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. "Pretendía" no es la palabra
    adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.
    - El tipo de alma sencilla - comentó Hardwick - que aquellas gentes podían
    entender. Una especie de anacronismo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un
    poco mal de la cabeza.
    Lewis asintió.
    - Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limitaba a ir de una parte a otra y
    escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Habla una familia en particular... los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng..., “sang” es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha..., es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos...
    - Conozco ese tipo humano - dijo Hardwick -. Yo nací y me crié en las montañas
    del Sur.
    - Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un
    día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace.
    Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.
    - Pero era imposible saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.
    - Desde luego que no - dijo Lewis -. Pero también encontré parte de la segadora.
    No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.
    - Volvamos a la historia de su vida - apuntó Hardwick -. Después de la muerte de
    su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?
    Lewis denegó con la cabeza.
    11
    - Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado.
    Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habitante.
    -¿Ha estado usted en la casa?
    - En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.

    jueves, 18 de junio de 2015

    Rodrigo Rey Rosa. Severina. Novela.


    Rodrigo Rey Rosa (Ciudad de Guatemala, 4 de noviembre de 1958) es un escritor y traductor guatemalteco, Premio Nacional de Literatura 2004.Hijo de una familia burguesa de la capital guatemalteca —sangre italiana por parte de padre—,1 Rodrigo Rey Rosa recuerda que en su infancia viajaba mucho con sus padres, por México y América Central, también fueron a Europa. Pero la primera vez que viajó solo fue a los 18 años, inmediatemente después de haber terminado la enseñanza secundaria: fue a Londres y después recorrió el viejo continente, como tenía poco dinero, trabajó en Alemania, de allí fue a España.
    Al regresar después de un año de viajes, estuvo otro en Guatemala, pero abandonó su país en 1979 debido al ambiente `de violencia y crispación` que existía y se instaló en Nueva York, donde se matriculó en una escuela de cine de la que no llegó a titularse.
    ***
    Severina.
    Un delirio amoroso. Así define su autor esta novela, en la que la monótona existencia de un librero se ve conmocionada por la irrupción de una consumada ladrona de libros. Como en un sueño obsesivo en el que se difuminan las fronteras entre lo racional y lo irracional, el protagonista se va adentrando en las misteriosas circunstancias que rodean a Severina y en la equívoca relación que mantiene con su mentor, a quien presenta como su abuelo, al tiempo que alimenta la esperanza de que la lista de libros sustraídos le ayudará a entender el enigma de su vida.

    Fuente: Título original: Severina
    Rodrigo Rey Rosa, 2011.
    Diseño/retoque portada: Arkaitz del Río
    Editor original: Biblion2008 (v1.0)
    ePub base v2.0

    (Fragmento) Novela: Severina.

    Me fijé en ella la primera vez que entró, y desde entonces sospeché que era una ladrona, aunque esa vez no se llevó nada.
      Los lunes por la tarde solía haber lecturas de poesía en La Entretenida, el negocio que habíamos abierto recientemente un grupo de amigos aficionados a los libros. No teníamos nada mejor que hacer y estábamos cansados de pagar precios demasiado altos por libros escogidos por y para otros, como le ocurre a la llamada gente rara en las ciudades provincianas. (Cosas mucho peores pasan aquí, pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora.) En fin, para acabar con este malestar, abrimos nuestra propia tienda.
      Acababa de terminar con una de las mujeres que yo creía que sería la mujer de mi vida. Una colombiana. Una historia fácil e imposible a la vez, una pérdida de tiempo o una hermosa aventura, según quien lo vea.
      La librería no era muy grande, pero había sitio, en el fondo del local, para acomodar mesas y sillas para estos actos, que oscilaban entre la mera lectura, la performance y el burlesque.
      La vi llegar una tarde después de un chaparrón que inundó los pasillos del sótano del pequeño centro comercial en donde estábamos, y había que andar de negocio en negocio por unos tablones elevados sobre bloques de cemento y ladrillos reciclados. Vestía tights, botas altas sin tacones, una blusa blanca de algodón, y el pelo lo tenía muy negro. Parecía bastante madura. No se quedó hasta el final de la lectura de unos poemas en prosa que, para mí, sonaban muy bien, pero yo supe que volvería.
      Varias tardes estuve esperándola. ¿Por qué estaba seguro de que volvería?, me preguntaba. No lo sabía.
      Al fin, otro lunes por la tarde, apareció. La lectura ya había comenzado. Se quedó de pie junto a las cortinas que separaban la librería en sí de la salita de lectura. Ahora traía un vestido de una sola pieza de algodón azul celeste un poco holgado que le llegaba hasta las rodillas —unas rodillas perfectamente redondas, torneadas con evidente esmero—, un cinturón ancho de metal plateado, sandalias de cuero negro y un pequeño bolso de lentejuelas. Se quedó hasta el final. Fue a tomar algo junto al bar, intercambió miradas y saludos y, antes de marcharse, con una velocidad admirable, se guardó en el bolso dos libritos de la sección de traducciones del japonés. Salió por la puerta sin ninguna prisa. La alarma no sonó; me pregunté cómo lo había logrado. La dejé ir: de nuevo, estaba seguro de que volvería.
      Un momento más tarde fui hasta el anaquel japonés. Anoté los títulos de los libros sustraídos en una libreta de cuentas, puse la fecha y la hora. Luego fui al cubículo de la caja registradora y me quedé allí, tratando de imaginar adonde iría con los libros.
      La ocasión siguiente, dos o tres semanas después, al verla llegar le di las buenas tardes y le pregunté si buscaba algo en particular.
      —Quiero hacer un regalo, sí —fueron las primeras palabras que le oí decir.
      —¿Se puede saber para quién es?
      —Para mi novio —me dijo; tenía un acento imposible de identificar.
      —Usted sabrá, entonces. Hay algunos títulos nuevos en la sección de traducciones del japonés.
      Se le iluminó la cara.
      —Ah —dijo—. Los japoneses me fascinan.
      —Por allá —indiqué un extremo de la librería—. Usted ya sabe.
      No se inmutó.
      —Pero no le gustan tanto a él. Están demasiado de moda, es la explicación que da. ¿Tiene algo de… Chesterton?
      Me reí —una risa vacía.
      —Ah, esa clase. Algo debe de haber por ahí. Estaría —señalé el extremo opuesto del negocio— en el estante más alto. Che, sí, de Chesterton.
      Volví a colocarme detrás de la caja registradora, me puse a ojear catálogos, para que ella se sintiera a sus anchas. Iba de un lado para otro entre los libros. Me pareció oír cuando dejaba deslizar uno (un volumen de Las mil y una noches en la versión de Galland, como comprobé después) hacia el fondo de su morral. Fingió una tos —dos libros más—. Unos minutos después se acercó a la caja y me dijo:
      —No he tenido suerte. Le compraré un perfume.
      —Vuelva cuando quiera. —Me quedé mirándola. Pasó por el arco de la alarma, que, de nuevo, no sonó.
      Fui hasta el anaquel expoliado. Anoté en la libreta: Las mil y una noches, volúmenes uno, dos y tres. Agregué la hora y la fecha. Decidí que algún día iba a seguirla cuando saliera.

    miércoles, 17 de junio de 2015

    Raúl Argemí. Novela. Retrato de familia con muerta.


    RETRATO DE FAMILIA CON MUERTA

      Raúl Argemí

    El asesinato sin resolver de una mujer de la alta sociedad argentina persigue a Juan Manuel Galván, juez en activo. La violencia con que es asesinada y la falta de un móvil claro lo mantienen en vilo. Tanto que su curiosidad profesional para que los culpables sean descubiertos y castigados deviene en una peligrosa obsesión. En torno a la muerta y su asesinato va tejiéndose una red que, lejos de aclarar los hechos, la complica todavía más. Su familia, sus amistades, la fundación para la ayuda a los niños necesitados que preside, todo lo que la rodeaba se convierte en una inmensa trampa que la lleva a esa muerte indigna y patética.
      Raúl Argemí consigue con Retrato de familia con muerta descubrirnos las miserias de las clases bienestantes argentinas, la podredumbre que rodea los «countrys» o urbanizaciones cerradas, fuertemente protegidas, que son un campo sembrado para criminales de guante blanco, «inocentes» que no dudan en matar para preservar su estatus. A través de los ojos de un juez que ha perdido la fe en su oficio y en la capacidad de las instituciones para proteger a las verdaderas víctimas nos sumergimos en una sociedad carcomida por la corrupción.


    ACERCA DEL AUTOR

      Raúl Argemí (La Plata, Argentina, 1946). Es autor de novela negra. Su obra ha ganado siete premios internacionales, el Dashiell Hammett entre ellos, y ha sido traducida al francés, italiano, holandés y alemán.
      A comienzos de los setenta participó en la lucha armada en Argentina, militando en el ERP - 22 de Agosto. Pasó toda la dictadura encarcelado y recuperó la libertad en 1984. Fue jefe de cultura y director de la revista Claves y colaborador de la edición suramericana de Le monde diplomatique. Vivió más de una década en la Patagonia hasta que se trasladó a Barcelona en 2000.
      Con esta novela, en 2008 Raúl Argemí se convirtió en el ganador del Premio Internacional de novela negra LH Confidencial, en su segunda edición.
    Fuente: RocaEditorial.
    ***
      (Fragmento. Capítulo 1).
      1
    Ella: la muerta


      Me llamo Juan Manuel Galván, y soy juez. En activo. He hecho el proceso de muchos, pasando desde la convicción más cerrada hasta la aceptación de que las cosas son como son, y no se pueden cambiar. Sólo que, de tanto en tanto, una chispa de rebeldía, de inconformidad, aparece para estropear un camino de rutinas hacia la nada.
      Fue un 28 de octubre cuando soñé con ella. Imposible olvidar la fecha, y su cara. Sonriéndome, y con el mismo gesto de la mano con que unos días antes Mariela, mi hija, le contaba a todo el mundo cuántos años cumplía. Cuatro dedos regordetes, Mariela. Cuatro dedos afilados tal vez por las sombras, la muerta.
      Sonreía con esa cara un poco boba, que yo conozco tanto; desde la primera vez que tuve conciencia de que ese reflejo en los espejos era yo mismo. Una cara un poco boba; de retrasado, de idiota.
      Me miraba con los ojos dolidos del que no entiende, del que llega siempre un poco tarde a la comprensión de los hechos más sencillos.
      Mariela no tiene esa cara, y doy gracias a Dios.
      Ella sí. Tal vez porque cumplía sus primeros cuatro años como muerta y aún ni ella ni nadie sabía quién había sido su asesino. Me equivoco. Ella sabe, y el dolor de su mirada es porque los otros, los que miran con viveza, siguen ensuciando el juego.
      La vi con tanta claridad que de pronto estaba tan despierto como si nunca en la vida hubiera necesitado dormir. Como si hubiera recibido un mandato que no podía rechazar, porque si lo hacía, nunca más volvería a dormir sin que ella volviera a mostrarme sus dedos y su sonrisa de simple.
      Todavía estuve unos minutos horizontal, preguntándome qué era aquello. Por qué la muerta recurría a mí, que había dejado de seguir esa causa hacía tiempo, cuando a pesar de mi cara me nombraron juez.
      Me había quedado dormido en el sofá de mi despacho, donde muchas veces trabajo toda la noche, sin volver a casa. Muchos dicen que soy un empecinado, que soy despiadadamente ambicioso, que muerdo como un perro de pelea; y es cierto. Cuando uno tiene cara de tonto, de lento, y no lo es, no puede dar ventajas. No quiere dar ventajas.
      Está bien, ella no miraba así por las mismas razones que yo. A mí, cuando era un recién nacido, se me cruzó un algo sobre lo que los médicos nunca se pusieron de acuerdo, y desde entonces arrastro un poco la pierna izquierda. Unos días más, otros menos. El brazo izquierdo también se me suele declarar en huelga en los momentos más incómodos, pero ya estoy acostumbrado. El presagio de que la parálisis de medio cuerpo me haría un inútil para siempre no se cumplió. No del todo. Pero me dejó la cara afilada, y a veces un arrastre al hablar, y esa mirada de tonto dolido que no puedo evitar, ni aunque pudiera hacer un pacto con el diablo.
      Es cierto, muchas veces fue una ventaja. Cuando llegué a secretario judicial y debía interrogar a los procesados llevaba las de ganar. Ellos se relajaban, y sus mentiras se hacían fáciles; predecibles. Nunca se me escapaban. Pero en otros terrenos todo era contra. No era fiable, no parecía inteligente, no imponía, y en la justicia, entre los que mandan, parecer es lo que cuenta.
      Por eso tenía que morder como un perro. O nunca llegaría a ninguna parte.
      ¿Por qué estoy contando esto? ¿Para que me tengan lástima? Error. Pienso más rápido que la mayoría, pienso con rabia, con furia domada por años de sentirme desvalorizado. Puedo morder hasta sacar sangre, si es necesario. Y casi siempre es necesario.
      La verdad es que ya me había olvidado de la muerta. Era un episodio del pasado. Pero ella se me apareció en ese sueño para compartir su cuarto cumpleaños en el limbo de los asesinados sin asesino. Y me vi en sus ojos desconcertados.
      Es verdad, eso ya me había llamado la atención cuando fui parte de una de las investigaciones más enredadas, confusas y sórdidas que puedo recordar.
      Por aquellos días pude ver una serie de fotos que la mostraban jugando al tenis, en fiestas familiares, estrenando una bicicleta de un infantil color de rosa, pocas veces sola, casi siempre con alguno de sus asesinos en las cercanías. Y también estaban los tapes de la televisión. Cuando ella se transformó en una figura pública un poco desconcertante, y la llevaban a los programas de entrevistas para la hora de la siesta. Ya se sabe, un vendedor de helados que recibe mensajes extraterrestres cuando duerme, la inventora del yoga que adelgaza veinte kilos en tres semanas, el político joven que sonríe constantemente, como si en ello le fuera la vida; la vieja actriz que aparenta hablar de otra cosa, pero lo que quiere es lucir sus tetas nuevas.
      Tenía esa mirada. De simple. En algunos sitios al tonto del pueblo, al niño o al hombre retardado, no se lo llama tonto o tarado, se le tiene piedad, se lo llama «simple», como si los otros fueran demasiado complejos.
      Y ella, la muerta, tenía esa mirada, de simple.
      Seguramente la misma sorprendida mirada con que recibió los seis tiros que terminaron con su vida.
      En ese mes de octubre, con el olor de la primavera entrando por las ventanas, junto al perfume ácido y ruidoso de los coches que cruzaban la noche, me di cuenta de que no sabía quién era ella. Que nunca me había preguntado quién había sido la muerta, antes de ser eso, un cadáver plantado en el centro de una investigación procesal.
      Y me sentí deudor. ¿De quién? De mí mismo, que no había sabido reconocer mi mirada en sus ojos. ¿Ocultaba también un secreto?
      Entonces tomé la decisión de violar un poco la ley. Cualquiera de mis profesores de derecho penal diría que la ley se respeta o se viola. Que como las mujeres, no se puede estar «un poco» embarazada; o está o no lo está. Pero yo ya soy perro viejo. Y no tengo necesidad de decir tonterías.
      Por eso me propuse violar las normas «un poco», y aventurarme sin permiso en los registros informáticos que vinculan los juzgados. Se supone que eso no se puede hacer, porque la técnica lo impide, y no se debe hacer porque la ética otro tanto. Pero yo sé que se puede. Y lo hago.
      Si no hubiera tenido esta cara que tengo, mi mujer habría sospechado que mis prolongadas ausencias ocultaban una amante. No lo hizo, o tal vez sí lo hizo, en todo caso se equivocó a medias. Porque noche tras noche me recluía en el despacho, cuando no salía de fantasma a invadir despachos ajenos, para encontrarme con mi amante, la muerta. Necesitaba saber quién había sido.
      Otro seguramente se hubiera conformado con buscar el caso en Internet, y en las bases de datos judiciales, pero para mí no era suficiente. Necesitaba saber cómo habían construido, las miradas de los otros, la vida y la muerte de esa mujer.
      —¡Pirandello ataca otra vez! —hubiera dicho el Ritter, con ese tono burlón, irónico, que adoptó para siempre cuando íbamos a la secundaria.
      Ritter tenía razón, porque el escritor italiano decía que somos la suma de las miradas de quienes nos ven. Y yo necesitaba sumar los ojos que convergían sobre la muerta, para saber quién era.
      A Ritter todavía no le había llegado el turno, pero ya era seguro que tendría que apelar a él para enterarme de lo que yo no podía saber de ninguna manera. Ritter era muchas personas, y también mis ojos en el lado oscuro de la Luna.
      Con el tono burlón del Ritter en el oído, arrastré mi pierna hasta el escritorio, encendí la pantalla y entré en los archivos a lo bestia, sin preguntarme si me estaba permitido.
      Para construirla. Para saber cómo era. Quería entender su mirada.
      Lo confieso. Por primera vez en mi vida me sentí libre. No tenía la obligación de juzgar a nadie. No tenía que cumplir rituales, ni plazos, ni formalidades. Estaba violando las normas que me tocaba defender, y saberme un delincuente me hacía libre.
      No era una bestia de juzgado, era un cazador. Y mi presa una mujer muerta que miraba de cierta manera. El rastro eran los otros. Los que estuvieron allí, rondando su cadáver.

    martes, 16 de junio de 2015

    Miguel Sánchez-Ostiz.


    Miguel Sánchez-Ostiz.
    Novela La caja china. 1996.
    Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, Navarra, 14 de octubre de 1950), es un escritor español, autor de novelas, ensayos, poesía, colaborador habitual en prensa, Premio Nacional de la Crítica en 1998 y experto en la obra y figura de Pío Baroja.
    Premio Herralde de novela 1989.
    ***
    MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. Poeta, narrador y ensayista navarro, nacido en Pamplona en 1950. Forma parte del grupo de escritores cuya obra empezó a suscitar la atención en la década de 1980. Posee una sensibilidad muy especial, cuidadosa con el entorno y vinculada al pasado. Poeta de la intrahistoria, volcado en el rescate de lo más valioso, ha producido un conjunto de libros de poesía en los que se recrean los mundos de la fábula y los sueños, como Pórtico de la fuga (1979), Los reinos imaginarios (1980) y De un paseante solitario (1985). En su larga lista de novelas se pueden señalar: Los papeles del ilusionista (1983); El pasaje de la luna (1984), expresión fiel de sus obsesiones provincianas; Tánger Bar (1987), pintura de un universo cerrado; La gran ilusión (Premio Herralde de novela 1989), sobre la amistad que se desvanece; Las pirañas (1992), crítica feroz pero dotada de un propósito moral; Un infierno en el jardín (1995); La caja china (1996); No existe tal lugar (1997), obra localista, evocadora y cargada de ensoñaciones que recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1997; La flecha del miedo (2000); El corazón de la niebla (2001) y En Bayona, bajo los porches (2002), dos novelas con las que iniciaba un ciclo narrativo sobre la historia reciente de España titulado Las armas del tiempo; y La nave de Baco (2004). Ha publicado abundante prosa narrativa y ensayística, como La negra provincia de Flaubert (1986), Mundinovi (1987) y Literatura, amigo Thompson (1989), en las que ensaya el uso de las memorias como recurso expresivo de la incertidumbre, así como La puerta falsa (1991), Correo de otra parte (1993), El árbol del cuco (1994), Veleta de la curiosidad (1994), El santo al cielo (1995), Las estancias del Nautilus (1996), Palabras cruzadas (1998), El vuelo del escribano (1999) y Derrotero de Pío Baroja (2000).



    ***
    En La caja china, Sánchez-Ostiz trata de responder, adoptando la forma de un imaginario detective, la pregunta de adónde conducen las huellas que a su espalda ha dejado un hombre desaparecido de forma inesperada en extrañas circunstancias: unas pocas pertenencias banales y los mínimos objetos personales abandonados en la habitación de un hotel fantasmagórico, en el invierno mortecino de una pequeña ciudad de playas y casinos. Su pesquisa lleva al autor a seguir los pasos de un personaje desclasado y de pensamiento errático, experto en la doble vida y en la falta de coraje, poseedor de una notable impericia para gestionar tanto los asuntos propios como los ajenos, y náufrago a todas luces en la sociedad de su época y en su propia vida. Un personaje que en la cuarentena se empeña, a pesar de todo, en encontrar su lugar en el mundo, en reconstruir las pocas certezas de su existencia, sus trampas, engaños, miedos y torpezas, en reconciliarse también consigo mismo y en encontrar una auténtica vía de escape que le libere de las sombras de su conciencia.
      Sánchez-Ostiz aborda la crónica, más irónica que sombría, de un tiempo oscuro y de un mundo turbio que se esconde debajo de una cacareada sociedad del bienestar y traza de paso las precisas siluetas de sus figurantes: una tropa de sonámbulos, extraviada en su propia época, los insatisfechos y marginales, bizcos de manos en ocasiones, pero rigurosamente contemporáneos. Personajes que se debaten consigo mismos en el borroso escenario de una ciudad del sur de Francia encarada al océano, en un territorio a todas luces fronterizo, sin poder diferenciar lo vivido de lo imaginado, el mundo de la luz y el mundo de la sombra, lastrados por un pasado dudoso y casi desprovistos de otro futuro que no sea el de desaparecer en extrañas circunstancias.
     ***
    Fuente: Editorial Anagrama.

    Miguel Sanchez-Ostiz
    La caja china
    Título original: La caja china
    Miguel Sanchez-Ostiz, 1996
    Diseño de portada: Julio Vivas.
    Ilustración de portada: Sans titre (Hotel de L’Etoile) caja de Joseph Cornell
     Para Dominique

    (Fragmento).
     LA MALETA VACÍA
    Rafael Vidán, viajero de una sola noche y sin embargo largamente esperado, no ocultaba su satisfacción por haber conseguido vencer sin ninguna dificultad la desconfianza del hotelero en aquel hotel de aspecto descalabrado, cubierto de desconchados, grietas y remiendos, que se alzaba en un extremo de la plaza de Santa Eugenia de Biarritz, como un testimonio de otra época. Rafael, hombre de prejuicios y de temores las más de las veces infundados, cuando se encontraba en parecidas circunstancias, pensaba que su acento extranjero le delataba y predisponía a sus interlocutores en su contra. Su experiencia de los pocos hoteleros franceses o ingleses que había tenido ocasión de conocer no era muy buena. Había padecido sevicias de distinta consideración. O eso al menos es lo que le parecía. No iba a ser así esta vez, con aquel extraño hotelero del Hotel del Fetiche. Y no iba a ser lo único que no era ni como pensaba ni como parecía.
      «Curioso nombre para un hotel», pensó Rafael cuando se encontró frente a la puerta de entrada. Chocante desde luego en esa parte de la ciudad donde las enseñas ostentaban los nombres de Hotel del Océano —el suyo—, Hotel del Puerto Viejo, de Washington… Él, sin embargo, no había venido en busca de curiosidades, ni de pasatiempos de viajero de una sola noche que persigue el encanto secreto de las ciudades, «en plan Arrensberg», pensó al recodar un recorte de un suplemento dominical que había llevado en la cartera como un manual de instrucciones del viajero sin ataduras que todavía quería ser a ratos. Él había venido en busca de algo más prosaico. Algo que con seguridad se le había escapado una vez más de las manos. No era exactamente culpa lo que sentía. Se trataba tan sólo de la desazón y del agobio que le acometía cuando sospechaba que estaba dando pasos en falso, y también de la perentoria necesidad de acabar con aquel asunto cuanto antes.
      Allí estaba, por fin, en el centro de la habitación que ellos habían ocupado, escuchando distraído la cháchara del hotelero, mirando a su alrededor, con curiosidad nerviosa y a la vez con disimulo, como el mal comprador que era, llevando la vista de un lado a otro, de un objeto a otro, buscando detalles reveladores, intentando fijar esos objetos que veía desparramados a su alrededor, tratando de imaginar, de adivinar cómo, cuál había sido la vida de ellos dos en aquel hotel, mediocre al fin y al cabo, muy poco del estilo de los hoteles que él se imaginaba que a ellos les gustaban o que estaban acostumbrados a frecuentar. Aquélla fue la primera de una larga serie de sorpresas.
      —Acompáñeme si quiere. Estoy desocupando su habitación… Poco queda por hacer —había dicho hacía unos minutos el hotelero después de que hubiesen intercambiado unas banales, corteses y algo confusas palabras de presentación.
      —Fui yo el que llamó ayer… Pensaba encontrarla aquí —había dicho Rafael Vidán.
      —Ya. Le esperaba. Ella me aseguró que usted vendría hoy… No estaba cuando usted llamó… Vino luego, le dije que había llamado, pero se marchó de nuevo. Llamó esta mañana y me dijo que usted se encargaría de todo. En fin, aquí está usted.
      Se veía tratado con una familiaridad que aceptó desde el primer momento de buen grado. Una vez más, o como siempre, había llegado tarde, pensó con un fondo de irritación. No dejó traslucir su enojo. Sonrió ligeramente.
    Rafael se acercó a una de las ventanas de la habitación y apartó los visillos que la brisa hinchaba. Desde allí podía ver el mar y en él, cabeceando ligeramente, un pesquero con el casco pintado de color amarillo limón y unas franjas verdes en las amuras; en las pértigas llevaba unos gallardetes rojos requemados por el sol y el salitre. Era un día claro, muy luminoso, de comienzos de primavera. Una mañana en la que las cosas se mostraban con una nitidez que parecía inmovilizarlas. La vida de la ciudad tenía un ritmo lentísimo. Tan sólo, a lo lejos, cerrando el horizonte, había una ligera neblina. Observó con desgana a la gente que pasaba de un lado a otro de la plaza, la fachada blanquecina de la iglesia de Santa Eugenia —salía de ella un hombre de edad que en ese momento se calaba una boina con las dos manos y desaparecía de inmediato detrás de unos tamarindos—, los otros hoteles iluminados por el sol, las terrazas acristaladas desiertas a esa hora, una peluquería en cuya puerta, al sol, había un hombre joven, moreno y repeinado, con los brazos cruzados. A Rafael Biarritz le era casi por completo ajena. Desde que hacía tres años había perdido su pequeño negocio de transportes la frontera era un territorio perdido, antes casi también. Nunca había sabido desenvolverse en ese ambiente espeso. No conocía a nadie en la ciudad.
    Se volvió hacia el hotelero, que entretanto no había dejado de hablar, cuando éste dijo «Bonita vista… ¿Eh?». Le observó con detenimiento y no le contestó. Era un personaje curioso. Con un rostro achinado, de rasgos gruesos y surcado por profundas arrugas, llevaba el cráneo afeitado e iba vestido con descuido: un jersey de marinero azul oscuro debajo de una americana muy usada a cuadros en tonos verdosos y amarillos con coderas de cuero color miel. Había algo en él que le producía una instintiva curiosidad; también confianza.
    —Así que usted es el hermano de Adrián —repitió una vez más el hotelero como si hablara consigo mismo—. Le esperaba. Ha sido una desgracia, ya se lo he dicho. Estas cosas ocurren. Unos vienen. Otros van. Y a veces pasan cosas que no podemos prever. Ella dijo que sin duda usted desearía llevarse algunas cosas… ¿Sí? Espere un momento. Bajaré a buscar una caja.
    Desapareció silboteando y le dejó solo. Esta vez Rafael pudo examinar con más detenimiento la habitación. La encontraba vulgar y desordenada. Sobre la chimenea, cuyo hogar estaba cerrado con una placa metálica oscura, colgaba un espejo de marco negro azabache coronado por un copete. Le resultó un tanto fúnebre el florón. Escrita con carmín de labios, una palabra escueta trazada con furia y encerrada dentro de un círculo: «Adiós». El leerla no le produjo emoción especial alguna. La miró inclinando la cabeza a un lado y a otro. «Caramba, todo un carácter», se dijo.
    Prendidas en el marco había un par de tarjetas postales, una tarjeta de visita —«Alvarado. Antiquaires»—, otros papeles, facturas, una tira de fotografías de fotomatón… Estela. Estela. Estela. Estela y Adrián: Estela con una expresión seria en el rostro, sus grandes ojos acentuados por el maquillaje oscuro. Estela reteniendo una carcajada. Estela tapándose la cara con las manos. Estela abrazada a Adrián, que por lo visto había entrado de improviso en la cabina. La cogió, la miró con más atención y con una cierta aprensión que le hizo frotarse los dedos y la volvió a dejar con cuidado en el mismo lugar donde la había encontrado. Se trataba de algo que le resultaba ajeno. Volvía una vez más la antigua sensación de incomodidad ante todo lo que llegaba a sus manos o le tocaba, y le era extraño por haber pertenecido a otro, a su hermano sobre todo, y a una historia o una situación en la que él no había participado, pero que de inmediato le provocaba el deseo de haber estado presente y de haber sido uno de ellos, uno más de la partida. Una vez más, la molesta sensación del espectador colocado a la fuerza en una segunda fila. Él era ajeno a esa alegría contenida, a ese momento sin duda feliz en la vida de ellos. Como siempre. No era nada nuevo.
    A continuación cogió una de las tarjetas postales. Estaba dirigida a Adrián. Una vista de Acapulco. Acantilados, villas, hoteles, el mar, el boscaje de unos jardines… Todo ello de un colorido pastel que le daba el aire de una vieja tarjeta postal coloreada a mano que bien podría haber sido enviada hacía veinte o treinta años. Incluso su formato alargado era inhabitual. En el dorso, cuatro líneas en castellano. Alguien, desconocido para Rafael, invitaba a Adrián, en un tono frívolo más que festivo, que también le resultó insoportable, a reunirse con él en las próximas fechas: «Adrián, querido, deberías apresurarte si todavía quieres disfrutar de estos sensacionales días. Te esperamos aunque sea acompañado. Luego regresaremos a México capital. Y luego quizás otra vez al norte. Estrechos abrazos». El nombre que le pareció adivinar en la firma era Roy. Y otro texto en inglés firmado por Ágata: Everithing would be better if you’d come. «¿Quiénes serán éstos? ¡Bah!, ya me enteraré», se dijo.
    La tarjeta estaba fechada más de siete meses atrás, en el otoño del año anterior. Le llamó la atención que la dirección adonde había sido enviada no fuera la del Hotel del Fetiche. Se alegró de que Adrián no hubiese podido ir a Acapulco. En cierta manera había sido gracias a él. Ni a Acapulco ni a ninguna parte. Pero, como siempre, se arrepintió de inmediato de su mezquindad, se sintió culpable. Rafael Vidán tenía una idea muy distinta de adonde pensaban dirigirse Adrián y Estela. O mejor dicho no tenía ninguna. Él se había creído lo que ellos le habían dicho en su primera carta: que pensaban marcharse a Venezuela, donde, según decían, a Adrián le habían ofrecido un trabajo de representante de no recordaba qué producto comercial, algo tan vago que le había hecho sonreír, algo relacionado con materiales de construcción o con telefonía. La historia no le había llegado a interesar. No pensó en que tal vez la tarjeta no era más que una vaga invitación de circunstancias; tampoco en que pudiera ser una broma privada o una burla a él dirigida. No era seguro que esta vez hubiesen tratado de engañarle de nuevo, como él había sospechado.
    Al tiempo que dejaba la postal en el marco del espejo, pensó que de todas formas no les había prestado el dinero que le pedían, y que en cualquier caso todo aquello carecía ya de importancia.
    La otra postal era una vista, en tonos grises y azafranados, de Venecia. Era una postal vieja, con los bordes dentados. La fachada del palacio Loredan. No importaba, él nunca había estado allí y además estaba escrito al dorso. La firmaba un tal Ed. Fresneda. No le conocía. Nunca había oído hablar de él.
    Con otra tinta firmaba una tal Nina. Estaba remitida desde París. Una postal elegida al azar, sin duda. «¿Vendréis este año? Ya lo dicen los philosophes: Nada como tomarse un helado en Nochevieja en el Florián. Hasta pronto. Hemos visto a Arrensberg. Es impresionante». «Menuda gilipollez», pensó Rafael. Al igual que la anterior, estaba fechada varios meses atrás. La colocó junto con la de Acapulco en el marco del espejo. En éste contempló el desorden que reinaba a su espalda. Alguien había desaparecido precipitadamente de escena. El desorden de la habitación de un viejo hotel que antaño, más que lujoso, pudo haber sido confortable, regentado por un pintoresco personaje que le había producido una cierta curiosidad y que hacía ya un buen rato que había desaparecido de escena.
    Rafael se miró en el espejo. Sacó la lengua. Blancuzca. Se pasó por delante de la boca el dorso de la mano. Se arregló el nudo de la corbata, el pañuelo. La camisa no estaba del todo limpia y tenía los bordes desgastados. En la solapa de la americana lucía una mancha oscura. El poco pelo que le quedaba estaba repeinado en largas mechas y daba una impresión de desaliño. No se gustaba. No se había gustado nunca. Se dijo como siempre, con el único fin de infundirse ánimos, que no tenía muy buen aspecto. Tal vez estuviese enfermo. A la altura del rostro, la última palabra de Estela. Fue a borrarla y se pringó la mano. Sacó un pañuelo y se la frotó. Sobre el mármol de la chimenea había cajas de cerillas y varios paquetes de cigarrillos sin abrir, apilados cuidadosamente, un par de cigarrillos sueltos, una barra de carmín, que Rafael abrió, olió y cerró. Era de un color muy oscuro. Se le cayó un trozo. De un puntapié lo lanzó a un rincón. Un caballito de madera lavada de origen norte africano que examinó con poca curiosidad y un barco encerrado en una botella… Mapas Michelin del norte de África, Marruecos, el Rif, el Atlas, algunas guías antiguas y modernas de viajes en la zona, un manual de navegación…
    Se dirigió al secreter de limoncillo que se encontraba abierto entre las dos ventanas. El mueble estaba desvencijado y alabeado, tenía marcas de vasos y de humedad y su interior estaba en completo desorden. Le dio la impresión de que alguien había estado buscando apresuradamente algo entre todo aquello. No se reprochaba el tener una imaginación vagamente novelesca. Pilas de periódicos y revistas, cartas, un telegrama en papel azul, alguna factura, objetos menudos… Sobre el mueble había una botella de whisky más que mediada, tres vasos sucios, una pila de libros de bolsillo: novelas policiacas… Las repasó. Aquellos autores a él no le decían mucho. Él se había jactado en alguna ocasión, incluso ante su hermano, de no entender nada de lo que leía, de no saber gran cosa fuera de la música y del cine, y aun esto como distraído espectador. La de hacerse el bobo era una de las especialidades de Rafael Vidán.
    En la pared, clavadas con alfileres de los usados en los bancos franceses para prender billetes, dos buenas fotografías. En una de ellas podía verse a Estela y a Adrián una mañana soleada de invierno —llevaban los abrigos puestos— en la terraza del Royalty ¿O era en Les Colonnes? ¡Bah! Qué importaba. Se trataba en todo caso de un claroscuro muy acusado. Enero. La otra era una fotografía de Estela, esbozando una sonrisa divertida, en la playa, con el cabello revuelto. El fotógrafo era el mismo. Un tal Marc Darrigade. Estaba impreso al pie, al vacío.
    Apareció de nuevo el hotelero. Traía una caja de cartón de gran tamaño, de color negro, con una franja blanca en la que aparecían ideogramas orientales. A Rafael le pareció la caja de un mago y de inmediato pensó con enojo que le resultaría embarazosa. El hotelero la dejó sobre una mesa baja que ocupaba el centro de la habitación y que también estaba cubierta de periódicos. Una parte de éstos se derrumbaron. El hotelero cogió la caja y se la dio a Rafael, despejó la mesa de los periódicos que quedaban y los apiló sobre una silla. Con un gesto le volvió a pedir la caja y la colocó sobre la mesa.
    —Excúseme si he tardado. Quería encontrar una buena caja. Ésta es excelente ¿No le parece?… Ya le he dicho que ella se marchó ayer, a última hora de la tarde, después de que usted llamara. Dijo que usted se encargaría de recoger estas cosas y de pagarme una pequeña factura. No es mucho. Tan sólo un par de semanas. Ella lo dijo…
    Rafael pensó que casi con seguridad el hotelero y Estela habrían tenido una discusión subida de tono. No creía que éste la hubiese dejado salir así como así, sin pagar la nota. Sin saber de qué cantidad se trataba, Rafael dijo que no había ningún problema, que él la pagaría.
    —No era necesario —continuaba el hotelero cambiando de conversación—. Yo les había cogido aprecio. Me gustaban. Los dos. Su hermano era un hombre encantador. Y ella es una belleza. Sé lo que me digo, no en vano han pasado buena parte de este invierno en mi hotel. Ya sé que no es gran cosa, pero a ellos parecía gustarles. Además está, como ve, muy céntrico y soy de los pocos que abren en invierno. Estuvieron bien aquí… Sí. Su hermano y yo hablábamos mucho. Le gustaban mis historias. Él también tenía muchas cosas que contar. Era muy divertido…
    A Rafael le azoró la forma en que aquel hombre hablaba de Adrián. Sí, claro, lo de siempre: un hombre encantador, divertido, brillante. Todos habían pensado siempre lo mismo. Él no. Él había pensado otra cosa. Le fastidiaba. Siempre le había fastidiado. Ahora no, ahora menos, en el fondo, ya no había motivo alguno.
    —Bien, supongo que querrá llevarse algo de todo esto —decía el hotelero mientras que Rafael Vidán, distraído, cogía alguna cosa y la dejaba de inmediato—. Estaba desasosegado, agobiado por la situación en la que se encontraba y en la que no sabía cómo desenvolverse; era perezoso y le costaba mucho trabajo tener que tratar de asuntos concretos con extraños. Se dirigió al armario ropero. Lo abrió. En su interior no quedaba mucho. Un par de camisas. Una de algodón y otra de seda, con las iniciales «A.V.» bordadas. Un abrigo de pelo de camello algo gastado, una americana de tweed en tonos grises, unos pantalones de franela también grises claros y una corbata de seda un poco ajada a listas oro viejo, azul oscuro y vino burdeos que él le había regalado en una de las últimas ocasiones en que se habían visto: unas navidades —las últimas navidades de la familia— en la casa familiar de Umbría, hacía de eso cinco o seis años, tal vez más, cuando todavía vivían sus padres. Parecía como si desde entonces hubiese transcurrido toda una vida… Dobló la corbata con cuidado y la depositó en el fondo de la caja que el hotelero había dejado abierta sobre la mesa.
    —¿Qué va a hacer con la ropa? —le preguntaba el hotelero. Rafael pensó que se lo preguntaba porque se había dado cuenta de que él y Adrián no eran en absoluto de la misma talla. Él era más alto, mucho más grueso, más desgarbado también. Todo lo contrario que su hermano.
    —No sé —contestó Rafael—, por el momento podemos meterla en esa maleta. —Era una maleta que se encontraba sobre el armario. Una desvencijada maleta de piel de cerdo con restos de viejas etiquetas de hoteles que Adrián habría llevado consigo en sus viajes, donde había encerrado su mundo.
    —Déjeme. Yo le ayudo —dijo solícito el hotelero.
    —No hace falta —le contestó Rafael algo molesto por tanta amabilidad. Advertía que la amabilidad no iba dirigida a él, sino a ellos: un resto de complicidad o de afecto. Y eso le molestaba.
    —Antes me gustaría pagarle la factura que dejaron pendiente —dijo Rafael por ver de poner algo de distancia entre él y la excesiva amabilidad del hotelero.
    —Bueno, ya le he dicho que son sólo las dos últimas semanas. La dejó ella… Bien, como quiera. Ahora mismo subo… —Volvió a dejarle solo.
    Rafael abrió la puerta que daba al cuarto de baño. Un cuarto de baño bastante amplio, anticuado, con una ventana de vidrios traslúcidos que dejaba pasar una luz glauca. Definitivamente el hotel era algo pasado de moda, anacrónico, y su decoración una superposición de estilos y de mobiliario superviviente de sucesivos y periódicos naufragios. La brocha y la maquinilla de afeitar de Adrián, el jabón y el agua de colonia Roger Gallet, un cepillo para el pelo, se encontraban en uno de los estantes que había junto al lavabo y fueron a parar a la papelera. Le produjo una cierta repugnancia tocar aquellos objetos. Como si fueran contagiosos de una enfermedad mortal, como si la muerte estuviera prendida en ellos.
    En otro estante había un frasco de perfume Vol de nuit. Quedaba un resto en su fondo. Lo abrió y lo olió. No le gustó. Demasiado dulzón para ella —pensó—, ¿pachulí? Él la recordaba usando perfumes muy distintos, más intensos, nocturnos, o más ácidos: un verano ya lejano bajo la enramada de los plátanos, en Fuenterrabía, el olor fuerte, intenso del aire, el murmullo de las conversaciones, las risas, su nunca logrado deseo de atraer por completo su atención, de hacer que se interesara en sus asuntos… Eran muy jóvenes entonces, los otros, siempre los otros, más ingeniosos, más atractivos, y Adrián como centro de la reunión, y el perfume de Estela a su lado, vivo, ácido y nada corriente, expresión de su vitalidad, de su querer imponer a toda costa su indudable atractivo. Todo aquello había pasado, era irremediable. En realidad duró menos de lo que él creía. Pensó que todo verano es un último verano; sobre todo para él. Y lo pensó sin nostalgia alguna, tan sólo con una ligera irritación. Estela no le había escogido a él. Ciertos fragmentos de su pasado se le ofrecían como un tiempo no vivido, o al menos no como a él le hubiese gustado vivirlo. Como algo que transcurría ante sus ojos, en forma de falsos decorados, falsas ciudades, falsas perspectivas. Pensó todo esto mientras daba vueltas en la mano al frasco de perfume. Un frasco de vidrio de color verde oscuro. Probablemente se lo habría regalado Adrián. Le habría gustado a él.
    De forma maquinal lo llevó a la otra habitación y lo metió en la caja. Se dijo que le preguntaría al hotelero de qué era aquella caja que despedía un raro olor que recordaba el de las hierbas agostadas, el de los desvanes de su infancia.
    El hotelero volvió con la nota, se la entregó y Rafael la repasó con atención. Podía pagarla sin sentir remordimientos. Tal vez un exceso en las llamadas telefónicas. Nada que discutir. Pagó.
    —Ahora le subo la vuelta —dijo el hotelero.
    —No, quédesela —replicó Rafael al tiempo que doblaba la nota y la metía en la caja. Era una vuelta ridícula.
    —Ya siento que haya llegado usted tarde —decía el hotelero mientras se metía los billetes que le acababa de dar Rafael en el bolsillo trasero del pantalón—. Las cosas no podían haber sido de otra manera. Su hermano tenía niebla en la cabeza. Los conocí parecidos en Tonkín… En la infantería de marina. Sí, allí estuve… He estado en muchos sitios, sí… Tonkín, Argelia… También las Antillas… Yo le contaría. A su hermano y a la señorita les conté muchas historias. Ella dijo que iba a escribirlas… No sé. Nos sentábamos abajo, en el bar… Así pasábamos las horas. Es largo el invierno en nuestra ciudad. Una ciudad para gentes solitarias, como yo, señor. Su hermano era un soñador, además… ¿Treinta y ocho años dice usted? Yo le creía más joven. Lo que son las cosas. En fin.
    Mientras hablaba, el hotelero había bajado la maleta y, ante la indiferencia de Rafael, la había ido llenando con el contenido del armario. Lo hacía meticulosamente, como un ayuda de cámara profesional. Daba la impresión de que se había pasado la vida haciendo lo mismo: unas maneras que no tenían nada que ver con las briznas del pasado en apariencia turbulento del que acababa de jactarse.
    —Es una pena —decía de nuevo el hotelero— que se pierda esta ropa. Tengo un amigo a quien le quedaría que ni hecha a medida. Le vendría muy bien, además… Siempre anda necesitado.
    A Rafael le extrañó que no hubiese más ropa, pero dijo:
    —Puede quedársela. Haga con ella lo que quiera.
    Rafael fue buscando más cosas para meterlas en la caja negra. Primero las fotografías, las que estaban en el secreter y las que estaban prendidas en el espejo. En uno de los cajones encontró un sobre con más fotografías, un cuchillo, unos anzuelos de pesca, un plomo de red comido por el salitre, unos mapas de carreteras y algunas otras menudencias, entre las que había unos carretes sin revelar. Todo ello fue a parar a la caja.
    Metió también la botella de whisky y, sin prestarles demasiada atención, las cartas, las facturas, las postales del espejo, una gruesa carpeta con papeles, más folletos de viajes, mapas y recortes de revistas. En uno de los cajoncitos interiores del escritorio, junto con muestras vacías de perfumes, un paquete abierto de pañuelos de papel, monedas fraccionarias y unos fósforos, publicidad de un club nocturno, Bestondo, Piano-Bar, encontró algo que le interesó más: una pequeña agenda de piel sujeta con una lengüeta. La abrió. Tenía algunas páginas en blanco, pero otras estaban cubiertas de direcciones, teléfonos, nombres, lugares y algunas breves anotaciones que en una primera lectura no entendió y que le resultaron enigmáticas. Reconoció la letra de Estela; probablemente la habría olvidado, o tal vez la había abandonado porque ya no le servía para nada. Dejó para más tarde el examen minucioso de la agenda.
    Volvió a la chimenea. Cogió el barco encerrado en la botella y una rosa de los vientos giratoria, una reproducción de un instrumento antiguo. Los envolvió con cuidado en una hoja de periódico. Bagatelas, pensó; pero también trató de imaginar rápidamente en qué momento habrían comprado ellos aquellas pequeñas cosas, a qué rito privado habrían pertenecido. Volvería sobre ello. Imaginó su paseo apacible por la ciudad, al borde del mar, en el margen de una época, exentos, sin cuidado. Fue dejando los periódicos y las revistas, de viajes sobre todo, sobre una silla, pasándolos de uno en uno por ver de hallar entre ellos alguna cosa. Se encontraba incómodo. El hotelero le observaba desde hacía rato sin decir nada. Sentía su mirada clavada en su espalda.
    —Leían muchos periódicos —dijo de pronto por decir algo.
    —Sí —contestó el hotelero lacónicamente—, qué otra cosa podrían hacer.
    Encontró también tres mazos de cartas, dos de ellos cerrados. Los guardó junto con las demás cosas.
    —No han dejado gran cosa —dijo Rafael.
    El hotelero se excusó enseguida de no haber tocado nada.
    —Oh, solamente ha querido venir él, Alvarado; pero no le dejé subir, no vaya usted a pensar, le dije que esperara a que usted llegara, porque usted iba a venir, ¿no es cierto?… Uno tiene su conciencia profesional.
    Rafael recogía aquellos mínimos restos, que bien podían ser una burla siniestra, como si fueran preciosas reliquias, y no reparó en las últimas palabras del hotelero. Entre el desorden de papeles del secreter encontró una estilográfica, un cuaderno y unas cintas de radiocasete que fueron a parar con las demás cosas.
    Se acercó a la cabecera de la cama. Abrió los cajones de las mesillas. Una caja de tranquilizantes fuertes. Nada más. Más periódicos. La gente que leía mucho los periódicos le inquietaba. Volvió hasta el escritorio. No, allí no quedaba nada. Se sintió avergonzado por las muestras de rapacidad que estaba dando en presencia de aquel hombre que seguía sus movimientos con los brazos cruzados. «A fin de cuentas es posible que nada de esto me pertenezca», pensó por un momento, aunque Estela le hubiese dicho al hotelero que sería él quien con seguridad vendría a recogerlas. Un sarcasmo más por parte de ella, porque allí no quedaba nada; en realidad habían vuelto a mofarse de él, pensó, y se sintió ridículo con aquella caja a su disposición.
    —Bien, creo que no nos queda nada por hacer aquí —dijo Rafael, una vez más por decir algo, echando una mirada a su alrededor: los periódicos y las revistas ilustradas apiladas sobre una de las sillas, los libros de bolsillo. Los repasó de nuevo. No había nada que le interesara. Cogió en cualquier caso la novela de Leo Mallet. Le gustaban las historias del detective Néstor Burma. La metió en la caja y dejó el resto. Se acercó por última vez a la ventana desde la que podía ver el mar más allá de la iglesia de Santa Eugenia. El pesquero seguía cabeceando en el mismo lugar, cerca de los arrecifes. Un día muy hermoso. Demasiado hermoso para ocuparlo en recoger despojos. Con seguridad no volvería a ver ese panorama. Se encogió de hombros.
    La caja abultaba más de lo que habla supuesto. Se la puso bajo el brazo. Notó cómo en su interior las cosas se movían y chocaban entre sí. Se sintió algo ridículo. El hotelero cogió la maleta y abrió la puerta, pero de inmediato pareció arrepentirse y dijo: «Perdone, la cogeré luego», y la dejó sobre la mesa. Rafael echó una última mirada a aquella maleta cerrada que contenía los otros restos de su hermano. Los otros restos, pensó, tan inservibles como los que él llevaba en su caja. «Después de tantas idas y venidas, Adrián no parece que tuviera gran cosa», se dijo. Empezaron a bajar las escaleras. Crujían. Decididamente el hotel estaba algo descalabrado. La moqueta de color rojo oscuro desgastada con cercos negros, el empapelado oscurecido y sucio, los apliques tuertos. Ni siquiera se trataba de lujo ajado, sino de algo más turbio, más agobiante y sutil. Allí, en aquel aire enrarecido, flotaba algo furtivo, no del todo decadente ni pasado de moda: un escenario abandonado por sus actores a la carrera tras escuchar una voz de alarma, y no precisamente, o no tan sólo, por Adrián y Estela. Pesaba un raro silencio en aquel ambiente de colores apagados, como si la vida de la ciudad no hubiese llegado desde hacía mucho tiempo hasta el interior del hotel.
    Llegaron a la planta baja, donde el hotel cambiaba de decoración y ésta se hacía decididamente extravagante. Ambos se encontraban incómodos y se observaban con disimulo. Rafael querrá llegar cuanto antes a su hotel para dejar en algún sitio aquella caja molesta. Sin embargo aceptó la invitación del hotelero a tomar algo en el bar del hotel. Una invitación demasiado cálida, como si de pronto existiera entre ellos una evidente complicidad, que no podía ser otra que la que había habido entre Adrián y aquel pintoresco personaje que ni siquiera había dicho su nombre, o al menos él no lo recordaba. Hablaba el castellano con fluidez, pero con un acento muy acusado que parecía impostado.
    Rafael era un experto en contarse historias y se imaginaba con toda clase de detalles cuál había sido la vida que habían llevado en aquel hotel y en aquella ciudad; pero quería saber algo más. Tal vez penetrar en la historia, hacerse con ella, con sus detalles más nimios. Hacerse daño en el fondo. Saber algo que sin duda nadie le iba a contar, que Estela no le contaría jamás. Muy a su pesar, siempre le había atraído la vida, lo poco que había sabido de ella, que habían llevado Estela y su hermano en los últimos años. Y ahora era el hotelero el único vínculo que le unía a ellos.
    —No me lo dijo… Había hablado de subir a París… O Italia. No lo sé… Tampoco creo que a cierta edad se pueda ir a muchos sitios… ¿No le parece?… De todas formas ayer noche se fue con su amigo Darrigade… —había dicho el hotelero sonriendo.
    —¿Cómo dice?
    —Sí, Marc Darrigade, el fotógrafo… Puede llamar a su casa si quiere, el número vendrá en la guía.
    —¿Cómo no me lo ha dicho antes?
    —No me lo ha preguntado.
    «No importa», pensó Rafael, «tarde o temprano nuestros caminos volverán a cruzarse». Siempre había sido así y no veía ninguna razón para que las cosas cambiaran. Creía saber dónde podía encontrarla. Sus escenarios —pensaba— eran demasiado reducidos. Todo se arreglaría. Ahora le tocaba a él la oportunidad largo tiempo acariciada de acercarse a Estela. No había obstáculo alguno. Adrián ya no se interponía entre ellos.
    Podía permitirse el lujo de interrogar al hotelero. O mejor, de dejarle hablar sobre Estela y sobre Adrián. «Seguro que quiere hacerlo. Seguro que lo hará», pensó Rafael con una leve sonrisa de satisfacción.

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